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Christian Guevara: “El Salvador debe de apostar por nuevas industrias después de esta crisis”

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El efecto que está teniendo el COVID-19 sobre la economía mundial no tiene precedentes. Después de los miles de infectados y personas fallecidas, lo otro que lamentaremos por largo tiempo serán los millones de empleos perdidos, emprendimientos cerrados y empresas en la quiebra.

 En El Salvador, el impacto será el equivalente a los primeros años de la Guerra Civil de los 80, cuando se destruyó toda la infraestructura productiva del país. Y en el mundo, según el BID, la catástrofe podría alcanzar a la Gran Depresión del siglo pasado. Así de severo.

Pero no todo está perdido, y aunque el escenario pareciera ser apocalíptico, se han presentado muchas oportunidades por las crisis del Coronovarius que debemos de aprovecharlas como país:

– La repentina “tecnologización” de miles de empresas.

– La consolidación de las redes sociales como fuente primaria de información.

– La asunción del “comercio electrónico” como principal canal de venta.

– La apuesta por nuevas industrias y mejores empleos.

El coronavirus ha tenido más éxito obligando a tecnificarse a miles de empresas que se resistían en hacerlo. Muchas de esas empresas no van a sobrevivir a la crisis, porque se negaron a adoptar la Cultura Digital cuando tuvieron tiempo de hacerlo, y muchas de las empresas que creyeron en adoptar herramientas tecnológicas van a sobrevivir y, posiblemente, mejor adaptadas a un entorno más adverso, van a tener oportunidades de consolidarse y crecer.

Durante más de 10 años prediqué sobre la importancia del Comercio Electrónico y lo que escuché fueron muchísimas excusas para no hacerlo: que la logística, que no habían suficiente mercado con tarjeta de crédito, que al salvadoreño le gusta ver lo que compra. Si esas empresas hubieran emprendido el comercio electrónico hace un par de años al menos, muchas de ellas hubieran logrado mantener operaciones durante estos días. Pero no lo hicieron. Y ahora lo que hay es muchos locales con rentas altísimas cerradas, personal encerrado en sus casas pero desembolsando planillas.

Ahí está el almacén más grande y reconocido del país tratando de repartir en línea. Pero no dan abasto y lo que tienen ahora son miles de clientes insatisfechos. Hace años ese almacén tuvo que haber cambiado su estrategia de estar manteniendo sucursales en toda la región, en lujosos centros comerciales, a tratar de ser el Amazon regional. Aún es tiempo.

Cuántos call center pudieron tener un verdadero plan de contigencia con trabajo remoto desde la casa pero se opusieron, porque su plan para toda la vida fue el de tener personal marcando tarjeta.

Otra oportunidad es que por fin podemos dejar la reunionitis atrás. Cuántas llegadas tardes, horas perdidas en el tráfico, galones de gasolina quemados, todo porque no podemos bajar una app de video conferencias.

Zoom reportó que ha pasado de tener 10 millones de reuniones simultáneas en diciembre y 100 días después ha llegado a 200 millones. Es decir, durante el año pudimos haber evitado esto, especialmente la Cultura Gubernamental que hemos heredado, tan dada a desperdiciar el tiempo en burocracias. Hay que apostar por desperdiciar miles de horas hombre en el bus o en el carro y transformarlas en horas productivas.

Y, finalmente, hay que apostar por nuevas industrias o reconvertir algunas de las que hay. Este país heredó una mentalidad del “salvadoreño trabajador” destinado a trabajar en maquilas. Este es un modelo que sólo beneficia a unos pocos, en la práctica ese trabajo no es nada más que largas horas con esfuerzos físicos agotadores y malas pagas. Esa «cultura de maquila» podría ser positiva y tener un impacto considerable si apostamos por tener granjas de creación de apps, de productos de desarrollo web, de atención en línea, etc.

Las posibilidades son ilimitadas. Por ejemplo, porqué seguir apostando por el café después de un siglo haciendo lo mismo, cuando ya el mercado internacional no es favorable para nuestros cultivos. Seguimos viviendo de viejas glorias cuando podemos apostar por nuevos cultivos que están dejando millones de dólares en ganancia: como la Cannabis para uso medicinal.

El mercado mundial del Cannabis Medicina tendrá un valor en 2025 de 75 mil millones de dólares, porque ya se está legalizando en todo el mundo. ¿Porqué El Salvador no puede cambiar el café por el Cannabis si tenemos miles de manzanas ociosas, un clima privilegiado y excelentes tierras volcánicas y generar miles de empleos de calidad sólo por mantener un tabú injustificado?

Como dijo atinadamente el Ministro de Hacienda, “El Salvador no tiene oro ni petróleo, pero tiene el factor más importante: NUESTRA GENTE, trabajadora y luchadora”.  Por lo tanto, sería un error aspirar a estar feliz con regresar a las cifras antes de la crisis, eso sería apostar por la mediocridad.

Nuestra apuesta es ver esto como una oportunidad para transformarnos radicalmente como país y aspirar ser el Singapur de Latinoamérica, pequeños y sin recursos pero con bonanza económica. Y la única manera es creyendo que El Salvador debe de apostar por nuestras industrias después de esta crisis. Esto, a pesar del enorme dolor, es una oportunidad, no la desaprovechemos.

Christian Guevara es un ex periodista y publicista, especialista en campañas digitales en toda Latinoamérica.
Fue uno de los confundadores de la primera agencia de publicidad digital de El Salvador. Es también miembro de Nuevas Ideas.

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España se moviliza contra el rearme militar: gran manifestación el 7 de junio

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Foto: Cortesía

Por: Jorge Sánchez, periodista especializado en la política internacional y colaborador de la redacción

Miles de personas saldrán a las calles para denunciar la creciente militarización promovida por la Unión Europea y la OTAN, en el marco de una política de escalada bélica que desvía recursos públicos hacia el gasto militar. En España, el gobierno del PSOE y Sumar ha anunciado un aumento repentino de 10.000 millones de euros en defensa, reforzando lo que el teórico Raúl Sánchez Cedillo denomina «régimen de guerra»: una dinámica que se intensificó desde 2022 con la guerra entre Rusia y Ucrania, y que beneficia a la industria armamentística, mientras las élites políticas y económicas mantienen el rumbo.

El discurso del miedo y sus consecuencias

Los líderes de la UE y los gobiernos nacionales han justificado esta deriva belicista mediante campañas mediáticas que promueven la seguridad basada en el miedo. Ejemplos como los videos de Von der Leyen en búnkeres o la promoción de «kits de emergencia» refuerzan una narrativa que normaliza el aumento del gasto militar. Sin embargo, esta estrategia no solo consolida un clima de guerra, sino que también amenaza con recortes en derechos sociales, como reconoció incluso el primer ministro de Finlandia ante Pedro Sánchez.

Mientras buena parte de la sociedad española sufre el aumento de la inflación, la precariedad laboral y la especulación inmobiliaria, el rearme no solo no soluciona estos problemas, sino que los agrava al desviar fondos de áreas esenciales.

La movilización del sábado: «No al rearme, no a la guerra»

La Asamblea de Madrid convoca una manifestación este sábado 7 de junio a las 12:00 en la capital para rechazar:

  • El discurso belicista de gobiernos, instituciones y medios que presentan la guerra como solución.
  • La propaganda del miedo que intenta legitimar el gasto militar como algo «inevitable».
  • La militarización como excusa para recortar sanidad, educación y derechos fundamentales.
  • La Ley Mordaza y toda legislación represiva.

Además, se exige la suspensión de relaciones económicas, militares y diplomáticas con Israel y el cese inmediato del genocidio palestino.

Contradicciones en la izquierda gubernamental

Aunque Podemos, Sumar e Izquierda Unida han confirmado su participación en la protesta, su presencia genera críticas, ya que estas formaciones son parte de un gobierno que ha aprobado el aumento del gasto militar. Sectores del movimiento por la paz reclaman coherencia entre el discurso político y las decisiones ejecutivas.

La movilización llega en un contexto clave: en las próximas semanas, la cumbre de la OTAN podría exigir a los países miembros elevar su inversión militar hasta el 5% del PIB, una medida que profundizaría la militarización en Europa.

Por: Jorge Sánchez, periodista especializado en la política internacional y colaborador de la redacción

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¿Morir de vida súbita? La tragedia de la existencia inauténtica

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“Me olvidé de vivir”- «J’ai oublié de vivre» Pierre Billon y Jacques Revaux, cantada por Julio Iglesias

Bien sabemos que la expresión “muerte súbita” evoca una imagen impactante: el fin abrupto e inesperado de una vida, sin previo aviso ni oportunidad de despedidas. En el ámbito médico, se refiere a un cese repentino e imprevisto de las funciones vitales. Pero, ¿qué pasaría si esta misma brutalidad se aplicase no al final físico, sino al final de una forma de vivir? Pues bien amigos, les propongo la metáfora “morir de vida súbita” para comprender la tragedia que representa una existencia inauténtica, una vida que se desperdicia hasta el punto de que, cuando la conciencia de la inmanencia de la muerte golpea, ya es demasiado tarde para empezar a vivir verdaderamente.

Este tipo de reflexiones, poco comunes en los medios de comunicación tradicionales, nos sumerge en las profundidades de la filosofía existencialista, donde la autenticidad, la conciencia de la finitud y la vivencia del tiempo son pilares fundamentales. Grandes pensadores y filósofos como Heidegger, Sartre y el propio Miguel de Unamuno exploraron con vehemencia la relación entre nuestra existencia y la muerte, no como un evento futuro, sino como una posibilidad que está siempre presente y que configura nuestro ser.

En primer lugar, miremos la inautenticidad como una huida de la angustia mediante una sed de inmortalidad. Para Martin Heidegger, en su obra cumbre “Ser y Tiempo”, la existencia humana es un “ser-para-la-muerte” (Sein zum Tode). Así, la muerte no es simplemente un final, sino una posibilidad ineludible que nos singulariza y nos confronta con la finitud de nuestro ser. Sin embargo, el Dasein (el “ser-ahí”, o sea, nosotros, los seres humanos) tiende a evadir esta confrontación, refugiándose en la existencia banal o inauténtica.

Cuando Heidegger expresa que «la huida ante la muerte es la inautenticidad del Dasein.» (Heidegger, M. Ser y Tiempo. Trad. Jorge Eduardo Rivera. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997, §50, p. 288), nos indica que el Dasein se sumerge en el “uno” (das Man), una forma de existencia impersonal donde las decisiones, los valores y el sentido de la vida son dictados por la masa, por lo que “se dice” o “se hace”. Vivimos conforme a expectativas externas, cumpliendo roles preestablecidos, persiguiendo metas que no son intrínsecamente nuestras. Así, la vida se convierte en una serie de acciones mecánicas, desprovistas de verdadero compromiso y significado personal o colectivo mientras que la angustia, ante la propia singularidad y la responsabilidad de la libertad, se disuelve en la comodidad patética del anonimato colectivo: uno pasa a ser “uno más” entre los demás.

Aquí es donde los ecos del gran Miguel de Unamuno resuenan con fuerza. En su monumental obra titulada “Del sentimiento trágico de la vida”, Unamuno ahonda en la “sed de inmortalidad” como la raíz más profunda de la existencia humana. Para él, la razón nos condena a la finitud, pero el corazón, el sentimiento, se revela contra ella, anhelando la eternidad. Sin embargo, esta sed puede llevar a una vida inauténtica si se convierte en una evasión de la realidad del presente. Unamuno lo plantea con una contundencia desgarradora:

«Y no es la muerte misma lo que más me horroriza, sino la muerte de la vida que me hace creer que no tengo que vivirla, o que la vivo en un sueño, sino el horror de ver que mi vida se me va y se me lleva.» (Unamuno, M. Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. Madrid: Austral, 2011, Cap. I, «El hombre de carne y hueso», p. 19). Esta “muerte de la vida” a la que se refiere el pensador español es la parálisis existencial que produce el miedo a la muerte o, paradójicamente, la negación de su inminencia, lo que nos lleva a posponer la verdadera vivencia.

Por su parte, Jean- Paul Sartre desarrolla el concepto de “mala fe” (mauvaise foi) en su obra “El ser y la nada”. Para él, el ser humano está “condenado a ser libre”, en tanto que somos responsables de nuestras elecciones y de la construcción de nuestro propio sentido. Sin embargo, a menudo intentamos escapar de esta libertad, fingiendo que somos cosas, que estamos determinados por circunstancias externas o por una esencia preexistente a la nuestra.

«El hombre es lo que hace con lo que han hecho de él.» (Sartre, J.-P. Cahiers pour une morale. Trad. Guillermo de la Cruz. Buenos Aires: Losada, 1968, p. 55).

Pues bien, en ese contexto, la mala fe es precisamente el autoengaño, la negación de nuestra absoluta libertad y responsabilidad ante nuestra propia vida. Al vivir en estado de “mala fe”, nos volvemos autómatas, reaccionando a las circunstancias en lugar de actuar desde una conciencia auténtica de nuestra capacidad de elegir en libertad. Posponemos la verdadera vida, convencidos de que “algún día” comenzaremos a vivir plenamente, cuando las condiciones sean adecuadas o perfectas, cuando seamos “suficientemente” esto o aquello.

En medio de todo esto, no podemos olvidar lo esencial, a saber, la temporalidad y su vínculo con la inautenticidad de una vida que pudo ser y no fue. Tengamos en cuenta que la temporalidad es el telón de fondo sobre el cual se desarrolla esta tragedia que llamamos vida: nuestra existencia se despliega en el tiempo, un flujo constante que avanza irreversiblemente, nos guste o no. Sin embargo, la vida inauténtica se caracteriza por abrazar una relación distorsionada con el tiempo: en lugar de vivir plenamente el presente, nos anclamos en un pasado que ya no existe o proyectamos nuestra felicidad a un futuro completamente incierto.

La persona que “muere de vida súbita” es aquella que ha confundido el transcurrir del tiempo con la vivencia del tiempo. Ha permitido que las horas, los días, los meses y los años se sucedan mecánicamente, sin llenarlos de significado, de decisiones auténticas o de experiencias genuinas. La inautenticidad nos impide habitar plenamente nuestro “ahora”, ya sea por la nostalgia de un pasado idealizado o por la expectativa de un futuro que nunca llega a ser presente. Así, el tiempo se convierte en un verdugo silencioso, un río que fluye sin que nos atrevamos a sumergirnos en sus aguas (es decir, propiamente, vivir).

Sobre esta relación con el tiempo, el filósofo romano Séneca nos ofrece una perspectiva contundente en sus “Cartas a Lucilio”- En ellas, deplora la forma en que la mayoría de los hombres desperdician su tiempo, considerándolo una fuente inagotable, en lugar de un recurso escaso y precioso. También, nos advierte contra la procrastinación, ese vicio de posponer permanentemente lo necesario y abocar la vida en orientación hacia un futuro ilusorio:

«La mayor parte de los mortales, oh Lucilio, se lamenta de la maldad de la naturaleza, porque nacemos para un espacio breve de tiempo, y este período, tan limitado, transcurre con tanta rapidez que, excepto muy pocos, el resto abandona la vida cuando apenas se preparaba para vivir.» (Séneca, Lucio Anneo. Cartas a Lucilio. Vol. I, Libro I, Carta 1, «Sobre el aprovechamiento del tiempo». Trad. Vicente Serrano. Madrid: Gredos, 1986, p. 11).

En definitiva, Séneca nos exhorta a vivir cada día como si fuera el último, a tomar conciencia de la finitud del tiempo y a no diferir las acciones que dan sentido a nuestra existencia. La vida inauténtica, en este sentido puntal, es la vida postergada, la vida que se vive “en el futuro”, mientras el presente se escurre inútilmente sin ser habitado.

La metáfora que acuñamos aquí, “morir de vida súbita”, encapsula la tragedia de esta existencia inauténtica. Es el momento en que la conciencia de la propia finitud irrumpe con una brutalidad similar a la de un infarto. De repente, la persona se ve cara a cara con el hecho ineludible de que el tiempo se agota y ve a la muerte, antes un concepto abstracto y lejano, materializada como una realidad inminente.

En ese instante de lucidez, la persona comprende que ha vivido una vida de prórroga, que ha pospuesto la autenticidad, la pasión, la felicidad y la búsqueda de su verdadero ser. Las oportunidades de vivir plenamente se desvanecieron una tras otras, engullidas por la inercia, el miedo, la mediocridad o la distracción. Y lo más desgarrador de todo esto es la constatación de que ya es tarde: el tiempo para rectificar, para experimentar, para ser verdaderamente, se ha agotado y no vuelve más, nunca más. La vida ha pasado, y el arrepentimiento se vuelve una carga insoportable.

Esta experiencia del despertar tardío resuena con la angustia descrita por el gran Sócrates en su defensa ante el tribunal. Aunque no se refería directamente a la muerte súbita, su admonición sobre una vida no examinada subraya la tragedia de una existencia que ha ignorado la reflexión y el autoconocimiento. En la “Apología de Sócrates”, de Platón, Sócrates declara con contundencia que “una vida sin examen no es digna de ser vivida por un hombre”, indicando con ello que la falta de pensamiento, la ausencia de una vida reflexionada y consciente, nos lleva a la inautenticidad más patética: es como haber estado por aquí, en lugar de haber vivido propiamente. En este contexto, “morir de vida súbita” es, en esencia, el momento en que esta falta de examen se revela con su crudeza más dolorosa: la vida ya no tiene remedio, porque nunca fue verdaderamente cuestionada ni vivida a conciencia.

Ahora, cuando la conciencia de la “muerte de vida súbita” golpea, la principal consecuencia es un lamento profundo, una lamentación que no es simplemente tristeza, sino una forma de dolor existencial. No se llora tanto la pérdida de la vida física, sino la pérdida de la vida que pudo haber sido y no fue. Este sentimiento es un reconocimiento amargo de las oportunidades perdidas, las pasiones no perseguidas y la autenticidad sacrificada en el altar de la inercia, la mentecatez y el conformismo chato. Es, en definitiva, la realización de que se ha sido un espectador de la propia existencia, en lugar de ser su protagonista principal.

Este sollozo entronca directamente con las reflexiones de Arthur Schopenhauer sobre el sufrimiento inherente a la existencia humana, aunque él lo abordaba desde una perspectiva más universal. Para Schopenhauer, la vida es oscilación entre el deseo y el aburrimiento, y el dolor surge del deseo insatisfecho. En el contexto de la “vida súbita”, el lamento es el deseo insatisfecho de una vida auténtica, de una existencia plena que se dejó escapar. No es tanto un dolor por lo que hay, sino por lo que no hay y nunca habrá.

Recordemos que Schopenhauer, en su obra “El mundo como voluntad y representación”, argumentaba que el sufrimiento es la esencia de la vida, pero en nuestro caso, este sufrimiento se agudiza por la conciencia de haberlo provocado uno mismo por inacción. Aunque el autor se refiere al dolor de la voluntad en general, su visión de la insatisfacción y el anhelo como fuentes de sufrimiento resuena poderosamente con el lamento de quien se da cuenta que su vida no ha sido vivida. El obstáculo aquí no es externo, sino la propia falta de voluntad para vivir auténticamente.

«El dolor no es algo ajeno a la voluntad, sino que es la voluntad misma, en tanto que es objetivada como cuerpo y en tanto que es afectada por obstáculos.» (Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación. Vol. I, Libro IV, § 56. Trad. Roberto Aramayo. Madrid: Trotta, 2005, p. 376).

Este lamento es un “haber sido sin haber llegado a ser”, es decir, es el eco de las voces internas que fueron silenciadas, de los caminos alternativos que nunca se tomaron. Es una aflicción que consume, ya que se nutre de la certeza de lo irrecuperable. La “muerte de vida súbita” no sólo es un fin abrupto, sino también la condena a un lamento eterno por la existencia que se perdió, no en el morir, sino en el vivir. La inautenticidad nos condena a una existencia fugaz, donde el final llega sin haber habitado plenamente el camino. Sí, lo sé, no es un texto agradable, pero al menos los invita a una reflexión profunda sobre la urgencia de vivir con intensidad y autenticidad cada instante, antes de que “algún día” se convierta en “demasiado tarde”.

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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“Cuando el silencio indiferente es cómplice del mal”- Lisandro Prieto Femenía

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«El mal que hay en el mundo casi siempre viene de la ignorancia, y la buena voluntad sin lucidez puede ocasionar tantos desastres como la maldad.»

Albert Camus, La Peste (1947).

Bien sabemos que la historia de la humanidad está escrita con tinta de dolor, pero también con el borrador implacable de la indiferencia. Hay momentos en que el estruendo de la barbarie es tan abrumador que el silencio global que le sigue se vuelve un eco aún más ensordecedor, una complicidad tácita que corroe los cimientos de la ética y la justicia. En la actualidad, el mundo observa con una mezcla de horror y parálisis dos realidades que, si bien distintas en su origen, convergen en una misma verdad innegable: la atroz responsabilidad del silencio ante la injusticia. Hoy nos referiremos puntualmente a los crímenes abominables perpetrados por Hamás contra el pueblo de Israel y la devastación sin límites que el Estado de Israel está infligiendo a diario en lo que queda de la Franja de Gaza. Ambos episodios, lamentablemente, debería dolernos por igual, pues son una clara demostración del fracaso rotundo de la razón en pos del bien común, de la diplomacia internacional y de la justicia global.

¿Ante qué horror nos estamos paralizando? El día 7 de octubre de 2023, la incursión de un grupo detestable de lúmpenes de Hamás, financiados por degenerados palaciegos, en territorio israelí reveló una faceta brutal de la capacidad humana para la crueldad. Los asesinatos, secuestros y la violencia indiscriminada contra civiles, incluidos nuños y ancianos, conmocionaron al mundo. Sin embargo, la respuesta global, aunque inicialmente enérgica en la condena, pareció desvanecerse en la medida en que la escalada de violencia tomaba una dirección aún más devastadora. Este silencio selectivo ante la barbarie es lo que el filósofo Theodor W. Adorno, en su reflexión sobre lo acontecido en Auschwitz, nos instaría a cuestionar: no se trata sólo de la incapacidad de comprender el mal, sino de la facilidad con la que la conciencia moral se adormece. Como él mismo afirmó en su “Dialéctica negativa”, “después de Auschwitz, la poesía no es posible”. Si bien la magnitud de los eventos no es la misma, la esencia de la atrocidad nos obliga a un examen de conciencia similar. El silencio ante el terror de Hamás, una vez consumado, es una forma de normalizar lo inaceptable.

Paralelamente, la respuesta de Israel en Gaza ha desatado una catástrofe humanitaria de proporciones inimaginables. El asedio, los bombardeos indiscriminados y la destrucción de infraestructuras vitales han dejado un rastro de muerte, desplazamiento y desesperación para millones de palestinos. Ante esta devastación, el silencio de gran parte de la comunidad internacional se torna aún más inquietante. ¿Cómo es posible que las imágenes de niños famélicos y mutilados, hospitales destruidos y familias enteras diezmadas no logren despertar una acción contundente? La indiferencia, sobre todo por parte de los organismos internacionales inútiles, en este contexto, no es sólo una falta de empatía, sino una clara complicidad activa con la aniquilación y la injusticia.

Aquí, la voz de Hannah Arendt se vuelve crucial: en su obra titulada “Eichmann en Jerusalén”, introdujo el concepto de la “banalidad del mal”, refiriéndose a cómo los grandes crímenes pueden ser cometidos por personas “normales” que simplemente cumplen órdenes, sin una malicia intrínseca. Sin embargo, su obra también nos invita a reflexionar sobre la responsabilidad individual de resistir y hablar: el silencio de la mayoría no es una exculpación para la barbarie. Arendt nos enseña que el mal no siempre se presenta con un rostro temerario y monstruoso, sino que a menudo se esconde detrás de un escritorio, en la obediencia o, en nuestro caso, en el mutismo complaciente. El silencio ante la degeneración humana que representan los perversos miembros de Hamás como también los responsables de la devastación en Gaza es, en esencia, la banalización del sufrimiento humano.

También, la filosofía de Immanuel Kant nos ofrece un marco para comprender la responsabilidad moral que recae en cada individuo y sobre la comunidad internacional. Su imperativo categórico, que nos insta a actuar de tal manera que nuestra máxima de acción pueda convertirse en una ley universal, nos exige que no permanezcamos pasivos ante el sufrimiento ajeno. Si universalizamos el silencio ante la injusticia, estamos permitiendo que la barbarie se convierta en la norma. Así, Kant nos invita a preguntarnos: ¿quisiéramos vivir en un mundo donde el genocidio o los crímenes de guerra fueran aceptados por la inacción global? La respuesta de la gente sensata sería un rotundo ¡NO! Por lo tanto, el imperativo hoy es actuar, aunque sea levantando la voz o publicando un artículo de reflexión filosófica en una época donde la gente prefiere ver reels de veinte segundos y le tiene alergia a la lectura.

Recapitulando, ambos episodios presentados, es decir, la atrocidad de los salvajes de Hamás y la aniquilación indetenible en Gaza, son la clara demostración del fracaso de la razón en pos del bien común. La razón, que debería ser la brújula para la coexistencia pacífica y la resolución de conflictos, ha sido secuestrada por la avaricia, la venganza, el odio y el interés político. La diplomacia internacional, el instrumento por excelencia para la prevención y resolución de conflictos, se ha mostrado claramente impotente, atascada en vetos, intereses geopolíticos y una falta de voluntad política para imponer el respeto por la vida humana.

Consecuentemente, el silencio ante estas realidades tan crudas, pone en tela de juicio la misma noción de justicia global. Si la justicia es ciega ante el sufrimiento de unos, pero ve con claridad el de otros, entonces no es justicia, sino un mecanismo de poder al servicio de un puñado de detestables. La justicia, en su esencia, exige una respuesta equitativa ante la violación de los derechos humanos, sin importar la identidad de las víctimas o de los perpetradores.

En medio de la polarización intencionada de los capitales que sostienen a los medios masivos de comunicación, como también la retórica deshumanizadora impulsada por ellos, es vital recordar otra verdad fundamental: el sufrimiento no tiene nacionalidad ni afiliación política. La antigua máxima del dramaturgo romano Terencio, “Homo sum, humani nihil a me alienum puto”, es decir, “Soy humano, y nada de lo humano me es ajeno”, la recupero hoy con urgencia desgarradora, porque esta sentencia filosófica nos convoca a reconocer nuestra inherente conexión con la condición humana, a sentir como propio el dolor del otro, sin importar su origen o las etiquetas que se le impongan.

Cuando observamos el salvajismo en los crímenes de Hamás, los niños israelíes secuestrados y asesinados, nos confrontamos con la cruda realidad de la pérdida de la inocencia. Son víctimas de un odio que no les pertenece, de una violencia que trasciende cualquier justificación. De la misma manera, el exterminio en Gaza nos muestra niños y bebés asesinados, heridos, traumatizados y hambrientos, cuyas vidas han sido irremediablemente truncadas por un conflicto que no eligieron. Ellos no son responsables de la violencia, ni de las decisiones de sus líderes, ni de las políticas de un Estado. En pocas palabras, caros lectores: ningún niño palestino es terrorista, como tampoco ningún niño secuestrado por Hamás es sionista. Son, simplemente, niños.

Callar ante el sufrimiento de cualquiera de estas criaturas inocentes es una abdicación de nuestra propia humanidad. Se los digo con los ojos vidriosos, porque yo también soy papá: si el dolor de un niño israelí nos estremece, el dolor de un niño palestino debería hacerlo con exactamente la misma intensidad. Si condenamos la barbarie de un ataque, debemos condenar con igual vehemencia la devastación que se carga de a miles vidas inocentes. La capacidad de discernir la injusticia, de sentir empatía por la víctima, sin importar de qué lado de la frontera se encuentre, es la piedra angular de cualquier ética que aspire a la universalidad. El lema precitado “nada de lo humano me es ajeno” nos interpela a trascender las narrativas simplistas y a reconocer en cada víctima, sea israelí o palestina, el reflejo de nuestra propia vulnerabilidad y la urgencia de nuestra responsabilidad colectiva.

Por último, es preciso exponer la tiranía de la polarización generada por el silencio forzado de la patética era de la post-verdad. En este tiempo, donde la inmediatez de las redes sociales y la fragmentación de la información dictan gran parte del discurso público, la búsqueda de la verdad y la expresión genuina de la compasión se encuentran sitiadas por una nueva forma de censura: la cultura de la cancelación, la imposición de lo que se considera “políticamente correcto”. Esta dinámica tóxica ha convertido el debate sobre el conflicto israelo-palestino en un campo minado moral, donde cualquier matiz es aplastado por la exigencia de una lealtad absoluta.

Si uno osa expresar compasión por las víctimas palestinas, la acusación inmediata es la de ser un justificador del terrorismo o un antisemita. El dolor de Gaza se reduce a una “narrativa” subjetiva que debe ser desacreditada si se quiere mantener una postura “aceptable”. Por el contrario, si se manifiesta solidaridad con las víctimas israelíes y se condena la barbarie de Hamás, el señalamiento es el de ser un “sionista”, un “asesino” o un cómplice de la opresión. La empatía se convierte en un arma arrojadiza, un test de lealtad que no permite la simultaneidad de sentimientos humanos.

Esta grieta, creada intencionalmente, no sólo silencia las voces, sino que también atrofia la capacidad de discernimiento moral. La complejidad de la tragedia se reduce a un juego banal de “buenos y malos”, donde no hay espacio para el luto compartido o la condena universal a la violencia. Al respecto, una filósofa que no es de mi agrado, Judith Butler, sostiene algo digno de recuperar, a saber, que no debemos avalar los regímenes mediáticos y políticos que determinan qué vidas son “dignas de luto” y cuáles no. En nuestro caso, la cultura de la cancelación impone un marco que castiga a quienes se atreven a lamentar todas las vidas perdidas por igual. El resultado es un silencio forzado, no por indiferencia, sino por el miedo a ser estigmatizado, a perder la reputación o incluso el sustento. En este clima, la voz de la razón y la empatía se ahoga en el ruido de las acusaciones triviales mutuas, y el imperativo ético de alzar la voz ante la injusticia se ve comprometido por la tiranía de la post-verdad.

Espero que haya quedado claro, queridos lectores: el silencio nunca es neutral. El silencio es un eco ensordecedor que avala la injusticia, una grieta en la moralidad humana que permite que la barbarie prospere. Tanto los crímenes de Hamás como el plan de devastación en Gaza deberían confrontarnos con una única verdad incómoda: somos responsables no sólo de lo que hacemos, sino también de lo que permitimos que suceda al guardar silencio.

Es imperativo que, como individuos y como comunidad global, nos neguemos a ser cómplices de la indiferencia asesina. Es hora de que el estruendo de la barbarie sea respondido con el clamor unánime por la justicia, la paz y el respeto por la dignidad humana de todos. En definitiva, queridos amigos, el precio de nuestro silencio es la deshumanización de todos.

 

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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