Opinet
Analizando la diferencia entre reciprocidad, derecho y privilegio

Por: Lisandro Prieto Femenía
“La salud es un derecho, no un privilegio”, Juan Pablo II
Hoy quiero invitarlos a reflexionar en torno a la reciente decisión del gobierno de Javier Milei de imponer algunas restricciones en la atención gratuita por parte del sistema de salud argentino para ciudadanos extranjeros. Dichos anuncios han generado un vigoroso debate, dividiendo las aguas entre posturas conservadoras y progresistas, motivo por el cual proponemos, para trascender la dicotomía ideológica, profundizar la cuestión desde un análisis filosófico-político que aborde los principios de justicia, reciprocidad y soberanía, examinando tanto los argumentos a favor como en contra de esta medida.
En primer lugar, proponemos tamizar la tensión entre la idea del universalismo sanitario y la sostenibilidad nacional. Desde una perspectiva filosófico-política, la salud es objeto de extensos debates sobre su naturaleza como derecho, abriendo espacio a preguntas como: ¿es la salud un derecho humano universal, inherente a la condición de persona, o un bien social cuya provisión está condicionada por la ciudadanía y la capacidad contributiva del Estado? Al respecto, Thomas Pogge argumentó a favor de una responsabilidad global ante la pobreza y las desigualdades, lo que podría extenderse a la provisión de servicios básicos como la salud sin restricciones de nacionalidad. Pogge sostiene, en su obra “Pobreza mundial y derechos humanos” (2002) que existe “una responsabilidad moral negativa, la de no imponer un orden global que sea injusto y que perpetúe la pobreza”. Sin embargo, esta visión cosmopolita se confronta con la realidad material de los Estados nacionales y sus recursos finitos.
Acudamos brevemente a los datos: el sistema argentino se financia mayoritariamente con recursos provenientes de los contribuyentes nacionales. Según el Ministerio de Salud de la Nación Argentina, el gasto público consolidado en 2023 ascendió a aproximadamente el 7,6% del Producto Bruto Interno (PBI), según datos preliminares del Presupuesto General de la Administración Nacional. Si bien no existen estadísticas desagregadas y públicas sobre el porcentaje exacto del gasto público en salud destinado a la atención de extranjeros no residentes, la percepción de una asimetría entre la contribución y el uso del sistema se ha convertido en un pilar del argumento gubernamental. Desde esta óptica, la medida no buscaría vulnerar un derecho, sino salvaguardar la sostenibilidad de un sistema que, de otra forma, se ve comprometido en su capacidad de respuesta hacia quienes lo sostienen con sus impuestos.
El núcleo de la argumentación del gobierno argentino radica en el principio de reciprocidad. En el ámbito de las relaciones internacionales y la justicia distributiva, la reciprocidad implica un equilibrio de cargas y beneficios entre partes: tú no dejas morir a mis ciudadanos en tu territorio, yo no dejo morir a los tuyos en el mío. Sobre este asunto en particular, John Rawls, aunque enfocado en la justicia entre pueblos liberales, en su obra “El derecho de gentes” (1999), sugiere que las sociedades “bien ordenadas” actúen bajo los principios de cooperación mutua: si un país ofrece atención sanitaria 100% gratuita a los ciudadanos de otra nación, es lógico y normal la expectativa de que esta última retribuya con un trato igual o similar a los ciudadanos del primer país.
Pues bien, la denuncia argentina se sustenta en que muchos países de origen de los extranjeros (por no decir todos) que reciben atención gratuita en el sistema sanitario público argentino, no ofrecen ni por cerca un nivel de acceso o gratuidad comparable a los ciudadanos argentinos en sus sistemas de salud. Esta asimetría, que es real e innegable, genera una carga unilateral para el Estado argentino, lo cual nos lleva a revisar los aporte de Juan Carlos de Pablo, quien en su análisis sobre las políticas económicas sostiene que “cuando se da algo gratis sin reciprocidad, se está generando un subsidio, y los subsidios, tarde o temprano, tienen un costo que alguien debe pagar”. Desde una perspectiva de justicia conmutativa, que busca la equidad en los intercambios, esta situación sería insostenible a largo plazo y da pie a la reivindicación de un principio básico de equidad en las relaciones interestatales. No se trata, pues, de un acto de exclusión xenófoba, sino de legitimación de una medida basada en la búsqueda de equidad bilateral en la provisión de servicios públicos esenciales.
Ahora bien, a pesar de los argumentos en favor de la reciprocidad y la sostenibilidad, la medida no está exenta de cuestionamientos éticos y riesgos considerables. La principal objeción de la postura progresista se ancla en la concepción de la salud como un derecho humano inalienable, cuya negación, incluso a los no residentes, contraviene un imperativo moral fundamental. Como señala la Organización Mundial de la Salud (OMS), el derecho a la salud implica que “todas las personas, sin discriminación alguna, deben tener acceso a los servicios de salud y a la información relacionada con la salud”. Privar de atención médica a una persona, especialmente en situaciones de emergencia vital, puede generar graves crisis humanitarias y vulnerar principios fundamentales de la dignidad humana.
Además, la implementación práctica de tales restricciones presenta desafíos logísticos y éticos significativos. ¿Cómo se determinará de manera efectiva y sin discriminación la residencia? ¿Qué protocolos se aplicarán en casos de emergencias, donde la vida de una persona está en riesgo? La burocratización del acceso a la salud podría generar situaciones de desamparo y vulnerabilidad, especialmente para poblaciones migrantes en situación irregular que, por diversas razones, no pueden acceder a la documentación necesaria. Esto podría derivar en un aumento de enfermedades no tratadas, lo que, paradójicamente, generaría costos sociales y sanitarios mayores a largo plazo para el propio sistema de salud público, al propiciar la propagación de afecciones que podrían haberse prevenido o tratado tempranamente.
Como podrán apreciar, queridos lectores, no es tan fácil lograr un equilibrio entre los principios éticos y las realidades. La medida del gobierno de Javier Milei, analizada desde la filosofía política, se revela como un campo de tensión entre principios deseables y realidades completamente apremiantes: por un lado, la invocación de la reciprocidad y la necesidad de sostener un sistema de salud nacional son argumentos sólidos, arraigados en una comprensión de la justicia distributiva y la soberanía estatal. La ausencia de reciprocidad constituye, en efecto, una asimetría que justifica una revisión de las políticas de acceso.
Por otro lado, la salud como derecho humano universal y el imperativo moral de no dejar desprotegido a nadie, especialmente en situaciones de vulnerabilidad, son objeciones que tampoco pueden ser desestimadas. La implementación de la medida deberá ser matizada para evitar que los más vulnerables queden totalmente desprotegidos y para que no se generen crisis humanitarias que, a la larga, redundan en un mayor costo humano, social, político y económico.
Reitero, la discusión sobre las restricciones sanitarias a extranjeros subraya la imperiosa necesidad de políticas de reciprocidad mutua. Estas políticas no son simples instrumentos pragmáticos, sino que encarnan un equilibrio prudente entre dos extremos antagónicos: por un lado, un universalismo desmedido, que podría comprometer la viabilidad de los servicios públicos nacionales y, por otro, un nacionalismo liberal excluyente que niega los derechos humanos básicos.
La reciprocidad, entendida como un acuerdo entre naciones para ofrecer beneficios similares a sus respectivos ciudadanos, se alza como un mecanismo para asegurar la justicia distributiva a escala internacional, como referenciamos precedentemente. No se trata de una “mano dura” o de una “puerta cerrada”, sino de un llamado a la equidad y a la cooperación. En este sentido, es necesario evocar los principios del derecho cosmopolita formulados por Immanuel Kant, quien en su ensayo titulado “Sobre la paz perpetua” (1795), argumenta a favor de una “hospitalidad universal”, entendida no como un derecho filantrópico y hippie posmoderno, sino como el derecho de un extranjero a no ser tratado hostilmente al llegar al territorio de otro.
Sin embargo, esta hospitalidad tiene un límite en la capacidad del Estado anfitrión y en la necesidad de un respeto mutuo entre los pueblos. Concretamente, Kant postula que “el derecho cosmopolita debe limitarse a las condiciones de la hospitalidad universal. Es el derecho de un extranjero a no ser tratado con hostilidad en el territorio ajeno. No es un derecho de los huéspedes, sino un derecho de visitantes, derivado del derecho de propiedad común de la superficie de la Tierra” (Kant, I. , 1795, p.116)
Esta perspectiva kantiana nos convoca a pensar en la importancia de las relaciones basadas en el respeto mutuo y el deber, donde la generosidad de una nación no debe traducirse en una carga insostenible si no hay una contraparte. Adoptar políticas de reciprocidad mutua fomenta el diálogo diplomático y la negociación de acuerdos bilaterales o multilaterales. En lugar de una imposición unilateral, se busca una solución pactada que reconozca los derechos de las personas mientras se protege la capacidad de los Estados para financiar sus servicios esenciales. Esto previene la “carga excesiva” sobre los sistemas de salud de países con mayor apertura o capacidad, y al mismo tiempo, incentiva a otras naciones a desarrollar y fortalecer sus propios sistemas de salud para sus ciudadanos y para aquellos extranjeros que los visitan.
En pocas palabras, la reciprocidad es, en esencia, una invitación a la co-responsabilidad global, donde la generosidad de una nación se encuentra con la correspondiente consideración de las otras. Sólo a través de este enfoque equilibrado podremos aspirar a un sistema de salud global más justo y sostenible, que honre tanto el derecho universal a la salud como la soberanía y la capacidad de cada Estado.
En última instancia, queridos lectores, este debate obliga a que los Estados se enfrenten a la pregunta fundamental: ¿qué tipo de comunidad desean ser? ¿Una que extiende la mano sin límites, aún a riesgo de su propia sostenibilidad, o una que, buscando la justicia y la equidad en las relaciones internacionales, establece límites a su generosidad? La filosofía política no puede ofrecer respuestas unívocas, sino herramientas para el análisis crítico de las complejas decisiones que los gobiernos deben tomar en un mundo interconectado pero profundamente asimétrico. La búsqueda de una solución, si la hay, residirá probablemente en un punto de equilibrio, un acuerdo recíproco y pragmático que reconozca tanto los derechos universales como las realidades materiales de las naciones.
Ahora bien, si me lo preguntas personalmente, yo te responderé: “Quiero que mi país sea generoso contigo, como también quiero que tú país sea igualmente generoso conmigo”
Lisandro Prieto Femenía.
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Pensando la quimera de la paz en un mundo ciego y necio

Lisandro Prieto Femenía
«Solo la ignorancia nos hace intolerantes.», Charles Peguy
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un dilema que, a pesar de su antigüedad, aún tiene urgente vigencia, a saber, la intrínseca conexión entre la intolerancia y la necedad. Nos adentraremos en cómo esta peligrosa amalgama no sólo dificulta, sino que a menudo hace prácticamente imposible la consecución de la paz en un mundo que parece inclinarse, cada vez más, hacia la insensatez. A través de la filosofía, siempre crítica, nunca servicial, explicaremos cómo esta ceguera intelectual y moral se convierte en el cimiento de conflictos y divisiones, pero también, y de manera crucial, intentaremos abrir una ventana a la esperanza de que la razón y la comprensión aún pueden prevalecer.
En su “Libro de los seres imaginarios” (1967), Jorge Luis Borges atribuye a Confucio la siguiente máxima: “El hombre superior es tolerante, el hombre inferior es intolerante” (Borges, 1967, p. 245). Esta sentencia poderosa, tan concisa como profunda, nos introduce en la complicada relación entre la intolerancia y la necedad, un binomio que se impone como obstáculo insalvable para la paz en un mundo que, con frecuencia alarmante, se revela sumido en la estupidez y la maldad.
En su acepción filosófica, la necedad trasciende la mera falta de conocimiento. Es, más bien, una obstinada adhesión a la propia ignorancia, una cerrazón a la posibilidad de la duda y del aprendizaje. Es, como diría Sócrates- de acuerdo con la interpretación platónica-, la ignorancia de la propia ignorancia. El necio se aferra a sus verdades preconcebidas, a sus prejuicios y dogmas, con una convicción que raya en la patología mental. No hay espacio para el diálogo, para la confrontación de ideas, para la crítica y mucho menos para la autocrítica. Su mundo es un monolito inquebrantable, ajeno a la complejidad del mundo y a la pluralidad de todo lo que en él acontece.
La precitada cerrazón es el caldo de cultivo ideal para el surgimiento de la intolerancia. Si la verdad es una y monolítica, si yo soy el poseedor de esa verdad, entonces todo aquel que disienta de ella es un error, una desviación, un enemigo o una amenaza. La intolerancia, por tanto, no es sólo la incapacidad de aceptar lo diferente, sino la necesidad de exterminar lo diferente. Como afirma con atino Hannah Arendt en su obra “Los orígenes del totalitarismo” (1951), “la intolerancia, como la comprensión, se ha manifestado en la capacidad de comprender lo que no se había entendido antes y la incapacidad de concebir aquello de lo que no se tenía experiencia” (Arendt, 1951, p. 438). En pocas palabras, para Arendt el necio, al no poder comprender la multiplicidad, busca imponer la uniformidad.
El resultado de esta fusión entre la necedad y la intolerancia es, sin duda alguna, la violencia, en sus múltiples manifestaciones. Desde la agresión verbal hasta la persecución física, desde la discriminación sutil hasta el genocidio más aberrante, la historia de nuestra humanidad es un testimonio elocuente de cómo la cerrazón mental se traduce inevitablemente en sufrimiento. Al respecto, José Ortega y Gasset, en “La rebelión de las masas” (1930) advirtió sobre la “barbarie del especialismo”, una forma de necedad que se manifiesta en la incapacidad de ver más allá del propio ámbito del conocimiento, generando así una intolerancia hacia todo lo que no encaja en su estrecho horizonte: “El especialista ‘sabe’ muy bien su mínimo rincón del universo, pero ignora de raíz todo lo demás” (Ortega y Gasset, 1930, p. 177). En este contexto, el “hombre-masa”, en su autocomplacencia y autosuficiencia intelectual, se vuelve refractario al pensamiento crítico y a la apertura de los aportes de los otros.
Ahora procedamos a analizar el concepto mismo de paz que, desde la filosofía, dista de ser la inexistencia de conflicto o el simple interludio entre guerras. Pensadores gigantes, a lo largo de la historia, han buscado dotar a la paz de un significado más profundo, elevándola de un estado pasivo a una condición activa y virtuosa de la existencia humana y social. Si bien encontraremos diferencias entre perspectivas, notaremos una sola coincidencia: en un mundo regido por necios y estúpidos, es imposible que haya paz.
Para Platón, por ejemplo, la paz en la polis (ciudad-estado) estaba intrínsecamente ligada a la justicia y la armonía interna. En su obra “La República”, la ciudad ideal es aquella donde cada parte cumple su función y donde la razón gobierna sobre los apetitos y las pasiones. La discordia y el conflicto (la stasis) dentro de la ciudad eran vistas como la antítesis de la paz. Por tanto, para Platón, la paz se lograba a través de una correcta organización social y una vida individual virtuosa, donde la justicia garantiza el equilibrio y la estabilidad (Platón, La República, Libro IV, 433a-b). Evidentemente, la paz no era un mero cese de hostilidades, sino un estado de orden y rectitud por el que valía la pena esforzarse, cada uno desde su lugar.
Por su parte, Aristóteles también valoraba la paz como un bien, pero la entendía como el fin de la guerra, no como un fin en sí mismo absoluto, sino más bien como condición necesaria para la vida buena y la búsqueda de la virtud. Para él, la eudaimonía (felicidad o florecimiento humano) era el objetivo supremo, y la paz permitía el desarrollo de las actividades que conducen a esa plenitud. En su “Política”, Aristóteles discute cómo la mejor constitución debe orientarse a la paz para que los ciudadanos puedan dedicarse a la vida virtuosa y al ocio noble- es decir, tiempo libre para formarse, no para ser fanáticos de noticieros mediocres- que permite el desarrollo intelectual y moral (Aristóteles, Política, Libro VII, 1333a-b). Vista así, la paz es la base para el ejercicio correcto de la razón y el funcionamiento armónico y ordenado de la vida cívica.
Pero es quizás Baruch Spinoza quien ofrece una de las definiciones más concisas y poderosas para la paz, alejándose definitivamente de la idea de una mera pasividad. En su estupendo “Tratado teológico-político”, Spinoza afirma que “la paz no es una ausencia de guerra, es una virtud que brota de la fortaleza de ánimo, de la confianza y de la justicia” (Spinoza, 1670, Capítulo III). Aquí, la paz se convierte en una cualidad intrínseca del ser, una disposición activa del espíritu que se manifiesta en la benevolencia, la confianza mutua y el establecimiento de la justicia. Para él, la verdadera paz no puede ser impuesta desde el exterior, sino que surge como una fuerza interior y de un compromiso con principios éticos y racionales.
Finalizando con el marco teórico filosófico, Kant en su ensayo titulado “Sobre la paz perpetua”, aborda la paz desde una perspectiva jurídica y moral, proyectándola no sólo como un estado interno sino como una aspiración global. Kant argumentaba que “la paz no es el estado natural de los hombres” sino que “debe ser instaurada” (Kant, 1795, Primera Sección). En esta perspectiva, la paz perpetua es un ideal regulativo hacia la cual la humanidad debe tender a través del establecimiento de una federación de estados libres, regidos por el derecho público y el respeto a la autonomía de cada nación y cada individuo (pobre Kant, si pudiera ver cómo funciona la ONU en la actualidad, se llevaría menuda decepción). Se trata de un concepto de paz que se orienta hacia un orden internacional basado en la razón, la justicia y la cooperación, donde la guerra es proscrita como un medio ilegítimo de resolución de conflictos. Es, en pocas palabras, una paz que se construye activamente, a través del derecho y la moral, y no una simple cesación de la violencia.
La paz, en este panorama, se convierte en una quimera. ¿Cómo construir la armonía social si cada individuo o grupo se atrinchera en sus propias “verdades”, negándose a escuchar y a comprender al otro? La paz no es la ausencia de conflicto, sino la capacidad de resolverlo de manera constructiva, a través del diálogo y el respeto mutuo. Pero, para ello, se requiere una dosis de humildad intelectual, la disposición a reconocer que nuestra propia “verdad” puede ser parcial o incompleta, y que la verdad del otro puede enriquecernos. Esto es, precisamente, lo que le falta al necio intolerante.
A pesar de este panorama sombrío, queridos amigos, no todo está perdido. La esperanza reside en la capacidad del ser humano para trascender su propia necedad. La educación, en su sentido más amplio, es una herramienta fundamental para liberar de este tipo de estupidez naturalizada a los ciudadanos del presente y del futuro (lo que vienen de arrastre, poco arreglo tienen realmente). No se trata sólo de acumular conocimientos, sino de cultivar el pensamiento crítico, la empatía, la capacidad de dudar y de cuestionar, como también de participar activamente en el rol cívico en pos de un bien común. Se trata de formar individuos que, como diría Immanuel Kant en “Qué es la Ilustración” (1784), sean capaces de salir de su “minoría de edad” y de pensar por sí mismos: “La minoría de edad es la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la dirección de otro” (Kant, 1784, p. 25).
La filosofía, en este sentido, juega un papel crucial, en tanto que al invitarnos a la reflexión, al análisis de nuestras propias ideas y a la confrontación con las ideas de los demás, nos abre las puertas a una comprensión más profunda de nosotros mismos y del mundo en el que habitamos. Nos enseña que la verdad es un camino, no un destino, y que la tolerancia es el combustible que nos permite transitarlo junto a otros. En este sentido, la paz no es un regalo que cae del cielo, sino una construcción colectiva que exige un esfuerzo constante por despojarnos de la necedad y abrirnos a la complejidad del mundo y a la riqueza de la diversidad sin pretensiones de imposición alguna. Sólo así, superando la tiranía de la propia ignorancia, podremos vislumbrar la posibilidad de un futuro más pacífico y justo, o sea, menos necio y violento.
Lisandro Prieto Femenía
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Reconstruyendo la figura del padre: entre el desprecio y la reivindicación

Lisandro Prieto Femenía
“Cuando se suprime la autoridad del padre, la vida se convierte en un laberinto sin salida para el hijo”, Erich Fromm, El miedo a la libertad
Bien sabemos que vivimos en un mundo que a menudo parece empeñado en deconstruir cada pilar de su propia estructura, y entre ellos, la figura del padre ha emergido como uno de los blancos más recurrentes en las últimas décadas. A las puertas de la celebración del día del padre en Argentina, este 15 de junio, se impone una profunda reflexión sobre cómo el rol paterno, y por extensión la masculinidad misma, ha sido sistemáticamente bastardeado por ciertas corrientes ideológicas que, bajo el paraguas del progresismo posmo progre, han sembrado la duda y el desprecio sobre lo que alguna vez fue un pilar fundamental de la familia y la sociedad. No se trata aquí de añorar un patriarcado opresor, sino de discernir la diferencia entre la crítica necesaria y la anulación ideológica.
Nuestro nefasto presente, la postmodernidad, con su inherente fragmentación y su cuestionamiento de las grandes narrativas, ha propiciado un terreno fértil para la reevaluación de los roles de género. Sin embargo, lo que comenzó como una legítima crítica a un sistema estructurado de relaciones sociales y sus desequilibrios de poder, derivó en ocasiones hacia una deslegitimación generalizada de la masculinidad misma. La figura del hombre, y con ella la del padre, ha sido etiquetada y demonizada bajo la sombra de una opresión histórica que no existe desde hace, por lo menos, medio siglo.
Al respecto, Jordan B. Peterson, señala que “la patologización del dominio masculino y la equiparación de la jerarquía con la tiranía están destruyendo la confianza de los hombres en su propio potencial constructivo” (Peterson, J. B. 12 reglas para vivir: Un antídoto al caos, 2018, p. 116). De esta forma, se gesta una narrativa donde el hombre, en tanto portador de una masculinidad tradicional, es inherentemente problemático, un agente de desigualdad cuya autoridad debe ser socavada. Esta crítica, en su versión más radical, no busca una masculinidad sana y equitativa, sino que parece apuntar a su erradicación como fuerza natural y cultural significativa.
Este proceso intencional de deconstrucción ha penetrado el imaginario colectivo, permeando las dinámicas familiares y la percepción social del rol paterno. El padre, que otrora representaba la ley, la autoridad y el sostén, ha sido progresivamente desdibujado. En el afán de romper con moldes rígidos, se ha llegado a proponer la prescindibilidad de su figura, o peor aún, a representarla como una amenaza latente. Zygmunt Bauman, al abordar la “modernidad líquida”, describe una fluidez en las relaciones humanas donde los lazos duraderos se desvanecen. Si bien Bauman no se centra exclusivamente en la figura del padre, su análisis de la fragilidad de los vínculos y la precarización de las instituciones tiene bastante relación con la actual disolución del rol paterno. Al expresar que “las instituciones duraderas que solían proporcionar una estructura firme para la vida humana están siendo desmanteladas o se están volviendo cada vez más débiles, efímeras y provisionales” (Bauman, Z. Modernidad líquida, 2000, p. 11) nos presenta un panorama claro en el que el padre, como institución familiar y social, no escapa a esta licuefacción. Su autoridad, antes incuestionable, se ha diluido en un mar de relativismos, a menudo sin ofrecer un sustituto que brinde la misma estabilidad y dirección.
El impacto de esta violencia sistemática no es menor. El rol del padre, entendido clásicamente como el portador de la ley, el que introduce al niño en el orden simbólico y social más allá de la díada materna, ha sido objeto de una permanente relativización intencional. La noción de que la autoridad paterna es intrínsecamente opresiva ha llevado a que muchos hombres duden de su propio papel, e incluso se inhiban de ejercer una paternidad que, si bien debe ser amorosa y empática, también requiere firmeza y establecimiento de límites.
Sobre este último aspecto, Christopher Lasch, en su obra titulada “La cultura del narcisismo”, aunque escrita en otro contexto, anticipa una sociedad donde el individualismo y la atomización familiar erosionan la base de la crianza. La ausencia de figuras paternas fuertes, o la devaluación de su función, contribuye a la proliferación de personalidades más frágiles y menos aptas para afrontar los desafíos del mundo exterior. En pocas palabras, si el padre no representa el vector que conecta al hijo con el mundo externo de las normas y los desafíos, ¿quién lo hará? La ideología posmo-progre, al vaciar de sentido el rol paterno, deja un hueco que no puede ser llenado simplemente con la noción de un progenitor indistinto.
Frente a este panorama triste e injusto, es imperativo trascender el discurso simplificador y reivindicar la irremplazable importancia de la figura paterna. No se trata de realizar un llamado al retorno de modelos obsoletos de autoritarismo, sino de reconocer la singularidad y la complementariedad del rol del padre en el desarrollo integral de los hijos y en la estabilidad misma de la sociedad. El padre, en su mejor expresión, es fuente de seguridad, un modelo de fortaleza y resiliencia, y el portador de una perspectiva diferente que enriquece la dinámica familiar. Sobre este aspecto, Jacques Lacan, la función del padre es la introducir la “ley”, el “Nombre del Padre”, que permite al sujeto salir de la relación especular con la madre e ingresar al orden simbólico del lenguaje y la cultura (Lacan, J. Escritos 1, 1966, p. 280, en referencia a la función simbólica del padre en el Edipo). Pues bien amigos, esta función, lejos de ser opresiva, es estructurante, es decir, es lo que permite al individuo internalizar las normas sociales y diferenciarse, construyendo su propia identidad sin que ninguna moda pasajera la moldee por él.
También, es fundamental destacar que la presencia de un padre comprometido no sólo ofrece una figura de autoridad amorosa, sino que también fomenta la autonomía, la capacidad de asumir riesgos y la templanza en los hijos. La figura paterna, con su alteridad respecto a la madre, ofrece un modelo de relación distinto, vital para la comprensión de las diferencias de género y la construcción misma de la identidad sexual. Un padre presente y activo es crucial para el equilibrio familiar y para la formación de ciudadanos capaces de enfrentar los desafíos de la vida con responsabilidad y entereza. Despreciar o pretender anular esta figura es, en última instancia, un acto de autosabotaje social, una renuncia a una de las fuerzas más potentes y necesarias para la formación de individuos libres y sociedades cohesionadas.
La precitada denigración ideológica sobre la figura del padre no se ha limitado al ámbito discursivo, sino que se ha incrustado violentamente en la realidad social, dejando una estela de daño y dolor palpable y concreto en la vida de muchos hombres y sus hijos. Las consecuencias de esta campaña de desprestigio se manifiestan en escenarios judiciales, en la dinámica familiar y en la percepción pública, generando una profunda distorsión del vínculo paterno-filial.
Uno de los ejemplos más lacerantes de este daño se observa en el distanciamiento y la alienación parental, a menudo facilitados o exacerbados por procesos judiciales. En innumerables ocasiones, tras una separación conflictiva, se instrumentaliza a la justicia para alejar a los hijos del padre. Esto puede manifestarse a través de la obstrucción sistemática del régimen de visitas, la negativa a cumplir con los acuerdos de tenencia o, incluso, la promoción activa de un rechazo irracional hacia el padre por parte de la madre.
Aunque el concepto de alienación parental es debatido en el ámbito psicológico, sus manifestaciones en la práctica son innegables: niños que, sin razón aparente, se niegan a ver a sus padres, repiten acusaciones sin fundamento o expresan un miedo infundado hacia ello, sembrando una brecha emocional que suele ser irreparable. El sistema judicial, totalmente corrompido y degenerado, en su afán de proteger a la “parte más vulnerable”- a menudo interpretada automáticamente como la versión de la madre-, se convierte en cómplice de esta fractura, al no actuar con la contundencia y objetividad necesaria ante la evidencia de manipulación o impedimento de contacto.
Aunado a todo esto, las falsas denuncias emergen como una de las herramientas más perniciosas utilizadas para destruir la reputación y la relación del padre con sus hijos. En un contexto de creciente sensibilización sobre la violencia de género, algunas personas, amparadas en la presunción de veracidad que a menudo acompaña a estas acusaciones, recurren a imputaciones infundadas o falsas de violencia, abuso o incumplimiento, para obtener ventajas en litigios de familia o simplemente para aniquilar la figura paterna en cada caso particular.
Estas denuncias, incluso cuando posteriormente se demuestran falsas, dejan una huella indeleble. El proceso judicial en sí mismo es una condena social que implica el escarnio público, la pérdida del empleo, el estigma social y, lo más doloroso, la suspensión o limitación inmediata del contacto con los hijos. Como bien apuntaba el sociólogo y filósofo Jean Baudrillard en su crítica a la simulación y la hiperrealidad, “la realidad se ha convertido en una imagen, un signo, y no en un referente de algo que se ha producido en el mundo real” (Baudrillard, J. Cultura y Simulacro, 1978, p. 7). Pues bien, en el ámbito de estas acusaciones, la “realidad” construida por la denuncia falsa, la imagen que proyecta, anula la verdad objetiva y condena al individuo en el plano simbólico, independientemente de la absolución legal posterior.
Finalmente, tenemos que mencionar las campañas difamatorias en las redes sociales o en círculos personales, que complementan este asalto sistemático a la figura paterna. Espacios que deberían ser de conexión se convierten en foros de linchamiento, donde la imagen del padre es pulverizada mediante la difusión de rumores, acusaciones no verificadas y juicios sumarios. Estas campañas buscan aislar al padre, minar su autoridad ante sus hijos y ante la comunidad y destruir cualquier posibilidad de una relación sana. La facilidad con la que se viralizan estas narrativas, sin la necesidad de pruebas o del debido proceso, crea un ambiente de “justicia paralela” que es devastador para el padre afectado. Así, amigos míos, la postverdad, concepto tan acuñado en nuestros tiempos, encuentra en estas prácticas un terreno fértil, donde las emociones y las creencias priman sobre los hechos objetivos, y donde la reputación de un padre puede ser demolida sin un juicio justo, simplemente por la fuerza del relato prevalente que la moda progre avala sin miramientos.
En suma, el discurso de deconstrucción del padre no se queda en la teoría. Se materializa en acciones concretas que, al amparo de ciertas lecturas ideológicas y a través de mecanismos legales o sociales pervertidos, despojan al padre de su lugar, de su dignidad y, trágicamente, del irrenunciable derecho a ejercer una paternidad plena y amorosa. Este es el precio de abrazar irracionalmente una ideología que, en su radicalidad, confunde la lucha por la igualdad con la aniquilación de uno de los pilares esenciales de la vida familiar.
Para terminar, queridos lectores, la crítica esbozada a lo largo de este texto no es un lamento nostálgico por un pasado idealizado, ni una negación de los avances en materia de igualdad de género. Es, en cambio, una crítica frontal a una ideología que, en su afán de deconstrucción radical, ha despojado a la figura del padre de su dignidad, de su valor intrínseco y de su innegable función social. El progresismo decadente, en su vertiente más dogmática (es decir, la que más financiamiento ha recibido) ha contribuido a un desprecio sistemático de la familia como institución fundamental y ha marginado el rol del padre, concibiéndolo como una reliquia de un patriarcado opresor ya inexistente, en lugar de reconocer su potencial transformador y fundante.
No es momento de sumarse al coro que busca disolver las identidades y los roles en una indistinción que empobrece. Es el momento de reivindicar al padre, no como un vestigio del pasado, sino como una necesidad imperiosa del presente y del futuro. Es hora de restaurar la confianza en la masculinidad sana, aquella que se construye sobre la responsabilidad, la protección, el ejemplo y el amor incondicional. La familia, en su diversidad de formas, sigue siendo el crisol donde se forjan las futuras generaciones, y en ese crisol, la figura del padre, con su autoridad amorosa y su perspectiva única, es irremplazable. Negar este rol, o reducirlo a la caricatura de un opresor, es debilitar el tejido social y privar a los hijos de una de las brújulas más importantes para navegar la complejidad de la existencia humana. Por ello, reivindico al padre, en su autenticidad y su potencia, como un pilar fundamental para reconstruir un mundo más íntegro y menos líquido.
Lisandro Prieto Femenía
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Economia
Analista Mauricio Rodríguez destaca la apuesta del Gobierno en economía

La implementación de medidas de alivio económico y la atracción de las inversiones son parte de las apuestas que el Gobierno del presidente Nayib Bukele ha realizado en favor de los salvadoreños y del país en materia financiera, afirmó el sociólogo y analista político Mauricio Rodríguez.
«El presidente creó los agromercados y las centrales de abastos. Estas se llaman medidas de alivio económico, pero también inició la etapa de atracción de inversión, y tenemos la inversión de la empresa turca YILPORT Holding Inc., con $1,615 millones», recordó el sociólogo.
La construcción de los agromercados y centrales de abasto son medidas tomadas como parte de la primera fase (Alimentación) del Plan Económico quinquenal 2024-2029 del presidente Bukele. La inversión de la empresa de capital turco corresponde a la tercera fase (Logística) de dicho plan.
Con dichos recursos inició el año pasado la modernización del puerto de Acajutla, y la reactivación del puerto de La Unión construido y abandonado por los gobiernos areneros. «Todo esto no se hizo en los gobiernos anteriores, porque no tenían la capacidad y no tenían la voluntad política. Cayeron en su zona de confort. ARENA y el FMLN mantuvieron un sistema de alternancia en el poder», señaló el también docente.
El bipartidismo fue derrotado en los comicios de febrero de 2019 por el ahora presidente Nayib Bukele.
Opinión | Mauricio Rodríguez
Sociólogo y analista
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.