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Efemérides 5 de septiembre: ¿qué pasó un día como hoy?

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Muere la Madre Teresa de Calcuta
El 5 de septiembre de 1997, en Calcuta, India, fallecía la Madre Teresa de Calcuta, a los 87 años de edad, a causa de un paro cardíaco. Años después, en octubre de 2003, ante más de 300.000 personas, fue beatificada por el Papa Juan Pablo II.
Nació con el nombre de Agnes Gonxha Bojaxhiu en Uskub, Imperio otomano, el 26 de agosto de 1910. A temprana edad, decidida a destinar su vida a la religión, tomó el nombre de “Teresa”, inspirada en Teresa de Lisieux, Santa Patrona de los misioneros. En 1950 fundó la congregación de las Misioneras de la Caridad. En 1952 abrió un centro en Calcuta, y luego fomentó la expansión de su congregación en todo el mundo. Por más de 45 años, la Madre Teresa se dedicó a brindar asistencia a los pobres, enfermos y huérfanos. Su labor humanitaria le valió una gran cantidad de premios y reconocimientos a nivel nacional e internacional. Entre ellos se destaca el Premio Nobel de la Paz, que le fue otorgado el 17 de octubre de 1979 en reconocimiento a su ayuda a los pobres de todo el mundo, a quienes describía como encarnaciones de Jesús. A pesar de su frágil estado de salud y de las recomendaciones del Papa Juan Pablo II de llevar a cabo sus tareas con menos rigor, Teresa trabajó duro hasta el día de su muerte.
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¿Hay soberanía si dependemos de una moneda extranjera?

Por: Lisandro Prieto Femenía
“Una verdadera soberanía financiera implica que el Estado no dependa de fuentes externas de financiación que puedan condicionar sus decisiones de política interna”: Milton Friedman, Capitalism and Freedom, 1962, p. 84.
La noción de soberanía nacional se erige como uno de los pilares fundamentales del orden político internacional. En su acepción más básica, remite a la autoridad suprema e independiente de un Estado para ejercer poder dentro de su territorio y relacionarse con otros actores internacionales sin injerencias externas. Pues bien, esta soberanía política, intrínsecamente ligada a la capacidad de autodeterminación y al ejercicio pleno de la voluntad de cada pueblo, se ve peligrosamente erosionada cuando la autonomía económica de una nación se encuentra subyugada a las dinámicas y decisiones de potencias extranjeras, particularmente a través de la dependencia de su moneda.
Para comprender la profundidad de este problema, es necesario que comencemos a desglosar el concepto de soberanía, desde un punto de vista político. Jean Bodin, en su obra “Los seis libros de la república” (1576), definió la soberanía como “el poder absoluto y perpetuo de una República”, indicando que es potestad indivisible e inalienable era la esencia misma del Estado la facultad última de legislar, administrar justicia, declarar la guerra y establecer la paz. Si bien la concepción de soberanía ha evolucionado desde el siglo XVI, la idea central de un poder supremo interno, no sujeto a otro poder terrenal, sigue siendo relevante.
Asimismo, Carl Schmitt señala, en su obra “El concepto de lo político” (1932), que la soberanía reside en la capacidad de decidir sobre el “estado de excepción”, es decir, aquel límite donde las normas ordinarias son completamente suspendidas, revelando la autoridad última que define la existencia política de una comunidad. Si el concepto les resulta extraño, sólo tienen que pensar en lo sucedido durante la cuarentena reciente, producto de la pandemia por CODIV-19: el Estado, en su potestad superior, decide cerrar fronteras, restringir la circulación y obligar, con fuerza de ley, a todos los ciudadanos a permanecer en sus hogares.
Ahora bien, esta soberanía política se torna frágil e incompleta si no se sustenta en una sólida soberanía económica. La capacidad de una nación para gestionar sus propios recursos, definir sus políticas productivas, comerciales y financieras, y controlar su destino económico, es un componente esencial de su autonomía real. Al respecto, Friedrich List argumentaba, en su “Sistema nacional de economía política” (1841), que la “fuerza productiva” de una nación, que incluye no sólo sus recursos naturales sino también su capital humano, su tecnología y su capacidad de organización, es la base de su independencia y prosperidad. Pues qué belleza, suena bastante bien, pero en el plano trágico de lo real, la dependencia económica forzada, especialmente la dependencia monetaria, socava esta fuerza productiva y limita severamente la capacidad de un Estado para ejercer su soberanía política de manera efectiva.
La adopción forzada o la internalización estructural de una moneda extranjera como resguardo de valor de la reserva nacional, en este caso el dólar estadounidense, constituye una profunda herida a la soberanía económica. Tengamos en cuenta que, cuando un país no tiene la capacidad de controlar el valor de su propia moneda con credibilidad y estabilidad, se ve obligado a navegar en un mar económico cuyas corrientes son definidas por las decisiones de otro Estado. Como afirmaba el tan criticado por los libertario John Maynard Keynes, en su obra titulada “Las consecuencias económicas de la paz” (1919), “no hay medio más sutil y seguro de subvertir la base existente de la sociedad que corromper su moneda. Este proceso compromete todas las fuerzas ocultas de la ley económica del lado de la destrucción, y lo hace de una manera que nadie es capaz de diagnosticar”. Aunque Keynes se refería particularmente a la inflación, su advertencia sobre la vulnerabilidad inherente a la manipulación monetaria resuena con la dependencia que tiene un país de una moneda emitida en el extranjero.
La realidad para muchos países, especialmente en Hispanoamérica y el mundo “en desarrollo”, es que sus economías operan obligadas bajo la sombra del dólar. Las transacciones internacionales se realizan predominantemente en esta divisa, los precios de las commodities se fijan en dólares, y las reservas de valor de sus bancos centrales se acumulan, en casi su totalidad, en esta moneda. Consecuentemente, la dolarización, ya sea formal o informal, implica que las políticas monetarias y las decisiones económicas que toma la Reserva Federal de los Estados Unidos tienen un impacto directo y significativo en la estabilidad de estas naciones. Tengamos en cuenta que un aumento en las tasas de interés en Estados Unidos puede generar fugas de capitales, devaluaciones de las monedas locales y crisis de deuda en países dependientes del dólar. Sin ir más lejos, hoy podemos apreciar cómo la política comercial “proteccionista” estadounidense afecta negativamente las exportaciones y el crecimiento económico de estas naciones, porque en esencia, se transfiere una porción significativa de la capacidad de decisión económica a un actor externo, limitando así la autonomía para implementar políticas que respondan a las necesidades internas.
Teniendo en cuenta lo precedentemente enunciado, resulta, cuanto menos, paradójico, e incluso ridículo, observar cómo los países que están dotados de abundantes y valiosos recursos naturales, con una riqueza intrínseca en sus tierras, minerales, energía y biodiversidad, se ven obligados de mendigar estabilidad económica a través de la adopción tácita o explícita de una moneda extranjera. La imagen de una nación rica en recursos, pero económicamente vulnerable a cada estornudo financiero de Washington, es un claro síntoma de una soberanía incompleta que a nadie parece molestarle, o también, una autonomía mutilada por la dependencia monetaria a la que jamás nos debimos acostumbrar.
Ahora bien, les pregunto, queridos lectores, ¿cómo es posible que un país con vastas reservas de litio, petróleo, cobre y tierras fértiles deba su estabilidad económica a la política monetaria de otro Estado que quizá carece de esos mismos recursos en la misma magnitud? Evidentemente, esta situación revela una profunda asimetría de poder, donde la capacidad de emitir la moneda de reserva global otorga una influencia desproporcionada a la nación emisora, permitiéndole externalizar costos y condicionar las políticas de otros.
En este punto de la reflexión, creo que es necesario indicar que la dependencia del dólar no es un fenómeno natural ni inevitable. Se trata, más bien, del resultado de procesos históricos, de relaciones de poder desiguales y, en muchos casos, de la internalización de un paradigma económico que prioriza la estabilidad nominal anclada a una moneda “fuerte” extranjera por encima de la construcción de una moneda nacional robusta y creíble. Esta situación de dependencia por imposición también ha perpetuado un círculo vicioso: la falta de confianza en la moneda local impulsa la dolarización, y la dolarización debilita aún más la capacidad de cada Estado para gestionar su propia política monetaria y construir confianza.
Para comprender de manera cabal el asunto de la autonomía financiera, procedamos a interpretar algunos ejemplos históricos de soberanía monetaria. Si bien la dependencia del dólar estadounidense como moneda de reserva y ancla de valor es una realidad extendida, existen ejemplos de naciones que han logrado construir y mantener sus monedas fuertes, preservando así una mayor autonomía en su política económica y fortaleciendo su soberanía. En estos casos vamos a ver claramente que la dependencia no es un destino inevitable, sino una condición que puede ser trascendida mediante políticas económicas prudentes, instituciones sólidas y una visión estratégica a largo plazo.
Uno de los ejemplos más emblemáticos es el del Reino Unido y su Libra Esterlina (GBP). A lo largo de su historia, el Reino Unido construyó un imperio comercial y financiero cuya moneda llegó a ser la principal divisa de reserva mundial. Si bien su preeminencia disminuyó con el ascenso del dólar tras la Segunda Guerra Mundial, la libra esterlina ha mantenido su estatus como una moneda importante a nivel global. El Banco de Inglaterra, con una larga tradición de independencia y credibilidad, ha desempeñado un papel crucial en la gestión de la política monetaria y en el mantenimiento de la estabilidad de la libra.
A pesar de sus fluctuaciones y los desafíos económicos, el Reino Unido ha conservado la capacidad de emitir y controlar su propia moneda, utilizándola como una herramienta fundamental de su política económica y sin depender de una moneda extranjera para sustentar su valor. En este caso puntual, se demuestra que una historia de estabilidad, instituciones fuertes y una gestión económica autónoma pueden consolidar una moneda nacional robusta.
La libra esterlina, como moneda fiduciaria moderna, no tiene un sustento material directo, como el oro o la plata. Su valor se basa en la confianza que el público y los mercados tienen en la economía del Reino Unido, en la estabilidad de sus instituciones (especialmente del Banco de Inglaterra) y en la política monetaria que implementa. Históricamente, la libra estuvo ligada a metales preciosos, particularmente a la plata (de ahí el término “esterlina”, que se asocia a la pureza de la plata). En el siglo XIX y principios del XX, adoptó el patrón oro, donde la libra era convertible a una cantidad fija de oro, aunque este sistema se abandonó definitivamente en 1931.
Actualmente, la libra esterlina se emite contra activos que posee el Banco de Inglaterra: deuda pública (comprando bonos emitidos por el gobierno británico, inyectando libras en la economía); reserva de divisas (manteniendo reservas en otras monedas como dólares o euros) y compra-venta de las mismas para influir en la cantidad de libras en circulación y otros activos. Es importante entender que en el sistema fiduciario actual, el valor de una moneda no reside en un bien físico subyacente, sino en la gestión responsable de la política monetaria por parte del banco central, la fortaleza de la economía que la respalda y la confianza general en su estabilidad como medio de intercambio y depósito de valor.
El precitado ejemplo demuestra que la construcción de una moneda fuerte y la reducción de la dependencia de divisas extranjeras son objetivos alcanzables. Eso sí, requieren de un compromiso sostenido en el tiempo con la estabilidad económica, la construcción de democracias e instituciones creíbles y la implementación de políticas que fomenten la confianza en la moneda nacional. Si bien el camino es complejo y lleno de desafíos, la recompensa en términos de autonomía económica y soberanía nacional es innegable, en tanto que estas naciones han podido demostrar que es posible navegar la economía global con una moneda propia como ancla de valor, en lugar de depender de la voluntad y capricho de otros.
En pocas palabras, está claro que haber renunciado a la plena soberanía monetaria nos ha implicado ceder una herramienta fundamental para el desarrollo económico, independientemente de que estemos nadando en oro, petróleo o litio. Un Estado con control sobre su moneda puede utilizarla para estimular la demanda interna, financiar sus proyectos de inversión, gestionar la inflación y responder a los shocks económicos de manera autónoma. La dependencia del dólar ata las manos de los gobiernos, limitando su capacidad para implementar políticas contracíclicas efectivas y para promover un desarrollo económico que responda a las necesidades específicas de su población.
Creo que, al menos desde la perspectiva que hemos mostrado hoy aquí, la búsqueda de una soberanía plena y una autonomía real exige un esfuerzo consciente por reducir la dependencia que tenemos de la moneda extranjera. Esto no implica necesariamente caer en un aislamiento económico, sino en propiciar la construcción de una moneda nacional fuerte y estable, respaldada por una economía diversificada y productiva, y por instituciones sólidas y transparentes que no utilicen los Bancos Centrales como fábrica de hacer billetes según su conveniencia populista. Sólo así, los países ricos en recursos podrán traducir esa abundancia natural en bienestar para sus ciudadanos, sin verse constantemente amenazados por las decisiones económicas que toma el presidente psicópata de una potencia extranjera. La verdadera soberanía reside, entonces, en la capacidad de decidir nuestro propio destino, incluyendo, por supuesto, el destino de la propia moneda.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Internacionales
La “Madre” como matriz de nuestro ser

Por: Lisandro Prieto Femenía
“Los brazos de una madre son de ternura y los niños duermen profundamente en ellos”: Victor Hugo
Este domingo 19 de octubre festejamos en Argentina el día de la madre, un reconocimiento que si bien está anclado en la dimensión afectiva y familiar, nos invita a una meditación más profunda sobre la importancia ontológica y ética del rol materno. La figura de la madre no puede ser confinada a una mera función biológica-reproductiva o social, sino que debe ser entendida como una categoría fundamental en la constitución de la identidad humana y la emergencia de la moral. Es, en este vínculo primario, donde se inscribe la primera lección de alteridad, la primera experiencia de dependencia absoluta y la manifestación del amor incondicional como fuerza formativa.
Está claro que no somos nada sin nuestra madre; nuestra existencia es un testimonio palpable de su sacrificio y amor incondicional. Desde el momento de la concepción, cada uno de nosotros se convierte en “carne de su carne”, lo que refleja la esencia de la relación maternal. En palabras de William Wordsworth, “la madre es la fuente de nuestros días” (Wordsworth, Poems in Two Volumes, 1807), una afirmación que resuena con la profundidad de lo que significa ser humano. Este vínculo, tan intrínseco a nuestra identidad, se manifiesta no solo en la biología, sino en la experiencia diaria del cariño, la educación y la guía.
A medida que crecemos, el reconocimiento de este lazo se vuelve aún más pertinente. El filósofo Gabriel Marcel sostenía que el vínculo materno es una dimensión fundamental de la existencia, donde “la creación de un ser humano es una perpetua renovación de la luz en el misterio de la vida” (Marcel, La dignidad humana, 1964). Este vínculo se vuelve indisoluble, no sólo en el plano estrictamente emocional, sino también en el ontológico y espiritual, donde las enseñanzas y experiencias de nuestras madres perduran a lo largo de nuestras vidas. A menudo, en la búsqueda de la individualidad y la superación personal, nos olvidamos que nuestras raíces están profundamente ancladas en el amor y en el sacrificio materno, un hilo que teje la historia de nuestra existencia y nos conecta a lo sagrado, mientras nos recuerda en nuestros momentos de lucidez: nadie llega a sólo a ningún lado”.
Asimismo, el rol de la madre, al operar desde la entrega radical y el sacrificio constante, se erige como un arquetipo de la generosidad y el perdón. Recordemos que el escritor y pensador Víctor Hugo lo expresó de manera conmovedora al afirmar que “los brazos de una madre están hechos de ternura y los niños duermen profundamente en ellos” (Hugo, s.f.). Más que una metáfora sencilla o imagen poética, esto sugiere que el regazo materno es el primer lugar seguro del cosmos, el origen de la paz que el ser humano buscará, consciente o inconscientemente, durante toda su vida. La fuerza que emana de esta figura trasciende las leyes puramente racionales o naturales, siendo una potencia transformadora que ampara la fragilidad.
Es innegable, también, que la figura materna, en su manifestación como fuente de vida y refugio ha sido históricamente investida de una profunda dimensión sacra. En el ámbito antropológico y religioso, este rol se proyecta en el arquetipo atemporal de la “Diosa Madre” o la “Gran Madre”, principio generador que personifica a la Tierra (Mater) como origen de toda existencia. La Tierra y el Agua, en el pensamiento arcaico, eran consideradas el material primordial, “aquella que se penetra, aquella que se excava y que se diferencia simplemente por una resistencia mayor a la penetración” (Durand, 1981, p. 219). De esta matriz primordial surge la conexión ineludible entre lo femenino, la fecundidad y lo numinoso.
Particularmente, en el cristianismo, este aspecto sagrado alcanza su cúspide y su singularidad en una figura de trascendencia ecuménica, a saber, la Virgen María. La teología sobre la madre de Jesús se funda en el dogma de la Encarnación, para la tradición cristiana y especialmente la católica, la cual le otorga el título de Madre de Dios (Theotokos en griego). No se trata de un título honorífico, sino de una verdad dogmática que garantiza la identidad misma de Cristo: si Jesús es plenamente Dios y plenamente hombre, y María es la madre de Jesús, ella es, verdaderamente, Madre de Dios. Este título fue solemnemente definido por el Concilio de Éfeso en el año 431 d.C. para proteger la doble naturaleza de Cristo, refundando a quienes pretendían reducir a María a ser sólo la madre de su humanidad. Pues bien, el Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza este misterio al afirmar que “la Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios (Theotokos). En efecto, Aquel que ella concibió como hombre por obra del Espíritu Santo y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 495).
Como habrán podido apreciar, su rol no es pasivo en absoluto, sino un acto de fe y obediencia que revierte la desobediencia original. Recordemos también a San Ireneo de Lyon, Padre de la Iglesia, quien formuló esta idea con claridad al establecer el paralelismo teológico: “El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María. Lo que Eva ató por su incredulidad, María lo desató por su fe” (Ireneo de Lyon, Adversus Haereses, III, 22, 4).
Otro aspecto importante en este análisis es el valor que tiene la fortaleza de las madres. La maternidad de María se extiende, sin embargo, más allá del gozo de la concepción hasta el extremo del dolor. Su figura se vuelve el arquetipo de la maternidad heroica al presenciar el sufrimiento y la muerte de su hijo. Esta dimensión, inmortalizada en la “Pietà” o la escena del Stabat Mater (la Madre dolorosa), trasciende lo teológico para ofrecer una reflexión profunda sobre la capacidad humana de la mujer para soportar dolores existencialmente insoportables.
María, como tantas madres en la historia que han visto caer a sus hijos por la violencia, la enfermedad o la guerra, encarna la fuerza silenciosa que se mantiene en pie ante la aniquilación. Sobre este tópico en particular, el Papa San Juan Pablo II, meditando sobre este dolor en su encíclica Redemptoris Mater, resalta la naturaleza única de su calvario materno: “Por medio de esta fe, que era en cierto modo la ‘llave’ de todo el misterio de la Anunciación y de la Encarnación, la Virgen… compartía la cruz de su Hijo, uniéndose al sacrificio redentor que él ofrecía” (Juan Pablo II, 1987, n. 24).
La fortaleza de María no reside en una inmunidad al sufrimiento, sino en su capacidad de dotar de sentido al dolor a través de su fe y amor inquebrantable. Esta cualidad es, en su esencia filosófica, un testimonio del heroísmo cotidiano que yace en el corazón de la maternidad: la capacidad de amar y nutrir la vida, incluso cuando esa vida está amenazada o se desvanece, transformando el sufrimiento más íntimo en un acto de suprema dignidad y resistencia ética.
Tampoco podemos olvidar que la ternura de la maternidad se despliega siempre como un acto de resistencia y creación que va más allá de la biología, enraizandose en un profundo compromiso afectivo. Como sostuvo la filósofa Simone Weil, “la verdadera fuerza es el amor” (Weil, “La gravedad y la gracia”, 1949), lo que sugiere que la maternidad, en su esencia, es una manifestación del amor que nutre y transforma tanto a la madre como al hijo. Esta relación se fundamenta en la experiencia del cuidado, que se convierte en un locus de desarrollo ético y emocional. Por su parte, Sara Ruddick describió el trabajo materno como “una práctica que exige reflexión y vitalidad” (Ruddick, Maternal Thinking: Toward a Politics of Peace, 1989, p. 2), donde la ternura se manifiesta en cada acto de atención y dedicación. En este sentido, la maternidad es un “espacio sagrado” de experiencia compartida, como sugiere el teólogo Henri Nouwen, para quien “la maternidad es un lugar de encuentro donde el amor se convierte en vida” (Nouwen, Life of the Beloved: Spiritual Living in a Secular World, 1999). Esta dualidad de la maternidad, entre la ternura y el desafío, nos invita a repensar nuestras interacciones y vínculos, convirtiendo el hogar en un microcosmos de la ética del cuidado y el amor.
La meditación sobre el rol materno en clave filosófica y sagrada no debe culminar en una celebración acrítica o en una simple apología, sino que debe abrir un espacio para la reflexión crítica y la interrogación radical de nuestras categorías conceptuales.
La tradición filosófica occidental se ha construido históricamente sobre el primado del “Logos”, privilegiando la razón abstracta y desencarnada por encima de la experiencia sensible y corporal, relegando la ética del cuidado a un segundo plano. Surge entonces aquí una pregunta fundamental: si la vida humana se constituye en la vulnerabilidad y la interdependencia radical- hechos ineludibles de la experiencia materna-, ¿de qué modo una genuina “filosofía de la matriz” o del cuidado puede transformar nuestras categorías ontológicas, situando estos elementos esenciales en el centro mismo de la verdad existencial, y no meramente como accesorios de la razón?
El debate sobre la maternidad alcanza su punto más álgido en la postmodernidad, un tiempo marcado por la primacía del individuo y el imperativo de la autorrealización personal. En este contexto, ha emergido una poderosa corriente ideológica, a menudo asociada a ciertas “agendas de empoderamiento”, que reduce la maternidad a una carga biológica o una esclavitud social que impide la trascendencia. Beauvoir, con su crítica a la mujer como “el Otro”, sentó las bases para esta visión al argumentar que el embarazo es una “servidumbre de la especie”, una experiencia que “encadena a la mujer a su cuerpo” (Beauvoir, 1949, p. 556). Esta perspectiva, que ve la renuncia y el cuidado como una limitación a la libertad individual, ha llevado a muchas a experimentar la vocación materna como un obstáculo a la realización profesional y egoísta.
La figura de la mujer posmo-empoderada, con frecuencia ataviada en la ilusión del éxito y la autonomía individual, se asemeja a una actriz en un escenario vacío, donde cada aplauso es efímero y cada logro, una mera acumulación precaria de bienes perecederos. En su afán por el reconocimiento, muchos ven la maternidad como una cadena que les impide disfrutar de “lo mejor” de la vida- el lujo, los viajes y las experiencias mundanas- ignorando que estas aparentes victorias son, en última instancia, transitorias y vulnerables a la muerte. Martin Heidegger nos advierte sobre el peligro de una existencia superficial que evade la pregunta del ser y de lo que trasciende; en su obra, se nos recuerda que “la muerte nos confronta con la esencia de lo que somos” (Heidegger, Ser y tiempo 1927). En contraste, el acto de ser madre sienta las bases para una conexión profunda y duradera, trascendiendo los caprichos mundanos. Como escribe la autora bell hooks, “la maternidad recrea la vida en un contexto ético y espiritual” (hooks, 2002, The Will to Change: Men, Masculinity, and Love p. 134), sugiriendo que el legado que dejamos a través de nuestros hijos perdura más allá de nuestras propias limitaciones temporales. Así, la maternidad no se presenta como una renuncia o una esclavitud, sino como la única certeza de trascendencia que contrarresta la fugacidad de la vida posmoderna.
Frente a esta visión que etiqueta el don de la vida como una condena, se levanta la voz de quienes reafirman la dignidad intrínseca y la potencia ética de la maternidad como contribución insustituible a la humanidad. En esta línea, San Juan Pablo II, en su Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, remarca que la feminidad se realiza plenamente en el don de sí, un concepto que la madre encarna de manera paradigmática. Él afirmaba allí que “la maternidad es una verdad y una tarea que concierne a la persona de la mujer en su totalidad, de su ser y de su misión“(Juan Pablo II, 1988, n. 18). Aquí, el debate filosófico se centra, por tanto, en el dilema ético fundamental: ¿es el ser-para-sí (la autorrealización individualista) el único horizonte de la libertad, o se encuentra la plenitud más auténtica en el ser-para-otro (la entrega vital generosa) que define y ennoblece el acto de la madre?
Finalmente, en la era posmoderna, marcada por la biotecnología y la subrogación, se presenta un dilema ontológico sin precedentes: la función biológica (gestación), la función genética y la función social (cuidado) de la madre pueden ser separadas y distribuidas entre diferentes sujetos. Ante esta fragmentación tecnológica de la matriz, la reflexión se torna ineludible cuando nos preguntamos ¿qué constituye la esencia irrenunciable del vínculo materno? ¿Radica su sustancia en la gestación biológica, en el acto consciente del cuidado, en la intencionalidad del proyecto de vida, o en la mera fuerza del amor incondicional? La respuesta a este dilema es crucial, pues impacta directamente en la concepción filosófica de la identidad, la filiación y el destino del ser humano.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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La libertad recuperada no devuelve la inocencia

Por: Lisandro Prieto Femenía
“El único elemento de la filosofía de Jesús que fue revolucionario es el perdón, y la única acción que realiza es hablar, arriesgándose a morir por ello”: Hannah Arendt, La condición humana
La reciente liberación de rehenes, la negociación de una tregua, o la firma de cualquier tratado de paz tras un conflicto atroz, no representan la simple restitución del statu quo ante bellum. No devuelven la inocencia a las víctimas ni la pureza a los espacios arrasados. Por el contrario, lo que ocurre es, en palabras de Arendt, una entrada distinta y ruidosa en el “mundo”, un segundo nacimiento que está marcado inexorablemente por el eco de lo vivido.
Este eco es bastante profundo: el trauma se inscribe no sólo en la mente, sino en la corporalidad, en el silencio y en la manera de mirar a quienes se ama, pues, como advierte el psiquiatra Bessel van der Kolk, el trauma se almacena en el cuerpo, no sólo en la memoria. Esta afirmación desnuda la tremenda falsedad de la dicotomía mente/cuerpo, puesto que el horror deja surcos permanentes en la respiración y en la orientación espacial. En consecuencia, la tarea de dar sentido para quien vuelve del cautiverio se impone como una labor de alquimia, buscando transformar la materia bruta de la experiencia límite en algo habitable sin traicionar la memoria. Al respecto, Viktor E. Frankl, quien supo escribir desde la experiencia del campo de concentración, dejó la pauta de una resistencia interior que no es una exhortación a la superación individual sin marco, sino a la constatación de que la voluntad puede ser sostenida por un proyecto: “Cuando ya no podemos cambiar una situación, estamos desafiados a cambiarnos a nosotros mismos” (Frankl, 1946/2006, p. 120).
Sin embargo, esta proeza individual no puede ser pensada fuera de su marco político y social. Cuando el tejido comunitario que sostiene la vida ha sido destruido por la guerra, la experiencia de la víctima individual se cruza con la “vida desnuda” (nuda vita) de la población civil. Esta condición, definida por Giorgio Agamben como aquella existencia despojada de todo atributo jurídico o político, está expuesta a la violencia arbitraria (Agamben, 1995/2013). Así pues, la persistencia de la vida en Gaza, bajo bombardeo constante durante dos años, no es la recuperación del bios (la vida calificada y con sentido), sino la supervivencia brutal de la zöe (la mera vida biológica), una condición compartida, aunque asimétricamente, con la persona rehén, ya que ambos son sujetos de una violencia que los reduce a su mínima expresión biológica.
Por detrás de este crudo análisis filosófico de la condición de las víctimas, tanto rehenes israelíes como civiles inocentes de Gaza, se encuentra en todo su esplendor el cinismo biopolítico y la vanidad de quienes ahora son, según los medios de comunicación, los “abanderados de la paz”. Pensemos en la figura de un líder global, aclamado por la paz ahora, mientras que su gestión es la misma que ha permitido el horror sistemático, nos enfrenta directamente al cinismo estructural del poder posmoderno. Este espectáculo político no es una contradicción moral accidental, sino la manifestación de una biopolítica consciente y estratégicamente administrada, donde la vida y la muerte son objeto de un cálculo de poder.
Sobre este aspecto en particular, recordemos que Michel Foucault identificó el cambio del poder soberano al biopoder, donde el viejo derecho de “hacer morir” o de “dejar vivir” es sustituido por el poder de “hacer vivir” y “dejar morir” (Foucault, 1976/1990, p. 182). En el escenario de la crisis actual, el presidente norteamericano actúa como el administrador supremo de este campo biopolítico. Por una parte, el consentimiento o la habilitación de los bombardeos que arrasaron no sólo con casi la totalidad de los edificios de Gaza, sino también con mujeres y niños que se encontraban morando allí, se traduce en el cálculo del “dejar morir” a una población en aras de un objetivo geopolítico funcional a los intereses de un puñado minúsculo de degenerados. Por la otra, la negociación y la liberación de los rehenes se instrumentaliza como un acto de “hacer vivir” a unos pocos, con el objetivo de asegurar el consenso político interno, la imagen internacional y el estatus de “pacificador”.
En esta dialéctica macabra, muy propia de estos tiempos nefastos, el líder que exige abiertamente el Premio Nobel de la Paz ejemplifica la degradación de la acción política a una vanidad vacua que nos deja sin palabras. Al respecto, Arendt, en La condición humana, argumentó que el actor político busca la “grandeza” y el reconocimiento público para contrarrestar la futilidad inherente a la acción humana (Arendt, 1958). Sin embargo, cuando este reconocimiento se busca tras haber coadyuvado a la devastación masiva, la acción se convierte en una farsa cínica.
El cinismo, en este contexto, no es sólo la mentira, sino también la separación consciente entre el discurso ético de la paz y la práctica funcional de la guerra. El galardón de la paz, por lo tanto, no se busca como una culminación de la justicia, sino como la máxima condecoración por una exitosa contabilidad de víctimas, donde la liberación de unas pocas vidas vale más, en términos de capital político, que la inacción frente a la destrucción de miles. Este es el momento, amigos míos, en que la imagen de la paz eclipsa, de forma mediática y espectacular, la materialidad de la guerra real.
Paralelamente, ante la limpieza étnica calculada y el caradurismo político, se alza rasposamente la voz de la diplomacia vaticana, pero ésta, a menudo, parece atrapada en una tibieza que privilegia la neutralidad sobre la intervención moral decisiva. El Papa y sus patéticos emisarios han sido constantes en sus parroquiales llamados a la oración y en sus clementes expresiones de dolor, actos cruciales que honran la dimensión espiritual y humanitaria del sufrimiento. Queda claro que lo que estamos explicitando aquí es una crítica directa que apunta a la carencia de una implicación política que rompa los muros del Vaticano y sus redes sociales.
Cuando el horror es sistemático y las atrocidades son manifiestas, la diplomacia de la Santa Sede tiende a refugiarse en una equidistancia glacial, buscando mantener abiertos canales de diálogo con todas las partes, incluso a costa de la claridad moral. Esta actitud ya fue señalada por el Consejo de la Asamblea de Rabinos de Italia al cuestionar la respuesta del Vaticano ante los ataques: “¿de qué han servido décadas de diálogo cristiano-judío hablando de amistad y fraternidad si luego, en la realidad, cuando alguien intenta exterminar a los judíos, estos, en vez de recibir expresiones de cercanía y comprensión, reciben como respuesta acrobacias diplomáticas, ejercicios de equilibrismo y una glacial distancia?” (Council of the Assembly of Rabbis of Italy, citado en Jewish-Christian Relations, 2024). Y mejor no hablemos de la patética quietud que se mostró cuando Israel bombardeó una Iglesia católica en Gaza con niños refugiados en su interior.
Esta “cautela”, lejos de ser prudencia evangélica, corre el peligro de ser interpretada como un fracaso ético-político. Lo que se exige de un Sumo Pontífice en el escenario global no es sólo la bendición y la súplica, sino una acción audaz que encarne la parrhesía (hablar con verdad y franqueza, incluso ante el peligro). Un Papa valiente debería usar el capital simbólico de la Sede Petrina no sólo para rezar por la paz entre israelíes y gazatíes, sino también para interceder con firmeza por los miles de cristianos perseguidos en territorio de dominio islámico, donde la zöe (vida desnuda) es la condición permanente de las minorías religiosas. La prioridad de la diplomacia católica debe ser menos el equilibrismo geopolítico y más el sacrificio activo por la dignidad de aquellos cuya vida está al margen de cualquier protección estatal. La Iglesia, para ser la “Iglesia en salida” que Francisco proclamaba, debe hacer de la intervención activa por los mártires de hoy un eje visible y contundente de su política exterior, abandonando la comodidad de la condena genérica por la lucha concreta y valiente por las minorías asediadas en las periferias.
En este punto, es fundamental que entendamos las injerencias del perdón y de la promesa, conceptos que funcionan de “remedios” arendtianos contra la idea de irreversibilidad. Para Arendt, la acción (capacidad humana de comenzar algo nuevo) es la esencia de la política. No obstante, la acción es inherentemente peligrosa porque está marcada por dos defectos fatales: es “irreversible” (no se puede deshacer lo que se ha hecho) e impredecible (sus consecuencias exceden la intención del actor). Frente a la fatalidad de la acción y su horror masivo, nuestra autora propone estos dos “remedios” que permiten a la humanidad continuar y volver a iniciar, en lugar de quedar atrapados en el ciclo del resentimiento. El “perdón” y la “promesa” actúan como mecanismo de interrupción. Su filosofía lo resume indicando que el remedio es para la irreversibilidad, para la imposibilidad de ‘deshacer’ lo que ha sido hecho, es la facultad de perdonar. Y el remedio para la impredecibilidad, para caótica incertidumbre del futuro, es la facultad de prometer” (Arendt, 1958, p. 237).
El “perdón” (Verzeihen) no es un mecanismo jurídico ni un olvido emocional, sino un acto profundamente político cuya función es liberar a ambos, ofensor y ofendido, de las consecuencias del acto. El perdón interrumpe el ciclo de la venganza, la cual es una reacción sujeta a la necesidad y a la determinación del pasado. Es, en definitiva, un acto de libertad que se niega a ser determinado por lo que ya pasó, perdonando a la persona (no al acto) para que pueda reingresar al mundo de la acción. En el contexto actual que venimos analizando, el cinismo del “abanderado de la paz” reside, precisamente, en que no se permite pedir perdón, sino que se exige “alabanza”. La vanidad del líder obstaculiza la irrupción del perdón, ya que este presupone el reconocimiento del daño y la falibilidad, cualidades que son incompatibles con la búsqueda de la gloria personal.
El segundo remedio es la “promesa” (Versprechen). Si el perdón libera del pasado, la promesa doma la impredecibilidad del futuro. Es el acuerdo mutuo de un grupo de personas para actuar de una manera determinada, estableciendo “islotes de certeza” en el océano caótico de la acción. Un acuerdo de paz o un alto el fuego solo tiene valor si es, esencialmente, un acto de prometer. Prometer, en el sentido arendtiano, significa construir una red de relaciones estables que haga posible la coexistencia. Por consiguiente, cuando el líder político usa el acuerdo de paz como un trofeo de vanidad personal y no como la cimentación de una promesa recíproca de seguridad y justicia, la paz se convierte en una simple tregua funcional dictada por la conveniencia biopolítica, desprovista de la capacidad de iniciar una nueva historia verdaderamente libre.
La restitución de una vida tras el horror, y la posibilidad de que el perdón y la promesa tengan arraigo, exige que existan ciertas condiciones materiales de justicia. La ética es inseparable de la materialidad, y sobre este asunto en particular Martha Nussbaum desarrolló el enfoque de las capacidades, mediante el cual afirma que la idea básica es que debemos preguntarnos: “¿qué son las personas realmente capaces de hacer y ser?” (Nussbaum, 2004, p. 5). Es decir, sin un umbral mínimo de capacidades (salud, vivienda, seguridad material y política), la exigencia de «resiliencia» o la aspiración al «sentido» son meras consolaciones retóricas.
En este punto, la ética del cuidado se vuelve un imperativo práctico. Joan Tronto concibe el cuidado no como un sentimiento, sino como una actividad política. Según ella, el cuidado es una actividad genérica que incluye todo lo que hacemos para mantener, continuar y reparar nuestro ‘mundo’ de modo que podamos vivir en él lo mejor posible (Tronto, 1993, p. 103). Pues bien, el cinismo político no sólo inflige daño, sino que se niega a cuidar las consecuencias de ese daño. El imperativo ético se materializa en la tarea de recomponer la coherencia social, creando las redes y las instituciones que permitan al individuo fracturado por el trauma reintegrarse a una comunidad que honre su dolor, y en exigir responsabilidad a los que quieren el Nobel de la paz, para que desciendan de su pedestal de gloria, reconozcan el daño que permitieron y, de este modo, abran el espacio político para que la promesa de futuro sea posible.
Cierro, como siempre, haciendo preguntas. Si la vanidad del líder busca la gloria en la gestión del horror, y si el cinismo se niega a reconocer el daño, surge la pregunta crucial: ¿cómo puede la ciudadanía forzar la irrupción del perdón y la promesa en la esfera pública? Si el perdón, según Arendt, debe ser otorgado a la persona y no al acto, y si el perdón presupone el arrepentimiento, ¿es el perdón posible cuando el actor político (el líder) no solo no se arrepiente, sino que instrumentaliza su acción para obtener una condecoración? ¿O el perdón sólo puede ser ejercido por las víctimas, dejando la responsabilidad política de la justicia pendiente? Frente a la persistencia del trauma y la vida desnuda, ¿qué prácticas políticas y qué lenguaje público se requieren para interrumpir el ciclo de violencia y evitar que la memoria del sufrimiento sea utilizada como mero combustible para nuevas guerras? Por último, si una paz surge de una contabilidad maquiavélica entre vidas salvadas y vidas sacrificadas, basada en la biopolítica, ¿puede tal acuerdo constituir una verdadera promesa para el futuro o es solo la pausa necesaria para que los actores políticos se reposicionen antes de la próxima irreversible acción?
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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