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¿Qué sentido tiene elogiar a los imbéciles?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“El sistema necesita a los tontos más que a los críticos”: Pino Aprile

La reflexión sobre el declive de la inteligencia en la sociedad contemporánea no es un tema novedoso, pero adquiere una urgencia particular cuando se analiza desde la perspectiva de sus causas más fundamentales. Antes de adentrarnos en las provocadoras tesis de Pino Aprile, resulta pertinente trazar un marco conceptual a partir de un análisis que aborda este problema desde dos ángulos interrelacionados: la crianza y la convivencia social. Como he planteado en mis artículos titulados “Ame a sus hijos, no críe imbéciles” y “¿Y si dejamos de ser tolerantes con los imbéciles?, la estupidización es un fenómeno que se gesta tanto en el ámbito íntimo de la familia como en la esfera pública.

En primer lugar, la crianza que prioriza la comodidad y el hedonismo por encima del esfuerzo y la resiliencia mental produce, de manera inadvertida, individuos con un pensamiento atrofiado. A su vez, esta complacencia individual que se ve reforzada por una tolerancia social que, al confundir la cortesía con la indiferencia hacia la mediocridad, legitima la imbecilidad y la convierte en un valor funcional. Los precitados artículos sirven, por lo tanto, como un punto de partida para comprender cómo la imbecilidad ha pasado de ser un defecto a una cualidad premiada, allanando el camino para el análisis particular de la obra de Aprile y otros tantos que vienen advirtiendo, hace siglos, que en materia de inteligencia, estamos yendo hacia atrás.

La inteligencia, esa chispa sagrada que permitió al Homo Sapiens ascender en la escala evolutiva y a dominar casi por completo su entorno, parece hoy, paradójicamente, una carga innecesaria para el intrincado engranaje de la sociedad postmoderna. Hoy los quiero invitar a leer una provocadora tesis de Pino Aprile en su obra titulada Elogio del imbécil nos confronta con una incómoda verdad: la estupidez, lejos de ser un defecto vergonzoso, se ha convertido en una ventaja adaptativa, una cualidad premiada y replicada en la jerarquía social. Esta inversión perversa de los valores no es accidental, sino que forma parte del resultado de un proceso de domesticación intelectual, una suerte de “eutanasia de la razón” consentida.

Aprile, en su análisis, nos advierte que la inteligencia es, por naturaleza, subversiva. Es el motor de la crítica, la duda y la innovación. Un genio, al cuestionar la norma, introduce arena en los engranajes de un sistema que busca uniformidad y eficiencia. En contraste, el estúpido, con su obediencia absoluto y su tendencia natural a la repetición, se erige como el guardián más fiel de las estructuras de poder. Las jerarquías, desde las corporativas hasta las estatales, parecen funcionar mejor y con mayor fluidez cuanto más se nutren de la imbecilidad. Este fenómeno no es sólo una observación sociológica, sino que es, ante todo, una cuestión filosófica fundamental sobre el propósito y el destino de la especie.

Ante esto, podríamos preguntarnos si la cultura, en lugar de ser un catalizador del progreso, se ha transformado en un simple archivo de conocimientos que desincentiva el esfuerzo individual por pensar. Pues bien, Pino Aprile sostiene que “la inteligencia, en las sociedades humanas, es como arena que se introduce en los engranajes: puede obstruir los mecanismos” (Elogio del imbécil, 1997). La disponibilidad masiva de información a través de la tecnología, lejos de fomentar un pensamiento más profundo, está generando una pereza mental sin precedentes. Ya no es necesario comprender, sino sólo replicar. El intelecto, al ser relegado a una función meramente reproductiva, se atrofia, perdiendo su agudeza y su poder creativo.

La verdadera tragedia filosófica reside en la aceptación pasiva de esta clara involución. La humanidad, en la cúspide de su desarrollo tecnológico, ha comenzado a comportarse como una especia que parece haber agotado su función intelectual. Pino Aprile señala, con elocuente ironía, que “podemos perder la inteligencia igual que perdimos la cola. No es una ventaja evolutiva” (Nuevo elogio del imbécil, 2025). Esta frase encapsula la idea de que la inteligencia, que alguna vez fue crucial para la supervivencia, hoy podría ser tan obsoleta como la cola para un homo sapiens. Nuestro autor refuerza esta noción en su obra más reciente, Nuovo elogio dell’imbecille, al argumentar que la inteligencia se ha convertido en una “cualidad superflua” o un “ornamento”, ya que la sociedad ha externalizado el pensamiento y la resolución de problemas en máquinas. Esta regresión intelectual se manifiesta con claridad en la condición de la distracción perpetua, un concepto analizado magistralmente por el filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940).

Recordemos que, en su influyente ensayo titulado La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1935), Benjamin argumenta que la modernidad, a través de medios como el cine, reemplazó la recepción contemplativa del arte con una forma de asimilación masiva y superficial. El público, al ser bombardeado por un flujo incesante de imágenes, se halla en un estado de “distracción”(Ablenkung) que, si bien puede tener un potencial político, también erosiona la capacidad de concentrarse y de experimentar la realidad de forma profunda y crítica. Esta condición nos impide el pensamiento profundo y la experiencia auténtica, ya que la atención se fragmenta y la razón se diluye en la fugacidad de lo inmediato.

Así, la sociedad del espectáculo, con su incesante bombardeo de imágenes y datos superficiales, poda el cerebro del Homo sapiens, haciendo de la estupidez el nuevo ideal adaptativo. Una de las ideas más potentes para comprender esta involución intelectual proviene del filósofo y cineasta francés Guy Debord quien, en su obra seminal La sociedad del espectáculo, argumenta que la vida social ya no se vive de forma directa, sino a través de la “representación”, una colección de imágenes y productos que se interponen entre el individuo y su propia realidad. Para Debord, “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre las personas, mediada por imágenes” (Debord, G., 1967). En esta sociedad, la experiencia auténtica es reemplazada por la contemplación pasiva. El consumo de imágenes, sean estas publicitarias, mediáticas o digitales, se vuelve el centro de la existencia, y la vida se convierte en una sucesión de momentos separados y desvinculados de un todo significativo. En este contexto, la estupidez no sólo es un subproducto de la distracción, como señalaba previamente Benjamin, sino un requisito funcional. Un individuo que piensa, que cuestiona la autenticidad de las imágenes que consume, es una amenaza para la hegemonía del espectáculo, que se sostiene sobre la pasividad, la obediencia y, en última instancia, la imbecilidad.

A esto se suma el aporte de Gianni Vattimo, quien desde la perspectiva de su “pensamiento débil” (el cual se opone a las filosofías con verdades “fuertes” y “absolutas”), pareciera ofrecer un marco en el cual la estupidez no sólo es tolerada, sino también legitimada como una forma de liberación de los grandes relatos y dogmas. Como él mismo afirmó, “el pensamiento débil no es, en sí mismo, una forma de debilidad, sino una forma de liberación de las ataduras de las grandes Verdades” (Vattimo, G., El fin de la modernidad 1985). En este contexto, la imbecilidad no es el resultado de un déficit concreto, sino la consecuencia de un sistema que intencionalmente ha devaluado la jerarquía de los saberes y que, en su afán por democratizar la opinión, trivializa el conocimiento mismo.

Ahora bien, si Aprile y Vattimo describen el problema, el politólogo argentino Agustín Laje va un paso más allá en su ensayo titulado Generación idiota (2023), al sostener que el fenómeno que acabamos de describir no es un proceso accidental y pasivo, sino una estrategia intencional de control social. Laje sostiene que la imbecilidad es un subproducto de una “revolución cultural” que busca erosionar las bases del pensamiento crítico. Según su análisis, esta estrategia se implementa a través de la promoción de ideología que “ser valen de una retórica simplista y emocional para desactivar la racionalidad” (Laje, A., 2023, Generación idiota: Una crítica al adolescente posmoderno). La imposición de una “moral líquida” y la atomización del individuo, sumadas a la híper-estimulación digital, conducen a una incapacidad para discernir entre la información verdadera y la propaganda. En esta línea, la estupidez no sólo nos vuelve más dóciles, sino que nos convierte en cómplices inconscientes de nuestra propia opresión. La inteligencia, con su tendencia a la división y la confrontación, es vista como un peligro, es decir, un obstáculo para una sociedad que valora la unidad banal, superficial y la conformidad. Es en este punto donde la “nueva apología” de Aprile encuentra su máxima expresión: la estupidez, al ser lo opuesto a la inteligencia, se convierte en un aglutinador social, ya que “la inteligencia divide, la estupidez une” (Lasexta.es., 2025, “¿Somos cada vez más tontos?”).

También debemos recordar el aporte del gran filósofo italiano Umberto Eco, que también se adentró en este terreno, señalando cómo el dominio de la imagen y la superficialidad mediática atrofia el pensamiento. En su ensayo Apocalípticos e integrados (1964) nos advirtió sobre la emergencia de un “neoanalfabetismo visual”, una forma de regresión cultural donde el individuo es incapaz de leer e interpretar de forma crítica la imagen y, por lo tanto, la realidad que a través de ella se le impone. Esta observación complementa la tesis de Aprile sobre cómo el dominio de los medios visuales poda el cerebro, relegando la palabra y, con ella, la capacidad de pensamiento abstracto. La imagen, con su inmediatez y su carácter simplista, se convierte en el nuevo lenguaje universal, un lenguaje que no requiere de la complejidad de la reflexión ni de la sintaxis del pensamiento.

Como se habrán podido percatar, caros lectores, la apología de la estupidez no es un capricho del destino, sino el resultado de un sistema ético que ha perdido la brújula. La postmodernidad, al desmantelar las grandes narrativas, ha instaurado un relativismo que, en su versión más banal, equipara el conocimiento con la opinión y la crítica con la intolerancia. En este escenario, la búsqueda de la verdad es vista como un acto arrogante o retrógrada, mientras que la solidez del pensamiento es reemplazada por la fluidez de las emociones subjetivas. En este marco existencial, tan real que duele, la estupidez se convierte en una herramienta para la supervivencia social, pues la persona que no cuestiona ni piensa demasiado no amenaza en absoluto el frágil consenso de la indiferencia naturalizada.

Lo que acabamos de exponer representa, literalmente, una tragedia de nuestro tiempo que, a pesar de disponer de las herramientas para alcanzar una iluminación sin precedentes, la humanidad elija el camino de la oscuridad cognitiva. La estupidez, antes un error lamentable y/o digno de vergüenza, se ha transformado en un vicio cómodo, un refugio para aquellos que prefieren la certeza de la ignorancia a la angustia del saber y la duda. La pregunta que se nos impone, entonces, no es si podemos perder la inteligencia, sino si ya la hemos perdido, y si el precio por haberlo hecho es el de vivir en una sociedad que se complace en su propia banalidad, una colectividad que ha intercambiado la capacidad de asombro por el consuelo de la complacencia decadente.

En fin, ¿por qué es fundamental leer estas obras de Aprile hoy? Porque su crítica no se limita a señalar el problema, sino que nos obliga a enfrentarnos a nuestra propia complicidad. La “nueva apología del imbécil” no es un libro que se deba leer desde la indignación pasiva y quejosa, sino como un manual para la resistencia intelectual. Se trata de un texto que nos llama a romper el ciclo de la distracción y la complacencia, a reapropiarnos de nuestra capacidad de pensar y de dudar. En un mundo donde la estupidez es un valor funcional, la lectura de Aprile se convierte en un acto de subversión, una forma de rebelión contra la dictadura del conformismo y la trivialidad.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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«Invertir en educación es la base del desarrollo», afirma el analista René Martínez

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El analista y sociólogo, René Martínez, consideró que la inversión del presidente Nayib Bukele en educación se ha convertido en la base para el desarrollo social del país, un aspecto que, según él, fue descuidado durante décadas por los gobiernos anteriores, generando desigualdad social.

Martínez explicó que la falta de inversión en el sector educativo dejó en desventaja a muchos estudiantes y graduados del sistema público. Sin embargo, actualmente, después de fortalecer la seguridad pública, el gobierno apuesta por la educación de las futuras generaciones.

«Para mí, la apuesta principal de la gestión del presidente es la educación pública, porque permitirá superar problemas de desigualdad social y construir una cultura política democrática diferente», afirmó Martínez durante la Entrevista AM de Canal 10.

El sociólogo resaltó el programa Dos Escuelas por Día, mediante el cual el gobierno moderniza y revitaliza los centros educativos a nivel nacional, convirtiéndolos en espacios atractivos que motivan a los estudiantes a estudiar.

Martínez también criticó que, en gobiernos anteriores de ARENA y FMLN, los centros educativos eran entregados a pandillas como parte de negociaciones territoriales, afectando el acceso a la educación. «Cada pandilla tenía que contar con su centro escolar en su territorio», señaló.

Opinión | Mauricio Rodríguez
Sociólogo y analista
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.

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¿Hay soberanía si dependemos de una moneda extranjera?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“Una verdadera soberanía financiera implica que el Estado no dependa de fuentes externas de financiación que puedan condicionar sus decisiones de política interna”: Milton Friedman, Capitalism and Freedom, 1962, p. 84.

La noción de soberanía nacional se erige como uno de los pilares fundamentales del orden político internacional. En su acepción más básica, remite a la autoridad suprema e independiente de un Estado para ejercer poder dentro de su territorio y relacionarse con otros actores internacionales sin injerencias externas. Pues bien, esta soberanía política, intrínsecamente ligada a la capacidad de autodeterminación y al ejercicio pleno de la voluntad de cada pueblo, se ve peligrosamente erosionada cuando la autonomía económica de una nación se encuentra subyugada a las dinámicas y decisiones de potencias extranjeras, particularmente a través de la dependencia de su moneda.

Para comprender la profundidad de este problema, es necesario que comencemos a desglosar el concepto de soberanía, desde un punto de vista político. Jean Bodin, en su obra “Los seis libros de la república” (1576), definió la soberanía como “el poder absoluto y perpetuo de una República”, indicando que es potestad indivisible e inalienable era la esencia misma del Estado la facultad última de legislar, administrar justicia, declarar la guerra y establecer la paz. Si bien la concepción de soberanía ha evolucionado desde el siglo XVI, la idea central de un poder supremo interno, no sujeto a otro poder terrenal, sigue siendo relevante.

Asimismo, Carl Schmitt señala, en su obra “El concepto de lo político” (1932), que la soberanía reside en la capacidad de decidir sobre el “estado de excepción”, es decir, aquel límite donde las normas ordinarias son completamente suspendidas, revelando la autoridad última que define la existencia política de una comunidad. Si el concepto les resulta extraño, sólo tienen que pensar en lo sucedido durante la cuarentena reciente, producto de la pandemia por CODIV-19: el Estado, en su potestad superior, decide cerrar fronteras, restringir la circulación y obligar, con fuerza de ley, a todos los ciudadanos a permanecer en sus hogares.

Ahora bien, esta soberanía política se torna frágil e incompleta si no se sustenta en una sólida soberanía económica. La capacidad de una nación para gestionar sus propios recursos, definir sus políticas productivas, comerciales y financieras, y controlar su destino económico, es un componente esencial de su autonomía real. Al respecto, Friedrich List argumentaba, en su “Sistema nacional de economía política” (1841), que la “fuerza productiva” de una nación, que incluye no sólo sus recursos naturales sino también su capital humano, su tecnología y su capacidad de organización, es la base de su independencia y prosperidad. Pues qué belleza, suena bastante bien, pero en el plano trágico de lo real, la dependencia económica forzada, especialmente la dependencia monetaria, socava esta fuerza productiva y limita severamente la capacidad de un Estado para ejercer su soberanía política de manera efectiva.

La adopción forzada o la internalización estructural de una moneda extranjera como resguardo de valor de la reserva nacional, en este caso el dólar estadounidense, constituye una profunda herida a la soberanía económica. Tengamos en cuenta que, cuando un país no tiene la capacidad de controlar el valor de su propia moneda con credibilidad y estabilidad, se ve obligado a navegar en un mar económico cuyas corrientes son definidas por las decisiones de otro Estado. Como afirmaba el tan criticado por los libertario John Maynard Keynes, en su obra titulada “Las consecuencias económicas de la paz” (1919), “no hay medio más sutil y seguro de subvertir la base existente de la sociedad que corromper su moneda. Este proceso compromete todas las fuerzas ocultas de la ley económica del lado de la destrucción, y lo hace de una manera que nadie es capaz de diagnosticar”. Aunque Keynes se refería particularmente a la inflación, su advertencia sobre la vulnerabilidad inherente a la manipulación monetaria resuena con la dependencia que tiene un país de una moneda emitida en el extranjero.

La realidad para muchos países, especialmente en Hispanoamérica y el mundo “en desarrollo”, es que sus economías operan obligadas bajo la sombra del dólar. Las transacciones internacionales se realizan predominantemente en esta divisa, los precios de las commodities se fijan en dólares, y las reservas de valor de sus bancos centrales se acumulan, en casi su totalidad, en esta moneda. Consecuentemente, la dolarización, ya sea formal o informal, implica que las políticas monetarias y las decisiones económicas que toma la Reserva Federal de los Estados Unidos tienen un impacto directo y significativo en la estabilidad de estas naciones. Tengamos en cuenta que un aumento en las tasas de interés en Estados Unidos puede generar fugas de capitales, devaluaciones de las monedas locales y crisis de deuda en países dependientes del dólar. Sin ir más lejos, hoy podemos apreciar cómo la política comercial “proteccionista” estadounidense afecta negativamente las exportaciones y el crecimiento económico de estas naciones, porque en esencia, se transfiere una porción significativa de la capacidad de decisión económica a un actor externo, limitando así la autonomía para implementar políticas que respondan a las necesidades internas.

Teniendo en cuenta lo precedentemente enunciado, resulta, cuanto menos, paradójico, e incluso ridículo, observar cómo los países que están dotados de abundantes y valiosos recursos naturales, con una riqueza intrínseca en sus tierras, minerales, energía y biodiversidad, se ven obligados de mendigar estabilidad económica a través de la adopción tácita o explícita de una moneda extranjera. La imagen de una nación rica en recursos, pero económicamente vulnerable a cada estornudo financiero de Washington, es un claro síntoma de una soberanía incompleta que a nadie parece molestarle, o también, una autonomía mutilada por la dependencia monetaria a la que jamás nos debimos acostumbrar.

Ahora bien, les pregunto, queridos lectores, ¿cómo es posible que un país con vastas reservas de litio, petróleo, cobre y tierras fértiles deba su estabilidad económica a la política monetaria de otro Estado que quizá carece de esos mismos recursos en la misma magnitud? Evidentemente, esta situación revela una profunda asimetría de poder, donde la capacidad de emitir la moneda de reserva global otorga una influencia desproporcionada a la nación emisora, permitiéndole externalizar costos y condicionar las políticas de otros.

En este punto de la reflexión, creo que es necesario indicar que la dependencia del dólar no es un fenómeno natural ni inevitable. Se trata, más bien, del resultado de procesos históricos, de relaciones de poder desiguales y, en muchos casos, de la internalización de un paradigma económico que prioriza la estabilidad nominal anclada a una moneda “fuerte” extranjera por encima de la construcción de una moneda nacional robusta y creíble. Esta situación de dependencia por imposición también ha perpetuado un círculo vicioso: la falta de confianza en la moneda local impulsa la dolarización, y la dolarización debilita aún más la capacidad de cada Estado para gestionar su propia política monetaria y construir confianza.

Para comprender de manera cabal el asunto de la autonomía financiera, procedamos a interpretar algunos ejemplos históricos de soberanía monetaria. Si bien la dependencia del dólar estadounidense como moneda de reserva y ancla de valor es una realidad extendida, existen ejemplos de naciones que han logrado construir y mantener sus monedas fuertes, preservando así una mayor autonomía en su política económica y fortaleciendo su soberanía. En estos casos vamos a ver claramente que la dependencia no es un destino inevitable, sino una condición que puede ser trascendida mediante políticas económicas prudentes, instituciones sólidas y una visión estratégica a largo plazo.

Uno de los ejemplos más emblemáticos es el del Reino Unido y su Libra Esterlina (GBP). A lo largo de su historia, el Reino Unido construyó un imperio comercial y financiero cuya moneda llegó a ser la principal divisa de reserva mundial. Si bien su preeminencia disminuyó con el ascenso del dólar tras la Segunda Guerra Mundial, la libra esterlina ha mantenido su estatus como una moneda importante a nivel global. El Banco de Inglaterra, con una larga tradición de independencia y credibilidad, ha desempeñado un papel crucial en la gestión de la política monetaria y en el mantenimiento de la estabilidad de la libra.

A pesar de sus fluctuaciones y los desafíos económicos, el Reino Unido ha conservado la capacidad de emitir y controlar su propia moneda, utilizándola como una herramienta fundamental de su política económica y sin depender de una moneda extranjera para sustentar su valor. En este caso puntual, se demuestra que una historia de estabilidad, instituciones fuertes y una gestión económica autónoma pueden consolidar una moneda nacional robusta.

La libra esterlina, como moneda fiduciaria moderna, no tiene un sustento material directo, como el oro o la plata. Su valor se basa en la confianza que el público y los mercados tienen en la economía del Reino Unido, en la estabilidad de sus instituciones (especialmente del Banco de Inglaterra) y en la política monetaria que implementa. Históricamente, la libra estuvo ligada a metales preciosos, particularmente a la plata (de ahí el término “esterlina”, que se asocia a la pureza de la plata). En el siglo XIX y principios del XX, adoptó el patrón oro, donde la libra era convertible a una cantidad fija de oro, aunque este sistema se abandonó definitivamente en 1931.

Actualmente, la libra esterlina se emite contra activos que posee el Banco de Inglaterra: deuda pública (comprando bonos emitidos por el gobierno británico, inyectando libras en la economía); reserva de divisas (manteniendo reservas en otras monedas como dólares o euros) y compra-venta de las mismas para influir en la cantidad de libras en circulación y otros activos. Es importante entender que en el sistema fiduciario actual, el valor de una moneda no reside en un bien físico subyacente, sino en la gestión responsable de la política monetaria por parte del banco central, la fortaleza de la economía que la respalda y la confianza general en su estabilidad como medio de intercambio y depósito de valor.

El precitado ejemplo demuestra que la construcción de una moneda fuerte y la reducción de la dependencia de divisas extranjeras son objetivos alcanzables. Eso sí, requieren de un compromiso sostenido en el tiempo con la estabilidad económica, la construcción de democracias e instituciones creíbles y la implementación de políticas que fomenten la confianza en la moneda nacional. Si bien el camino es complejo y lleno de desafíos, la recompensa en términos de autonomía económica y soberanía nacional es innegable, en tanto que estas naciones han podido demostrar que es posible navegar la economía global con una moneda propia como ancla de valor, en lugar de depender de la voluntad y capricho de otros.

En pocas palabras, está claro que haber renunciado a la plena soberanía monetaria nos ha implicado ceder una herramienta fundamental para el desarrollo económico, independientemente de que estemos nadando en oro, petróleo o litio. Un Estado con control sobre su moneda puede utilizarla para estimular la demanda interna, financiar sus proyectos de inversión, gestionar la inflación y responder a los shocks económicos de manera autónoma. La dependencia del dólar ata las manos de los gobiernos, limitando su capacidad para implementar políticas contracíclicas efectivas y para promover un desarrollo económico que responda a las necesidades específicas de su población.

Creo que, al menos desde la perspectiva que hemos mostrado hoy aquí, la búsqueda de una soberanía plena y una autonomía real exige un esfuerzo consciente por reducir la dependencia que tenemos de la moneda extranjera. Esto no implica necesariamente caer en un aislamiento económico, sino en propiciar la construcción de una moneda nacional fuerte y estable, respaldada por una economía diversificada y productiva, y por instituciones sólidas y transparentes que no utilicen los Bancos Centrales como fábrica de hacer billetes según su conveniencia populista. Sólo así, los países ricos en recursos podrán traducir esa abundancia natural en bienestar para sus ciudadanos, sin verse constantemente amenazados por las decisiones económicas que toma el presidente psicópata de una potencia extranjera. La verdadera soberanía reside, entonces, en la capacidad de decidir nuestro propio destino, incluyendo, por supuesto, el destino de la propia moneda.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Internacionales

La “Madre” como matriz de nuestro ser

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“Los brazos de una madre son de ternura y los niños duermen profundamente en ellos”: Victor Hugo

Este domingo 19 de octubre festejamos en Argentina el día de la madre, un reconocimiento que si bien está anclado en la dimensión afectiva y familiar, nos invita a una meditación más profunda sobre la importancia ontológica y ética del rol materno. La figura de la madre no puede ser confinada a una mera función biológica-reproductiva o social, sino que debe ser entendida como una categoría fundamental en la constitución de la identidad humana y la emergencia de la moral. Es, en este vínculo primario, donde se inscribe la primera lección de alteridad, la primera experiencia de dependencia absoluta y la manifestación del amor incondicional como fuerza formativa.

Está claro que no somos nada sin nuestra madre; nuestra existencia es un testimonio palpable de su sacrificio y amor incondicional. Desde el momento de la concepción, cada uno de nosotros se convierte en “carne de su carne”, lo que refleja la esencia de la relación maternal. En palabras de William Wordsworth, “la madre es la fuente de nuestros días” (Wordsworth, Poems in Two Volumes, 1807), una afirmación que resuena con la profundidad de lo que significa ser humano. Este vínculo, tan intrínseco a nuestra identidad, se manifiesta no solo en la biología, sino en la experiencia diaria del cariño, la educación y la guía.

A medida que crecemos, el reconocimiento de este lazo se vuelve aún más pertinente. El filósofo Gabriel Marcel sostenía que el vínculo materno es una dimensión fundamental de la existencia, donde “la creación de un ser humano es una perpetua renovación de la luz en el misterio de la vida” (Marcel, La dignidad humana, 1964). Este vínculo se vuelve indisoluble, no sólo en el plano estrictamente emocional, sino también en el ontológico y espiritual, donde las enseñanzas y experiencias de nuestras madres perduran a lo largo de nuestras vidas. A menudo, en la búsqueda de la individualidad y la superación personal, nos olvidamos que nuestras raíces están profundamente ancladas en el amor y en el sacrificio materno, un hilo que teje la historia de nuestra existencia y nos conecta a lo sagrado, mientras nos recuerda en nuestros momentos de lucidez: nadie llega a sólo a ningún lado”.

Asimismo, el rol de la madre, al operar desde la entrega radical y el sacrificio constante, se erige como un arquetipo de la generosidad y el perdón. Recordemos que el escritor y pensador Víctor Hugo lo expresó de manera conmovedora al afirmar que “los brazos de una madre están hechos de ternura y los niños duermen profundamente en ellos” (Hugo, s.f.). Más que una metáfora sencilla o imagen poética, esto sugiere que el regazo materno es el primer lugar seguro del cosmos, el origen de la paz que el ser humano buscará, consciente o inconscientemente, durante toda su vida. La fuerza que emana de esta figura trasciende las leyes puramente racionales o naturales, siendo una potencia transformadora que ampara la fragilidad.

Es innegable, también, que la figura materna, en su manifestación como fuente de vida y refugio ha sido históricamente investida de una profunda dimensión sacra. En el ámbito antropológico y religioso, este rol se proyecta en el arquetipo atemporal de la “Diosa Madre” o la “Gran Madre”, principio generador que personifica a la Tierra (Mater) como origen de toda existencia. La Tierra y el Agua, en el pensamiento arcaico, eran consideradas el material primordial, “aquella que se penetra, aquella que se excava y que se diferencia simplemente por una resistencia mayor a la penetración” (Durand, 1981, p. 219). De esta matriz primordial surge la conexión ineludible entre lo femenino, la fecundidad y lo numinoso.

Particularmente, en el cristianismo, este aspecto sagrado alcanza su cúspide y su singularidad en una figura de trascendencia ecuménica, a saber, la Virgen María. La teología sobre la madre de Jesús se funda en el dogma de la Encarnación, para la tradición cristiana y especialmente la católica, la cual le otorga el título de Madre de Dios (Theotokos en griego). No se trata de un título honorífico, sino de una verdad dogmática que garantiza la identidad misma de Cristo: si Jesús es plenamente Dios y plenamente hombre, y María es la madre de Jesús, ella es, verdaderamente, Madre de Dios. Este título fue solemnemente definido por el Concilio de Éfeso en el año 431 d.C. para proteger la doble naturaleza de Cristo, refundando a quienes pretendían reducir a María a ser sólo la madre de su humanidad. Pues bien, el Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza este misterio al afirmar que “la Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios (Theotokos). En efecto, Aquel que ella concibió como hombre por obra del Espíritu Santo y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 495).

Como habrán podido apreciar, su rol no es pasivo en absoluto, sino un acto de fe y obediencia que revierte la desobediencia original. Recordemos también a San Ireneo de Lyon, Padre de la Iglesia, quien formuló esta idea con claridad al establecer el paralelismo teológico: “El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María. Lo que Eva ató por su incredulidad, María lo desató por su fe” (Ireneo de Lyon, Adversus Haereses, III, 22, 4).

Otro aspecto importante en este análisis es el valor que tiene la fortaleza de las madres. La maternidad de María se extiende, sin embargo, más allá del gozo de la concepción hasta el extremo del dolor. Su figura se vuelve el arquetipo de la maternidad heroica al presenciar el sufrimiento y la muerte de su hijo. Esta dimensión, inmortalizada en la “Pietà” o la escena del Stabat Mater (la Madre dolorosa), trasciende lo teológico para ofrecer una reflexión profunda sobre la capacidad humana de la mujer para soportar dolores existencialmente insoportables.

María, como tantas madres en la historia que han visto caer a sus hijos por la violencia, la enfermedad o la guerra, encarna la fuerza silenciosa que se mantiene en pie ante la aniquilación. Sobre este tópico en particular, el Papa San Juan Pablo II, meditando sobre este dolor en su encíclica Redemptoris Mater, resalta la naturaleza única de su calvario materno: “Por medio de esta fe, que era en cierto modo la ‘llave’ de todo el misterio de la Anunciación y de la Encarnación, la Virgen… compartía la cruz de su Hijo, uniéndose al sacrificio redentor que él ofrecía” (Juan Pablo II, 1987, n. 24).

La fortaleza de María no reside en una inmunidad al sufrimiento, sino en su capacidad de dotar de sentido al dolor a través de su fe y amor inquebrantable. Esta cualidad es, en su esencia filosófica, un testimonio del heroísmo cotidiano que yace en el corazón de la maternidad: la capacidad de amar y nutrir la vida, incluso cuando esa vida está amenazada o se desvanece, transformando el sufrimiento más íntimo en un acto de suprema dignidad y resistencia ética.

Tampoco podemos olvidar que la ternura de la maternidad se despliega siempre como un acto de resistencia y creación que va más allá de la biología, enraizandose en un profundo compromiso afectivo. Como sostuvo la filósofa Simone Weil, “la verdadera fuerza es el amor” (Weil, “La gravedad y la gracia”, 1949), lo que sugiere que la maternidad, en su esencia, es una manifestación del amor que nutre y transforma tanto a la madre como al hijo. Esta relación se fundamenta en la experiencia del cuidado, que se convierte en un locus de desarrollo ético y emocional. Por su parte, Sara Ruddick describió el trabajo materno como “una práctica que exige reflexión y vitalidad” (Ruddick, Maternal Thinking: Toward a Politics of Peace, 1989, p. 2), donde la ternura se manifiesta en cada acto de atención y dedicación. En este sentido, la maternidad es un “espacio sagrado” de experiencia compartida, como sugiere el teólogo Henri Nouwen, para quien “la maternidad es un lugar de encuentro donde el amor se convierte en vida” (Nouwen, Life of the Beloved: Spiritual Living in a Secular World, 1999). Esta dualidad de la maternidad, entre la ternura y el desafío, nos invita a repensar nuestras interacciones y vínculos, convirtiendo el hogar en un microcosmos de la ética del cuidado y el amor.

La meditación sobre el rol materno en clave filosófica y sagrada no debe culminar en una celebración acrítica o en una simple apología, sino que debe abrir un espacio para la reflexión crítica y la interrogación radical de nuestras categorías conceptuales.

La tradición filosófica occidental se ha construido históricamente sobre el primado del “Logos”, privilegiando la razón abstracta y desencarnada por encima de la experiencia sensible y corporal, relegando la ética del cuidado a un segundo plano. Surge entonces aquí una pregunta fundamental: si la vida humana se constituye en la vulnerabilidad y la interdependencia radical- hechos ineludibles de la experiencia materna-, ¿de qué modo una genuina “filosofía de la matriz” o del cuidado puede transformar nuestras categorías ontológicas, situando estos elementos esenciales en el centro mismo de la verdad existencial, y no meramente como accesorios de la razón?

El debate sobre la maternidad alcanza su punto más álgido en la postmodernidad, un tiempo marcado por la primacía del individuo y el imperativo de la autorrealización personal. En este contexto, ha emergido una poderosa corriente ideológica, a menudo asociada a ciertas “agendas de empoderamiento”, que reduce la maternidad a una carga biológica o una esclavitud social que impide la trascendencia. Beauvoir, con su crítica a la mujer como “el Otro”, sentó las bases para esta visión al argumentar que el embarazo es una “servidumbre de la especie”, una experiencia que “encadena a la mujer a su cuerpo” (Beauvoir, 1949, p. 556). Esta perspectiva, que ve la renuncia y el cuidado como una limitación a la libertad individual, ha llevado a muchas a experimentar la vocación materna como un obstáculo a la realización profesional y egoísta.

La figura de la mujer posmo-empoderada, con frecuencia ataviada en la ilusión del éxito y la autonomía individual, se asemeja a una actriz en un escenario vacío, donde cada aplauso es efímero y cada logro, una mera acumulación precaria de bienes perecederos. En su afán por el reconocimiento, muchos ven la maternidad como una cadena que les impide disfrutar de “lo mejor” de la vida- el lujo, los viajes y las experiencias mundanas- ignorando que estas aparentes victorias son, en última instancia, transitorias y vulnerables a la muerte. Martin Heidegger nos advierte sobre el peligro de una existencia superficial que evade la pregunta del ser y de lo que trasciende; en su obra, se nos recuerda que “la muerte nos confronta con la esencia de lo que somos” (Heidegger, Ser y tiempo 1927). En contraste, el acto de ser madre sienta las bases para una conexión profunda y duradera, trascendiendo los caprichos mundanos. Como escribe la autora bell hooks, “la maternidad recrea la vida en un contexto ético y espiritual” (hooks, 2002, The Will to Change: Men, Masculinity, and Love p. 134), sugiriendo que el legado que dejamos a través de nuestros hijos perdura más allá de nuestras propias limitaciones temporales. Así, la maternidad no se presenta como una renuncia o una esclavitud, sino como la única certeza de trascendencia que contrarresta la fugacidad de la vida posmoderna.

Frente a esta visión que etiqueta el don de la vida como una condena, se levanta la voz de quienes reafirman la dignidad intrínseca y la potencia ética de la maternidad como contribución insustituible a la humanidad. En esta línea, San Juan Pablo II, en su Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, remarca que la feminidad se realiza plenamente en el don de sí, un concepto que la madre encarna de manera paradigmática. Él afirmaba allí que “la maternidad es una verdad y una tarea que concierne a la persona de la mujer en su totalidad, de su ser y de su misión“(Juan Pablo II, 1988, n. 18). Aquí, el debate filosófico se centra, por tanto, en el dilema ético fundamental: ¿es el ser-para-sí (la autorrealización individualista) el único horizonte de la libertad, o se encuentra la plenitud más auténtica en el ser-para-otro (la entrega vital generosa) que define y ennoblece el acto de la madre?

Finalmente, en la era posmoderna, marcada por la biotecnología y la subrogación, se presenta un dilema ontológico sin precedentes: la función biológica (gestación), la función genética y la función social (cuidado) de la madre pueden ser separadas y distribuidas entre diferentes sujetos. Ante esta fragmentación tecnológica de la matriz, la reflexión se torna ineludible cuando nos preguntamos ¿qué constituye la esencia irrenunciable del vínculo materno? ¿Radica su sustancia en la gestación biológica, en el acto consciente del cuidado, en la intencionalidad del proyecto de vida, o en la mera fuerza del amor incondicional? La respuesta a este dilema es crucial, pues impacta directamente en la concepción filosófica de la identidad, la filiación y el destino del ser humano.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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