Opinet
El Salvador es tan hermoso

Foto: Cortesía
En un día cálido y soleado
En hermoso y
El Salvador en paz
Hoy y el cielo es
Tan azul y sol
Está brillando tan intensamente para,

Y los pajaritos son
Cantando tan apasionadamente
En la cálida luz del sol
Y los niños son
Jugando bajo el cálido sol
Y hace mucho calor hoy y
Es un hermoso día de verano
y he estado bebiendo
Mi Suprema todo el día,

Y sentir la cálida brisa
Soplando suavemente todo el día
Y estoy en el soleado El Salvador
Hoy y los cerezos en flor huelen tan hermosos y hermosos allí
Soplando suavemente suavemente
En el viento de la mañana,

Y estoy viendo
Las flores están bailando en
la cálida luz del sol
Hay caritas
Están sonriendo tan brillante
En la cálida luz del sol y allí
Balanceándose de lado a lado y es
Solo una vista hermosa
Y las colinas son
Tan verde y brillante y
Y la hierba soplando suavemente
En la luz del sol de la mañana,
Y estoy sentado mirando las estrellas
Brillando en San Salvador esta noche y
Es tan hermoso y pacífico.
Esta noche mirando las estrellas brillando a lo largo de la noche
estrellada y
La luna está brillando tan brillante y
Es tan hermoso y azul esta noche
Y la brisa de medianoche se siente
Tan pacífica esta noche y es
Es hora de susurrar suavemente a
Hermoso y tranquilo El Salvador
Buenas noches.

David P Carroll es un poeta romantico, quien a través de la radio ha transmitido poesía a niños enfermos en hospitales de El Salvador
Además, brinda ayudar a los más necesitados.

Opinet
Ni el casco de “prensa” se salva

Por: Lisandro Prieto Femenía
“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”: Arturo Pérez-Reverte
El reporte de la muerte de Anas al-Sharif y otros periodistas de la cadena Al Jazeera en un bombardeo israelí en Gaza en agosto de 2025 no es un suceso noticioso amarillo, sino un evento que actúa como catalizador de una profunda reflexión filosófica. El ataque, que tuvo como objetivo una carpa de prensa ubicada cerca del hospital de al-Shifa, fue inmediatamente condenado por organismos internacionales como la ONU y el gobierno de España, entre otros. Estas condenas calificaron el acto como una “grave violación del derecho internacional humanitario”. La rápida reacción de estos actores globales subraya la seriedad con la que se perciben los ataques a la prensa en las zonas de conflicto, reconociendo el papel esencial del periodismo para el derecho a la información y la libertad de expresión, incluso en las circunstancias más peligrosas.
Sin embargo, el relato de los hechos se complica con la contra-narrativa proporcionada por Israel. En lugar de negar la autoría del ataque, Israel lo “confirmó” pero, al mismo tiempo, afirmó que el periodista precitado era un “terrorista que se hacía pasar por periodista”. Esta declaración crea una dicotomía que trasciende el desacuerdo factual, abriendo un abismo de preguntas filosóficas. La inaccesibilidad de algunas fuentes periodísticas clave es, en sí misma, un síntoma de la opacidad y la dificultad de verificar la verdad en estos conflictos, donde la información se convierte en un frente más de batalla. La pregunta que nos hacemos aquí es fundamental: ¿cómo se puede justificar moralmente un acto de violencia letal cuando las narrativas sobre la identidad y el estatus de la víctima son irreconciliables?
La dicotomía de narrativas sobre el ataque no constituye un simple desacuerdo sobre los hechos, sino que se trata de una deliberada estrategia de guerra. La violencia dirigida a los periodistas y la subsiguiente justificación que los tacha de terroristas no es un acto aislado, sino un método coordinado para controlar la narrativa y deslegitimar a cualquier testigo posible. No sólo se busca la eliminación física del reportero, sino también la desacreditación de cualquier evidencia que pudiera haber recopilado. Al confirmar el ataque pero descalificar moralmente a la víctima, Israel busca anular la protección que el derecho internacional humanitario otorga a los periodistas. La implicación de esta acción es profunda porque si la condición de “periodista” puede ser borrada por la declaración de un bando beligerante, el valor de su testimonio se desvanece. La guerra moderna se libra no sólo con armamento, sino con la capacidad de redefinir la realidad misma, apuntando directamente a la figura del testigo ocular. Así, el asesinato de periodistas se convierte en un ataque a la objetividad y a la posibilidad de que no existe una verdad compartida fuera del control de los actores que lideran el conflicto.
Para comprender la compleja red de dilemas morales y legales que envuelven la muerte de periodistas en un contexto bélico, es indispensable recurrir a la “Teoría de la guerra justa”, un marco filosófico que ha guiado la reflexión sobre los conflictos armados desde la antigüedad. Esta teoría se divide en dos partes principales: el Ius ad bellum, que borda la moralidad de ir a la guerra, y el Ius in bello, que se centra en la moralidad de la conducta una vez que la guerra ha comenzado. En el caso específico del ataque a la prensa en Gaza, la atención se dirige al ius in bello, que exige que todos los combatientes, sin importar la justicia de su causa, respeten ciertas reglas básicas de conducta.
Uno de los pilares más importantes del ius in bello es el “principio de discriminación”, el cual dicta que los ataques deben dirigirse exclusivamente contra combatientes legítimos, protegiendo a la población civil y a aquellos que no participan directamente en las hostilidades. Filosóficamente, la justificación moral para matar en una guerra se basa en que los objetivos legítimos han perdido su “derecho” a “no ser atacados militarmente”, es decir, que son “moralmente susceptibles” de un ataque letal. Por el contrario, el simple hecho de que una persona sea un no-combatiente es suficiente para que no pueda ser moralmente atacada. Pues bien, los periodistas, en su calidad de civiles, están explícitamente protegidos bajo este marco, siempre que no participen en las hostilidades. El ataque que mató a seis periodistas de Al Jazeera en una carpa de guerra, un objetivo no militar, ilustra la aplicación directa de este principio.
Como dijimos recientemente, la justificación israelí de que Anas al-Sharif era un “terrorista”, es un intento de anular su estatus de no combatiente y, por lo tanto, fundamentar su “susceptibilidad moral” a ser atacado. Al re-etiquetar a un civil como combatiente, una de las partes beligerantes intenta legitimar su acto de violencia a posteriori. Esta acción revela una profunda vulnerabilidad del derecho internacional humanitario: su dependencia de una interpretación compartida de la realidad y del estatus de las víctimas. Si la definición de “no combatiente” puede ser anulada por una declaración unilateral de un bando, el principio de discriminación deja de ser un derecho universal para convertirse en un privilegio discrecional, vaciando de su significado a toda la estructura del derecho humanitario.
Este perverso proceso de re-etiquetación expone la fricción inherente entre la teoría de la guerra justa y su aplicación práctica. La vida en el campo de batalla, dominada por el caos y el instinto de supervivencia, a menudo empuja a los soldados a desconectar su sistema de creencia moral en favor de la victoria. El ejército confía en el juicio moral de sus líderes en el campo de batalla, un juicio que puede llevar a dejar de lado bastantes asuntos morales fundamentales.
Además del principio de discriminación, el ius in bello también se rige por el “principio de proporcionalidad”, que prohíbe los ataques cuyos daños colaterales a civiles sean excesivos en relación con la ventaja militar directa y concreta esperada. En este caso, la justificación militar del ataque a una carpa de prensa, que resultó en la muerte de múltiples civiles protegidos, es cuestionable. El acto no sólo parece gallar en la discriminación, sino que también parece inherentemente desproporcionado. Surge, entonces, la pregunta filosófica: ¿qué valor tiene un objetivo militar (si es que existía alguno) frente a la aniquilación de la verdad en el campo de batalla?
Al respecto, es interesante acudir a la opinión del escritor y ex corresponsal de guerra Arturo Pérez-Reverte, quien expresó su postura sobre el conflicto en Gaza, añadiendo asimismo una capa de complejidad a esta delicada discusión. Pérez-Reverte, que anteriormente se consideraba “proisraelí”, afirmó que la respuesta de Israel al ataque de Hamás había llegado a “extremos tan bárbaros” que ya no podría considerarse un simple “daño colateral”. En su opinión, lo que está sucediendo es un “asesinato” y, por lo tanto, Israel es un “Estado que está asesinando a una población”. Esta fuerte condena moral, proveniente de alguien con experiencia en conflictos y una postura previa de apoyo a la aspiración democrática de Israel, nos muestra cómo el concepto de lo que es un ataque “justificable” en la guerra puede mutar a los ojos de los observadores a medida que la brutalidad del conflicto alcanza nuevos niveles.
Es momento, entonces, de hablar de la ética de la información en el campo de batalla. El periodismo en zonas de guerra, lejos de ser un mero oficio, es una vocación que se adhiere a un conjunto de principios éticos rigurosos. La ética periodística en la guerra exige que los reporteros busquen la verdad, mantengan la neutralidad y la objetividad, y eviten causar daño alguno. El derecho internacional reconoce esta labor y otorga a los reporteros el estatus de civiles protegidos, siempre que no tomen parte activa en las hostilidades. Los Estados tienen la obligación explícita de garantizar la seguridad de estos profesionales, ya que su asesinato no sólo vulnera su derecho a la vida, sino que constituye una gravísima violación del derecho a la libertad de expresión internacional. Esta violación afecta tanto al derecho individual del periodista como al derecho colectivo de la sociedad a recibir información veraz en tiempos de guerra.
A pesar de esta protección legal, los periodistas se ven obligados a operar en un ambiente de riesgo extremo. Los protocolos de seguridad para corresponsales de guerra son extensos y detallados, abarcando desde el uso de chalecos antibalas y cascos hasta la encriptación de las comunicaciones y la correspondiente preparación física y psicológica. Esta paradoja entre la protección nominal y el riesgo palpable crea una tensión constante. La existencia de estos protocolos demuestra que, en la práctica, los periodistas no confían plenamente en la protección legal que el derecho internacional les promete, justamente porque deben cuidar de sí mismos y de sus colegas, ya que su oficio los expone a incidentes inherentes a la cobertura de las noticias y amenazas de personas o facciones concretas.
Más allá de la vulnerabilidad física, el periodista de guerra sufre un daño psicológico y moral profundo, una “lesión moral” que lo convierte en una “víctima de la conciencia”. Este concepto, originalmente aplicado a los soldados, es perfectamente extensible a los reporteros. La “lesión moral” se define como el “desgaste del carácter moral” que ocurre al presenciar o ser cómplice de un asesinato injusto. El caso puntual del fotógrafo Kevin Carter, quien se suicidó tras ganar el Pulitzer por una foto que ilustraba la hambruna de Sudán, es un claro ejemplo histórico de este trauma, provocado por la inmensa angustia de su trabajo. El asesinato de un colega no es sólo una amenaza profesional, sino que representa una experiencia moralmente devastadora: el periodista que sobrevive no sólo es testigo de la noticia, sino que carga con una “baja de la conciencia” que regresa como una sombra de lo que antes solía ser. Este sufrimiento eleva la discusión de lo legal a lo estrictamente existencial, porque la guerra no sólo destruye cuerpos, sino que también corrompe el alma de aquellos cuya misión es reportar sus horrores, demostrando la fragilidad de la ética y la moral frente a la barbarie de la que es capaz el ser humano.
El análisis de la muerte de Anas al-Sharif y sus colegas de Al Jazeera nos revela que este trágico evento no es un incidente aislado, sino una manifestación de varias problemáticas filosóficas interconectadas. En primer lugar, la guerra moderna demuestra una tendencia peligrosa a no respetar los principios del ius in bello, especialmente el de discriminación, cuando puede redefinir la realidad a su conveniencia. La justificación de un ataque a un civil, simplemente re-categorizándolo como un combatiente, vacía de su significado a toda la estructura del derecho internacional humanitario.
En segundo lugar, la figura del periodista de guerra encarna una paradoja trágica: está protegido por la ley, pero opera en un entorno donde esa ley es regularmente violada. Al presenciar la violencia y la injusticia, el reportero sufre esa “lesión moral”, un daño profundo al alma que demuestra que la guerra mutila por igual los cuerpos como las mentes de quienes se atrevan a enfrentarla para contar su historia.
Finalmente, la “guerra de narrativas”, algo tan posmo progre y tan perverso, que busca activamente fabricar la indiferencia, un mal moral que socava a toda acción colectiva. La proliferación de relatos contradictorios tiene como objetivo confundir a la audiencia global, generando escepticismo y apatía, lo que permite que la violencia continúe sin ser castigada.
En última instancia, queridos lectores, el ataque asesino sobre los periodistas en Gaza no fue sólo un crimen de guerra, sino un ataque epistémico y moral. Fue un asalto a la posibilidad misma de una verdad objetiva y compartida en tiempos de conflicto. La muerte de la verdad precede a la muerte de los inocentes. Y la filosofía, en este contexto, no puede permanecer neutral. Su tarea es desmantelar las justificaciones simplistas, exponer las contradicciones morales y recordarle a la humanidad que la verdad, y quienes la buscan, son el primer y último baluarte contra la barbarie. La labor de los reporteros de guerra, al exponer los horrores del conflicto, es el antídoto más poderoso contra la indiferencia, que es tan asesina como cualquier arma del arsenal disponible de cualquier ejército. Su trabajo, y el sacrificio que a menudo conlleva, nos obliga a plantear una ética de la no-indiferencia, donde el conocimiento se convierte en la base para la acción moral.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Nepal: el espejo donde se mira la decadencia de la democracia occidental

Por: Lisandro Prieto Femenía
“Me rebelo, luego somos”: Albert Camus, El hombre rebelde
Las protestas de la Generación Z en Nepal, desencadenadas por la censura de plataformas digitales, no son un mero arrebato de ira juvenil, sino la culminación de un proceso histórico de profundas frustraciones. Para que podamos comprender su magnitud, es imperativo contextualizar el conflicto político de un país que, hasta el año 2008, era la única monarquía hindú del mundo. Tras una década de guerra civil (1996-2006) liderada por una insurgencia maoísta, el anhelo de paz y democracia llevó a la abolición de la monarquía y al establecimiento de una endeble república. Sin embargo, este cambio de régimen no ha cumplido las promesas de prosperidad y estabilidad.
En lugar de una gobernanza efectiva, Nepal se ha visto sumido en una crónica inestabilidad política, con más de una decena de primeros ministros en quince años. Este vacío de poder ha permitido que la corrupción se arraigue fuertemente, alcanzando un pico en el índice de Percepción de la Corrupción. Mientras que una élite política ha rotado en el poder, perpetuando el nepotismo y el clientelismo, la juventud se ha enfrentado a un desempleo endémico, que oficialmente ronda el 10%, pero es mucho mayor en la realidad de una economía preponderantemente informal. En este marco de traición a las promesas democráticas y de desesperanza, el eco digital de las redes sociales silenciadas y el clamor de las calles de Katmandú manifestaron una fisura que va más allá de una reacción a una prohibición gubernamental, revelando la profunda crisis de legitimidad de un sistema que está caducando.
Ahora bien, la explosión social en Nepal no puede entenderse sin una disección aguda de su principal protagonista: la Generación Z. esta cohorte, nacida en un entorno de hiperconectividad y disrupción constante, trasciende la etiqueta demográfica para convertirse en un fenómeno filosófico. Son los llamados “nativos digitales” que, a diferencia de sus predecesores, no adoptaron la tecnología, sino que la heredaron como una extensión de su propia existencia. Su identidad y su percepción del mundo están intrínsecamente ligadas a las redes sociales, que actúan como su principal ágora pública, su fuente de información y su espacio de pertenencia.
Desde una perspectiva filosófica, esta generación se enfrenta a la paradoja de la conectividad permanente y la anomia. Viven en un mundo con una abundancia de información sin precedentes, pero carecen de los grandes relatos o instituciones (Iglesia, Estado, familia) que en el pasado otorgaban un sentido unificado a la existencia. Este vacío ha generado un profundo escepticismo hacia las estructuras de poder y una aguda conciencia de las injusticias globales. Su pragmatismo, forjado por el trauma de las crisis económicas y las promesas políticas incumplidas, los lleva a desconfiar de los sistemas, no de las causas. Su rebelión, por lo tanto, no es ideológica en el sentido clásico de la palabra, sino existencial porque se encuentran en una búsqueda de significado y dignidad en un mundo que les ha sido entregado, a priori, en ruinas.
El precitado estallido en Nepal interpela una crisis más profunda que el fracaso de un gobierno: se trata de la decadencia de “lo político”. A diferencia de “la política”, que se refiere a las prácticas cotidianas de administración y poder, “lo político” constituye la dimensión fundacional de la existencia colectiva, el espacio agonístico donde las comunidades articulan su identidad y destino. Su decadencia puede ser comprendida a través de la distinción filosófica que realiza Hannah Arendt entre las actividades de la vita activa.
En su obra “La condición humana” (1958), Arendt sostiene que la vida humana se compone de tres esferas: labor, (el ciclo biológico de la producción y el consumo), trabajo (la creación de objetos duraderos) y acción (la interacción libre entre los individuos para crear una esfera pública). En esta perspectiva, la decadencia de “lo político” reside en la corrosión de la acción. Cuando la política se reduce a la gestión de problemas económicos y sociales (es decir, al trabajo o la labor), pierde su capacidad de crear un espacio público significativo porque “la única actividad que relaciona directamente a los hombres, sin la intermediación de cosas u objetos, es la acción”. Pues bien, lo que las protestas nepalíes revelan es que el sistema ha despojado a los jóvenes de la capacidad de acción, relegándolos a un ciclo de labor (la búsqueda de empleo excesivamente precario) o al exilio- como argentino, esto me resulta familiar-. El acto de la censura digital es el intento de suprimir no sólo la libertad de expresión, sino el último vestigio donde la Generación Z podría reconstruir un espacio de “acción” para dar forma a un “nosotros” frente al “ellos” del poder enquistado.
Así, las protestas nepalíes son un síntoma del colapso del orden político que Francis Fukuyama describe en su obra “Orden y decadencia de la política” (2014), donde el autor sostiene que la corrupción y el clientelismo no son fallos del sistema, sino la evidencia de que las instituciones han sido “capturadas” por élites extractivas que operan pura y exclusivamente en beneficio propio, socavando la imparcialidad y la ley. La desilusión de la Generación Z no nace sólo del desempleo, sino de la percepción de un sistema que no funciona para ellos.
La frutilla del postre fue la prohibición de las redes sociales, en tanto que es un claro ejemplo de la desconexión que tiene esta élite. En lugar de abordar las causas del descontento social, se intentó silenciar el canal de la frustración, revelando una respuesta autocrática y una ignorancia profunda sobre cómo las nuevas generaciones construyen su identidad colectiva y su voz política. Con decisiones bananeras como la precitada, el Estado, en su forma actual, es percibido como un obstáculo para el progreso, no como su garante.
Ahora bien, consideramos oportuno acudir a la filosofía para consultar sobre el concepto mismo de rebeldía, y más particularmente en esta era digital. El aporte de Albert Camus a la comprensión de los estallidos sociales radica en su distinción fundamental entre “rebeldía” y “resentimiento”, o la simple “revuelta”. Para el filósofo, la rebeldía no es un acto nihilista ni un estallido irracional de ira, sino que es, por el contrario, un acto de afirmación, un momento en que el individuo, al decir “no” a la opresión, simultáneamente que se dice “sí” a un valor que le trasciende. Esta es la clave para entender filosóficamente el clamor de la generación Z en Nepal.
En su obra “El hombre rebelde” (1951), Camus establece que la rebelión es el “movimiento que lleva a un hombre a interponerse entre el mundo y lo que se le niega”. Se trata del rechazo consciente de una situación que se presenta insostenible. Esta negativa inicial, que se siente en lo más íntimo del individuo, se convierte en un acto político cuando el rebelde se da cuenta de que su dignidad no es un valor solitario, sino un bien común. Justamente, en torno a esto, Camus indica que “el movimiento de rebeldía es el paso de la consideración individual a la colectiva, del ‘yo’ al ‘nosotros. Me rebelo, luego somos”. Mirando a Nepal con estas gafas, podemos interpretar su protesta no como un grito por no tener trabajo, o por vivir en un país totalmente corrompido, sino como el reconocimiento de que la dignidad humana está siendo ultrajada por estas condiciones y que la lucha por la justicia debe ser, siempre, colectiva.
Sin embargo, y cuidado aquí, esta nueva forma de rebelión digital nos obliga a enfrentar un desafío futuro. La híper comunicación, a la vez que permite una conexión instantánea y global, también presenta la paradoja de la fragmentación y la dependencia. ¿Puede un movimiento cimentado en la fugaz lógica de las plataformas digitales sostener una acción política robusta y duradera? ¿Qué ocurre cuando el canal de esa rebeldía es también un espacio controlado por intereses corporativos y, como se demostró en Nepal, vulnerable al control estatal? El futuro de la acción colectiva parece depender de nuestra capacidad para traducir la solidaridad digital en una presencia tangible y organizada en el mundo físico, evitando que la rebeldía se convierta en una mera moda efímera o en un eco vacío en las cámaras de resonancia de la red.
Para finalizar, nos queda analizar el fuego como símbolo del paso de la política a la barbarie. La quema de edificios públicos, y en particular, la del parlamento, trasciende la violencia de una riña para convertirse en un acto simbólico radical. No es sólo un estallido de furia contra la opresión, sino una manifestación de la barbarie que surge de la decadencia de los tiempos en los que vivimos. Políticamente, el parlamento es el asiento físico de la autoridad representativa del Estado. Su destrucción significa la deslegitimación total de un sistema que ya no representa a sus ciudadanos, sino que se percibe como una estructura vaciada de contenido y manchada por su corrupción naturalizada. Es, en definitiva, una declaración visceral de que la democracia, como institución, ha fracasado rotundamente.
En términos filosóficos, este acto nos sitúa ante un dilema ético. Si bien el hombre rebelde de Camus afirma un valor al negarse a la opresión, la quema de un símbolo de la vida pública puede deslizarse hacia una forma de nihilismo preocupante. Es la negación absoluta de cualquier orden posible, una expresión de que, si no hay justicia, no debe haber ninguna estructura. Este tipo de acción, aunque comprensible en el contexto del hartazgo social, revela la peligrosa delgada línea que separa la rebelión constructiva de la destrucción pura. No debemos olvidar que históricamente, contamos con episodios como la quema del Reichstag en Alemania o la reciente irrupción en el Capitolio de los Estados Unidos, hechos que han marcado momentos de crisis extrema, donde el fuego consume no sólo los ladrillos, sino también la esperanza de una resolución pacífica, abriendo la puerta a un futuro triste e incierto.
Más allá de la noticia coyuntural que hoy nos convoca, este estallido social en Nepal nos obliga a interrogar las verdaderas patologías de nuestro tiempo. La pregunta que surge, con una agudeza que perturba, es si acaso la corrupción que carcome las instituciones es una simple falla o el síntoma de una enfermedad terminal en la democracia moderna, una que hace que el contrato social pierda su validez. ¿Cómo puede una ciudadanía, particularmente una juventud que ha crecido en la promesa de la conectividad, depositar su fe en un sistema político que se revela como un patético vehículo de acumulación para una casta decadente? Este desencanto cuestiona la viabilidad misma de la democracia cuando el ascensor social está averiado, y la única alternativa parece ser la huida o la rebeldía.
En este punto de inflexión, nos confrontamos con el dilema ético del acto de rebelarse. ¿Estamos presenciando una mera explosión de frustración destructiva o la génesis de un nuevo tipo de movimiento político, uno que utiliza el desborde como un lenguaje para exigir un futuro que le ha sido arrebatado? La pregunta se agudiza cuando consideramos el rol de las plataformas digitales, que sirven tanto de catalizador como de campo de batalla ideológico. ¿Es posible diferenciar una rebeldía que busca la reconfiguración del orden de una que simplemente anhela su demolición, y dónde reside la responsabilidad de las generaciones que han construido este mundo para orientar a quienes heredan el caos? Nepal nos fuerza a mirarnos al espejo y a reconocer que el fracaso de una generación puede ser el acto fundacional de la desesperación de la siguiente, y que el silencio institucional es la fuerza más corrosiva en la era de la información.
Lisandro Prieto Femenía
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Sarmiento: el legado educativo de un “Cuyano alborotador”

Por: Lisandro Prieto Femenía
“La instrucción es la madre de la moralidad pública, y la República es la hija de la instrucción”: Domingo Faustino Sarmiento, De la educación popular (1849)
La figura de Domingo Faustino Sarmiento, a menudo reducida a la estatua o al bronce, adquiere una resonancia particular al momento de examinar su proyecto educativo. La conmemoración del día 11 de septiembre, día del maestro en su honor, trasciende el acto protocolar y se convierte en una invitación a la reflexión crítica sobre los cimientos de la educación moderna en Argentina y, por extensión, en gran parte de Hispanoamérica.
Para comprender la magnitud de su visión, es imperativo sumergirse en el contexto de su vida, marcado por un dinamismo constante, exilios, confrontaciones y proyectos que moldearon su pensamiento. El historiador José Ignacio García Hamilton, en su biografía titulada “Cuyano alborotador. La vida de Sarmiento” (1997), ofrece una perspectiva detallada del precitado periplo. Sarmiento no provenía de las élites tradicionales, lo que le dio una visión aguda de las diferencias entre el interior y la capital. Su juventud estuvo signada por exilios en Chile, donde, como señala García Hamilton, el destierro era para los sarmientinos “una forma de vida” (1997, p. 57). En Chile, el contacto con sistemas educativos más avanzados sembró en él la semilla de la reforma pedagógica al punto tal que su célebre enfrentamiento con Juan Manuel de Rosas, plasmado en su monumental obra “Facundo”, fue una batalla ideológica por la civilización contra la barbarie. En este sentido, la vida de Sarmiento es la prueba de que sus convicciones no eran abstractas, sino que nacían de una experiencia vital intensa, pues “había visto de cerca la ignorancia y la miseria, y por eso la educación no era para él una mera teoría, sino una necesidad urgente” (1997, p. 120).
Como bien sabemos, Sarmiento concibió la escuela no sólo como un espacio de instrucción, sino como un dispositivo civilizatorio fundamental para la consolidación del Estado-Nación. Para él, el analfabetismo representaba una barrera insalvable para la democracia y el progreso. En su obra “De la educación popular” (1849), argumentó que la ignorancia “no se extirpa por medio del látigo o la amenaza, sino por medio de la enseñanza”. Queda claro, entonces, que la educación se presentaba como el antídoto contra la barbarie, un concepto que en su pluma se asociaba a las costumbres anárquicas del campo, los caudillos violentos y la ausencia de leyes.
Esta perspectiva, si bien impulsó la alfabetización masiva, encierra una tensión intrínseca que invita a una lectura más matizada. Aunque historiadoras postmodernas y porteñas como Adriana Puiggrós han señalado que “la escuela argentina se construyó sobre la base de un fuerte proyecto de homogeneización cultural” (1990), esta lectura no agota la complejidad del pensamiento sarmientino. Un análisis más profundo de su obra, en particular de “Facundo” (1845), revela que Sarmiento no buscaba aniquilar la diversidad, sino apropiarla y hacerla parte de un proyecto nacional común. Sus detalladas descripciones de arquetipos rurales como el rastreador, el baqueano o el gaucho demuestran un profundo conocimiento y, en cierto modo, una fascinación por las cualidades y habilidades de esas figuras. Del rastreador, por ejemplo, señala que “es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones gozan en el pueblo de una autoridad incuestionable”. Evidentemente, Sarmiento no desvaloriza estas capacidades innatas sino que, más bien, lamenta que no estuvieran al servicio de un proyecto civilizatorio mayor. Su modelo, por tanto, no era la destrucción de las particularidades locales, sino su integración en una estructura nacional que las dotara de un propósito moderno. Es decir, la estandarización no era la erradicación de las diferencias, sino su encauzamiento hacia un ideal de progreso centralizado.
Ahora bien, la visión como educador de Sarmiento se materializa en su decisión de traer maestras de los Estados Unidos, un acto que revela la profundidad de su proyecto pedagógico. La escritora Laura Ramos, en su obra “Las señoritas. Historia de las maestras estadounidenses que Sarmiento trajo a la Argentina en el siglo XIX” (2021), reconstruye este episodio desde una perspectiva íntima y personal. Sarmiento no sólo buscaba importar un modelo educativo, sino un paradigma cultural y social. La figura de la maestra estadounidense, tal como la describe Ramos, encarnaba los valores que él anhelaba para la nueva nación: el laicismo, el rigor académico y la independencia femenina.
Asimismo, Ramos se sumerge en los diarios, cartas y testimonios de estas 61 maestras y demuestra que su llegada fue un acto de audacia política y pedagógica: “Sarmiento no traía sólo maestras. Traía otra cosa. Traía mujeres que pensaban, que viajaban solas, que no querían casarse y que trabajaban” (Ramos, 2021). Su presencia en un país aún dominado por las costumbres tradicionales fue una lección en acción. Ramos subraya que estas mujeres no sólo se enfrentaron a las precarias condiciones de las escuelas, sino también a la resistencia de la sociedad conservadora. Este enfoque se aleja bastante de una mera importación de conocimientos y se adentra en un proyecto de ingeniería social, donde la educación no sólo debía alfabetizar, sino forjar un nuevo tipo de ciudadano: independiente, laborioso y, en el caso de las mujeres, capaz de salir del rol doméstico para convertirse en un agente activo en la construcción de la nación.
En este punto, es preciso señalar que la visión de Domingo Faustino Sarmiento como educador está intrínsecamente ligada a su accionar político y a su proyecto de país. Daniel Balmaceda, en su libro “Sarmiento, el presidente que cambió la Argentina” (2023), intenta alejarse del retrato escolar para mostrar la figura de un estadista pragmático y visionario, que enfrentó las contradicciones de su tiempo con una tenaz voluntad de cambio. Su gestión presidencial (1868-1874) se caracterizó por una modernización acelerada que buscaba equiparar al país con las naciones más desarrolladas de ese momento.
Puntualmente, Balmaceda destaca la capacidad de Sarmiento para proyectar a la Argentina hacia el futuro, basándose en la ciencia y el progreso. Su gestión se caracterizó por la extensión del ferrocarril y el telégrafo, la promoción de la ciencia y la tecnología, el incentivo de la maquinaria agrícola y la concreción del primer censo nacional. Estas iniciativas no eran hechos aislados, sino que respondían a una misma concepción: la de un país que debía superar el salvajismo de los caudillos y el aislamiento para integrarse al concierto de las naciones civilizadas. La obra de Balmaceda nos permite entender que la presidencia de Sarmiento no fue un simple ejercicio de poder, sino la puesta en práctica de un programa que había madurado durante toda su vida. La educación, en este marco, era el pilar fundamental para lograr los cambios que él concebía fundamentales para la República Argentina.
Procedamos ahora a analizar la célebre frase “las ideas no se matan”, pronunciada por Sarmiento en el cementerio de San Juan en 1839, durante la exhumación de los restos de los caídos en la batalla de la Ciudadela. Claramente, se trata de un lema que supera la simple divisa política, porque representa una declaración de principios filosófica que define su concepción del progreso y de la condición humana. El contexto de la frase es una respuesta a la represión ejercida por las fuerzas federales de Rosas, pero su significado trasciende dicha coyuntura: la idea central es que, si bien se puede asesinar a un hombre y acallar su voz, el pensamiento que él encarna, la fuerza de su intelecto y sus propuestas, permanecen inalterables. Como lo manifestó en su discurso, “se puede degollar a los mártires, se pueden incendiar los libros que los han hecho tales; pero las ideas no se matan, y los principios que han hecho marchar a la humanidad no se acallarán” (citado por J. J. Hernández Arregui, 1960).
Esta premisa no sólo se aplica a un modelo de país, sino que se extiende a un modelo de humanidad. Sarmiento creía en la capacidad transformadora del intelecto y en el poder inherente de la razón para moldear la realidad. En su visión, la historia no era un ciclo de repeticiones trágicas, sino un camino de progreso impulsado por la fuerza de las ideas. Un ser humano, en esta perspectiva, no se define por su origen social o su linaje, sino por su capacidad para pensar y para actuar en consecuencia. El idealismo de esta frase es el motor que lo llevó a fundar escuelas, a traer maestras extranjeras y a luchar por el ferrocarril en un país que, hasta ese momento, estaba casi totalmente desconectado. Para él, la barbarie no era una condición inherente al ser humano, sino una consecuencia de la ignorancia, y la civilización, por lo tanto, no era un privilegio de unos pocos, sino un estado que se alcanzaba a través del conocimiento que debería estar a disposición de todos. Este modelo, aunque a menudo criticado por su eurocentrismo y su supuesto desprecio por las culturas autóctonas, evidencia una fe inquebrantable en el poder de la mente para superar la violencia y el atraso.
La trascendencia de Sarmiento tampoco se limita a las fronteras argentinas. Su pensamiento y su labor son objeto de reconocimiento en el ámbito global, lo que evidencia la universalidad de su proyecto. En Estados Unidos, por ejemplo, donde pasó parte de su vida en el exilio y como embajador, su figura es recordada con muchísimo respeto. La relación que mantuvo con el pedagogo Horace Mann fue clave, en tanto que Sarmiento lo consideraba su mentor y la fuente de inspiración para la creación de las escuelas normales en Argentina. Su legado en Norteamérica se materializa en el busco que se encuentra en la Plaza Panamericana de Washington D.C., un homenaje a su labor como embajador y promotor de la educación.
En Europa, su figura también ha recibido honores. La ciudad de Bérgamo, en Italia, rinde homenaje al maestro con una placa conmemorativa en la casa donde vivió en 1888. Estos gestos, aparentemente menores, confirman que su legado trasciende el nacionalismo. Sarmiento no fue sólo un prócer argentino, sino un pensador universal que creyó en la educación como herramienta para erradicar la pobreza y la ignorancia en cualquier parte del mundo. Su obra y sus ideas, traducidas a diferentes idiomas, han sido estudiadas en universidades de todo el mundo como un ejemplo de cómo un proyecto educativo puede sentar las bases para la construcción de una nación moderna, libre y próspera.
El legado de Sarmiento nos exige una reflexión que integre las luces y sombras de su proyecto, especialmente ante la emergencia de narrativas históricas simplistas. Es inevitable confrontar el discurso de historiadores mediáticos, como Felipe Pigna, que, en su afán por construir una historia de buenos y malos, incurren en el error de los anacronismos. Al juzgar a Sarmiento con la moral del siglo XXI, se lo condena por expresiones sobre los gauchos o los pueblos originarios sin contextualizar el pensamiento liberal y positivista del siglo XIX. Estas críticas, a menudo infundadas, ignoran la complejidad del hombre y su tiempo, reduciendo su figura a un arquetipo de la “civilización” opresora. Sarmiento, en cambio, operaba bajo una visión que, si bien controvertida, estaba guiada por una fe absoluta en el progreso a través de la educación y el trabajo.
En este marco, la vigencia del proyecto sarmientino se manifiesta en la severa crítica que él mismo realizaría al estado actual de la educación. El padre de la escuela moderna vería con horror la devaluación educativa de Occidente, donde la falta de rigor, la fragmentación de los saberes y la precariedad del magisterio han devaluado el conocimiento y el pensamiento crítico. La educación, en su concepción, no era un espacio de libertad sin disciplina, sino un bastión de la razón y el método. Hoy, la escuela que él concibió como una herramienta de progreso se enfrenta a un desafío existencial: en un mundo global y digital, ¿cómo se puede reconstruir una educación que no sólo alfabetice, sino que también forme ciudadanos con la capacidad crítica para discernir y actuar? Pues bien, queridos lectores, la vigencia de Sarmiento reside en la potencia de estas preguntas que, lejos de ser resueltas, nos interpelan de manera urgente.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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