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Efemérides 7 de septiembre: ¿qué pasó un día como hoy?

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Foto: Cortesía

Atentado en Chile contra el dictador Augusto Pinochet

Miembros del grupo guerrillero chileno Frente Patriótico Manuel Rodriguez intentan matar al presidente de facto Augusto Pinochet.

El hecho sucede el 7 de septiembre de 1986 en un camino de la región de Las Achupallas, situado 40 kilómetros al sur del Santiago de Chile.

La Operación es denominada «Siglo XXI» y toman parte de ella una dos decenas de miembros del FPMR. Mientras una parte del equipo bloquea el camino, un pelotón armado de fusiles y lanzacohetes ataca al convoy presidencial.

Dentro del vehículo que lleva a Pinochet, viaja también su nieto. Aunque el auto presidencial recibió un impacto de cohete, ninguno de sus ocupantes sufrió heridas por el blindaje y la reacción del chofer que logra salir de la emboscada. En el ataque mueren 5 custodios y otros 11 son heridos.

En los meses siguientes la policía chilena secuestra y asesina a tres miembros del comando del FPMR.

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¿Se volverá a poner de moda decir la verdad?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La verdad es lo que es, y sigue siendo verdad aunque se piense al revés”: Antonio Machado (1875-1939)

Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un asunto que ya pasó de moda hace rato, a saber, la verdad. No siempre existió este modelo actual de relativizar absolutamente todo al punto de que cualquier afirmación es digna de ser considerada verdadera o certera porque, en el afán de un falso pluralismo intelectual, se quiere aceptar cualquier postulado, venga de quien venga. A esta etapa nefasta, muchos filósofos contemporáneos lo llaman “la post-verdad”, es decir, la era posterior a la era en la cual se podía decir “esto es verdad”, sin que nadie se ofenda.

Nuestra filosofía occidental ha colocado históricamente a la verdad como uno de sus conceptos fundamentales, inseparable de la búsqueda del conocimiento, la justicia y el sentido de la existencia humana. Desde los diálogos de Platón, en los cuales la verdad era la esencia que iluminaba la realidad más allá de las sombras de las apariencias, hasta las reflexiones de Aristóteles, sobre la verdad como correspondencia entre el pensamiento y lo real, este concepto ha sido tratado como un horizonte universal que pretendía otorgar coherencia al pensamiento humano.

Sin embargo, en la era contemporánea, especialmente bajo el influjo de la postmodernidad y el auge de su “post-verdad”, el significado de la verdad ha sufrido un desprestigio sin precedentes, al punto de llegar a absurdos totalmente irracionales. Ya no se presenta como un ideal absoluto para conocer, sino como algo moldeado por contextos, perspectivas y discursos. En un mundo que celebra la subjetividad y desconfía de los grandes relatos universales, las afirmaciones de verdad han pasado a depender más de la resonancia emocional y del impacto mediático que de un vínculo con la realidad objetiva.

El concepto mismo de “post-verdad”, popularizado en su máximo auge en nuestro siglo XXI, describe una realidad cultural en la que los hechos objetivos son relegados en favor de apelaciones a la sensación de cada persona o a creencias subjetivas e individuales. Esta postura se encuentra en tensión con el pensamiento clásico, que buscaba fundamentos sólidos para el conocimiento, y plantea desafíos éticos y filosóficos realmente profundos: ¿Es posible hablar, en este mundo de desquiciados, de una verdad común? ¿Estamos condenados a soportar esta supuesta multiplicidad de perspectivas irreconciliables en pos de una tolerancia que, en el fondo, no existe? ¿Cómo fue que pasamos de “pienso luego existo” de Descartes, a “estudiar demasiado estupidiza ya que nos coloca en una distancia polémica con el sentido común” de Darío Z?

En este contexto, resulta necesario que recuperemos la reflexión filosófica sobre la verdad que trascienda las posturas extremas: por un lado, el relativismo o equivocismo absoluto, que equipara cualquier afirmación subjetiva con una verdad válida; por otro, el univocismo dogmático que impone una única interpretación como legítima. Entre ambos polos, surge una postura intermedia y prudente: la hermenéutica analógica, que propone un diálogo entre perspectivas, sin renunciar a la búsqueda de consensos significativos.

En definitiva, amigos lectores, la idea es que exploremos juntos cómo se entiende “la verdad” en la filosofía clásica, cómo se desplazó su centralidad con el auge de la cultura de la justificación de la mentira y cómo la propuesta de la hermenéutica analógica ofrece una vía para reconciliar la multiplicidad con la necesidad de sentido y racionalidad compartida.

Es preciso, entonces, que comencemos analizando la era previa a la postmodernidad: cuando la verdad tenía sentido. Antes del advenimiento de la presente decadencia cultural, la verdad se concebía como un eje fundamental del pensamiento, la cultura y la vida política. Esta visión persiste a lo largo de la modernidad, cuando la razón y la ciencia, lejos de cuestionar la existencia de la verdad, la consolidaron como una aspiración universal.

Aunque los enfoques sobre la verdad han variado, desde los ideales ilustrados hasta las narrativas de la filosofía moderna, su sentido nunca se puso en duda. Recordemos que el período llamado Ilustración, del siglo XVIII, representó uno de los momentos de mayor exaltación de la verdad, puesto que se afirmaba que el uso correcto de nuestra razón podría liberar a la humanidad de la ignorancia y la superstición. La verdad no sólo era accesible, sino que constituía la clave del progreso humano. Evidentemente, algo falló, puesto que la idea de progreso se consolidó en dos Guerras Mundiales, un holocausto, dos bombas atómicas, miles de atrocidades de ese calibre y, como si eso no fuese suficiente, gente que todavía cree que la tierra es plaza y confía en cartas astrales y constelaciones familiares.

Kant, en su célebre ensayo titulado “¿Qué es la Ilustración?” expresa que esta etapa es la salida del hombre de su minoría de edad, de su inmadurez intelectual, por lo cual nos invitaba a los gritos diciendo: “¡Ten valor de servirte de tu propia razón!” (1784). Esta verdad ilustrada no era simplemente una construcción teórica, sino que debía traducirse en la reforma de las instituciones políticas, educativas y sociales. Esta idea se materializó en movimientos políticos históricos como la Revolución Francesa, la revolución industrial y el desarrollo de las ciencias naturales, que buscaban fundamentarse en principios racionales y verificables.

Durante la modernidad, las grandes narrativas filosóficas y científicas reforzaron el papel central de la verdad como base de la cohesión social y la legitimidad política. En este período, ideologías como el liberalismo, el marxismo y el positivismo ofrecieron relatos unificados del mundo, basados en principios que pretendían ser universales y verdaderos. Por ejemplo, Hegel, concibió la historia como un proceso racional en el que la verdad absoluta se despliega gradualmente a través del tiempo, indicando que “todo lo real es racional, y todo lo racional es real” (“Fenomenología del Espíritu”, 1807).

Este “optimismo” respecto a la verdad alimentó la confianza en que el conocimiento humano podría resolver los problemas fundamentales de nuestra existencia, desde el ámbito técnico hasta el ético, moral y político. Tengamos en cuenta que la revolución científica y el positivismo fortalecieron aún más la idea de verdad objetiva, en comunión con el método científico el que, con su insistencia en la observación empírica y repetibilidad, se convirtió en el paradigma de la búsqueda de la verdad. Esta concepción de la verdad como algo verificable y objetivo tuvo un impacto muy profundo, no sólo en las ciencias naturales, sino también en las ciencias sociales y en la filosofía misma, que en ese entonces, intentaba imitar este rigor.

Pero también, más allá del ámbito científico, la verdad tuvo un papel crucial en la configuración de los valores éticos y políticos. Las nociones de justicia, derechos humanos y libertad se basaban en la creencia de que ciertas verdades eran universales e inalienables. No es casual, por ejemplo, que en la Declaración de Independencia de EEUU se afirme: “Sostenemos estas verdades como evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales…” (1776), aunque se haya demorado hasta la década de 1960 para permitir a los afroamericanos asistir a escuelas y universidades que hasta ese entonces, eran para blancos. Linda declaración, tarde la aplicación. Más allá de las incoherencias, estas afirmaciones reflejaban la confianza en que la verdad podría proporcionar un fundamento firme para las instituciones humanas y los derechos universales.

La era previa a la postmodernidad estuvo marcada por esa confianza generalizada en la verdad como principio rector del conocimiento y la acción. Aunque las perspectivas sobre qué constituía “la verdad” variaba, existía un acuerdo implícito en que era un ideal necesario para lograr la coherencia del sentido de nuestro mundo. Esta convicción sería profundamente cuestionada posteriormente, a veces con razón, aunque se pasó de creer en verdades universales indiscutibles a considerar que cualquier pavada es verdad. ¿Qué pasó, entonces?

El paso de la confianza moderna en la verdad a la incertidumbre total de la era postmoderna no fue un cambio súbito, sino el resultado de complejos procesos históricos, filosóficos y culturales que minaron las bases de los ideales ilustrados. Este giro, que comienza a esbozarse en el siglo XIX y se consolida en el XX, señala un cambio de paradigma: la verdad deja de ser vista como un principio universal y objetivo para considerarse relativa, fragmentaria y dependiente del sujeto y el contexto.

El modelo moderno, basado en la razón, la ciencia y el progreso, comenzó a resquebrajarse por varias razones. En primer lugar, se dio una crítica filosófica en la que filósofos como Nietzsche cuestionaron los cimientos de esa era, denunciando que la “verdad” no era más que una construcción cultural destinada a ejercer poder. Concretamente en su texto “La Gaya Ciencia”, Nietzsche proclama la famosa sentencia: «¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! Y nosotros lo hemos matado» (Nietzsche, 1882, aforismo 125). Esta declaración no solo rechaza la verdad divina, sino también la idea de verdades absolutas, puesto que para él la modernidad se construyó sobre valores que, al perder su fundamento trascendental, quedaron vacíos. Este nihilismo puso en duda no solo a la religión, sino a todas las grandes narrativas que pretendían poseer “la verdad”.

En segundo lugar, los avances científicos que sostenían la verdad moderna comenzaron a desestabilizarla. La física cuántica y la teoría de la relatividad desafiaron las concepciones clásicas del espacio, el tiempo y la causalidad, sugiriendo que el conocimiento humano era limitado y dependiente de marcos observacionales, o como decía Werner Heisenberg, “lo que observamos no es la naturaleza en sí misma, sino la naturaleza expuesta a nuestro método de cuestionamiento” (“El principio de incertidumbre”, 1927). La ciencia, que parecía ofrecer todas las certezas, reveló sus propios límites, abriendo paso a un escepticismo del cual el postmodernismo se aprovecharía y le sacaría todo el jugo posible.

En tercer lugar, como dijimos al pasar recién, las Guerras Mundiales y las crisis del siglo XX erosionaron la confianza en los ideales de progreso y racionalidad. Los dos ejemplos que mencionamos, Auschwitz e Hiroshima y Nagasaki se convirtieron en símbolos de cómo la ciencia y la razón pueden instrumentar el horror, deslegitimando la idea de que la verdad y el progreso garantizaban un mundo mejor.

La postmodernidad emerge explícitamente con la reacción al fracaso de los ideales modernos que enumeramos precedentemente. El primero en anotarse en esta fiesta fue Jean-François Lyotard, que definió esta etapa como una incredulidad hacia los grandes relatos (La condición postmoderna, 1979). Esta desconfianza a la racionalidad rechaza las narrativas totalizadoras, ya sean religiosas, científicas o políticas que pretenden explicar la realidad desde un único punto de vista. En su lugar, el postmoderno propone, en primer lugar, un relativismo cultural y subjetivo en el que la verdad deja de ser universal y pasa a ser local, contingente y subjetiva: lo verdadero ya no depende de su correspondencia con la realidad, sino de su aceptación dentro de un contexto cultural o lingüístico. Al respecto, Michel Foucault sostuvo que cada sociedad tiene su propio régimen de verdad, sus políticas generales de la verdad (“La arqueología del saber”, 1969), indicando con ello que la verdad no se descubre, sino que se produce, se fabrica, mediante relaciones de discurso y de poder.

En segundo lugar, se realizó una fragmentación total del sujeto y del conocimiento. Jacques Derrida, con su famosa, malinterpretada y convertida en moda vacía teoría de la deconstrucción, desmanteló la idea de que los textos o los discursos tienen significados estables o verdades únicas. Según él, no hay nada fuera del texto (“De la gramatología”, 1967), indicando con ello no una negación de la realidad, pero sí una sugerencia de que cualquier interpretación de la verdad está mediada por el lenguaje, que es inestable y múltiple.

En tercer y último lugar, la creación de una cultura del simulacro, que Jean Baudrillard explica al argumentar que, en la era contemporánea, las imágenes y los símbolos han reemplazado a la realidad, creando “simulacros” que ya no representan nada real. El autor sostuvo que “la simulación no es ya un territorio, un referente, una sustancia. Es la generación de modelos de los real sin origen ni realidad: un hiperreal” (“Simulacros y simulación”, 1981). Esta es la antesala de fenómenos como las fake news como producto cultural de la post-verdad, donde las narrativas no se evalúan por su correspondencia con la realidad, sino por su impacto emocional o político.

Evidentemente, amigos míos, el colapso de los fundamentos modernos de la verdad no fue provocado, solamente, por crisis filosóficas y científicas, sino también por cambios culturales y tecnológicos. En la era en la que vivimos, la verdad es reemplazada por narrativas supuestamente pluralistas y contingentes, dejando un vacío que la post-verdad ha llenado con relatos caprichosos y emocionales, manipulativos y desprovistos de rigor. La pregunta que debemos hacernos, llegados a este momento es ¿cómo recuperar una concepción prudente de la verdad sin caer en los excesos del dogmatismo o relativismo absoluto?

Lisandro Prieto Femenía
Docente – Escritor – Filósofo
San Juan – Argentina

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Modelo Bukele paradigma democrático

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El paradigma tiene su génesis en condiciones adversas debido a que es una reacción al estatus quo existente. Se erige en negación a lo que prevalece, crea un discurso de rechazo al contexto en donde se produce el desarrollo de las estructuras, y a las propias dinámicas internas que le dan vida a la realidad presente y dominante. De esta forma surgió el paradigma salvadoreño desde el interior de las estructuras injustas, en contra de la situación imperante de corrupción y criminalidad.

Los paradigmas nacen sin pretensión de serlo, se convierten al ser aceptados socialmente, luego en otras latitudes comienzan a tomar aspectos de este, o a tratar de implantarlo como solución en sus respectivos Estados, que poseen problemas nacionales similares o peores a los que resolvió el paradigma en mención. En El Salvador inició como un movimiento social en el 2017, liderado por Nayib Bukele accediendo al Poder Ejecutivo en el año 2019 y reelegido en el 2024.

Algunos gobiernos como Honduras, Ecuador, Perú y Argentina, entre otros, están tratando de adaptar a las realidades específicas de sus países aspectos del paradigma salvadoreño, en particular la seguridad ciudadana, en este mismo sentido, comisiones de especialistas gubernamentales y académicos de otros países llegan a El Salvador a observar in situ la transformación de la nación centroamericana.

El paradigma se enfrenta a la «normalidad» y «naturalidad» de los hechos y fenómenos que cuestiona, porque la visión de la mayoría de las personas y de las instituciones que coexisten en esa sociedad objetada por el paradigma naciente, tendrán cotidianamente una interacción social o un desarrollo de las relaciones interpersonales como un hecho socio cultural cotidiano. En el caso de El Salvador se realizaron cambios a la cotidianidad de las personas, mediante el paso de un nuevo tipo de relaciones sociales e interpersonales, abriendo camino al cambio cultural enfocado en los usos y costumbres dentro de un contexto diferente, es decir, que algunos hechos o fenómenos dejaron de ser “normales” y “culturalmente aceptados” para convertirse algunos de ellos en ilícitos o arbitrarios.

El paradigma inicia por cuestionar el fatalismo o la aceptación sumisa de la mayoría de la población. Es una lucha por evidenciar que no es correcta ni justa la visión ni percepción personal del mundo adquirida en el proceso de socialización, a través de los agentes como la familia, instituciones educativas, grupos sociales; redes sociales, tecnologías de la información y comunicación, etc., por tal razón el paradigma que irrumpe tiene como objetivo transformar la sociedad, el paradigma salvadoreño ha hecho una revolución pacífica y silenciosa.

El paradigma irrumpe casi de forma desapercibida, la masividad o colectividad no se percata de su existencia. Sin embargo, en la medida en que se comienza a expandir desde la base con un discurso crítico, constructivo y propositivo —en el preciso momento en que las personas descodifican o interpretan la justeza del simbolismo y retórica del paradigma emergente— inicia el proceso de desaprender y decomponer el marco lógico inculcado a las personas, para mantener y justificar lo cuestionado por la irrupción embrionaria del paradigma.

En El Salvador se dio el fenómeno sui generis porque en la medida se sentaban las bases del Modelo Bukele, increíblemente de forma simultánea se estaba convirtiendo en paradigma, en un contexto adverso a nivel regional e internacional, debido a que se estaba observando una manera distinta de resolver problemas históricos, de tal manera, que hubo algunos Jefes de Estado de América Latina que lo criticaron por ejemplo, Alejandro Eduardo Giammattei de Guatemala, Gustavo Francisco Petro de Colombia, Gabriel Boric de Chile, Guillermo Alberto Santiago Lasso de Ecuador, Rodrigo Alberto de Jesús Chaves de Costa Rica. Asimismo, la Administración Estadounidense y la Unión Europea.

Posteriormente a algunas de las críticas y oposición a nivel internacional, se dieron cuenta que las estrategias del éxito del modelo salvadoreño que se perfilaba como un paradigma ocurrieron en un contexto democrático y de respeto a los derechos humanos, a tal grado, que en estos momentos se cuenta con el respaldo y acompañamiento de los EE.UU., y de los países miembros de la Unión Europea, entre otros.

El paradigma en sí, o su sustancia, empieza a expandirse y abrirse paso en un contexto adverso. Sin embargo, debido a que en ese momento en referencia no constituyó peligro para los detentadores del poder político y económico, pasó desapercibido. No obstante, en la medida que toma fuerza desde la base, entonces es considerado por los mantenedores del status quo como un hecho o fenómeno condenado a fracasar, por considerarlo informal; y además —por la manera súbita de su emergencia— los poderes fácticos lo califican como inofensivo, y lo tipifican como un fracaso inevitable. Esta apreciación se debe a que no logran dimensionar, ni comprender e interpretar la importancia del paradigma, tal y como aconteció en El Salvador.

El paradigma salvadoreño tiene enemigos naturales en el ámbito nacional e internacional porque pone en inminente peligro a los poderes fácticos, al narcotráfico, al neocolonialismo, al terrorismo y al crimen organizado que son los verdaderos poderes económicos y políticos que están detrás del “trono”, es decir, de algunos gobiernos, con el agravante que tienen corroída de corrupción a los tres Poderes del Estado, de igual forma, los medios de comunicación y organizaciones no gubernamentales entre otros.

El paradigma está constituido por una propuesta para solucionar un problema grave y de gran envergadura social, y se vuelve a la vista de los mantenedores del estatus quo como incompetente y utópico, porque la propuesta de solución es a corto plazo para un problema socioeconómico y político de larga data.

Los que mantienen el poder político y económico oponen resistencia y argumentan que para que se dé la solución pasarán varias décadas, y que lo resolverán otras generaciones, pero es «imposible» que se lleve a cabo en el presente. No obstante, el Modelo Bukele ha resuelto problemas históricos estructurales en un quinquenio, y se continúa la profundización de la refundación del Estado.

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Valencia: la tragedia del corrimiento del Estado

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«El Estado no es una máquina, es un organismo vivo que debe adaptarse a las necesidades de sus ciudadanos»

Otto von Bismarck

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre el subtexto de la catástrofe ocurrida en Valencia, la cual ha desencadenado una profunda reflexión sobre la naturaleza del contrato social y la responsabilidad del Estado hacia sus ciudadanos. Más allá de la devastación material y el dolor humano, este evento ha puesto de manifiesto una sensación palpable de abandono, que resuena con algunas preocupaciones expresadas por filósofos políticos desde tiempos inmemoriales.

Recordemos a Thomas Hobbes, quien en su obra “El Leviatán” (1651) ya nos advertía sobre la necesidad de contar con un poder soberano capaz de garantizar la seguridad y el bienestar de los ciudadanos en un estado de naturaleza caracterizado por el conflicto. Pues bien, la catástrofe de Valencia nos interpela a preguntarnos si el Estado ha cumplido satisfactoriamente con su papel de protector y proveedor, tal como se concebía en aquel contrato social originario en el cual los ciudadanos otorgan al monstruo total potestad para actuar- e impuestos, muchos impuestos- a cambio de cierta protección.

Por su parte, John Rawls (1971), en su obra titulada “Teoría de la Justicia”, propugnaba la idea de que una sociedad más justa es aquella que se organiza de tal manera que las desigualdades tiendan a beneficiar a los más desfavorecidos. En este contexto, ¿cómo podemos evaluar la justicia de una sociedad a la luz de un evento que ha exacerbado las desigualdades preexistentes y  ha dejado a los más vulnerables en una situación de extremo abandono y vulnerabilidad?

Es evidente que la sensación de abandono experimentada por los afectados por la catástrofe nos remite a pensar la noción de ciudadanía y los derechos y garantías que esta conlleva. Al respecto, Hannah Arendt, en “La condición humana” (1958), destacó la importancia de la acción política como medio para construir un modelo común y garantizar el cuidado de la dignidad humana. Ahora bien, la pregunta que nos tenemos que hacer aquí y ahora es: ¿qué implica ser ciudadanos en un contexto en el que los derechos fundamentales parecen estar en juego?

La catástrofe de Valencia ha dejado a relucir la fragilidad de las infraestructuras del poder y la necesidad de replantear las políticas vigentes de urbanización. Muchos han señalado que la construcción indiscriminada en zonas de riesgo, sumada a la falta de inversión en sistemas de drenaje y protección costera, ha agravado los efectos de la DANA. Incluso han circulado estudios recientes que revelan que parte del territorio afectado se encontraba en zonas catalogadas como de alto riesgo hídrico, sumado a la ocupación del suelo agrícola y la impermeabilización del suelo urbano como contribución colateral para aumentar el caudal de los ríos y reducir así su capacidad de infiltración.

Sin embargo, lo que más ha causado molestias, tanto en España como en el resto del mundo, es la revelación mediante redes sociales de cientos de rescatistas de una falta de respuesta coordinada y oportuna por parte de las autoridades nacionales, lo cual agravó severamente la situación. A través de numerosos testimonios, se ha denunciado una demora y retención vulgar en la llegada de los equipos de rescate, como también la escasez de recursos básicos en las zonas más complicadas. Esta situación puntual nos lleva a reflexionar y a cuestionar la efectividad del Estado de bienestar y a pensar sobre el concepto del “corrimiento del Estado”, es decir, la tendencia de las instituciones a desvincularse de sus obligaciones constitucionales y sociales para así priorizar intereses partidistas por encima del bien común: la rivalidad política y la falta de coordinación entre todos los estratos del gobierno impidieron una acción efectiva y oportuna.

Como bien sabemos, el modelo de Estado de bienestar, concebido como un sistema de protección social que garantiza a todos los ciudadanos unos niveles mínimos de dignidad común, viene sufriendo una transformación y una correspondiente devaluación en las últimas décadas. La crisis económica de 2008 aceleró un proceso de desmantelamiento gradual de los servicios públicos, caracterizado por permanentes recortes presupuestarios, privatizaciones y precarizaciones en el seno del empleo público, sobre todo en salud y educación. Esta situación no ha hecho otra cosa que debilitar la capacidad de respuesta del Estado ante situaciones de emergencia y ha dejado a amplios sectores de la población en un estado de desprotección nunca antes visto desde el regreso de la democracia.

En el caso puntual de Valencia, la crisis del precitado Estado de bienestar se ha manifestado de manera especialmente aguda. La falta de inversión en prevención de riesgos, la reducción de personal en los servicios de emergencia y la precarización constante de las condiciones laborales de los trabajadores públicos han contribuido a agravar los efectos de la catástrofe. Además, la desigualdad social existente, silenciosamente creciente a ritmo sostenido durante la última década, ha hecho que los sectores más vulnerables de la población sean los más afectados por la crisis.

Lo acontecido recientemente en Valencia nos interpela a reflexionar sobre el futuro del Estado de bienestar, puesto que es necesario replantear el modelo actual, superando la lógica mezquina y mentirosa de una austeridad selectiva para proceder a apostar por una mayor inversión en servicios públicos de calidad. Asimismo, es fundamental pensar en el fortalecimiento de la gobernanza inter y multi nivel, promoviendo redes de colaboración entre las diferentes administraciones y la participación de la sociedad civil en la toma de decisiones en momentos drásticos.

Los eventos precitados han manifestado la urgencia de superar las estrechas divisiones partidistas que caracterizan la tan vapuleada política española. Al respecto, John Stuart Mill sostuvo que es esencial que haya un amplio acuerdo sobre los principios fundamentales de la política, a fin de que la sociedad pueda funcionar de manera más eficaz y profunda. Aún así, la polarización política ha puesto palos en la rueda para alcanzar dicho consenso, obstaculizando la implementación de políticas públicas efectivas y generando una creciente desconfianza en las instituciones. Cuando suceden este tipo de tragedias, como ya vimos en el contexto del COVID-19, las disputas partidistas pueden poner en riesgo el bienestar de la ciudadanía y socavar la cohesión social. Justamente por ello, es necesario y urgente que se pueda trascender la ambición individualista de las ideologías partidistas y construir un proyecto nacional común, basado en los valores de la solidaridad, la justicia y la protección de la dignidad de todos los ciudadanos.

Si bien la reacción tardía por parte del gobierno nacional ante la crisis de Valencia ha sido repudiada en redes sociales, la respuesta inmediata se ha traducido en paquetes especiales de ayudas económicas que, por supuesto, siempre serán una buena noticia, sobre todo si se utilizan esos fondos con honestidad, seriedad y criterio. Ahora bien, la tendencia a solucionar los problemas regionales mediante la transferencia de fondos desde el centro, aunque es necesario en situaciones de emergencia, puede generar una peligrosa relación de dependencia mientras que socava la capacidad de las comunidades autónomas para gestionar sus asuntos sin el peso del “compromiso” que los paquetes conllevan tras de sí. Como advirtió oportunamente Alexis de Tocqueville en “La democracia en América”, la centralización excesiva del poder puede llevar a la pasividad de los ciudadanos y a la atrófica de las instituciones locales. Al respecto, es fundamental que se logre encontrar un equilibrio entre la solidaridad nacional y la autonomía regional, promoviendo la subsidiariedad y fortaleciendo las capacidades propias de cada comunidad para hacer frente a los desafíos que enfrentan.

No obstante lo anterior, es crucial aclarar que la defensa de la autonomía regional no implica en absoluto desentenderse de las responsabilidades y obligaciones del Estado central. La construcción del precitado equilibrio requiere de un compromiso a largo plazo por parte de ambas instancias: el Estado nacional debe garantizar la cohesión territorial, proporcionando los recursos y las herramientas necesarias para que las comunidades autónomas puedan desarrollar sus potencialidades, mientras que las comunidades deben asumir sus responsabilidades en la gestión de sus servicios públicos y la promoción del desarrollo local, respetando los principios básicos de solidaridad y equidad. En vistas de ello, se torna necesario establecer un marco de colaboración que defina claramente las competencias de cada nivel de gobierno y que permita una coordinación efectiva en la gestión de las políticas públicas.

El evento catastrófico en Valencia dejó al descubierto una serie de gallos en la gestión de la emergencia que, según indican algunos especialistas, pudieron haberse evitado. La tardanza en la activación de los protocolos de alerta, la insuficiencia de los medios de rescate y la descoordinación entre las diferentes administraciones provocaron una situación de caos y desamparo que, no quedan dudas, agravó las consecuencias del desastre. La imagen de personas atrapadas en sus vehículos y en sus viviendas durante horas y días, sin recibir ayuda inmediata, es una muestra de la fragilidad de un sistema que reveló no estar preparado para afrontar un acontecimiento de esta magnitud. Estos hechos trágicos pusieron de manifiesto la urgencia de reformar en profundidad el sistema de protección civil y de garantizar una respuesta más rápida y eficaz ante cualquier tipo de infortunio, ya sea natural o no.

Aún así, y a pesar de la ineficiencia de algunos burócratas a cargo de instituciones públicas, la catástrofe de Valencia también nos mostró la cara de la fuerza transformadora de la solidaridad ciudadana. Miles de voluntarios, provenientes de todo el país, se movilizaron espontáneamente para brindar ayuda a los afectados. Bomberos, equipos de rescate, personal sanitario y ciudadanos de a pie están trabajando incansablemente en labores de limpieza, búsqueda, rescate y asistencia. Este tipo de respuesta, desinteresada y coordinada a través de organizaciones no gubernamentales mediante redes sociales y plataformas digitales, pone de manifiesto el poder de la acción colectiva y la importancia de los vínculos comunitarios. Como afirma Arendt, la acción humana, entendida como la capacidad de los seres humanos para iniciar procesos nuevos y transformar el mundo, se manifiesta con especial intensidad en los momentos más difíciles. El amor que están poniendo los voluntarios valencianos es un claro ejemplo de cómo la acción política, en su sentido más amplio, puede surgir desde la sociedad civil, y no desde un escritorio en Madrid, para transformar positivamente la realidad.

La DANA en Valencia es un crudo recordatorio de las fragilidades de nuestro sistema democrático a nivel mundial, y de la urgencia de replantear nuestras prioridades. La desazón que produce el desastre ha puesto de manifiesto todas las limitaciones de una gestión basada en la improvisación y la falta de coordinación, así como las consecuencias de una visión cortoplacista que siempre prioriza los intereses particulares de una pequeña casta política por sobre el bien común. Es necesario, pues, realizar una profunda reflexión sobre nuestro modelo de desarrollo y sobre la relación entre el ser humano y el ambiente en el que habita. Las palabras de Edmund Burke resultan especialmente pertinentes en este contexto, cuando señala que la sociedad es una asociación entre los vivos, los muertos y los que aún no han nacido. Pues bien, amigos míos, la gestión del territorio nacional y la protección del mismo no pueden limitarse a una perspectiva mezquina y coyuntural, sino que se deben tener en cuenta las implicaciones para las generaciones futuras.

A pesar de la gravedad de la situación, la crisis valenciana también ha revelado algo maravilloso: la capacidad de resiliencia y solidaridad de la sociedad española. La respuesta espontánea y gratuita de miles de voluntarios demuestra que, ante la adversidad, los seres humanos somos capaces de superar nuestras diferencias y unirnos en torno a un objetivo común. Esta experiencia es, sin duda, un punto de partida para construir un futuro más justo y sostenible, basado en los principios de solidaridad, cooperación y respeto por la dignidad humana. Por ello, es crucial aprovechar este momento, para fortalecer las instituciones, mejorar los sistemas de prevención y respuesta ante emergencias y fomentar una cultura de la responsabilidad y la participación ciudadana antes, durante y después de que se limpie el barro. Aunque el camino sea largo y tortuoso, debemos conservar la esperanza y trabajar juntos para que, cuando la tierra lo decida, estemos mejor parados y preparados.

Lisandro Prieto Femenía
Docente – Escritor – Filósofo
San Juan – Argentina

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