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El hambre como herramienta de dominación

“El mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y desapareció la injusticia, hizo otro gesto y se acabó la guerra. El político hizo un gesto y desapareció el mago”
Woody Allen
Tal vez muchos de los que estén leyendo esto no tienen la menor idea de lo que es sentir hambre, pero hambre de verdad. No se trata simplemente de la manifestación fisiológica propia del cuerpo cuando han pasado muchas horas desde la última ingesta de alimentos, sino algo peor, que remite a la desesperación que emana de la insondable fuente de injusticia en la que estamos inmersos. Hace dos mil y pico de años, en alguna montaña de Medio Oriente, Jesús de Nazaret habló de “hambre y sed de justicia”, refiriéndose a los bienaventurados que, por pasarla tan mal en este mundo, recibirán su recompensa en el paraíso. Si bien “hambre” y “sed” se utilizan allí como metáforas para expresar una necesidad urgente e inaplazable de justicia, no se refiere estrictamente al sentido legal, sino a uno más amplio que abarca la rectitud moral y ética necesaria para que dejemos de hacernos los ciegos.
Comencemos dando un breve panorama estadístico de la situación. El hambre y la inseguridad alimentaria son problemas críticos a nivel mundial, aunque es evidente que la piña se siente más fuerte en unos costados y no tanto en otros. Según los datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) expuestos en “The State of Food Security and Nutrition in the World 2022” y el Programa Mundial de Alimentos (WFP) en su reporte “Global Report on Food Crises”, aproximadamente 828 millones de personas sufrieron hambre en el año 2021, un incremento aproximado de 250 millones desde el año 2019, debido a una combinación de factores como la pandemia de COVID-19, conflictos armados y los efectos cada vez más graves del cambio climático (FAO, 2022).
Puntualmente, África sigue siendo la región más afectada, con casi una de cada cinco personas enfrentando a diario inseguridad alimentaria severa. La FAO estima que alrededor del 20% de la población en África subsahariana carece del acceso adecuado a alimentos, con un aumento de casi el 6% desde el año 2019 (FAO, 2022). En Asia, aunque hubo avances, cerca del 9% de la población sigue sin tener acceso a una alimentación adecuada. Los países del sur de Asia, especialmente la India, Pakistán y Bangladesh, enfrentan todavía altos índices de desnutrición infantil y carencias alimentarias crónicas (WFP, 2022). Por su parte, en Hispanoamérica y el Caribe, la inseguridad alimentaria se ha incrementado considerablemente en los últimos años. Se estima que más de 56 millones de personas en esta región experimentaron hambre en 2021, debido en parte a crisis económicas, desigualdades sociales y crisis políticas en países como Venezuela y Haití (FAO, 2022).
Evidentemente, el hambre es un problema multidimensional que involucra no sólo la falta de acceso a los alimentos básicos, sino también a inconvenientes de distribución, desigualdades económicas y factores preponderantemente políticos. Tampoco podemos hacernos los ciegos respecto del cambio climático, por ejemplo, que ha tenido un efecto devastador en la producción agrícola, evidenciándose en sequías interminables, inundaciones y patrones climatológicos irregulares que afectan a países con poca infraestructura para adaptarse a dichos cambios. Adicionalmente a todo lo anteriormente enumerado, tenemos que tener en cuenta que los conflictos armados en países como Siria, Yemen y Etiopía han desplazado a millones de personas, exacerbando la escasez de alimentos y elevando los índices de hambre en las comunidades implicadas.
Ahora es preciso que nos preguntemos ¿qué rol juegan los gobiernos? O mejor, ¿qué tiene que ver el hambre con la existencia de dinámicas de poder reales que propician las hambrunas? Todos sabemos que el hambre y la inseguridad alimentaria están profundamente entrelazadas con las políticas de los gobiernos, tanto de las potencias mundiales como de los mal llamados “periféricos”, puesto que juegan un papel fundamental en la perpetuación intencional del problema que hoy nos convoca.
Para que podamos comprender cómo se configura esta relación, es esencial que primero examinemos los aspectos políticos y económicos que contribuyen al genocidio mediante hambre a nivel global. En una primera instancia, tenemos que mencionar a las políticas agrícolas, que en muchos países desarrollados están diseñadas para beneficiar a grandes corporaciones mediante subsidios que favorecen la producción masiva de ciertos cultivos como el maíz y la soja. Pues bien, estos aportes económicos al precitado sector productivo suelen distorsionar los precios globales, lo que dificulta bastante a los pequeños agricultores de países en vía de desarrollo competir en el mercado. Esta práctica, junto con la liberalización de los mercados en países emergentes, ha generado que la producción local de alimentos se vuelva menos rentable, llevando a muchos agricultores a abandonar sus tierras o a cambiar sus cultivos tradicionales por monocultivos de exportación.
Este tipo de políticas no nacen de un repollo, o una col de Bruselas, ni mucho menos de una lechuga, sino más bien de instituciones concretas como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, que han impulsado a muchos países pobres a adoptar medidas de extrema austeridad y privatización. Estas políticas, que se implementan bajo la promesa de fomentar el crecimiento económico, a menudo resultan en recortes en los servicios públicos y en la reducción de inversiones específicas como agricultura, educación y salud. Evidentemente, esto afecta directamente la capacidad de estos países para asegurar el acceso a la alimentación para toda la población, puesto que el ajuste estructural que implica la apertura de los mercados a la competencia extranjera afecta negativamente a los productores locales, quienes ven cómo sus productos van siendo desplazados por importaciones mucho más “atractivas”, o sea, baratas.
Los conflictos armados también son parte del problema, sobre todo en Medio Oriente y África Subsahariana, ya que no solo causan desplazamientos masivos, sino que también destruyen infraestructuras críticas para la producción y distribución de alimentos. En lugares como Yemen, Siria y Sudán del Sur, los gobiernos y los grupos armados han utilizado el hambre como un arma de guerra, bloqueando el acceso a alimentos y agua potable como también la ayuda humanitaria, con el fin de someter a las poblaciones.
Al parecer, empobrecer y hambrear a un país, no es tan difícil como nos quieren hacer creer, puesto que muchos países en vías de desarrollo están atrapados en una telaraña que implica el ciclo de deuda externa que limita siempre su capacidad de invertir en seguridad alimentaria. La deuda, contraída a menudo con condiciones estrictas, obliga a los países a destinar una parte significativa de sus recursos al pago de los intereses de la misma, en lugar de invertir en el desarrollo sustentable o en mejorar la infraestructura educativa y agrícola. Esta dinámica perversa, tan común en estas latitudes, perpetúa la dependencia de estos países hacia las naciones más ricas, que controlan los flujos de ayudas y financiamiento, y que a menudo dictan cómo deben ser las políticas de sus socios endeudados. Otro factor crucial en este contexto es la conducta de ciertos gobernantes corruptos que, buscando beneficios personales, comprometen los recursos del país mediante la toma de préstamos que saben perfectamente que no podrán pagar. Estos líderes mediocres y delincuentes, al priorizar el porcentaje que les corresponde a ellos por endeudar su país, agravan severamente la dependencia financiera y dejan a la nación atada a pagos de deuda que ahogan por décadas a su economía, limitando la inversión en producción alimentaria y desarrollo: con esta recetas, las arcas nacionales quedan prácticamente vacías, mientras la carga de intereses de la deuda recae en sucesivas generaciones de la población, perpetuando el ciclo de pobreza y hambre.
Respecto a las desigualdades que se producen en las campañas de “ayuda” internacional, nos queda decir que si bien estas entidades buscan aliviar las crisis alimentarias en los lugares más afectados, a menudo estas contribuciones están condicionadas y responden a intereses políticos de los países donantes. Además, la asistencia no siempre llega a los más necesitados: en muchos casos, la ayuda alimentaria sirva para consolidar alianzas políticas o para influir en la economía y la política de los países receptores, teniendo efectos devastadores a largo plazo, puesto que se desincentiva la producción local y se aumenta la dependencia en lugar de resolverse las causas subyacentes del hambre.
Procedamos ahora a pensar críticamente desde la filosofía este problema tan acuciante. El hambre en el mundo no es solo un problema de falta de alimentos, es también una manifestación de la profunda inequidad estructural que caracteriza a nuestras sociedades. En su obra “Pobreza y hambrunas” (1981), Amartya Sen planteó que el hambre no es necesariamente resultado de la escasez, sino de la falta de acceso a los alimentos. Según Sen, los sistemas de derechos de propiedad y las estructuras de poder determinan quién tiene acceso a los recursos, y son estas mismas estructuras las que crean las condiciones del hambre. Generalmente, los individuos en situación de pobreza extrema carecen de derechos de propiedad suficientes para asegurar su subsistencia, lo que los convierte en víctimas de sistemas económicos y políticos que priorizan el capital por encima de la dignidad humana.
Por su parte, Thomas Pogge en su obra “Pobreza mundial y Derechos Humanos” (2008), señala que los países más ricos contribuyen a la perpetuación del hambre al imponer políticas comerciales y sistemas de deuda que explotan a las naciones más vulnerables. Para Pogge, el hambre es una forma concreta de violencia estructural, una consecuencia inevitable de un sistema global que le da prioridad a las ganancias de unos pocos sobre las necesidades de muchos. Su propuesta, en pocas palabras, es clara: para combatir el hambre, se requiere de una reforma profunda de las estructuras de poder a nivel global.
Zygmunt Bauman, en su análisis de la modernidad líquida, examinó también cómo la lógica del consumo ha transformado nuestras relaciones y valores, generando un mundo donde la solidaridad se ha convertido en una preocupación secundaria. Asimismo, Bauman describió cómo el sistema capitalista ha impulsado la mercantilización de todo, incluido el bienestar humano. En este contexto, el hambre se convierte en un problema invisible para aquellos que están en posición de privilegio, ya que la atención se centra en el consumo personal y en la situación individual de cada cual. En otras palabras, la modernidad líquida fomenta la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno, permitiendo que la inequidad siga aumentando.
Desde un punto de vista estrictamente ético, Martha Nussbaum propone en su teoría de la capacidad que todos los seres humanos deben tener la oportunidad de llevar una vida digna, lo cual incluye evidentemente el acceso a los alimentos adecuados. Concretamente, en su obra “Fronteras de la justicia” (2006), sostuvo que una sociedad justa es aquella que permite a todos sus miembros desarrollar sus capacidades básicas, entre las cuales se encuentra la alimentación y la salud (si se me permite una intrusión, yo incluiría de manera indisociable, también, a la educación de buena calidad).Nussbaum ha criticado también la falta de voluntad política para asegurar que las precitadas necesidades estén cubiertas universalmente, por lo que nos advierte que la pobreza y el hambre no solo reflejan fallas en la economía, sino también en la ética y en la política, que deben ser abordadas mediante políticas de desarrollo que garanticen el acceso masivo a los recursos básicos.
A la luz de lo expuesto anteriormente, es preciso que pensemos al hambre como una injusticia social profunda, arraigada en un sistema que permite que unos pocos tengan todo mientras que millones carecen de lo necesario para sobrevivir. Los autores que hemos citado coinciden en que la solución al hambre no se encuentra en la provisión de alimentos, sino en una reestructuración del orden social, económico, político y ético que rige nuestro mundo. Abordar el hambre exige un compromiso moral y político con la idea de equidad, intentando materializarla mediante acciones globales orientadas a la transformación de las estructuras de poder que se benefician de la exclusión y la pobreza, mientras dicen combatirlas.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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El Eternauta: la esperanza ante la erosión de la comunidad

Por: Lisandro Prieto Femenía
«‘Nadie se salva solo.'» – El Eternauta
Tuve que esperar un tiempo prudencial para pronunciarme al respecto de la nieve mortal que cae sobre Buenos Aires en “El Eternauta”. No se trata solamente de un fenómeno meteorológico catastrófico, sino que es una metáfora escalofriante de una crisis mucho más profunda y real: la erosión de los valores que cimentan la comunidad y la esperanza. La obra maestra de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, representa una distopía que ha trascendido generaciones y que nos invita a reflexionar sobre la fragilidad de los lazos sociales y la imperante necesidad de reavivar los códigos morales que nos definen como humanidad. La reciente adaptación de Netflix, aunque con sus propias interpretaciones, no hace sino subrayar la vigencia de esta reflexión en un mundo que a menudo, sin importar la época, parece caminar al borde del abismo.
En el corazón de la narrativa del Eternauta yace la desintegración de lo familiar y lo social. La invasión alienígena, lejos de ser un mero telón de fondo de ciencia ficción, actúa como un catalizador que expone las fisuras preexistentes en el tejido social argentino de los años 50’ y 60’, y por extensión, en cualquier sociedad presa de la indiferencia y el egoísmo exacerbado. La figura del “hombre-robot”, despojado de su voluntad y convertido en un instrumento de la voluntad ajena, no es una simple creación fantástica, sino que simboliza el eco de una humanidad que, en su desorientación y apatía, renuncia a su propia autonomía y a su capacidad de empatizar. Es, en definitiva, una advertencia que rige hasta nuestros días, en un mundo donde la polarización y la desinformación amenazan con transformar a los individuos en patéticos autómatas al servicio de intereses ajenos.
Oesterheld, un autor indiscutiblemente comprometido con su tiempo, no escatimó en la crítica social. Su visión de la resistencia, encarnada en Juan Salvo y sus compañeros, no es la de héroes invencibles, sino la de personas comunes que, a pesar de sus miedos y debilidades, eligen la solidaridad frente a la desesperación. Es en este punto donde la obra se eleva del ámbito de la mera aventura para convertirse en un tratado filosófico sobre la ética de la supervivencia y la importancia de la acción colectiva. Como señaló oportunamente Ricardo Piglia en su ensayo titulado “El último lector”, Oesterheld “propone una lectura de la historia argentina como un drama colectivo, donde el individuo es una parte de un todo, y su destino está ligado al destino de la comunidad” (Piglia, 2000, p. 115). Desde esta perspectiva, la lucha de Salvo no es por la gloria personal, sino por la supervivencia de su familia y, por extensión, de la humanidad.
La crisis de valores se manifiesta en la obra a través de la fragilidad de las instituciones y la ceguera ante el peligro inminente. La inacción inicial, la incredulidad ante la amenaza, la falta de una respuesta unificada, son reflejos de una sociedad que, sumida en sus propias trivialidades e intereses mezquinos, ignora las señales de alerta. Esta analogía es dolorosamente pertinente en nuestro presente, donde la negación de los problemas globales como el impacto de nuestra forma de vida en el ambiente, las desigualdades socioeconómicas o la polarización política, parece ser una constante. La “nieve” de la indiferencia y el individualismo, como en la historieta, amenaza con sepultarnos a todos bajo su manto gélido e incompasivo.
Sin embargo, “El Eternauta” no es una obra apocalíptica. A pesar de la sombría atmósfera, Oesterheld introduce la chispa de la resistencia y la solidaridad. La unión de Salvo con Favalli, Lucas y el resto de los supervivientes es la demostración palpable de que la cooperación y la confianza son los únicos antídotos contra la desintegración. La reconstrucción de la comunidad, aunque sea en un escenario terrible, se convierte en el motor de la supervivencia. Es un llamado a la acción muy potente, pero también, terriblemente olvidado permanentemente: “nadie se salva sólo”.
La hermosa obra de arte precitada, más allá de su envoltorio de ciencia ficción, nos confronta con interrogantes filosóficos fundamentales sobre la naturaleza humana, la ética de la supervivencia y la disolución de los lazos comunitarios. Repito, la “nieve” no sólo destruye lo físico, sino que corroe la confianza y la solidaridad, dejando al descubierto la precariedad de una sociedad que, quizás, ya venía resquebrajándose.
Esta idea de que la crisis externa revela una crisis interna no es nueva en el pensamiento filosófico. Hannah Arendt, al analizar el fenómeno del totalitarismo, advertía sobre la “banalidad del mal” y cómo la pérdida de la capacidad de juicio moral individual puede conducir a la deshumanización. Si bien el contexto del Eternauta es distinto, la pasividad inicial ante la amenaza y la tendencia a la obediencia ciega en algunos “hombres-robot” se asemejan al consejo de Arendt sobre la erosión de la responsabilidad personal en la esfera pública. Con una actualidad extrema, nuestra autora postula en su obra “Eichmann en Jerusalén” (2003) que “la incapacidad de pensar no es una estupidez, es una ausencia de pensar, de la actividad de reflexionar sobre los propios actos y las propias palabras. Esto es lo que hace posible que hombres comunes hagan cosas extraordinarias en contextos perversos” (p. 287). Esta ausencia de pensar es, precisamente, lo que hace vulnerable a la comunidad ante la manipulación, sea alienígena o ideológica, y lo que socava la resistencia colectiva.
Por su parte, Zygmunt Bauman analiza la fragilidad de la comunidad frente al individualismo y a la indiferencia en su concepto de “modernidad líquida”, mediante el cual describe una sociedad donde los lazos sociales son efímeros y la solidaridad se disuelve en favor de una búsqueda individual de seguridad y placer. La atomización social que precede y acompaña a la invasión en el Eternauta, puede verse como un reflejo de esta liquidez, plasmada con claridad por nuestro autor al señalar “en la modernidad líquida, la lealtad es un bien escaso y la comunidad es más un proyecto de consumo que una red de obligaciones mutuas. Los lazos humanos se diluyen en relaciones de “red”, donde la conexión es temporal y fácilmente desechable” (Modernidad líquida, p. 15). Esta descripción de Bauman capta la esencia de una comunidad quebrada moralmente, donde la falta de compromiso mutuo se convierte en el talón de Aquiles ante cualquier adversidad.
También, es justo remarcar que la narrativa de Oesterheld nos ofrece la esperanza de una reconstrucción, un renacimiento de lazos a partir de la adversidad. La emergencia del grupo de Juan Salvo como un núcleo de resistencia y apoyo mutuo encarna la idea aristotélica de que el ser humano es un “animal político”, cuya plenitud se alcanza en la polis, en la vida en común. La lucha de Salvo no es sólo por la supervivencia física, sino por la reafirmación de la humanidad a través de la solidaridad y el sacrificio por el otro. En palabras del mismísimo Aristóteles en su “Política”, “el hombre es por naturaleza un animal social; y el que vive fuera de la sociedad por organización y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre (un animal, o un Dios)” (1253a).
La acción de Salvo y su grupo de amigos y compañeros es una encarnación de esta necesidad intrínseca de comunidad, incluso en las condiciones más extremas. Es en la acción colectiva donde se recupera el sentido de la dignidad y se reconstruyen las normas morales que la crisis había desdibujado. La lección del Eternauta, leída a través de estas lentes filosóficas, es que la esperanza no es un sentimiento pasivo, sino un imperativo moral que se actualiza en el compromiso activo con el otro y en la reafirmación constante de la comunidad como el único refugio frente a la deshumanización.
La cruda observación de Aldous Huxley que versa: “Quizá la única lección que nos enseña la historia es que los seres humanos no aprendemos nada de las lecciones que nos da la historia”, replica con inquietante precisión al trazar un paralelismo entre la crisis expuesta en el Eternauta y la reciente pandemia de COVID-19. La frase encapsula una verdad incómoda sobre nuestra capacidad colectiva para extraer sabiduría de la experiencia, especialmente ante catástrofes que exponen nuestras vulnerabilidades y fallas estructurales.
En el Eternauta, la nieve mortífera es el catalizador de una crisis que, como ya exploramos, revela la fragilidad de los lazos comunitarios y la ceguera ante la amenaza. La desconfianza e incredulidad, la desorganización y la búsqueda de soluciones individuales, como también la manipulación de la información por parte de los “Ellos”, tienen ecos perturbadores en nuestra experiencia pandémica. Al principio, la ignorancia, incredulidad y subestimación del virus fueron patentes. Las respuestas fragmentadas, a nivel global, revelaron la debilidad de ciertas estructuras de cooperación internacional y la primacía de intereses particulares sobre el bien común.
Recordemos las primeras semanas de la pandemia: la escasez de equipos de protección, la saturación de los sistemas sanitarios, la desinformación campante y la polarización social que a menudo dificultaba la implementación de medidas de salud pública. Este escenario evoca claramente la parálisis y el desconcierto que vivieron los personajes de Oesterheld. La cita de Huxley tiene relevancia justamente aquí: a pesar de las lecciones de epidemias pasadas- desde la Peste Negra hasta la Gripe Española-, la humanidad pareció tropezar con muchas de las mismas piedras, enfrentando desafíos similares en la coordinación, la comunicación y la priorización de la vida sobre la economía o la política.
Es que la tentación de mirar hacia otro lado, de negar la magnitud de la amenaza, o de buscar chivos expiatorios en lugar de dar soluciones colectivas, es una constante que el Eternauta ilustra de manera vívida y que la pandemia puso de manifiesto. Si bien hubieron ejemplos extraordinarios de solidaridad y sacrificio durante la crisis del COVID-19- análogos a la resistencia de Juan Salvo y su grupo-, también presenciamos la exacerbación de divisiones y la desintegración de la confianza en las instituciones y entre los ciudadanos.
El paralelismo se extiende a la capacidad de aprendizaje post-crisis. Tras la pandemia, surgieron promesas de fortalecimiento de los sistemas de salud, de mayor inversión en investigación científica y de una mejor preparación para futuras emergencias. Sin embargo, el tiempo dirá si estas promesas se traducen en un cambio duradero o si, siguiendo la máxima de Huxley, volveremos a caer en la amnesia colectiva, olvidando las duras lecciones en cuanto la amenaza se desvanece del primer plano mediático. Justamente, la historia del Eternauta nos advierte que el olvido y la negación de los problemas latentes sólo preparan el terreno para futuras y más devastadoras catástrofes. La esperanza reside, entonces, en romper ese ciclo huxleyano, en hacer de la memoria histórica un pilar fundamental para la construcción de una comunidad más resiliente y solidaria.
En la fantástica adaptación cinematográfica, aunque la atmósfera puede variar, la esencia de esta lucha por la comunidad se mantiene. La desesperación y la pérdida se contrastan con actos de valentía y sacrificio, remarcando la universalidad del mensaje de Oesterheld, aplicable a cualquier época y lugar. La serie, al actualizar el contexto visual y narrativo, no hace otra cosa que reforzar la idea de que la lucha por los valores humanos es un desafío atemporal: “lo viejo funciona, Juan”, y sí, siempre funciona, sólo alcanza con no olvidarlo y ponerlo en práctica.
En conclusión, queridos lectores, la nieve del Eternauta nos invita a una introspección profunda sobre algo que supera el relato de invasiones alienígenas y se centra en la advertencia siempre vigente del desmoronamiento social y las ansias de esperanza. La crisis de valores que pareciera comer los cimientos de nuestra sociedad no es una sentencia ineludible: las ruinas de Buenos Aires oesterheldiana son un espejo de nuestra propia vulnerabilidad, pero también un lienzo sobre el cual se puede dibujar un futuro distinto. La recuperación de los códigos morales que cohesionan a la comunidad no es una tarea titánica reservada a héroes míticos, sino una labor cotidiana, un compromiso con el otro, una decisión consciente de reconstruir los puentes que la indiferencia ha derrumbado. Porque si la historia del Eternauta nos enseña algo, es que la supervivencia no es un acto individual, sino una sinfonía de manos que se unen en la oscuridad, una prueba irrefutable de que, incluso cuando la nieve amenaza con enterrarnos, la luz de la esperanza aún puede encenderse en la solidaridad y el abrazo. El tiempo para la indiferencia debe terminar, es hora de recordar que sólo juntos, podemos deshacer el manto de oscuridad que ciega nuestras almas y nos conduce inexorablemente a la perdición.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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El Salvador avanza como destino académico gracias a mejoras en seguridad, según Christian Aparicio

Foto: Cortesía
El director nacional de Educación Superior, Christian Aparicio, afirmó este miércoles que El Salvador está en proceso de consolidarse como un destino académico regional, gracias al impacto positivo de la política de seguridad impulsada por el presidente Nayib Bukele.
Durante su participación en la entrevista, Aparicio explicó que este año se ha registrado un aumento significativo en las inscripciones universitarias. Tras un diagnóstico institucional, se determinó que uno de los factores clave en este repunte es la percepción de seguridad en el país.
“La gente tiene más confianza”, señaló el funcionario, al destacar que las condiciones actuales están permitiendo que estudiantes extranjeros elijan El Salvador para cursar estudios superiores. Como ejemplo, mencionó que este mismo día llegará un grupo de jóvenes procedentes de Costa Rica para iniciar sus estudios en instituciones locales.
Aparicio subrayó que El Salvador ya está atrayendo a estudiantes internacionales interesados en programas especializados, como el diseño de prótesis en la Universidad Don Bosco. Además, adelantó que se incorporarán nuevas carreras únicas en la región, lo cual posicionará aún más al país como referente en educación superior.
Entre las novedades para 2026, destacó la creación de una maestría y un doctorado en gestión de la educación superior, que serán únicos en Iberoamérica, así como el lanzamiento de la carrera de Ingeniería en Programación de Habilidades Humanas para la Inteligencia Artificial.
El titular también resaltó el rol que desempeñan los programas de becas del gobierno en la promoción del acceso a la universidad. Aseguró que iniciativas como “Súmate a la U”, y las becas otorgadas por diversas entidades públicas y privadas, han generado un mayor interés por parte de jóvenes que antes no contemplaban cursar estudios superiores.
“El Salvador está poniendo la nota a nivel global en materia de educación superior”, concluyó Aparicio.
Opinión | Christian Aparicio
Director nacional de Educación Superior
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.
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Analizando el vértigo de la venganza: Irán, Israel y el mundo también

Po: Lisandro Prieto Femenía
«No sé cómo será la Tercera Guerra Mundial, pero sí sé que la Cuarta Guerra Mundial será con palos y piedras.»
Albert Einstein
Otra vez, la sombra de una gran guerra se cierne sobre el Medio Oriente, una región que parece estar condenada a un ciclo interminable de violencia y tensión. Los recientes intercambios de ataques directos entre Israel e Irán han encendido todas las alarmas globales, llevando a la comunidad internacional al borde de un abismo cuya profundidad y consecuencias aún son incalculables. Lo que hasta hace poco se manifestaba a través de guerras subsidiarias y enfrentamientos asimétricos, ha escalado a una confrontación abierta que redefine el tablero geopolítico y exige una profunda reflexión sobre las verdaderas causas y los devastadores efectos de semejante beligerancia.
La situación actual es de una volatilidad extrema. Tras el ataque israelí a un consulado iraní en Damasco, al que siguió una represalia iraní con drones y misiles, y una posterior respuesta israelí sobre objetivos militares de inteligencia dentro de Irán, la región se encuentra en un punto de inflexión. Cada acción parece estar generando una reacción, tejiendo una red de represalias que amenaza con arrastrar a más actores a un conflicto a gran escala. Las informaciones de inteligencia y los análisis militares se centran en la capacidad de disuasión de cada parte, en la precisión de sus armamentos y en la contención- o la falta de ella- de sus aliados internacionales. Sin embargo, más allá de la fría lógica estratégica, subyace una serie de interrogantes que, desde una perspectiva filosófica y crítica, resultan ineludibles.
En este ciclo de venganza interminable, ¿a quién le sirve realmente este conflicto? ¿Quiénes son los verdaderos artífices de esta espiral de violencia y quiénes se benefician de la inestabilidad perpetua en una región tan rica en recursos y tan vital estratégicamente? En contrapartida, ¿quiénes son los grandes perdedores, aquellos que pagarán el precio más alto por decisiones tomadas en despachos y palacios lejanos o en la euforia del fervor imperial o nacionalista?
Este tipo de preguntas no circulan en ningún medio de comunicación ni salen de la boca de ningún comunicador del prime time, justamente porque nos obligan a pensar, es decir, ir más allá de la mera descripción de los eventos y a indagar en las capas más profundas de poder, interés y sufrimiento humano. La geopolítica nos ofrece un marco para entender las dinámicas de poder entre Estados, las alianzas cambiantes y la lucha por la hegemonía regional. Pero la filosofía nos interpela sobre la ética de la guerra, la responsabilidad de los líderes y el valor intrínseco de la vida humana.
La retórica del “ojo por ojo” que ha dominado estas últimas semanas de confrontación directa entre Israel e Irán ha cristalizado en acciones militares muy precisas y calculadas, pero de un riesgo incalculable. Los ataques iraníes, que incluyeron el lanzamiento de cientos de drones y misiles hacia el territorio israelí, fueron presentados como una respuesta directa al bombardeo de un anexo consular iraní en Damasco que resultó en la muerte de altos mandos de la Guardia Revolucionaria. La defensa israelí, apoyada por una coalición internacional liderada por Estados Unidos, logró interceptar la vasta mayoría de estos proyectiles, minimizando los daños materiales y, crucialmente, evitando víctimas mortales significativas. Sin embargo, la posterior respuesta de Israel sobre objetivos militares y de inteligencia en Isfahán, Irán, aunque de alcance limitado y con aparente intención de enviar un mensaje de capacidad más que de aniquilación, mantuvo viva la llama de la tensión.
Detrás de los titulares sobre interceptores y drones, la verdadera tragedia se desarrolla lejos de los cálculos estratégicos. Son los civiles, de ambos lados y en toda la región, quienes se encuentran atrapados en la encrucijada de esta peligrosa escalada. En Israel, la población vivió horas de incertidumbre bajo la amenaza de los misiles, con el trauma latente de la guerra. En Irán, la noticia de los bombardeos, aunque minimizada oficialmente, alimenta el temor a una confrontación abierta que podría devastar la infraestructura y la vida cotidiana. Como señalaba el filósofo Immanuel Kant en su ensayo titulado “Sobre la paz perpetua”, “el estado de paz entre los hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza… el estado de paz debe ser establecido”. La realidad de hoy dista mucho de esta visión kantiana, con la seguridad de los ciudadanos constantemente en vilo, y la esperanza de una vida normal sacrificada en el altar de las ambiciones geopolíticas de dos o tres degenerados que deciden por ellos y sobre ellos. Las familias se preparan para lo peor, los niños crecen bajo la sombra de la amenaza constante, y la vida se convierte en una serie de pausas entre alarmas y ataques de noticias. Las economías locales, ya frágiles, se resienten aún más, y la inversión en armas desvía recursos que podrían destinarse a producción, salud, educación o desarrollo social.
En el tablero de este conflicto, los actores principales se encuentran impulsados por su propia percepción de seguridad existencial y ambiciones regionales. Teherán, con su teocracia y una Guardia Revolucionaria que extiende su influencia más allá de sus fronteras, busca consolidar su poder en el “eje de la resistencia”, desafiando la hegemonía regional y protegiendo sus intereses, incluyendo sus programas nucleares y de misiles.
Del otro lado, Jerusalén, con un gobierno que prioriza la protección de su población y su territorio, percibe la expansión iraní y su retórica como una amenaza directa a su supervivencia, lo que pareciera justificar sus acciones preventivas y reactivas.
Pero esta confrontación no se limita a dos capitales. Se extiende como una vasta red de intereses y alianzas, donde los actores indirectos ejercen una influencia considerable. Grupos como Hezbollah en Líbano, Hamas en Gaza o los Hutíes en Yemen operan como brazos armados de la proyección de poder iraní, capaces de abrir múltiples frentes y desestabilizar rutas comerciales vitales. Del lado israelí, el apoyo inquebrantable de los Estados Unidos ha sido un pilar fundamental en la disuasión y defensa, con Washington actuando como garante de seguridad y, a su vez, como mediador para evitar una escalada incontrolable. Sin embargo, el rol de Estados Unidos no es ajeno a sus propios intereses estratégicos en el control del flujo energético global y la contención de rivales.
Mientras tanto, potencias como Rusia y China observan con cautela, buscando proteger sus propias esferas de influencia y sus relaciones con todos los actores, a menudo utilizando su peso diplomático para oponerse a intervenciones occidentales o para abogar por una estabilidad que favorezca sus intereses económicos. Los países árabes moderados, como Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos, aunque comparten la preocupación por la influencia iraní, temen ser arrastrados a una guerra regional que devastaría sus economías y sociedades. Europa, por su parte, clama por la desescalada, consciente de las ramificaciones económicas, energéticas y migratorias de un conflicto ampliado.
Así, las posibilidades futuras se mueven en una cuerda floja, tensa entre el estallido total y la precaria esperanza de un cese el fuego. La doctrina actual parece ser una disuasión mutua, donde ambos bandos calibran sus golpes para enviar un mensaje de capacidad y voluntad sin provocar una guerra abierta que, dadas las consecuencias catastróficas, ninguno parece desear plenamente. Pero esta línea es peligrosamente fina. Cualquier error de cálculo, cualquier ataque no intencionado o cualquier acción percibida como una humillación insoportable, podría romper el delicado equilibrio y desencadenar un conflicto a gran escala con ramificaciones globales.
La búsqueda de un acuerdo de paz o un cese el fuego requeriría una diplomacia hoy inexistente, es decir, exhaustiva y multifacética, involucrando a potencias globales y regionales. Sería necesario abordar las causas subyacentes de la desconfianza y la hostilidad, incluyendo las ambiciones nucleares de Irán, la cuestión palestina, la seguridad de Israel y la influencia iraní en la región a través de sus proxies. Como argumenta el teórico político John Mearsheimer en su obra “La tragedia de la política de las grandes potencias”, los Estados “están condenados a competir por el poder, porque el sistema internacional es anárquico y las capacidades militares son los medios con los que los Estados pueden sobrevivir”. Superar esta lógica de suma cero requeriría un cambio paradigmático en la percepción de seguridad y una voluntad genuina de compromiso. Básicamente, un milagro.
No obstante, la historia nos enseña que, incluso en los escenarios más sombríos, la diplomacia y el diálogo pueden abrir brechas hacia la desescalada. El cese el fuego, por más precario que sea, es siempre preferible a la anarquía de la guerra, ofreciendo un respiro a los civiles y una oportunidad para la razón y la sensatez.
Más allá de las fronteras de Oriente Medio, la escalada actual entre Israel e Irán proyecta una sombra ominosa sobre el orden mundial. Como dijimos previamente, las ramificaciones económicas son inmediatas y profundas: la interrupción del suministro de petróleo a través del Estrecho de Ormuz, una arteria vital para el comercio global, disparará los precios energéticos a niveles insostenibles, desestabilizando los mercados y las economías ya fragilizadas. Las cadenas de suministro globales, aún recuperándose de crisis anteriores, se verían severamente afectadas, impactando desde la producción industrial hasta el coste de vida de millones de personas en cada rincón del planeta.
En el ámbito político, un conflicto abierto desafiaría la ya patética y erosionada arquitectura de la gobernanza actual. Las organizaciones internacionales y el derecho internacional, también en terapia intensiva hace años, se verían aún más debilitados si las potencias no logran contener la beligerancia. Se intensificarían las divisiones entre bloques, con el riesgo de acudir a una nueva Guerra Fría que polarice aún más las relaciones internacionales, desviando la atención y los recursos de desafíos globales apremiantes como las pandemias, la desigualdad y la pobreza. La proliferación nuclear, ya una preocupación latente, está cobrando una urgencia aterradora, ya que la inestabilidad puede incentivar a otros Estados a buscar capacidades atómicas como medida de seguridad.
Los grandes perdedores, en última instancia, somos todos los seres humanos que no tenemos acceso a la protección total de los jefes de Estado. La guerra, en su esencia, es un fracaso de la razón y la empatía. Cada explosión, cada vida perdida, cada desplazamiento forzado no es sólo una estadística, sino una herida en el tejido colectivo de nuestra ya vapuleada civilización. Este conflicto, como tantos otros, revela la cruda realidad de que la seguridad de una nación a menudo se persigue a expensas de la seguridad y el bienestar de otras, creando así un círculo vicioso de miedo, agresión y muerte masiva.
Frente a este panorama espantoso, nuestra postura no puede ser otra que la de una neutralidad activa en favor de la paz. No se trata de culpar a unos u otros, sino de reconocer la complejidad histórica y las múltiples capas de agravios que alimentan esta confrontación. La paz, sin embargo, no es la ausencia de conflicto, sino la capacidad de resolverlo sin recurrir a la violencia, a través del diálogo, la negociación y el respeto mutuo. Es imperativo que la comunidad internacional abandone la red social X y redoble sus esfuerzos diplomáticos. La presión concentrada sobre todos los actores, directos e indirectos, para que se abstengan de nuevas acciones militares y se sienten a la mesa de negociaciones es crucial. Se necesitan garantes confiables y marcos robustos que permitan una desescalada sostenida y el inicio de un proceso de construcción de confianza a largo plazo.
Por último, queridos lectores, es preciso indicar que el cese el fuego no es sólo una tregua militar, sino un imperativo moral. Es la única vía para romper el interminable ciclo de venganza, para sanar las heridas, para reconstruir las sociedades y para que las futuras generaciones no sigan heredando un legado de odio, resentimiento y destrucción. Es hora ya de que la razón sensata guíe la geopolítica, y que la humanidad elija el camino de la ardua concordia sobre el abismo de la exterminación.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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