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Nepal: el espejo donde se mira la decadencia de la democracia occidental

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“Me rebelo, luego somos”: Albert Camus, El hombre rebelde

Las protestas de la Generación Z en Nepal, desencadenadas por la censura de plataformas digitales, no son un mero arrebato de ira juvenil, sino la culminación de un proceso histórico de profundas frustraciones. Para que podamos comprender su magnitud, es imperativo contextualizar el conflicto político de un país que, hasta el año 2008, era la única monarquía hindú del mundo. Tras una década de guerra civil (1996-2006) liderada por una insurgencia maoísta, el anhelo de paz y democracia llevó a la abolición de la monarquía y al establecimiento de una endeble república. Sin embargo, este cambio de régimen no ha cumplido las promesas de prosperidad y estabilidad.

En lugar de una gobernanza efectiva, Nepal se ha visto sumido en una crónica inestabilidad política, con más de una decena de primeros ministros en quince años. Este vacío de poder ha permitido que la corrupción se arraigue fuertemente, alcanzando un pico en el índice de Percepción de la Corrupción. Mientras que una élite política ha rotado en el poder, perpetuando el nepotismo y el clientelismo, la juventud se ha enfrentado a un desempleo endémico, que oficialmente ronda el 10%, pero es mucho mayor en la realidad de una economía preponderantemente informal. En este marco de traición a las promesas democráticas y de desesperanza, el eco digital de las redes sociales silenciadas y el clamor de las calles de Katmandú manifestaron una fisura que va más allá de una reacción a una prohibición gubernamental, revelando la profunda crisis de legitimidad de un sistema que está caducando.

Ahora bien, la explosión social en Nepal no puede entenderse sin una disección aguda de su principal protagonista: la Generación Z. esta cohorte, nacida en un entorno de hiperconectividad y disrupción constante, trasciende la etiqueta demográfica para convertirse en un fenómeno filosófico. Son los llamados “nativos digitales” que, a diferencia de sus predecesores, no adoptaron la tecnología, sino que la heredaron como una extensión de su propia existencia. Su identidad y su percepción del mundo están intrínsecamente ligadas a las redes sociales, que actúan como su principal ágora pública, su fuente de información y su espacio de pertenencia.

Desde una perspectiva filosófica, esta generación se enfrenta a la paradoja de la conectividad permanente y la anomia. Viven en un mundo con una abundancia de información sin precedentes, pero carecen de los grandes relatos o instituciones (Iglesia, Estado, familia) que en el pasado otorgaban un sentido unificado a la existencia. Este vacío ha generado un profundo escepticismo hacia las estructuras de poder y una aguda conciencia de las injusticias globales. Su pragmatismo, forjado por el trauma de las crisis económicas y las promesas políticas incumplidas, los lleva a desconfiar de los sistemas, no de las causas. Su rebelión, por lo tanto, no es ideológica en el sentido clásico de la palabra, sino existencial porque se encuentran en una búsqueda de significado y dignidad en un mundo que les ha sido entregado, a priori, en ruinas.

El precitado estallido en Nepal interpela una crisis más profunda que el fracaso de un gobierno: se trata de la decadencia de “lo político”. A diferencia de “la política”, que se refiere a las prácticas cotidianas de administración y poder, “lo político” constituye la dimensión fundacional de la existencia colectiva, el espacio agonístico donde las comunidades articulan su identidad y destino. Su decadencia puede ser comprendida a través de la distinción filosófica que realiza Hannah Arendt entre las actividades de la vita activa.

En su obra “La condición humana” (1958), Arendt sostiene que la vida humana se compone de tres esferas: labor, (el ciclo biológico de la producción y el consumo), trabajo (la creación de objetos duraderos) y acción (la interacción libre entre los individuos para crear una esfera pública). En esta perspectiva, la decadencia de “lo político” reside en la corrosión de la acción. Cuando la política se reduce a la gestión de problemas económicos y sociales (es decir, al trabajo o la labor), pierde su capacidad de crear un espacio público significativo porque “la única actividad que relaciona directamente a los hombres, sin la intermediación de cosas u objetos, es la acción”. Pues bien, lo que las protestas nepalíes revelan es que el sistema ha despojado a los jóvenes de la capacidad de acción, relegándolos a un ciclo de labor (la búsqueda de empleo excesivamente precario) o al exilio- como argentino, esto me resulta familiar-. El acto de la censura digital es el intento de suprimir no sólo la libertad de expresión, sino el último vestigio donde la Generación Z podría reconstruir un espacio de “acción” para dar forma a un “nosotros” frente al “ellos” del poder enquistado.

Así, las protestas nepalíes son un síntoma del colapso del orden político que Francis Fukuyama describe en su obra “Orden y decadencia de la política” (2014), donde el autor sostiene que la corrupción y el clientelismo no son fallos del sistema, sino la evidencia de que las instituciones han sido “capturadas” por élites extractivas que operan pura y exclusivamente en beneficio propio, socavando la imparcialidad y la ley. La desilusión de la Generación Z no nace sólo del desempleo, sino de la percepción de un sistema que no funciona para ellos.

La frutilla del postre fue la prohibición de las redes sociales, en tanto que es un claro ejemplo de la desconexión que tiene esta élite. En lugar de abordar las causas del descontento social, se intentó silenciar el canal de la frustración, revelando una respuesta autocrática y una ignorancia profunda sobre cómo las nuevas generaciones construyen su identidad colectiva y su voz política. Con decisiones bananeras como la precitada, el Estado, en su forma actual, es percibido como un obstáculo para el progreso, no como su garante.

Ahora bien, consideramos oportuno acudir a la filosofía para consultar sobre el concepto mismo de rebeldía, y más particularmente en esta era digital. El aporte de Albert Camus a la comprensión de los estallidos sociales radica en su distinción fundamental entre “rebeldía” y “resentimiento”, o la simple “revuelta”. Para el filósofo, la rebeldía no es un acto nihilista ni un estallido irracional de ira, sino que es, por el contrario, un acto de afirmación, un momento en que el individuo, al decir “no” a la opresión, simultáneamente que se dice “sí” a un valor que le trasciende. Esta es la clave para entender filosóficamente el clamor de la generación Z en Nepal.

En su obra “El hombre rebelde” (1951), Camus establece que la rebelión es el “movimiento que lleva a un hombre a interponerse entre el mundo y lo que se le niega”. Se trata del rechazo consciente de una situación que se presenta insostenible. Esta negativa inicial, que se siente en lo más íntimo del individuo, se convierte en un acto político cuando el rebelde se da cuenta de que su dignidad no es un valor solitario, sino un bien común. Justamente, en torno a esto, Camus indica que “el movimiento de rebeldía es el paso de la consideración individual a la colectiva, del ‘yo’ al ‘nosotros. Me rebelo, luego somos”. Mirando a Nepal con estas gafas, podemos interpretar su protesta no como un grito por no tener trabajo, o por vivir en un país totalmente corrompido, sino como el reconocimiento de que la dignidad humana está siendo ultrajada por estas condiciones y que la lucha por la justicia debe ser, siempre, colectiva.

Sin embargo, y cuidado aquí, esta nueva forma de rebelión digital nos obliga a enfrentar un desafío futuro. La híper comunicación, a la vez que permite una conexión instantánea y global, también presenta la paradoja de la fragmentación y la dependencia. ¿Puede un movimiento cimentado en la fugaz lógica de las plataformas digitales sostener una acción política robusta y duradera? ¿Qué ocurre cuando el canal de esa rebeldía es también un espacio controlado por intereses corporativos y, como se demostró en Nepal, vulnerable al control estatal? El futuro de la acción colectiva parece depender de nuestra capacidad para traducir la solidaridad digital en una presencia tangible y organizada en el mundo físico, evitando que la rebeldía se convierta en una mera moda efímera o en un eco vacío en las cámaras de resonancia de la red.

Para finalizar, nos queda analizar el fuego como símbolo del paso de la política a la barbarie. La quema de edificios públicos, y en particular, la del parlamento, trasciende la violencia de una riña para convertirse en un acto simbólico radical. No es sólo un estallido de furia contra la opresión, sino una manifestación de la barbarie que surge de la decadencia de los tiempos en los que vivimos. Políticamente, el parlamento es el asiento físico de la autoridad representativa del Estado. Su destrucción significa la deslegitimación total de un sistema que ya no representa a sus ciudadanos, sino que se percibe como una estructura vaciada de contenido y manchada por su corrupción naturalizada. Es, en definitiva, una declaración visceral de que la democracia, como institución, ha fracasado rotundamente.

En términos filosóficos, este acto nos sitúa ante un dilema ético. Si bien el hombre rebelde de Camus afirma un valor al negarse a la opresión, la quema de un símbolo de la vida pública puede deslizarse hacia una forma de nihilismo preocupante. Es la negación absoluta de cualquier orden posible, una expresión de que, si no hay justicia, no debe haber ninguna estructura. Este tipo de acción, aunque comprensible en el contexto del hartazgo social, revela la peligrosa delgada línea que separa la rebelión constructiva de la destrucción pura. No debemos olvidar que históricamente, contamos con episodios como la quema del Reichstag en Alemania o la reciente irrupción en el Capitolio de los Estados Unidos, hechos que han marcado momentos de crisis extrema, donde el fuego consume no sólo los ladrillos, sino también la esperanza de una resolución pacífica, abriendo la puerta a un futuro triste e incierto.

Más allá de la noticia coyuntural que hoy nos convoca, este estallido social en Nepal nos obliga a interrogar las verdaderas patologías de nuestro tiempo. La pregunta que surge, con una agudeza que perturba, es si acaso la corrupción que carcome las instituciones es una simple falla o el síntoma de una enfermedad terminal en la democracia moderna, una que hace que el contrato social pierda su validez. ¿Cómo puede una ciudadanía, particularmente una juventud que ha crecido en la promesa de la conectividad, depositar su fe en un sistema político que se revela como un patético vehículo de acumulación para una casta decadente? Este desencanto cuestiona la viabilidad misma de la democracia cuando el ascensor social está averiado, y la única alternativa parece ser la huida o la rebeldía.

En este punto de inflexión, nos confrontamos con el dilema ético del acto de rebelarse. ¿Estamos presenciando una mera explosión de frustración destructiva o la génesis de un nuevo tipo de movimiento político, uno que utiliza el desborde como un lenguaje para exigir un futuro que le ha sido arrebatado? La pregunta se agudiza cuando consideramos el rol de las plataformas digitales, que sirven tanto de catalizador como de campo de batalla ideológico. ¿Es posible diferenciar una rebeldía que busca la reconfiguración del orden de una que simplemente anhela su demolición, y dónde reside la responsabilidad de las generaciones que han construido este mundo para orientar a quienes heredan el caos? Nepal nos fuerza a mirarnos al espejo y a reconocer que el fracaso de una generación puede ser el acto fundacional de la desesperación de la siguiente, y que el silencio institucional es la fuerza más corrosiva en la era de la información.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Sarmiento: el legado educativo de un “Cuyano alborotador”

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La instrucción es la madre de la moralidad pública, y la República es la hija de la instrucción”: Domingo Faustino Sarmiento, De la educación popular (1849)

La figura de Domingo Faustino Sarmiento, a menudo reducida a la estatua o al bronce, adquiere una resonancia particular al momento de examinar su proyecto educativo. La conmemoración del día 11 de septiembre, día del maestro en su honor, trasciende el acto protocolar y se convierte en una invitación a la reflexión crítica sobre los cimientos de la educación moderna en Argentina y, por extensión, en gran parte de Hispanoamérica.

Para comprender la magnitud de su visión, es imperativo sumergirse en el contexto de su vida, marcado por un dinamismo constante, exilios, confrontaciones y proyectos que moldearon su pensamiento. El historiador José Ignacio García Hamilton, en su biografía titulada “Cuyano alborotador. La vida de Sarmiento” (1997), ofrece una perspectiva detallada del precitado periplo. Sarmiento no provenía de las élites tradicionales, lo que le dio una visión aguda de las diferencias entre el interior y la capital. Su juventud estuvo signada por exilios en Chile, donde, como señala García Hamilton, el destierro era para los sarmientinos “una forma de vida” (1997, p. 57). En Chile, el contacto con sistemas educativos más avanzados sembró en él la semilla de la reforma pedagógica al punto tal que su célebre enfrentamiento con Juan Manuel de Rosas, plasmado en su monumental obra “Facundo”, fue una batalla ideológica por la civilización contra la barbarie. En este sentido, la vida de Sarmiento es la prueba de que sus convicciones no eran abstractas, sino que nacían de una experiencia vital intensa, pues “había visto de cerca la ignorancia y la miseria, y por eso la educación no era para él una mera teoría, sino una necesidad urgente” (1997, p. 120).

Como bien sabemos, Sarmiento concibió la escuela no sólo como un espacio de instrucción, sino como un dispositivo civilizatorio fundamental para la consolidación del Estado-Nación. Para él, el analfabetismo representaba una barrera insalvable para la democracia y el progreso. En su obra “De la educación popular” (1849), argumentó que la ignorancia “no se extirpa por medio del látigo o la amenaza, sino por medio de la enseñanza”. Queda claro, entonces, que la educación se presentaba como el antídoto contra la barbarie, un concepto que en su pluma se asociaba a las costumbres anárquicas del campo, los caudillos violentos y la ausencia de leyes.

Esta perspectiva, si bien impulsó la alfabetización masiva, encierra una tensión intrínseca que invita a una lectura más matizada. Aunque historiadoras postmodernas y porteñas como Adriana Puiggrós han señalado que “la escuela argentina se construyó sobre la base de un fuerte proyecto de homogeneización cultural” (1990), esta lectura no agota la complejidad del pensamiento sarmientino. Un análisis más profundo de su obra, en particular de “Facundo” (1845), revela que Sarmiento no buscaba aniquilar la diversidad, sino apropiarla y hacerla parte de un proyecto nacional común. Sus detalladas descripciones de arquetipos rurales como el rastreador, el baqueano o el gaucho demuestran un profundo conocimiento y, en cierto modo, una fascinación por las cualidades y habilidades de esas figuras. Del rastreador, por ejemplo, señala que “es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones gozan en el pueblo de una autoridad incuestionable”. Evidentemente, Sarmiento no desvaloriza estas capacidades innatas sino que, más bien, lamenta que no estuvieran al servicio de un proyecto civilizatorio mayor. Su modelo, por tanto, no era la destrucción de las particularidades locales, sino su integración en una estructura nacional que las dotara de un propósito moderno. Es decir, la estandarización no era la erradicación de las diferencias, sino su encauzamiento hacia un ideal de progreso centralizado.

Ahora bien, la visión como educador de Sarmiento se materializa en su decisión de traer maestras de los Estados Unidos, un acto que revela la profundidad de su proyecto pedagógico. La escritora Laura Ramos, en su obra “Las señoritas. Historia de las maestras estadounidenses que Sarmiento trajo a la Argentina en el siglo XIX” (2021), reconstruye este episodio desde una perspectiva íntima y personal. Sarmiento no sólo buscaba importar un modelo educativo, sino un paradigma cultural y social. La figura de la maestra estadounidense, tal como la describe Ramos, encarnaba los valores que él anhelaba para la nueva nación: el laicismo, el rigor académico y la independencia femenina.

Asimismo, Ramos se sumerge en los diarios, cartas y testimonios de estas 61 maestras y demuestra que su llegada fue un acto de audacia política y pedagógica: “Sarmiento no traía sólo maestras. Traía otra cosa. Traía mujeres que pensaban, que viajaban solas, que no querían casarse y que trabajaban” (Ramos, 2021). Su presencia en un país aún dominado por las costumbres tradicionales fue una lección en acción. Ramos subraya que estas mujeres no sólo se enfrentaron a las precarias condiciones de las escuelas, sino también a la resistencia de la sociedad conservadora. Este enfoque se aleja bastante de una mera importación de conocimientos y se adentra en un proyecto de ingeniería social, donde la educación no sólo debía alfabetizar, sino forjar un nuevo tipo de ciudadano: independiente, laborioso y, en el caso de las mujeres, capaz de salir del rol doméstico para convertirse en un agente activo en la construcción de la nación.

En este punto, es preciso señalar que la visión de Domingo Faustino Sarmiento como educador está intrínsecamente ligada a su accionar político y a su proyecto de país. Daniel Balmaceda, en su libro “Sarmiento, el presidente que cambió la Argentina” (2023), intenta alejarse del retrato escolar para mostrar la figura de un estadista pragmático y visionario, que enfrentó las contradicciones de su tiempo con una tenaz voluntad de cambio. Su gestión presidencial (1868-1874) se caracterizó por una modernización acelerada que buscaba equiparar al país con las naciones más desarrolladas de ese momento.

Puntualmente, Balmaceda destaca la capacidad de Sarmiento para proyectar a la Argentina hacia el futuro, basándose en la ciencia y el progreso. Su gestión se caracterizó por la extensión del ferrocarril y el telégrafo, la promoción de la ciencia y la tecnología, el incentivo de la maquinaria agrícola y la concreción del primer censo nacional. Estas iniciativas no eran hechos aislados, sino que respondían a una misma concepción: la de un país que debía superar el salvajismo de los caudillos y el aislamiento para integrarse al concierto de las naciones civilizadas. La obra de Balmaceda nos permite entender que la presidencia de Sarmiento no fue un simple ejercicio de poder, sino la puesta en práctica de un programa que había madurado durante toda su vida. La educación, en este marco, era el pilar fundamental para lograr los cambios que él concebía fundamentales para la República Argentina.

Procedamos ahora a analizar la célebre frase “las ideas no se matan”, pronunciada por Sarmiento en el cementerio de San Juan en 1839, durante la exhumación de los restos de los caídos en la batalla de la Ciudadela. Claramente, se trata de un lema que supera la simple divisa política, porque representa una declaración de principios filosófica que define su concepción del progreso y de la condición humana. El contexto de la frase es una respuesta a la represión ejercida por las fuerzas federales de Rosas, pero su significado trasciende dicha coyuntura: la idea central es que, si bien se puede asesinar a un hombre y acallar su voz, el pensamiento que él encarna, la fuerza de su intelecto y sus propuestas, permanecen inalterables. Como lo manifestó en su discurso, “se puede degollar a los mártires, se pueden incendiar los libros que los han hecho tales; pero las ideas no se matan, y los principios que han hecho marchar a la humanidad no se acallarán” (citado por J. J. Hernández Arregui, 1960).

Esta premisa no sólo se aplica a un modelo de país, sino que se extiende a un modelo de humanidad. Sarmiento creía en la capacidad transformadora del intelecto y en el poder inherente de la razón para moldear la realidad. En su visión, la historia no era un ciclo de repeticiones trágicas, sino un camino de progreso impulsado por la fuerza de las ideas. Un ser humano, en esta perspectiva, no se define por su origen social o su linaje, sino por su capacidad para pensar y para actuar en consecuencia. El idealismo de esta frase es el motor que lo llevó a fundar escuelas, a traer maestras extranjeras y a luchar por el ferrocarril en un país que, hasta ese momento, estaba casi totalmente desconectado. Para él, la barbarie no era una condición inherente al ser humano, sino una consecuencia de la ignorancia, y la civilización, por lo tanto, no era un privilegio de unos pocos, sino un estado que se alcanzaba a través del conocimiento que debería estar a disposición de todos. Este modelo, aunque a menudo criticado por su eurocentrismo y su supuesto desprecio por las culturas autóctonas, evidencia una fe inquebrantable en el poder de la mente para superar la violencia y el atraso.

La trascendencia de Sarmiento tampoco se limita a las fronteras argentinas. Su pensamiento y su labor son objeto de reconocimiento en el ámbito global, lo que evidencia la universalidad de su proyecto. En Estados Unidos, por ejemplo, donde pasó parte de su vida en el exilio y como embajador, su figura es recordada con muchísimo respeto. La relación que mantuvo con el pedagogo Horace Mann fue clave, en tanto que Sarmiento lo consideraba su mentor y la fuente de inspiración para la creación de las escuelas normales en Argentina. Su legado en Norteamérica se materializa en el busco que se encuentra en la Plaza Panamericana de Washington D.C., un homenaje a su labor como embajador y promotor de la educación.

En Europa, su figura también ha recibido honores. La ciudad de Bérgamo, en Italia, rinde homenaje al maestro con una placa conmemorativa en la casa donde vivió en 1888. Estos gestos, aparentemente menores, confirman que su legado trasciende el nacionalismo. Sarmiento no fue sólo un prócer argentino, sino un pensador universal que creyó en la educación como herramienta para erradicar la pobreza y la ignorancia en cualquier parte del mundo. Su obra y sus ideas, traducidas a diferentes idiomas, han sido estudiadas en universidades de todo el mundo como un ejemplo de cómo un proyecto educativo puede sentar las bases para la construcción de una nación moderna, libre y próspera.

El legado de Sarmiento nos exige una reflexión que integre las luces y sombras de su proyecto, especialmente ante la emergencia de narrativas históricas simplistas. Es inevitable confrontar el discurso de historiadores mediáticos, como Felipe Pigna, que, en su afán por construir una historia de buenos y malos, incurren en el error de los anacronismos. Al juzgar a Sarmiento con la moral del siglo XXI, se lo condena por expresiones sobre los gauchos o los pueblos originarios sin contextualizar el pensamiento liberal y positivista del siglo XIX. Estas críticas, a menudo infundadas, ignoran la complejidad del hombre y su tiempo, reduciendo su figura a un arquetipo de la “civilización” opresora. Sarmiento, en cambio, operaba bajo una visión que, si bien controvertida, estaba guiada por una fe absoluta en el progreso a través de la educación y el trabajo.

En este marco, la vigencia del proyecto sarmientino se manifiesta en la severa crítica que él mismo realizaría al estado actual de la educación. El padre de la escuela moderna vería con horror la devaluación educativa de Occidente, donde la falta de rigor, la fragmentación de los saberes y la precariedad del magisterio han devaluado el conocimiento y el pensamiento crítico. La educación, en su concepción, no era un espacio de libertad sin disciplina, sino un bastión de la razón y el método. Hoy, la escuela que él concibió como una herramienta de progreso se enfrenta a un desafío existencial: en un mundo global y digital, ¿cómo se puede reconstruir una educación que no sólo alfabetice, sino que también forme ciudadanos con la capacidad crítica para discernir y actuar? Pues bien, queridos lectores, la vigencia de Sarmiento reside en la potencia de estas preguntas que, lejos de ser resueltas, nos interpelan de manera urgente.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Analizando el poder del lenguaje

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«Una relación humana se puede destruir con una palabra incorrecta, una sola palabra puede abrir una inmensa oscuridad. El lenguaje es el instrumento de la gracia y de la destrucción del ser humano.»: George Steiner

La reflexión que encabeza el artículo de hoy, encapsulando la visión de George Steiner sobre la naturaleza ambivalente del lenguaje, no es un mero aforismo. Se trata, en esencia, de la tesis central de gran parte de su obra, una exploración incesante de cómo el lenguaje, esa capacidad distintiva que nos define como seres humanos, no es simplemente un vehículo de comunicación, sino el motor mismo de nuestra existencia. Para Steiner, el acto de hablar es inherentemente riesgoso, cargado de una potencia dual: la de erigir lo más sublimes puentes de comprensión y afecto, y la de cavar abismos de oscuridad y destrucción: justamente por ello, es peligroso cuando los idiotas tienen la palabra. Si bien es la quintaesencia de nuestra capacidad de construir sentido, de articular mundos y de forjar lazos, es, al mismo tiempo, un agente de una potencia destructiva inaudita. Esta dualidad inherente exige una indagación filosófica sobre el poder constitutivo y destructivo de las palabras, así como sobre la imperativa responsabilidad ética que recae sobre quien las pronuncia o las silencia.

Para comprender la esencia del poder del lenguaje, es imperativo partir de la visión steineriana de su inherente dualidad. Steiner, en obras cruciales como “Después de Babel” y “Lenguaje y silencio”, no concibe el lenguaje como un simple vehículo de comunicación, sino como la expresión más profunda de la existencia humana, un campo de fuerzas donde se libran batallas por el sentido y la moralidad. Es el “instrumento de la gracia” porque sólo a través de él podemos nombrar lo sagrado, articular la poesía, consolar el dolor y construir los complejos andamiajes de la civilización y el afecto.

La palabra, en su formulación precisa y empática, puede erigir puentes de entendimiento, generar empatía y facilitar la catarsis. En el ámbito interpersonal, una disculpa sincera, un reconocimiento oportuno o una expresión de afecto profundo tienen el poder de restaurar, sanar y fortalecer los vínculos, operando como verdaderos actos de gracia. El lenguaje se convierte así en el medio a través del cual compartimos nuestras vulnerabilidades y nuestras fortalezas, tejiendo la compleja trama de la intersubjetividad. Al respecto, Ludwig Wittgenstein, en sus “Investigaciones filosóficas”, señalaba que “comprender una oración quiere decir comprender un lenguaje. Comprender un lenguaje quiere decir dominar una técnica” (Wittgenstein, 1953, §199). Esta «técnica» no solo nos permite describir, sino también nombrar, clasificar y, en última instancia, constituir la realidad social y personal, posibilitando esa gracia.

Sin embargo, es la otra cara de esa moneda- su capacidad de destrucción- lo que obsesionó a Steiner. La misma potencia que permite la construcción habilita también la devastación. Para él, la atrocidad del siglo XX, particularmente el Holocausto, puso de manifiesto cómo el lenguaje puede ser corrompido, vaciado de su significado y utilizado para justificar lo inhumano. Nuestro autor se preguntó si, tras Auschwitz, el lenguaje mismo no había quedado permanentemente herido, si algunas palabras no habían perdido su inocencia para siempre, en tanto que la capacidad de las palabras para despojar al otro de su humanidad es una de las facetas más aterradoras de su poder destructivo.

Esta preocupación conecta directamente con el análisis que Hannah Arendt realiza en su obra “Eichmann en Jerusalén: un informe sobre la banalidad del mal”, donde nos muestra cómo la ejecución de la burocracia desprovista de pensamiento crítico y saturada de un lenguaje técnico, impersonal y estandarizado, permitió a Eichmann y a otros funcionarios a realizar actos de barbarie inimaginable sin percibir la monstruosidad moral de sus acciones. Al expresar que “el ideal de la burocracia es la eliminación de la persona, del sujeto de las órdenes” (Arendt, 1963, p. 119), está revelando cómo la abstracción lingüística y la deshumanización de los términos facilitaron una ceguera moral que fue fundamental para el Holocausto. La calumnia, la difamación, el discurso de odio y la retórica deslegitimadora, al igual que el lenguaje burocrático analizado por Arendt, tienen la capacidad de corroer la reputación, desatar la violencia y fracturar comunidades enteras.

También, Michel Foucault señaló en su obra “El orden del discurso” que “todo sistema de educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los saberes y los poderes que implican” (Foucault, 1970, p. 11). Dicho control sobre el discurso y la manipulación del lenguaje son, por ende, instrumentos de dominación y, potencialmente, de aniquilación social o moral. La palabra injuriosa no sólo daña al receptor, sino que también corrompe al emisor y contamina el espacio comunicativo compartido por todos. Pues bien, para Steiner, esta corrupción del lenguaje es el preludio de la barbarie.

En este punto de la reflexión, es preciso, entonces, revisar las trampas del lenguaje y la fragilidad de la ciudadanía, porque la dualidad constitutiva del lenguaje, tan enfatizada por Steiner y puesta de manifiesto en las reflexiones de Arendt, nos impone una responsabilidad ética de magnitudes considerables. Caer en dichas trampas implica una falta de conciencia crítica sobre su funcionamiento y los alcances de su impacto. Esto se manifiesta en el uso de un lenguaje vago o ambiguo que, de forma deliberada o no, puede servir para evadir responsabilidades, manipular percepciones o sembrar confusión, impidiendo la claridad necesaria para el juicio moral y la acción justa.

La riqueza del lenguaje radica en su capacidad para articular matices, expresar la complejidad de las emociones y el pensamiento, como también nombrar las infinitas gradaciones de la experiencia humana. Sin embargo, presenciamos una preocupante tendencia hacia la trivialización intencional y el uso indiscriminado de clichés vacíos, fenómenos que despojan a las palabras de su verdadero poder significativo. Cuando el vocabulario se reduce a un puñado de términos “comodín”, el diálogo se empobrece y la capacidad de reflexión profunda se ve anestesiada. Pensemos, por ejemplo, en la omnipresencia de adjetivos como “cool” o “mala onda” para describir una gama inmensa de situaciones, desde una obra de arte hasta una noticia impactante o una experiencia personal. Un concierto que nos conmocionó, una conversación trascendente o un momento de angustia existencial quedan reducidos a una etiqueta genérica, vacía de contenido. Este uso perezoso del lenguaje no sólo limita nuestra capacidad de expresión, sino que también nos impide percibir la singularidad de cada evento, aplanando la rica textura de la realidad. Si nos conformamos con clichés como “y así son las cosas” o “está todo bien”, cerramos la puerta a la verdadera indagación, a la pregunta incómoda y a la posibilidad de nombrar aquello que es verdaderamente significativo, dejando que la superficialidad se instale en el centro de nuestra comunicación y por ende, de nuestra comprensión del mundo.

A menudo, pensamos en el lenguaje como un acto explícito, en las palabras que se dicen. Pero su poder, y también su peligro, reside igualmente en lo que se calla. El silencio cómplice no es una ausencia inofensiva; es, de hecho, una forma activa de destrucción, tan potente como la palabra mal intencionada. Cuando la verdad se oculta detrás del mutismo, se imposibilita el diálogo necesario, ese espacio fundamental donde las diferencias se confrontan, las heridas se reconocen y las soluciones se gestan. Pensemos en una situación hipotética de acoso laboral: la víctima sufre, pero si los compañeros, por miedo o por indiferencia, guardan silencio, su mutismo está validando una injusticia mientras que profundiza el aislamiento de quien la padece. Este silencio se convierte en un consentimiento tácito, una aceptación pasiva de aquello que debería ser desafiado. La ausencia de las palabras justas- un “lo siento”, un “no estoy de acuerdo”, un “esto es inaceptable”- puede dejar cicatrices tan profundas como un insulto o una calumnia. Es, como bien lo expresó Edmund Burke, que “lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada”. Y ese “no hacer nada” incluye, de forma crucial, la negación de la palabra cuando ésta es indispensable para confrontar la injusticia y preservar la integridad.

También, es indispensable que pensemos en la deshumanización del lenguaje en la era digital en la que nos encontramos. Ahora, la comunicación se ha acelerado a límites insospechados, pero a menudo a costa de su profundidad. El lenguaje está corriendo el riesgo de ser reducido a una llana transmisión de información, como un código binario desprovisto de alma. Esta visión utilitaria ignora por completo las riquísimas dimensiones esenciales de las palabras, a saber, como dijimos recientemente, su carácter performativo, afectivo y ético. No se trata sólo de que las palabras describan la realidad, sino que la crean. Cuando alguien pronuncia un “sí, acepto” en una boda, no solo informa de su consentimiento, sino que está contrayendo un compromiso que transforma su estado civil y su vida. De la misma manera, una “promesa” establece una obligación futura, un “lo siento” busca reparar un daño y una amenaza puede infundir el terror y modificar el comportamiento. Si reducimos el lenguaje a datos fríos, perdemos la capacidad de comprender cómo las palabras construyen confianza, cómo destrozan vínculos, cómo reconcilian diferencias o cómo infligen heridas profundas. La prisa, la superficialidad de los caracteres limitados y la ausencia de contacto humano en muchas interacciones digitales nos hacen olvidar que detrás de cada mensaje hay una intención, un impacto y una responsabilidad. Ignorar estas capas vitales es despojar al lenguaje de su poder más fundamental y, con ello, deshumanizar nuestra propia forma de interactuar con el mundo y con los otros.

No obstante, la capacidad de discernir estas trampas y de ejercer una responsabilidad lingüística genuina se ve profundamente comprometida por la crisis educativa contemporánea. Si la libertad ciudadana se cimienta en la habilidad de interpretar críticamente el mundo, de comprender los discursos que nos atraviesan y de participar activamente en la conversación pública, ¿cómo es posible alcanzarla cuando el nivel de alfabetización crítica y el aprendizaje del lenguaje en las instituciones educativas muestran un deterioro preocupante? Un sistema educativo que no provee las herramientas para un manejo sofisticado del lenguaje está condenando a los individuos a la pasividad frente a la manipulación retórica y a la incapacidad de articular su propia visión del mundo. La precariedad en el dominio de la lectura, la escritura y el pensamiento crítico produce ciudadanos más vulnerables a la propaganda, menos capaces de diferenciar el argumento falaz y, en última instancia, menos libres en un sentido existencial y político. La calidad del lenguaje es, pues, un pilar insoslayable de la democracia y la autonomía personal, y su erosión representa una amenaza directa a la posibilidad de una ciudadanía verdaderamente libre y consciente. Sí, lo estoy diciendo con claridad: si se habla mal, se lee mal, se escribe mal, indefectiblemente, se piensa mal.

La agudeza en el manejo del lenguaje, por lo tanto, no es una mera habilidad retórica, sino una competencia filosófica, ética y política. Exige una constante introspección sobre la intención detrás de cada expresión, una atención rigurosa a la forma en que nuestras palabras son recibidas y una humildad intelectual para reconocer sus límites y sus posibles malinterpretaciones. Hans-Georg Gadamer, en “Verdad y método”, enfatizó la naturaleza dialógica de la comprensión, afirmando que “la hermenéutica exige que nos abramos al pensamiento del otro y que nos permitamos la posibilidad de que sus palabras nos digan algo” (Gadamer, 1960, p. 293). Como podrán apreciar, queridos lectores, esto implica escuchar, no sólo para responder, sino para comprender verdaderamente, reconociendo que el significado siempre es una construcción compartida y frágil.

El lenguaje es, en última instancia, el espejo y el forjador de nuestra condición humana. Su potencia para la gracia y para la destrucción exige que el hablante no sea un autómata que emite sonidos, sino un agente consciente y responsable de su impacto. La frase que hemos tomado como epígrafe nos impele a reconocer que una sola palabra tiene la capacidad de abrir tanto la luz de la comprensión como la oscuridad del abismo. El desafío ético-filosófico de nuestro tiempo no es sólo dominar el lenguaje en su gramática y léxico, sino también, crucialmente, comprender su poder intrínseco para construir o demoler, y elegir, en cada acto del habla, el camino de la gracia. Sólo así podremos aspirar a que el instrumento más poderoso de la humanidad sea un vehículo para su elevación, y no para su propia aniquilación.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Opinet

Analista Mauricio Rodríguez: «Las pandillas fueron el caudal político del bipartidismo»

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Las pandillas representaron un caudal político-electoral para los partidos ARENA y FMLN; por lo tanto, en sus gobiernos —de 1989 a 2019— no combatieron a los grupos delincuenciales responsables de hechos como los homicidios, las extorsiones y las desapariciones forzadas, aseguró el sociólogo y analista Mauricio Rodríguez.

«Engañaron a la población con los planes de Mano Dura y Súper Mano Dura, y todos los que vinieron con los gobiernos del FMLN, y que realmente nunca resolvieron de raíz el problema, por una sencilla razón: porque las pandillas siempre significaron un capital político, un ejército electoral para estos partidos», aseguró el sociólogo.

Los planes de manodurismo fueron impulsados por Francisco Flores y Elías Antonio Saca, tercero y cuarto presidente de la república con la bandera de ARENA. En el caso del FMLN, su primer Gobierno —dirigido por Mauricio Funes— entabló una tregua con las pandillas.

Para el también sociólogo René Martínez, la situación de inseguridad cambió a partir de 2019, cuando las elecciones presidenciales las ganó Nayib Bukele, quien tiene «un liderazgo político sólido» no solo a escala nacional, sino internacional.

«Los opositores ya no tienen argumentos, no pueden negar que ha disminuido la tasa de homicidios, no pueden negar que la población aprueba y está contenta con los resultados que se están viendo en seguridad pública», valoró Martínez.

Opinión | Mauricio Rodríguez
Sociólogo y Analista
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.

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