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“Ame a sus hijos, no críe imbéciles”- Lisandro Prieto Femenía

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“No puede haber una revelación más intensa del alma de una sociedad que la forma en que se trata a sus niños”

Nelson Mandela

En un mundo atravesado por la perversa idea de que “sobra gente” en este planeta junto con la irracional decisión de considerar a los hijos como un estorbo en el camino del “progreso” y del “éxito” personal, quisiéramos detenernos un segundo a reflexionar acerca del amor auténtico hacia los hijos, entendido como una experiencia humana que ya no es, pero sí ha sido objeto de reflexión en diversas disciplinas, principalmente la filosofía, la psicología e incluso la tan bastardeada teología. Es evidente que este tipo de amor se caracteriza, cuando es sano, por su profundidad, incondicionalidad y por ser el motor fundamental en la formación de todos los individuos.

En la historia de la filosofía occidental, el amor ha sido considerado un principio fundamental que ha permitido guiar las relaciones humanas hacia la búsqueda de un sentido auténtico, que ni la materialidad, la riqueza, el supuesto éxito individual e incluso la fama pueden brindar. Aristóteles (384 a.C.–322 a.C.), en su obra “Ética a Nicómaco” describió el amor como una virtud que se desarrolla en la amistad, y argumenta que el amor a los hijos es una forma muy peculiar de amistad, en la que el bienestar del descendiente es visto como un fin en sí mismo. Esta relación se basa principalmente en una reciprocidad natural, que refleja el ideal de la “philia”, es decir, una forma de amor que busca siempre el bien del otro como si fuera propio: un padre o una madre, que no sea capaz de alegrarse por la felicidad de un hijo, ya sea por mezquindad o por estupidez, no es digno de ser considerado como tal, puesto que, al fin y al cabo, el objetivo de todos los que somos papás no es que nuestros hijos ganen siete balones de oro, sino que sean felices con lo que sea que hayan decidido hacer.

«Los padres aman a sus hijos como parte de ellos mismos, mientras que los hijos aman a sus padres como el origen de su ser» (Ética a Nicómaco, VIII.12, 1161b)

Por su parte, el filósofo Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), en su obra “Emilio” o “De la educación” (1762), enfatiza puntualmente en la importancia del amor y la libertad en el proceso educativo de los hijos. Para él, el amor paternal debe guiar la educación, no imponiendo con autoridad violenta, sino permitiendo que el niño desarrolle sus propias capacidades y juicio crítico. Al sostener que “el amor a los hijos no consiste en hacer todo por ellos, sino en prepararlos para que ellos mismos puedan enfrentarse al mundo (Emilio o De la educación, Libro I)., subraya la necesidad de equilibrar el amor con la autonomía, promoviendo una crianza que respete las capacidades del niño sin ahogarlas en el conformismo constante de satisfacer todas sus necesidades y caprichos: a veces, saber decir “No”, es una de las decisiones de formación en la autosuficiencia más importantes que un niño puede recibir.

Desde un punto de vista psicológico, el amor a los hijos ha sido estudiado como un vínculo esencial para el desarrollo psíquico y emocional de los infantes. Particularmente sobre este asunto, el psicoanalista británico Donald Winnicott (1896-1971) introdujo el concepto de la “madre suficientemente buena”, donde el amor y el cuidado que un padre ofrece permiten que el niño desarrolle una sensación de seguridad plena y de confianza en el mundo que lo rodea. Según Winnicott, “es en la relación amorosa y estable con la madre o el cuidador primario, que el niño aprende a sentirse real y a confiar en su entorno” (The Child, the Family, and the Outside World, 1964). No nos queda la menor duda que este vínculo, cuando no es enfermizo y no está atravesado por la violencia y la mediocridad, no sólo es fundamental para el desarrollo del niño, sino que también influye en la capacidad del sujeto para formar relaciones saludables posteriormente, en su vida adulta. Por supuesto, existen adultos rotos, que han sido criados con amor y cariño, pero generalmente la regla se da a la inversa: no es casual que veamos un aumento significativo y sistemático de episodios violentos, cada vez más procaces, en niños, adolescentes, jóvenes y adultos si apreciamos que la constante presente en la mayoría de las crianzas es la desatención, la educación en valores detestables y la crianza que disfraza malcriados con el velo del apego y consentimiento a caprichos permanentemente.

Ya desde una consideración puntualmente teológica, debemos recordar que en la tradición occidental (judeo-cristiana) el amor de los padres hacia sus hijos es visto directamente como una extensión del amor divino. En sus “Confesiones” (398 d.C.) San Agustín de Hipona reflexionó sobre el amor como un don de Dios que se manifiesta en las relaciones humanas, puesto que “nadie ama verdaderamente si no ama a Dios, y ese amor se refleja en el amor a los demás, comenzando por los más cercanos, como los hijos” (Confesiones, XIII.9). Entendido de esta manera, el amor filial se convierte en un acto de responsabilidad y cuidado que imita y participa la idea de sumo bien, o del creador y sustentador, a saber, la idea de Dios. Como podrán apreciar, desde esta perspectiva teológica, el amor a los hijos no es simplemente una responsabilidad natural, sino lisa y llanamente un camino de santificación: se trata de un vínculo totalmente sagrado que invita a los padres a participar en el amor de un creador y a reflejar su amor en la vida cotidiana. Este amor, que es al mismo tiempo sacrificial y generador, no solo nutre a los hijos en su crecimiento físico y emocional, sino que también los acompaña en su desarrollo espiritual. El reconocimiento de la sacralidad del vínculo entre padres e hijos ofrece una visión más profunda del amor filial, que va más allá de las mera obligaciones materiales y se convierte en una forma de participación con la trascendencia: este amor, cuando se vive plenamente, no sólo fortalece la relación familiar, sino que también contribuye al crecimiento espiritual de todos los miembros de la familia, conduciéndolos hacia un modelo de vida en el que “estar juntos” es un bastión en medio de la batalla permanente de un mundo que nos invita a la soledad permanente como “método” en la búsqueda del “éxito” individual.

«El amor a los hijos, cuando es verdadero, es un reflejo del amor que Dios tiene por nosotros, un amor que no busca lo suyo, sino el bien del otro» (Confesiones, XIII.9).

Basta ya de tanta reflexión bonita y procedamos apresuradamente a preguntarnos lo siguiente: ¿Qué sentido tiene, cuál es la intención, para qué se le entrega, a un infante, un dispositivo móvil? Pues bien amigos míos, el acto de entregar este narcótico de dopamina a un niño se sustenta en la necesidad de muchísimos padres de mantenerlo entretenido para así no proveer del insumo fundamental de la interacción humana. En lugar de dedicar tiempo a formarlo, a dialogar o simplemente estar presentes y atentos con el niño, muchos recurren a la tecnología como una manera rápida y fácil de “calmar” la inquietud infantil. Este comportamiento puede ser interpretado como una clara señal de desinterés en las experiencias y necesidades reales del infante, dejando de lado la oportunidad de desarrollar un vínculo mucho más profundo y significativo.

Este problema es global y responde, en términos psicológicos, a la falta de interacción significativa entre padres e hijos que termina mostrando consecuencias a corto y largo plazo en el desarrollo emocional, intelectual y social del niño. En este sentido, el psicólogo John Bowlby (1907-1990), en su “teoría del apego”, hace hincapié en la importancia de la presencia y la atención de los padres para el desarrollo de un apego seguro, que es esencial para la salud emocional del infante. El uso excesivo, e innecesario, del dispositivo móvil puede interrumpir este proceso, creando una distancia emocional que lleva directamente a problemas de confianza y seguridad del sujeto a lo largo de su vida.

«La disponibilidad de una figura de apego que sea sensible y responsiva a las necesidades de un niño proporciona la base para el desarrollo de la seguridad y la confianza en uno mismo» (Attachment and Loss, 1982, p. 201).

Retornando a Rousseau, en la obra precitada, advierte de los peligros que acarrea delegar la responsabilidad parental en terceros o, peor, en objetos. Aunque en su tiempo esto se refería más bien a la delegación en criados o tutores, la idea puede tranquilamente extrapolarse a la actualidad, donde el teléfono celular se termina convirtiendo en un “tutor digital” nefasto. Recordemos que para Rousseau es fundamental una educación que esté directamente ligada al amor y a la atención personal, donde el padre o la madre sean los principales responsables de guiar al niño en su desarrollo: al entregar un dispositivo en lugar de interactuar como seres humanos normales, los padres están, en cierto modo, renunciando a su papel activo en la educación y el desarrollo de la personita que decidieron traer al mundo.

Como podrán apreciar, caros lectores, el problema del desinterés colisiona con el beneficio del amor auténtico de la crianza responsable ya que, en el acto mismo de la entrega del móvil se está abriendo la puerta a problemas de atención, dificultades para establecer vínculos sociales normales y cordiales y, lo que es peor, se está creando una adicción temprana a la tecnología. Además, el niño, que no es estúpido por naturaleza, sino que es idiotizado por su entorno, se puede dar cuenta o puede internalizar la idea de que su presencia es una molestia, lo cual puede afectar seriamente su autoestima y la percepción de su valor en la relación con sus padres en la niñez, pero con el mundo en su adultez: después se burlan y se asombran cuando los llaman “generación de cristal”, ¿por qué será, no?

Complementariamente a esto, el filósofo Martin Buber (1878-1965), en su obra “Yo y tú” (1923), destacó la importancia del encuentro genuino entre dos personas, lo que él llama la relación “Yo-Tú”, en contraste con la relación “Yo-Eso”, donde el otro es visto como objeto (ente-útil), objeto o herramienta. Al tratar al niño como un problema a ser resuelto mediante la tecnología, se establece una relación fría y triste de esclavitud “Yo-Eso”, donde el niño no es visto como un ser humano en sí, con necesidades y emociones propias, sino como un obstáculo a ser gestionado por sujetos patéticos que tienen hijos y no saben para qué los tienen. Este tipo de dinámicas personales, propiamente en la paternidad, erosiona la calidad de la relación y priva al niño de la experiencia de ser reconocido plenamente como una persona con la cual vale la pena pasar el tiempo.

«Cuando alguien ve a un ser como un Tú, no lo ve como un objeto, ni siquiera como un punto en el espacio y el tiempo. En la relación Yo-Tú, ambos se ven involucrados en su totalidad y no son solo ‘cosas’ una para la otra» (Yo y Tú, 1923, p. 32).

En fin, la tendencia de utilizar dispositivos como herramienta para “callar” a los niños es un reflejo de un problema mucho más profundo que venimos metiendo debajo de la alfombra hace demasiado tiempo: desinterés y desconexión emocional en un vínculo concreto que necesita, para sobrevivir, interés y conexión total. La humanidad no llegó al siglo XXI ignorando por completo a los niños, o consintiendolos con chorradas intrascendentes que les queman la cabeza, no: es fundamental que quienes decidieron traer gente al mundo reflexionen sobre las implicaciones de este comportamiento y se esfuercen por cultivar una relación más cercana, basada en la atención, la escucha y el amor incondicional que nunca falla, traducido en el tiempo, que es sagrado por ser tan escaso, y la presencia compartida que no sólo enriquece la relación padres-hijos, sino que también son la esencia del desarrollo saludable y equilibrado del niño en todos los aspectos de su vida.

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¿Ya no hay lugar para la prudencia? Releyendo la “Ética a Nicómaco”

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“El bien del hombre es una actividad del alma de acuerdo con la virtud”: Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro I, 7.

En el ámbito filosófico es sabido que la ética, como disciplina que se interroga sobre la mejor forma de vivir, ha sido un pilar del pensamiento occidental. Sin embargo, pocos textos han logrado la trascendencia y la influencia de la “Ética a Nicómaco” de Aristóteles. Escrita en el siglo IV a.C., esta obra no sólo constituye la primera formulación sistemática de la ética como ciencia, sino que también establece un marco conceptual que, a pesar del paso de los milenios, sigue resonando con una fuerza inusitada en nuestro presente. A través del análisis que siempre intentamos realizar, exploraremos los puntos cardinales de la obra aristotélica precitada y los pondremos en diálogo tirante con los dilemas de nuestra era posmoderna, caracterizada por la fragmentación de la verdad y la pluralidad de pseudo-valores.

La obra en cuestión, cuyo título hace referencia al hijo de Aristóteles, es considerada un compendio de las lecciones impartidas por el filósofo en su Liceo. Se cree que Nicómaco fue el editor y compilador de estos apuntes, dedicando el trabajo a su padre o siendo una obra póstuma dedicada en su honor, lo que le otorga al texto un carácter de legado familiar y pedagógico que resalta la importancia de la educación en el seno de la familia y de la vida virtuosa.

En primer lugar, tenemos que hablar del “telos” (finalidad) y la búsqueda del bien supremo, puesto que el punto de partida del pensamiento de Aristóteles es la convicción de que toda actividad humana, todo arte, toda investigación y toda elección de la vida, tiene una finalidad. No son fines arbitrarios, sino que se ordenan jerárquicamente, existiendo un fin último que es el Bien Supremo. Este fin supremo, que perseguimos por sí mismo y no como medio para otra cosa, es la “eudaimonía” (felicidad). Aristóteles lo define sin rodeos al declarar que “el bien es aquello a lo que todas las cosas tienden” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro I, capítulo 1).

Esta concepción teleológica, donde la moralidad se deriva del propósito inherente de la vida humana, contrasta radicalmente con el clima intelectual posmoderno, en tanto que nuestra patética época pretende, sin éxito, deconstruir la noción de “fin último” universal, dando paso a una multiplicidad de fines subjetivos, caprichosos e individuales. La búsqueda de la verdad ha sido reemplazada por la aceptación de narrativas subjetivas y plurales. En este contexto, la idea de un “Bien” objetivo o hablar de una “vida buena” compartida por todos, parece un anacronismo.

En segundo lugar, es preciso que hablemos de la “eudaimonía” como el florecimiento de la vida. Recordemos que, para Aristóteles, la felicidad no es un estado subjetivo y pasajero, sino un florecimiento de la vida humana, es decir, una realización plena de nuestras capacidades y una actividad del alma conforme a la virtud (“areté”). En otras palabras, la persona virtuosa es aquella que vive bien y actúa bien. La “eudaimonía” se alcanza, según Aristóteles, a través del desarrollo de las virtudes morales y las virtudes intelectuales dado que “la felicidad es una actividad del alma de acuerdo con la virtud perfecta” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro I, capítulo 7). Al respecto, los invito a leer un artículo titulado “Currando la felicidad”, en el cual hicimos puntual hincapié en este aspecto: para ser feliz, hay que laburar, y bastante.

Aquí es donde entra en juego la crítica de pensadores contemporáneos, como Fernando Savater, quien en su obra titulada “El valor de elegir” nos recuerda que la ética no es un catálogo de reglas, sino una reflexión sobre la libertad y la responsabilidad. Su enfoque, aunque influenciado por la tradición, subraya la capacidad individual en un mundo que ya no tiene un manual de instrucciones trascendente. Si bien Savater valora la búsqueda de la buena vida, la sitúa en un marco de libre elección personal al sostener que “la ética… no es más que la manera de vivir de un modo más lúcido, más razonable y más libre” (Savater, El valor de elegir, p. 25). Este matiz que la postmodernidad ha llevado a su máxima expresión se traduce en la noción de que cada uno “construye” su propio sentido de la felicidad o del éxito como norma vital, lo que nos lleva a una ética del yo, que es patética y está alejada de la idea de un bien comunitario.

Por su parte, la filósofa Martha Nussbaum, en su trabajo sobre el enfoque de las capacidades, ha reavivado la noción de “eudaimonía” al interpretar la ética aristotélica en términos de potencial humano. Para Nussbaum, una vida verdaderamente floreciente es aquella en la que los individuos tienen la oportunidad de desarrollar sus capacidades esenciales, como la salud, la integridad física y la participación política, un eco moderno de la virtud. Como ella misma sugiere, “el enfoque de las capacidades… nos permite entender la eudaimonía aristotélica no como un estado subjetivo de contento, sino como un funcionamiento humano” (Nussbaum, Las fronteras de la justicia, p. 110).

En tercer lugar, nos encontramos con un asunto fundamental e ineludible en la obra de Aristóteles, a saber, la virtud como justo medio (una brújula en la era de los extremos). La doctrina del justo medio (“phrónesis”; “prudencia”) es, sin duda, una de las aportaciones más famosas y prácticas de nuestro autor, puesto que la virtud es un término medio entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto. El valor, por ejemplo, es el término medio entre la temeridad (exceso) y la cobardía (defecto). Aristóteles lo explica de forma muy pragmática al expresar: “En efecto, el término medio es una cualidad intermedia en relación con nosotros, determinada por la razón y por aquello por lo que el hombre prudente determinaría” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro II, capítulo 6).

Este concepto de “justo medio” se revela como un antídoto potente contra los extremos de nuestra época. En un mundo polarizado por las redes sociales y los medios masivos de comunicación, donde el discurso público se mueve entre la indignación histérica y la apatía absoluta, la propuesta de Aristóteles de encontrar un equilibrio prudente adquiere una urgencia particular. Hoy en día, la política, el debate social y la misma identidad personal parecen atrapados en una lógica binaria ridícula del “todo o nada”, lo que hace que la moderación y la templanza aristotélica sean virtudes casi revolucionarias.

Al respecto, el filósofo Alasdair MacIntyre, en su obra “Tras la virtud”, lamentaba la pérdida de este marco ético coherente. Para él, la ética moderna ha fracasado al intentar justificar sus principios sin un fundamento teleológico o comunitario, lo que ha generado una ética “emotivista” donde las decisiones morales son simples expresiones de preferencias personales. En sus palabras, sostuvo que “hemos perdido, de hecho, nuestro lenguaje moral” (MacIntyre, Tras la virtud, p. 23). Evidentemente, la propuesta aristotélica de la virtud no es, para él, un arcaísmo, sino la clave para reconstruir un debate moral significativo en nuestra sociedad fragmentada.

Ahora bien, la prudencia, considerada por Aristóteles la virtud intelectual más elevada, no es un talento innato, sino una capacidad que se moldea con la experiencia, la reflexión y, fundamentalmente, la educación. A diferencia de las virtudes morales que se adquieren a través del hábito, la prudencia requiere de un proceso deliberativo, un desarrollo del “ojo del alma” para discernir lo que es bueno para cada circunstancia particular. Como bien señala el mismísimo Aristóteles, “adquirimos las virtudes, al igual que las artes, practicándolas; por ejemplo, nos hacemos justos practicando la justicia, valientes practicando actos de valentía, y moderados practicando actos de moderación” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro II, capítulo 1), indicando con claridad que este aprendizaje ético, que comienza siempre en el hogar y se consolida en la polis (la ciudad-Estado), no es un proceso automático.

Por esta razón, la ética aristotélica resalta el papel crucial del pedagogo y del legislador, quienes, al igual que un buen artesano, deben guiar la formación del carácter. La prudencia, en este sentido, no puede florecer en el vacío, sino que requiere de un entorno que fomente la reflexión, el debate inteligente y la emulación de modelos virtuosos. Una sociedad, por tanto, no es prudente por decreto, sino que se construye sobre la base de ciudadanos que han sido educados para deliberar sobre el bien común.

En este último punto, Martha Nussbaum ofrece una perspectiva aguda, argumentando que una educación liberal es esencial para el florecimiento humano y cívico. Como ella sostiene en “Sin fines de lucro”, “la democracia necesita ciudadanos que sepan deliberar, que puedan pensar críticamente acerca de la evidencia histórica y que sean capaces de razonar…desde la perspectiva de otra persona” (Nussbaum, Sin fines de lucro, p. 30). Si bien se trata de un enfoque contemporáneo, podemos apreciar el eco de la visión aristotélica, al poner el acento en que la prudencia individual es la piedra angular de una sociedad justa y deliberativa.

En conclusión, queridos lectores, consideramos fundamental confrontar la pervivencia de estos conceptos en nuestro tiempo. Bien sabemos que estamos viviendo en un mundo donde la identidad se construye a través de una infinidad de narrativas fragmentadas intencionalmente por las agendas de turno, y justamente por ello nos preguntamos si la búsqueda de una eudaimonía es un anacronismo o, por el contrario, una necesidad desesperada para encontrarle sentido a nuestra existencia. Si la virtud reside en el justo medio, ¿cómo podemos hallar este equilibrio en una sociedad que premia los extremos, el éxito vacío y desmesurado y la indignación constante? Ciertamente, es posible ser virtuoso en un entorno que desestabiliza permanentemente la mesura, pero la pregunta sigue vigente. Frente al relativismo posmoderno que niega la existencia de un bien común, quizá la ética aristotélica no deba ser vista como un manual de vida, sino como un ejercicio de autoconocimiento y autocrítica permanente para orientar nuestra libertad. Es por eso que, tras dos milenios, sigue valiendo la pena leer a Aristóteles, pues su obra nos ofrece un espejo en el que podemos ver reflejados nuestros propios excesos y carencias, siempre y cuando nos apetezca pensar.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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El desamparo del alma en la espiritualidad postmoderna

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“El hombre moderno vive, para bien o para mal, en un mundo desacralizado, que en cierto modo ha dejado de ser un ‘mundo’. Pues si para el hombre de las civilizaciones arcaicas lo sagrado era la única realidad, hoy la profanidad es el único absoluto” Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano.

Como hemos repetido en incontables oportunidades, está claro que vivimos en una época donde la realidad se ha vuelto maleable al dictado de la emoción, el capricho y el deseo mediante el imperio de una post-verdad que ha corroído los cimientos de la objetividad, incluso en el ámbito de lo sagrado. Lejos de la convicción firme y la comunidad estructurada de la religión tradicional, la sensibilidad contemporánea ha engendrado una espiritualidad “soft” y a la carta, una suerte de bricolaje existencial donde el individuo se erige como arquitecto y legislador de su propio cosmos trascendente. Para discernir la vacuidad de este fenómeno, es menester interrogar la función que la fe, en su forma más arraigada, cumplió a lo largo de la historia, y cómo su pérdida ha dejado al hombre posmo en un estado de profundo desarraigo.

Recordemos la etimología misma de la palabra “religión”, la cual revela una dualidad esencial en su propósito. Si bien para algunos pensadores su raíz se hala en “religare”, en el sentido de “atar” o “vincular” al ser humano con lo divino y sus semejantes, la visión de Cicerón, que la deriva de “religere”, sugiere un matiz distinto: “recoger con cuidado”, “observar meticulosamente”. Esta segunda acepción denota una praxis atenta y un compromiso disciplinado con lo sagrado, más allá de la simple conexión emocional. Precisamente por ello, la religión no es un consuelo trivial, sino un pilar civilizatorio que ha brindado un marco ético y una comprensión del mundo. La fe, en esencia, proporcionó al ser humano una estructura de sentido frente al caos, tal como afirmó Émile Durkheim, al señalar que “una religión es un sistema solidario de creencias y de prácticas relativas a las cosas sagradas… que unen en una misma comunidad moral, llamada Iglesia, a todos aquellos que se adhieren a ellas” (Las formas elementales de la vida religiosa, 1912). De este modo, queridos lectores, podrán apreciar que la fe no es un asunto privado, sino el andamio que sostiene la vida colectiva.

Pues bien, la disolución de este andamio no fue un proceso silencioso, sino un evento sísmico diagnosticado por Friedrich Nietzsche en el siglo XIX. Su provocadora máxima de la “muerte de Dios” no debe interpretarse como una afirmación atea triunfal, sino como un funesto presagio de las consecuencias que acarrearía la pérdida de la creencia. En su obra titulada “La gaya ciencia” (1882), el personaje del “hombre loco” nos interpela diciéndonos: “¿No oyen todavía el estruendo de los sepultureros que están enterrando a Dios? … ¿Acaso hemos de convertirnos nosotros mismos en dioses para parecer dignos de ello?”. Con este grito, Nietzsche no celebraba la desaparición de la figura divina, sino que señalaba la caída del fundamento moral, teológico y ontológico que sostenía la civilización occidental. La muerte de Dios, para él, significaba no sólo el advenimiento del nihilismo individual, sino también la desintegración del lazo social, ya que las comunidades dejarían de estar cohesionadas por un valor trascendente compartido. Es precisamente en este abismo donde florece la espiritualidad ‘a la carta’, como un intento desesperado y, a menudo, trivial, de llenar un vacío existencial que la razón y la ciencia no han podido colmar.

El abandono de la religión como sistema de pensamiento coherente ha conducido a una desidia del pensar que es complementaria a la apertura banal a la novedad pseudo-espiritual. Martin Heidegger, en su crítica a la metafísica occidental, argumentó que la humanidad se había sumergido en un “olvido del ser”, dejando de preguntarse por la cuestión fundamental de la existencia para concentrarse únicamente en los entes o en las cosas particulares. De forma análoga, la espiritualidad liviana ha olvidado la pregunta por el sentido de la religación con lo trascendente y se ha enfocado en los “entes espirituales”: la meditación como técnica de productividad, los cristales como amuletos, o el consumo masivo de las constelaciones familiares como terapias rápidas de dudosa procedencia.

Al respecto, G.K. Chesterton ya había advertido sobre este fenómeno en su obra “Ortodoxia” (1908), donde sostenía que las herejías son “verdades que se han vuelto locas”, es decir, fragmentos de la verdad que, al ser aislados del conjunto, pierden su coherencia y se convierten en falsedades. Así, la espiritualidad a la carta es la herejía definitiva de nuestra era: selecciona fragmentos de la sabiduría de distintas tradiciones y los convierte en verdades aisladas, vacías de contexto. La pereza intelectual, que nos hace rehuir de las preguntas existenciales profundas, nos vuelve susceptibles a los negocios que ofrecen consuelos personales y fáciles. Sobre este asunto puntual, Charles Taylor, en su obra monumental “A secular age” (2007), argumenta que en nuestra era, “la fe ya no es algo autoevidente”, sino una opción entre otras, pero la espiritualidad on demand evita incluso esa elección consciente, picoteando sin esfuerzo. Se consume lo sagrado como si de un commodity se tratara, sin la menor intención de comprometerse con el rigor que dichas prácticas exigen.

Evidentemente, la superficialidad de esta religiosidad se hace aún más patente al contrastarla con la profundidad de la psique humana. El psiquiatra Carl Jung, concibe a la religión no como un dogma externo al sujeto, sino como una función natural del alma humana, una expresión de la necesidad arquetípica de encontrar un significado que trascienda la conciencia. En su texto titulado “Psicología y religión” (1938), Jung afirmaba que “el alma es, por su naturaleza misma, un proceso religioso. Si no se la comprende y se la cultiva, se la reprime”. La espiritualidad posmo, en su afán por ofrecer soluciones mágicas, rápidas y superficiales, evade precisamente esta profunda confrontación con los arquetipos y la “sombra” del inconsciente. Lo que se presenta como un camino de autoconocimiento es, en realidad, una evasión de la verdadera exploración del ser, una trivialización del sagrado y complejo proceso de individuación, que Jung consideraba esencial para la salud psíquica y espiritual.

Esta tendencia se manifiesta en prácticas como las constelaciones familiares, un enfoque que pretende resolver conflictos personales y sistémicos a través de representaciones simbólicas sin sustento científico, teológico, psicológico ni psiquiátrico verificable. De manera similar, la fascinación por las “dietas depurativas” o el uso de minerales con propiedades supuestamente curativas, forman parte de un catálogo de soluciones mágicas que prometen una sanación integral a través de un consumo pasivo, sin exigir el arduo trabajo de introspección ni el compromiso de una fe verdadera. La fe como preocupación última, en palabras del teólogo Paul Tillich, ha sido reemplazada por una fe en la autoayuda, el pensamiento positivo y la solución instantánea, despojando la espiritualidad de su capacidad de enfrentar el dolor y la incertidumbre de la existencia.

Por último, tenemos que analizar una de las causas más graves de esta crisis de la espiritualidad contemporánea, a saber, el profundo extravío de la fe: se ha reemplazado el saber por el mero sentir. La fe, en su sentido más auténtico, nunca fue un acto de credulidad ciega, sino un compromiso que demanda, como afirma San Anselmo de Canterbury, un “creer para entender y entender para creer” (Credo ut intelligam, intelligo ut credam). No obstante, la espiritualidad new age ha promovido un “creer sin saber”, es decir, una rendición voluntaria a la flaqueza intelectual que nos hace susceptibles a cualquier oferta pseudocientífica o esotérica. Esta predisposición a abrazar convicciones sin fundamentos no es exclusiva del nuevo panorama espiritual, sino que se ha infiltrado en las propias religiones monoteístas tradicionales.

En el catolicismo, el judaísmo y el islamismo, se observa una alarmante erosión de la pedagogía y la profundidad doctrinal. La falta de rigor en la formación de sus ministros, aunada a la incapacidad de comunicar con seriedad los principios teológicos al pueblo, ha generado una evidente desconexión entre la fe y el conocimiento. El resultado es un laicado que, a menudo, no comprende los fundamentos de su propia creencia, volviéndose vulnerable a la superficialidad del mundo y a la tentación de sustituir un misterio profundo por una solución trivial propuesta por redes sociales. Se me ocurre como ejemplo, en el ámbito católico, la catequesis que se ha simplificado a tal punto que las nociones básicas de la teología escolástica o de la patrística se han diluido en narrativas moralizantes o en conceptos de autoayuda decadentes.

En el judaísmo, la pérdida de la rigurosidad en el estudio del Talmud y la Halajá ha provocado una brecha generacional de comprensión, reduciendo la religión a un conjunto de rituales y prohibiciones sin la comprensión del “por qué” detrás de ellas. Así, los creyentes, al no saber el origen de una ley o el razonamiento de un debate talmúdico, pueden percibir las prácticas como algo arbitrario o anticuado. De manera similar, en el islam, una interpretación simplista de los textos sagrados, a menudo sin el bagaje del fiqh y la teología clásica, ha llevado a la proliferación de entendimientos dogmáticos y simplistas. Esto se manifiesta en la violencia desmedida de algunos grupos de musulmanes residentes en Europa hacia ciudadanos que perciben como “infieles”. Tal radicalización, que se pretende justificar con pasajes religiosos, ignora siglos de debates teológicos y hermenéuticos que, a través del fiqh y el ijtihad (razonamiento independiente), establecieron complejas reglas para la guerra, la coexistencia y la protección de los no musulmanes. La falta de este bagaje doctrinal permite que interpretaciones literales y simplistas sean instrumentalizadas para fines violentos, despojando a la fe de su complejidad moral e intelectual.

De esta manera, la fe se convierte en un ritual vacío o en un accesorio cultural, perdiendo su capacidad para orientar la vida moral e intelectual. Es que la falta de un conocimiento robusto de la propia tradición deja al creyente desarmado ante las “herejías” de la modernidad, que G.K. Chesterton describió como “verdades que se han vuelto locas”, es decir, fragmentos de un sistema de creencias que, al ser aislados, pierden su coherencia y se convierten en falsedades perniciosas.

En definitiva, queridos lectores, queda claro que cuando la espiritualidad se convierte en un producto de consumo y la verdad en una experiencia caprichosa subjetiva, es inevitable que el individuo se enfrente a un vacío existencial disfrazado de libertad y autonomía. Ante esto, es necesario preguntarse: ¿puede una fe construida sobre cimientos tan dispersos ofrecer un verdadero refugio ante la adversidad, o es sólo un adorno para la vida cotidiana, desechable cuando el sufrimiento se torna real? Si la búsqueda de lo sagrado se privatiza, transformándose en una herramienta para el bienestar personal, ¿dónde quedan la ética social y la responsabilidad por el prójimo que las religiones tradicionales, con todas sus imperfecciones, procuran cimentar? Esta espiritualidad a la carta, ¿nos libera de la tiranía dogmática o nos encierra en una jaula dorada de narcisismo, prometiendo una trascendencia que, en el fondo, sólo refleja nuestra propia imagen?

Lisandro Prieto Femenía
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Opinet

La infancia como fundamento ontológico

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La medida de una sociedad se halla en cómo trata a sus niños”: Fyodor Dostoevsky

Este domingo, al menos en Argentina, festejamos el “Día del niño” y me parece oportuno invitarlos a realizar una introspección filosófica, a trascender la simple celebración para comprender la niñez como un fundamento de la existencia humana. Este estadio de la vida es más que un preludio de la adultez, en tanto que se ha revelado a lo largo de la historia del pensamiento occidental como una categoría crucial para entender la ética, el conocimiento y la moral.

La historia del pensamiento humano, en su profunda búsqueda de lo inmutable, ha concebido a la niñez no sólo como un estado de desarrollo, sino como un santuario sagrado. Esta perspectiva, arraigada en la teología y la ética, elevó la figura del niño a una condición de pureza y vulnerabilidad que merecía una protección absoluta. El mandato de Jesucristo en el Evangelio de Marcos que versa: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos” (Marcos 10; 14) no es un mero acto de ternura, sino una declaración teológica que indica que la inocencia infantil es un reflejo de la divinidad, un camino hacia la gracia.

Esta idea se consolidó en la moral occidental, donde el niño era visto como un “depósito de gracia” que la sociedad debía proteger de la corrupción del mundo. El gran Santo Tomás de Aquino, aunque centraba su obra en la razón y la fe, reconocía la necesidad de una tutela moral y social de los más jóvenes para guiarlos hacia la virtud, considerándolos esenciales para la perpetuación de una comunidad justa. Su pensamiento, influenciado por Aristóteles, sentó las bases de la ética del cuidado, donde la infancia era un bien social que debía ser protegido por la ley natural y divina.

Filósofos como Platón, en su “República”, ya veían en la educación infantil la llave para forjar ciudadanos virtuosos y, por extensión, una sociedad justa en tanto que, para los griegos, la niñez no era un espacio de pasividad, sino el terreno fértil donde se sembraban las virtudes cardinales que, más tarde, darían forma a la polis. En pocas palabras, la infancia aquí es el “Arjé” (fundamento) de la ética colectiva.

“La educación no se refugia en las academias, tiene vocación y fines políticos. La educación es la llave que permite arribar a una sociedad en la que las virtudes caracterizan a los hombres y al Estado” (Platón, 1949)

La mirada se complejiza con Aristóteles, para quien la formación del carácter moral se iniciaba en esta etapa, a través de la habituación. En su “Ética a Nicómaco” sostuvo que “la educación y las costumbres deben estar ordenadas por las leyes; pues lo que se vuelve habitual no será ya penoso” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 350 a.C.). Como podrán apreciar, esta perspectiva resalta la niñez como el período en el que la costumbre y el entorno se graban en el ser, forjando la inclinación hacia el bien o el mal. Posteriormente, la modernidad, a través de la visión de John Locke, ofreció una nueva metáfora: la “tabula rasa”, en el sentido de que, para él, el niño nacía con una mente en blanco, sin ideas innatas, que se iría llenando a través de la experiencia sensible. Por supuesto, estas ideas confluyeron en la crítica de Jean-Jacques Rousseau, quien en su obra “Emilio” veía en la infancia una pureza intrínseca, una naturaleza no corrompida por la sociedad, y lo expresaba con claridad al indicar que “todo está bien al salir de las manos del autor de la naturaleza; todo degenera en las manos del hombre” (Rousseau, 1762). Desde su enfoque, la niñez era un estado de bondad natural que debía protegerse de las influencias perniciosas del mundo adulto.

También, el aporte de Friedrich Nietzsche en su “Así habló Zaratustra” eleva la imagen del niño a un nivel de trascendencia radical, ubicándolo como la meta final de un proceso de transformación espiritual. En su famosa alegoría de las tres transformaciones del espíritu, Nietzsche describe un camino hacia el Übermensch (superhombre) que culmina en la figura del niño. El niño nietzscheano no es una regresión, sino una superación: representa la inocencia y el olvido, en un “primer movimiento, una rueda que se mueve por sí misma, un santo decir sí” (Nietzsche, 1883). Este niño es un ser creador por excelencia, que no se ata a la moral pasada ni se define por la rebeldía contra ella. Es un jugador libre que crea y destruye sus propios valores sin remordimiento, movido por una pura e inmediata voluntad. En definitiva, el niño es, para Nietzsche, el símbolo del Übermensch, es decir, la encarnación de la voluntad de poder que se afirma a sí misma en el acto de la creación, sin la carga de la historia ni la opresión del deber.

Ahora bien, tras haber echado un breve vistazo a la concepción filosófica de la niñez, es fundamental poner los pies sobre la tierra y pensar en la actual infancia devastada. El contraste entre estos ideales filosóficos y la realidad de la infancia de nuestros días es verdaderamente abrumador. En la postmodernidad, caracterizada por la fragmentación de los grandes relatos y la hiper-mercantilización, la infancia se encuentra en una encrucijada existencial.

Este ideal de una infancia pura o virtuosa se ve desafiado por una realidad global marcada por la desigualdad y la instrumentalización. El hambre y la guerra son fenómenos que despojan a millones de niños de su derecho a la existencia misma. De acuerdo con el Banco Mundial, la “pobreza de aprendizajes” afecta a un 53% de los niños en países de bajos y medianos ingresos, quienes a los 10 años no son capaces de comprender un texto sencillo, una estadística que revela la fractura del tejido educativo global (Banco Mundial, The State of Global Learning Poverty , 2023). Por otra parte, la crueldad de la guerra está desplazando a millones de infantes, quienes, según datos de ACNUR, se ven despojados de su hogar y su seguridad, evidenciando una vulnerabilidad extrema ante los conflictos bélicos dirigidos por degenerados a los cuales no les interesa la vida de los seres humanos más vulnerables del planeta.

A esta crisis material se suma una forma de abandono menos visible, pero igualmente corrosiva: el abandono digital. El otorgamiento de dispositivos móviles, a menudo como un sustituto de la interacción y la presencia afectiva, crea una falsa ilusión de cuidado. Los niños son dejados al amparo de las pantallas, lo que los priva de la interacción social necesaria para el desarrollo emocional y cognitivo. Este fenómeno puede interpretarse como una forma de enajenación, donde la conexión superficial de las redes sociales y los videojuegos sustituye la profunda construcción de vínculos familiares fundamentales. Al respecto, el sociólogo y crítico cultural Neil Postman, en su obra titulada “La desaparición de la infancia” (1982), argumentaba que la televisión, y por extensión la cultura digital posterior, ha borrado la distinción entre la infancia y la adultez. Al exponer a los niños a un mundo de información y problemáticas adultas, la sociedad moderna destruye la inocencia y el espacio protegido que la niñez tradicionalmente representaba.

En este contexto, se evidencia una profunda contradicción: hoy no se promueve la creatividad. Al brindar absolutamente todo “masticado”, resuelto, los niños carecen de la capacidad de invención y se limitan a un rol de consumo. El espíritu nietzscheano del niño como creador se marchita ante la pasividad de una pantalla que representa un mundo ya hecho, donde no hay espacio para el juego libre, la exploración de la realidad o la construcción de significados propios. La niñez de hoy, lejos de ser el niño juguetón y creador que imaginó Nietzsche, es a menudo un ser pasivo, abúlico, bombardeado por estímulos y abandonado a un universo digital que lo despoja de la experiencia del juego libre y del asombro genuino.

La precitada concepción de la niñez como un espacio sacro, intocable e inviolable, contrasta de forma violenta con la cruda realidad precitada. La transición de esta sacralización a la naturalización de su abandono, enfermedad, violencia y muerte constituye una de las mayores crisis de nuestro tiempo. Aquello que en la antigüedad o en la tradición teológica era considerado una profanación que provocaba estupor y castigo, hoy se ha convertido en una estadística que no parece perturbar al mundo. La niñez actual se enfrenta a una debacle donde el ideal de pureza se ve subvertido por un sistema que la devora mientras todos miramos a un costado. Hemos dejado de ver a los niños como la encarnación de la esperanza y los hemos convertido en meros eslabones de una cadena de producción y consumo, en cifras de un informe económico o en víctimas anónimas de conflictos geoestratégicos. La profanación del santuario infantil no es un evento aislado, sino un proceso sistémico que despoja a los niños de su esencia, de su derecho al juego y a la invención, para reducirlos a su existencia material más precaria.

Frente a este escenario, la reflexión filosófica que urge a ir más allá de la lamentación, en tanto que nos obliga a cuestionar las bases de nuestra relación con la infancia. ¿Estamos, como sociedad, reduciendo a los niños a meros receptores pasivos de información y productos, ignorando su necesidad de ser agentes de su propio mundo? ¿Hemos instrumentalizado la tecnología, que podría ser una herramienta de empoderamiento, para convertirla en un mecanismo de control y distracción? Si la niñez es un espejo de la humanidad, ¿qué nos dice de nosotros mismos el reflejo de un niño con hambre, desplazado, amputado o emocionalmente aislado frente a una pantalla? La crisis de la niñez, en última instancia, es la crisis de nuestra propia humanidad y de nuestra capacidad de cuidarnos los unos a los otros.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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