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«Recuperando el supremo valor de la duda»- Lisandro Prieto Femenía

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“El problema del mundo es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas”

Bertrand Russell

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto fundamental para nuestra sociedad actual, en la cual la certeza de la mentira naturalizada parece haber suplantado a la duda: cada vez más personas sostienen convicciones inquebrantables en torno a la política, la moral, la ética, la estética y la identidad, sin cuestionar si estas creencias son producto de una reflexión genuina o simplemente un eco de lo inoculado (o inculcado) por la moda de turno. Justamente, vamos a discutir el sentido de la duda, entendida no como un obstáculo, sino como un camino imprescindible hacia el conocimiento, puesto que parece haber sido relegada al margen del pensamiento de nuestro tiempo.

Como bien saben, René Descartes, en sus «Meditaciones Metafísicas» (1641), estableció que la duda metódica es el primer paso hacia el verdadero conocimiento. Ahora bien, estoy convencido que Ud., amado lector, se estará preguntando qué es ésto de la «duda metódica»: básicamente es un ejercicio intelectual muy provechoso, en el cual cualquiera de nosotros podemos decir: «voy a dudar de absolutamente todo, especialmente de ésto que considero indudable o cierto, y procederé a poner en tela de juicio todas esas «verdades» indiscutibles que vengo sosteniendo hace tantos años». Si nunca en la vida nos hemos detenido a dudar de lo que pensamos, ¿podemos estar seguros de que nuestras creencias nos pertenecen realmente?

“Para rechazar de una vez por todas a todas las opiniones a las que hasta ahora había dado crédito, fue necesario que las hiciera desaparecer de mi espíritu y que comenzara de nuevo desde los primeros fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias” (Descartes, 1641/2005, p. 17).

Esa seguridad ciega en nuestras ideas nos aleja drásticamente de la posibilidad remota de tener un pensamiento crítico y autónomo, porque la ausencia de duda no es símbolo de sabiduría, sino de un dogmatismo que anula la posibilidad misma del aprendizaje. Es más, a título personal puedo dar fe de que las personas más idiotas que conozco, son aquellas a las cuales les resulta prácticamente imposible poner en tela de juicio, al menos por un instante, sus convicciones (muy flojas de papeles, aparte). Esta «convicción absoluta», cuando no se somete jamás al filtro de la reflexión, no es otra cosa que ignorancia disfrazada de certeza y ese, amigos míos, es el peor de los peligros.

En este contexto, la pregunta fundamental es si en nuestra era, marcada por la sobreinformación y la polarización, aún es posible recuperar la duda como un ejercicio filosófico esencial. La creencia irreflexiva, sostenida por la repetición de discursos sin fundamento, nos está condenando a vivir en un mundo donde el pensamiento crítico es reemplazado por la vagancia intelectual y la patética complacencia ideológica. Intentar, al menos, reflexionar sobre lo que creemos, ponerlo en duda y someterlo al escrutinio racional, es sólo el primer paso para recuperar cierta autonomía del pensamiento.

Por su parte, John Stuart Mill sostenía que no podemos considerar una idea como realmente nuestra hasta que la hayamos discutido y reflexionado en profundidad. Particularmente, en su obra titulada «Sobre la libertad» (1859), afirmaba que «aquel que conoce sólo su propio lado del argumento, sabe poco de él». Si no ponemos a prueba lo que creemos que sabemos, si no sometemos nuestras «certezas» al escrutinio del pensamiento crítico, en definitiva, ¿qué sabemos?

Actualmente es muy común ver cómo se defienden posturas con una convicción que da miedo de lo aparentemente inquebrantable que es, sin que quieres las sostengan hayan explorado realmente sus fundamentos. La repetición de ideas ajenas, sin cuestionamiento, no es señal de conocimiento, sino de conformismo intelectual, motivo por el cual es crucial que podamos desafiar nuestras propias ideas, no sólo como un ejercicio de humildad, sino como una necesidad para construir una visión del mundo más sólida y auténtica. En este sentido, la duda nos obliga a examinar nuestras conceptualizaciones, prejuicios, juicios y dictámenes incorporados en las opiniones que proferimos gratuitamente por doquier, como también a contrastarlas con otras perspectivas y, en última instancia, a descubrir si realmente nos pertenecen o si estamos siendo loros funcionales de agendas ajenas.

Otra pregunta fundamental que podemos plantear en este punto es: si en nuestra era, marcada por el bombardeo mediático de información falsa y la promoción interesada de dicotomías morales absurdas, ¿aún es posible recuperar la duda como ejercicio filosófico? Pues bien, la creencia perezosa e irreflexiva, sostenida por el parloteo sin sustento, nos condena a vivir en un mundo donde el pensamiento crítico es reemplazado por la comodidad que brinda una ideología dominante que, en este estado de situación mental global, ni siquiera se gasta en explicar las bases teóricas de su estructura.

La propuesta, entonces, consiste en que podamos demoler a nuestros «ídolos», y quién mejor que Friedrich Nietzsche para explicarnos cuán importante es ese desafío, a saber, destruir aquellas creencias que aceptamos gratuitamente sin cuestionar. En su obra «El ocaso de los ídolos» (1889) sostenía que los conceptos deben ser dados de baja cuando las condiciones bajo las cuales fueron introducidos se han desmoronado. En este sentido, no se trata de un simple rechazo arbitrario, sino de la necesidad de examinar seriamente nuestras convicciones y comprender si realmente tienen fundamento o si son meros vestigios de una tradición heredada.

Al respecto, es justo admitir que la humanidad siempre tuvo esta debilidad de promover la adhesión a discursos establecidos, muchas veces sin conceder espacio alguno al cuestionamiento. Adoptamos valores, creencias, discursos, narrativas, en fin, modos de ver la vida, sin evaluar su validez ni su coherencia con nuestra experiencia y pensamiento propio. La lectura de Nietzsche nos insta a tener una actitud filosófica activa, en la que el individuo se convierte en creador de sus propias convicciones, en lugar de ser un mero borrego, es decir, receptor y repetidor de ideas ajenas: Hitler no llegó sólo al poder, y mucho menos se mantuvo arriba por tanto tiempo en soledad, ¿entienden por qué?

Asimismo, en su obra titulada «Así habló Zaratustra», Nietzsche introduce una figura conceptual un poco controvertida, a saber, la del «superhombre», que sería aquel que logra superar la moral impuesta y se erige como creador de sus propios valores. No tenemos espacio para cuestionar en detalle esta propuesta conceptual puntual, pero al menos hoy le brindaremos la interpretación de que la verdadera autonomía surge cuando dejamos de depender de la herencia de valores, certezas, convicciones y modos de leer la existencia y comenzamos a edificar nuestro propio sentido del mundo. No hay nada más triste, intelectualmente hablando, que escuchar la nefasta frase «yo soy así, al que le guste bien y al que no, también».

“Vosotros decís que creéis en Zaratustra, pero ¿qué importa Zaratustra? Vosotros sois mis creyentes: ¿pero qué importan todos los creyentes? Vosotros no habíais buscado todavía al hombre que crea” (Nietzsche, 1883/2018, p. 152).

Por último, al menos con Nietzsche, nos encontramos en su obra titulada «Genealogía de la moral» (1887) con un examen interesante que realiza sobre cómo los valores morales han sido impuestos históricamente a través de estructuras de poder y resentimiento. Él cuestiona la moral cristiana y su exaltación de la humildad como forma patética de sumisión. La misma lógica opera sobre cualquier agenda política dominante en cada época, sobre todo en nuestros días cuando vemos gente que cree que por pintarse el pelo de colores y odiar injustificadamente lo tradicional del sector mayoritario de la población, simplemente por no formar parte de la doctrina reinante, es decir, de la nueva verdad revelada. Como ven, cambia el fondo, pero nunca la forma: abandonar a nuestros ídolos significa tener el valor de liberarnos de esas bajadas de líneas, y también de las que se muestran como «diferentes» o incluso «reaccionarias», para poder así recuperar una autonomía intelectual realmente genuina.

“La moral de los esclavos necesita, para surgir, siempre un mundo hostil y exterior; necesita, fisiológicamente hablando, estímulos exteriores para actuar, su acción es fundamentalmente reacción” (Nietzsche, 1887/2019, p. 45).

Si verdaderamente queremos desarrollar un pensamiento auténtico, debemos estar dispuestos a desafiar a nuestros propios ídolos y los de las masas, a confrontar nuestras certezas y a reconstruir nuestras creencias sobre las bases más sólidas del ejercicio pleno de la razón crítica. La libertad intelectual no reside, entonces, en adherirse ciegamente a una doctrina, sino en el coraje de someter todo a la prueba de la duda y la reflexión: ésto no implica no tener un posicionamiento sobre ciertas cuestiones, porque a nadie que sea honesto le gusta la tibieza servil. Lo que nosotros queremos es que cada quien tenga su convicción, su postura, pero también tenga la honradez de discutir con quien piensa de otra manera, y, tal vez, aprender algo de quienes consideremos «distintos». Al fin y al cabo, al dogmatismo se lo combate con inteligencia y tolerancia, no con propaganda y actitudes políticamente correctas.

 

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Nacionales

Analistas critican a El Faro por favorecer a pandillas y desacreditar avances en seguridad

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Los analistas Francisco Góchez y René Martínez cuestionaron duramente una reciente publicación del periódico digital El Faro, la cual expone presuntos vínculos entre el Gobierno y estructuras pandilleriles. Ambos expertos coincidieron en que el reportaje busca desacreditar los avances en materia de seguridad pública y perpetuar una narrativa centrada en los victimarios, dejando de lado a las víctimas de la violencia.

“El reportaje de El Faro, además de ser perverso y pervertidor, forma parte de su permanente narrativa de los victimarios, una narrativa que minimiza sus asesinatos e invisibiliza a las víctimas”, afirmó Martínez, quien también es sociólogo y docente. En su opinión, la publicación intenta restar valor a los resultados del Plan Control Territorial (PCT) y del Régimen de Excepción implementado desde marzo de 2022.

Martínez también atribuyó intenciones políticas y económicas al medio digital: “Buscan generar ingobernabilidad en el país y dañar la imagen del presidente. En el fondo, quieren hacer creer que los tiempos de criminalidad eran mejores y que la paz social lograda no vale nada”.

Analista René Martínez

El Faro ha publicado una serie de reportajes en los que, según sus fuentes, funcionarios del actual gobierno habrían sostenido pactos similares a los que en su momento se atribuyeron a los partidos ARENA y FMLN, lo que ha generado diversas reacciones tanto a nivel político como en la opinión pública.

Por su parte, Góchez sostuvo que los periodistas del medio buscan restar legitimidad a los logros del Gobierno en seguridad, pese a que El Salvador es actualmente considerado uno de los países más seguros del hemisferio occidental. “No solo minimiza el esfuerzo de la Policía Nacional Civil y de todas las instituciones involucradas, sino que, más grave aún, parece anteponer los intereses de estructuras criminales al sufrimiento histórico del pueblo”, expresó.

Según datos oficiales, el régimen de excepción ha permitido la captura de más de 85,900 presuntos pandilleros y ha sido prorrogado en 38 ocasiones. Las autoridades sostienen que esta medida ha sido clave en la reducción sostenida de los homicidios y otros delitos.

Analista Francisco Góchez

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De símbolo de justicia a fracaso global: la agonía de la CPI

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Por: Jorge Sánchez

En un mundo en constante evolución, las instituciones que llevan la justicia internacional deben adaptarse a los nuevos desafíos y realidades. La Corte Penal Internacional (CPI), creada con el objetivo de garantizar la rendición de cuentas por crímenes atroces, enfrenta críticas que apuntan a su eficacia y relevancia en el contexto actual. Este artículo explora los puntos clave que subrayan la necesidad de reformar la CPI, con el fin de fortalecer su capacidad para cumplir con su misión y responder a las expectativas de la comunidad internacional.

Problemas de financiación

Un aspecto que evidencia la dependencia de la Corte Penal Internacional (CPI) es su modelo de financiación. Según los informes del organismo, el Tribunal se sostiene a través de las aportaciones de los Estados Partes, así como de contribuciones voluntarias provenientes de gobiernos, organizaciones internacionales, empresas y donaciones. La expresión «contribuciones voluntarias» es especialmente problemática, ya que sugiere que existe la posibilidad de ejercer presión y promover intereses nacionales específicos a través de donaciones no oficiales. Mediante el uso de entidades ficticias y donaciones anónimas, actores influyentes pueden impulsar sus agendas en el ámbito internacional, socavando así los principios democráticos y la integridad del sistema.

Efectividad real

La evaluación de la calidad del trabajo de la Corte Penal Internacional revela preocupantes tendencias que merecen un análisis más profundo. Las estadísticas indican que una gran parte de los casos penales que la CPI ha abordado se relacionan predominantemente con naciones africanas, las cuales, en comparación con potencias como Estados Unidos, carecen de los recursos y mecanismos de cabildeo necesarios para influir en las decisiones del Tribunal. Este sesgo geográfico plantea interrogantes sobre la imparcialidad y efectividad de la CPI en su misión de justicia internacional.

Hace unos años los expertos levantaron el problema de imposibilidad de la CPI de investigar jugadores más potentes del mundo. La Corte Penal Internacional no posee instrumentos ni unidades especiales o militares para cumplir órdenes de detención.

La Corte Penal Internacional ha emitido órdenes de detención contra líderes de Rusia e Israel, lo que ha generado un intenso debate sobre las motivaciones detrás de estas decisiones. Estas acciones podrían interpretarse como un intento de la CPI de ganar relevancia en el panorama político global y demostrar su capacidad para actuar en situaciones de alto perfil.

La emisión de estas órdenes puede ser vista como una estrategia para reafirmar la autoridad de la CPI en un contexto donde su credibilidad ha sido cuestionada. Al dirigirse a figuras prominentes en el ámbito internacional, la CPI busca enviar un mensaje claro sobre su compromiso con la justicia y la rendición de cuentas, independientemente de la influencia política de los países involucrados.

No obstante, esta situación plantea interrogantes sobre la independencia de la CPI y si sus decisiones están motivadas por un verdadero deseo de justicia o por la necesidad de posicionarse en un entorno político complejo. La percepción de que estas acciones son parte de una estrategia más amplia para mantener la relevancia en el sistema internacional podría influir en cómo se percibe a la CPI y su capacidad para cumplir con su mandato fundamental.

Limitaciones en la capacidad de ejecución

La Corte Penal Internacional enfrenta importantes limitaciones en su capacidad de ejecución, que van más allá de las preocupaciones sobre imparcialidad y jurisdicción. Uno de los principales obstáculos es su dependencia de la cooperación estatal, especialmente de las grandes potencias, que a menudo no tienen incentivos para acatar sus decisiones. Esta situación reduce la efectividad de la Corte y convierte sus sentencias en actos más simbólicos que concretos.

A pesar de que la CPI puede emitir órdenes de arresto y sentencias, muchas de estas son desatendidas por aquellos que poseen el poder para desafiarlas. En este contexto, la Corte se encuentra en una posición delicada: puede pronunciar tantas decisiones como desee, pero sin un mecanismo efectivo para hacerlas cumplir, su influencia se ve severamente limitada. Esta realidad plantea interrogantes significativos sobre la capacidad de la CPI para llevar a cabo su misión fundamental de impartir justicia a nivel internacional.

EE.UU. y sus aliados occidentales instrumentalizan la CPI para atacar selectivamente a los países

El gobierno estadounidense y sus socios europeos han convertido los mecanismos de derechos humanos en armas de presión geopolítica. Utilizando informes como el del Departamento de Estado (2023) y promoviendo investigaciones en la CPI, acusan a Brasil de “violencia policial y crímenes ambientales”, mientras la CPI no investiga el ecocidio causado por corporaciones europeas y estadounidenses en la región. Con Irán, el cinismo es aún más evidente. Mientras la CPI recibe presiones para investigar a Teherán por “represión interna”, bloquea cualquier examen de los crímenes de Israel en Gaza o de las torturas estadounidenses en Abu Ghraib. Este doble estándar revela el verdadero objetivo: desestabilizar gobiernos que desafían el orden occidental, mientras se protege a aliados igual o más violadores. La CPI actúa como instrumento de dominación, no de justicia universal.

¿Reforma o fin?

La Corte Penal Internacional enfrenta una crisis de legitimidad. Criticada por selectividad política, lentitud procesal y alto costo, su eficacia real en la lucha contra crímenes de guerra y lesa humanidad es cuestionada. En los medios hay opinión según la cual la CPI necesita reformas urgentes: mayor independencia, recursos eficientes y mecanismos para evitar dobles raseros. Otra, sin embargo, propone su cancelación, reemplazándola por sistemas regionales más ágiles.

Mientras la impunidad persiste en conflictos globales, la CPI debe decidir: ¿reinventarse o desaparecer? Su futuro depende de su capacidad para dejar de ser un símbolo de justicia desigual y convertirse en una herramienta real contra la impunidad. Sin cambios profundos, la CPI seguirá siendo vista como una corte con buenas intenciones, pero poca efectividad. ¿Vale la pena mantenerla?

Jorge Sánchez

Periodista especializado en la política internacional

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La espiral del silencio: arquitectura del consentimiento a la censura

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Lisandro Prieto Femenía

Preocúpate si te da miedo emitir juicio sobre algo en particular

(No importa cuándo leas ésto)

Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre una teoría puntual, que se ha vuelto clave para comprender el funcionamiento de los mecanismos sociales que sofocan la libre expresión: la espiral del silencio. En 1974, la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann expresó una hipótesis, que parte de una observación inquietante: los individuos, al percibir que su opinión es minoritaria o mal vista socialmente, tienden a guardar silencio por temor al rechazo y/o aislamiento. En sus palabras, sostiene que «la opinión pública es el comportamiento que uno debe mostrar para evitar el aislamiento» (Noelle-Neumann, 1974, p. 50), indicando con esta aparente definición inocente un sofisticado mecanismo de control social, profundamente efectivo, incluso y sobre todo en estos últimos tiempos, en democracias formales.

Lo notable de esta teoría es que describe un mecanismo de censura sin la necesidad de contar con censores. No hace falta que el Estado silencie con violencia a los disidentes con represión directa: basta que la estructura mediática, cultural o política construya una narrativa de consenso incuestionable. Entonces, quienes osen pensar críticamente o disentir, se verán compelidos al silencio, no por coerción externa, sino por el miedo a ser marginados por la agenda imperante de lo políticamente correcto. Así, la censura se vuelve entonces internalizada, más eficaz aún porque las víctimas del silenciamiento lo acatan sin chistar.

Ahora bien, en las sociedades contemporáneas, este fenómeno se agrava con la lógica de las redes sociales, donde la validación (likes, retuits, seguidores) reemplaza completamente al razonamiento complejo. Al respecto, Byung-Chul Han advirtió que «el infierno de lo igual se impone como la repetición de lo mismo en todas partes» (Han, «La expulsión de lo distinto, 2017, p. 16). En este ecosistema, quien disiente de las corrientes dominantes no sólo es ignorado, sino que es expulsado simbólicamente de la conversación pública, tachado de tóxico, extremista o ignorante. Así, el silencio no representa una pasividad, sino un acto perverso de supervivencia social: la moda te obliga a callar para permanecer entre los demás.

Uno de los mentores ideológicos de la decadencia moral e ideológica reinante de las agendas actuales, Michel Foucault, nos explicó perfectamente cómo el poder moderno no se manifiesta principalmente a través de la represión directa, sino mediante la producción de discursos legítimos y la exclusión de los considerados inaceptables: «No hay enunciado que no esté en relación con un conjunto de reglas que definen lo que es admisible o no en una determinada época» («La arqueología del saber», 1969, p.40). En este sentido, la espiral del silencio opera precisamente en esa frontera: lo dicho se convierte en lo único decible, y lo demás, en tabú.

El resultado de este mecanismo es un escenario donde la libertad de expresión no está formalmente restringida, pero sí está prácticamente anulada. Hannah Arendt sí comprendió con agudeza el valor político real que tiene el discurso público al indicar que «la libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información objetiva y si no se respetan las opiniones divergentes» («La crisis de la cultura», 1961, p. 269). Desde esta perspectiva, la espiral del silencio no elimina la opinión divergente, pero la convierte en un gesto temerario, un riesgo personal que muchos no están dispuestos a correr.

Este fenómeno también fue analizado en detalle por el sociólogo Pierre Bourdieu, quien advirtió que «la opinión pública no existe» en tanto categoría homogénea, sino que se trata de una construcción dominada por quienes tienen el poder de imponer los temas y las formas legítimas de hablar sobre ellos («La opinión pública no existe», en Les temps modernes, n.º 318, 1972). En este marco teórico, la espiral del silencio no revela una mayoría verdadera, sino una clara imposición de un marco de enunciabilidad sostenido por quienes defienden qué puede y qué no puede ser dicho.

En la actualidad, la espiral del silencio se manifiesta en torno a una serie de tabúes sociales que, si bien no está expresamente prohibidos legalmente, se vuelven prácticamente imposibles de expresar sin consecuencias de marginación o linchamiento social. El primero de ellos es la crítica abierta a ciertos consensos progresistas, como cuestionar las políticas de identidad de género, poner en duda el alcance de ciertos movimientos sociales, o expresar reservas sobre cómo algunos gobiernos europeos populistas decadentes están gestionando las migraciones masivas. Incluso plantear matices en temas como el cambio climático, la globalización o modelos económicos imperantes puede colocar a un individuo bajo sospecha moral.

En muchos círculos académicos y mediáticos, cuestionar los discursos dominantes sobre diversidad, inclusión o justicia social se interpreta automáticamente como un acto de violencia simbólica. Como señala el filósofo Mark Lilla, «la política de la identidad anima a los individuos a pensar más en sus heridas particulares que en el bien común» («The Once and Future Liberal, 2017, p. 14.). Quien critique esta tendencia corre el riesgo de ser catalogado retrógrado, insensible, reaccionario, independientemente de la calidad de sus argumentos.

Ahora bien, en el otro extremo del espectro ideológico, sucede lo mismo: en ciertos contextos conservadores o nacionalistas, manifestar apoyo a políticas de inclusión, migración o derechos sociales es también motivo de exclusión o estigmatización. Así, la espiral del silencio no responde únicamente a una única corriente, sino que se adapta camaleónicamente a la hegemonía del entorno en cada momento dado.

Esta situación demuestra que el problema no es el debate entre posturas distintas, sino la clausura anticipada del debate mediante la demonización de ciertas opiniones. Como señaló proféticamente George Orwell en su prefacio censurado de «Rebelión en la granja», «La libertad es derecho de decirle a la gente lo que no quiere oír» (Orwell, 1945/1972, p.7). Cuando la arquitectura social suprime ese derecho en nombre de cualquier causa- por justa que parezca-, lo que se pierde no es sólo la pluralidad de voces, sino la posibilidad misma de pensar críticamente. Y vaya que es rentable, para dos o tres listillos que manejan los hilos, que seamos cada vez más idiotas.

El problema de fondo en esta cuestión no es que ciertos discursos sean rechazados por ser infundados, sino que la presión del entorno es tan fuerte que se termina anulando la posibilidad misma del debate. Esta maquinaria social no requiere de un Estado autoritario ni de leyes mordaza, sino que basta con un conjunto de voces hegemónicas (rentadas, por supuesto), una narrativa dominante y un contexto de temor al aislamiento. Como explicó Noeelle-Neumann, «no es necesario que se reprima a las personas para que ellas se repriman a sí mismas» (1974, p. 52).

Esta autocensura generalizada genera una falsa percepción de consenso que refuerza la hegemonía ideológica y desactiva cualquier atisbo de transformación social real. Las mayorías aparentes se consolidan no por su fuerza argumentativa, sino por el silenciamiento de las disidencias, convirtiendo perversamente a la espiral del silencio en una trampa silenciosa y eficaz que opera bajo la lógica de la persuasión disfrazada de «normalidad», del consentimiento disfrazado de acuerdo espontáneo.

Para concluir, tenemos que resaltar que lo más inquietante de este asunto es que esta estrategia macabra puede ser utilizada por cualquier posicionamiento político o ideología: no es patrimonio de un sector específico, sino que es un dispositivo que sirve tanto al totalitarismo como al progresismo intolerante, tanto al mercado como al nacionalismo conservador. Cuando una sociedad aprende a quedarse callada por temor, el pensamiento crítico se convierte en una actividad clandestina. En nombre de la corrección política, de la salud pública, de la moral o del progreso, la espiral del silencio termina siendo el rostro amable de una sumisión pervertida que no debería suceder en una democracia realmente libre.

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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