Connect with us

Opinet

El tema de cambio climático se hace más politizado y militarizado

Publicado

el

El impacto que las amenazas climáticas, como sequías, inundaciones, ciclones, la subida del nivel del mar o las temperaturas extremas, ejercen sobre el desarrollo socioeconómico de una sociedad es enorme. Teniendo en cuenta todos los riesgos devastadores ya está plenamente aceptada la idea de que todos los gobiernos deben apoyar las iniciativas orientadas a la lucha contra el cambio climático.

Por lástima, unos países aprovechan la situación peligrosa con el objetivo de promover sus ideas e interesas nacionales. Hoy el tema de cambio climático es mucho más politizado a comparación con otros temas sociales importantes. Un ejemplo elocuente es Estados Unidos y su política de presión diplomática.

El tema de clima como instrumento de la presión diplomática contra otros países

Dando el ejemplo hay que mencionar las declaraciones del enviado global del presidente estadounidense Joe Biden para el cambio climático, John Kerry. Kerry dijo que se propone “aumentar las ambiciones” de todos los países en la lucha contra el cambio climático destacando que Estados Unidos tiene a su disposición algunos premios y castigos diplomáticos para todos los países. Así Washington informa a todo el mundo que sería mejor obedecer a su visión correcta.

Cabe decir que parcialmente la posición estadounidense tiene derecho de existir. Es que unos países no castigan ni sancionan a su población por no cuidar la naturaleza lo que provoca la contaminación, la deforestación y la pérdida de biodiversidad en los países vecinos. Pero ¿cómo se puede diferenciar entre la presión política y la defensa de clima? La frontera entre dos afirmaciones es tan débil.

En los marcos del cuidado de la naturaleza Estados Unidos intentó establecer su control bajo los recursos acuáticos de los países soberanos. A principios de junio de 2022 la vicepresidente estadounidense Kamala Harris declaró que la mayor parte de los intereses nacionales estadounidenses está vinculada directamente con el nivel suficiente del agua. Se trata sobre aguas dulces y superficiales entre otras. Para asegurar el cumplimiento de los intereses nacionales está prevista la participación estadounidense en todos los procesos de control y gobernanza de los recursos acuáticos, incluso si acontecen en los países extranjeros. Según dos casos mencionados ya se puede probar que el tema de clima no es tan sencillo como parece.

Recientemente Estados Unidos declaró que tiene derecho de decidir el destino del planeta. La Casa Blanca está sugiriendo el “posible despliegue” de técnicas radicales contra el cambio climático, como el bloqueo artificial de la luz solar, como parte de su programa contra el cambio climático, a pesar de las advertencias de los expertos de que tales iniciativas pueden tener efectos devastadores para el planeta. Llegamos a otro problema. El tema de clima necesita la unidad de toda la sociedad internacional. Ningún país puede imponer sus puntos de vista a todo el mundo. Actualmente no hay instrumentos efectivos e independientes que podrían asegurar imparcialidad política en el ambiente de clima.

El tema de clima y ambiente militar

Parece ser imposible pero el tema de clima preocupa mucho a los militares de los países más potentes del mundo. Los altos funcionarios consideran que los problemas climáticos amenazan directamente a la seguridad nacional.

En 2018 en USA había un conflicto interno entre el gobierno de Trump y legisladores estadounidenses. Por un lado, la administración de Donald Trump se ha salido del Acuerdo Climático de París, ha propuesto eliminar tres cruciales nuevos satélites climáticos, ha incumplido un compromiso de 2.000 millones de dólares prometidos durante la presidencia de Obama al Fondo Verde del Clima y quiere recortar la financiación de los programas del clima domésticos de la Agencia de Protección Medioambiental estadounidense (EPA) y los programas globales de la agencia de asistencia USAID. Por el otro lado, el congreso de los Estados Unidos, dominado por el partido republicano, ha afirmado que el cambio climático es una prominente amenaza para la seguridad nacional, y ordenado que el Departamento de Defensa analice con detalle cómo va a afectar a sus instalaciones más importantes. Al mismo tiempo, la cámara abordó la necesidad de dar más fondos al ejército para enfrentarse a las amenazas del calentamiento global.

En febrero de 2015, la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos junto a otras instituciones publicaron dos informes sobre geoingeniería (propuestas tecnológicas para manipular el clima) que fueron financiados, entre otros, por la CIA estadounidense. La CIA y otros sectores del aparato de inteligencia estadounidense han calificado el cambio climático y el control del clima como factores geopolíticos estratégicos y de seguridad nacional. En 2009, la CIA abrió incluso su propio Centro de Cambio Climático y Seguridad Nacional, pero el Congreso le ordenó cerrarlo en 2012.

En 2021 el Pentágono mencionó que el ejército empezará a dedicar una porción significativa de su presupuesto a incorporar en su planificación las amenazas relacionadas con el clima.

Los periodistas bautizaron la situación como la guerra climática mencionando periódicamente el programa Haarp como la parte más elocuente de esa guerra (Es un conjunto de antenas con capacidad de crear modificaciones en la ionosfera).

Conclusión

El tema de clima está directamente vinculado con política y ambiente militar. Los jugadores más potentes del mundo lo usan para promover sus intereses nacionales en todo el mundo. El tema de clima oculta dentro de sí la potencia peligrosa que podría desencadenar las guerras en todo el mundo. Ningún país debe utilizar el tema de clima en marcos de su lucha contra los gobiernos no amistosos.

Escrito por Jorge Sánchez, periodista de La Jirafa

Opinet

Mientras Maduro baila, la soberanía venezolana se estremece- Lisandro Prieto Femenía

Publicado

el

“La apuesta a la dominación mundial es fundamental para el grupo dominante norteamericano. Y hay varias apuestas contenidas en la actual coyuntura”

Noam Chomsky, Hegemonía o supervivencia: La estrategia imperialista de Estados Unidos (2016, p. 19).

El drama que hoy se despliega en el Caribe, con Venezuela como centro del huracán geopolítico, no es sólo una disputa entre administraciones contrapuestas sino la tragedia de un Estado cuya soberanía se encuentra sitiada por dos fuerzas destructivas: la pulsión hegemónica de una potencia externa y la ilegitimidad intrínseca de un poder interno ejercido de forma tiránica.

La retórica de intervención por parte de Estados Unidos, sumada a la profunda crisis institucional y humanitaria generada por el degenerado régimen de Nicolás Maduro, dibuja un escenario donde el derecho internacional y la voluntad popular son doblemente vulnerados. En este punto de inflexión, la filosofía política debe interpelar la naturaleza de la amenaza: la violencia imperial se nutre de la debilidad y el autoritarismo doméstico para justificar sus acciones, mientras que el tirano bananero utiliza la amenaza externa como coartada para recrudecer su represión interna.

Desde una perspectiva crítica, los movimientos de presión de Estados Unidos se inscriben perfectamente en la estrategia de dominación global que Noam Chomsky ha diseccionado a lo largo de toda su obra. El objetivo del imperio no es la “estabilidad” democrática de Venezuela, sino la eliminación de cualquier proyecto que encarne la “amenaza de un buen ejemplo” o, en su defecto, la neutralización de un territorio clave. Cuando Chomsky afirma que “la apuesta a la dominación mundial es fundamental para el grupo dominante norteamericano” (2016, p. 19), se refiere puntualmente a casos como esta crisis, la cual se revela como una de esas “apuestas” clave, necesaria para confirmar el destino del hemisferio sigue siendo unipolar y que Hispanoamérica, tal como se acordó tras terminar la Segunda Guerra Mundial, seguirá siendo territorio dominado por intereses norteamericanos.

No obstante, la crítica al imperialismo pierde su rigor moral si se omite el análisis de la figura que hoy ocupa ilegalmente la jefatura del Estado. Nicolás Maduro, a través de la manipulación electoral y la represión sistemática, representa un caso paradigmático de autoritarismo posmoderno. Al respecto, el politólogo Juan Linz, al definir los regímenes autoritarios, señala que estos se caracterizan por contar con un “pluralismo político limitado, no responsable” y una “mentalidad” que sustituye a la ideología, permitiendo a un líder o a un pequeño grupo de sátrapas ejercer el poder dentro de límites formalmente mal definidos (Linz, 1975, p. 176).

El régimen venezolano encaja en esta descripción: si bien conserva una fachada institucional (asambleas y elecciones, de dudosa procedencia), la realidad es que el ejercicio del poder es totalmente arbitrario. Las elecciones, como las presidenciales del 2024, han sido cuestionadas por observadores internacionales y la oposición, que denuncian la falta de transparencia, la inhabilitación arbitraria de candidatos y la omisión de las auditorías de ley. Más grave aún, la Misión Internacional Independiente de determinación de los hechos sobre Venezuela, un organismo de la ONU, ha documentado que las autoridades estatales han cometido “crímenes de lesa humanidad” para reprimir la disidencia, incluyendo ejecuciones extrajudiciales, torturas y detenciones arbitrarias, revelando un patrón de represión coordinado y respaldado por altos funcionarios del gobierno y las fuerzas armadas (ONU, 2020). En este marco, la figura de Maduro no es la de un líder desafiante, sino la de un dictador mediocre cuya ilegitimidad política y violencia sistemática proveen el pretexto ideal para la injerencia externa de los golosos del norte.

A esta reflexión, se suma la perspectiva del clásico Thomas Hobbes, cuyo marco teórico ofrece una clave para comprender la patología de las relaciones internacionales. A pesar de la existencia de organizaciones supranacionales, las grandes potencias operan de facto en un “estado de naturaleza” global.

En este escenario, la potencia dominante se comporta como un individuo sin un Leviatán que lo contenga, donde la única ley es la propia conservación y la conquista del dominio. La amenaza de intervención no es, por tanto, una desviación del orden, sino la manifestación brutal de este orden anárquico subyacente. Estados Unidos, al actuar sin sujeción a un poder superior, ejerce su propia “razón natural” para eliminar cualquier obstáculo a su seguridad percibida, relegando a Venezuela, y a cualquier Estado que se encuentre en debilidad de condiciones, al destino de la “guerra” definida por la potencia que detenta la espada más grande.

La inminencia de la incursión militar nos obliga a meditar sobre la diferencia esencial entre poder y violencia, una distinción crucial que Hannah Arendt postuló para comprender la vida política. La violencia, en su sentido más puro, es siempre instrumental. Es revelador que la acción militar, la forma extrema de la violencia, sea esgrimida cuando los mecanismos diplomáticos y económicos no han logrado el colapso deseado. Por ello, Arendt en su fundamental obra titulada “Sobre la violencia”, remarca la antítesis al afirmar que «el poder es siempre potencial, inherente a un grupo, y desaparece cuando el grupo se disuelve. La violencia, por el contrario, es instrumental. Si no hay poder que la guíe, la violencia es perfectamente estéril” (1970, p. 56).

Desde esta última perspectiva podemos afirmar que la intervención militar, al depender de las herramientas (bombas, portaaviones, misiles, aviones, soldado, etc.) y no del acuerdo humano (el pueblo venezolano o la comunidad internacional), sólo produce una destrucción que requiere una justificación extrínseca a la política misma. De igual forma, el régimen decadente de Maduro, al depender de la violencia de los cuerpos de seguridad y no del consenso electoral, revela su carencia de poder genuino, evidenciando que su autoridad se sostiene únicamente mediante la coerción instrumental.

Esta justificación moralizante es el campo de estudio de Michel Foucault, para quien el poder no es meramente represivo, sino profundamente productivo a través del poder-saber. La amenaza de intervención no es sólo un acto de fuerza, sino un complejo dispositivo discursivo que produce la “verdad” necesaria para su ejecución. En este sentido, Foucault nos advierte que “no es posible que el poder se ejerza sin el saber, es imposible que el saber no engendre poder” (1977, p. 76). En la crisis venezolana, la retórica de la “crisis humanitaria” o la “restauración democrática” se erige como ese “saber” que legitima la injerencia. Al mismo tiempo, el régimen chavista utiliza la retórica antiimperialista como su propio “saber” que justifica la supresión de la disidencia interna, configurando el espacio geopolítico y estableciendo, mediante la difusión masiva de esa narrativa, los límites de lo tolerable para la comunidad internacional.

Adicionalmente, la situación de amenaza constante resucita la lógica de la política como campo de batalla existencial, un concepto central en el pensamiento de Carl Schmitt. Para él, la esencia de lo político reside en la distinción decisiva entre amigo y enemigo. La inminente incursión militar de Estados Unidos, al ser una “decisión” soberana de una potencia sobre un país quebrado, desmantela cualquier ilusión de neutralidad jurídica y revela la política en su forma más pura: la posibilidad real de la guerra. El enemigo, para Schmitt, no es simplemente un competidor, sino “el otro, el extraño, con el que se está combatiendo en una extrema posibilidad, existencialmente” (2009, p. 56). Así, la escalada militar norteamericana transforma la disputa ideológica en una hostilidad existencial, forzando a Venezuela a asumir la única posición que la lógica schmittiana le permite: la de enemigo absoluto.

Ahora bien, no podemos concluir esta reflexión sin enfocarnos en un aspecto que es crucial: la amenaza de acción militar en el Caribe no es un evento anómalo dentro de la política exterior estadounidense, sino la reconfirmación de un patrón histórico donde la soberanía del “hegemón” se ejercerse como una autoridad que suspende la ley cuando ésta interfiere con sus intereses. Este historial está marcado por intervenciones militares directas que carecieron del mandato explícito del Consejo de Seguridad de las inútiles Naciones Unidas, operando bajo la justificación de la “autodefensa” o la “promoción de la democracia”, conceptos que actúan como sustitutos políticos de la verdadera voluntad política.

Un ejemplo paradigmático lo encontramos en la invasión de Panamá en 1989 (Operación Causa Justa), lanzada para deponer y capturar a Manuel Noriega, bajo pretextos que incluyeron la protección de ciudadanos estadounidenses y la restauración democrática. A pesar de que la inservible Asamblea General de la ONU condenó la acción como una “flagrante violación del derecho internacional”, Estados Unidos procedió unilateralmente. Este episodio ilustra cómo el poder decide cuándo aplicar o ignorar las normas globales, actuando como el soberano schmittiano que define la excepción a la regla. De modo similar, la invasión de Iraq en 2003, bajo el pretexto de las armas de destrucción masiva que nunca se encontraron, se llevó a cabo sin una resolución específica del Consejo de Seguridad que la autorizara. Estos precedentes documentados establecen una peligrosa tradición de la suspensión legal que normaliza la coerción y sienta las bases para justificar futuras injerencias, incluyendo la actual crisis venezolana.

Al contemplar el telón de fondo de esta crisis, la reflexión filosófica no se puede contentar con la crónica de los hechos o la mera denuncia virtual, sino que debe enfrentar la doble moralidad que representa este conflicto. La tragedia de Venezuela es la de la soberanía capturada: comprometida externamente por la ambición hegemónica y carcomida internamente por la tiranía de los simios con navajas que administran hace décadas la miseria y el terror.

Si la ilegitimidad de Maduro es evidente, y sus acciones constituyen crímenes de lesa humanidad documentados por la ONU, ¿qué implicaciones tiene para el derecho internacional el hecho de que la superpotencia utilice precisamente esta criminalidad como una herramienta de justificación para su propia violación del principio de no intervención?

Y a la inversa, si la acción militar se basa, como argumenta Arendt, en la esterilidad de la violencia para generar poder político, ¿cuál es el verdadero objetivo de la dictadura venezolana al utilizar la amenaza externa como un simulacro de guerra para mantener la cohesión interna y justificar la represión?

La tarea urgente, entonces, reside en desmantelar el dispositivo de poder-saber foucaultiano para construir una verdad sobre Venezuela que sea autónoma de los intereses hegemónicos y, a su vez, que denuncie sin ambages la naturaleza autoritaria y criminal del régimen interno. La única conclusión digna de este conflicto es la urgencia moral de restablecer la primacía del derecho internacional para todos los Estados, al tiempo que se exige la rendición de cuentas a los tiranos que han hecho de la soberanía un simple instrumento de su perpetuación en el poder.

Referencias

Arendt, H. (1970). Sobre la violencia (M. González, Trad.). Joaquín Mortiz.

Chomsky, N. (2016). Hegemonía o supervivencia: La estrategia imperialista de Estados Unidos (3.a ed.). Ediciones B.

Foucault, M. (1977). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión (A. Garzón del Camino, Trad.). Siglo XXI Editores.

Hobbes, T. (2005). Leviatán: La materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil (A. Escohotado, Trad.). Gredos.

Linz, J. J. (1975). Totalitarian and Authoritarian Regimes. En F. I. Greenstein & N. Polsby (Comps.), Handbook of Political Science. Volume 3: Macropolitical Theory. Addison-Wesley.

ONU. Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela. (2020). Informe sobre violaciones graves de los derechos humanos en Venezuela. [Referencia documental sobre crímenes de lesa humanidad].

Schmitt, C. (2009). El concepto de lo político (R. Agapito, Trad.). Alianza Editorial.

Continuar Leyendo

Opinet

La Navidad del alma salvadoreña

Publicado

el

En pleno siglo XXI, pocos países han logrado levantarse con tanta fuerza después de la tormenta. Cuando el mundo entero tambaleaba bajo el peso de la pandemia, El Salvador (pequeño como una hormiga, pero incansable como el sol) se alzó como un rayo de luz en medio de una América oscurecida por la pandemia. Mientras otros miraban hacia dentro, este país miró hacia adelante. Se reconstruyó paso a paso, sin disonancia, con una determinación casi silenciosa, hasta que el mundo, sorprendido, volvió a pronunciar su nombre con respeto y admiración.

Tras la oscuridad de la pandemia, cuando el mundo entero tambaleó, fue El Salvador el país que se levantó con paso firme, sorprendiendo a propios y extraños. Su nombre comenzó a viajar de boca en boca; se convirtió en tema de conversación, en ejemplo, en curiosidad. De pronto, todos querían saber qué ocurría en este rincón del mapa donde el miedo se había rendido y la esperanza había vuelto a ocupar las calles.

Y mientras el mundo observa, asombrado por este renacimiento, los salvadoreños se reconocen unos a otros con una mezcla de incredulidad, alegría y gratitud.

Hoy no existe rincón del planeta donde no se escuche hablar de El Salvador. Desde las grandes capitales hasta los pueblos más remotos, su nombre resuena con una mezcla de asombro y admiración. Pero lo más hermoso ocurre dentro de sus propias fronteras: en los mercados, en los parques, en los cafés del centro histórico, se escuchan voces en inglés, en francés, en alemán… acentos que viajan desde lejos para descubrir lo que los salvadoreños siempre supieron: que esta tierra tiene un alma invencible.

Desde las playas del Pacífico hasta el Volcán de Santa Ana, cada año, el país se siente “más” y “más” distinto: más suyo y más abierto, más seguro y más soñador. No ha cambiado su paisaje, sino su espíritu.

Y cuando cae la tarde sobre San Salvador y los primeros cohetes anuncian la llegada de diciembre, el aire mismo parece iluminarse. Es la misma ciudad, pero respira distinto. Una brisa suave huele a pan dulce, a pólvora festiva, a pupusas recién salidas de la plancha.

En esas pupusas humeantes que se sirven en las esquinas, en las guirnaldas que cuelgan de algunas casas, en el brillo de las luces verde y rojo, se percibe algo más que decoración navideña: se percibe orgullo.

El Centro Histórico, aquel corazón que por años estuvo apagado, late otra vez con fuerza. Donde antes reinaba la sombra, hoy relucen miles de luces que se entrelazan entre los balcones coloniales y cafés restaurados. Las Plazas están llenas de vida. La Catedral se viste de reflejos dorados. Familias enteras pasean sin prisa: niños con helados, abuelos tomados de la mano, jóvenes llenos de vida… inundan las calles con una alegría que parecía haber estado esperando décadas para renacer.

Los ojos se llenan de destellos. Las calles se llenan de villancicos, risas y un sentimiento difícil de nombrar, pero fácil de reconocer: esperanza.

Y vuelven, también, los que un día partieron. Los hijos que crecieron lejos, los que hablan con acento ajeno, los que soñaban con volver y por fin pueden hacerlo. Regresan con maletas llenas de recuerdos y con los ojos humedecidos por la emoción: buscando los patios de su infancia, el nacimiento que la abuela aún arma con las mismas figuras de siempre. En esos reencuentros que cruzan océanos y generaciones, en ese abrazo que une generaciones separadas, El Salvador se reconcilia consigo mismo.

En la plaza Gerardo Barrios, bajo el resplandor de las luces de navidad, una niña sostiene la mano de su madre y mira hacia arriba. Las luces la deslumbran, los cohetes dibujan estrellas fugaces en el cielo, y en sus ojos se refleja el país entero: un país pequeño que ha vuelto a soñar en grande.
Esa mirada resume todo lo que somos. Resume los años de dolor y de esperanza, silencios y canciones, despedidas y regresos. Resume lo que significa ser salvadoreño en esta época: haber atravesado la sombra para volver a brillar.

En apenas pocos años, El Salvador se ha revelado al mundo. El país del que nadie se acordaba ahora ilumina su propio camino. Y en su resplandor, el mundo se detiene a mirar… y a admirar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Randa Hasfura Anastas, abogada y diplomática

Continuar Leyendo

Opinet

El poder no te cambia, sólo muestra quién eres- Lisandro Prieto Femenía

Publicado

el

“El problema moral del mal es su ‘trivialidad’, y esta trivialidad, a su vez, está estrechamente ligada a la incapacidad de pensar, de pensar desde la perspectiva de otro”

Arendt, La vida del espíritu, ed. 2002, p. 248

La reflexión sobre el poder como fuerza de desinhibición, más que corruptora, tiene sus cimientos en la filosofía clásica. La interrogación sobre la naturaleza de la justicia, a menudo instrumentalizada por sus beneficios externos, encuentra en el ejercicio del dominio una prueba de fuego para la verdad del carácter. Platón, en su diálogo fundamental “La República”, no lega el ineludible mito del anillo de Giges, precisamente para dirimir esta aporía. El argumento es tan sencillo como demoledor: la invisibilidad que confiere el anillo no inocula un vicio nuevo, sino que suprime la única contención que mantenía a raya una voluntad ya inclinada hacia el exceso. El poder, en esta lectura, no es un factor de cambio, sino el disolvente de los frenos sociales que ocultan una verdad moral latente.

Tal como se examina en el Libro II, el propósito de la fábula es interrogar la relación intrínseca entre el poder y la moralidad, demostrando que la posibilidad de obrar sin ser descubierto sirve de prueba, no de transformación. Aquello que emerge ante la ausencia de visibilidad social no es una nueva disposición moral, sino la manifestación irrefrenable de una “inclinación” que las leyes y el escrutinio público mantenían contenida (Platón, La República, libro II, ed. 2010, pp. 48–54). El poder, en este sentido prístino, no engendra un nuevo carácter, sino que despliega la verdad ontológica del sujeto.

Por su parte, Aristóteles, en una clave complementaria, ofrece una exégesis que enlaza el poder con la ética del hábito. Para el estagirita, la virtud no es un mero estado interior o un conocimiento teórico, sino una disposición estabilizada que se confirma y se verifica en la práctica libre y reiterada. Como afirma en su “´Ética a Nicómaco”, “la virtud moral es un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquello que decidiría el hombre prudente” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro II, ed. 2009, p. 35). Desde esta perspectiva, el poder deviene en el escenario que posibilita la expresión sin el obstáculo de las disposiciones ya asentadas: si el ejercicio del dominio propicia la justicia y la templanza, es la virtud cultivada la que se manifiesta. Si, por el contrario, exacerba la crueldad, es la latencia del vicio la que se actualiza. El poder sólo proporciona la amplitud de la acción, y en estos casos de mediocres, el juicio y el hábito ya estaban fraguados de antemano.

Estas intuiciones clásicas fueron desafiadas por la experiencia histórica moderna, condensada en la célebre máxima de Lord Acton: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Si bien esta sentencia propone una dinámica causal directa- el poder como agente corruptor-, su relectura crítica contemporánea nos invita a sostener una hipótesis más matizada, donde el poder opera primordialmente como una lupa o un catalizador. El poder es una variable contextual que reduce el costo de oportunidad de ser fiel a la propia inclinación. Lo que se constata no es la creación de nuevos deseos, sino la alteración del contexto para que los deseos y disposiciones preexistentes encuentren una resistencia significativamente menor para su expresión.

En este punto, la psicología contemporánea aporta evidencia empírica que enriquece la tesis. Investigadores como Dacher Keltner y su equipo han descrito la “paradoja del poder”: los individuos en posiciones de dominio experimentan una notable reducción de la empatía situacional y una mayor sensación de desinhibición. El poder, por tanto, modula el campo atencional, reduciendo el enfoque en las perspectivas de los otros, lo cual facilita que los rasgos latentes afloren (Keltner et al., 2003; Anderson & Berdahl, 2002). Estos hallazgos no sugieren que el poder sea un demiurgo moral, sino un catalizador que, al atenuar los frenos externos e internos, intensifica las tendencias ya existentes.

Sin embargo, la manifestación más patética de esta revelación se observa en aquellos a quienes la vida o el mérito han dotado de una miserable cuota de poder sin que posean la estatura moral e intelectual para administrarlo: la mediocridad súbitamente investida de autoridad. Lo que en el individuo común era un rasgo de inseguridad o una falta de autoestima, bajo el influjo del poder se transfigura en soberbia. Esta ranciedad ética, lejos de ser un signo de grandeza, opera como una auténtica discapacidad moral que incapacita para la escucha y el juicio prudente. La persona mediocre, al sentir el poder, interpreta la ausencia de consecuencias como una validación de su propio ego inflado, confundiendo la prerrogativa circunstancial con el mérito intrínseco. Así, el poder desvela su insuficiencia, su vacuidad interior, obligándole a compensar la falta de contenido con violencia y arrogancia formal.

Este análisis contextual también encuentra un eco particularmente trágico y profundo en el diagnóstico que Hannah Arendt realiza sobre la “banalidad del mal”. Al estudiar el caso de Eichmann, desvela cómo la obediencia acrítica y la rutina burocrática permiten que los individuos comunes se conviertan en ejecutores de actos atroces. Su tesis no es que la situación invente monstruos, sino que revela la pasividad, la indiferencia y el despojo total de responsabilidad que, bajo la coacción de la estructura administrativa, se vuelven operativas: “cuanto más obediente es el burócrata, cuanto más se olvida de que es un ser humano y un fin en sí mismo, más cruel y criminal se vuelve” (Arendt, Eichmann en Jerusalén, ed. 2005, p. 34). De esta forma, la estructura del poder funciona como un escenario masivo donde las deficiencias del carácter- la incapacidad de pensar y juzgar, o la soberbia compensatoria del mediocre- se despliegan en toda su dimensión. El poder ofrece el pretexto institucional para que el mal, ya trivializado, se ponga en marcha con toda su fuerza.

Ahora bien, tampoco podemos olvidar el análisis correspondiente del rol que juega el desafío de la autoafirmación en consonancia con la responsabilidad. La filosofía de la voluntad y la ética de la responsabilidad profundizan el alcance de esta revelación. Recordemos que Nietzsche nos ofrece una lectura afirmativa al concebir el poder como el espacio para la manifestación del querer, posibilitando la autoafirmación y la creación de valores, lo cual expone de forma sincera la altura moral del sujeto. No obstante, frente a esta autoafirmación, emerge la exigencia de la responsabilidad preventiva.

El pensamiento de Kant exige que la autonomía moral sea una tarea constante, en tanto que la ética requiere formar el carácter mediante el cultivo de la voluntad. Si el poder descorre el velo de lo que somos, entonces la moral kantiana nos impone la obligación de educar el respeto al deber antes de asumir posiciones de dominio (Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, ed. 2014, pp. 45–57). A su vez, Simone Weil advierte sobre el desarraigo ontológico que genera el ejercicio del poder y reclama la atención y la austeridad como antídotos ante la posibilidad de ejercer el dominio (La gravedad y la gracia, ed. 2008, pp. 90–102).

Complementando esta exigencia, la fenomenología de Paul Ricoeur puntualiza la responsabilidad del yo, del “sí mismo”, frente a la acción. La responsabilidad no desaparece al aumentar las prerrogativas del poder, por el contrario, se hace ineludible, pues “la imputabilidad no es sino la proyección sobre la acción de la exigencia de responsabilidad” (Ricoeur, Sí mismo como otro, ed. 1990, pp. 128–140). Desde este enfoque, el poder, al multiplicar el impacto de la acción, amplifica esta exigencia narrativa de quién es el agente que responde por lo obrado. En pocas palabras: si antes eras prudente, ahora que tienes poder, debes ser más prudente aún.

Por último, Foucault desplaza la cuestión del poder desde la simple posesión a las redes de relaciones que disciplinan y producen sujetos. En tanto técnica social, el poder transforma los escenarios en los que las disposiciones latentes se normalizan o se sobreactúan, demostrando que “su luz” no sólo revela, sino que también modula y condiciona la expresión de lo revelado, a veces amplificando las tendencias sociales antes que las individuales (Foucault, Vigilancia y castigo, ed. 1996, pp. 73–89). Es la trama misma del poder la que expone, y a veces deforma, el carácter que se intenta manifestar.

Procedamos, pues, a cerrar este asunto, sobre todo mediante el reto de la deuda moral y el autoconocimiento. La evidencia empírica contemporánea que vincula poder con la reducción de la inhibición permite sostener una tesis ineludible: el poder no corrompe per se, sino que desvela la corrupción ya alojada en la voluntad. Ello remarca que la diferencia entre corrupción y revelación depende de la formación previa del carácter, de las estructuras institucionales que condicionan el ejercicio del poder y, fundamentalmente, de la responsabilidad moral que el sujeto se impone.

Tengamos en cuenta que Søren Kierkegaard, al describir la desesperación como una desconexión del “sí” auténtico, y Heidegger, al distinguir entre la “propiedad” y la “impropiedad” del ser, sugieren que el poder puede funcionar como una experiencia límite que revela dimensiones del yo inaccesibles en la pasividad. El poder es un examen ontológico sin opción a borrador. Tal vez sea posible el pleno autoconocimiento sin la confrontación con la capacidad de acción sin límites que el poder confiere. Sin embargo, ese conocimiento no redime la responsabilidad. Conocer lo propio en la oscuridad del privilegio exige, ineludiblemente, reconocer la deuda con los demás.

Como siempre les digo, queridos lectores, es fundamental cerrar esta humilde reflexión dejándolos en la incomodidad de las preguntas no resueltas. Si la linterna se encenderá inevitablemente al ejercer dominio, ¿preferimos acaso vivir en la ignorancia apacible, sin conocer la verdad sobre la crueldad o la bondad que la desinhibición podría mostrar, o nos comprometemos activamente a forjar un carácter que merezca ser revelado? ¿Cómo podemos desmantelar la ilusión de la soberbia en aquellos que, por su mediocridad, confunden el rango con la grandeza del ser, y que usan la autoridad para proyectar su inseguridad? La soberbia del mediocre, esa patología del poder fugaz, es la prueba de que el ser que se manifiesta estaba vacío. La verdadera tragedia no reside en que el poder corrompa a algunos individuos excepcionales, sino en la inquietante posibilidad de que su posesión revele a muchos ciudadanos comunes, instalados en roles cotidianos, ejerciendo crueldades bajo el manto de una estructura que se lo permite.

Si el poder es, simultáneamente, un espejo ineludible y un escenario amplificador, la deuda moral última del ser no es con la ley externa, sino con el “sí mismo” que el poder nos obliga a confrontar. Y es en esa confrontación donde la esperanza de un ejercicio ético del dominio debe, inexorablemente, comenzar.

Referencias Bibliográficas

Anderson, C., & Berdahl, J. L. (2002). The experience of power: Examining the effects of power on approach and inhibition. Journal of Personality and Social Psychology, 83(6), 1362–1373.

Arendt, H. (2002). La vida del espíritu. (E. García, Trad.). Paidós.

Arendt, H. (2005). Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. (C. W. F. de Rivas, Trad.). Lumen.

Aristóteles. (2009). Ética a Nicómaco. (M. Araujo & J. Marías, Trads.). Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Foucault, M. (1996). Vigilancia y castigo: Nacimiento de la prisión. (A. G. Morata, Trad.). Siglo XXI Editores.

Kant, I. (2014). Fundamentación de la metafísica de las costumbres. (J. M. G. de la Mora, Trad.). Porrúa.

Keltner, D., Gruenfeld, D. H., & Anderson, C. (2003). Power, approach, and inhibition. Psychological Review, 110(2), 265–284.

Kierkegaard, S. (2007). Temor y temblor. (V. Gutiérrez, Trad.). Tecnos.

Platón. (2010). La República. (C. Eggers Lan, Trad.). Gredos.

Ricoeur, P. (1990). Sí mismo como otro. (A. Neira, Trad.). Siglo XXI Editores.

Weil, S. (2008). La gravedad y la gracia. (M. M. de C. J. A. V. P., Trad.). Trotta.

Continuar Leyendo

Publicidad

Lo Más Leído