Principal
Habitantes de Sonzacate ya tienen moderno complejo deportivo construido por el Gobierno
Los habitantes del distrito de Sonzacate en el municipio de Sonsonate Centro, ya cuentan con un moderno complejo deportivo debidamente acondicionado para la sana diversión y esparcimiento familiar, gracias a la inversión del Gobierno del presidente Nayib Bukele y la ejecución del proyecto por parte de la DOM.
El centro deportivo Santa Eugenia, construido en un área de 384.82 metros cuadrados, que beneficiará a más de 2,000 habitantes, consta de un gimnasio de acondicionamiento físico, un área de judo y usos múltiples, oficinas deportivas, bodegas, sanitarios para hombres y mujeres.









Dispone además de tres canchas; una de fútbol 5, otra de fútbol 7 y una de basquetbol con sus respectivos graderíos y servicios sanitarios. También el complejo está conformado de áreas verdes, de juegos, vialidad, plaza de banderas, caseta de acceso y circulaciones.
La infraestructura, si bien prioriza la niñez y la juventud; también ha sido concebida para todos los grupos generacionales, así como para los grupos estudiantiles quienes dentro de su programa educativo deben cumplir el componente académico relacionado a su actividad física.


Esta es la cuarta obra deportiva que la DOM entrega a escala nacional, después de La Laguna, en Chalatenango Sur, donde más de 5,000 personas han sido favorecidas, al igual que en Tepecoyo, La Libertad Oeste, para beneficio de más de 15,500 residentes.
También fue entregado recientemente un complejo deportivo en el histórico caserío El Mozote, en Meanguera, Morazán, donde también avanza la construcción de más obras de desarrollo.
A escala nacional, esta Administración ejecuta otros 16 proyectos más de infraestructura deportiva con los que busca proporcionar a niños, adolescentes y jóvenes, espacios adecuados para canalizar sanamente sus energías.
Estos proyectos se construyen en Chalatenango, La Libertad, Sonsonate, La Paz, Cuscatlán, Santa Ana, San Salvador, Usulután, Morazán y San Miguel.
Estas obras impulsadas por el Presidente Bukele fomentan valores, disciplina, trabajo en equipo y el respeto, quedando claro el buen uso de los impuestos, pero sobre todo, que el dinero alcanza cuando nadie roba.
Judicial
Continúa proceso judicial contra exdiputado de ARENA, David Reyes
La Fiscalía General de la República (FGR) presentó una acusación formal contra el exdiputado David Reyes y su esposa por el presunto delito de enriquecimiento ilícito, señalando un incremento patrimonial injustificado que supera los $225,000 durante su periodo legislativo.
De acuerdo con las investigaciones, se habrían detectado irregularidades en la compra de vehículos, pagos de vivienda y uso de tarjetas de crédito, que no corresponden a los ingresos declarados por el exfuncionario.
La FGR sostiene que los fondos utilizados para dichas operaciones no tienen un origen lícito comprobable, por lo que solicitó al tribunal correspondiente que se impongan las sanciones establecidas por la ley en caso de confirmarse las irregularidades.
El proceso judicial se encuentra en su fase final, y será el próximo 28 de octubre cuando el juez emita su veredicto, determinando si Reyes y su esposa deberán devolver los fondos al Estado o enfrentar otras consecuencias legales.
Principal
Capturan a borrachos al volante en distintos puntos del país
En las últimas horas la policía capturó a dos conductores ebrios en diferentes departamentos:
▪️Romeo Javier Martínez Sánchez, de 24 años, fue detenido por conducir una motocicleta con 222º de alcohol con la que provocó un accidente de tránsito.
Este sujeto chocó contra un vehículo que circulaba sobre el km 10 de la carretera que de San Salvador conduce hacia el distrito de Panchimalco.
▪️En un control vehicular instalado en el km 78 ½ de la carretera que de Ahuachapán conduce hacia Santa Ana, Lucas Antonio Cantaderio Cachagua, conducía un microbús en el que transportaba pasajeros.
Al realizarle la prueba de alcotest dio como resultado 100º de alcohol.
Opinet
Analizando el declive intelectual de la razón eclesiástica
Por: Lisandro Prieto Femenía
“La Biblia no es un iPhone. Todo lo que se puede actualizar, como un iPhone, eventualmente termina en la basura sólo para ser reemplazado por un modelo más caro. La Biblia ha perdurado por mucho tiempo y su valor ha cambiado poco, si es que ha cambiado”
Juan Pablo III, interpretado por John Malkovich en “The New Pope”
Durante extensos siglos, la Iglesia católica trascendió el rol de la potestad espiritual para erigirse como la matriz formativa ineludible del pensamiento occidental. Su identidad intelectual se forjó sobre la audaz convicción de que la fe no subroga la razón, sino que la culmina y la perfecciona, un postulado cimentado por figuras monumentales cuyo legado articula la base de la cultura occidental.
Recordemos que San Agustín de Hipona, en su diálogo con la incredulidad y la herejía, estableció el principio epistemológico fundacional de la primacía de la fe como condición para la intelección profunda, distinguiendo las facultades humanas de la indispensable iluminación divina. Su máxima «Crede, ut intellegas» (“Cree, para que puedas entender”), no representa una condena a la razón, sino su jerarquización: el acceso pleno a ciertas verdades metafísicas, sólo se hace posible para una mente previamente dispuesta por la gracia (Agustín, 1984, p. 19).
Posteriormente, la síntesis escolástica, personificada en Santo Tomás de Aquino, elevó la indagación racional al estatuto de un servicio riguroso a la verdad revelada. El Doctor Angélicus sostenía que el propósito de la filosofía no era demostrar los misterios de la fe, sino, más bien, mostrar que tales verdades “no son contrarias a aquellas que la fe enseña, y que las verdades de la fe son capaces de ser defendidas por argumentos necesarios o probables” (Aquino, 1888, p. 21). En definitiva, la hegemonía intelectual de la Iglesia fue, por ende, un compromiso metodológico; el axioma fides quaerens intellectum (la fe que busca la comprensión) constituyó la exigencia de una formación rigurosa en metafísica, lógica y teología.
Sin embargo, la realidad institucional contemporánea evidencia una erosión dolorosa y palpable en la calidad académica y filosófica de la producción eclesiástica. El problema no se redice a la ausencia de centros de excelencia, sino a la fragilidad estructural del cuerpo formativo predominante, donde el “logos” ha sido desahuciado de su rol protagónico. Los programas de formación clerical han experimentado una hipertrofia de las dimensiones pastorales, administrativas y devocionales de escaso vuelo intelectual, priorizando la praxis de gestión, la popularidad superficial y la obediencia silente sobre la dureza del rigor filosófico y la erudición crítica.
La histórica tarea de un clero capaz de entablar un diálogo riguroso con la complejidad del mundo moderno ha sido suplantada por una formación que genera, con frecuencia, diletantes bienintencionados, los cuales se revean incapaces de sostener un argumento metafísico, teológico, lógico y filosófico coherente, o al menos discernir con precisión las corrientes ideológicas subyacentes en el debate público. Esta contracción intelectual se agrava por el ecosistema cultural posmoderno, que penaliza la profundidad, el matiz y la argumentación extensa, al tiempo que recompensa la estupidez, la inmediatez mediática y el eslogan simplificado. El grave error de la Iglesia actual es intentar insertarse en la “era de la autenticidad”, descrita por el filósofo católico Charles Taylor, quien sostiene que se enfrenta a un mundo que ha abrazado el “humanismo exclusivo”, donde la vida se explica sin recurso a la trascendencia. Consiguientemente, Taylor argumenta que hemos transitado de una sociedad donde la fe era incuestionable a una en la que es una opción (nunca promocionada como “buena”) entre otras, forzando a las instituciones religiosas a reformular sus propios principios para ser inteligibles (Taylor, 2007, p. 535)
Ante la urgencia del mercado de la opinión, muchas voces eclesiásticas optan por la simplificación y el mensaje accesible, sacrificando el argumento complejo que, paradójicamente, es el único medio para recuperar una voz profética y sólidamente articulada. Este fenómeno es un claro síntoma de la fragmentación del discurso moral occidental que Alasdair MacIntyre describió lucidamente al señalar que “hemos perdido, quizá en gran parte, nuestras pretensiones de un conocimiento moral y social sistemático porque hemos perdido nuestras pretensiones de que ese conocimiento sea capaz de ser transmitido dentro de una tradición” (MacIntyre, 2007, p. 23). En definitiva, si la Iglesia es incapaz de articular su tradición de manera inteligible, densa y con el rigor humilde del debate racional, su voz se disuelve en la banalidad, condenándola al ostracismo cultural en terrenos donde supo ser Ama y Señora.
Otro aspecto que no podemos dejar pasar aquí es el paralelismo roto entre el “Monasterio” como Officina Sapientiae al seminario burocrático de hoy. La crisis formativa actual se revela con mayor acritud al trazar dicho paralelismo con el paradigma educativo de la época dorada de la teología, encarnado en los monasterios medievales. Estos cenobios no eran refugios de piedad, sino verdaderos talleres de sabiduría, donde el cultivo intelectual se consideraba intrínseco a la búsqueda de la santidad misma. Tengamos en cuenta que la lectio divina era inseparable del estudio metódico, y la vida comunitaria garantizaba la inmersión en una disciplina intelectual que abarcaba la gramática, la retórica, el cálculo (el Trivium y el Quadrivium) y, finalmente, la teología como la ciencia suprema. El modelo monástico exigía la unidad entre ordo (orden) y studium (estudio), entendiendo que sólo el silencio y la ascesis creaban las condiciones de posibilidad para el pensamiento profundo. Este compromiso vital de los monjes contrastaba diametralmente con una visión meramente instrumental de la formación eclesiástica.
En el contexto actual, el seminario- institución moderna diseñada para la formación especializada del clero secular- ha perdido, en gran medida, la fibra de esa integración sapiencial. Al respecto, Jean Leclercq, un experto en el monacato medieval, sostiene que, para los monjes, “la cultura no era un fin en sí misma; era un medio, un instrumento, un objeto del ejercicio de la humildad, es decir, la fe” (Leclercq, 1961, p. 11). Este principio revela que el estudio era un acto de piedad y no de simple adquisición de títulos (se pensaba que la sabiduría no sólo te hacía más cercano a la santidad, sino también más piadoso).
Mientras el monasterio medieval era una comunidad dedicada al estudio inmersivo del saber clásico y patrístico, el seminario actual opera bajo la lógica de la certificación burocrática y la eficiencia pastoral. La formación se ha fragmentado en módulos y créditos que priorizan la adquisición de habilidades funcionales- como la gestión parroquial o la coordinación de eventos- por encima de la lenta digestión filosófica y metafísica necesaria. El resultado de esta decadencia es un déficit del rigor y de la concentración: el seminarista no siempre es un asceta del saber inmerso en una tradición intelectual, sino un futuro administrador eclesiástico con una preparación filosófica totalmente insuficiente para confrontar las tesis nihilistas o materialistas de la academia moderna. En otras palabras, la disciplina del studium ha sido sustituida por la ansiedad de la relevancia pastoral inmediata, rompiendo el equilibrio que hizo de la Iglesia la Magistra Scholarum (Maestra de Escuelas) de Occidente.
Consecuentemente, la deficiencia en la formación filosófica y teológica del sacerdote actual se manifiesta de forma inmediata y tangible en el púlpito, deteriorando la calidad y el propósito sagrado de la homilía. La misma, en su sentido original litúrgico, es la actualización y aplicación del misterio de la Palabra de Dios al tiempo presente, en tanto que exige una exégesis rigurosa, una comprensión profunda de la historia de la salvación (historia salutis) y una capacidad retórica para articular verdades complejas con claridad. Si el sacerdote carece de una base filosófica sólida- especialmente en metafísica, lógica y antropología- su capacidad para realizar la interpretación correcta se trunca. En este punto, debemos considerar que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Dei Verbum, ya advertía sobre la necesidad de que la Sagrada Escritura sea leída e interpretada con la debida formación: “La sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios […]. Los Padres de la Iglesia, cuya predicación es una exposición de la Palabra revelada, son un testigo permanente” (Concilio Vaticano II, 1965, n. 10). Así pues, un clero débilmente formado es totalmente incapaz de acceder a esta Tradición con profundidad crítica y los conocimientos históricos, filosóficos y teológicos necesarios.
El resultado de esta triste fragilidad es la sustitución del discurso teológico por el tópico banal, la anécdota moralizante superficial o la sociología de baja calidad. La homilía se convierte a menudo en una moralina simplificada o en una exhortación emotiva que evade la confrontación con las grandes preguntas de la fe. Este empobrecimiento no sólo es un problema retórico, sino que representa, fundamentalmente, una traición al sentido original de la Misa, la cual, como “fuente y cumbre” de la vida cristiana, se articula en dos mesas: la “mesa de la Palabra” (liturgia de la Palabra) y la “mesa del Pan” (liturgia Eucarística). Cuando la mesa de la Palabra se debilita por la predicación superficial, la conexión intelectual del fiel con el misterio eucarístico se atenúa. Así, la liturgia pierde su densidad intelectual y se reduce a un acto devocional privado o a una ceremonia social. Esta incapacidad de articular el Misterio en el lenguaje de la Razón condena al sacerdote a la ineficacia como mediador intelectual, haciendo que la Misa pierda su fuerza como evento pedagógico y sapiencial. Es imperativo, por tanto, que la formación clerical devuelva la primacía al rigor intelectual como condición sine qua non para la integridad litúrgica y la evangelización.
Aún hay más. La propia cúpula eclesiástica ha intentado diagnosticar esta patología, aunque la respuesta ha sido más retórica que materialmente transformadora. En la encíclica Fides et Ratio, San Juan Pablo II reivindicó la urgencia de la filosofía, advirtiendo que “la fe interviene para liberar a la razón de la presunción, tentación que fácilmente la asalta” (Juan Pablo II, 1998, n. 48). El pontífice no solo clamó por una revitalización filosófica, sino que alertó específicamente sobre su reducción a mera propedéutica teológica o a instrumental práctico, exigiendo un ámbito académico donde la filosofía conserve su “dimensión sapiencial” (Juan Pablo II, 1998, n. 83). Sin embargo, la noble reiteración magisterial de la importancia de la filosofía no ha sido acompañada de políticas académicas capaces de revertir la tendencia en seminarios y facultades teológicas. La tensión se define en la asimetría entre la intención y la capacidad efectiva de interlocución. La voluntad de diálogo proclamada en Gaudium et Spes (es el título de la única constitución pastoral del Concilio Vaticano II y trata sobre “la Iglesia en el mundo contemporáneo”) se ha traducido, en muchos casos, en una absorción acrítica de ideologías y modas, precisamente por la carencia de un armazón filosófico y teológico robusto que permita el discernimiento crítico y la oposición argumental.
El riesgo existencial es la autolimitación de la razón cristiana. Joseph Ratzinger, en su Discurso de Ratisbona, señaló el peligro de una razón que se autoexcluye de las grandes preguntas metafísicas. El Papa, teólogo magistral, advirtió que el intento moderno por restringir la razón “al mundo de las ‘certezas’ que se pueden obtener mediante la experimentación y la contrastación” (Benedicto XVI, 2006, n. 3) termina por empobrecerla, separándola del logos de la razón teológica, cuando la Iglesia renuncia a la metafísica o a la filosofía perenne como base de su formación, y sólo ofrece respuestas payasescas, emotivas, moralinas simplificadas o soluciones administrativas a problemas de índole profunda, se condena a la irrelevancia en los grandes debates que definen este siglo: bioética, inteligencia artificial, ecología integral, explotación humana, etcétera. El desfase no es sólo de contenido, sino de método y de lenguaje: la incapacidad actual de la curia o de los líderes para entrar en la analítica rigurosa y las epistemes especializadas del mundo actual erosiona drásticamente su autoridad intelectual hasta el punto de la caricatura.
Finalmente, la credibilidad epistémica de una institución depende intrínsecamente de su integridad moral. Cuando los escándalos sistemáticos socavan la autoridad espiritual de los pastores, la recepción de sus argumentos filosóficos o teológicos queda irreparablemente dañada. La atrofia intelectual y la crisis moral se retroalimentan en un círculo vicioso, catalizando el colapso de la autoridad en todos sus planos. Que quede claro, amigos míos, este ensayo no busca idealizar una edad de oro, sino remarcar la fractura crítica entre un pasado de producción intelectual eminente y un presente de superficialidad formativa mayoritaria.
La restauración del capital intelectual exige una visión audaz que valore la producción teórica, no como un apéndice subsidiario, sino como el corazón mismo de la misión evangelizadora, el medio para hacer inteligible la fe en un mundo que ha olvidado el sentido de la trascendencia. La cuestión fundamental reside en si es viable revertir la inercia institucional que ha priorizado la administración y el show sobre la metafísica, sin caer en un elitismo académico que la aleje de sus bases populares, y en cómo una Iglesia global, tentada por la inmediatez mediática, podría reconstruir el paciente y silencioso hábito de la lectio divina y la argumentación rigurosa, reintroduciendo el amor por el saber profundo. Lo más punzante es dilucidar si la Iglesia tiene la voluntad y el coraje de desmantelar la formación trivial y diletante que hoy sustenta la debilidad de su voz en el siglo XXI, o si prefiere la comodidad de la irrelevancia al rigor de la verdad. Si la respuesta a estos interrogantes es la pasividad continuada, sólo se puede anticipar la consolidación del declive epistémico de la razón cristiana y, con ello, la inevitable pérdida de la Iglesia como faro intelectual y moral.
Referencias Bibliográficas (APA 7)
Agustín, S. (1984). Sermones. (Vol. 1). Biblioteca de Autores Cristianos. (Obra original publicada c. 400 d.C.).
Aquino, T. de. (1888). Summa contra Gentiles: Libri Quattuor. Accedunt Tabulae. Ex Typographia Polyglotta S. C. de Propaganda Fide. (Obra original publicada c. 1259-1265).
Benedicto XVI. (2006, 12 de septiembre). Fe, razón y universidad: recuerdos y reflexiones. (Discurso de Ratisbona). Librería Editrice Vaticana.
Concilio Vaticano II. (1965). Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina Revelación. Librería Editrice Vaticana.
Concilio Vaticano II. (1965). Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual. Librería Editrice Vaticana.
Juan Pablo II. (1998, 14 de septiembre). Carta encíclica Fides et Ratio a los Obispos, a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas, y a todos los fieles sobre las relaciones entre fe y razón. Librería Editrice Vaticana.
Leclercq, J. (1961). El amor a las letras y el deseo de Dios: Introducción a los escritores monásticos medievales. Andrés Bello.
MacIntyre, A. (2007). After Virtue: A Study in Moral Theory (3.ª ed.). University of Notre Dame Press. (Obra original publicada en 1981).
Taylor, C. (2007). A Secular Age. The Belknap Press of Harvard University Press.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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