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Karim Khan, fiscal general de la CPI, se retira temporalmente tras acusaciones de abuso sexual

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Por: Jorge Sánchez, periodista especializado en la política internacional

El fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI), Karim Khan, se ha apartado temporalmente de su cargo mientras una investigación de las Naciones Unidas sobre presunta conducta sexual indebida por su parte está cerca de concluir, informó su oficina.

La medida no tiene precedentes y no existe un procedimiento claro para reemplazar a Khan. La situación genera mayor incertidumbre para la CPI, que ya enfrenta una crisis existencial debido a las sanciones de Estados Unidos por las órdenes de arresto contra funcionarios israelíes.

La oficina de Khan indicó que el fiscal se ha tomado una licencia hasta que concluya la investigación de la Oficina de Servicios de Supervisión Interna de la ONU.

En un comunicado escrito, los abogados de Khan rechazaron todas las acusaciones de irregularidades. Afirmaron que su cliente decidió tomar licencia porque la atención mediática sobre el caso afectaba su capacidad para concentrarse en su trabajo, pero no tenía intención de renunciar.

Anteriormente, Khan había ignorado los llamados de ONGs y personal de la CPI a renunciar mientras se llevaba a cabo la investigación. Varias de esas organizaciones celebraron su decisión de apartarse temporalmente como una señal de que nadie está por encima de la ley.

Teniendo en cuenta todos estos aspectos se puede decir que la CPI atraviesa una profunda crisis de credibilidad, no solo por las acusaciones contra su fiscal, sino por su historial de selectividad política. ¿Cómo puede pretender impartir justicia internacional cuando sus propias autoridades son investigadas por conductas indebidas? Más allá del caso de Khan, la corte ha sido señalada reiteradamente por aplicar dobles raseros, persiguiendo ciertos crímenes mientras ignora otros según conveniencias geopolíticas. Si ni siquiera es capaz de garantizar transparencia interna, ¿qué autoridad moral le queda para juzgar a otros? La CPI se hunde en su propia contradicción: una institución diseñada para combatir la impunidad, pero cada vez más prisionera de sus propios escándalos.

No estaba claro cuándo concluiría la investigación. Mientras tanto, los dos fiscales adjuntos de la CPI asumirán sus funciones, según su oficina.

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Revelando las falacias del debate cotidiano

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«Las palabras son como hojas; donde más abundan, menos fruto se encuentra.» Alexander Pope, Ensayo sobre crítica (1711), Parte III, verso 309.

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que puede parecerles académico o excesivamente formal, pero que tiene que ver con la intrincada danza del discurso y la confrontación de ideas: las falacias argumentativas, las cuales se erigen como trampas sutiles, desvíos lógicos que, a menudo inadvertidos, socavan la solidez de nuestros razonamientos y envenenan el intercambio comunicacional constructivo.

Lejos de ser meros errores académicos, estas artimañas del lenguaje se infiltran en nuestra cotidianidad, moldeando opiniones, polarizando debates y, en última instancia, erosionando la posibilidad de un entendimiento mutuo. Pues bien, la reflexión filosófica sobre estas falencias es mucho más que un ejercicio abstracto, es una necesidad apremiante en un mundo donde la información fluye torrencialmente y la manipulación discursiva acecha a la vuelta de la esquina.

Una de las falacias más recurrentes, y a menudo insidiosas por su aparente simplicidad, es el falso dilema o falsa dicotomía. Esta falacia constriñe la complejidad de un problema a una elección binaria excluyente, ignorando la existencia de alternativas válidas. Como señala Aristóteles en sus “Refutaciones sofísticas”, “deducir la contradicción a una alternativa es una táctica de aquellos que se ven acorralados en la discusión” (Aristóteles, op. Cit. 167b25-27). En la vida diaria, la escuchamos resonar en frases como “o estas con nosotros o estás contra nosotros”, obliterando la posibilidad de posturas intermedias o perspectivas matizadas. Esta simplificación forzada no sólo empobrece el debate, sino que también fomenta la polarización al presentar opciones irreconciliables donde podría haber puntos de encuentro.

También, en el acalorado debate sobre la política económica actual en Argentina, a menudo se nos presenta un falso dilema: “o se implementan medidas de ajuste drásticas para reducir el déficit fiscal, o el país se encamina a una hiperinflación descontrolada”. Pues bien, se trata de una simplificación binaria que ignora la posibilidad de implementar estrategias graduales iguales de efectivas, combinaciones de políticas fiscales y monetarias, o incluso la exploración de alternativas que prioricen el crecimiento económico a la par de la estabilidad del ciudadano de a pie. Ni hablar de lo que sucede en las discusiones sobre seguridad ciudadana que proliferan en las redes sociales, en las cuales es común escuchar el falso dilema de “mano dura” contra la delincuencia o permisividad total. Esta dicotomía forzada pasa por alto la complejidad del problema, obviando la necesidad de políticas integrales que aborden al delito en sí y a sus causas subyacentes, la importancia de la prevención, la reforma del sistema penitenciario, la inversión en educación y la necesaria purga en la mafia judicial vigente.

Otra estrategia falaz común es la del espantapájaros. En lugar de refutar el argumento real del oponente, esta falacia consiste en caricaturizarlo, deformarlo hasta convertirlo en una versión débil y fácilmente atacable. Al distorsionar la posición ajena, el falaz argumentador se enfrenta a una sombra de su adversario, logrando una victoria ilusoria. Como bien explica Schopenhauer en “El arte de tener razón”, esta táctica busca “extender la afirmación del adversario más allá de sus límites naturales, interpretarla de la manera más general posible y exagerarla” (Schopenhauer, “El arte de tener razón”, Estratagema 1). Un ejemplo cotidiano sería responder a la crítica de una política económica argumentando que el crítico “quiere destruir la economía del país”, una exageración que ignora por completo, y a propósito, los puntos específicos del argumento original.

También, tenemos la falacia de la pendiente resbaladiza, que nos advierte, sin justificación suficiente, que un paso inicial inevitablemente conducirá a una cadena de consecuencias negativas. Se argumenta que aceptar una premisa o tomar una acción desencadenará una serie de eventos catastróficos, a menudo sin presentar evidencia sólida de esta inevitabilidad. Esta falacia juega con el miedo y la anticipación de resultados indeseables. Como indica Douglas Walton en su análisis de esta falacia, “la pendiente resbaladiza es un argumento en el que si se da un paso inicial, inevitablemente se producirá una secuencia de pasos posteriores, cada uno de los cuales conducirá a un resultado inaceptable” (Walton, “Slippery Slope Arguments”, p.1). Un ejemplo muy común de esta falacia la podemos detectar en afirmaciones tales como “si legalizamos la marihuana medicinal, pronto legalizaremos todas las drogas duras”.

Consiguientemente, nos encontramos con la falacia de falsa causa, también conocida como post hoc ergo propter hoc (“después de esto, por lo tanto, a causa de esto”), la cual establece una conexión causal entre dos eventos basándose únicamente en su secuencia temporal. El hecho de que un evento suceda después de otro no implica necesariamente que el primero sea la causa del segundo. Como supo advertir el filósofo David Hume, la causalidad no es una conexión necesaria observable, sino una inferencia que realizamos basada en la conjunción constante de eventos. En su “Investigación sobre el entendimiento humano”, Hume cuestiona la validez de inferir causalidad a partir de la mera sucesión temporal, por ejemplo, cuando se culpa a un cambio de gobierno por una crisis económica que ya se estaba gestando previamente.

Por último, y no por ello menos importante, nos encontramos con una de las falacias más utilizadas, tanto en la opinión de café, como del telediario y en todas las redes sociales, a saber, la falacia ad hominem (ataque al hombre), la cual evade la discusión del argumento central al dirigir la crítica hacia la persona que lo formula. En lugar de refutar las ideas presentadas, se ataca el carácter, la motivación o las circunstancias del oponente. Esta táctica busca desacreditar al argumentador para invalidar su argumento, mientras que ignora la validez intrínseca de las ideas concretas. Como señala Irving Copi en su “Introducción a la lógica”, esta falacia “dirige un ataque no contra la conclusión del oponente, sino contra la persona del oponente” (Copi, Op. Cit. p.97). Un ejemplo común se presenta cuando se descalifica la opinión de un científico sobre el cambio climático, argumentando que trabaja para una organización ecologista.

Ahora bien, una vez expuestas algunas de las falacias más utilizadas, es preciso dar un paso más, a saber, analizar la urgencia de un lenguaje veraz y responsable. La proliferación de estas falacias en el discurso público contemporáneo no es un asunto menor: en un clima social marcado por la polarización, la inmediatez de las redes sociales y la búsqueda permanente de la confrontación, el uso desmedido o intencionado de estas trampas argumentativas exacerba las divisiones y dificulta la construcción de consensos. Por ello, es fundamental aprender a identificar y evitar estas falacias, no desde una mera exigencia académica, sino que se trata de un acto de responsabilidad ética y cívica.

Recordemos que Hannah Arendt argumentaba, en su obra “La condición humana”, que el lenguaje es el medio fundamental a través del cual se construye y se mantiene la esfera pública. Un lenguaje impreciso, manipulador o falaz no hace otra cosa que erosionar la confianza, dificultar la deliberación informada y, en última instancia, debilitar el tejido social. La violencia verbal, la descalificación sistemática del otro y la simplificación burda de los problemas complejos, son síntomas de una cultura del debate empobrecida y embrutecida, donde la razón termina cediendo terreno a la emoción y la retórica engañosa.

En este contexto, la adopción de un lenguaje preciso, riguroso y respetuoso no es sólo una cuestión de corrección gramatical o lógica formal, sino un imperativo ético y político fundamental. Expresarnos con propiedad implica un compromiso con la claridad, la honestidad intelectual y el reconocimiento de la complejidad inherente a muchos de los problemas que enfrentamos. Significa, también, resistir a la tentación de la simplificación excesiva, el ataque personal y la descalificación gratuita, tan utilizados por la legión de opinadores seriales en redes como por presidentes.

Como habrán podido apreciar, nuestra arena política postmoderna y decadente está caracterizada por la primacía de la imagen, la inmediatez de las redes y la fragmentación de las narrativas, convirtiéndose en un territorio fértil para la proliferación de falacias argumentativas que, no sólo casi nadie nota, sino que son militadas y defendidas. Es común ver hoy políticos que priorizan la adhesión emocional sobre la argumentación sólida, por lo que recurren a estas tácticas retóricas para movilizar a sus bases, desviar la atención de problemas complejos y deslegitimar violentamente a sus oponentes. El análisis que hemos propuesto sobre las falacias más frecuentes revela una preocupante tendencia de la humanidad hacia la simplificación, la polarización y el abandono del debate racional (es decir, el abandono del pensar).

El uso sistemático de estas falacias por parte de la mayoría de los actores políticos, tampoco debe confundirse como un mero error de argumentación: siempre responde a una estrategia deliberada de manipular la opinión pública, evitar la rendición de cuentas y socavar la calidad del debate democrático. En un entorno mediático saturado de información y donde la atención es un bien escaso, las falacias ofrecen atajos retóricos que apelan a las emociones y a los prejuicios, evitando la necesidad de presentar argumentos sólidos y bien razonados.

La identificación y el análisis crítico de estas falacias en el discurso político postmoderno se convierten, por lo tanto, en una herramienta indispensable para el ciudadano informado. Desenmascarar estas trampas del lenguaje no sólo nos permite evaluar con mayor rigor las propuestas y los argumentos de los líderes políticos, sino que también fortalece nuestra capacidad para participar en un debate público más honesto, constructivo y orientado hacia la búsqueda de soluciones reales a los desafíos que enfrentamos como sociedad.

En definitiva, queridos lectores, queremos dejar este mensaje: cultivar un debate público informado y constructivo exige un esfuerzo consciente por desterrar las falacias argumentativas de nuestro discurso cotidiano. Esta tarea no es exclusiva de académicos o expertos, sino que concierne a cada ciudadano que aspire a una sociedad más justa, racional y pacífica. Aprender a argumentar con solidez y a escuchar con atención y respeto son pilares fundamentales para construir puentes de entendimiento en un mundo que pide a gritos diálogo significativo y civilidad.

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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El Salvador tiene en Centroamérica la mejor alerta de viaje de EE. UU.

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El Salvador es el único país de Centroamérica que tiene la alerta de viaje nivel 1 otorgada por el Departamento de Estado de Estados Unidos (EE. UU.), en reconocimiento a la lucha contra las pandillas y la transformación de la seguridad liderada por el presidente de la república, Nayib Bukele.

La reclasificación del nivel de alerta, del 2 (que mantuvo desde noviembre de 2024) al 1, fue anunciada el martes 8 de abril pasado por el Departamento de Estado, y el presidente Bukele compartió la noticia en X.

«El Salvador acaba de recibir la estrella dorada de viajes del Departamento de Estado de EE. UU.: nivel 1: el más seguro», publicó el mandatario, y su mensaje hizo eco en los medios de comunicación nacionales y en las cadenas de noticias internacionales.

De acuerdo con el Departamento de Estado, la alerta 1 representa un nivel mínimo de riesgo para la seguridad de los ciudadanos estadounidenses que visitan tierras salvadoreñas; por lo tanto, solo recomienda que tomen las precauciones habituales.

El sociólogo y analista político Mauricio Rodríguez planteó que las relaciones diplomáticas del presidente Bukele con EE. UU., así como el trabajo del caucus bipartidista en el Congreso en favor de El Salvador, dieron como fruto la recali ficación de la alerta de viaje, que ubicó a El Salvador en la misma categoría de los países de primer mundo por su buen clima de seguridad, como Japón, Austria, Bulgaria, Croacia, Finlandia y Grecia.

«Que El Salvador tenga esa categoría de alerta de viaje es una situación única en su género. Esta nueva categoría nos pone evidenciados ante el mundo como un país que se puede visitar, donde se puede hacer turismo», expresó.

La nueva realidad en seguridad que ofrece El Salvador para los turistas estadounidenses y para todos en general también coloca a El Salvador en una posición de liderazgo regional porque el resto de los países del istmo tienen alertas nivel 2 y 3. La alerta 2 representa, según el Departamento de Estado, «mayor precaución» e insta a sus ciudadanos a que tengan en cuenta que pueden existir mayores riesgos para la seguridad.

En esta se encuentran Costa Rica y Panamá, países que en el pasado gozaron de buen clima de seguridad, pero que en los últimos años han experimentado un repunte en la delincuencia. El portal suizo de noticias Swissinfo reportó a inicios de este año que Panamá registró 581 homicidios en 2024, dato que representó un aumento de 4.4 % en comparación con los asesinatos que hubo en 2023.

La cadena de noticias publicó —con datos del Ministerio de Seguridad Pública de Panamá— que en 2024 las provincias de Panamá (capital), Colón (en el Caribe) y Panamá Oeste (cercana a la capital) fueron las de mayor incidencia de este tipo de hechos.

Respecto a Costa Rica, el periódico de esa nación «El Observador» publicó en su edición del 14 de marzo pasado que el Organismo de Investigación Judicial (OIJ) proyectó que los homicidios al cierre de 2025 rondarán entre 925 y 975.

«Así las cosas, este podría ser el año más violento en la historia de Costa Rica, y superaría al 2023, que cerró con 905 y es, hasta el momento, el que tiene mayor cantidad de homicidios», se lee en la versión digital del periódico costarricense.

Rodríguez recordó que Costa Rica fue uno de los países referentes de la región en materia de seguridad pública. «Países como Costa Rica ni siquiera llegaron a tener Ejército porque las condiciones de seguridad eran sumamente buenas; ahora, lamentablemente, la migración irregular, particularmente de Ecuador, Colombia y Venezuela, ha generado ese tipo de dispersión (en la seguridad) y ahora tiene nivel 2 juntamente con Panamá», contrastó el analista.

Después de Costa Rica y Panamá la peor alerta de viaje en Centroamérica, el nivel 3, la tienen Guatemala, Honduras y Nicaragua. Las tres naciones tienen gobiernos de corte izquierdista y enfrentan altas tasas de criminalidad, según reportes de medios de comunicación nacionales e internacionales.

En Honduras, el Gobierno de la presidenta Xiomara Castro imitó la implementación del estado de excepción impulsado por el presidente Bukele en El Salvador para intentar contener la violencia generada por las pandillas y el crimen organizado en esa nación vecina.

Respecto a Honduras y Guatemala, la revista centroamericana «Estrategia y Negocios» publicó el 7 de enero pasado que ambas naciones registraron las mayores tasas de homicidios de la región en 2024, y contrastó que El Salvador cerró el año anterior con 1.9 homicidios por cada 100,000 habitantes.

Esta reducción histórica y sostenida en la tasa de asesinatos posicionó a El Salvador como la nación más segura del hemisferio occidental, informó el presidente Bukele el 1.° de enero pasado. Para lograrlo, el Ejecutivo impulsa el estado de excepción, que fortalece la estrategia nacional del Plan Control Territorial (PCT).

Opinión | Mauricio Rodríguez
Sociólogo analista
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.

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Analizando la diferencia entre reciprocidad, derecho y privilegio

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Por: Lisandro Prieto Femenía

La salud es un derecho, no un privilegio”, Juan Pablo II

Hoy quiero invitarlos a reflexionar en torno a la reciente decisión del gobierno de Javier Milei de imponer algunas restricciones en la atención gratuita por parte del sistema de salud argentino para ciudadanos extranjeros. Dichos anuncios han generado un vigoroso debate, dividiendo las aguas entre posturas conservadoras y progresistas, motivo por el cual proponemos, para trascender la dicotomía ideológica, profundizar la cuestión desde un análisis filosófico-político que aborde los principios de justicia, reciprocidad y soberanía, examinando tanto los argumentos a favor como en contra de esta medida.

En primer lugar, proponemos tamizar la tensión entre la idea del universalismo sanitario y la sostenibilidad nacional. Desde una perspectiva filosófico-política, la salud es objeto de extensos debates sobre su naturaleza como derecho, abriendo espacio a preguntas como: ¿es la salud un derecho humano universal, inherente a la condición de persona, o un bien social cuya provisión está condicionada por la ciudadanía y la capacidad contributiva del Estado? Al respecto, Thomas Pogge argumentó a favor de una responsabilidad global ante la pobreza y las desigualdades, lo que podría extenderse a la provisión de servicios básicos como la salud sin restricciones de nacionalidad. Pogge sostiene, en su obra “Pobreza mundial y derechos humanos” (2002) que existe “una responsabilidad moral negativa, la de no imponer un orden global que sea injusto y que perpetúe la pobreza”. Sin embargo, esta visión cosmopolita se confronta con la realidad material de los Estados nacionales y sus recursos finitos.

Acudamos brevemente a los datos: el sistema argentino se financia mayoritariamente con recursos provenientes de los contribuyentes nacionales. Según el Ministerio de Salud de la Nación Argentina, el gasto público consolidado en 2023 ascendió a aproximadamente el 7,6% del Producto Bruto Interno (PBI), según datos preliminares del Presupuesto General de la Administración Nacional. Si bien no existen estadísticas desagregadas y públicas sobre el porcentaje exacto del gasto público en salud destinado a la atención de extranjeros no residentes, la percepción de una asimetría entre la contribución y el uso del sistema se ha convertido en un pilar del argumento gubernamental. Desde esta óptica, la medida no buscaría vulnerar un derecho, sino salvaguardar la sostenibilidad de un sistema que, de otra forma, se ve comprometido en su capacidad de respuesta hacia quienes lo sostienen con sus impuestos.

El núcleo de la argumentación del gobierno argentino radica en el principio de reciprocidad. En el ámbito de las relaciones internacionales y la justicia distributiva, la reciprocidad implica un equilibrio de cargas y beneficios entre partes: tú no dejas morir a mis ciudadanos en tu territorio, yo no dejo morir a los tuyos en el mío. Sobre este asunto en particular, John Rawls, aunque enfocado en la justicia entre pueblos liberales, en su obra “El derecho de gentes” (1999), sugiere que las sociedades “bien ordenadas” actúen bajo los principios de cooperación mutua: si un país ofrece atención sanitaria 100% gratuita a los ciudadanos de otra nación, es lógico y normal la expectativa de que esta última retribuya con un trato igual o similar a los ciudadanos del primer país.

Pues bien, la denuncia argentina se sustenta en que muchos países de origen de los extranjeros (por no decir todos) que reciben atención gratuita en el sistema sanitario público argentino, no ofrecen ni por cerca un nivel de acceso o gratuidad comparable a los ciudadanos argentinos en sus sistemas de salud. Esta asimetría, que es real e innegable, genera una carga unilateral para el Estado argentino, lo cual nos lleva a revisar los aporte de Juan Carlos de Pablo, quien en su análisis sobre las políticas económicas sostiene que “cuando se da algo gratis sin reciprocidad, se está generando un subsidio, y los subsidios, tarde o temprano, tienen un costo que alguien debe pagar”. Desde una perspectiva de justicia conmutativa, que busca la equidad en los intercambios, esta situación sería insostenible a largo plazo y da pie a la reivindicación de un principio básico de equidad en las relaciones interestatales. No se trata, pues, de un acto de exclusión xenófoba, sino de legitimación de una medida basada en la búsqueda de equidad bilateral en la provisión de servicios públicos esenciales.

Ahora bien, a pesar de los argumentos en favor de la reciprocidad y la sostenibilidad, la medida no está exenta de cuestionamientos éticos y riesgos considerables. La principal objeción de la postura progresista se ancla en la concepción de la salud como un derecho humano inalienable, cuya negación, incluso a los no residentes, contraviene un imperativo moral fundamental. Como señala la Organización Mundial de la Salud (OMS), el derecho a la salud implica que “todas las personas, sin discriminación alguna, deben tener acceso a los servicios de salud y a la información relacionada con la salud”. Privar de atención médica a una persona, especialmente en situaciones de emergencia vital, puede generar graves crisis humanitarias y vulnerar principios fundamentales de la dignidad humana.

Además, la implementación práctica de tales restricciones presenta desafíos logísticos y éticos significativos. ¿Cómo se determinará de manera efectiva y sin discriminación la residencia? ¿Qué protocolos se aplicarán en casos de emergencias, donde la vida de una persona está en riesgo? La burocratización del acceso a la salud podría generar situaciones de desamparo y vulnerabilidad, especialmente para poblaciones migrantes en situación irregular que, por diversas razones, no pueden acceder a la documentación necesaria. Esto podría derivar en un aumento de enfermedades no tratadas, lo que, paradójicamente, generaría costos sociales y sanitarios mayores a largo plazo para el propio sistema de salud público, al propiciar la propagación de afecciones que podrían haberse prevenido o tratado tempranamente.

Como podrán apreciar, queridos lectores, no es tan fácil lograr un equilibrio entre los principios éticos y las realidades. La medida del gobierno de Javier Milei, analizada desde la filosofía política, se revela como un campo de tensión entre principios deseables y realidades completamente apremiantes: por un lado, la invocación de la reciprocidad y la necesidad de sostener un sistema de salud nacional son argumentos sólidos, arraigados en una comprensión de la justicia distributiva y la soberanía estatal. La ausencia de reciprocidad constituye, en efecto, una asimetría que justifica una revisión de las políticas de acceso.

Por otro lado, la salud como derecho humano universal y el imperativo moral de no dejar desprotegido a nadie, especialmente en situaciones de vulnerabilidad, son objeciones que tampoco pueden ser desestimadas. La implementación de la medida deberá ser matizada para evitar que los más vulnerables queden totalmente desprotegidos y para que no se generen crisis humanitarias que, a la larga, redundan en un mayor costo humano, social, político y económico.

Reitero, la discusión sobre las restricciones sanitarias a extranjeros subraya la imperiosa necesidad de políticas de reciprocidad mutua. Estas políticas no son simples instrumentos pragmáticos, sino que encarnan un equilibrio prudente entre dos extremos antagónicos: por un lado, un universalismo desmedido, que podría comprometer la viabilidad de los servicios públicos nacionales y, por otro, un nacionalismo liberal excluyente que niega los derechos humanos básicos.

La reciprocidad, entendida como un acuerdo entre naciones para ofrecer beneficios similares a sus respectivos ciudadanos, se alza como un mecanismo para asegurar la justicia distributiva a escala internacional, como referenciamos precedentemente. No se trata de una “mano dura” o de una “puerta cerrada”, sino de un llamado a la equidad y a la cooperación. En este sentido, es necesario evocar los principios del derecho cosmopolita formulados por Immanuel Kant, quien en su ensayo titulado “Sobre la paz perpetua” (1795), argumenta a favor de una “hospitalidad universal”, entendida no como un derecho filantrópico y hippie posmoderno, sino como el derecho de un extranjero a no ser tratado hostilmente al llegar al territorio de otro.

Sin embargo, esta hospitalidad tiene un límite en la capacidad del Estado anfitrión y en la necesidad de un respeto mutuo entre los pueblos. Concretamente, Kant postula que “el derecho cosmopolita debe limitarse a las condiciones de la hospitalidad universal. Es el derecho de un extranjero a no ser tratado con hostilidad en el territorio ajeno. No es un derecho de los huéspedes, sino un derecho de visitantes, derivado del derecho de propiedad común de la superficie de la Tierra” (Kant, I. , 1795, p.116)

Esta perspectiva kantiana nos convoca a pensar en la importancia de las relaciones basadas en el respeto mutuo y el deber, donde la generosidad de una nación no debe traducirse en una carga insostenible si no hay una contraparte. Adoptar políticas de reciprocidad mutua fomenta el diálogo diplomático y la negociación de acuerdos bilaterales o multilaterales. En lugar de una imposición unilateral, se busca una solución pactada que reconozca los derechos de las personas mientras se protege la capacidad de los Estados para financiar sus servicios esenciales. Esto previene la “carga excesiva” sobre los sistemas de salud de países con mayor apertura o capacidad, y al mismo tiempo, incentiva a otras naciones a desarrollar y fortalecer sus propios sistemas de salud para sus ciudadanos y para aquellos extranjeros que los visitan.

En pocas palabras, la reciprocidad es, en esencia, una invitación a la co-responsabilidad global, donde la generosidad de una nación se encuentra con la correspondiente consideración de las otras. Sólo a través de este enfoque equilibrado podremos aspirar a un sistema de salud global más justo y sostenible, que honre tanto el derecho universal a la salud como la soberanía y la capacidad de cada Estado.

En última instancia, queridos lectores, este debate obliga a que los Estados se enfrenten a la pregunta fundamental: ¿qué tipo de comunidad desean ser? ¿Una que extiende la mano sin límites, aún a riesgo de su propia sostenibilidad, o una que, buscando la justicia y la equidad en las relaciones internacionales, establece límites a su generosidad? La filosofía política no puede ofrecer respuestas unívocas, sino herramientas para el análisis crítico de las complejas decisiones que los gobiernos deben tomar en un mundo interconectado pero profundamente asimétrico. La búsqueda de una solución, si la hay, residirá probablemente en un punto de equilibrio, un acuerdo recíproco y pragmático que reconozca tanto los derechos universales como las realidades materiales de las naciones.

Ahora bien, si me lo preguntas personalmente, yo te responderé: “Quiero que mi país sea generoso contigo, como también quiero que tú país sea igualmente generoso conmigo”

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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