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“Ame a sus hijos, no críe imbéciles”- Lisandro Prieto Femenía

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“No puede haber una revelación más intensa del alma de una sociedad que la forma en que se trata a sus niños”

Nelson Mandela

En un mundo atravesado por la perversa idea de que “sobra gente” en este planeta junto con la irracional decisión de considerar a los hijos como un estorbo en el camino del “progreso” y del “éxito” personal, quisiéramos detenernos un segundo a reflexionar acerca del amor auténtico hacia los hijos, entendido como una experiencia humana que ya no es, pero sí ha sido objeto de reflexión en diversas disciplinas, principalmente la filosofía, la psicología e incluso la tan bastardeada teología. Es evidente que este tipo de amor se caracteriza, cuando es sano, por su profundidad, incondicionalidad y por ser el motor fundamental en la formación de todos los individuos.

En la historia de la filosofía occidental, el amor ha sido considerado un principio fundamental que ha permitido guiar las relaciones humanas hacia la búsqueda de un sentido auténtico, que ni la materialidad, la riqueza, el supuesto éxito individual e incluso la fama pueden brindar. Aristóteles (384 a.C.–322 a.C.), en su obra “Ética a Nicómaco” describió el amor como una virtud que se desarrolla en la amistad, y argumenta que el amor a los hijos es una forma muy peculiar de amistad, en la que el bienestar del descendiente es visto como un fin en sí mismo. Esta relación se basa principalmente en una reciprocidad natural, que refleja el ideal de la “philia”, es decir, una forma de amor que busca siempre el bien del otro como si fuera propio: un padre o una madre, que no sea capaz de alegrarse por la felicidad de un hijo, ya sea por mezquindad o por estupidez, no es digno de ser considerado como tal, puesto que, al fin y al cabo, el objetivo de todos los que somos papás no es que nuestros hijos ganen siete balones de oro, sino que sean felices con lo que sea que hayan decidido hacer.

«Los padres aman a sus hijos como parte de ellos mismos, mientras que los hijos aman a sus padres como el origen de su ser» (Ética a Nicómaco, VIII.12, 1161b)

Por su parte, el filósofo Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), en su obra “Emilio” o “De la educación” (1762), enfatiza puntualmente en la importancia del amor y la libertad en el proceso educativo de los hijos. Para él, el amor paternal debe guiar la educación, no imponiendo con autoridad violenta, sino permitiendo que el niño desarrolle sus propias capacidades y juicio crítico. Al sostener que “el amor a los hijos no consiste en hacer todo por ellos, sino en prepararlos para que ellos mismos puedan enfrentarse al mundo (Emilio o De la educación, Libro I)., subraya la necesidad de equilibrar el amor con la autonomía, promoviendo una crianza que respete las capacidades del niño sin ahogarlas en el conformismo constante de satisfacer todas sus necesidades y caprichos: a veces, saber decir “No”, es una de las decisiones de formación en la autosuficiencia más importantes que un niño puede recibir.

Desde un punto de vista psicológico, el amor a los hijos ha sido estudiado como un vínculo esencial para el desarrollo psíquico y emocional de los infantes. Particularmente sobre este asunto, el psicoanalista británico Donald Winnicott (1896-1971) introdujo el concepto de la “madre suficientemente buena”, donde el amor y el cuidado que un padre ofrece permiten que el niño desarrolle una sensación de seguridad plena y de confianza en el mundo que lo rodea. Según Winnicott, “es en la relación amorosa y estable con la madre o el cuidador primario, que el niño aprende a sentirse real y a confiar en su entorno” (The Child, the Family, and the Outside World, 1964). No nos queda la menor duda que este vínculo, cuando no es enfermizo y no está atravesado por la violencia y la mediocridad, no sólo es fundamental para el desarrollo del niño, sino que también influye en la capacidad del sujeto para formar relaciones saludables posteriormente, en su vida adulta. Por supuesto, existen adultos rotos, que han sido criados con amor y cariño, pero generalmente la regla se da a la inversa: no es casual que veamos un aumento significativo y sistemático de episodios violentos, cada vez más procaces, en niños, adolescentes, jóvenes y adultos si apreciamos que la constante presente en la mayoría de las crianzas es la desatención, la educación en valores detestables y la crianza que disfraza malcriados con el velo del apego y consentimiento a caprichos permanentemente.

Ya desde una consideración puntualmente teológica, debemos recordar que en la tradición occidental (judeo-cristiana) el amor de los padres hacia sus hijos es visto directamente como una extensión del amor divino. En sus “Confesiones” (398 d.C.) San Agustín de Hipona reflexionó sobre el amor como un don de Dios que se manifiesta en las relaciones humanas, puesto que “nadie ama verdaderamente si no ama a Dios, y ese amor se refleja en el amor a los demás, comenzando por los más cercanos, como los hijos” (Confesiones, XIII.9). Entendido de esta manera, el amor filial se convierte en un acto de responsabilidad y cuidado que imita y participa la idea de sumo bien, o del creador y sustentador, a saber, la idea de Dios. Como podrán apreciar, desde esta perspectiva teológica, el amor a los hijos no es simplemente una responsabilidad natural, sino lisa y llanamente un camino de santificación: se trata de un vínculo totalmente sagrado que invita a los padres a participar en el amor de un creador y a reflejar su amor en la vida cotidiana. Este amor, que es al mismo tiempo sacrificial y generador, no solo nutre a los hijos en su crecimiento físico y emocional, sino que también los acompaña en su desarrollo espiritual. El reconocimiento de la sacralidad del vínculo entre padres e hijos ofrece una visión más profunda del amor filial, que va más allá de las mera obligaciones materiales y se convierte en una forma de participación con la trascendencia: este amor, cuando se vive plenamente, no sólo fortalece la relación familiar, sino que también contribuye al crecimiento espiritual de todos los miembros de la familia, conduciéndolos hacia un modelo de vida en el que “estar juntos” es un bastión en medio de la batalla permanente de un mundo que nos invita a la soledad permanente como “método” en la búsqueda del “éxito” individual.

«El amor a los hijos, cuando es verdadero, es un reflejo del amor que Dios tiene por nosotros, un amor que no busca lo suyo, sino el bien del otro» (Confesiones, XIII.9).

Basta ya de tanta reflexión bonita y procedamos apresuradamente a preguntarnos lo siguiente: ¿Qué sentido tiene, cuál es la intención, para qué se le entrega, a un infante, un dispositivo móvil? Pues bien amigos míos, el acto de entregar este narcótico de dopamina a un niño se sustenta en la necesidad de muchísimos padres de mantenerlo entretenido para así no proveer del insumo fundamental de la interacción humana. En lugar de dedicar tiempo a formarlo, a dialogar o simplemente estar presentes y atentos con el niño, muchos recurren a la tecnología como una manera rápida y fácil de “calmar” la inquietud infantil. Este comportamiento puede ser interpretado como una clara señal de desinterés en las experiencias y necesidades reales del infante, dejando de lado la oportunidad de desarrollar un vínculo mucho más profundo y significativo.

Este problema es global y responde, en términos psicológicos, a la falta de interacción significativa entre padres e hijos que termina mostrando consecuencias a corto y largo plazo en el desarrollo emocional, intelectual y social del niño. En este sentido, el psicólogo John Bowlby (1907-1990), en su “teoría del apego”, hace hincapié en la importancia de la presencia y la atención de los padres para el desarrollo de un apego seguro, que es esencial para la salud emocional del infante. El uso excesivo, e innecesario, del dispositivo móvil puede interrumpir este proceso, creando una distancia emocional que lleva directamente a problemas de confianza y seguridad del sujeto a lo largo de su vida.

«La disponibilidad de una figura de apego que sea sensible y responsiva a las necesidades de un niño proporciona la base para el desarrollo de la seguridad y la confianza en uno mismo» (Attachment and Loss, 1982, p. 201).

Retornando a Rousseau, en la obra precitada, advierte de los peligros que acarrea delegar la responsabilidad parental en terceros o, peor, en objetos. Aunque en su tiempo esto se refería más bien a la delegación en criados o tutores, la idea puede tranquilamente extrapolarse a la actualidad, donde el teléfono celular se termina convirtiendo en un “tutor digital” nefasto. Recordemos que para Rousseau es fundamental una educación que esté directamente ligada al amor y a la atención personal, donde el padre o la madre sean los principales responsables de guiar al niño en su desarrollo: al entregar un dispositivo en lugar de interactuar como seres humanos normales, los padres están, en cierto modo, renunciando a su papel activo en la educación y el desarrollo de la personita que decidieron traer al mundo.

Como podrán apreciar, caros lectores, el problema del desinterés colisiona con el beneficio del amor auténtico de la crianza responsable ya que, en el acto mismo de la entrega del móvil se está abriendo la puerta a problemas de atención, dificultades para establecer vínculos sociales normales y cordiales y, lo que es peor, se está creando una adicción temprana a la tecnología. Además, el niño, que no es estúpido por naturaleza, sino que es idiotizado por su entorno, se puede dar cuenta o puede internalizar la idea de que su presencia es una molestia, lo cual puede afectar seriamente su autoestima y la percepción de su valor en la relación con sus padres en la niñez, pero con el mundo en su adultez: después se burlan y se asombran cuando los llaman “generación de cristal”, ¿por qué será, no?

Complementariamente a esto, el filósofo Martin Buber (1878-1965), en su obra “Yo y tú” (1923), destacó la importancia del encuentro genuino entre dos personas, lo que él llama la relación “Yo-Tú”, en contraste con la relación “Yo-Eso”, donde el otro es visto como objeto (ente-útil), objeto o herramienta. Al tratar al niño como un problema a ser resuelto mediante la tecnología, se establece una relación fría y triste de esclavitud “Yo-Eso”, donde el niño no es visto como un ser humano en sí, con necesidades y emociones propias, sino como un obstáculo a ser gestionado por sujetos patéticos que tienen hijos y no saben para qué los tienen. Este tipo de dinámicas personales, propiamente en la paternidad, erosiona la calidad de la relación y priva al niño de la experiencia de ser reconocido plenamente como una persona con la cual vale la pena pasar el tiempo.

«Cuando alguien ve a un ser como un Tú, no lo ve como un objeto, ni siquiera como un punto en el espacio y el tiempo. En la relación Yo-Tú, ambos se ven involucrados en su totalidad y no son solo ‘cosas’ una para la otra» (Yo y Tú, 1923, p. 32).

En fin, la tendencia de utilizar dispositivos como herramienta para “callar” a los niños es un reflejo de un problema mucho más profundo que venimos metiendo debajo de la alfombra hace demasiado tiempo: desinterés y desconexión emocional en un vínculo concreto que necesita, para sobrevivir, interés y conexión total. La humanidad no llegó al siglo XXI ignorando por completo a los niños, o consintiendolos con chorradas intrascendentes que les queman la cabeza, no: es fundamental que quienes decidieron traer gente al mundo reflexionen sobre las implicaciones de este comportamiento y se esfuercen por cultivar una relación más cercana, basada en la atención, la escucha y el amor incondicional que nunca falla, traducido en el tiempo, que es sagrado por ser tan escaso, y la presencia compartida que no sólo enriquece la relación padres-hijos, sino que también son la esencia del desarrollo saludable y equilibrado del niño en todos los aspectos de su vida.

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¿Qué fue de la izquierda?- Lisandro Prieto Femenía

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«En la misma medida en que sea abolida la explotación de un individuo por otro, será abolida la explotación de una nación por otra. Al mismo tiempo que el antagonismo de las clases en el interior de las naciones, desaparecerá la hostilidad de las naciones entre sí.»

Karl Marx

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que, si bien es evidente, se discute y analiza precariamente desde los medios masivos de comunicación: la pérdida de representatividad popular de la izquierda en occidente. Esta disociación con la realidad del pueblo, que no ha pasado desapercibida para los analistas políticos, los movimientos sociales y los resultados electorales, pone de manifiesto el cambio profundo en las prioridades y estrategias de un espectro político que, históricamente, había sido el portavoz de las clases trabajadoras.

A pesar de ésto, hoy parece haber reorientado sus esfuerzos hacia otras «luchas», dejando en el camino una parte significativa de sus bases tradicionales: este desplazamiento nos ha suscitado preguntas fundamentales: ¿Cuáles son las causas de este alejamiento? ¿Cómo ha impactado en la relación de la izquierda con sus bases tradicionales? Y, sobre todo, ¿qué implica esta transformación para el futuro de los movimientos progresistas en un mundo que sigue estando marcado por la desigualdad y la fragmentación social?

Todos hemos sido testigos en los últimos años de un desplazamiento en las prioridades y bases sociales de la izquierda política: tradicionalmente arraigada en la defensa de las clases trabajadoras y las luchas por la justicia social, la izquierda posmoderna ha decidido centrar gran parte de su energía- por no decir toda- en causas asociadas a agendas corporativas y globalistas más preocupadas por el uso del «elle» que por la remuneración digna, el acceso a la vivienda, a la salud pública y a la educación de calidad para todos. Este mandato cultural incluye cuestiones de identidad de género, diversidades sexuales, diversidad cultural, campañas referidas a la legalización del aborto, la posibilidad de hormonar niños para su cambio de género, al cambio climático y un enfoque bastante precario desde el punto de vista crítico hacia la historia y los privilegios sociales.

Aunque estas agendas pueden tener, para algunos, una relevancia indiscutible, su adopción y importación por bastantes países occidentales ha generado tensiones internas y una desconexión total con las demandas materiales de las bases tradicionales de la izquierda, como la lucha contra la precariedad laboral, el avasallamiento de los derechos que protegen la dignidad humana y las desigualdades económicas.

Ahora bien, es preciso que, desde la filosofía, nos preguntemos: ¿Cómo pasamos de Marx a Greta Thunberg? Esta pregunta es esencial, dado que Karl Marx, en su «Manifiesto del Partido Comunista» afirmaba que «la historia de todas las sociedades, hasta nuestros días, es la historia de la lucha de clases» (Marx & Engels, 1848/2009, p. 14). En su visión, el proletariado constituía el sujeto histórico destinado a transformar el sistema capitalista. Sin embargo, en el contexto actual, la narrativa de la izquierda se ha fragmentado-por no decir diluido- hacia una pluralidad de demandas identitarias minoritarias, un giro que autores como Nancy Frases han descrito como un «capitalismo progresista» (The Old Is Dying and the New Cannot Be Born, 2019) mientras que en Argentina les decimos «hippies con OSDE», es decir, chicos bien acomodados, burgueses bien comidos que jamás pasaron necesidades, pero que militan, desde una izquierda falopa, agendas foráneas en lugar de intentar transformar la realidad de su propio barrio.

Esta transición ha aniquilado el eje central de la lucha de clases, reemplazandolo por una multiplicidad de pseudo-luchas que, si bien serán importantes para algunas minorías, no siempre abordan directamente las desigualdades económicas estructurales que nos afectan a todos por igual. Reflexionar sobre este cambio implica considerar las tensiones entre una perspectiva universalista que cree en los unicornios y las demandas particulares que caracterizan las políticas actuales.

Aquellas «luchas de clase» han sido progresivamente eclipsadas por debates culturales que no siempre se relacionan con la explotación económica y la injusticia naturalizada. Este fenómeno fue abordado por Wolfgang Streeck, quien en su obra How Will Capitalism End? (2016) indica que la fragmentación de los intereses colectivos ha debilitado la capacidad de la izquierda para movilizarse contra el capitalismo global. Más aún, todo pareciera indicar que dicha lucha no tiene asidero para una clase política que se ve más concentrada en implementar el uso de una letra determinada para llamar a un masculino, un femenino o un no binario que para defender derechos fundamentales que siguen siendo pisoteados, pero tapados, por una ola de humo verde y multicolor.

A esta crítica se suma también Slavoj Žižek, quien en Like a Thief in Broad Daylight (2018) nos advierte que el énfasis en las políticas identitarias a menudo conduce a una especie de «fetichismo ideológico», desviando el foco de atención de las dinámicas estructurales del poder económico. En otras palabras, queridos lectores, mientras que el legislador de izquierda, que entró al Congreso por cupo y no por cantidad de votos, está concentrado en «preocupaciones» que le impone George Soros desde un penthouse de Nueva York al mismo tiempo que en su país hay una cantidad considerable de niños que no cenaron anoche.

Por su parte, y retomando a Fraser, esta «deriva» de la nueva izquierda rotulada como «capitalistas progresistas», ha permitido al neoliberalismo absorber y cooptar las demandas culturales de las minorías presentándolas como sustitutos de la justicia social. Desde este punto de vista, el neoliberalismo habría logrado convertir estas pseudo-demandas de la sociedad en «mercancías culturales», es decir, en productos que pueden ser consumidos sin cuestionar las bases estructurales de la desigualdad. Un ejemplo de ello es la promoción de la diversidad en las corporaciones, que a menudo se limita a iniciativas superficiales que no afectan en absoluto los sistemas de explotación laboral: este fenómeno no hace otra cosa que reforzar el capitalismo al presentar un rostro inclusivo mientras que sigue perpetuando las desigualdades económicas subyacentes.

Complementariamente, Mark Fisher, en su obra «Capitalist Realism» (2009), sostiene que el capitalismo tiene una habilidad excepcional para integrar y neutralizar las críticas culturales, convirtiéndolas en parte de su maquinaria. Desde esta perspectiva, las iniciativas que promueven una inclusión direccionada a minorías elitistas, pueden ser absorbidas por el sistema como «marcas del progreso», desviando así la atención de las dinámicas estructurales del poder económico y reduciendo las luchas sociales a propaganda de Disney. Este proceso es particularmente evidente en la industria del entretenimiento, donde las narrativas sobre diversidad racial y sexual suelen servir más como estrategias de marketing que como herramientas para un cambio social auténtico.

Por último, al menos en este aspecto que venimos desarrollando, tenemos los aportes de Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio, 2010), que no ha parado de señalar cómo el individualismo promovido por el neoliberalismo, con la total anuencia de la izquierda progresista, fragmenta las luchas colectivas, debilitando la capacidad de ciertas minorías para articular demandas estructurales. Han argumenta que la obsesión posmoderna con la auto-optimización y el éxito personal mediante la auto-explotación, refuerza esta lógica, dejando poco espacio para cuestionamientos sistémicos. La izquierda, en lugar de percibir este modo decadente de vida y criticarlo, ha decidido inclinarse por demandas culturales de minúsculos reductos snob que las transforma en opciones de consumo individual, desactivando su potencial pretendidamente disruptivo.

Esta involución ha generado tensiones y un distanciamiento de las bases tradicionales de la izquierda, que se sienten abandonadas frente a problemas materiales concretos como el desempleo, la precariedad laboral, la pésima calidad de los servicios públicos y la insoportable desigualdad económica. Tal como sostenía David Harvey, «el neoliberalismo ha redefinido nuestras prioridades, de modo que las luchas por la justicia económica se diluyen en el océano de la política cultural» (A Brief History of Neoliberalism, 2005). Esto quiere decir que, mientras los movimientos progresistas celebran «logros» en su agenda cultural, una parte significativa de la población sigue enfrentándose a la inseguridad económica y a la pérdida de derechos y garantías básicos que, históricamente, habían sido el centro de las reivindicaciones de una izquierda que miraba más a las fábricas que a las estrellas de Hollywood.

En este punto del debate, es preciso que nos preguntemos: ¿Cuáles son las consecuencias de la desconexión de la izquierda con la realidad fáctica? Pues bien, la consecuencia más visible de este cambio es el aumento del apoyo a partidos populistas de derecha, que han logrado captar a sectores tradicionalmente identificados con la izquierda. Queda claro también que el abandono de la lucha por la verdadera justicia social por parte de la izquierda ha dejado un vacío que los partidos de la nueva derecha han explotado al prometer soluciones más concretas a los problemas reales por los que atraviesan las clases trabajadoras.

En fin, somos conscientes acerca de la profundidad de este dislocamiento intencional que la izquierda enfrenta, desde hace mucho tiempo, lo cual la llama hacia un desafío histórico: reconciliar su tradición de lucha por los derechos de los trabajadores con las demandas de una sociedad cuyo problema esencial no es su creciente «diversidad», sino un sinnúmero de derechos que antes protegían la dignidad de los pueblos y ahora son considerados un lujo por parte de los defensores de la política del «sálvese quién pueda».

 

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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¿Por qué los envidiosos son infelices?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

 «Una sociedad no puede ser completamente ‘sitiada’ sin destruirse a sí misma. La solución no es aislarse de los demás, sino buscar maneras de integrar el bienestar colectivo como un imperativo ético y social»

Bauman, Z. (2002). La sociedad sitiada

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre ese oscuro resentimiento que emerge de la comparación permanente con los otros, que ha sido un tema recurrente tanto para la filosofía, la teología, la psicología e incluso la sociología, a saber, la envidia. Identificada desde la antigüedad como un vicio corrosivo, la envidia no solo se encarga de minar las posibilidades de la felicidad individual auténtica, sino que también socava las bases de la convivencia ética y social. La idea de hoy es que podamos pensar sobre el por qué de la envidia en tanto un modo de vida penoso y decadente, a los fines prácticos de resaltar la importancia de la superación de esta emoción mezquina en pro de una vida moralmente digna y humanamente plena.

Como siempre sostenemos, nada viene de la nada, motivo por el cual no podemos obviar que en la tradición judeocristiana, la envidia es uno de los siete pecados capitales más reprobables. Santo Tomás de Aquino llega a definirla como la «tristeza por el bien del prójimo» (Summa Theologiae, II-II, q. 36), indicando con ello su carácter preponderantemente destructivo en tanto que no sólo daña al individuo que la experimenta, sino que también atenta contra la comunidad al instaurar un modo de vida social individualista y mala leche, naturalizado por doquier por una ética asquerosamente mezquina que se sustenta en el lema «te quiero ver bien, pero nunca mejor que yo».

Complementariamente, esta conceptualización teológica puede enriquecerse con perspectivas filosóficas como, por ejemplo, la de Nietzsche, quien en su «Genealogía de la moral» sostiene que la envidia puede adoptar formas de resentimiento en sociedades débiles que no buscan superar sus propias limitaciones, sino que pretenden rebajar a aquellos que consideran superiores. Esta actitud, para éste autor, se trata de una clara renuncia a la vida auténtica y a la afirmación de uno mismo: «necesito que te vaya mal para que no se note lo mediocre que soy», sería su traducción al criollo.

Asimismo, desde una perspectiva existencialista, podríamos indicar que se trata de un modo de alienación. Al respecto, Sartre explica, en su obra «El ser y la nada», que vivir en función de la mirada del otro nos condena a una estado de «mala fe»: envidiar lo que el otro tiene es, en última instancia, una negación de nuestra propia libertad y capacidad de crear sentido. Desde este enfoque, queda claro que la vida del envidioso se encuentra vacía de proyecto personal puesto que su existencia gira, tristemente, en torno a lo que carece, a lo que no puede ser y a la frustración que les causa que para otros, sí sea. Tampoco podemos olvidar al gran Aristóteles, quien también advirtió sobre este sentimiento en su «Ética a Nicómaco», clasificándolo como una pasión que no contribuye en absoluto a la virtud, sino al vicio decadente. Tengamos en cuenta que para este filósofo, la virtud de la magnanimidad, en cambio, consiste en alegrarse del éxito ajeno y desear el bien común, una postura que enriquece tanto al individuo como a la sociedad en general.

En términos estrictamente sociales, la envidia no hace otra cosa que perpetuar dinámicas de desigualdad, inequidad, injusticias y conflictos. Sobre esto en particular, Slavoj Žižek reflexionó en sus análisis exhaustivos sobre el capitalismo, señalando que la cultura contemporánea exacerba la envidia al fomentar una competencia desmedida y pornográficamente exhibicionista. Junto con este aporte, recordemos el concepto de «sociedad del espectáculo» de Guy Debord, quien acertadamente sostenía que esa forma de vida convierte la felicidad y el éxito ajenos en objetos de consumo visual que, paradójicamente, generan frustración, resentimiento y odio por aquellos ciudadanos que andan flojos de papeles morales y éticos.

Consecuentemente, desde una perspectiva política, la envidia es un peligro porque puede convertirse en una herramienta de manipulación. Recordemos también el aporte de George Orwell en su «Rebelión en la granja», donde muestra cómo los líderes autoritarios explotan el resentimiento de las masas ignorantes y violentas hacia los más afortunados para consolidar su poder. En este sentido, la envidia no es solamente un sentimiento corrosivo per se, sino un arma de control social al servicio del tirano mediocre de turno. Frente a esta oscura emoción, y las consecuencias que hemos intentado ilustrar lo más sintéticamente posible, Baruch Spinoza en su «Ética» propone superar los efectos negativos a través de la razón: la envidia es irracional, porque implica desear el mal ajeno, algo que no puede contribuir a nuestro propio bienestar. Por el contrario, la alegría y el amor hacia el otro generan una expansión del ser y una armonía con la naturaleza misma de nuestra existencia.

Lejos de ser una suma cero, el éxito de los demás y el propio pueden, y deben, contribuir al progreso colectivo. La envidia surge, justamente y en gran medida, de la percepción errónea de que el bienestar es un recurso limitado y que el éxito de otros se logra a expensas del nuestro. Sin embargo, tanto la filosofía como el análisis social crítico y económico desmienten esta noción, mostrando que una sociedad prospera cuando más individuos alcanzan sus metas y se convierten en agentes activos del desarrollo. En términos filosóficos, John Rawls, en su «Teoría de la justicia», sostiene que una sociedad justa es aquella en la que las instituciones están diseñadas para beneficiar a todos, especialmente a los menos favorecidos: este principio implica que el éxito de unos no debe construirse a partir de la explotación o el sacrificio de otros, sino que debe contribuir al fortalecimiento del tejido social. En este sentido, el progreso individual tiene un carácter relacional: la mejora de una persona puede crear condiciones que favorezcan la mejora de otras.

Desde un punto de vista económico, Amartya Sen sostiene, en su obra titulada «Desarrollo como libertad», que el desarrollo no debe medirse en términos de riqueza acumulada, sino en la expansión de las capacidades humanas. Desde esta perspectiva, cuando los individuos prosperan, no sólo aumentan sus propias posibilidades, sino que también generan un gran impacto en su entorno, ya sea a través del empleo que crean, las ideas que promueven o los recursos que se comparten. Evidentemente, la interdependencia en ese modelo, es clave. En una sociedad donde más personas logran un éxito genuino, se generan redes de cooperación que fortalecen la estabilidad y la resiliencia colectiva. Esto es evidente en el aspecto educativo: un sistema que fomenta el aprendizaje de calidad para todos, no sólo beneficia a los estudiantes en curso, sino que produce ciudadanos más críticos y productivo, lo cual fortalece la democracia y la economía.

Llegando a este punto, es preciso reflexionar sobre la falacia del éxito que se realiza en detrimento del otro: el pensamiento de que unos solo pueden triunfar a costa de otros, proviene en parte, de ideologías de la escasez. Thomas Hobbes, en su obra monumental titulada «El Leviatán», describe al ser humano como un animal intrínsecamente competitivo, en una lucha constante por los recursos limitados: sin embargo, esta perspectiva individualista se contrapone a visiones más colaborativas. Un ejemplo de ellas proviene de Adam Smith, quien en su obra «La riqueza de las naciones», sostiene que el bienestar general surge cuando los individuos persiguen su propio interés de manera ética, contribuyendo involuntariamente al bienestar de la sociedad: para esta perspectiva, el éxito personal, lejos de ser perjudicial, puede generar riqueza compartida si de encuadra dentro de principios jurídicos, morales y sociales.

Por último, queridos lectores, es crucial reconocer que el éxito y la felicidad ajenos no deben perturbarnos, sino más bien alegrarnos porque, como indica Martin Buber, la verdadera relación «Yo-Tú» implica reconocer en el otro su plenitud y celebrar su existencia. Sólo así es posible que podamos construir una sociedad basada en el respeto, la solidaridad y la admiración mutua. Celebrar el éxito ajeno no sólo es un asunto ético, sino que también se trata de un acto profundamente racional: reconocer que el bienestar de otros suma al bienestar colectivo nos libera de la prisión de la envidia y nos permite participar activamente en la construcción de una sociedad más justa y solidaria. Al intentarlo, o al hacerlo, no sólo contribuimos a nuestra propia felicidad, sino también a la de todos aquellos que nos rodean.

Está claro que vivir con la angustia de la comparación constante es vivir encadenado a una de las más penosas ilusiones: la envidia es, en el fondo, un grito de impotencia ante nuestra incapacidad de aceptar y transformar nuestra propia realidad, con la cual, el envidioso evidentemente no es feliz. Superarla no sólo es un acto de sabiduría filosófica, sino un paso necesario hacia una vida moralmente digna y humanamente enriquecedora para todos. En este mundo, donde el éxito ajeno se exhibe en los anaqueles de las redes sociales constantemente, es más urgente que nunca recordarnos que la felicidad no se construye a partir de lo que le falta al otro, sino de lo que podemos aportar desde nuestra singularidad y recién ahí, y sólo ahí, podremos liberarnos del peso de la envidia y abrazar la auténtica alegría de vivir (sin joder a nadie, mientras tanto).

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo

San Juan – Argentina

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Despreciando el culto a la ignorancia

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Por: Lisandro Prieto Femenía

Para comprender cabalmente el sentido del título del presente ensayo, es preciso remontarnos al año 1985, cuando el escritor y científico Isaac Asimov alertaba sobre un fenómeno alarmante que ya se venía gestando en la sociedad, particularmente en occidente: el culto a la ignorancia. Esta denuncia de Asimov, lejos de ser una mera observación anecdótica relatada por un comentarista de noticias decadentes, se ha demostrado ser una crítica bastante acertada de las tendencias que han ido permeando en nuestra cultura, especialmente en la era de la información y la híper-conexión.

Es cierto, vivimos en un momento histórico donde la información nunca ha estado tan accesible, pero también donde la desinformación y la superficialidad del conocimiento se han propagado con una rapidez alarmante. El culto a la ignorancia, en su forma más nociva, no es simplemente la carencia de ciertos conocimientos, sino una actitud activa de desprecio hacia la experticia, la ciencia y el conocimiento profundo.

Pues bien, una de las características más inquietantes del culto a la estupidez es la tendencia a considerar que todas las opiniones tienen un mismo valor, sin importar la formación, el estudio o la experiencia detrás de ellas. La paradoja radica justamente en esto: vivimos en un mundo donde las redes sociales permiten que cualquier persona exprese su opinión, generando así una apariencia de igualdad superficial de voces que ha llevado a una visión distorsionada de la democracia.

La democracia, como sistema político, ahora es vista como un sinónimo de “todas las opiniones tienen el mismo peso”, lo cual nos ha traído a este pozo decadente desde un punto de vista moral, cultural y científico. Pues no, la democracia es otra cosa, más parecida a un espacio donde se valora la deliberación informada, el diálogo basado en hechos y la toma de decisiones fundamentadas y, particularmente, la democracia moderna, depende de la participación activa de los ciudadanos, pero esta participación no debería estar basada en la ignorancia ni en el desconocimiento de los temas fundamentales.

Los científicos, los expertos, los estudiosos en general, desempeñan un papel crucial en la construcción de una sociedad más justa y racional, contrariamente a lo que creen los patéticos terraplanistas y clientes de las constelaciones familiares del Siglo XXI. El trabajo de los especialistas no es sólo un asunto técnico, sino que tiene implicaciones profundas que repercuten en nuestra calidad de vida y en la toma de decisiones que nos afectan a todos por igual.

En este contexto, la ciencia es un producto del pensamiento crítico y de la evidencia, motivo por el cual los científicos no son infalibles, pero el proceso de investigación científica está diseñado para corregir errores, cuestionar hipótesis y construir un conocimiento que se aproxima cada vez más a la realidad, contrariamente a los aportes que podría brindar un youtuber o una señora que se llama Marta, leyendo la borra del café de la mañana. En este sentido, los expertos sí tienen un valor esencial que no debería ser ignorado: a lo largo de la historia, los avances científicos han permitido que la humanidad alcance logros impensables, desde el control de enfermedades hasta el descubrimiento de muchas leyes fundamentales del universo.

Contrariamente al pensamiento oscurantista postmoderno, la ciencia no es un conocimiento “elitista”, sino más bien una herramienta que nos permite mejorar nuestra calidad de vida y superar innumerables desafíos: desde la medicina hasta la tecnología, la ciencia está en el corazón de muchos de los avances que han transformado nuestra sociedad. Sin embargo, en estos tiempos patéticos, somos testigos de un creciente escepticismo hacia la ciencia, alimentado por una desinformación adaptada al intelecto del consumidor promedio que se difunde con extrema rapidez. Este fenómeno no sólo pone en peligro la integridad de nuestras instituciones, sino que también amenaza con nuestra capacidad para abordar tanto problemas domésticos como globales, como la violencia intrafamiliar o el cambio climático, las pandemias y las crisis políticas.

Lo precedentemente enunciado no es otra cosa que el peligro que implica la simplificación atroz del pensamiento y la innecesaria importancia que se le está dando a la nefasta «opinión popular». Es cierto, vivimos en un mundo saturado de información que no sirve para nada, más la tendencia a simplificar los problemas complejos y buscar respuestas fáciles y rápidas son parte del paquete perezoso reinante del ciudadano promedio. Las plataformas de redes sociales dan lugar a lo que podríamos llamar «opinión pública», en la cual las personas, sin la formación adecuada, se sienten habilitadas para opinar sobre temas complejos sin considerar las implicaciones de su falta de conocimiento.

Este fenómeno tan triste, se ve reflejado en el desprecio por los expertos, la promoción de teorías conspirativas delirantes y el rechazo de la evidencia científica en favor de creencias populares de muy dudosa procedencia y credibilidad. En definitiva, el culto a la ignorancia se manifiesta también en la exaltación de la institución frente al conocimiento riguroso en sí: la creencia de que la experiencia personal o la «sabiduría común» son más valiosas que el conocimiento organizado y acumulado con rigurosidad a lo largo de de los años de estudios autorizados, es una falacia peligrosa. Y sí, amigos míos, aunque sea políticamente incorrecto, hay que decirlo, la ignorancia es atrevida, y mucho más cuando es considerada una forma legítima de conocimiento, junto con las opiniones que no deberían ser tenidas en cuenta sólo por su volumen de seguidores o por el ruido que generan en los medios masivos de distracción, mal llamados «de comunicación».

Ante semejante panorama, es necesario que nos preguntemos: ¿Qué responsabilidad nos cabe como sociedad, ante la decadencia sin precedentes del conocimiento? Pues bien, se supone que en una sociedad democrática, el conocimiento debe ser respetado y protegido, y los expertos deben tener el espacio necesario para comunicar sus hallazgos y reflexiones sin temor a ser descalificados por opiniones infundadas de ignotos adictos a la estupidez. En este sentido, los ciudadanos tenemos la responsabilidad- aunque no quieran asumirla- de educarnos y buscar fuentes confiables de información, en lugar de sucumbir a la tentación de confiar en «opiniones populares» que no están fundamentadas en el conocimiento profundo de los temas.

En definitiva, el verdadero reto al que nos enfrentamos es el de crear una sociedad que deje de aplaudir el oscurantismo anticientífico y anti-racional y reconozca la importancia de los expertos en la toma de decisiones. Esto no significa que los ciudadanos deban rendirse ante el autoritarismo científico, sino que deben estar dispuestos a aprender, a cuestionar de manera crítica y a distinguir entre lo que está fundamentado en evidencia y lo que es simplemente un delirio ridículo de redes sociales. No se trata, solamente, de una cuestión intelectual o epistemológica, sino de un asunto extremadamente importante desde un punto de vista político: una sociedad mediocre, inculta, orgullosa de ser ignorante y pedante, no puede exigir tener funcionarios con un desempeño ético e intelectual superior al que ella detenta. Es injusto que en cargos de toma de decisiones científicas e industriales se encuentren pigmeos de extrema ignorancia y de muy baja capacidad intelectual para realizar un verdadero aporte al progreso de la sociedad (motivo por el cual les estamos pagando, en vano, con nuestros impuestos).

En fin, queridos lectores, creo que tenemos que apuntar hacia una sociedad informada y más crítica. El culto a la estupidez, al «se dice que», a la ignorancia, es una amenaza real para el progreso y el bienestar colectivo. La ciencia, la investigación rigurosa y la experticia son esenciales para abordar los desafíos de este presente decadente que ya tiene la forma de una «edad oscura». Es crucial que, como sociedad, aprendamos a reconocer el valor del conocimiento y a no permitir que las opiniones ridículas sin fundamento eclipsen las voces de quienes sí han dedicado sus vidas a estudiar y a comprender el mundo. Solo a través del respeto al conocimiento exhaustivo, podemos avanzar de manera responsable hacia un futuro menos idiota, más justo y equitativo, en el cual los que más saben no tengan vergüenza de hablar ni pudor para aportar soluciones a lo que más abunda, a saber, problemas que requieren una urgente solución.

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