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¿Y si leemos bien a Marx?
Lisandro Prieto Femenía
“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”: Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach, 1845.
No es ninguna novedad indicar que la obra de Karl Marx ha sido objeto de una instrumentalización ideológica que se ha empeñado con esmero por oscurecer su pensamiento original. Tanto la derecha como la izquierda han manipulado sus conceptos para justificar agendas políticas que, en muchos casos, se alejan de la crítica profunda que este autor formuló sobre el modo de producción capitalista. Hoy queremos invitarlos a reflexionar en torno de los puntos álgidos del pensamiento marxiano y confrontarlos con las interpretaciones erróneas que han proliferado en el panorama político y académico.
Para comprender algo de su obra, es imperativo situar a Karl Marx (1818-1883) en su contexto histórico, porque siempre se piensa desde una época. Nacido en Prusia, en el seno de una familia de clase media ilustrada, su formación filosófica se nutrió del idealismo alemán de Hegel, de quien tomaría el método dialéctico para subvertir sus conclusiones. Su motivación para filosofar no fue meramente académica, sino que estuvo profundamente ligada a la realidad política de su tiempo.
La Revolución Industrial había transformado radicalmente a la sociedad, generando una nueva clase de trabajadores (el proletariado) y exacerbando la pobreza, la alienación y la explotación en las grandes urbes. Por lo tanto, Marx comprendió que la filosofía no podía ser un ejercicio abstracto desvinculado de la realidad de la gente. Su famosa tesis sobre Feuerbach sintetiza esta convicción, a la cual adhiero completamente: la teoría debe estar al servicio de la praxis, de la acción transformadora. En este sentido, sus decisiones políticas y académicas fueron indisociables. La redacción del Manifiesto del Partido Comunista (1848) junto a Friedrich Engels no representa un panfleto, sino una aplicación de su análisis de la historia a la lucha de clases, y su exilio fue una consecuencia directa de su activismo político y de sus publicaciones críticas contra el orden establecido.
Precisamente, en su obra principal, El Capital, no es un manual para la revolución, sino una crítica de la economía política. Marx se propuso revelar la lógica interna del capitalismo, su dinámica y sus contradicciones inherentes. En el prefacio a primera edición, él mismo lo aclara al sostener que “el objeto de esta obra es el modo de producción capitalista y las relaciones de producción e intercambio correspondientes. La finalidad última de esta obra es poner al descubierto la ley económica del movimiento de la sociedad moderna” (Marx, El Capital, 1867).
En el centro de esta crítica, se encuentra el concepto de “valor-trabajo”, una categoría analítica que explica cómo se genera el valor en el capitalismo. Contrario a las interpretaciones que lo reducen a una teoría ética, Marx sostiene que el valor de una mercancía no reside en su utilidad o en la percepción subjetiva de los consumidores, sino en la cantidad de trabajo socialmente necesario para su producción: “Como valores, todas las mercancías son meras cristalizaciones de trabajo humano” (Marx, El Capital, 1867, tomo I, capítulo 1).
Sin embargo, el valor de la fuerza de trabajo del obrero, que se compra por un salario, es inferior al valor que esa misma fuerza de trabajo es capaz de crear. Esta diferencia es la “plusvalía”, la fuente de la ganancia capitalista y el motor de un ciclo incesante. Así, el mismo Marx nos explica que “el capital se acumula por la producción de plusvalor. Esto es, el capital se reproduce, y esta reproducción del capital no es más que la reproducción del capital en una escala cada vez mayor” (Marx, El Capital, 1867, tomo I, capítulo 24). La apropiación de este excedente de valor define al capitalismo, que “el capitalista es, de hecho, la personificación del capital, en tanto que su alma es la sed de plusvalor” (Marx, El Capital, 1867, tomo I, capítulo 8).
La precitada crítica económica se entrelaza con una profunda reflexión sobre el ser humano. El concepto de “alienación” (o enajenación) es central en los primeros escritos de Marx, como los Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Lejos de ser una mera sensación psicológica de extrañamiento, la alienación es un fenómeno multidimensional que estructura la existencia del trabajador bajo el capitalismo. Se manifiesta, en primer lugar, en la “alienación del producto”, en la que el obrero es separado del resultado de su trabajo, que se le enfrenta “como un ser extraño, como un poder independiente del productor” (Marx, Manuscritos, 1844).
La mercancía que crea el obrero, en lugar de ser una extensión de su ser, se convierte en un objeto ajeno que lo domina a través de las leyes del mercado. A esta separación del producto se le suma la “alienación de la actividad productiva”, pues el trabajo no es una actividad libre y creativa, sino una labor forzada, un simple medio para la subsistencia. Sobre esto, Marx nos indica que “el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado” (Marx, Manuscritos, 1844).
Esta enajenación del acto de la producción conduce a una aún más profunda: la “alienación de su ser genérico”. La capacidad de producir conscientemente es, para Marx, la esencia que define al ser humano, lo que nos diferencia de los animales: “El hombre, en cambio, hace de su actividad vital misma el objeto de su voluntad y de su conciencia” (Marx, Manuscritos, 1844). En el capitalismo, esta distinción se desvanece, reduciendo el trabajo a una rutina instrumental. Finalmente, la competencia en el mercado enfrenta a los trabajadores entre sí, y la relación con el capitalista se basa en la explotación, lo que genera una “alienación del otro”, rompiendo los lazos de comunidad y solidaridad.
A pesar de la complejidad de su pensamiento, la obra de Marx fue, es y será sistemáticamente malinterpretada y caricaturizada por ambas alas del espectro político, reduciendo su crítica a un dogma simplista. Desde la derecha, la asociación de Marx con los regímenes totalitarios del siglo XX se ha convertido en un lugar común. Autores como Karl Popper, en su libro La sociedad abierta y sus enemigos, acusaron al pensador de ser un “historicista” y de haber sentado las bases de la represión política. Puntualmente, Popper escribió que “el marxismo es la más exitosa de todas las profecías historicistas. Sus profecías se basan en una interpretación de la historia que se centra en el cambio de las estructuras sociales” (Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, 1945, vol. 2, p. 81). Esta crítica, sin embargo, ignora que Marx concebía al Estado como un mero instrumento de la clase dominante, no como una entidad utópica a ser reforzada.
Por otro lado, la izquierda dogmática ha reducido a Marx a un simple ideólogo del socialismo de Estado, olvidando su profunda crítica a la alienación y su visión humanista. La interpretación soviética, conocida como marxismo-leninismo, instrumentalizó sus ideas para justificar la dictadura del proletariado como un fin en sí mismo, en lugar de un medio temporal. En este contexto, Vladimir Lenin teorizó sobre el partido de vanguardia, un concepto ajeno a la obra de Marx, para dirigir la revolución: “El partido, como vanguardia de la clase obrera, debe dirigir la lucha… sólo el partido puede educar y movilizar a la clase obrera” (Lenin, ¿Qué hacer?, 1902). La desviación precedentemente expuesta transformó la crítica marxiana de la opresión en un nuevo tipo de opresión estatal, desdibujando la esencia liberadora de su pensamiento.
A pesar de las manipulaciones ideológicas, el análisis de la lógica del capital que hace Marx sigue siendo agudamente pertinente. La creciente e inocultable desigualdad, la financiarización (proceso económico en el que los mercados financieros, los motivos financieros y las instituciones financieras adquieren un papel cada vez más dominante en el funcionamiento de la economía global) de la economía y la crisis ecológica son fenómenos que pueden ser comprendidos a través de las categorías marxianas, aunque el contexto histórico sea radicalmente distinto.
A partir de ello, la dicotomía entre la crítica marxiana y los regímenes totalitarios que se autodenominan “socialistas” es un punto central de la reflexión. Es posible argumentar que las desviaciones autoritarias no fueron una consecuencia inevitable de la teoría de Marx, sino una traición a sus principios fundamentales. Marx no abogó por la supresión del individuo en favor del Estado, sino por la liberación de la individualidad del yugo de la explotación.
Su crítica se dirigía al poder deshumanizante del capital, no a la libertad humana. Por ende, la verdadera lección reside en la necesidad de distinguir la teoría del pensador de las aplicaciones política e históricamente fallidas, a menudo contaminadas por lógicas de poder que Marx mismo habría criticado (créanme, no lo veo a Marx aplaudiendo a Nicolás Maduro o a los Castro en Cuba). Asimismo, si el Estado es, como Marx lo describió, un instrumento de la clase dominante, la praxis política para evitar la re-creación de nuevas formas de alienación y dominación es uno de los desafíos más complejos del pensamiento contemporáneo.
La clave, quizás, no resida en la conquista del poder estatal para instaurar un nuevo orden, sino en la creación de contrapoderes y movimientos desde la base social. Un enfoque que priorice la autogestión, la democracia radical y las formas de organización horizontal podría ser la única vía para construir una sociedad libre de dominación sin replicar las jerarquías que se busca derrocar. Por último, en el mundo globalizado y digital en el que vivimos, la plusvalía y la explotación no han desaparecido: simplemente han mutado, se han sofisticado.
El valor ya no se produce únicamente en la fábrica, sino también en las plataformas digitales, en el trabajo inmaterial, en la economía de servicios y en la minería de datos. La plusvalía se manifiesta en la monetización de la atención, la venta de información personal y la precarización del trabajo en la “gig economy”, o “economía de los trabajos esporádicos” como modelo de mercado laboral en el que predominan los contratos a corto plazo o el trabajo autónomo, en lugar de los empleos fijos y a tiempo completo. En este sistema, las personas realizan «gigs» o tareas puntuales a cambio de una tarifa, actuando como trabajadores independientes. También, la explotación del trabajo no es un fenómeno del pasado, sino una realidad global que se esconde detrás de la flexibilidad laboral y la externalización de la producción. A pesar de los cambios tecnológicos y sociales, el armazón conceptual de Marx nos ofrece las herramientas para desentrañar las nuevas formas de opresión, demostrando que su pensamiento sigue siendo una herramienta interesante para analizar críticamente nuestro tiempo.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Estados Unidos “recupera” la alianza con el Triángulo Norte en C.A.
El triunfo de Nasry Asfura en Honduras marca una reconfiguración geopolítica clave en Centroamérica. El Triángulo Norte (El Salvador, Guatemala y Honduras) se renueva como bloque articulado con Estados Unidos, particularmente bajo la lógica de seguridad, control migratorio y orden territorial impulsada por Donald Trump.
Este reagrupamiento presenta asimetrías y retos internos que condicionan su alcance.
🛂 SEGURIDAD. Guatemala y Honduras enfrentan graves problemas de inseguridad, narcotráfico y penetración del crimen organizado. Esta realidad amplía la dependencia geopolítica y se convierte en un eje central de la relación con Estados Unidos. En este escenario, los cárteles mexicanos han trasladado parte de su guerra a la frontera sur con Guatemala. Honduras, además, carga con el precedente de narcoestado, el caso del indultado JOH y la continuidad de operaciones criminales en amplios territorios.
🐼 CHINA. El Salvador y Honduras mantienen relaciones con China, principal rival estratégico de Estados Unidos. Guatemala, por su parte, conserva vínculos con Taiwán, aliado clave de Washington. Este es un punto sensible por resolver. No es casual que Asfura haya prometido en campaña “revisar” la relación con China.
👨💼 ESTABILIDAD POLÍTICA. Guatemala y Honduras reflejan política partidaria voluble, lo que puede complicar reformas, leyes especiales y acuerdos necesarios para ejecutar planes conjuntos con el gobierno estadounidense.
En este contexto, Washington busca un Triángulo Norte predecible y cooperante, articulado con una agenda común que consolide un bloque aliado funcional en la región.
Desde la óptica estadounidense, el Triángulo Norte cumple tres funciones críticas:
➡️ Primer anillo de contención migratoria
➡️Zona clave contra el narcotráfico y el crimen transnacional
➡️Barrera geopolítica frente a la expansión de China en infraestructura crítica (puertos y aeropuertos, telecomunicaciones, comercio, minería entre otros)
♟️ En el tablero regional, Costa Rica y Panamá avanzan con acuerdos estratégicos con Washington, apostando por estabilidad, cooperación y negocios. En contraste, Nicaragua seguirá siendo el punto disonante: confrontativa, fuera de la arquitectura de seguridad y cooperación hemisférica reforzada por EE. UU., con afinidad con Venezuela y Cuba y una influencia determinante de China.
Centroamérica entra en una nueva fase: menos ambigüedad geopolítica y más presión por resultados en seguridad y gobernabilidad.El futuro del istmo está en juego.

Gabriel Trillos
Asesor en Comunicación Estratégica
Análisis de realidad contextual
Comunicador con más de 30 años de experiencia
Ex director de medios de comunicación
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El pesebre ante la sombra de la intolerancia salvaje
«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria». (Juan 1:14, Biblia de Jerusalén, 2009, Bilbao: Desclée de Brouwer, p. 1532)
La controversia pública que ha permeado las recientes semanas se manifiesta como un fenómeno poliédrico que desafía la estabilidad simbólica y la paz social de Europa- Los hechos registrados por medios internacionales como Euronews, Swissinfo, Infobae, National Geographic, Gaceta y ABC no pueden ser despachados como meras anécdotas aisladas.
La instalación de un belén compuesto por figuras sin rostro en la Grand-Place de Bruselas, calificado bajo el patético eufemismo de «inclusivo» pero percibido como una profanación de la identidad iconográfica, el asedio a los grandes almacenes en París que se han visto imposibilitados de instalar decorados navideños por presiones sociales, la cancelación de mercadillos históricos en el sur de Francia y el alarmante debate en Alemania sobre la incapacidad policial para garantizar la integridad de los asistentes frente a la amenaza terrorista, configuran un mapa de la retirada de Occidente de su propio espacio público.
Ante este escenario, donde figuras políticas «controvertidas» como Giorgia Meloni reivindican el pesebre de Belén como un emblema irrenunciable de la civilización, surge una pregunta que trasciende la gestión urbana: ¿estamos ante signos de una transformación civilizatoria que obliga a Occidente a mutar su estilo de vida por la fuerza, o ante una serie de fenómenos que hemos apresurado a unificar bajo la metáfora de la invasión? Analizar estos hechos con disciplina interpretativa exige separar lo verificable de la construcción retórica, evaluando las causas múltiples para proponer respuestas racionales y democráticas que no sacrifiquen libertades fundamentales en el altar del miedo.
Para abordar esta complejidad con rigor, debemos alejarnos de la hermenéutica social monocausal que reduce toda tensión a la presencia de un islam violento, pero sin caer en la ceguera de ignorar la voluntad de dominio que se esconde tras la intolerancia radicalizada. Por ejemplo, Hannah Arendt, en su obra «Los orígenes del totalitarismo», arroja luz sobre el riesgo de las ideologías que anulan el pensamiento individual al señalar que lo que distingue al totalitarismo no es tanto su extremismo cuanto su composición de masas movidas por un ideario que sustituye el pensamiento por la repetición (Arendt, H., 2003, Barcelona: Paidós, p. 412).
No obstante, el rigor analítico nos obliga a confrontar una dialéctica de valores donde la hospitalidad cristiana, raíz de la identidad occidental, se ve hoy asediada por una fuerza que utiliza la fe como instrumento de coacción y profanación. Esta hospitalidad no es una debilidad claudicante ni una tolerancia vacía, sino que se asienta en el mandato del ágape y la «caritas»: una apertura al otro que busca la paz y el reconocimiento de la dignidad. No olvidemos que Joseph Ratzinger (Papa Benedicto XVI) sostenía que la fe cristiana ha creado una cultura de la hospitalidad que permite la existencia del otro en su diferencia, siempre que esta no destruya el fundamento mismo de la convivencia humana (Ratzinger, J., 2005, Madrid: Taurus, p. 89).
<<La hospitalidad no es solo una virtud de acogida, sino la esencia misma de una civilización que se reconoce en el amor al prójimo como imagen de lo divino». (Ratzinger, J., 2005, La fraternidad cristiana, Madrid: Taurus, p. 112).
Ahora bien, centrémonos por un instante en la figura que representa una ofensa para este malón de lúmpenes violentos e ignorantes. En el corazón de esta disputa simbólica, el pesebre emerge no como una estructura de poder o una amenaza identitaria, sino como la manifestación estética de la kenosis divina: un anonadamiento de Dios que se hace pequeño para encontrar al hombre.
Desde una reflexión teológica, el pesebre es un signo potentísimo de humildad que subvierte la lógica del dominio. Tal como señaló Hans Urs von Balthasar en Gloria, la belleza de lo sagrado en el cristianismo no se impone por la fuerza, sino por la irradiación de un amor que se entrega sin condiciones. En este sentido, el pesebre representa la paradoja de un Dios que, lejos de exigir sumisión mediante el terror, se expone en la fragilidad de un recién nacido, ofreciendo un paradigma de perdón y respeto absoluto por la libertad del otro. Esta «debilidad» de Dios es, en realidad, una fortaleza ética que invita a la esperanza y propone una convivencia basada en la vulnerabilidad compartida y no en la hegemonía teocrática.
Complementariamente, RémiBrague, en su obra Europa, la vía romana, refuerza esta idea mediante el concepto de «segundidad»: la esencia de la cultura europea radica en su capacidad de reconocerse heredera de una alteridad. El pesebre es el símbolo máximo de esa segundidad, pues presenta a un dios que «viene de fuera» para habitar lo cotidiano. Sin embargo, esta apertura entra en colisión directa con la violencia intolerante musulmana que, en sus vertientes extremas, se presenta como una cultura de «primariedad» absoluta, buscando la sustitución totalitaria del espacio sagrado del anfitrión.
Esta categoría (secondarité) describe la experiencia de quien se sabe heredero de una fuente anterior a la que no puede sustituir, sino que debe interpretar y transmitir. Europa es «romana» en el sentido de que Roma no inventó sus contenidos culturales (que eran, en su gran mayoría, griegos), sino que se posicionó como el puente que permitió su pervivencia. En su obra fundamental, Brague define esta estructura de la siguiente manera: «Ser «romano» es tener la conciencia de que lo que se transmite no nos pertenece, de que somos los segundos con respecto a una fuente que es mayor que nosotros mismos y que nos precede en dignidad» (Brague, R., 2005, Europa, la vía romana, Madrid: Editorial Gredos, p. 54).
Esta disposición ontológica explica por qué la hospitalidad cristiana y la apertura de occidente no ha sido, históricamente, signo de debilidad, sino la manifestación de una cultura que sabe que su supervivencia depende de su capacidad de acoger una alteridad fundante. Sin embargo, la crisis actual en ciudades europeas surge cuando esta «segundidad», totalmente desvirtuada por la agenda posmo-progre decadente, se enfrenta con la cosmovisión extremista, la cual no se presenta como interlocutor legítimo, sino que buscan la sustitución totalitaria de la memoria del país que los acogió.
<<Si no puedes cambiar la dirección del viento, ajusta las velas de tu barco», escribió Epicteto, pero la época exige saber si acaso no nos piden que quememos la embarcación. (Epicteto, Manuel trodugión 00stollopon132008)
La resistencia simbólica- la defensa del rostro en el Belén o la persistencia de los mercados navideños no es, desde la perspectiva de Brague, una cerrazón chovinista. Es, por el contrario, la defensa de la «segundidad» misma: el derecho a seguir siendo el cauce de una herencia que se reconoce limitada pero valiosa. Pues bien, si Europa renuncia a sus símbolos por miedo o por una malentendida neutralidad, no está siendo más inclusiva, sino que está traicionando la estructura romana que le permitía, precisamente, ser el espacio de encuentro para lo diferente. La capitulación ante la intolerancia radicalizada significaría el fin de la vía romana y el inicio de un tiempo donde la «primariedad» del más fuerte borraría el derecho a ser «segundo», es decir, el derecho a heredar y respetar una historia que nos precede y nos constituye.
La resistencia simbólica en las capitales europeas frente a la mutilación de los belenes no es un acto de exclusión, sino la defensa de un símbolo que predica la humildad frente a la soberbia del fanatismo. La figura borrada de Bruselas es una afrenta a la visibilidad de la encarnación, esa verdad teológica que afirma que lo divino tiene un rostro humano y, por tanto, merece respeto y no ocultamiento.
Por su parte, San Agustín de Hipona nos ofrece una clave fundamental para entender este conflicto al definir la paz como la tranquillitas ordinis o la tranquilidad del orden, es decir, una disposición de las cosas que atribuye a cada una su lugar justo (Agustín de Hipona, 2007, Madrid: Gredos, p. 543).
En la Europa posmoderna, la seguridad debe ser la protección de este orden que permite a la cultura de la hospitalidad y al signo del pesebre sobrevivir sin ser desplazados por la amenaza. Cuando los Estados cancelan un rito para evitar ofensas, rompen la tranquillitas ordinis y permite que la intolerancia ignorante y violenta dicte la forma de nuestra vida común.
<<La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden; y el orden es la distribución de los seres iguales y desiguales, que da a cada uno su lugar». (Agustín de Hipona, 2007, La ciudad de Dios, Madrid: Editorial Gredos, p. 542).
Esta tensión pone en jaque, también, el principio de John Stuart Mill, quien sostiene que la única finalidad del poder es prevenir el daño a otros (Mill, J. S., 1999, Madrid: Alianza Editorial, p. 78). Queda claro que el daño, hoy, se manifiesta en la erosión progresiva del espacio simbólico. Paralelamente, George Orwell nos avisó que si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper al pensamiento (Orwell, G., 1996, Madrid: Alianza Editorial, p. 252): Ilamar «inclusión» a la eliminación de los rostros en un pesebre es una clara perversión semántica que oculta la capitulación progre ante la intolerancia que no soporta la humildad del signo cristiano.
La «plaza» sin adornos que hoy vemos transformada es el reflejo de una sociedad que ha comenzado a dudar de su propia legitimidad moral frente al salvajismo intolerante. Si el pesebre es, como hemos argumentado, un signo de esperanza y perdón, ¿qué mensaje enviamos al futuro al permitir que sea profanado o escondido por miedo a quienes sólo conocen el lenguaje de la imposición barbárica? Resulta imperativo reflexionar si una democracia puede sobrevivir si confunde la tolerancia con el renunciamiento ante quienes desprecian sus símbolos más profundos y sagrados, permitiendo que el espacio común sea despojado de su rostro por el simple hecho de no ofender a la violencia.
¿Hasta qué punto la autonegación de lo sagrado en nombre de una supuesta neutralidad pluralista no es, en realidad, una invitación directa a la ocupación cultural por parte de quienes no respetan la diversidad de la hospitalidad cristiana? Debemos cuestionarnos con urgencia cómo evitaremos que la política del miedo nos transforme finalmente en extranjeros en nuestra propia tierra, limitando nuestra existencia a una supervivencia biológica despojada del espíritu que el rito y la historia otorgan a nuestras vidas.
Por último, queridos lectores, ¿es el pesebre una amenaza para la paz, o es acaso la última frontera de una paz verdadera que se niega a ser sustituida por la tranquilidad de los cementerios? ¿Estamos aún a tiempo de defender la tranquilidad del orden que nos permite ser nosotros mismos, o hemos aceptado ya que la figura borrada del belén de Bruselas sea el único espejo donde nos atrevemos a mirarnos?
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El desafío ontológico de la Natividad a la razón posmoderna- Lisandro Prieto Femenía
“El Hijo de Dios se hizo hombre para poner a los hombres en condiciones de llegar a ser hijos de Dios”
Lewis, C. S. (2005). Mero cristianismo 2005, p. 192.
El advenimiento de la navidad es, ante todo, un acontecimiento cristológico, la consumación del misterio de Dios hecho Hombre. Este acto, la Encarnación hipostática, no es una simple concesión simbólica, sino la manifestación de la “Kénosis”- entendida aquí como el vaciamiento total de la gloria y el poder divino para asumir la fragilidad humana- que opera como el contrapunto ontológico más radical frente al espíritu decadente de nuestra posmodernidad. Mientras que la sensibilidad contemporánea exalta la autoafirmación y el poder subjetivo, la divinidad se revela en la forma más vulnerable: la infancia y la precariedad material. Por esta razón, la figura de Cristo en el pesebre demanda una hermenéutica que desborde el sentimentalismo y se adentre en la metafísica de su Persona.
El núcleo de esta fiesta reside en el “logocentrismo de Belén”, donde en Cristo confluyen lo eterno y lo temporal, lo infinito y lo finito. El Logos (la Razón ordenadora de Dios), al hacerse carne, no sólo se sujetó a la fragilidad, sino que se opone directamente a la condición posmoderna, la cual, tras la demolición de los “metarrelatos” (las grandes narrativas que dan sentido a la historia), ha decretado la disolución de toda verdad trascendente y objetiva. Consecuentemente, la navidad presenta la verdad no como una abstracción inalcanzable, sino como una Persona histórica, una realidad firme que resiste a la licuefacción social. Al respecto, San Juan Pablo II, en su crítica a la separación entre fe y razón, enfatizó que la revelación en Cristo es la fuente de la verdad inmutable que el hombre necesita, puesto que “el hombre puede llegar a poseer una verdad clara y cierta… que lo libera de la cerrazón del individualismo y de los límites del subjetivismo” (Juan Pablo II, 1998, p. 12).
Así pues, la elección del pesebre (praesepe), el receptáculo para el alimento animal, es el signo más chocante y antirretórico: no es un mero indicio de pobreza material, sino la manifestación palpable de que Dios elige el lugar más humilde para revelar su máxima dignidad. De hecho, esta humildad es la forma activa de la redención, confrontando la obsesión de la cultura actual por el status y el artificio. El pesebre es el anti-trono por excelencia, en tanto que la “Kénosis” mesiánica, inaugurada en Belén, subvirtió frontalmente la expectativa de un Mesías lleno de lujos y ejércitos, manifestando el señorío universal en la sencillez de éste recién nacido.
Un elemento crucial que profundiza esta precariedad es la condición de exilio que rodea el nacimiento. La Sagrada Familia no sólo nace en la pobreza, sino en el desarraigo, forzada primero al viaje a Belén por el censo imperial y, poco después, a la huida a Egipto para escapar de la persecución de Herodes. Este exilio es un rasgo teológico esencial, en tanto que muestra que el redentor no posee ningún lugar seguro en la Tierra que no sea el hogar de los marginales. La vida del Hijo de Dios inicia, pues, en la condición de refugiado, una realidad que confronta directamente la búsqueda de seguridad absoluta y el rechazo al “otro” que prevalece en la esfera posmoderna.
En este escenario de absoluta humildad, la presencia de San José y María son fundamentales para concebir el misterio y la festividad. José, el “vir justus” (varón justo), encarna la dignidad del trabajo silencioso y la obediencia del custodio, virtudes diametralmente opuestas a la cultura del espectáculo actual. Sobre éste aspecto en particular, Josemaría Escrivá de Balaguer destacó una verdad esencial al indicar que “San José es maestro de la vida interior. Nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con Él, a sabernos parte de la familia de Dios” (Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 2005, p. 55).
Aún más profundamente, la figura de María, la “Theotokos” (Madre de Dios), consagra la santidad del ser humano desde su origen. Su Inmaculada Concepción (la ausencia de pecado original desde el primer instante de su ser) no es una excepción a la redención, sino su aplicación más perfecta. La enseñanza de la Inmaculada Concepción, defendida por el beato Juan Duns Scoto (Doctor Sutilis), en el siglo XIV, resolvió el debate teológico sobre este dogma mediante un argumento que exaltaba el poder redentor de Cristo. Scoto defendió la posibilidad de la Inmaculada Concepción no por necesidad, sino por la capacidad de Dios de conceder una gracia superior. El punto central es que Cristo es un mediador más perfecto si preserva a su Madre del pecado original que si permitiera que cayera y luego la levantara.
El argumento clave de Scoto, conocido como el potuit, decuit, ergo fecit (pudo, convino, luego lo hizo), se resume en la preeminencia de la gracia: “Podía Dios conferir este grado de gracia, y convenía que lo confiriese a aquella que estaba destinada a ser la Madre del Verbo encarnado. Por lo tanto, ha de sostenerse que lo hizo. Cristo fue Mediador más perfecto en María, porque la mereció para ser inmune de toda culpa en el instante de la concepción, lo que era un mayor beneficio” (Duns Scoto, Ordinatio, III, d. 3, q. 1, 1966, p. 286). Esta verdad teológica refuta la visión posmoderna del hombre como un ser puramente defectible y provisional, reafirmando que, por los méritos futuros de Cristo, la posibilidad de la perfección humana integral en la gracia es real.
Un signo más sorprendente aún es la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre el parto sin dolor (partus sine dolore) de María. Este privilegio mariano se interpreta como un signo de la reversión de la maldición de Eva (Génesis 3:16) por la Nueva Eva. La Natividad, por lo tanto, no sólo inaugura la redención, sino que restituye la armonía original entre la naturaleza y la gracia. La ausencia de dolor en el parto virginal es la prueba de que el pecado y la muerte no tienen dominio sobre la Madre de Dios. Este hecho se opone radicalmente al materialismo existencialista que reduce la vida a una cadena ineludible de sufrimiento y absurdo.
En esta misma línea argumental, la Encarnación constituye la respuesta definitiva a la pregunta por el ser humano. El gran teólogo Karl Rahner abordó la encarnación como la realización suprema de la vocación humana. Para él, la humanidad de Cristo es la prueba de que la finitud no es una prisión, sino la posibilidad de la divinidad, una tesis que permite comprender al hombre a la luz de la “Imago Dei” (la imagen de Dios, el núcleo inmutable de la persona humana). Aquí, el hombre es constitutivamente un “oyente de la Palabra”, un ser trascendentalmente abierto a la gracia y a la revelación de Dios. La Encarnación (la Navidad) no es, pues, una intrusión ajena a la naturaleza, sino el punto omega donde la finitud humana se revela como capaz de acoger a la finitud.
La antropología de Rahner choca de frente con el subjetivismo posmoderno. Si el ser humano es una “posibilidad” abierta a la autocomunicación de Dios, entonces la identidad no es plástica ni inventada, sino que se encuentra en la asunción de esta trascendentalidad puesto que “El hombre es la posibilidad de la Encarnación de Dios, y la Encarnación de Dios es el cumplimiento de la esencia humana, el punto de intersección más alto de la trayectoria de la autorrealización humana” (Rahner, Curso fundamental de la fe, 2002, p. 28).
Desde esta óptica, la personalidad plástica y fluida de la posmodernidad, descrita por Marina: “Una personalidad plástica se podrá acomodar mejor a un mundo cambiante… Tendrá siete vidas como los gatos, pero posiblemente vida de gato” (Marina, 2000, p. 47), queda desenmascarada como la negación de la vocación ontológica inherente a la Imago Dei (la imagen de Dios) que la Natividad viene a restaurar. La humanidad de Cristo es la prueba de que la finitud no es una prisión, sino la posibilidad de la Divinidad.
En consecuencia, el escenario de la Natividad, la cueva, el establo o la gruta, simboliza el espacio de la penumbra y la marginalidad. La Luz del Mundo irrumpe desde esta oscuridad, y la salvación se encuentra en la periferia existencial. San Gregorio Nacianceno, el Doctor de la Iglesia, capturó la maravilla de esta antítesis al meditar sobre el nacimiento de Cristo: “La Palabra se hizo carne para que la carne se hiciera Palabra” (Oración, 38, 13, 1996, p. 321). La elección de los pastores como primeros testigos refuerza este principio de autoridad inversa. También, el Papa Francisco ha profundizado en esta clave de lectura social y teológica del pesebre, elevando la marginalidad a categoría redentora, especialmente visible en la necesidad de los migrantes: “El pesebre nos ayuda a ver y tocar la pobreza de Dios, que nos recuerda que no debemos buscar la felicidad y la prosperidad en la ambición y en la avidez, sino en el reconocimiento de Dios y en el servicio a los demás (Admirabile signum, 2019, p. 5).
Así pues, la festividad ha sido subsumida por el hedonismo secularizado, despojándola de su significado trascendente. El peligro se manifiesta en el hecho de que la propia fe se adapte a esta lógica de mercado. Al respecto, el Papa Benedicto XVI señaló con perspicacia la banalización de lo sagrado en nuestra era posmoderna: “La religión se convierte casi en un producto de consumo… pero la religión buscada ‘a la medida de cada uno’ a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero en el momento de crisis nos abandona a nuestra suerte” (Benedicto XVI, 2006, p. 81). La humildad del pesebre, marcada por el exilio, es el juicio más severo sobre la soberbia y el narcisismo de una época que solo se adora a sí misma.
La profundidad de algunos de los símbolos navideños que hemos analizado revela un sistema de pensamiento completo que se niega a ser domesticado por el espíritu consumista de la época. Hemos transitado por la paradoja de la “Kénosis y la refutación del individualismo posmoderno. No obstante, este abismo entre la sublimidad teológica y la vulgarización cultural no debe llevarnos a la trampa de la nostalgia, sino a la interpelación radical. Si el Verbo se ha hecho carne en la precariedad absoluta y en el exilio para desmantelar la fascinación por el poder y el falso arraigo, ¿estamos dispuestos a vaciarnos de nuestro propio yo posmoderno-de su soberbia y su hedonismo-para acoger esta dignidad inaudita? ¿Aceptamos la condición de extranjeros y peregrinos que implica seguir al Mesías exiliado, o persistimos en la quimera de la omnipotencia tecnológica y la búsqueda de un Mesías de lujo? La figura de Dios hecho Hombre nos pregunta, en última instancia, si la historia de nuestra propia vida está fundada sobre la verdad de la Encarnación o sobre el artificio de nuestra propia invención. Que el silencio de aquella noche nos inquiete hasta la médula, forzándonos a elegir entre la luz de una estrella o el parpadeo intrascendente de la pantalla.
Referencias Bibliográficas
Agustín de Hipona. (1969). Sermones. (Vol. 184). Biblioteca de Autores Cristianos (BAC).
Benedicto XVI. (2006). Luz del mundo: El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos (Conversación con Peter Seewald). Editorial Herder.
Duns Scoto, J. (1966). Ordinatio. (Vol. III, d. 3, q. 1). (Edición crítica, V. Smet et al.). Vaticana.
Escrivá de Balaguer, J. (2005). Es Cristo que pasa. Ediciones Rialp.
Francisco. (2019). Carta Apostólica Admirabile signum. Librería Editora Vaticana.
Gregorio Nacianceno. (1996). Oración. (Vol. 38). (J. L. Bastero, Trad.). Ciudad Nueva.
Juan Pablo II. (1998). Carta Encíclica Fides et ratio. Librería Editora Vaticana.
Lewis, C. S. (2005). Mero cristianismo. (Versión en español de 2005 de la edición original de 1952). Editorial Rialp.
Marina, J. A. (2000). El laberinto sentimental. Editorial Anagrama.
Rahner, K. (2002). Curso fundamental de la fe: Introducción al concepto de cristianismo. Editorial Herder.









