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Ni el casco de “prensa” se salva

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”: Arturo Pérez-Reverte

El reporte de la muerte de Anas al-Sharif y otros periodistas de la cadena Al Jazeera en un bombardeo israelí en Gaza en agosto de 2025 no es un suceso noticioso amarillo, sino un evento que actúa como catalizador de una profunda reflexión filosófica. El ataque, que tuvo como objetivo una carpa de prensa ubicada cerca del hospital de al-Shifa, fue inmediatamente condenado por organismos internacionales como la ONU y el gobierno de España, entre otros. Estas condenas calificaron el acto como una “grave violación del derecho internacional humanitario”. La rápida reacción de estos actores globales subraya la seriedad con la que se perciben los ataques a la prensa en las zonas de conflicto, reconociendo el papel esencial del periodismo para el derecho a la información y la libertad de expresión, incluso en las circunstancias más peligrosas.

Sin embargo, el relato de los hechos se complica con la contra-narrativa proporcionada por Israel. En lugar de negar la autoría del ataque, Israel lo “confirmó” pero, al mismo tiempo, afirmó que el periodista precitado era un “terrorista que se hacía pasar por periodista”. Esta declaración crea una dicotomía que trasciende el desacuerdo factual, abriendo un abismo de preguntas filosóficas. La inaccesibilidad de algunas fuentes periodísticas clave es, en sí misma, un síntoma de la opacidad y la dificultad de verificar la verdad en estos conflictos, donde la información se convierte en un frente más de batalla. La pregunta que nos hacemos aquí es fundamental: ¿cómo se puede justificar moralmente un acto de violencia letal cuando las narrativas sobre la identidad y el estatus de la víctima son irreconciliables?

La dicotomía de narrativas sobre el ataque no constituye un simple desacuerdo sobre los hechos, sino que se trata de una deliberada estrategia de guerra. La violencia dirigida a los periodistas y la subsiguiente justificación que los tacha de terroristas no es un acto aislado, sino un método coordinado para controlar la narrativa y deslegitimar a cualquier testigo posible. No sólo se busca la eliminación física del reportero, sino también la desacreditación de cualquier evidencia que pudiera haber recopilado. Al confirmar el ataque pero descalificar moralmente a la víctima, Israel busca anular la protección que el derecho internacional humanitario otorga a los periodistas. La implicación de esta acción es profunda porque si la condición de “periodista” puede ser borrada por la declaración de un bando beligerante, el valor de su testimonio se desvanece. La guerra moderna se libra no sólo con armamento, sino con la capacidad de redefinir la realidad misma, apuntando directamente a la figura del testigo ocular. Así, el asesinato de periodistas se convierte en un ataque a la objetividad y a la posibilidad de que no existe una verdad compartida fuera del control de los actores que lideran el conflicto.

Para comprender la compleja red de dilemas morales y legales que envuelven la muerte de periodistas en un contexto bélico, es indispensable recurrir a la “Teoría de la guerra justa”, un marco filosófico que ha guiado la reflexión sobre los conflictos armados desde la antigüedad. Esta teoría se divide en dos partes principales: el Ius ad bellum, que borda la moralidad de ir a la guerra, y el Ius in bello, que se centra en la moralidad de la conducta una vez que la guerra ha comenzado. En el caso específico del ataque a la prensa en Gaza, la atención se dirige al ius in bello, que exige que todos los combatientes, sin importar la justicia de su causa, respeten ciertas reglas básicas de conducta.

Uno de los pilares más importantes del ius in bello es el “principio de discriminación”, el cual dicta que los ataques deben dirigirse exclusivamente contra combatientes legítimos, protegiendo a la población civil y a aquellos que no participan directamente en las hostilidades. Filosóficamente, la justificación moral para matar en una guerra se basa en que los objetivos legítimos han perdido su “derecho” a “no ser atacados militarmente”, es decir, que son “moralmente susceptibles” de un ataque letal. Por el contrario, el simple hecho de que una persona sea un no-combatiente es suficiente para que no pueda ser moralmente atacada. Pues bien, los periodistas, en su calidad de civiles, están explícitamente protegidos bajo este marco, siempre que no participen en las hostilidades. El ataque que mató a seis periodistas de Al Jazeera en una carpa de guerra, un objetivo no militar, ilustra la aplicación directa de este principio.

Como dijimos recientemente, la justificación israelí de que Anas al-Sharif era un “terrorista”, es un intento de anular su estatus de no combatiente y, por lo tanto, fundamentar su “susceptibilidad moral” a ser atacado. Al re-etiquetar a un civil como combatiente, una de las partes beligerantes intenta legitimar su acto de violencia a posteriori. Esta acción revela una profunda vulnerabilidad del derecho internacional humanitario: su dependencia de una interpretación compartida de la realidad y del estatus de las víctimas. Si la definición de “no combatiente” puede ser anulada por una declaración unilateral de un bando, el principio de discriminación deja de ser un derecho universal para convertirse en un privilegio discrecional, vaciando de su significado a toda la estructura del derecho humanitario.

Este perverso proceso de re-etiquetación expone la fricción inherente entre la teoría de la guerra justa y su aplicación práctica. La vida en el campo de batalla, dominada por el caos y el instinto de supervivencia, a menudo empuja a los soldados a desconectar su sistema de creencia moral en favor de la victoria. El ejército confía en el juicio moral de sus líderes en el campo de batalla, un juicio que puede llevar a dejar de lado bastantes asuntos morales fundamentales.

Además del principio de discriminación, el ius in bello también se rige por el “principio de proporcionalidad”, que prohíbe los ataques cuyos daños colaterales a civiles sean excesivos en relación con la ventaja militar directa y concreta esperada. En este caso, la justificación militar del ataque a una carpa de prensa, que resultó en la muerte de múltiples civiles protegidos, es cuestionable. El acto no sólo parece gallar en la discriminación, sino que también parece inherentemente desproporcionado. Surge, entonces, la pregunta filosófica: ¿qué valor tiene un objetivo militar (si es que existía alguno) frente a la aniquilación de la verdad en el campo de batalla?

Al respecto, es interesante acudir a la opinión del escritor y ex corresponsal de guerra Arturo Pérez-Reverte, quien expresó su postura sobre el conflicto en Gaza, añadiendo asimismo una capa de complejidad a esta delicada discusión. Pérez-Reverte, que anteriormente se consideraba “proisraelí”, afirmó que la respuesta de Israel al ataque de Hamás había llegado a “extremos tan bárbaros” que ya no podría considerarse un simple “daño colateral”. En su opinión, lo que está sucediendo es un “asesinato” y, por lo tanto, Israel es un “Estado que está asesinando a una población”. Esta fuerte condena moral, proveniente de alguien con experiencia en conflictos y una postura previa de apoyo a la aspiración democrática de Israel, nos muestra cómo el concepto de lo que es un ataque “justificable” en la guerra puede mutar a los ojos de los observadores a medida que la brutalidad del conflicto alcanza nuevos niveles.

Es momento, entonces, de hablar de la ética de la información en el campo de batalla. El periodismo en zonas de guerra, lejos de ser un mero oficio, es una vocación que se adhiere a un conjunto de principios éticos rigurosos. La ética periodística en la guerra exige que los reporteros busquen la verdad, mantengan la neutralidad y la objetividad, y eviten causar daño alguno. El derecho internacional reconoce esta labor y otorga a los reporteros el estatus de civiles protegidos, siempre que no tomen parte activa en las hostilidades. Los Estados tienen la obligación explícita de garantizar la seguridad de estos profesionales, ya que su asesinato no sólo vulnera su derecho a la vida, sino que constituye una gravísima violación del derecho a la libertad de expresión internacional. Esta violación afecta tanto al derecho individual del periodista como al derecho colectivo de la sociedad a recibir información veraz en tiempos de guerra.

A pesar de esta protección legal, los periodistas se ven obligados a operar en un ambiente de riesgo extremo. Los protocolos de seguridad para corresponsales de guerra son extensos y detallados, abarcando desde el uso de chalecos antibalas y cascos hasta la encriptación de las comunicaciones y la correspondiente preparación física y psicológica. Esta paradoja entre la protección nominal y el riesgo palpable crea una tensión constante. La existencia de estos protocolos demuestra que, en la práctica, los periodistas no confían plenamente en la protección legal que el derecho internacional les promete, justamente porque deben cuidar de sí mismos y de sus colegas, ya que su oficio los expone a incidentes inherentes a la cobertura de las noticias y amenazas de personas o facciones concretas.

Más allá de la vulnerabilidad física, el periodista de guerra sufre un daño psicológico y moral profundo, una “lesión moral” que lo convierte en una “víctima de la conciencia”. Este concepto, originalmente aplicado a los soldados, es perfectamente extensible a los reporteros. La “lesión moral” se define como el “desgaste del carácter moral” que ocurre al presenciar o ser cómplice de un asesinato injusto. El caso puntual del fotógrafo Kevin Carter, quien se suicidó tras ganar el Pulitzer por una foto que ilustraba la hambruna de Sudán, es un claro ejemplo histórico de este trauma, provocado por la inmensa angustia de su trabajo. El asesinato de un colega no es sólo una amenaza profesional, sino que representa una experiencia moralmente devastadora: el periodista que sobrevive no sólo es testigo de la noticia, sino que carga con una “baja de la conciencia” que regresa como una sombra de lo que antes solía ser. Este sufrimiento eleva la discusión de lo legal a lo estrictamente existencial, porque la guerra no sólo destruye cuerpos, sino que también corrompe el alma de aquellos cuya misión es reportar sus horrores, demostrando la fragilidad de la ética y la moral frente a la barbarie de la que es capaz el ser humano.

El análisis de la muerte de Anas al-Sharif y sus colegas de Al Jazeera nos revela que este trágico evento no es un incidente aislado, sino una manifestación de varias problemáticas filosóficas interconectadas. En primer lugar, la guerra moderna demuestra una tendencia peligrosa a no respetar los principios del ius in bello, especialmente el de discriminación, cuando puede redefinir la realidad a su conveniencia. La justificación de un ataque a un civil, simplemente re-categorizándolo como un combatiente, vacía de su significado a toda la estructura del derecho internacional humanitario.

En segundo lugar, la figura del periodista de guerra encarna una paradoja trágica: está protegido por la ley, pero opera en un entorno donde esa ley es regularmente violada. Al presenciar la violencia y la injusticia, el reportero sufre esa “lesión moral”, un daño profundo al alma que demuestra que la guerra mutila por igual los cuerpos como las mentes de quienes se atrevan a enfrentarla para contar su historia.

Finalmente, la “guerra de narrativas”, algo tan posmo progre y tan perverso, que busca activamente fabricar la indiferencia, un mal moral que socava a toda acción colectiva. La proliferación de relatos contradictorios tiene como objetivo confundir a la audiencia global, generando escepticismo y apatía, lo que permite que la violencia continúe sin ser castigada.

En última instancia, queridos lectores, el ataque asesino sobre los periodistas en Gaza no fue sólo un crimen de guerra, sino un ataque epistémico y moral. Fue un asalto a la posibilidad misma de una verdad objetiva y compartida en tiempos de conflicto. La muerte de la verdad precede a la muerte de los inocentes. Y la filosofía, en este contexto, no puede permanecer neutral. Su tarea es desmantelar las justificaciones simplistas, exponer las contradicciones morales y recordarle a la humanidad que la verdad, y quienes la buscan, son el primer y último baluarte contra la barbarie. La labor de los reporteros de guerra, al exponer los horrores del conflicto, es el antídoto más poderoso contra la indiferencia, que es tan asesina como cualquier arma del arsenal disponible de cualquier ejército. Su trabajo, y el sacrificio que a menudo conlleva, nos obliga a plantear una ética de la no-indiferencia, donde el conocimiento se convierte en la base para la acción moral.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Quien vive en paz, no jode a los demás- Lisandro Prieto Femenía

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“A las personas no les molestan las cosas, sino las opiniones que les dan a esas cosas”

Epicteto, Enquiridión (Capítulo 5).

El precitado aforismo estoico, que sitúa la fuente de la perturbación no en el mundo externo, sino en el juicio subjetivo que emitimos sobre él, encierra una tesis fundamental para la filosofía: la buena convivencia no primariamente una tarea de diseño social o regulación externa, sino el resultado inevitable de una cierta disposición, de una arquitectura interior armónica. Si la paz con el mundo es un reflejo de la paz consigo mismo, entonces la agresión, la falta de respeto, la irritabilidad y el malestar que proyectamos sobre el entorno no son más que los síntomas de una guerra no resuelta en el fuero interno. Bajo esta luz, la búsqueda de la serenidad se convierte en la primera y más radical responsabilidad cívica.

La filosofía clásica sentó las bases de esta conexión indisoluble entre el orden interno y la acción justa. Para Platón, la justicia misma en la “polis” es una proyección de la justicia del alma. En “La República”, el filósofo ateniense define el alma justa como aquella donde cada una de sus tres partes- la razón (logistikón), el espíritu o ánimo (thymoeidés) y los apetitos (epithymetikón)- cumplen su función armoniosamente. La razón debe gobernar, asistida por el ánimo, para mantener a raya los apetitos. La injusticia, y por extensión la perturbación proyectada sobre los demás, surge del desequilibrio, cuando una parte inferior usurpa el lugar de la razón. La acción mesurada y el respeto al otro emanan de esta justicia interna (Platón, La República, 443c–d).

Por su parte, su discípulo Aristóteles enfoca esta armonía en la finalidad de la vida humana: el Bien Supremo, o eudaimonia (“vida floreciente”). Esta plenitud se alcanza a través del ejercicio constante de la razón (logos), que permite la adquisición de las virtudes. En su obra “Ética a Nicómaco”, establece que “el bien humano es la actividad del alma de acuerdo con la virtud; y si las virtudes son varias de acuerdo con la óptima y más completa” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1098a16-18). En pocas palabras, aquí se está expresando que la persona prudente (phronimos) armoniza sus pasiones y sus acciones con la recta razón porque su orden interno es la garantía de su conducta justa en la esfera pública.

Este principio se radicaliza en el pensamiento estoico, particularmente en pensadores como Epicteto, que concibió la serenidad (ataraxia) y la imperturbabilidad (apatheia) como el único campo de batalla legítimo y accesible. El estoicismo nos enseña que el sufrimiento nace de los juicios erróneos sobre aquello que no está bajo nuestro control. La paz se conquista, pues, al desplazar la preocupación de lo externo a lo interno, logrando la distinción fundamental entre lo que podemos y lo que no podemos modificar. Complementariamente, el emperador filósofo Marco Aurelio refuerza esta idea al establecer la “Ciudadela Interior” como nuestro refugio inexpugnable. En sus “Meditaciones”, prescribe el acto de la voluntad sobre el juicio: “Tienes poder sobre tu mente, no sobre los acontecimientos exteriores. Date cuenta de esto y hallarás la fuerza” (Marco Aurelio, Meditaciones, IV, 3). En este sentido, la paz interior nos capacita para responder al mundo con ecuanimidad, transformando la relación con el otro de una potencial fricción a un ejercicio de virtud.

Siglos después, la filosofía post-kantiana introdujo una visión más oscura de la dinámica interior que explica la agresividad humana, desplazando el problema del orden de la razón al caos de la voluntad. Para Arthur Schopenhauer, el malestar no es un error de juicio ni una falta de virtud, sino una condición metafísica ineludible. Para él, la esencia del mundo es la “Voluntad” (Wille), un impulso ciego, irracional e insaciable que es la fuente última de todo dolor y sufrimiento.

En su obra titulada “El mundo como voluntad y representación”, diagnostica la vida como un ciclo perpetuo de querer y desear, donde el sufrimiento y el tedio son “los dos extremos en los que oscila el péndulo de la vida” (Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, Vol. I, § 57). Esta voluntad única y sufriente se manifiesta en todos los seres, creando un estado de hostilidad universal donde todos somos verdugos y víctimas debido a la naturaleza insaciable de nuestro motor vital. La agresividad hacia el prójimo, desde este enfoque, no es un vicio moral, sino el efecto necesario de este perpetuo impulso metafísico que busca alivio al afirmarse a sí mismo, a menudo a expensas de los demás. La paz interior, bajo este prisma, sólo es alcanzable mediante la negación ascética de la voluntad: cuanto menos se desee, más cerca de esa paz se estará.

Ahora bien, este mecanismo de descarga de la frustración encuentra su formulación más incisiva y sociopolítica en la obra de Friedrich Nietzsche. Desarrollado en su “Genealogía de la moral”, el concepto de Ressentiment (resentimiento) no es un simple sentimiento, sino una fuerza creadora de valoraciones morales, una venganza imaginaria nacida de la impotencia y la incapacidad de actuar.

Nietzsche explica que el sujeto débil, incapaz de responder directamente a su opresor o a la causa de sus frustraciones, sublima esta debilidad y la revierte. El resentido, en guerra consigo mismo por no poder afirmar su propia voluntad vital, necesita urgentemente buscar y crear enemigos afuera. Este acto es esencialmente deshonesto, pues como afirma el bigotón, “el resentido no es sincero ni honesto… su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas…” (Nietzsche, La genealogía de la moral, Tratado Primero, § 10). Así, la agresión social se convierte en la metabolización perversa de una identidad dañada: sólo la gente rota tiene la energía para molestar a los demás.

Esta proyección de la hostilidad desde el fracaso interior encuentra un eco existencial en la crítica del escritor y pensador argentino Ernesto Sábato. Para él, la hostilidad no sólo nace del resentimiento moral, sino de la angustia y la incomunicación radical del individuo moderno. Su obra es un lamento por la deshumanización que aísla al ser en un mundo racionalizado y mecánico. En su ensayo “El escritor y sus fantasmas”, diagnostica la condición humana como una soledad irreductible al expresar que “sólo ha y una cosa verdaderamente ineludible: nuestra soledad, nuestra desesperación, el fracaso definitivo” (Sábato, El escritor y sus fantasmas, El escritor y la crisis). Si el hombre vive en la certeza de su soledad esencial y el sinsentido, la proyección de la agresión (la “molestia”) es un intento desesperado por establecer un contacto, aunque sea negativo, con el otro, o una manifestación de la profunda frustración ante el absurdo. La convivencia se rompe no solo por la maldad activa, sino por la incapacidad de la conciencia solitaria de tocar otras conciencias.

Desde una arista sociológica, se podría afirmar que la patología de la molestia social se complica al introducir la dimensión intersubjetiva de la identidad. Filósofos de la Escuela de Frankfurt, como Axel Honneth, han desarrollado la idea de que el yo se constituye en el espejo del otro a través de la “lucha por el reconocimiento” (Kampf um Anerkennung). Concretamente, Honneth postula que sólo si los individuos “se ven confirmados recíprocamente en sus actividades y capacidades pueden llegar a una autocomprensión de sí mismos como individuos autónomos” (Honneth, La lucha por el reconocimiento). Esto nos da otra pista: a veces la gente rota que disfruta molestando a los demás, ha sido severamente maltratada desde su infancia.

La negación del reconocimiento- el desprecio o el menosprecio- hiere la identidad hasta su núcleo, afectando las esferas del amor, el derecho y la estima social. Esta herida se convierte en una fuente de profunda inestabilidad que puede proyectarse como una búsqueda de compensación agresiva. Si la sociedad me niega el valor que merezco, la tentación de destruir el valor de lo que me rodea se vuelve un mecanismo de defensa. El conflicto y la agresión, por tanto, son a menudo una protesta moral subyacente ante la falta de reconocimiento.

Esta dinámica se amplifica en el paisaje de nuestra postmodernidad. Byung-Chul Han, en su análisis de la “sociedad del rendimiento”, señala cómo la autoexplotación y presión por el éxito generan un sujeto que es tanto verdugo como víctima de sí mismo. La fatiga patológica del burnout (“cerebro quemado”) y la depresión, producto de una guerra interna librada por imperativos de optimización, se proyectan al exterior como irritabilidad crónica, intolerancia y una necesidad constante de “molestar” que intenta reorientar el foco del dolor hacia el exterior, desplazando la responsabilidad por el propio fracaso al sistema o al prójimo. En esta perspectiva, la hostilidad social es la manifestación externa de un alma exhausta.

Ahora, si la agresión nace de la herida, la frustración y el resentimiento, la verdadera paz interior exige un acto de liberación. Hannah Arendt, en su análisis de la “vida activa”, nos recuerda que la acción humana, al ser impredecible e irreversible, necesita de dos facultades esenciales para sostener la convivencia: el perdón y la promesa. La acción es irreversible, lo que significa que una vez realizada, sus consecuencias cuelgan irremediablemente sobre el futuro. El único remedio para esta irreversibilidad es la facultad de perdonar. Arendt explica que el perdón es la capacidad de “deshacer los actos del pasado, cuyos ‘pecados’ cuelgan como la espada de Damocles sobre cada nueva generación” (Arendt, La condición humana, Parte II, Cap. 5). El perdón es la herramienta que libera al sujeto del peso irrevocable de sus propios actos y libera a los demás de la obligación de venganza o resentimiento continuo. Es un acto de voluntad que permite el nuevo comienzo, la natalidad.

El otro complemento precitado es la promesa, que mitiga la imprevisibilidad de la acción futura. Ambas facultades, el perdón (remedio para el pasado) y la promesa (remedio para el futuro), son esenciales para establecer “islas de seguridad sin las que siquiera la continuidad [de la acción] sería posible” (Arendt, La condición humana, Parte II, Cap. 5). Vivir en paz no es un mero estado contemplativo, sino un acto de voluntad, una batalla política y personal que incluye la capacidad de perdonar a sí mismo y a los demás. Esta templanza, esta renuncia a la guerra interior, es la base de una compasión elevada: dejar en paz al prójimo. La paz interior, cultivada como virtud cívica, no es una opción, sino la condición necesaria para la existencia de una deliberación pública basada en el respeto y no en la proyección agresiva del propio malestar.

Amigos míos, hasta aquí hemos recorrido las profundidades del alma, desde la geometría racional de la eudaimonia aristotélica y la fortaleza estoica de Marco Aurelio hasta el impulso ciego de la Voluntad schopenhaueriana y la tiranía del Ressentiment nietzscheano, pasando por el laberinto de la soledad y el absurdo de Sábato. La tesis inicial, que vincula la paz interior con la buena convivencia, se mantiene no sólo como un ideal moral, sino como una radiografía de la patología social contemporánea.

No obstante, este recorrido nos obliga a abandonar el reposo de las conclusiones definitivas para adentrarnos en una zona de reflexión crítica. Si las estructuras sociales y económicas contemporáneas nos someten a un estado de ansiedad, autoexplotación y negación de reconocimiento (Honneth, Han), ¿es la paz interior una tarea puramente individual o una utopía irrealizable sin una profunda reforma estructural? ¿Acaso exigir al individuo la “autorregulación” mientras la maquinaria social lo tritura, no es una nueva forma de violencia, un desplazamiento de la responsabilidad colectiva? ¿Puede una sociedad ser verdaderamente democrática y justa si sus ciudadanos están emocionalmente inmaduros, si cada uno está en guerra consigo mismo?

Si Schopenhauer y Sábato tienen razón y la vida es esencialmente sufrimiento y soledad radical, ¿la paz interior se reduce a un escape nihilista (el ascetismo) o aún podemos encontrar un sentido afirmativo de la vida, como postula Nietzsche, a través de la creación de nuevos valores que superen el resentimiento y permitan una coexistencia creativa? Por último, y ya no los molesto más: la paz con el otro, que comienza en el perdón a uno mismo y la asunción de nuestra vulnerabilidad (Arendt), nos confronta con la pregunta fundamental, ¿estamos educando a nuestros ciudadanos para la fortaleza de la compasión, o para la debilidad del resentimiento, y con ello, condenando a nuestra “polis” a ser el ceo de nuestra propia miseria interna?

Referencias

Aristóteles. (c. 330 a. C./2018). Ética a Nicómaco (1098a16-18). Gredos.

Arendt, H. (s.f.). La condición humana (Parte II, Capítulo 5: «La capacidad de perdonar»).

Epicteto. (s.f.). Enquiridión (Capítulo 5).

Han, B-C. (s.f.). La sociedad del cansancio. Herder.

Honneth, A. (s.f.). La lucha por el reconocimiento: por una gramática moral de los conflictos sociales. Crítica.

Marco Aurelio. (s.f.). Meditaciones (Libro IV, 3).

Nietzsche, F. (1887/2018). La genealogía de la moral (Tratado Primero, § 10). Alianza Editorial.

Platón. (c. 380 a. C./2003). La República (Libro IV, 443c–d). Gredos.

Sábato, E. (s.f.). El escritor y sus fantasmas (El escritor y la crisis).

Schopenhauer, A. (s.f.). El mundo como voluntad y representación (Volumen I, Sección 57).

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La brújula sin cielo: moral, finitud y sentido desde el agnosticismo- Lisandro Prieto Femenía

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“Si la vida termina en la nada, ¿Qué puede sostener la voluntad humana frente al bien?”

Pablo Anastasi

La experiencia existencial del límite —la noticia de una enfermedad grave, la cercanía de la muerte de un ser amado— revela con una claridad brutal la pregunta que subyace a toda vida reflexiva: ¿qué puede sostener la voluntad humana frente al bien si la vida termina en la nada? La cuestión no se limita al ámbito académico, sino que interpela la estructura misma de la motivación ética. Si, por vía de la hipótesis agnóstica, aceptamos la ausencia de certezas sobre una trascendencia personal, surge la necesidad de explicar una doble paradoja. Por un lado, por qué muchos individuos mantienen códigos éticos rigurosos sin esperar una recompensa post mortem. Por otro, por qué hay creyentes que transgreden con frialdad las normas que, en teoría, les asegurarían una vida más allá de la muerte. Por lo tanto, abordar este problema exige una diferenciación rigurosa de planos conceptuales: el ontológico, que se interroga por la existencia de algo después de la extinción biológica; el motivacional, que explora las razones que impulsan la acción; y el normativo, que establece la obligatoriedad de considerar algo como intrínsecamente «bueno» o «malo». La confusión entre estas categorías desemboca, inevitablemente, en reduccionismos que no resisten un análisis filosófico-racional.

En este sentido, es esencial considerar que la finitud humana, lejos de anular la posibilidad de sentido, puede ser el escenario preciso donde este se constituye. La tesis hedonista, que reduce la existencia a la simple maximización del placer y minimización del dolor, postula una visión limitada de aquello que posee valor. Según esta concepción, todo lo que no contribuya de manera directa e inmediata a la satisfacción sensorial deviene extrínseco y prescindible.

Sin embargo, esta reducción no logra capturar la estructura temporal y relacional inherente al valor humano. Numerosos bienes, tales como la fidelidad, la justicia, la amistad o la creación de legados significativos, no se agotan en el instante placentero; exigen, en cambio, proyección, memoria y responsabilidad hacia otros y hacia futuros posibles. Quien asiste al prójimo por deber o por afecto, no lo hace necesariamente por la gratificación sensorial del acto, sino por reconocer un bien que trasciende la obtención inmediata de placer. Por consiguiente, en este contexto, la finitud opera como la condición que intensifica la significación de nuestros compromisos y promesas, más que como una condena al nihilismo. La identidad personal, tal como la concibe Paul Ricoeur, se fundamenta en “una mediación entre lo ipse (el sí mismo como promesa) y lo ídem (el mismo como continuidad)” (Ricoeur, 1992, p. 140). La acción moral, entonces, es parte de esa mediación, pues configura activamente la historia que el sujeto elige ser.

Resulta fundamental dilucidar las razones por las cuales muchos agnósticos actúan moralmente, lo que exige el reconocimiento de fuentes de normatividad que no dependen de trasfondos trascendentes. Diversas perspectivas convergen en esta explicación. Por una parte, la evolución muestra cómo las disposiciones cooperativas han sido seleccionadas por su capacidad para favorecer la supervivencia y la transmisión cultural. Por otra, el análisis social subraya que la vida en sociedades regidas por la confianza y la reciprocidad demanda normas que posibiliten relaciones estables. Finalmente, la perspectiva racional-práctica enfatiza la autolegislación moral, demostrando que la razón es capaz de establecer fines que no se limitan a la satisfacción hedonista inmediata.

Immanuel Kant, en su Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, propuso una idea medular: la moralidad se manifiesta cuando la voluntad se impone a sí misma leyes que puede desear universalizar (Kant, 1785). De este modo, aun prescindiendo de la hipótesis teísta, la exigencia de coherencia racional y el respeto por la dignidad humana son fundamentos suficientes para una ética que no busca retribución en un «más allá». La brújula moral, por tanto, puede operar como una arquitectura práctica interna, profundamente enraizada en las necesidades cognitivas y sociales, sin que por ello deba ser considerada meramente epifenoménica o irrelevante.

Afirmar que la moralidad es sostenible sin trascendencia no disuelve la paradoja del creyente inmoral y el agnóstico virtuoso. Por ello, es imperativo diferenciar entre justificación y motivación efectiva. La creencia religiosa puede ofrecer una justificación teológica al postular que el obrar bien se alinea con un orden cósmico o un mandato divino. Sin embargo, esta justificación formal no garantiza la motivación ni la internalización real de las normas. El comportamiento ético depende de un complejo entramado de factores psicológicos —temperamento, empatía, educación— y situacionales —incentivos, oportunidades, riesgo percibido— que median entre las creencias y las acciones concretas.

Al respecto, Hannah Arendt, en su análisis sobre la banalidad del mal en Eichmann en Jerusalén, reveló que la adhesión formal a marcos ideológicos no previene la comisión de atrocidades cuando, en efecto, «la reflexión crítica y la responsabilidad personal» fallan (Arendt, 1963, p. 288). La posesión de una creencia sobre la trascendencia, en otras palabras, no funciona como un mecanismo infalible para asegurar la moralidad de su portador. La historia ha demostrado que incluso figuras como Jorge Rafael Videla o Adolf Hitler mantuvieron prácticas religiosas o hábitos superficialmente piadosos mientras ordenaban o cometían crímenes atroces.

La pregunta sobre si la brújula moral constituye una mera construcción cerebral abre un terreno ontológico de intensa problemática. La neurociencia contemporánea ha identificado correlatos neuronales de la empatía, el juicio y la toma de decisiones morales, sugiriendo que las capacidades éticas dependen de estructuras cerebrales específicas, desde la activación de la corteza prefrontal ventromedial hasta patrones en la red por defecto.

No obstante, sería una imprudencia reduccionista asimilar la moralidad a puros procesos neurales, pues esto ignoraría niveles de descripción irreductibles. El hecho de que un fenómeno posea correlatos neurobiológicos no implica que su contenido normativo sea idéntico a esos correlatos. La norma moral tiene una dimensión prescriptiva —exige, valora y ordena— y esta exigencia no se disuelve por la sola demostración de su base biológica. Al mismo tiempo, negar la importancia de las condiciones somáticas empobrece nuestra comprensión: la plasticidad cerebral, la afectividad y los condicionamientos biológicos influyen fuertemente en la sensibilidad ética. La postura más sensata, por lo tanto, es una que evite el reduccionismo pero que a la vez sea naturalista: la moralidad se articula en la intersección de procesos biológicos, prácticas sociales y racionalidad normativa.

De esta forma, al aceptar esta visión plural, se disipan las paradojas. El agnóstico que actúa bien lo hace porque su biografía, razón y vínculos sociales han forjado un horizonte valorativo donde el bien se impone como un fin intrínseco. La persona creyente que actúa mal, en cambio, puede haber formalizado sus creencias sin desarrollar la musculatura práctica de la responsabilidad, o puede priorizar intereses contrarios a las normas de su credo. La motivación moral se sostiene en redes complejas: la promesa de la trascendencia no es necesaria para la responsabilidad ética, ni tampoco es suficiente para producir una conducta ejemplar.

Una pregunta final persiste: ¿por qué nos produce tanta inquietud la posibilidad de la nada después de la muerte? Esta angustia ante la aniquilación revela que la relación del yo con su continuidad no es solo cognitiva, sino profundamente existencial. La esperanza de trascendencia ofrece un marco donde las acciones obtienen un eco indefinido.

Sin embargo, la respuesta al desconsuelo no requiere una afirmación literal sobre el más allá. Reconocer la obra, los descendientes, las instituciones y los legados culturales como modos de extender las consecuencias de la vida es admitir una trascendencia parcial y colectiva. La muerte personal no anula la persistencia de los efectos simbólicos y prácticos. Albert Camus nos confronta con esta realidad: la dignidad no emana de una promesa metafísica, sino de nuestra capacidad de responder con lucidez a la condición absurda de la existencia. Para Camus, “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía” (Camus, 1942, p. 15). Desde esta óptica, el sentido se encuentra en la rebeldía, la lucidez y el compromiso, y no en las certezas trascendentales.

Si la brújula moral debe operar sin promesas trascendentes, entonces el imperativo es fortalecer los contextos en los que la empatía y la responsabilidad civil son adecuadamente nutridas. La finitud no es el fin del sentido, sino la condición que hace posibles el compromiso mutuo, las promesas y los proyectos compartidos. La voz normativa de la moralidad, arraigada en procesos cerebrales y estructuras sociales, reclama más que una simple explicación causal: exige razones que podamos asumir y un mundo en el que nuestras acciones importen genuinamente para otros. En definitiva, frente a la angustia que provoca el pensamiento de la nada, la respuesta filosófica no es una evasión consoladora, sino una invitación a sostener y potenciar la calidad de los vínculos humanos que hacen que la vida, por breve que sea, merezca ser vivida con intensidad e integridad.

La reflexión ha establecido que la moralidad puede sostenerse en la intersección de la biología, la sociabilidad y la razón. Sin embargo, esta conclusión abre nuevas y profundas interrogantes que trasladan la carga de la prueba al sujeto moral en un mundo agnóstico.

Si el sacrificio personal no garantiza la supervivencia biológica ni la recompensa trascendente, cabe preguntarse cuál es el fundamento último que otorga peso a la palabra «deber» y por qué el individuo agnóstico debe someter su voluntad a un bien que lo trasciende, pero que a la vez está condenado a la extinción temporal. ¿Es, en esencia, la universalización kantiana una necesidad meramente lógica o una exigencia existencial que se impone desde una fuente aún no nombrada?

Asimismo, surge la tensión entre lo universal y lo particular. Si el sentido se encuentra en la acción colectiva y el legado, la pregunta es cómo debe actuar el individuo cuando su compromiso con la justicia universal choca frontalmente con la fidelidad a un vínculo íntimo —la familia o la amistad— que le exige una transgresión moral menor. Se hace necesario indagar si la ética agnóstica puede establecer una jerarquía de valores inquebrantable que pueda resolver este tipo de dilemas trágicos.Otro punto crucial es la insuficiencia del consuelo colectivo. Se postula que la obra y el legado ofrecen una «trascendencia parcial», pero ¿es esta trascendencia por consecuencias suficiente para mitigar la angustia de la aniquilación absoluta que experimenta el yo consciente de su fin? Dicho de otro modo, el lector debe reflexionar si la pervivencia de la obra puede compensar la pérdida radical de la conciencia individual, o si, en última instancia, la ética debe confrontarse con su propia impotencia frente a la Nada.

Por otro lado, si la moral tiene correlatos neuronales y es producto de la evolución, el agnosticismo ético podría correr el riesgo de caer en una justificación de la inacción o la indiferencia. Si se asume que lo «bueno» es aquello que ha sido seleccionado evolutivamente, ¿cómo se justifica el imperativo de luchar contra estructuras sociales injustas o contra pulsiones biológicas egoístas que, paradójicamente, también tienen una base adaptativa?Finalmente, el límite político del agnosticismo es ineludible. En un sistema global regido por el egoísmo económico (laissez-faire), la pregunta es si basta la autolegislación individual para generar la fuerza política colectiva necesaria para transformar esas estructuras. ¿Cuál es el riesgo real de que la ética de la autonomía se convierta en una moralidad privada y elitista, incapaz de enfrentar la escala de los problemas sistémicos que definen la injusticia contemporánea?

Referencias

Arendt, H. (1963). Eichmann en Jerusalén: Un informe sobre la banalidad del mal. Viking Press.

Camus, A. (1942). El mito de Sísifo. Gallimard.

Kant, I. (1785). Fundamentación de la metafísica de las costumbres. (Traducción y ediciones varían).

Ricoeur, P. (1992). Sí mismo como otro. University of Chicago Press.

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¿Y si no todo es una construcción del lenguaje?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La existencia de los hechos brutos… es un requisito para que haya hechos institucionales”: John Searle, La construcción de la realidad social (1995), p. 121.

Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre uno de los tantos clichés de la filosofía en general, pero de la filosofía del lenguaje en particular, a saber, la premisa que sostiene que el lenguaje no sólo describe el mundo, sino que, en una medida considerable, lo construye. Esta piedra angular de la filosofía contemporánea adquiere especial relieve al examinar la realidad social. Así, nos vemos ante un dilema fundamental: ¿cómo se puede distinguir entre los hechos brutos que existen con independencia del lenguaje, como las montañas y los hechos institucionales que dependen de él? ¿Qué implicaciones tiene esta distinción para nuestra comprensión de la realidad? Pues bien, un tal John Searle ofrece una respuesta exhaustiva a este problema, aunque su visión ha sido a menudo distorsionada por interpretaciones que llevan sus ideas a un extremo que él mismo no avalaría jamás.

En su obra capital titulada “La construcción de la realidad social” (1995), John Searle propone que gran parte de nuestro mundo, desde el dinero y la propiedad hasta el matrimonio y los gobiernos, se constituye a través de una intencionalidad colectiva manifestada mediante el lenguaje. Para él, los hechos sociales, a diferencia de los hechos brutos de la naturaleza, sólo existen porque les hemos asignado una función y un estatus. Esta asignación no es un acto individual, sino un acuerdo colectivo y deliberado. Searle lo define con precisión al señalar que “la realidad social, o al menos un enorme sector de ella, es construida por el lenguaje. Específicamente, yo sostengo que el lenguaje es un sistema de reglas constitutivas que crean la realidad social” (Searle, 1995, p. 7).

Tengamos en cuenta que la piedra angular de su teoría es la “intencionalidad colectiva”. Este concepto se refiere a la capacidad humana para participar en actividades conjuntas y compartir un estado mental, como una creencia, un deseo o una intención, que se dirige a un objeto o situación. No se trata de que “todos queremos lo mismo”, sino de que “todos queremos esto juntos, sabiendo que los demás también lo quieren juntos”. La intencionalidad colectiva es la que permite a un grupo asignar una función a un objeto o persona. Por ejemplo, un trozo de papel no es dinero por sus propiedades físicas, sino porque la intencionalidad colectiva de una sociedad le ha asignado la función de ser un medio de intercambio lícito y válido. Searle lo resume en su fórmula constitutiva: “X cuenta como Y en el contexto C” (Searle, 1995, p. 43). De esta forma, un trozo de papel (X) cuenta como dinero (Y) en el contexto de una economía (C).

Hasta aquí, vamos bien. El problema se suscita cuando notamos que el planteamiento de Searle, aunque enfatiza el papel crucial del lenguaje, se distingue fundamentalmente del constructivismo radical que se aprecia en ciertas corrientes posmodernas. La posmodernidad, en su versión más extrema (o sea, la que está de moda ahora), a menudo sugiere que toda la realidad es un constructo lingüístico o narrativo, llegando a negar la existencia de una realidad externa e independiente del sujeto. En la visión de estos pensadores, no hay hechos brutos, solo interpretaciones. El mundo se disuelve en el discurso.

Un claro ejemplo de esta postura diletante puede hallarse en el trabajo de Jacques Derrida. Aunque su pensamiento es de gran complejidad, su famosa frase “no hay nada fuera del texto” ha sido interpretada, a menudo de forma simplista, como una negación de la realidad extra-lingüística. Esta lectura conduce necesariamente a la idea de que todo lo que podemos conocer o decir es siempre parte de una red infinita de significados lingüísticos, sin un anclaje externo. La realidad, en esta perspectiva, se convierte en un mero efecto del lenguaje.

Esta idea, cuando se filtra en el debate político y cultural, nos ha conducido a consecuencias nefastas y absurdas. Si la realidad es puramente un constructo lingüístico, se borra la distinción entre la percepción subjetiva y un mundo objetivo. La noción de “verdad” se vuelve maleable, reduciéndose a un simple “consenso discursivo”. Por ejemplo, se argumenta que el sexo biológico, por ser una “categoría” de nuestro lenguaje, no existe como un hecho bruto, sino que es una construcción social. Pues bien, al disolver la biología en la narrativa progre, se niega la realidad innegable de las diferencias cromosómicas o reproductivas que no dependen de la conciencia humana. Al respecto, la bióloga Heather Heying, en su libro “A Hunter-Gatherer’s Guide to the 21st Century”, nos dirá que la ciencia y la biología se basan en la observación de regularidades en el mundo, no en la simple declaración de caprichos, voluntades y sentires. La negación de estos hechos tangibles, aunque se haga por motivos políticamente correctos, es un “acto de renuncia a la ciencia y a la razón” (Heying, 2021).

De igual manera, el concepto de “enfermedad” puede ser reducido a una construcción social, argumentando que las categorías de diagnóstico son “etiquetas” impuestas por el poder médico para ejercer control. Si bien es cierto que la experiencia de la enfermedad está mediada culturalmente, llevar esta idea a su extremo es negar el hecho fáctico del sufrimiento humano, del dolor físico o del mal funcionamiento biológico que existe, con independencia de cualquier rótulo. El dolor de una muela, el avance de una enfermedad neurodegenerativa o un hueso roto no son “realidades del lenguaje”, sino hechos que nos confrontan con la ineludible “resistencia” del mundo material real.

Este giro teórico tiene implicaciones directas en la acción política concreta. Si no hay una realidad compartida y observable, las demandas políticas no se estarían basando entonces en la evidencia o en la justicia, sino en la capacidad de imponer un discurso sobre otro. La lógica de la argumentación racional se reemplaza, entonces, por la del poder discursivo. En un mundo donde todo es un texto, no hay “realidad” que nos sirva de árbitro. En consecuencia, la noción misma de la objetividad se torna sospechosa y se reduce a una herramienta de opresión.

Frente a esta exacerbación, la visión de Searle se mantiene anclada en un realismo que reconoce la existencia de un mundo independiente de nuestras representaciones personales. Nuestro autor es un “realista ingenuo” que cree que el lenguaje, si bien es constitutivo de la realidad social, se erige sobre una base de hechos brutos. El lenguaje, queridos amigos, no crea las montañas o las leyes de la física, sino sólo la realidad de que “la montaña es propiedad de un país” o que “las leyes de la física son un campo de estudio”, y lo aclara definitivamente al sostener que “la existencia de los hechos brutos…es un requisito para que haya hechos institucionales” (Searle, 1995, p. 121).

Para profundizar en esta contraposición, podemos recurrir a autores que, desde diferentes enfoques, defienden un realismo robusto. Hilary Putnam, por ejemplo, en su obra titulada “Razón, verdad e historia” (1981) criticó duramente las posturas relativistas y constructivistas que niegan la posibilidad de una verdad objetiva. Concretamente, argumentó que nuestras teorías y nuestro lenguaje deben, en última instancia, ajustarse a cómo es el mundo, pues de lo contrario perderían su capacidad de explicarlo. La realidad, para él (si, “él”, se llama Hilary y era varón), no es un lienzo blanco para la escritura del lenguaje, sino que ofrece una “resistencia” que nuestras teorías deben reflejar, motivo por el cual “lo que es verdad no es lo que nuestras teorías dicen, sino que lo que nuestras teorías dicen es verdadero o falso” (Putnam, 1981, p. 49).

Del mismo modo, el filósofo de la ciencia Ian Hacking, en su obra “Representar e intervenir” (1983), ofreció una visión que equilibra la construcción social con la realidad de lo que se estudia. Si bien reconoce que las categorías científicas (como “autismo” o “múltiples personalidades”) son, en parte, construcciones históricas y sociales, enfatiza que estas categorías se aplican a personas reales con características reales. En otras palabras, aunque las etiquetas son sociales, las propiedades a las que se refieren no lo son enteramente. También, utiliza el concepto de “efectos de bucle” (looping effects), donde una categoría social crea una nueva clase de personas que, a su vez, influyen en la categoría, de manera tal que “las clasificaciones de los seres humanos interactúan con la gente clasificada» (Hacking, 1999, p. 101). Como podrán apreciar, este proceso, si bien es de naturaleza social, no anula la existencia de una realidad subyacente que reside en una total disolución en el ámbito discursivo.

La distinción que realiza Searle entre “hechos brutos” e “institucionales” constituye una herramienta analítica invaluable. Mientras el lenguaje crea cierta parte de la realidad social, lo hace sobre un mundo que no es enteramente lingüístico. La exacerbación posmoderna de esta idea, al negar un anclaje externo al lenguaje, nos ha privado de una base para el conocimiento objetivo y el juicio crítico. La contraposición que presentamos previamente de autores como Putnam o Hacking nos recuerda que el realismo, lejos de ser ingenuo, es una postura filosófica interesante para entender tanto la resistencia de la realidad como la enorme capacidad creativa que efectivamente tiene el lenguaje.

No bastante, si el poder del discurso puede redefinir la realidad de forma tan radical, la pregunta que debería interpelarnos es dónde radica la posibilidad de un debate racional o de una moralidad compartida que no se disuelva en la simple imposición de un relato sobre otro. Y, a un nivel más personal, ¿cómo podemos discernir la voz de nuestra propia experiencia, de nuestra biología y de nuestro entorno, de la cacofonía de narrativas que se nos imponen mediática, política y culturalmente? En última instancia, el desafío que queda flotando es si la filosofía, en su afán por comprender el lenguaje, debe abandonar su antigua tarea de buscar una verdad que resiste el mero capricho del discurso rentado, o si, por el contrario, su principal labor es precisamente la de recordarnos la ineludible “resistencia” del mundo.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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