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¿Hay soberanía si dependemos de una moneda extranjera?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“Una verdadera soberanía financiera implica que el Estado no dependa de fuentes externas de financiación que puedan condicionar sus decisiones de política interna”: Milton Friedman, Capitalism and Freedom, 1962, p. 84.

La noción de soberanía nacional se erige como uno de los pilares fundamentales del orden político internacional. En su acepción más básica, remite a la autoridad suprema e independiente de un Estado para ejercer poder dentro de su territorio y relacionarse con otros actores internacionales sin injerencias externas. Pues bien, esta soberanía política, intrínsecamente ligada a la capacidad de autodeterminación y al ejercicio pleno de la voluntad de cada pueblo, se ve peligrosamente erosionada cuando la autonomía económica de una nación se encuentra subyugada a las dinámicas y decisiones de potencias extranjeras, particularmente a través de la dependencia de su moneda.

Para comprender la profundidad de este problema, es necesario que comencemos a desglosar el concepto de soberanía, desde un punto de vista político. Jean Bodin, en su obra “Los seis libros de la república” (1576), definió la soberanía como “el poder absoluto y perpetuo de una República”, indicando que es potestad indivisible e inalienable era la esencia misma del Estado la facultad última de legislar, administrar justicia, declarar la guerra y establecer la paz. Si bien la concepción de soberanía ha evolucionado desde el siglo XVI, la idea central de un poder supremo interno, no sujeto a otro poder terrenal, sigue siendo relevante.

Asimismo, Carl Schmitt señala, en su obra “El concepto de lo político” (1932), que la soberanía reside en la capacidad de decidir sobre el “estado de excepción”, es decir, aquel límite donde las normas ordinarias son completamente suspendidas, revelando la autoridad última que define la existencia política de una comunidad. Si el concepto les resulta extraño, sólo tienen que pensar en lo sucedido durante la cuarentena reciente, producto de la pandemia por CODIV-19: el Estado, en su potestad superior, decide cerrar fronteras, restringir la circulación y obligar, con fuerza de ley, a todos los ciudadanos a permanecer en sus hogares.

Ahora bien, esta soberanía política se torna frágil e incompleta si no se sustenta en una sólida soberanía económica. La capacidad de una nación para gestionar sus propios recursos, definir sus políticas productivas, comerciales y financieras, y controlar su destino económico, es un componente esencial de su autonomía real. Al respecto, Friedrich List argumentaba, en su “Sistema nacional de economía política” (1841), que la “fuerza productiva” de una nación, que incluye no sólo sus recursos naturales sino también su capital humano, su tecnología y su capacidad de organización, es la base de su independencia y prosperidad. Pues qué belleza, suena bastante bien, pero en el plano trágico de lo real, la dependencia económica forzada, especialmente la dependencia monetaria, socava esta fuerza productiva y limita severamente la capacidad de un Estado para ejercer su soberanía política de manera efectiva.

La adopción forzada o la internalización estructural de una moneda extranjera como resguardo de valor de la reserva nacional, en este caso el dólar estadounidense, constituye una profunda herida a la soberanía económica. Tengamos en cuenta que, cuando un país no tiene la capacidad de controlar el valor de su propia moneda con credibilidad y estabilidad, se ve obligado a navegar en un mar económico cuyas corrientes son definidas por las decisiones de otro Estado. Como afirmaba el tan criticado por los libertario John Maynard Keynes, en su obra titulada “Las consecuencias económicas de la paz” (1919), “no hay medio más sutil y seguro de subvertir la base existente de la sociedad que corromper su moneda. Este proceso compromete todas las fuerzas ocultas de la ley económica del lado de la destrucción, y lo hace de una manera que nadie es capaz de diagnosticar”. Aunque Keynes se refería particularmente a la inflación, su advertencia sobre la vulnerabilidad inherente a la manipulación monetaria resuena con la dependencia que tiene un país de una moneda emitida en el extranjero.

La realidad para muchos países, especialmente en Hispanoamérica y el mundo “en desarrollo”, es que sus economías operan obligadas bajo la sombra del dólar. Las transacciones internacionales se realizan predominantemente en esta divisa, los precios de las commodities se fijan en dólares, y las reservas de valor de sus bancos centrales se acumulan, en casi su totalidad, en esta moneda. Consecuentemente, la dolarización, ya sea formal o informal, implica que las políticas monetarias y las decisiones económicas que toma la Reserva Federal de los Estados Unidos tienen un impacto directo y significativo en la estabilidad de estas naciones. Tengamos en cuenta que un aumento en las tasas de interés en Estados Unidos puede generar fugas de capitales, devaluaciones de las monedas locales y crisis de deuda en países dependientes del dólar. Sin ir más lejos, hoy podemos apreciar cómo la política comercial “proteccionista” estadounidense afecta negativamente las exportaciones y el crecimiento económico de estas naciones, porque en esencia, se transfiere una porción significativa de la capacidad de decisión económica a un actor externo, limitando así la autonomía para implementar políticas que respondan a las necesidades internas.

Teniendo en cuenta lo precedentemente enunciado, resulta, cuanto menos, paradójico, e incluso ridículo, observar cómo los países que están dotados de abundantes y valiosos recursos naturales, con una riqueza intrínseca en sus tierras, minerales, energía y biodiversidad, se ven obligados de mendigar estabilidad económica a través de la adopción tácita o explícita de una moneda extranjera. La imagen de una nación rica en recursos, pero económicamente vulnerable a cada estornudo financiero de Washington, es un claro síntoma de una soberanía incompleta que a nadie parece molestarle, o también, una autonomía mutilada por la dependencia monetaria a la que jamás nos debimos acostumbrar.

Ahora bien, les pregunto, queridos lectores, ¿cómo es posible que un país con vastas reservas de litio, petróleo, cobre y tierras fértiles deba su estabilidad económica a la política monetaria de otro Estado que quizá carece de esos mismos recursos en la misma magnitud? Evidentemente, esta situación revela una profunda asimetría de poder, donde la capacidad de emitir la moneda de reserva global otorga una influencia desproporcionada a la nación emisora, permitiéndole externalizar costos y condicionar las políticas de otros.

En este punto de la reflexión, creo que es necesario indicar que la dependencia del dólar no es un fenómeno natural ni inevitable. Se trata, más bien, del resultado de procesos históricos, de relaciones de poder desiguales y, en muchos casos, de la internalización de un paradigma económico que prioriza la estabilidad nominal anclada a una moneda “fuerte” extranjera por encima de la construcción de una moneda nacional robusta y creíble. Esta situación de dependencia por imposición también ha perpetuado un círculo vicioso: la falta de confianza en la moneda local impulsa la dolarización, y la dolarización debilita aún más la capacidad de cada Estado para gestionar su propia política monetaria y construir confianza.

Para comprender de manera cabal el asunto de la autonomía financiera, procedamos a interpretar algunos ejemplos históricos de soberanía monetaria. Si bien la dependencia del dólar estadounidense como moneda de reserva y ancla de valor es una realidad extendida, existen ejemplos de naciones que han logrado construir y mantener sus monedas fuertes, preservando así una mayor autonomía en su política económica y fortaleciendo su soberanía. En estos casos vamos a ver claramente que la dependencia no es un destino inevitable, sino una condición que puede ser trascendida mediante políticas económicas prudentes, instituciones sólidas y una visión estratégica a largo plazo.

Uno de los ejemplos más emblemáticos es el del Reino Unido y su Libra Esterlina (GBP). A lo largo de su historia, el Reino Unido construyó un imperio comercial y financiero cuya moneda llegó a ser la principal divisa de reserva mundial. Si bien su preeminencia disminuyó con el ascenso del dólar tras la Segunda Guerra Mundial, la libra esterlina ha mantenido su estatus como una moneda importante a nivel global. El Banco de Inglaterra, con una larga tradición de independencia y credibilidad, ha desempeñado un papel crucial en la gestión de la política monetaria y en el mantenimiento de la estabilidad de la libra.

A pesar de sus fluctuaciones y los desafíos económicos, el Reino Unido ha conservado la capacidad de emitir y controlar su propia moneda, utilizándola como una herramienta fundamental de su política económica y sin depender de una moneda extranjera para sustentar su valor. En este caso puntual, se demuestra que una historia de estabilidad, instituciones fuertes y una gestión económica autónoma pueden consolidar una moneda nacional robusta.

La libra esterlina, como moneda fiduciaria moderna, no tiene un sustento material directo, como el oro o la plata. Su valor se basa en la confianza que el público y los mercados tienen en la economía del Reino Unido, en la estabilidad de sus instituciones (especialmente del Banco de Inglaterra) y en la política monetaria que implementa. Históricamente, la libra estuvo ligada a metales preciosos, particularmente a la plata (de ahí el término “esterlina”, que se asocia a la pureza de la plata). En el siglo XIX y principios del XX, adoptó el patrón oro, donde la libra era convertible a una cantidad fija de oro, aunque este sistema se abandonó definitivamente en 1931.

Actualmente, la libra esterlina se emite contra activos que posee el Banco de Inglaterra: deuda pública (comprando bonos emitidos por el gobierno británico, inyectando libras en la economía); reserva de divisas (manteniendo reservas en otras monedas como dólares o euros) y compra-venta de las mismas para influir en la cantidad de libras en circulación y otros activos. Es importante entender que en el sistema fiduciario actual, el valor de una moneda no reside en un bien físico subyacente, sino en la gestión responsable de la política monetaria por parte del banco central, la fortaleza de la economía que la respalda y la confianza general en su estabilidad como medio de intercambio y depósito de valor.

El precitado ejemplo demuestra que la construcción de una moneda fuerte y la reducción de la dependencia de divisas extranjeras son objetivos alcanzables. Eso sí, requieren de un compromiso sostenido en el tiempo con la estabilidad económica, la construcción de democracias e instituciones creíbles y la implementación de políticas que fomenten la confianza en la moneda nacional. Si bien el camino es complejo y lleno de desafíos, la recompensa en términos de autonomía económica y soberanía nacional es innegable, en tanto que estas naciones han podido demostrar que es posible navegar la economía global con una moneda propia como ancla de valor, en lugar de depender de la voluntad y capricho de otros.

En pocas palabras, está claro que haber renunciado a la plena soberanía monetaria nos ha implicado ceder una herramienta fundamental para el desarrollo económico, independientemente de que estemos nadando en oro, petróleo o litio. Un Estado con control sobre su moneda puede utilizarla para estimular la demanda interna, financiar sus proyectos de inversión, gestionar la inflación y responder a los shocks económicos de manera autónoma. La dependencia del dólar ata las manos de los gobiernos, limitando su capacidad para implementar políticas contracíclicas efectivas y para promover un desarrollo económico que responda a las necesidades específicas de su población.

Creo que, al menos desde la perspectiva que hemos mostrado hoy aquí, la búsqueda de una soberanía plena y una autonomía real exige un esfuerzo consciente por reducir la dependencia que tenemos de la moneda extranjera. Esto no implica necesariamente caer en un aislamiento económico, sino en propiciar la construcción de una moneda nacional fuerte y estable, respaldada por una economía diversificada y productiva, y por instituciones sólidas y transparentes que no utilicen los Bancos Centrales como fábrica de hacer billetes según su conveniencia populista. Sólo así, los países ricos en recursos podrán traducir esa abundancia natural en bienestar para sus ciudadanos, sin verse constantemente amenazados por las decisiones económicas que toma el presidente psicópata de una potencia extranjera. La verdadera soberanía reside, entonces, en la capacidad de decidir nuestro propio destino, incluyendo, por supuesto, el destino de la propia moneda.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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La Navidad del alma salvadoreña

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En pleno siglo XXI, pocos países han logrado levantarse con tanta fuerza después de la tormenta. Cuando el mundo entero tambaleaba bajo el peso de la pandemia, El Salvador (pequeño como una hormiga, pero incansable como el sol) se alzó como un rayo de luz en medio de una América oscurecida por la pandemia. Mientras otros miraban hacia dentro, este país miró hacia adelante. Se reconstruyó paso a paso, sin disonancia, con una determinación casi silenciosa, hasta que el mundo, sorprendido, volvió a pronunciar su nombre con respeto y admiración.

Tras la oscuridad de la pandemia, cuando el mundo entero tambaleó, fue El Salvador el país que se levantó con paso firme, sorprendiendo a propios y extraños. Su nombre comenzó a viajar de boca en boca; se convirtió en tema de conversación, en ejemplo, en curiosidad. De pronto, todos querían saber qué ocurría en este rincón del mapa donde el miedo se había rendido y la esperanza había vuelto a ocupar las calles.

Y mientras el mundo observa, asombrado por este renacimiento, los salvadoreños se reconocen unos a otros con una mezcla de incredulidad, alegría y gratitud.

Hoy no existe rincón del planeta donde no se escuche hablar de El Salvador. Desde las grandes capitales hasta los pueblos más remotos, su nombre resuena con una mezcla de asombro y admiración. Pero lo más hermoso ocurre dentro de sus propias fronteras: en los mercados, en los parques, en los cafés del centro histórico, se escuchan voces en inglés, en francés, en alemán… acentos que viajan desde lejos para descubrir lo que los salvadoreños siempre supieron: que esta tierra tiene un alma invencible.

Desde las playas del Pacífico hasta el Volcán de Santa Ana, cada año, el país se siente “más” y “más” distinto: más suyo y más abierto, más seguro y más soñador. No ha cambiado su paisaje, sino su espíritu.

Y cuando cae la tarde sobre San Salvador y los primeros cohetes anuncian la llegada de diciembre, el aire mismo parece iluminarse. Es la misma ciudad, pero respira distinto. Una brisa suave huele a pan dulce, a pólvora festiva, a pupusas recién salidas de la plancha.

En esas pupusas humeantes que se sirven en las esquinas, en las guirnaldas que cuelgan de algunas casas, en el brillo de las luces verde y rojo, se percibe algo más que decoración navideña: se percibe orgullo.

El Centro Histórico, aquel corazón que por años estuvo apagado, late otra vez con fuerza. Donde antes reinaba la sombra, hoy relucen miles de luces que se entrelazan entre los balcones coloniales y cafés restaurados. Las Plazas están llenas de vida. La Catedral se viste de reflejos dorados. Familias enteras pasean sin prisa: niños con helados, abuelos tomados de la mano, jóvenes llenos de vida… inundan las calles con una alegría que parecía haber estado esperando décadas para renacer.

Los ojos se llenan de destellos. Las calles se llenan de villancicos, risas y un sentimiento difícil de nombrar, pero fácil de reconocer: esperanza.

Y vuelven, también, los que un día partieron. Los hijos que crecieron lejos, los que hablan con acento ajeno, los que soñaban con volver y por fin pueden hacerlo. Regresan con maletas llenas de recuerdos y con los ojos humedecidos por la emoción: buscando los patios de su infancia, el nacimiento que la abuela aún arma con las mismas figuras de siempre. En esos reencuentros que cruzan océanos y generaciones, en ese abrazo que une generaciones separadas, El Salvador se reconcilia consigo mismo.

En la plaza Gerardo Barrios, bajo el resplandor de las luces de navidad, una niña sostiene la mano de su madre y mira hacia arriba. Las luces la deslumbran, los cohetes dibujan estrellas fugaces en el cielo, y en sus ojos se refleja el país entero: un país pequeño que ha vuelto a soñar en grande.
Esa mirada resume todo lo que somos. Resume los años de dolor y de esperanza, silencios y canciones, despedidas y regresos. Resume lo que significa ser salvadoreño en esta época: haber atravesado la sombra para volver a brillar.

En apenas pocos años, El Salvador se ha revelado al mundo. El país del que nadie se acordaba ahora ilumina su propio camino. Y en su resplandor, el mundo se detiene a mirar… y a admirar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Randa Hasfura Anastas, abogada y diplomática

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El poder no te cambia, sólo muestra quién eres- Lisandro Prieto Femenía

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“El problema moral del mal es su ‘trivialidad’, y esta trivialidad, a su vez, está estrechamente ligada a la incapacidad de pensar, de pensar desde la perspectiva de otro”

Arendt, La vida del espíritu, ed. 2002, p. 248

La reflexión sobre el poder como fuerza de desinhibición, más que corruptora, tiene sus cimientos en la filosofía clásica. La interrogación sobre la naturaleza de la justicia, a menudo instrumentalizada por sus beneficios externos, encuentra en el ejercicio del dominio una prueba de fuego para la verdad del carácter. Platón, en su diálogo fundamental “La República”, no lega el ineludible mito del anillo de Giges, precisamente para dirimir esta aporía. El argumento es tan sencillo como demoledor: la invisibilidad que confiere el anillo no inocula un vicio nuevo, sino que suprime la única contención que mantenía a raya una voluntad ya inclinada hacia el exceso. El poder, en esta lectura, no es un factor de cambio, sino el disolvente de los frenos sociales que ocultan una verdad moral latente.

Tal como se examina en el Libro II, el propósito de la fábula es interrogar la relación intrínseca entre el poder y la moralidad, demostrando que la posibilidad de obrar sin ser descubierto sirve de prueba, no de transformación. Aquello que emerge ante la ausencia de visibilidad social no es una nueva disposición moral, sino la manifestación irrefrenable de una “inclinación” que las leyes y el escrutinio público mantenían contenida (Platón, La República, libro II, ed. 2010, pp. 48–54). El poder, en este sentido prístino, no engendra un nuevo carácter, sino que despliega la verdad ontológica del sujeto.

Por su parte, Aristóteles, en una clave complementaria, ofrece una exégesis que enlaza el poder con la ética del hábito. Para el estagirita, la virtud no es un mero estado interior o un conocimiento teórico, sino una disposición estabilizada que se confirma y se verifica en la práctica libre y reiterada. Como afirma en su “´Ética a Nicómaco”, “la virtud moral es un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquello que decidiría el hombre prudente” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro II, ed. 2009, p. 35). Desde esta perspectiva, el poder deviene en el escenario que posibilita la expresión sin el obstáculo de las disposiciones ya asentadas: si el ejercicio del dominio propicia la justicia y la templanza, es la virtud cultivada la que se manifiesta. Si, por el contrario, exacerba la crueldad, es la latencia del vicio la que se actualiza. El poder sólo proporciona la amplitud de la acción, y en estos casos de mediocres, el juicio y el hábito ya estaban fraguados de antemano.

Estas intuiciones clásicas fueron desafiadas por la experiencia histórica moderna, condensada en la célebre máxima de Lord Acton: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Si bien esta sentencia propone una dinámica causal directa- el poder como agente corruptor-, su relectura crítica contemporánea nos invita a sostener una hipótesis más matizada, donde el poder opera primordialmente como una lupa o un catalizador. El poder es una variable contextual que reduce el costo de oportunidad de ser fiel a la propia inclinación. Lo que se constata no es la creación de nuevos deseos, sino la alteración del contexto para que los deseos y disposiciones preexistentes encuentren una resistencia significativamente menor para su expresión.

En este punto, la psicología contemporánea aporta evidencia empírica que enriquece la tesis. Investigadores como Dacher Keltner y su equipo han descrito la “paradoja del poder”: los individuos en posiciones de dominio experimentan una notable reducción de la empatía situacional y una mayor sensación de desinhibición. El poder, por tanto, modula el campo atencional, reduciendo el enfoque en las perspectivas de los otros, lo cual facilita que los rasgos latentes afloren (Keltner et al., 2003; Anderson & Berdahl, 2002). Estos hallazgos no sugieren que el poder sea un demiurgo moral, sino un catalizador que, al atenuar los frenos externos e internos, intensifica las tendencias ya existentes.

Sin embargo, la manifestación más patética de esta revelación se observa en aquellos a quienes la vida o el mérito han dotado de una miserable cuota de poder sin que posean la estatura moral e intelectual para administrarlo: la mediocridad súbitamente investida de autoridad. Lo que en el individuo común era un rasgo de inseguridad o una falta de autoestima, bajo el influjo del poder se transfigura en soberbia. Esta ranciedad ética, lejos de ser un signo de grandeza, opera como una auténtica discapacidad moral que incapacita para la escucha y el juicio prudente. La persona mediocre, al sentir el poder, interpreta la ausencia de consecuencias como una validación de su propio ego inflado, confundiendo la prerrogativa circunstancial con el mérito intrínseco. Así, el poder desvela su insuficiencia, su vacuidad interior, obligándole a compensar la falta de contenido con violencia y arrogancia formal.

Este análisis contextual también encuentra un eco particularmente trágico y profundo en el diagnóstico que Hannah Arendt realiza sobre la “banalidad del mal”. Al estudiar el caso de Eichmann, desvela cómo la obediencia acrítica y la rutina burocrática permiten que los individuos comunes se conviertan en ejecutores de actos atroces. Su tesis no es que la situación invente monstruos, sino que revela la pasividad, la indiferencia y el despojo total de responsabilidad que, bajo la coacción de la estructura administrativa, se vuelven operativas: “cuanto más obediente es el burócrata, cuanto más se olvida de que es un ser humano y un fin en sí mismo, más cruel y criminal se vuelve” (Arendt, Eichmann en Jerusalén, ed. 2005, p. 34). De esta forma, la estructura del poder funciona como un escenario masivo donde las deficiencias del carácter- la incapacidad de pensar y juzgar, o la soberbia compensatoria del mediocre- se despliegan en toda su dimensión. El poder ofrece el pretexto institucional para que el mal, ya trivializado, se ponga en marcha con toda su fuerza.

Ahora bien, tampoco podemos olvidar el análisis correspondiente del rol que juega el desafío de la autoafirmación en consonancia con la responsabilidad. La filosofía de la voluntad y la ética de la responsabilidad profundizan el alcance de esta revelación. Recordemos que Nietzsche nos ofrece una lectura afirmativa al concebir el poder como el espacio para la manifestación del querer, posibilitando la autoafirmación y la creación de valores, lo cual expone de forma sincera la altura moral del sujeto. No obstante, frente a esta autoafirmación, emerge la exigencia de la responsabilidad preventiva.

El pensamiento de Kant exige que la autonomía moral sea una tarea constante, en tanto que la ética requiere formar el carácter mediante el cultivo de la voluntad. Si el poder descorre el velo de lo que somos, entonces la moral kantiana nos impone la obligación de educar el respeto al deber antes de asumir posiciones de dominio (Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, ed. 2014, pp. 45–57). A su vez, Simone Weil advierte sobre el desarraigo ontológico que genera el ejercicio del poder y reclama la atención y la austeridad como antídotos ante la posibilidad de ejercer el dominio (La gravedad y la gracia, ed. 2008, pp. 90–102).

Complementando esta exigencia, la fenomenología de Paul Ricoeur puntualiza la responsabilidad del yo, del “sí mismo”, frente a la acción. La responsabilidad no desaparece al aumentar las prerrogativas del poder, por el contrario, se hace ineludible, pues “la imputabilidad no es sino la proyección sobre la acción de la exigencia de responsabilidad” (Ricoeur, Sí mismo como otro, ed. 1990, pp. 128–140). Desde este enfoque, el poder, al multiplicar el impacto de la acción, amplifica esta exigencia narrativa de quién es el agente que responde por lo obrado. En pocas palabras: si antes eras prudente, ahora que tienes poder, debes ser más prudente aún.

Por último, Foucault desplaza la cuestión del poder desde la simple posesión a las redes de relaciones que disciplinan y producen sujetos. En tanto técnica social, el poder transforma los escenarios en los que las disposiciones latentes se normalizan o se sobreactúan, demostrando que “su luz” no sólo revela, sino que también modula y condiciona la expresión de lo revelado, a veces amplificando las tendencias sociales antes que las individuales (Foucault, Vigilancia y castigo, ed. 1996, pp. 73–89). Es la trama misma del poder la que expone, y a veces deforma, el carácter que se intenta manifestar.

Procedamos, pues, a cerrar este asunto, sobre todo mediante el reto de la deuda moral y el autoconocimiento. La evidencia empírica contemporánea que vincula poder con la reducción de la inhibición permite sostener una tesis ineludible: el poder no corrompe per se, sino que desvela la corrupción ya alojada en la voluntad. Ello remarca que la diferencia entre corrupción y revelación depende de la formación previa del carácter, de las estructuras institucionales que condicionan el ejercicio del poder y, fundamentalmente, de la responsabilidad moral que el sujeto se impone.

Tengamos en cuenta que Søren Kierkegaard, al describir la desesperación como una desconexión del “sí” auténtico, y Heidegger, al distinguir entre la “propiedad” y la “impropiedad” del ser, sugieren que el poder puede funcionar como una experiencia límite que revela dimensiones del yo inaccesibles en la pasividad. El poder es un examen ontológico sin opción a borrador. Tal vez sea posible el pleno autoconocimiento sin la confrontación con la capacidad de acción sin límites que el poder confiere. Sin embargo, ese conocimiento no redime la responsabilidad. Conocer lo propio en la oscuridad del privilegio exige, ineludiblemente, reconocer la deuda con los demás.

Como siempre les digo, queridos lectores, es fundamental cerrar esta humilde reflexión dejándolos en la incomodidad de las preguntas no resueltas. Si la linterna se encenderá inevitablemente al ejercer dominio, ¿preferimos acaso vivir en la ignorancia apacible, sin conocer la verdad sobre la crueldad o la bondad que la desinhibición podría mostrar, o nos comprometemos activamente a forjar un carácter que merezca ser revelado? ¿Cómo podemos desmantelar la ilusión de la soberbia en aquellos que, por su mediocridad, confunden el rango con la grandeza del ser, y que usan la autoridad para proyectar su inseguridad? La soberbia del mediocre, esa patología del poder fugaz, es la prueba de que el ser que se manifiesta estaba vacío. La verdadera tragedia no reside en que el poder corrompa a algunos individuos excepcionales, sino en la inquietante posibilidad de que su posesión revele a muchos ciudadanos comunes, instalados en roles cotidianos, ejerciendo crueldades bajo el manto de una estructura que se lo permite.

Si el poder es, simultáneamente, un espejo ineludible y un escenario amplificador, la deuda moral última del ser no es con la ley externa, sino con el “sí mismo” que el poder nos obliga a confrontar. Y es en esa confrontación donde la esperanza de un ejercicio ético del dominio debe, inexorablemente, comenzar.

Referencias Bibliográficas

Anderson, C., & Berdahl, J. L. (2002). The experience of power: Examining the effects of power on approach and inhibition. Journal of Personality and Social Psychology, 83(6), 1362–1373.

Arendt, H. (2002). La vida del espíritu. (E. García, Trad.). Paidós.

Arendt, H. (2005). Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. (C. W. F. de Rivas, Trad.). Lumen.

Aristóteles. (2009). Ética a Nicómaco. (M. Araujo & J. Marías, Trads.). Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Foucault, M. (1996). Vigilancia y castigo: Nacimiento de la prisión. (A. G. Morata, Trad.). Siglo XXI Editores.

Kant, I. (2014). Fundamentación de la metafísica de las costumbres. (J. M. G. de la Mora, Trad.). Porrúa.

Keltner, D., Gruenfeld, D. H., & Anderson, C. (2003). Power, approach, and inhibition. Psychological Review, 110(2), 265–284.

Kierkegaard, S. (2007). Temor y temblor. (V. Gutiérrez, Trad.). Tecnos.

Platón. (2010). La República. (C. Eggers Lan, Trad.). Gredos.

Ricoeur, P. (1990). Sí mismo como otro. (A. Neira, Trad.). Siglo XXI Editores.

Weil, S. (2008). La gravedad y la gracia. (M. M. de C. J. A. V. P., Trad.). Trotta.

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Quien vive en paz, no jode a los demás- Lisandro Prieto Femenía

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“A las personas no les molestan las cosas, sino las opiniones que les dan a esas cosas”

Epicteto, Enquiridión (Capítulo 5).

El precitado aforismo estoico, que sitúa la fuente de la perturbación no en el mundo externo, sino en el juicio subjetivo que emitimos sobre él, encierra una tesis fundamental para la filosofía: la buena convivencia no primariamente una tarea de diseño social o regulación externa, sino el resultado inevitable de una cierta disposición, de una arquitectura interior armónica. Si la paz con el mundo es un reflejo de la paz consigo mismo, entonces la agresión, la falta de respeto, la irritabilidad y el malestar que proyectamos sobre el entorno no son más que los síntomas de una guerra no resuelta en el fuero interno. Bajo esta luz, la búsqueda de la serenidad se convierte en la primera y más radical responsabilidad cívica.

La filosofía clásica sentó las bases de esta conexión indisoluble entre el orden interno y la acción justa. Para Platón, la justicia misma en la “polis” es una proyección de la justicia del alma. En “La República”, el filósofo ateniense define el alma justa como aquella donde cada una de sus tres partes- la razón (logistikón), el espíritu o ánimo (thymoeidés) y los apetitos (epithymetikón)- cumplen su función armoniosamente. La razón debe gobernar, asistida por el ánimo, para mantener a raya los apetitos. La injusticia, y por extensión la perturbación proyectada sobre los demás, surge del desequilibrio, cuando una parte inferior usurpa el lugar de la razón. La acción mesurada y el respeto al otro emanan de esta justicia interna (Platón, La República, 443c–d).

Por su parte, su discípulo Aristóteles enfoca esta armonía en la finalidad de la vida humana: el Bien Supremo, o eudaimonia (“vida floreciente”). Esta plenitud se alcanza a través del ejercicio constante de la razón (logos), que permite la adquisición de las virtudes. En su obra “Ética a Nicómaco”, establece que “el bien humano es la actividad del alma de acuerdo con la virtud; y si las virtudes son varias de acuerdo con la óptima y más completa” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1098a16-18). En pocas palabras, aquí se está expresando que la persona prudente (phronimos) armoniza sus pasiones y sus acciones con la recta razón porque su orden interno es la garantía de su conducta justa en la esfera pública.

Este principio se radicaliza en el pensamiento estoico, particularmente en pensadores como Epicteto, que concibió la serenidad (ataraxia) y la imperturbabilidad (apatheia) como el único campo de batalla legítimo y accesible. El estoicismo nos enseña que el sufrimiento nace de los juicios erróneos sobre aquello que no está bajo nuestro control. La paz se conquista, pues, al desplazar la preocupación de lo externo a lo interno, logrando la distinción fundamental entre lo que podemos y lo que no podemos modificar. Complementariamente, el emperador filósofo Marco Aurelio refuerza esta idea al establecer la “Ciudadela Interior” como nuestro refugio inexpugnable. En sus “Meditaciones”, prescribe el acto de la voluntad sobre el juicio: “Tienes poder sobre tu mente, no sobre los acontecimientos exteriores. Date cuenta de esto y hallarás la fuerza” (Marco Aurelio, Meditaciones, IV, 3). En este sentido, la paz interior nos capacita para responder al mundo con ecuanimidad, transformando la relación con el otro de una potencial fricción a un ejercicio de virtud.

Siglos después, la filosofía post-kantiana introdujo una visión más oscura de la dinámica interior que explica la agresividad humana, desplazando el problema del orden de la razón al caos de la voluntad. Para Arthur Schopenhauer, el malestar no es un error de juicio ni una falta de virtud, sino una condición metafísica ineludible. Para él, la esencia del mundo es la “Voluntad” (Wille), un impulso ciego, irracional e insaciable que es la fuente última de todo dolor y sufrimiento.

En su obra titulada “El mundo como voluntad y representación”, diagnostica la vida como un ciclo perpetuo de querer y desear, donde el sufrimiento y el tedio son “los dos extremos en los que oscila el péndulo de la vida” (Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, Vol. I, § 57). Esta voluntad única y sufriente se manifiesta en todos los seres, creando un estado de hostilidad universal donde todos somos verdugos y víctimas debido a la naturaleza insaciable de nuestro motor vital. La agresividad hacia el prójimo, desde este enfoque, no es un vicio moral, sino el efecto necesario de este perpetuo impulso metafísico que busca alivio al afirmarse a sí mismo, a menudo a expensas de los demás. La paz interior, bajo este prisma, sólo es alcanzable mediante la negación ascética de la voluntad: cuanto menos se desee, más cerca de esa paz se estará.

Ahora bien, este mecanismo de descarga de la frustración encuentra su formulación más incisiva y sociopolítica en la obra de Friedrich Nietzsche. Desarrollado en su “Genealogía de la moral”, el concepto de Ressentiment (resentimiento) no es un simple sentimiento, sino una fuerza creadora de valoraciones morales, una venganza imaginaria nacida de la impotencia y la incapacidad de actuar.

Nietzsche explica que el sujeto débil, incapaz de responder directamente a su opresor o a la causa de sus frustraciones, sublima esta debilidad y la revierte. El resentido, en guerra consigo mismo por no poder afirmar su propia voluntad vital, necesita urgentemente buscar y crear enemigos afuera. Este acto es esencialmente deshonesto, pues como afirma el bigotón, “el resentido no es sincero ni honesto… su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas…” (Nietzsche, La genealogía de la moral, Tratado Primero, § 10). Así, la agresión social se convierte en la metabolización perversa de una identidad dañada: sólo la gente rota tiene la energía para molestar a los demás.

Esta proyección de la hostilidad desde el fracaso interior encuentra un eco existencial en la crítica del escritor y pensador argentino Ernesto Sábato. Para él, la hostilidad no sólo nace del resentimiento moral, sino de la angustia y la incomunicación radical del individuo moderno. Su obra es un lamento por la deshumanización que aísla al ser en un mundo racionalizado y mecánico. En su ensayo “El escritor y sus fantasmas”, diagnostica la condición humana como una soledad irreductible al expresar que “sólo ha y una cosa verdaderamente ineludible: nuestra soledad, nuestra desesperación, el fracaso definitivo” (Sábato, El escritor y sus fantasmas, El escritor y la crisis). Si el hombre vive en la certeza de su soledad esencial y el sinsentido, la proyección de la agresión (la “molestia”) es un intento desesperado por establecer un contacto, aunque sea negativo, con el otro, o una manifestación de la profunda frustración ante el absurdo. La convivencia se rompe no solo por la maldad activa, sino por la incapacidad de la conciencia solitaria de tocar otras conciencias.

Desde una arista sociológica, se podría afirmar que la patología de la molestia social se complica al introducir la dimensión intersubjetiva de la identidad. Filósofos de la Escuela de Frankfurt, como Axel Honneth, han desarrollado la idea de que el yo se constituye en el espejo del otro a través de la “lucha por el reconocimiento” (Kampf um Anerkennung). Concretamente, Honneth postula que sólo si los individuos “se ven confirmados recíprocamente en sus actividades y capacidades pueden llegar a una autocomprensión de sí mismos como individuos autónomos” (Honneth, La lucha por el reconocimiento). Esto nos da otra pista: a veces la gente rota que disfruta molestando a los demás, ha sido severamente maltratada desde su infancia.

La negación del reconocimiento- el desprecio o el menosprecio- hiere la identidad hasta su núcleo, afectando las esferas del amor, el derecho y la estima social. Esta herida se convierte en una fuente de profunda inestabilidad que puede proyectarse como una búsqueda de compensación agresiva. Si la sociedad me niega el valor que merezco, la tentación de destruir el valor de lo que me rodea se vuelve un mecanismo de defensa. El conflicto y la agresión, por tanto, son a menudo una protesta moral subyacente ante la falta de reconocimiento.

Esta dinámica se amplifica en el paisaje de nuestra postmodernidad. Byung-Chul Han, en su análisis de la “sociedad del rendimiento”, señala cómo la autoexplotación y presión por el éxito generan un sujeto que es tanto verdugo como víctima de sí mismo. La fatiga patológica del burnout (“cerebro quemado”) y la depresión, producto de una guerra interna librada por imperativos de optimización, se proyectan al exterior como irritabilidad crónica, intolerancia y una necesidad constante de “molestar” que intenta reorientar el foco del dolor hacia el exterior, desplazando la responsabilidad por el propio fracaso al sistema o al prójimo. En esta perspectiva, la hostilidad social es la manifestación externa de un alma exhausta.

Ahora, si la agresión nace de la herida, la frustración y el resentimiento, la verdadera paz interior exige un acto de liberación. Hannah Arendt, en su análisis de la “vida activa”, nos recuerda que la acción humana, al ser impredecible e irreversible, necesita de dos facultades esenciales para sostener la convivencia: el perdón y la promesa. La acción es irreversible, lo que significa que una vez realizada, sus consecuencias cuelgan irremediablemente sobre el futuro. El único remedio para esta irreversibilidad es la facultad de perdonar. Arendt explica que el perdón es la capacidad de “deshacer los actos del pasado, cuyos ‘pecados’ cuelgan como la espada de Damocles sobre cada nueva generación” (Arendt, La condición humana, Parte II, Cap. 5). El perdón es la herramienta que libera al sujeto del peso irrevocable de sus propios actos y libera a los demás de la obligación de venganza o resentimiento continuo. Es un acto de voluntad que permite el nuevo comienzo, la natalidad.

El otro complemento precitado es la promesa, que mitiga la imprevisibilidad de la acción futura. Ambas facultades, el perdón (remedio para el pasado) y la promesa (remedio para el futuro), son esenciales para establecer “islas de seguridad sin las que siquiera la continuidad [de la acción] sería posible” (Arendt, La condición humana, Parte II, Cap. 5). Vivir en paz no es un mero estado contemplativo, sino un acto de voluntad, una batalla política y personal que incluye la capacidad de perdonar a sí mismo y a los demás. Esta templanza, esta renuncia a la guerra interior, es la base de una compasión elevada: dejar en paz al prójimo. La paz interior, cultivada como virtud cívica, no es una opción, sino la condición necesaria para la existencia de una deliberación pública basada en el respeto y no en la proyección agresiva del propio malestar.

Amigos míos, hasta aquí hemos recorrido las profundidades del alma, desde la geometría racional de la eudaimonia aristotélica y la fortaleza estoica de Marco Aurelio hasta el impulso ciego de la Voluntad schopenhaueriana y la tiranía del Ressentiment nietzscheano, pasando por el laberinto de la soledad y el absurdo de Sábato. La tesis inicial, que vincula la paz interior con la buena convivencia, se mantiene no sólo como un ideal moral, sino como una radiografía de la patología social contemporánea.

No obstante, este recorrido nos obliga a abandonar el reposo de las conclusiones definitivas para adentrarnos en una zona de reflexión crítica. Si las estructuras sociales y económicas contemporáneas nos someten a un estado de ansiedad, autoexplotación y negación de reconocimiento (Honneth, Han), ¿es la paz interior una tarea puramente individual o una utopía irrealizable sin una profunda reforma estructural? ¿Acaso exigir al individuo la “autorregulación” mientras la maquinaria social lo tritura, no es una nueva forma de violencia, un desplazamiento de la responsabilidad colectiva? ¿Puede una sociedad ser verdaderamente democrática y justa si sus ciudadanos están emocionalmente inmaduros, si cada uno está en guerra consigo mismo?

Si Schopenhauer y Sábato tienen razón y la vida es esencialmente sufrimiento y soledad radical, ¿la paz interior se reduce a un escape nihilista (el ascetismo) o aún podemos encontrar un sentido afirmativo de la vida, como postula Nietzsche, a través de la creación de nuevos valores que superen el resentimiento y permitan una coexistencia creativa? Por último, y ya no los molesto más: la paz con el otro, que comienza en el perdón a uno mismo y la asunción de nuestra vulnerabilidad (Arendt), nos confronta con la pregunta fundamental, ¿estamos educando a nuestros ciudadanos para la fortaleza de la compasión, o para la debilidad del resentimiento, y con ello, condenando a nuestra “polis” a ser el ceo de nuestra propia miseria interna?

Referencias

Aristóteles. (c. 330 a. C./2018). Ética a Nicómaco (1098a16-18). Gredos.

Arendt, H. (s.f.). La condición humana (Parte II, Capítulo 5: «La capacidad de perdonar»).

Epicteto. (s.f.). Enquiridión (Capítulo 5).

Han, B-C. (s.f.). La sociedad del cansancio. Herder.

Honneth, A. (s.f.). La lucha por el reconocimiento: por una gramática moral de los conflictos sociales. Crítica.

Marco Aurelio. (s.f.). Meditaciones (Libro IV, 3).

Nietzsche, F. (1887/2018). La genealogía de la moral (Tratado Primero, § 10). Alianza Editorial.

Platón. (c. 380 a. C./2003). La República (Libro IV, 443c–d). Gredos.

Sábato, E. (s.f.). El escritor y sus fantasmas (El escritor y la crisis).

Schopenhauer, A. (s.f.). El mundo como voluntad y representación (Volumen I, Sección 57).

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