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“Ame a sus hijos, no críe imbéciles”- Lisandro Prieto Femenía

“No puede haber una revelación más intensa del alma de una sociedad que la forma en que se trata a sus niños”
Nelson Mandela
En un mundo atravesado por la perversa idea de que “sobra gente” en este planeta junto con la irracional decisión de considerar a los hijos como un estorbo en el camino del “progreso” y del “éxito” personal, quisiéramos detenernos un segundo a reflexionar acerca del amor auténtico hacia los hijos, entendido como una experiencia humana que ya no es, pero sí ha sido objeto de reflexión en diversas disciplinas, principalmente la filosofía, la psicología e incluso la tan bastardeada teología. Es evidente que este tipo de amor se caracteriza, cuando es sano, por su profundidad, incondicionalidad y por ser el motor fundamental en la formación de todos los individuos.
En la historia de la filosofía occidental, el amor ha sido considerado un principio fundamental que ha permitido guiar las relaciones humanas hacia la búsqueda de un sentido auténtico, que ni la materialidad, la riqueza, el supuesto éxito individual e incluso la fama pueden brindar. Aristóteles (384 a.C.–322 a.C.), en su obra “Ética a Nicómaco” describió el amor como una virtud que se desarrolla en la amistad, y argumenta que el amor a los hijos es una forma muy peculiar de amistad, en la que el bienestar del descendiente es visto como un fin en sí mismo. Esta relación se basa principalmente en una reciprocidad natural, que refleja el ideal de la “philia”, es decir, una forma de amor que busca siempre el bien del otro como si fuera propio: un padre o una madre, que no sea capaz de alegrarse por la felicidad de un hijo, ya sea por mezquindad o por estupidez, no es digno de ser considerado como tal, puesto que, al fin y al cabo, el objetivo de todos los que somos papás no es que nuestros hijos ganen siete balones de oro, sino que sean felices con lo que sea que hayan decidido hacer.
«Los padres aman a sus hijos como parte de ellos mismos, mientras que los hijos aman a sus padres como el origen de su ser» (Ética a Nicómaco, VIII.12, 1161b)
Por su parte, el filósofo Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), en su obra “Emilio” o “De la educación” (1762), enfatiza puntualmente en la importancia del amor y la libertad en el proceso educativo de los hijos. Para él, el amor paternal debe guiar la educación, no imponiendo con autoridad violenta, sino permitiendo que el niño desarrolle sus propias capacidades y juicio crítico. Al sostener que “el amor a los hijos no consiste en hacer todo por ellos, sino en prepararlos para que ellos mismos puedan enfrentarse al mundo (Emilio o De la educación, Libro I)., subraya la necesidad de equilibrar el amor con la autonomía, promoviendo una crianza que respete las capacidades del niño sin ahogarlas en el conformismo constante de satisfacer todas sus necesidades y caprichos: a veces, saber decir “No”, es una de las decisiones de formación en la autosuficiencia más importantes que un niño puede recibir.
Desde un punto de vista psicológico, el amor a los hijos ha sido estudiado como un vínculo esencial para el desarrollo psíquico y emocional de los infantes. Particularmente sobre este asunto, el psicoanalista británico Donald Winnicott (1896-1971) introdujo el concepto de la “madre suficientemente buena”, donde el amor y el cuidado que un padre ofrece permiten que el niño desarrolle una sensación de seguridad plena y de confianza en el mundo que lo rodea. Según Winnicott, “es en la relación amorosa y estable con la madre o el cuidador primario, que el niño aprende a sentirse real y a confiar en su entorno” (The Child, the Family, and the Outside World, 1964). No nos queda la menor duda que este vínculo, cuando no es enfermizo y no está atravesado por la violencia y la mediocridad, no sólo es fundamental para el desarrollo del niño, sino que también influye en la capacidad del sujeto para formar relaciones saludables posteriormente, en su vida adulta. Por supuesto, existen adultos rotos, que han sido criados con amor y cariño, pero generalmente la regla se da a la inversa: no es casual que veamos un aumento significativo y sistemático de episodios violentos, cada vez más procaces, en niños, adolescentes, jóvenes y adultos si apreciamos que la constante presente en la mayoría de las crianzas es la desatención, la educación en valores detestables y la crianza que disfraza malcriados con el velo del apego y consentimiento a caprichos permanentemente.
Ya desde una consideración puntualmente teológica, debemos recordar que en la tradición occidental (judeo-cristiana) el amor de los padres hacia sus hijos es visto directamente como una extensión del amor divino. En sus “Confesiones” (398 d.C.) San Agustín de Hipona reflexionó sobre el amor como un don de Dios que se manifiesta en las relaciones humanas, puesto que “nadie ama verdaderamente si no ama a Dios, y ese amor se refleja en el amor a los demás, comenzando por los más cercanos, como los hijos” (Confesiones, XIII.9). Entendido de esta manera, el amor filial se convierte en un acto de responsabilidad y cuidado que imita y participa la idea de sumo bien, o del creador y sustentador, a saber, la idea de Dios. Como podrán apreciar, desde esta perspectiva teológica, el amor a los hijos no es simplemente una responsabilidad natural, sino lisa y llanamente un camino de santificación: se trata de un vínculo totalmente sagrado que invita a los padres a participar en el amor de un creador y a reflejar su amor en la vida cotidiana. Este amor, que es al mismo tiempo sacrificial y generador, no solo nutre a los hijos en su crecimiento físico y emocional, sino que también los acompaña en su desarrollo espiritual. El reconocimiento de la sacralidad del vínculo entre padres e hijos ofrece una visión más profunda del amor filial, que va más allá de las mera obligaciones materiales y se convierte en una forma de participación con la trascendencia: este amor, cuando se vive plenamente, no sólo fortalece la relación familiar, sino que también contribuye al crecimiento espiritual de todos los miembros de la familia, conduciéndolos hacia un modelo de vida en el que “estar juntos” es un bastión en medio de la batalla permanente de un mundo que nos invita a la soledad permanente como “método” en la búsqueda del “éxito” individual.
«El amor a los hijos, cuando es verdadero, es un reflejo del amor que Dios tiene por nosotros, un amor que no busca lo suyo, sino el bien del otro» (Confesiones, XIII.9).
Basta ya de tanta reflexión bonita y procedamos apresuradamente a preguntarnos lo siguiente: ¿Qué sentido tiene, cuál es la intención, para qué se le entrega, a un infante, un dispositivo móvil? Pues bien amigos míos, el acto de entregar este narcótico de dopamina a un niño se sustenta en la necesidad de muchísimos padres de mantenerlo entretenido para así no proveer del insumo fundamental de la interacción humana. En lugar de dedicar tiempo a formarlo, a dialogar o simplemente estar presentes y atentos con el niño, muchos recurren a la tecnología como una manera rápida y fácil de “calmar” la inquietud infantil. Este comportamiento puede ser interpretado como una clara señal de desinterés en las experiencias y necesidades reales del infante, dejando de lado la oportunidad de desarrollar un vínculo mucho más profundo y significativo.
Este problema es global y responde, en términos psicológicos, a la falta de interacción significativa entre padres e hijos que termina mostrando consecuencias a corto y largo plazo en el desarrollo emocional, intelectual y social del niño. En este sentido, el psicólogo John Bowlby (1907-1990), en su “teoría del apego”, hace hincapié en la importancia de la presencia y la atención de los padres para el desarrollo de un apego seguro, que es esencial para la salud emocional del infante. El uso excesivo, e innecesario, del dispositivo móvil puede interrumpir este proceso, creando una distancia emocional que lleva directamente a problemas de confianza y seguridad del sujeto a lo largo de su vida.
«La disponibilidad de una figura de apego que sea sensible y responsiva a las necesidades de un niño proporciona la base para el desarrollo de la seguridad y la confianza en uno mismo» (Attachment and Loss, 1982, p. 201).
Retornando a Rousseau, en la obra precitada, advierte de los peligros que acarrea delegar la responsabilidad parental en terceros o, peor, en objetos. Aunque en su tiempo esto se refería más bien a la delegación en criados o tutores, la idea puede tranquilamente extrapolarse a la actualidad, donde el teléfono celular se termina convirtiendo en un “tutor digital” nefasto. Recordemos que para Rousseau es fundamental una educación que esté directamente ligada al amor y a la atención personal, donde el padre o la madre sean los principales responsables de guiar al niño en su desarrollo: al entregar un dispositivo en lugar de interactuar como seres humanos normales, los padres están, en cierto modo, renunciando a su papel activo en la educación y el desarrollo de la personita que decidieron traer al mundo.
Como podrán apreciar, caros lectores, el problema del desinterés colisiona con el beneficio del amor auténtico de la crianza responsable ya que, en el acto mismo de la entrega del móvil se está abriendo la puerta a problemas de atención, dificultades para establecer vínculos sociales normales y cordiales y, lo que es peor, se está creando una adicción temprana a la tecnología. Además, el niño, que no es estúpido por naturaleza, sino que es idiotizado por su entorno, se puede dar cuenta o puede internalizar la idea de que su presencia es una molestia, lo cual puede afectar seriamente su autoestima y la percepción de su valor en la relación con sus padres en la niñez, pero con el mundo en su adultez: después se burlan y se asombran cuando los llaman “generación de cristal”, ¿por qué será, no?
Complementariamente a esto, el filósofo Martin Buber (1878-1965), en su obra “Yo y tú” (1923), destacó la importancia del encuentro genuino entre dos personas, lo que él llama la relación “Yo-Tú”, en contraste con la relación “Yo-Eso”, donde el otro es visto como objeto (ente-útil), objeto o herramienta. Al tratar al niño como un problema a ser resuelto mediante la tecnología, se establece una relación fría y triste de esclavitud “Yo-Eso”, donde el niño no es visto como un ser humano en sí, con necesidades y emociones propias, sino como un obstáculo a ser gestionado por sujetos patéticos que tienen hijos y no saben para qué los tienen. Este tipo de dinámicas personales, propiamente en la paternidad, erosiona la calidad de la relación y priva al niño de la experiencia de ser reconocido plenamente como una persona con la cual vale la pena pasar el tiempo.
«Cuando alguien ve a un ser como un Tú, no lo ve como un objeto, ni siquiera como un punto en el espacio y el tiempo. En la relación Yo-Tú, ambos se ven involucrados en su totalidad y no son solo ‘cosas’ una para la otra» (Yo y Tú, 1923, p. 32).
En fin, la tendencia de utilizar dispositivos como herramienta para “callar” a los niños es un reflejo de un problema mucho más profundo que venimos metiendo debajo de la alfombra hace demasiado tiempo: desinterés y desconexión emocional en un vínculo concreto que necesita, para sobrevivir, interés y conexión total. La humanidad no llegó al siglo XXI ignorando por completo a los niños, o consintiendolos con chorradas intrascendentes que les queman la cabeza, no: es fundamental que quienes decidieron traer gente al mundo reflexionen sobre las implicaciones de este comportamiento y se esfuercen por cultivar una relación más cercana, basada en la atención, la escucha y el amor incondicional que nunca falla, traducido en el tiempo, que es sagrado por ser tan escaso, y la presencia compartida que no sólo enriquece la relación padres-hijos, sino que también son la esencia del desarrollo saludable y equilibrado del niño en todos los aspectos de su vida.
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¿Cómo están desdibujando la sensibilidad de nuestros niños?- Lisandro Prieto Femenía

«La simulación no es lo que enmascara la realidad – la enmascara. La simulación suplanta a lo real mismo.»
Baudrillard, Simulacros y simulación ,1981, p. 1
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto extremadamente urgente en nuestro presente, a saber, la destrucción sistemática y deliberada de la sensibilidad infantil. Bien sabemos que la infancia es una etapa fundacional de la experiencia humana, pero hoy se encuentra inmersa en un océano digital que, paradójicamente, amenaza con anestesiar su capacidad de asombro y conexión con el mundo real. Plataformas como YouTube y diversos juegos online, diseñados con una astuta ingeniería de la atención, generan en los infantes una adicción voraz, un secuestro de su foco cognitivo que los aísla progresivamente de la riqueza sensorial y emocional de su entorno inmediato. Esta inmersión constante en estímulos virtuales, a menudo carentes de la complejidad y el matiz de la realidad, erosiona su sensibilidad, embotando su capacidad de empatía y su percepción de las sutilezas del mundo que los rodea.
No debemos caer en la ingenuidad de pensar que esta problemática es una mera consecuencia del avance de la tecnología, sino que, como señala el filósofo Byung-Chul Han en su análisis de la sociedad del cansancio, vivimos en una “sociedad del rendimiento”, donde la hiperestimulación y la gratificación inmediata se erigen como valores supremos. Esta lógica se infiltra fácilmente en el diseño de los contenidos digitales dirigidos a la infancia, priorizando la adicción por sobre el desarrollo integral. También, tal y como advierte Sherry Turkle en su obra “Alone together”, la tecnología promete conexión mientras que al mismo tiempo conduce al aislamiento y a una disminución de la capacidad para la intimidad y la comprensión emocional profunda. Concretamente, Turkle sostiene que “hemos creado redes digitales que nos hacen sentir que estamos juntos, pero que en realidad nos están separando” (op. cit. 2011, p.18), indicando con ello que es preciso analizar con atención la desconexión de los seres humanos en general, pero los niños en particular, con su entorno real.
La potencia adictiva de estos entornos virtuales radica justamente en su capacidad para liberar dopamina de manera constante y predecible, generando así un circuito de recompensa que atrapa la joven mente en un ciclo de búsqueda incesante de nuevas notificaciones, niveles superados o videos sugeridos. Esta dinámica, como explica el neurocientífico Michel Desmurget en su obra titulada “La fábrica de cretinos digitales”, tiene consecuencias directas en el desarrollo cerebral infantil, afectando la atención, la memoria, el lenguaje y las funciones ejecutivas. En este contexto, la sobreexposición a las pantallas, según Desmurget, no sólo no enriquece cognitivamente a los niños, sino que empobrece sus capacidades intelectuales y emocionales: “El cerebro de un niño no es el de un adulto en miniatura, y su extrema plasticidad lo hace particularmente vulnerable a las influencias del entorno, incluidas las pantallas” (op. cit. 2020, p. 78), remarcando con ello que la vulnerabilidad de las estructuras cerebrales en desarrollo se acentúa ante la invasión de estímulos digitales diseñados para la captación adictiva.
Incluso si nos remontamos a los padres del pensamiento occidental, como Platón en su diálogo “La República”, ya advertía sobre los peligros de una educación que no cultiva adecuadamente la sensibilidad y la razón. Aunque en un contexto totalmente diferente, la preocupación de Platón por la influencia de las narrativas y los estímulos en la formación del carácter resuena con la actual problemática de la exposición infantil a contenidos digitales no supervisados.
Puntualmente, Platón argumentaba que “la educación musical es la más poderosa, porque el ritmo y la armonía encuentran su camino hacia el interior del alma y se apoderan de ella con la mayor fuerza, trayendo consigo la gracia y haciendo grácil el alma de aquel que ha sido educado” (Platón, La República, 401d-e). Si extrapolamos esta idea, podemos reflexionar sobre cómo la cacofonía de estímulos superficiales y la falta de armonía en los contenidos digitales pueden estar moldeando las almas jóvenes de manera poco grácil, achatando su capacidad de resonancia emocional profunda.
Filosóficamente hablando, también es fundamental establecer aquí el problema que se suscita ante la urgente necesidad de distinguir entre lo real y lo virtual desde la infancia. La reflexión sobre la naturaleza de la realidad y su distinción de la virtualidad es una debate filosófico que se remonta a los orígenes del pensamiento occidental. Pues bien, para la infancia actual, sumergida en mundos digitales cada vez más adictivos y seductores, esta distinción adquiere una necesidad de urgencia sin precedentes. La facilidad con la que los niños pueden transitar entre la inmediatez tangible de su entorno físico y la abstracción interactiva de las pantallas plantea interrogantes cruciales sobre su capacidad para discernir la naturaleza ontológica de cada uno y las implicaciones de esta confusión en su desarrollo sensible y cognitivo.
Recordemos brevemente a un clásico como Descartes, quien se planteó la cuestión de la certeza del mundo exterior y la posibilidad de la ilusión sensorial: su famoso “Cogito, ergo sum” (“Pienso, luego existo”) establecía una base de certeza en la conciencia individual, pero abría la puerta a la duda sobre la realidad del mundo percibido a través de los sentidos. Pues bien, en el contexto actual esta duda se traslada a la experiencia virtual: ¿son las emociones experimentadas en videojuegos tan “reales” como las sentidas en una interacción cara a cara? ¿Son las consecuencias de las acciones en un mundo virtual tan significativas como las que tienen lugar en el mundo físico? Como siempre les dije a mis alumnos: a diferencia del Mario Bros, aquí se muere una sola vez y se vive una sola vez y, cuando la barra de salud decae, duele de verdad.
La filosofía nos invita a analizar críticamente la naturaleza de la experiencia en ambos dominios. La realidad, en su sentido más fundamental, se caracteriza por su tangibilidad, su resistencia a nuestra voluntad individual y sus consecuencias físicas y emocionales directas en nuestro ser y en el de los demás. Implica también la complejidad de las interacciones humanas no mediadas, la riqueza de los estímulos sensoriales que van más allá de lo visual y auditivo, y la necesidad de navegar por un mundo que no siempre se adapta a nuestros deseos y caprichos.
En contraste, la virtualidad, si bien genera experiencias intensas, es una construcción mediada por la tecnología. Sus reglas, sus límites y sus consecuencias son definidos por programadores y diseñadores con indicaciones muy claras. Aunque la inmersión puede ser profunda, existe una capa subyacente de artificialidad, una desconexión con las leyes físicas y las contingencias propias del mundo real. La gratificación instantánea, la posibilidad de reiniciar o deshacer errores, y la ausencia de las complejas señales no verbales de la comunicación humana terminan generando una percepción distorsionada de la causalidad, la responsabilidad y la empatía.
La confusión entre lo real y lo virtual en la infancia también tiene consecuencias significativas en el desarrollo social. La sobrevaloración de las interacciones virtuales en detrimento de las reales nos ha llevado a una disminución de las habilidades comunitarias, una dificultad para interpretar las emociones ajenas en contextos no mediados y una menor capacidad para afrontar la frustración y la complejidad de las relaciones interpersonales en el mundo en el que viven personas de carne y hueso. Por ello, es fundamental que desde una perspectiva filosófica y pedagógica, ayudemos a los niños a construir una comprensión sólida y diferenciada de ambos dominios, fomentando un equilibrio saludable entre la inmersión en el mundo digital y su conexión activa y sensible con la realidad que los rodea. Esta distinción no es sólo un ejercicio intelectual, sino que se trata de una necesidad crucial para preservar su capacidad de asombro, su empatía y su pleno desarrollo como seres humanos en un mundo cada vez más mediatizado por la tecnología.
Dicho todo esto, ha llegado el momento de señalar culpables y de analizar la omisión cómplice de familias y sistemas educativos. La responsabilidad de la precitada creciente insensibilización infantil no puede recaer únicamente en la idílica omnipresencia de la tecnología en nuestras vidas. Por ello, es imperativo dirigir una crítica severa hacia el rol de lo que queda de lo que antes llamábamos “familia” y los sistemas educativos, ambos cómplices silenciosos, ya sea por ignorancia, negligencia o por la internalización acrítica de los “beneficios” de la digitalización temprana.
Muchas familias, presionadas por las demandas laborales y la falta de tiempo, encuentran en las pantallas un recurso fácil para mantener a los niños “entretenidos”, sin dimensionar las consecuencias a largo plazo de esta delegación de la crianza a algoritmos y contenidos audiovisuales diseñados para la captación y el consumo. Esta delegación de responsabilidades, como argumenta el pedagogo Francesco Tonucci en su obra “Con ojos de niño” (2016), priva a los niños de experiencias vitales fundamentales para el desarrollo, a saber: el juego libre, la exploración del entorno natural, la interacción social sin mediaciones tecnológicas, el aburrimiento creativo que impulsa siempre a la imaginación. En sus palabras, “el niño necesita tocar, oler, probar, correr, caerse, lastimarse, levantarse. Necesita la experiencia directa para construir un pensamiento” (Tonucci, 2016). Con ello, y en pocas palabras, el autor nos está recordando la esencialidad de la experiencia sensorial directa en la construcción de un psiquismo sano y sensible.
Por otro lado, los sistemas educativos, atrapados en los curros de la retórica de la “innovación” y la “integración tecnológica”, no han sabido discernir críticamente entre el uso pedagógico significativo de las herramientas digitales y la mera incorporación acrítica de pantallas en el aula. En muchos casos, se prioriza la alfabetización digital instrumental por encima del cultivo de la sensibilidad, la reflexión crítica y la conexión con el mundo real. En su obra titulada “Tecnópolis”, Neil Postman señala que la adoración ciega y bruta a la tecnología puede llevarnos a una situación donde “la tecnología no es un mero instrumento, sino que se convierte en un ambiente total que moldea nuestra forma de pensar, sentir y actuar” (Postman, 1992, p. 49). Pues bien, esta advertencia nos viene al pelo para señalar la facilidad con la que los entornos digitales están moldeando la percepción y la sensibilidad de los niños.
Volviendo a los clásicos, el filósofo Jean-Jacques Rousseau, en su obra “Emilio o De la educación”, ya abogaba por una educación que siguiera el ritmo de la naturaleza del niño y que lo mantuviera alejado de las influencias corruptoras de la sociedad artificial. Si bien su contexto era pre-digital, su énfasis en la importancia de la experiencia directa y el desarrollo de los sentidos como base del conocimiento resuena con la necesidad de proteger a la infancia de una inmersión prematura y acrítica en el mundo virtual. Rousseau sostuvo que “la educación del hombre comienza al nacer; antes de hablar, antes de entender, ya se instruye” (Rousseau, 1762, p. 37), remarcando con ello la importancia que tienen las primeras experiencias sensoriales, no con una pantalla, en la formación del individuo.
A esta altura, no alcanza con señalar la problemática y sus claros responsables. Es crucial, para concluir esta reflexión, abrir interrogantes que nos impulsen a la acción y a la búsqueda de alternativas. ¿Cómo podemos reeducar la mirada de las familias y los educadores para que prioricen el desarrollo integral de la infancia por encima de la comodidad de la pantalla? ¿Qué estrategias pedagógicas pueden contrarrestar la fuerza adictiva de los entornos virtuales y fomentar en los pequeños alumnos una conexión profunda y significativa con su entorno sensible? ¿Cómo podemos diseñar tecnologías y contenidos digitales que promuevan la curiosidad genuina, la creatividad y la empatía en lugar de la pasividad, la violencia y la insensibilización?
Las respuestas a estas preguntas no son sencillas y requieren de un abordaje multidisciplinar que involucre filósofos, pedagogos, psicólogos, neurocientíficos, diseñadores de tecnología, programadores y, fundamentalmente, a las propias familias y a los niños. Es imperativo repensar nuestro modelo de sociedad, donde la lógica de mercado y la híper-estimulación no sacrifiquen la riqueza de la experiencia infantil y la capacidad de asombro ante la belleza y la complejidad del mundo real.
La insensibilización intencional de la infancia no es solo un problema individual, sino una crisis social global que exige una reflexión profunda y una acción colectiva urgente. Como sentenció el poeta T.S. Eliot, “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en la información? (Eliot, T. S., El Roque. Faber and Faber, 1934, p. 96). Esta pregunta debe interpelarnos directamente con el tipo de “información” y “conocimiento” que estamos transmitiendo a nuestros hijos a través de las pantallas y si realmente estamos cultivando la sabiduría y la sensibilidad que necesitan para florecer como seres humanos no idiotas. La pregunta final que debemos hacernos es: ¿qué tipo de seres humanos estamos permitiendo que se desarrollen en esta vorágine digital y qué futuro estamos construyendo para ellos y con ellos?
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
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León XIV: entre la herencia y la esperanza

«Con la gracia de Dios y la fuerza del Espíritu, deseo caminar en las huellas de Pedro, sirviendo a la Iglesia con amor y dedicación, recordando especialmente a los más pobres y continuando el camino trazado por el Papa Francisco.» León XIV
La elección de un nuevo Sumo Pontífice constituye un kairos, es decir, un tiempo de gracia y discernimiento para la Iglesia Católica. No sólo representa la sucesión apostólica del Pedro, fundamento de la unidad y la misión eclesial (cf. Mateo 16:18-19; “Lumen Gentium”, n. 20), sino que también inaugura una nueva etapa marcada por la singularidad del nuevo pastor y sus respuestas a los desafíos de nuestra época. En este contexto, la elección del cardenal estadounidense Robert Francis Prevost, quien ha tomado el nombre de León XIV, invita a una profunda reflexión filosófica y teológica.
El ministerio de León XIV se inscribe en un presente eclesial complejo, marcado por la herencia de pontificados recientes y la urgencia de responder a problemáticas multifacéticas. La secularización creciente, diagnosticada por autores como Charles Taylor como una transformación profunda de las condiciones de la creencia religiosa (A secular age, 2007), la persistencia de crisis de fe y de confianza derivadas, en parte, de los escándalos de abusos, los apremiantes desafíos de justicia social y ambiental, articulados con fuerza en la encíclica “Laudato Sí” del Papa Francisco (2015), así como la necesidad de profundizar el diálogo interreligioso y ecuménico, configuran un panorama desafiante. La tradición teológica que sustenta el papado, desde la reflexión patrística sobre el mumus petrinum (la tarea de Pedro) hasta la rica doctrina conciliar del siglo XX, ofrece un marco fundamental para que podamos comprender la magnitud de esta nueva misión (cf. John O’Malley, What happened at Vatican II, 2008).
Para comprender la impronta que León XIV podría imprimir en su ministerio, es crucial dirigir la mirada a su trayectoria previa: su servicio como obispo de Chiclayo, Perú, desde 2001 hasta 2014, revela un pastor comprometido con la realidad de su Iglesia local. Según un análisis de Vida Nueva Digital (2014), durante su episcopado en Chiclayo, Mons. Prevost demostró una sensibilidad particular hacia las problemáticas sociales, impulsando iniciativas en favor de los más vulnerables y abogando por la dignidad humana. Esta experiencia en una Iglesia periférica, confrontada con la pobreza y la desigualdad, podría haber marcado profundamente su perspectiva sobre su misión social de la Iglesia.
Posteriormente, su nombramiento como Prefecto del Dicasterio para los Obispos en el año 2023 le brindó una visión panorámica de la Iglesia universal y de los desafíos inherentes al gobierno pastoral. Al respecto, el teólogo Kurt Koch, actual Prefecto del Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, ha señalado en diversas entrevistas la importancia que tiene la colegialidad episcopal y la necesidad de un discernimiento cuidadoso en la selección de obispos que sean verdaderos pastores según el corazón de Cristo (cf. Servizio Informazione Religiosa, 2023). Pues bien, la participación de León XIV en este proceso podría también sugerirnos una comprensión de la crucial tarea de fortalecer el liderazgo pastoral en las Iglesias particulares.
Ahora bien, desde una óptica filosófico-teológica, la trayectoria y las experiencias de León XIV podrían traducirse en un enfoque particular para su pontificado. Su compromiso previo con la justicia social resuena con la teología de la liberación, que enfatiza la opción preferencial por los pobres y la transformación de las estructuras injustas (cf. Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación, 1971). Su experiencia en el Discasterio para los Obispos podría fortalecer su visión sobre la colegialidad y la sinodalidad, temas centrales en el debate eclesial actual y promovidos con insistencia por el Papa Francisco (cf. Evangelii Gaudium, n. 16). Al respecto, el teólogo Ormond Rush (2018) en The vision of Vatican II: Its fundamental principles, subraya cómo la sinodalidad no es sólo un método, sino una dimensión constitutiva de la Iglesia.
Como habrán podido notar, el pontificado de León XIV se erige en un contexto de desafíos apremiantes. Como mencionamos al pasar recientemente, la crisis de credibilidad derivada de los escándalos requiere respuestas contundentes y medidas efectivas para la sanación de las víctimas y la prevención de futuros casos (cf. Vos estis lux mundi, 2019), En segundo lugar, la polarización interna dentro de la Iglesia, con diferentes sensibilidades teológicas y pastorales, exige un liderazgo capaz de fomentar la unidad en la diversidad (cf. Massimo Faggioli, Catholicism and citizenship; Political Cultures of the Church in the XXI Century, 2017). En tercer lugar, el diálogo con el mundo contemporáneo, marcado por el pluralismo religioso y la indiferencia, requiere una nueva evangelización que sea relevante y atractiva (cf. Aoarecida Document, 2007). Finalmente, la reforma de la Curia Romana, iniciada por sus predecesores, demanda continuidad y discernimiento para hacerla más eficiente y al servicio de la misión de la Iglesia (cf. Praedicate Evangelium, 2022).
El liderazgo eclesial en nuestro siglo se desenvuelve en un escenario globalizado y complejo, marcado por la rapidez de las comunicaciones, la pluralidad de cosmovisiones y la interconexión de los desafíos. El papado, en este contexto, enfrenta desafíos específicos que van más allá de la administración interna de la Iglesia. Autores como Timothy Radcliffe (2005) en su obra titulada What is the point of being a Christian? Enfatizan en la necesidad de un liderazgo que sea profético, capaz de escuchar las voces del mundo y discernir los signos de los tiempos a la luz del Evangelio, es decir, un liderazgo que promueva la comunión y la participación, superando las divisiones y fomentando la corresponsabilidad de todos los bautizados.
Uno de los desafíos más apremiantes para el liderazgo papal en la actualidad es navegar por los conflictos geopolíticos y sus implicaciones humanitarias y religiosas. La persistente y trágica situación en Tierra Santa, con el bombardeo incesante del territorio palestino donde conviven comunidades cristianas y musulmanas, representa un desafío pastoral y ético de enorme magnitud. La Iglesia Católica, con su larga tradición de búsqueda de la paz y la justicia (cf. Pacem in Terris, Juan XXIII, 1963), tiene la responsabilidad de alzar su voz en defensa de los derechos humanos, el cese de la violencia y la promoción de una solución justa y duradera en la región.
El impacto de estos conflictos en las comunidades cristianas locales es particularmente doloroso. Como señala el Patriarca Latino de Jerusalén, Pierbattista Pizzaballa, en repetidas declaraciones, las comunidades cristianas en Tierra Santa se ven directamente afectadas por la violencia, la inseguridad y la falta de perspectivas. Pues bien, el liderazgo papal debe ofrecer consuelo y solidaridad a estas comunidades, abogar por su protección y garantizar que sus voces sean escuchadas en la escena internacional. Esto requiere un delicado equilibrio diplomático y una firmeza profética al condenar la violencia indiscriminada y abogar por el respeto del derecho internacional y los derechos humanos fundamentales.
Además de la situación en Tierra Santa, su papado debe abordar otros desafíos globales como la crisis climática, la creciente desigualdad económica, las migraciones forzadas y la defensa de la dignidad humana en todas sus etapas. Estos desafíos exigen un liderazgo moral claro y una capacidad de diálogo con líderes políticos, religiosos y la sociedad civil en su conjunto. El Papa León XIV, como sucesor de Pedro, está llamado a ser un faro de esperanza y un constructor de puentes en un planeta cada vez más devastado por la avaricia y la crueldad. Su capacidad de integrar la rica tradición teológica de la Iglesia con una comprensión profunda de los desafíos contemporáneos precitados será, entonces, crucial para su pontificado.
En fin, queridos lectores, el pontificado que hoy inicia León XIV se sitúa en la encrucijada entre una rica herencia teológica y los apremiantes desafíos del presente. Su trayectoria, marcada por el compromiso social y la experiencia en la guía del episcopado, junto con la reflexión sobre las posibles perspectivas filosófico-teológicas que informarán su ministerio, nos invitan a tener una esperanza activa. La responsabilidad de los fieles reside ahora en acompañar con la oración, la reflexión crítica y la colaboración en este nuevo capitulo en la historia de la Iglesia Católica, confiando en la guía del Espíritu Santo que obra a través de su Vicario en la tierra.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
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Nacionales
Analistas critican a El Faro por favorecer a pandillas y desacreditar avances en seguridad

Los analistas Francisco Góchez y René Martínez cuestionaron duramente una reciente publicación del periódico digital El Faro, la cual expone presuntos vínculos entre el Gobierno y estructuras pandilleriles. Ambos expertos coincidieron en que el reportaje busca desacreditar los avances en materia de seguridad pública y perpetuar una narrativa centrada en los victimarios, dejando de lado a las víctimas de la violencia.
“El reportaje de El Faro, además de ser perverso y pervertidor, forma parte de su permanente narrativa de los victimarios, una narrativa que minimiza sus asesinatos e invisibiliza a las víctimas”, afirmó Martínez, quien también es sociólogo y docente. En su opinión, la publicación intenta restar valor a los resultados del Plan Control Territorial (PCT) y del Régimen de Excepción implementado desde marzo de 2022.
Martínez también atribuyó intenciones políticas y económicas al medio digital: “Buscan generar ingobernabilidad en el país y dañar la imagen del presidente. En el fondo, quieren hacer creer que los tiempos de criminalidad eran mejores y que la paz social lograda no vale nada”.

Analista René Martínez
El Faro ha publicado una serie de reportajes en los que, según sus fuentes, funcionarios del actual gobierno habrían sostenido pactos similares a los que en su momento se atribuyeron a los partidos ARENA y FMLN, lo que ha generado diversas reacciones tanto a nivel político como en la opinión pública.
Por su parte, Góchez sostuvo que los periodistas del medio buscan restar legitimidad a los logros del Gobierno en seguridad, pese a que El Salvador es actualmente considerado uno de los países más seguros del hemisferio occidental. “No solo minimiza el esfuerzo de la Policía Nacional Civil y de todas las instituciones involucradas, sino que, más grave aún, parece anteponer los intereses de estructuras criminales al sufrimiento histórico del pueblo”, expresó.
Según datos oficiales, el régimen de excepción ha permitido la captura de más de 85,900 presuntos pandilleros y ha sido prorrogado en 38 ocasiones. Las autoridades sostienen que esta medida ha sido clave en la reducción sostenida de los homicidios y otros delitos.

Analista Francisco Góchez