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Revelando las falacias del debate cotidiano

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«Las palabras son como hojas; donde más abundan, menos fruto se encuentra.» Alexander Pope, Ensayo sobre crítica (1711), Parte III, verso 309.

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que puede parecerles académico o excesivamente formal, pero que tiene que ver con la intrincada danza del discurso y la confrontación de ideas: las falacias argumentativas, las cuales se erigen como trampas sutiles, desvíos lógicos que, a menudo inadvertidos, socavan la solidez de nuestros razonamientos y envenenan el intercambio comunicacional constructivo.

Lejos de ser meros errores académicos, estas artimañas del lenguaje se infiltran en nuestra cotidianidad, moldeando opiniones, polarizando debates y, en última instancia, erosionando la posibilidad de un entendimiento mutuo. Pues bien, la reflexión filosófica sobre estas falencias es mucho más que un ejercicio abstracto, es una necesidad apremiante en un mundo donde la información fluye torrencialmente y la manipulación discursiva acecha a la vuelta de la esquina.

Una de las falacias más recurrentes, y a menudo insidiosas por su aparente simplicidad, es el falso dilema o falsa dicotomía. Esta falacia constriñe la complejidad de un problema a una elección binaria excluyente, ignorando la existencia de alternativas válidas. Como señala Aristóteles en sus “Refutaciones sofísticas”, “deducir la contradicción a una alternativa es una táctica de aquellos que se ven acorralados en la discusión” (Aristóteles, op. Cit. 167b25-27). En la vida diaria, la escuchamos resonar en frases como “o estas con nosotros o estás contra nosotros”, obliterando la posibilidad de posturas intermedias o perspectivas matizadas. Esta simplificación forzada no sólo empobrece el debate, sino que también fomenta la polarización al presentar opciones irreconciliables donde podría haber puntos de encuentro.

También, en el acalorado debate sobre la política económica actual en Argentina, a menudo se nos presenta un falso dilema: “o se implementan medidas de ajuste drásticas para reducir el déficit fiscal, o el país se encamina a una hiperinflación descontrolada”. Pues bien, se trata de una simplificación binaria que ignora la posibilidad de implementar estrategias graduales iguales de efectivas, combinaciones de políticas fiscales y monetarias, o incluso la exploración de alternativas que prioricen el crecimiento económico a la par de la estabilidad del ciudadano de a pie. Ni hablar de lo que sucede en las discusiones sobre seguridad ciudadana que proliferan en las redes sociales, en las cuales es común escuchar el falso dilema de “mano dura” contra la delincuencia o permisividad total. Esta dicotomía forzada pasa por alto la complejidad del problema, obviando la necesidad de políticas integrales que aborden al delito en sí y a sus causas subyacentes, la importancia de la prevención, la reforma del sistema penitenciario, la inversión en educación y la necesaria purga en la mafia judicial vigente.

Otra estrategia falaz común es la del espantapájaros. En lugar de refutar el argumento real del oponente, esta falacia consiste en caricaturizarlo, deformarlo hasta convertirlo en una versión débil y fácilmente atacable. Al distorsionar la posición ajena, el falaz argumentador se enfrenta a una sombra de su adversario, logrando una victoria ilusoria. Como bien explica Schopenhauer en “El arte de tener razón”, esta táctica busca “extender la afirmación del adversario más allá de sus límites naturales, interpretarla de la manera más general posible y exagerarla” (Schopenhauer, “El arte de tener razón”, Estratagema 1). Un ejemplo cotidiano sería responder a la crítica de una política económica argumentando que el crítico “quiere destruir la economía del país”, una exageración que ignora por completo, y a propósito, los puntos específicos del argumento original.

También, tenemos la falacia de la pendiente resbaladiza, que nos advierte, sin justificación suficiente, que un paso inicial inevitablemente conducirá a una cadena de consecuencias negativas. Se argumenta que aceptar una premisa o tomar una acción desencadenará una serie de eventos catastróficos, a menudo sin presentar evidencia sólida de esta inevitabilidad. Esta falacia juega con el miedo y la anticipación de resultados indeseables. Como indica Douglas Walton en su análisis de esta falacia, “la pendiente resbaladiza es un argumento en el que si se da un paso inicial, inevitablemente se producirá una secuencia de pasos posteriores, cada uno de los cuales conducirá a un resultado inaceptable” (Walton, “Slippery Slope Arguments”, p.1). Un ejemplo muy común de esta falacia la podemos detectar en afirmaciones tales como “si legalizamos la marihuana medicinal, pronto legalizaremos todas las drogas duras”.

Consiguientemente, nos encontramos con la falacia de falsa causa, también conocida como post hoc ergo propter hoc (“después de esto, por lo tanto, a causa de esto”), la cual establece una conexión causal entre dos eventos basándose únicamente en su secuencia temporal. El hecho de que un evento suceda después de otro no implica necesariamente que el primero sea la causa del segundo. Como supo advertir el filósofo David Hume, la causalidad no es una conexión necesaria observable, sino una inferencia que realizamos basada en la conjunción constante de eventos. En su “Investigación sobre el entendimiento humano”, Hume cuestiona la validez de inferir causalidad a partir de la mera sucesión temporal, por ejemplo, cuando se culpa a un cambio de gobierno por una crisis económica que ya se estaba gestando previamente.

Por último, y no por ello menos importante, nos encontramos con una de las falacias más utilizadas, tanto en la opinión de café, como del telediario y en todas las redes sociales, a saber, la falacia ad hominem (ataque al hombre), la cual evade la discusión del argumento central al dirigir la crítica hacia la persona que lo formula. En lugar de refutar las ideas presentadas, se ataca el carácter, la motivación o las circunstancias del oponente. Esta táctica busca desacreditar al argumentador para invalidar su argumento, mientras que ignora la validez intrínseca de las ideas concretas. Como señala Irving Copi en su “Introducción a la lógica”, esta falacia “dirige un ataque no contra la conclusión del oponente, sino contra la persona del oponente” (Copi, Op. Cit. p.97). Un ejemplo común se presenta cuando se descalifica la opinión de un científico sobre el cambio climático, argumentando que trabaja para una organización ecologista.

Ahora bien, una vez expuestas algunas de las falacias más utilizadas, es preciso dar un paso más, a saber, analizar la urgencia de un lenguaje veraz y responsable. La proliferación de estas falacias en el discurso público contemporáneo no es un asunto menor: en un clima social marcado por la polarización, la inmediatez de las redes sociales y la búsqueda permanente de la confrontación, el uso desmedido o intencionado de estas trampas argumentativas exacerba las divisiones y dificulta la construcción de consensos. Por ello, es fundamental aprender a identificar y evitar estas falacias, no desde una mera exigencia académica, sino que se trata de un acto de responsabilidad ética y cívica.

Recordemos que Hannah Arendt argumentaba, en su obra “La condición humana”, que el lenguaje es el medio fundamental a través del cual se construye y se mantiene la esfera pública. Un lenguaje impreciso, manipulador o falaz no hace otra cosa que erosionar la confianza, dificultar la deliberación informada y, en última instancia, debilitar el tejido social. La violencia verbal, la descalificación sistemática del otro y la simplificación burda de los problemas complejos, son síntomas de una cultura del debate empobrecida y embrutecida, donde la razón termina cediendo terreno a la emoción y la retórica engañosa.

En este contexto, la adopción de un lenguaje preciso, riguroso y respetuoso no es sólo una cuestión de corrección gramatical o lógica formal, sino un imperativo ético y político fundamental. Expresarnos con propiedad implica un compromiso con la claridad, la honestidad intelectual y el reconocimiento de la complejidad inherente a muchos de los problemas que enfrentamos. Significa, también, resistir a la tentación de la simplificación excesiva, el ataque personal y la descalificación gratuita, tan utilizados por la legión de opinadores seriales en redes como por presidentes.

Como habrán podido apreciar, nuestra arena política postmoderna y decadente está caracterizada por la primacía de la imagen, la inmediatez de las redes y la fragmentación de las narrativas, convirtiéndose en un territorio fértil para la proliferación de falacias argumentativas que, no sólo casi nadie nota, sino que son militadas y defendidas. Es común ver hoy políticos que priorizan la adhesión emocional sobre la argumentación sólida, por lo que recurren a estas tácticas retóricas para movilizar a sus bases, desviar la atención de problemas complejos y deslegitimar violentamente a sus oponentes. El análisis que hemos propuesto sobre las falacias más frecuentes revela una preocupante tendencia de la humanidad hacia la simplificación, la polarización y el abandono del debate racional (es decir, el abandono del pensar).

El uso sistemático de estas falacias por parte de la mayoría de los actores políticos, tampoco debe confundirse como un mero error de argumentación: siempre responde a una estrategia deliberada de manipular la opinión pública, evitar la rendición de cuentas y socavar la calidad del debate democrático. En un entorno mediático saturado de información y donde la atención es un bien escaso, las falacias ofrecen atajos retóricos que apelan a las emociones y a los prejuicios, evitando la necesidad de presentar argumentos sólidos y bien razonados.

La identificación y el análisis crítico de estas falacias en el discurso político postmoderno se convierten, por lo tanto, en una herramienta indispensable para el ciudadano informado. Desenmascarar estas trampas del lenguaje no sólo nos permite evaluar con mayor rigor las propuestas y los argumentos de los líderes políticos, sino que también fortalece nuestra capacidad para participar en un debate público más honesto, constructivo y orientado hacia la búsqueda de soluciones reales a los desafíos que enfrentamos como sociedad.

En definitiva, queridos lectores, queremos dejar este mensaje: cultivar un debate público informado y constructivo exige un esfuerzo consciente por desterrar las falacias argumentativas de nuestro discurso cotidiano. Esta tarea no es exclusiva de académicos o expertos, sino que concierne a cada ciudadano que aspire a una sociedad más justa, racional y pacífica. Aprender a argumentar con solidez y a escuchar con atención y respeto son pilares fundamentales para construir puentes de entendimiento en un mundo que pide a gritos diálogo significativo y civilidad.

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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¿Y si no todo es una construcción del lenguaje?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La existencia de los hechos brutos… es un requisito para que haya hechos institucionales”: John Searle, La construcción de la realidad social (1995), p. 121.

Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre uno de los tantos clichés de la filosofía en general, pero de la filosofía del lenguaje en particular, a saber, la premisa que sostiene que el lenguaje no sólo describe el mundo, sino que, en una medida considerable, lo construye. Esta piedra angular de la filosofía contemporánea adquiere especial relieve al examinar la realidad social. Así, nos vemos ante un dilema fundamental: ¿cómo se puede distinguir entre los hechos brutos que existen con independencia del lenguaje, como las montañas y los hechos institucionales que dependen de él? ¿Qué implicaciones tiene esta distinción para nuestra comprensión de la realidad? Pues bien, un tal John Searle ofrece una respuesta exhaustiva a este problema, aunque su visión ha sido a menudo distorsionada por interpretaciones que llevan sus ideas a un extremo que él mismo no avalaría jamás.

En su obra capital titulada “La construcción de la realidad social” (1995), John Searle propone que gran parte de nuestro mundo, desde el dinero y la propiedad hasta el matrimonio y los gobiernos, se constituye a través de una intencionalidad colectiva manifestada mediante el lenguaje. Para él, los hechos sociales, a diferencia de los hechos brutos de la naturaleza, sólo existen porque les hemos asignado una función y un estatus. Esta asignación no es un acto individual, sino un acuerdo colectivo y deliberado. Searle lo define con precisión al señalar que “la realidad social, o al menos un enorme sector de ella, es construida por el lenguaje. Específicamente, yo sostengo que el lenguaje es un sistema de reglas constitutivas que crean la realidad social” (Searle, 1995, p. 7).

Tengamos en cuenta que la piedra angular de su teoría es la “intencionalidad colectiva”. Este concepto se refiere a la capacidad humana para participar en actividades conjuntas y compartir un estado mental, como una creencia, un deseo o una intención, que se dirige a un objeto o situación. No se trata de que “todos queremos lo mismo”, sino de que “todos queremos esto juntos, sabiendo que los demás también lo quieren juntos”. La intencionalidad colectiva es la que permite a un grupo asignar una función a un objeto o persona. Por ejemplo, un trozo de papel no es dinero por sus propiedades físicas, sino porque la intencionalidad colectiva de una sociedad le ha asignado la función de ser un medio de intercambio lícito y válido. Searle lo resume en su fórmula constitutiva: “X cuenta como Y en el contexto C” (Searle, 1995, p. 43). De esta forma, un trozo de papel (X) cuenta como dinero (Y) en el contexto de una economía (C).

Hasta aquí, vamos bien. El problema se suscita cuando notamos que el planteamiento de Searle, aunque enfatiza el papel crucial del lenguaje, se distingue fundamentalmente del constructivismo radical que se aprecia en ciertas corrientes posmodernas. La posmodernidad, en su versión más extrema (o sea, la que está de moda ahora), a menudo sugiere que toda la realidad es un constructo lingüístico o narrativo, llegando a negar la existencia de una realidad externa e independiente del sujeto. En la visión de estos pensadores, no hay hechos brutos, solo interpretaciones. El mundo se disuelve en el discurso.

Un claro ejemplo de esta postura diletante puede hallarse en el trabajo de Jacques Derrida. Aunque su pensamiento es de gran complejidad, su famosa frase “no hay nada fuera del texto” ha sido interpretada, a menudo de forma simplista, como una negación de la realidad extra-lingüística. Esta lectura conduce necesariamente a la idea de que todo lo que podemos conocer o decir es siempre parte de una red infinita de significados lingüísticos, sin un anclaje externo. La realidad, en esta perspectiva, se convierte en un mero efecto del lenguaje.

Esta idea, cuando se filtra en el debate político y cultural, nos ha conducido a consecuencias nefastas y absurdas. Si la realidad es puramente un constructo lingüístico, se borra la distinción entre la percepción subjetiva y un mundo objetivo. La noción de “verdad” se vuelve maleable, reduciéndose a un simple “consenso discursivo”. Por ejemplo, se argumenta que el sexo biológico, por ser una “categoría” de nuestro lenguaje, no existe como un hecho bruto, sino que es una construcción social. Pues bien, al disolver la biología en la narrativa progre, se niega la realidad innegable de las diferencias cromosómicas o reproductivas que no dependen de la conciencia humana. Al respecto, la bióloga Heather Heying, en su libro “A Hunter-Gatherer’s Guide to the 21st Century”, nos dirá que la ciencia y la biología se basan en la observación de regularidades en el mundo, no en la simple declaración de caprichos, voluntades y sentires. La negación de estos hechos tangibles, aunque se haga por motivos políticamente correctos, es un “acto de renuncia a la ciencia y a la razón” (Heying, 2021).

De igual manera, el concepto de “enfermedad” puede ser reducido a una construcción social, argumentando que las categorías de diagnóstico son “etiquetas” impuestas por el poder médico para ejercer control. Si bien es cierto que la experiencia de la enfermedad está mediada culturalmente, llevar esta idea a su extremo es negar el hecho fáctico del sufrimiento humano, del dolor físico o del mal funcionamiento biológico que existe, con independencia de cualquier rótulo. El dolor de una muela, el avance de una enfermedad neurodegenerativa o un hueso roto no son “realidades del lenguaje”, sino hechos que nos confrontan con la ineludible “resistencia” del mundo material real.

Este giro teórico tiene implicaciones directas en la acción política concreta. Si no hay una realidad compartida y observable, las demandas políticas no se estarían basando entonces en la evidencia o en la justicia, sino en la capacidad de imponer un discurso sobre otro. La lógica de la argumentación racional se reemplaza, entonces, por la del poder discursivo. En un mundo donde todo es un texto, no hay “realidad” que nos sirva de árbitro. En consecuencia, la noción misma de la objetividad se torna sospechosa y se reduce a una herramienta de opresión.

Frente a esta exacerbación, la visión de Searle se mantiene anclada en un realismo que reconoce la existencia de un mundo independiente de nuestras representaciones personales. Nuestro autor es un “realista ingenuo” que cree que el lenguaje, si bien es constitutivo de la realidad social, se erige sobre una base de hechos brutos. El lenguaje, queridos amigos, no crea las montañas o las leyes de la física, sino sólo la realidad de que “la montaña es propiedad de un país” o que “las leyes de la física son un campo de estudio”, y lo aclara definitivamente al sostener que “la existencia de los hechos brutos…es un requisito para que haya hechos institucionales” (Searle, 1995, p. 121).

Para profundizar en esta contraposición, podemos recurrir a autores que, desde diferentes enfoques, defienden un realismo robusto. Hilary Putnam, por ejemplo, en su obra titulada “Razón, verdad e historia” (1981) criticó duramente las posturas relativistas y constructivistas que niegan la posibilidad de una verdad objetiva. Concretamente, argumentó que nuestras teorías y nuestro lenguaje deben, en última instancia, ajustarse a cómo es el mundo, pues de lo contrario perderían su capacidad de explicarlo. La realidad, para él (si, “él”, se llama Hilary y era varón), no es un lienzo blanco para la escritura del lenguaje, sino que ofrece una “resistencia” que nuestras teorías deben reflejar, motivo por el cual “lo que es verdad no es lo que nuestras teorías dicen, sino que lo que nuestras teorías dicen es verdadero o falso” (Putnam, 1981, p. 49).

Del mismo modo, el filósofo de la ciencia Ian Hacking, en su obra “Representar e intervenir” (1983), ofreció una visión que equilibra la construcción social con la realidad de lo que se estudia. Si bien reconoce que las categorías científicas (como “autismo” o “múltiples personalidades”) son, en parte, construcciones históricas y sociales, enfatiza que estas categorías se aplican a personas reales con características reales. En otras palabras, aunque las etiquetas son sociales, las propiedades a las que se refieren no lo son enteramente. También, utiliza el concepto de “efectos de bucle” (looping effects), donde una categoría social crea una nueva clase de personas que, a su vez, influyen en la categoría, de manera tal que “las clasificaciones de los seres humanos interactúan con la gente clasificada» (Hacking, 1999, p. 101). Como podrán apreciar, este proceso, si bien es de naturaleza social, no anula la existencia de una realidad subyacente que reside en una total disolución en el ámbito discursivo.

La distinción que realiza Searle entre “hechos brutos” e “institucionales” constituye una herramienta analítica invaluable. Mientras el lenguaje crea cierta parte de la realidad social, lo hace sobre un mundo que no es enteramente lingüístico. La exacerbación posmoderna de esta idea, al negar un anclaje externo al lenguaje, nos ha privado de una base para el conocimiento objetivo y el juicio crítico. La contraposición que presentamos previamente de autores como Putnam o Hacking nos recuerda que el realismo, lejos de ser ingenuo, es una postura filosófica interesante para entender tanto la resistencia de la realidad como la enorme capacidad creativa que efectivamente tiene el lenguaje.

No bastante, si el poder del discurso puede redefinir la realidad de forma tan radical, la pregunta que debería interpelarnos es dónde radica la posibilidad de un debate racional o de una moralidad compartida que no se disuelva en la simple imposición de un relato sobre otro. Y, a un nivel más personal, ¿cómo podemos discernir la voz de nuestra propia experiencia, de nuestra biología y de nuestro entorno, de la cacofonía de narrativas que se nos imponen mediática, política y culturalmente? En última instancia, el desafío que queda flotando es si la filosofía, en su afán por comprender el lenguaje, debe abandonar su antigua tarea de buscar una verdad que resiste el mero capricho del discurso rentado, o si, por el contrario, su principal labor es precisamente la de recordarnos la ineludible “resistencia” del mundo.

Lisandro Prieto Femenía
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Reforma laboral, entre justicia y vulnerabilidad digital

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«La función social del trabajo exige que no sea un mero bien de mercado»: Karl Polanyi, La gran transformación: Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo (1944/2001, p. 70).

En los pliegues de la modernidad occidental se ha tejido una convicción que sostiene la organización política y económica de nuestras sociedades: el trabajo trasciende el ámbito de la transacción económica. Es la matriz a partir de la cual se configuran la dignidad, la autonomía y el reconocimiento social de las personas. Cuando la mercancía del trabajo se deja sin mediaciones institucionales protectoras, esas dimensiones constitutivas se ven severamente corrompidas. Por ello, la discusión sobre la reforma laboral excede el instrumental tecnocrático del crecimiento económico y entra de lleno en el terreno de la justicia política.

Tomar en serio la afirmación de Polanyi- quien advirtió que “la función social del trabajo exige que no sea un mero bien de mercado”- obliga a una pregunta nodal: ¿cómo actualizar las normas que regulan el trabajo sin convertir la modernización en sinónimo de despojo social? Esta pregunta adquiere una presión inédita debido a la conjunción de la globalización, la fragmentación productiva y la automatización tecnológica, factores que han vuelto problemáticas las categorías tradicionales del derecho laboral. Las transformaciones en la forma de producir no sólo reestructuran empleos, sino que recomponen sustancialmente la relación de poder entre quien ordena la tarea y quien la ejecuta. Al respecto, Martha Nussbaum señalaba que las instituciones económicas deben ser juzgadas por su capacidad de sostener las capacidades humanas básicas. En ausencia de tales salvaguardas, la eficiencia económica resulta moralmente insuficiente. Si este criterio se adopta como orientador, la reformulación normativa debe ser evaluada por su capacidad para preservar condiciones de vida mínimas y oportunidades reales de desarrollo, más que por su aptitud a reducir costos empresariales.

Ahora bien, el caso argentino ilustra con claridad las tensiones dialécticas entre la norma y la realidad. La Ley de Contrato de Trabajo (LCT), Ley N.º 20.744, sancionada en el año 1974, ha permanecido como el núcleo del derecho laboral formal durante décadas. Sin embargo, la persistencia de un texto no basta para avalar su actualidad normativa, en tanto que la LCT fue diseñada para relaciones laborales típicas de una economía industrial, caracterizadas por trabajos estables, jornadas definidas y empleadores identificables. Hoy, en contraste, muchas relaciones se mediatizan por plataformas digitales, contratos por proyecto y cadenas de subcontratación que desplazan la subordinación a ámbitos menos visibles. Este desfase entre el diseño normativo y las prácticas económicas facilita formas de precariedad que la letra de la ley, si bien vigente, no logra capturar ni remediar eficazmente.

Esa debilidad se traduce en indicadores sociales que muestran la magnitud del problema. El Instituto Nacional de Estadística y Censos (IDEC) reportó en su última serie que una fracción sustantiva de la población ocupada se encuentra en condiciones de informalidad y subempleo, con particular incidencia en los sectores de comercio y construcción (INDEC, 2025). A su vez, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) advierte que la coexistencia de un sector formal con extensos cinturones de precariedad es una característica persistente de las economías “en desarrollo”, y que las transformaciones tecnológicas pueden agudizar esta dualidad si las políticas públicas no articulan medidas redistributivas y de protección (OIT, 2021, p. 12). Estas evidencias confirman una intuición filosófica central: la justicia laboral no se garantiza por declaraciones abstractas cuando las prácticas sociales y las tecnologías permiten eludir el cumplimiento material de los derechos.

El análisis filosófico exige, además, una crítica de legitimidad. Por ejemplo, John Rawls propone que las instituciones justas son aquellas que organizan las desigualdades de modo que favorezcan a los menos aventajados. Desde esa perspectiva, cualquier reforma que aumente la vulnerabilidad de los trabajadores más frágiles vulnera la equidad institucional. (Rawls, 1971/1999, p. 52). Del mismo modo, la tradición republicana nos recuerda, a través de Philip Pettit, que la ausencia de controles frente a autoridades económicas que actúan con arbitrariedad configura situaciones de dominación que impiden la libertad no dominada de los ciudadanos (Pettit, 1997, p. 37). Aplicada al ámbito laboral, esta reflexión nos sugiere que la protección no sólo es un beneficio material, sino también una condición de autonomía y de ciudadanía efectiva: sin derechos laborales aplicables y verificables, la persona queda a merced de potencias organizativas que limitan su capacidad de planificación y su esfera de autodeterminación.

La incorporación de inteligencia artificial y algoritmos de gestión añade una dimensión de urgencia práctica y normativa ineludible. Cuando los sistemas automatizados determinan asignaciones, evaluaciones y ritmos de trabajo, la subordinación adopta formas tecnológicas que escapan a las categorías tradicionales de una ley escrita hace 51 años. Sobre este aspecto en particular, Richard Susskind y Daniel Susskind señalan que la tecnología no sólo sustituye labores, sino que transforma las estructuras de autoridad profesional y reconfigura las relaciones de confianza entre organizaciones y trabajadores (Susskind & Susskind, 2015, p. 9). Ante esta nueva manifestación de poder, la normativa no puede permanecer pasiva, sino que debe transitar la simple visibilidad jurídica de la relación a la trazabilidad ética del control. La nueva ley debe exigir la transparencia algorítmica de las decisiones que afectan la vida laboral, proveer mecanismos efectivos de impugnación de decisiones automatizadas y establecer criterios claros de responsabilidad cuando la plataforma o el sistema tecnológico median funciones esenciales de gestión. Estas exigencias no deben interpretarse como un gesto de sabotaje a la innovación, sino, por el contrario, como condiciones de legitimidad ineludibles para que dicha innovación sea social y éticamente sostenible. La prudencia aquí reside en reconocer la eficiencia potencial de los algoritmos, pero someter su potestad disciplinaria a un escrutinio que preserve el derecho fundamental del trabajador a comprender y refutar aquello que rige su destino laboral.

El desafío filosófico y jurídico más acuciante reside en redimensionar la arquitectura jurídica del vínculo laboral, hallando un punto medio que abrace las formas flexibles del presente y del futuro sin disolver el principio innegociable de la dignidad humana. La reforma debe sostener, por un lado, una tarea de cierre de brechas legales que permita la externalización del riesgo y la ocultación sistemática de las relaciones de subordinación. Esto requiere trascender la noción clásica de “dependencia” y redimensionarla para que se incluya aquellas subordinaciones mediadas por la tecnología y las nuevas dependencias económicas de plataformas y estructuras productivas fragmentadas. La clave para un equilibrio prudente no es prohibir las nuevas formas de trabajo, sino definir figuras de responsabilidad solidaria que alcancen a la totalidad de los actores que se benefician de tales estructuras productivas: esto garantiza que la flexibilidad del modelo de negocio no se traduzca en la rigidez de la precariedad para el trabajador. La segunda tarea se debería centrar en la construcción de políticas públicas que acompañen los procesos de transición laboral, exigiendo la implementación de redes de transición concretas, tales como programas de formación profesional, seguros de ingreso temporales y políticas activas de empleo que mitiguen los costos sociales de la reconversión productiva.

En este sentido, la OIT sintetiza esta tríada fundamental en su insistencia sobre la necesidad de políticas que atiendan, simultáneamente, la creación de empleo, la protección social y el diálogo social (OIT, 2019, p. 4), una orientación que enlaza intrínsecamente la eficacia económica con la legitimidad democrática. Siguiendo esta línea de razonamiento, es evidente que se debería rechazar categóricamente la falsa dicotomía entre protección y competitividad, la cual se sustenta también en experiencias comparadas. Modelos que combinan una flexibilidad operativa con fuertes redes de protección social- sumados a sistemas robustos de diálogo social y políticas activas- han demostrado que es perfectamente posible lograr tasas de reempleo elevadas sin sacrificar los estándares esenciales de seguridad laboral (Madsen, 2006, p. 18). Es importante que esto se entienda con claridad: proteger no impide innovar, sino que, más bien, exige una arquitectura institucional robusta que facilite los procesos de adaptación menos traumáticos y socialmente más equitativos.

La exigencia ética que subyace a la defensa de una reforma protectora remite, en última instancia, a la concepción del trabajo como práctica valorativa y constitutiva de la vida buena. Privar de protecciones a quienes sostienen la reproducción social es, en términos morales, una forma inaceptable de deshumanización institucional y de explotación encubierta. Además, es imperativo que los procedimientos de la reforma sean democráticos y deliberativos. La legitimidad de los cambios normativos se afianza cuando los grupos afectados participan activamente en la definición de las reglas que regirán su vida laboral. Esta es una exigencia de justicia procedimental tan relevante como la justicia distributiva, pues sólo procedimientos inclusivos pueden generar normas que sean efectivamente aplicables y percibidas como legítimas.

Desde la perspectiva normativa, conviene insistir en la necesidad de salvaguardas mínimas que actúen como umbrales no negociables. Estas protecciones deben garantizar los aportes previsionales y la cobertura de salud, asegurar indemnizaciones razonables, reconocer firmemente los derechos de licencia y la negociación colectiva y, de manera crítica, habilitar vías rápidas y eficaces de reclamo frente a las decisiones algorítmicas. Polanyi nos recuerda que las protecciones sociales no son simples añadidos sino condiciones esenciales de la cohesión social frente al poder expansivo y desregulador del mercado (Polanyi, 1944/2001, p. 3). Así, la concreción de estas protecciones no es una concesión filantrópica sino el requisito fundamental para que la economía produzca legitimidad y estabilidad.

La reforma debe ser concebida, en última instancia, como un proyecto de reconstrucción del pacto social en torno al trabajo. No se tratará de una operación técnica, sino de una deliberación política profunda que reconozca la densidad moral del trabajo y su centralidad en la reproducción de la vida en comunidad. Implementar reformas que modernicen sin desproteger es elegir un horizonte de sociedad que priorice la equidad, la autonomía y el respeto a la condición humana frente a la tentación de convertir la innovación en pretexto para descargar costos sociales sobre los más vulnerables.

Si la modernidad occidental tuvo la virtud de articular derechos en torno al trabajo, la tarea pendiente es actualizar esa articulación para la era digital sin renunciar a sus conquistas fundamentales: la protección social, el reconocimiento y la capacidad real de las personas para proyectar sus vidas.

El debate sobre la reforma laboral se enfrenta, en su núcleo, a la tensión entre la obsolescencia de las herramientas legales petrificadas y la imperiosa necesidad ética de reconfigurar la justicia en la esfera del trabajo digital. La respuesta no se encuentra en la supresión de las protecciones históricamente conquistadas, sino, por el contrario, en su profunda sofisticación filosófica y jurídica. Es menester interrogar al presente con cierto rigor: ¿Cómo puede el derecho laboral, tradicionalmente anclado en la subordinación jurídica visible propia del taller y la fábrica, lograr la arquitectura conceptual y normativa para capturar y sancionar la subordinación algorítmica que se ejerce de forma opaca a través de plataformas digitales y sistemas de gestión automatizada?

Del mismo modo, si la justicia institucional se define por su capacidad irrenunciable para proteger a los menos aventajados, como argumenta Rawls, surge la pregunta crítica sobre los parámetros normativos concretos que deberían establecerse para medir, con precisión empírica, si una reforma laboral ha disminuido o aumentado la vulnerabilidad de los trabajadores informales y subempleados. A ello se suma la exigencia republicana de la libertad como no dominación, según Pettit, lo cual nos obliga a inquirir: ¿qué mecanismos de control democrático, sindical y legal son verdaderamente necesarios para garantizar que la eficiencia tecnológica, son su capacidad de arbitrio automatizado, no se convierta en una nueva fuente de poder caprichoso y arbitrario sobre la vida y el destino laboral del trabajador, limitando así su autonomía?

Por último, frente a los modelos comparados de flexiguridad (Madsen) y la insistencia persistente de la OIT en el diálogo social como eje rector, la cuestión política fundamental es esta: ¿Qué pasos institucionales y políticos son indispensables para construir un consenso tripartito- involucrando al Estado, a los empleadores y a los trabajadores- que, con legitimidad robusta, pueda sostener una reforma que equilibre la competitividad económica con las garantías mínimas innegociables para la dignidad humana?

Referencias

  • INDEC — Instituto Nacional de Estadística y Censos. (2025). Encuesta Permanente de Hogares, tercer trimestre 2025. Buenos Aires: INDEC.
  • Madsen, P. K. (2006). Flexiguridad: Una nueva perspectiva sobre la política del mercado laboral en Dinamarca. En J. Miles (Ed.), Cambio en el mercado laboral: Políticas y prácticas en Europa (pp. 15–32). Oxford University Press.
  • Nussbaum, M. (2011). Creando capacidades: El enfoque de desarrollo humano. Harvard University Press.
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  • Pettit, P. (1997). Republicanismo: Una teoría de la libertad y el gobierno. Oxford University Press.
  • Polanyi, K. (2001). La gran transformación: Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo (2ª ed.; traducción española revisada). Beacon Press. (Obra original publicada en 1944).
  • Rawls, J. (1999). Teoría de la Justicia (edición revisada). Harvard University Press. (Obra original publicada en 1971).
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  • Susskind, R., & Susskind, D. (2015). El futuro de las profesiones: Cómo la tecnología transformará el trabajo de los expertos humanos. Oxford University Press.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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¿Por qué ya nada nos asombra?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“El hombre, que ha perdido la capacidad de admirarse, ya no es un hombre, es una pieza del engranaje” – Carl Gustav Jung

En su aceleración perpetua y vacía, el mundo parece haber expropiado la capacidad de asombro. La mirada infantil, antaño una ventana a lo inusitado, se ha vuelto un reflejo de pantallas donde todo lo que existe parece una réplica digital de lo ya conocido, lo ya consumido. Ante este panorama, les pregunto, ¿es posible, entonces, asombrarse aún, o la pérdida de esta facultad ha mutado en una condición existencial de la niñez abúlica postmoderna?

Bien sabemos que el asombro (thaumázein) ha sido, desde los albores del pensamiento occidental, el motor que impulsa la búsqueda de la sabiduría. Ojo, no se confundan, no se trata de un simple sentimiento de sorpresa, sino una disposición intelectual y emocional que nos confronta con el misterio de nuestra existencia. Es la inquietud ante lo evidente, la pregunta sobre lo que se da por sentado. Esta forma de interpretar el asombro no nació con la globalización, sino que encuentra sus raíces en los filósofos presocráticos, que se maravillaban ante los fenómenos naturales, buscando un principio o fundamento (arkhé) que explicara la pluralidad del mundo.

Platón, en el diálogo “Teeteto”, pone en boca de Sócrates una afirmación que establece el asombro como la piedra angular del pensamiento. Sócrates, al hablar de la perplejidad de Teeteto, declara: “Pues este, el asombrarse, es lo que constituye la pasión de un filósofo; de ninguna otra manera ha nacido la filosofía que no sea de esta manera” (Teeteto. 155d). Desde esta perspectiva, el asombro es la emoción que nos saca del estado de la opinión (doxa) y nos impulsa hacia la búsqueda de la verdad, confrontándonos con la aporía o la ausencia de respuestas definitivas. Este sentimiento, en definitiva, no es una finalidad en sí misma, sino el punto de partida que inaugura el camino del conocimiento verdadero.

Por su parte, Aristóteles en su “Metafísica”, retoma este mismo principio con una claridad que ha resonado por milenios. El estagirita afirmó: “Pues de la admiración es de donde los hombres, ahora y al principio, comenzaron a filosofar” (Metafísica. Libro I, Capítulo 2, 982b12-13), indicando con ello que el asombro surge de la conciencia de la ignorancia. Nos maravillamos ante lo que no entendemos, ya sea un eclipse lunar o la inmensidad del universo. Pues bien, este reconocimiento de nuestra falta de conocimiento representa el punto de partida de toda investigación filosófica y científica. No se trata de un estado pasivo, sino de un impulso activo hacia el deseo de comprensión (justamente por eso, a los necios nada les sorprende).

Sin embargo, para Arthur Schopenhauer, el asombro posee una dimensión más profunda y melancólica. Mientras Platón y Aristóteles concibieron el asombro como el motor que nos lleva a buscar la armonía del cosmos, Schopenhauer lo entendía como la conmoción metafísica ante la vanidad y el sufrimiento que causa existir. En su obra cumbre titulada “El mundo como voluntad y representación”, afirmó que “es la admiración ante el mundo y el ser lo que se constituye la disposición de ánimo del filósofo y su punto de partida. Pues, por lo común, las cosas más importantes y sublimes pasan sin que se repare en ellas” (El mundo como voluntad y representación. Libro I, Capítulo 1). Este asombro no nos eleva a las Ideas, sino que nos sumerge en la cruda realidad del sinsentido que la mayoría de las personas evaden al estar inmersas en el servicio a la voluntad de vivir. En este sentido, la pérdida del asombro actual es la atrofia de la capacidad para confrontar las preguntas más fundamentales y dolorosas, un síntoma de una apatía metafísica que nos ha dejado en este nivel de desamparo intelectual sin precedentes.

Complementariamente, el psiquiatra y psicólogo (y para mí, gran filósofo) Carl Gustav Jung abordó el asombro desde una perspectiva psíquica, considerándolo esencial para la vitalidad de la psique humana. Para él, la pérdida de la conexión con lo inconsciente y la anulación de lo simbólico son síntomas de una modernidad que ha decidido privilegiar lo racional y lo material. La incapacidad para maravillarse es, en este sentido, un empobrecimiento de la vida interior. Jung sostiene que la psique necesita del misterio y de lo irracional para mantenerse sana, y que la ciencia, por sí sola, no puede satisfacer esta necesidad. Si le prestamos atención a la cita que utilizamos en el epígrafe, “el hombre, que ha perdido la capacidad de admirarse, ya no es un hombre, es una pieza del engranaje” (El hombre y sus símbolos. Editorial Paidós, 1964, p. 256), encapsula la idea de que la atrofia del asombro nos reduce a una mera función dentro de un sistema productivo, despojándonos de nuestra humanidad.

Ahora, si analizamos el presente con la lente crítica, nos podríamos percatar que la tesis platónica de la contemplación de las Ideas, en la cual el ser humano accede al verdadero conocimiento a través de la reminiscencia, podría encontrar en la era digital una nueva y perversa antítesis. En lugar de una intuición de lo trascendente, la mente infantil se enfrenta a un bombardeo incesante de imágenes, sonidos y estímulos que no requieren una búsqueda, sino una constante recepción pasiva. El asombro, de esta manera, no es ya un descubrimiento, sino una reacción programada por algoritmos meticulosamente diseñados.

Sobre este asunto en particular, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en su obra titulada “La sociedad del cansancio”, describe cómo la “sociedad del rendimiento” anula todo tipo de posibilidad de la contemplación y, por ende, del asombro. Han sostiene que “la positividad del poder-hacer conduce a una hiperactividad y a una híper-atención que terminan por generar una falta de atención y un agotamiento crónicos” (La sociedad del cansancio. Herder Editorial, 2012, p. 25). Esta obsesión de autoexplotarse mediante esta hiperactividad, traducida al ámbito digital, se manifiesta en la gratificación instantánea, en el scroll infinito que desplaza la sorpresa por la siguiente novedad. La maravilla se ha vuelto un bien de consumo, una mercancía que se agota tan pronto como se descarga o se comparte, logrando así que la realidad no pueda ser contemplada, sino navegada. Y, en esta navegación sin timón, la profundidad se sustituye por una superficie caracterizada por olas y mareas de banalidad y trivialidad.

También, esta hiperconectividad ha traído consigo una supuesta “democratización” del conocimiento y de la experiencia. Cualquier lugar, cualquier fenómeno, es accesible a través de una búsqueda. La imagen del cosmos, que en épocas anteriores requería de un telescopio y una noche despejada, está ahora en la palma de la mano, banalizada por su disponibilidad inmediata. Este acceso ilimitado, paradójicamente, genera una pérdida de valor.

Edmund Husserl, en su fenomenología, retoma y vitaliza la idea del asombro a través del método de la “suspensión del juicio” (époché). Este consiste en poner entre paréntesis nuestras presuposiciones sobre la realidad para poder captar la esencia de las cosas en su pura manifestación en la conciencia. En su obra “Meditaciones cartesianas”, Husserl subraya la necesidad de contar con una actitud que nos permita “suspender el juicio sobre la existencia del mundo externo para concentrarse en la experiencia pura de la conciencia” (Meditaciones cartesianas. Fondo de Cultura Económica, 2013, p. 19). Para la mente contemporánea, saturada de información basura y certezas prefabricadas, la époché podría ser el antídoto contra la banalización de todo lo que acontece en este mundo, dado que se trata de un ejercicio para recuperar la capacidad de maravillarse ante lo que consideramos “ordinario”. Al suspender la funcionalidad de un objeto, por ejemplo, podemos contemplarlo en su pura materialidad o forma, redescubriendo su misterio. Eso sí, para que este ejercicio filosófico sea eficaz, debemos bloquear la pantalla del dispositivo móvil y apagar el televisor.

Si tomamos, por ejemplo, el acto de jugar, que otrora era un ejercicio de imaginación y creatividad, se ha transformado en la replicación de patrones preestablecidos en videojuegos o en la manipulación de juguetes con funciones definidas. La espontaneidad cede su lugar a la instrucción. Lo ordinario no se transfigura en extraordinario, porque lo extraordinario ya ha sido catalogado y archivado en un disco duro. En este sentido, la pérdida del asombro en nuestros niños no es sólo la ausencia de una emoción, sino la incapacidad de ejercer una actitud filosófica puesto que la filosofía, como la práctica de la admiración, nos invita a detenernos, a cuestionar y a re-encantar el mundo.

La cuestión de si la pérdida del asombro es una simple adaptación o una merma fundamental de nuestro ser nos obliga a realizar un diagnóstico más agudo. Una adaptación funcional permite la supervivencia y la eficiencia mientras que la atrofia de una facultad como el asombro no parece un simple ajuste, sino una mutilación existencial. Sí, dije “amputación”, porque al igual que el sistema inmunitario se debilita por la falta de exposición a patógenos, la psique se empobrece cuando no se le permite confrontar lo desconocido, lo inefable. La pérdida del asombro es, en última instancia, una pérdida de potencialidad, un cierre prematuro de los horizontes de la curiosidad y de la creatividad que solían definirnos como seres humanos.

Reintegrar el valor de la lentitud y la contemplación en un mundo que celebra la velocidad es un desafío que va más allá de la disciplina individual. Se trata de un proyecto cultural que debe resistir la lógica de la hiperproductividad. Necesariamente, ello implica crear espacios de silencio y de vacío- físicos y mentales- donde la mente pueda vagar sin un propósito netamente utilitario. La contemplación, a diferencia del consumo, no busca un fin, porque su recompensa es el acto mismo de mirar. La lucha por el asombro es, en este sentido, una batalla por la soberanía de nuestra atención y por la autonomía de nuestra conciencia frente a las demandas del mercado y del algoritmo.

Aunque la tecnología ha sido señalada como la principal causa de esta atrofia, es crucial discernir su papel. Un martillo no es, en sí mismo, bueno ni malo; su bondad o maldad depende de la mano que lo use. La tecnología, de manera similar, no es intrínsecamente un destructor de las maravillas de la vida. Podría, por el contrario, ofrecer una nueva fuente de asombro. Un programador que se maravilla ante la elegancia de un algoritmo o un científico de datos que contempla patrones ocultos en la inmensidad de la información experimentan una forma de asombro ante la complejidad y la interconexión. Este asombro no es el de la naturaleza primigenia, sino el de la inteligencia humana y la estructura del conocimiento que hemos creado. Es un asombro sintético, pero no por ello menos profundo.

Finalmente, queridos lectores, en un mundo saturado de simulacros y réplicas, la pregunta se torna aún más crucial: ¿el asombro reside en el objeto o en el sujeto? La verdadera maravilla, como sugiere la fenomenología, no es algo que se encuentra “ahí fuera”, sino una actitud que se cultiva “aquí dentro”. El asombro genuino no depende de lo extraordinario del mundo, sino de la capacidad de nuestra mirada de revelar la extrañeza en lo cotidiano. Es la capacidad de ver la complejidad del patrón de una hoja, de escuchar la narrativa del silencio de una habitación o de sentir la gravedad en la simple caída de una gota de agua. El re-encantamiento del mundo no es una promesa que la tecnología o el progreso puedan darnos a precios módicos, sino que se trata de un acto de voluntad filosófica, un retorno a nosotros mismos a través de una mirada- sin cataratas- de la realidad.

Referencias bibliográficas

Platón. Teeteto. 155d.
Aristóteles. Metafísica. Libro I, Capítulo 2, 982b12-13.
Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación. Libro I, Capítulo 1.
Jung, Carl Gustav. El hombre y sus símbolos. Editorial Paidós, 1964, p. 256.
Han, Byung-Chul. La sociedad del cansancio. Herder Editorial, 2012, p. 25.
Husserl, Edmund. Meditaciones cartesianas. Fondo de Cultura Económica, 2013, p. 19.

Lisandro Prieto Femenía
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