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¿Qué sentido tiene elogiar a los imbéciles?
Por: Lisandro Prieto Femenía
“El sistema necesita a los tontos más que a los críticos”: Pino Aprile
La reflexión sobre el declive de la inteligencia en la sociedad contemporánea no es un tema novedoso, pero adquiere una urgencia particular cuando se analiza desde la perspectiva de sus causas más fundamentales. Antes de adentrarnos en las provocadoras tesis de Pino Aprile, resulta pertinente trazar un marco conceptual a partir de un análisis que aborda este problema desde dos ángulos interrelacionados: la crianza y la convivencia social. Como he planteado en mis artículos titulados “Ame a sus hijos, no críe imbéciles” y “¿Y si dejamos de ser tolerantes con los imbéciles?, la estupidización es un fenómeno que se gesta tanto en el ámbito íntimo de la familia como en la esfera pública.
En primer lugar, la crianza que prioriza la comodidad y el hedonismo por encima del esfuerzo y la resiliencia mental produce, de manera inadvertida, individuos con un pensamiento atrofiado. A su vez, esta complacencia individual que se ve reforzada por una tolerancia social que, al confundir la cortesía con la indiferencia hacia la mediocridad, legitima la imbecilidad y la convierte en un valor funcional. Los precitados artículos sirven, por lo tanto, como un punto de partida para comprender cómo la imbecilidad ha pasado de ser un defecto a una cualidad premiada, allanando el camino para el análisis particular de la obra de Aprile y otros tantos que vienen advirtiendo, hace siglos, que en materia de inteligencia, estamos yendo hacia atrás.
La inteligencia, esa chispa sagrada que permitió al Homo Sapiens ascender en la escala evolutiva y a dominar casi por completo su entorno, parece hoy, paradójicamente, una carga innecesaria para el intrincado engranaje de la sociedad postmoderna. Hoy los quiero invitar a leer una provocadora tesis de Pino Aprile en su obra titulada Elogio del imbécil nos confronta con una incómoda verdad: la estupidez, lejos de ser un defecto vergonzoso, se ha convertido en una ventaja adaptativa, una cualidad premiada y replicada en la jerarquía social. Esta inversión perversa de los valores no es accidental, sino que forma parte del resultado de un proceso de domesticación intelectual, una suerte de “eutanasia de la razón” consentida.
Aprile, en su análisis, nos advierte que la inteligencia es, por naturaleza, subversiva. Es el motor de la crítica, la duda y la innovación. Un genio, al cuestionar la norma, introduce arena en los engranajes de un sistema que busca uniformidad y eficiencia. En contraste, el estúpido, con su obediencia absoluto y su tendencia natural a la repetición, se erige como el guardián más fiel de las estructuras de poder. Las jerarquías, desde las corporativas hasta las estatales, parecen funcionar mejor y con mayor fluidez cuanto más se nutren de la imbecilidad. Este fenómeno no es sólo una observación sociológica, sino que es, ante todo, una cuestión filosófica fundamental sobre el propósito y el destino de la especie.
Ante esto, podríamos preguntarnos si la cultura, en lugar de ser un catalizador del progreso, se ha transformado en un simple archivo de conocimientos que desincentiva el esfuerzo individual por pensar. Pues bien, Pino Aprile sostiene que “la inteligencia, en las sociedades humanas, es como arena que se introduce en los engranajes: puede obstruir los mecanismos” (Elogio del imbécil, 1997). La disponibilidad masiva de información a través de la tecnología, lejos de fomentar un pensamiento más profundo, está generando una pereza mental sin precedentes. Ya no es necesario comprender, sino sólo replicar. El intelecto, al ser relegado a una función meramente reproductiva, se atrofia, perdiendo su agudeza y su poder creativo.
La verdadera tragedia filosófica reside en la aceptación pasiva de esta clara involución. La humanidad, en la cúspide de su desarrollo tecnológico, ha comenzado a comportarse como una especia que parece haber agotado su función intelectual. Pino Aprile señala, con elocuente ironía, que “podemos perder la inteligencia igual que perdimos la cola. No es una ventaja evolutiva” (Nuevo elogio del imbécil, 2025). Esta frase encapsula la idea de que la inteligencia, que alguna vez fue crucial para la supervivencia, hoy podría ser tan obsoleta como la cola para un homo sapiens. Nuestro autor refuerza esta noción en su obra más reciente, Nuovo elogio dell’imbecille, al argumentar que la inteligencia se ha convertido en una “cualidad superflua” o un “ornamento”, ya que la sociedad ha externalizado el pensamiento y la resolución de problemas en máquinas. Esta regresión intelectual se manifiesta con claridad en la condición de la distracción perpetua, un concepto analizado magistralmente por el filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940).
Recordemos que, en su influyente ensayo titulado La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1935), Benjamin argumenta que la modernidad, a través de medios como el cine, reemplazó la recepción contemplativa del arte con una forma de asimilación masiva y superficial. El público, al ser bombardeado por un flujo incesante de imágenes, se halla en un estado de “distracción”(Ablenkung) que, si bien puede tener un potencial político, también erosiona la capacidad de concentrarse y de experimentar la realidad de forma profunda y crítica. Esta condición nos impide el pensamiento profundo y la experiencia auténtica, ya que la atención se fragmenta y la razón se diluye en la fugacidad de lo inmediato.
Así, la sociedad del espectáculo, con su incesante bombardeo de imágenes y datos superficiales, poda el cerebro del Homo sapiens, haciendo de la estupidez el nuevo ideal adaptativo. Una de las ideas más potentes para comprender esta involución intelectual proviene del filósofo y cineasta francés Guy Debord quien, en su obra seminal La sociedad del espectáculo, argumenta que la vida social ya no se vive de forma directa, sino a través de la “representación”, una colección de imágenes y productos que se interponen entre el individuo y su propia realidad. Para Debord, “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre las personas, mediada por imágenes” (Debord, G., 1967). En esta sociedad, la experiencia auténtica es reemplazada por la contemplación pasiva. El consumo de imágenes, sean estas publicitarias, mediáticas o digitales, se vuelve el centro de la existencia, y la vida se convierte en una sucesión de momentos separados y desvinculados de un todo significativo. En este contexto, la estupidez no sólo es un subproducto de la distracción, como señalaba previamente Benjamin, sino un requisito funcional. Un individuo que piensa, que cuestiona la autenticidad de las imágenes que consume, es una amenaza para la hegemonía del espectáculo, que se sostiene sobre la pasividad, la obediencia y, en última instancia, la imbecilidad.
A esto se suma el aporte de Gianni Vattimo, quien desde la perspectiva de su “pensamiento débil” (el cual se opone a las filosofías con verdades “fuertes” y “absolutas”), pareciera ofrecer un marco en el cual la estupidez no sólo es tolerada, sino también legitimada como una forma de liberación de los grandes relatos y dogmas. Como él mismo afirmó, “el pensamiento débil no es, en sí mismo, una forma de debilidad, sino una forma de liberación de las ataduras de las grandes Verdades” (Vattimo, G., El fin de la modernidad 1985). En este contexto, la imbecilidad no es el resultado de un déficit concreto, sino la consecuencia de un sistema que intencionalmente ha devaluado la jerarquía de los saberes y que, en su afán por democratizar la opinión, trivializa el conocimiento mismo.
Ahora bien, si Aprile y Vattimo describen el problema, el politólogo argentino Agustín Laje va un paso más allá en su ensayo titulado Generación idiota (2023), al sostener que el fenómeno que acabamos de describir no es un proceso accidental y pasivo, sino una estrategia intencional de control social. Laje sostiene que la imbecilidad es un subproducto de una “revolución cultural” que busca erosionar las bases del pensamiento crítico. Según su análisis, esta estrategia se implementa a través de la promoción de ideología que “ser valen de una retórica simplista y emocional para desactivar la racionalidad” (Laje, A., 2023, Generación idiota: Una crítica al adolescente posmoderno). La imposición de una “moral líquida” y la atomización del individuo, sumadas a la híper-estimulación digital, conducen a una incapacidad para discernir entre la información verdadera y la propaganda. En esta línea, la estupidez no sólo nos vuelve más dóciles, sino que nos convierte en cómplices inconscientes de nuestra propia opresión. La inteligencia, con su tendencia a la división y la confrontación, es vista como un peligro, es decir, un obstáculo para una sociedad que valora la unidad banal, superficial y la conformidad. Es en este punto donde la “nueva apología” de Aprile encuentra su máxima expresión: la estupidez, al ser lo opuesto a la inteligencia, se convierte en un aglutinador social, ya que “la inteligencia divide, la estupidez une” (Lasexta.es., 2025, “¿Somos cada vez más tontos?”).
También debemos recordar el aporte del gran filósofo italiano Umberto Eco, que también se adentró en este terreno, señalando cómo el dominio de la imagen y la superficialidad mediática atrofia el pensamiento. En su ensayo Apocalípticos e integrados (1964) nos advirtió sobre la emergencia de un “neoanalfabetismo visual”, una forma de regresión cultural donde el individuo es incapaz de leer e interpretar de forma crítica la imagen y, por lo tanto, la realidad que a través de ella se le impone. Esta observación complementa la tesis de Aprile sobre cómo el dominio de los medios visuales poda el cerebro, relegando la palabra y, con ella, la capacidad de pensamiento abstracto. La imagen, con su inmediatez y su carácter simplista, se convierte en el nuevo lenguaje universal, un lenguaje que no requiere de la complejidad de la reflexión ni de la sintaxis del pensamiento.
Como se habrán podido percatar, caros lectores, la apología de la estupidez no es un capricho del destino, sino el resultado de un sistema ético que ha perdido la brújula. La postmodernidad, al desmantelar las grandes narrativas, ha instaurado un relativismo que, en su versión más banal, equipara el conocimiento con la opinión y la crítica con la intolerancia. En este escenario, la búsqueda de la verdad es vista como un acto arrogante o retrógrada, mientras que la solidez del pensamiento es reemplazada por la fluidez de las emociones subjetivas. En este marco existencial, tan real que duele, la estupidez se convierte en una herramienta para la supervivencia social, pues la persona que no cuestiona ni piensa demasiado no amenaza en absoluto el frágil consenso de la indiferencia naturalizada.
Lo que acabamos de exponer representa, literalmente, una tragedia de nuestro tiempo que, a pesar de disponer de las herramientas para alcanzar una iluminación sin precedentes, la humanidad elija el camino de la oscuridad cognitiva. La estupidez, antes un error lamentable y/o digno de vergüenza, se ha transformado en un vicio cómodo, un refugio para aquellos que prefieren la certeza de la ignorancia a la angustia del saber y la duda. La pregunta que se nos impone, entonces, no es si podemos perder la inteligencia, sino si ya la hemos perdido, y si el precio por haberlo hecho es el de vivir en una sociedad que se complace en su propia banalidad, una colectividad que ha intercambiado la capacidad de asombro por el consuelo de la complacencia decadente.
En fin, ¿por qué es fundamental leer estas obras de Aprile hoy? Porque su crítica no se limita a señalar el problema, sino que nos obliga a enfrentarnos a nuestra propia complicidad. La “nueva apología del imbécil” no es un libro que se deba leer desde la indignación pasiva y quejosa, sino como un manual para la resistencia intelectual. Se trata de un texto que nos llama a romper el ciclo de la distracción y la complacencia, a reapropiarnos de nuestra capacidad de pensar y de dudar. En un mundo donde la estupidez es un valor funcional, la lectura de Aprile se convierte en un acto de subversión, una forma de rebelión contra la dictadura del conformismo y la trivialidad.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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El pesebre ante la sombra de la intolerancia salvaje
«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria». (Juan 1:14, Biblia de Jerusalén, 2009, Bilbao: Desclée de Brouwer, p. 1532)
La controversia pública que ha permeado las recientes semanas se manifiesta como un fenómeno poliédrico que desafía la estabilidad simbólica y la paz social de Europa- Los hechos registrados por medios internacionales como Euronews, Swissinfo, Infobae, National Geographic, Gaceta y ABC no pueden ser despachados como meras anécdotas aisladas.
La instalación de un belén compuesto por figuras sin rostro en la Grand-Place de Bruselas, calificado bajo el patético eufemismo de «inclusivo» pero percibido como una profanación de la identidad iconográfica, el asedio a los grandes almacenes en París que se han visto imposibilitados de instalar decorados navideños por presiones sociales, la cancelación de mercadillos históricos en el sur de Francia y el alarmante debate en Alemania sobre la incapacidad policial para garantizar la integridad de los asistentes frente a la amenaza terrorista, configuran un mapa de la retirada de Occidente de su propio espacio público.
Ante este escenario, donde figuras políticas «controvertidas» como Giorgia Meloni reivindican el pesebre de Belén como un emblema irrenunciable de la civilización, surge una pregunta que trasciende la gestión urbana: ¿estamos ante signos de una transformación civilizatoria que obliga a Occidente a mutar su estilo de vida por la fuerza, o ante una serie de fenómenos que hemos apresurado a unificar bajo la metáfora de la invasión? Analizar estos hechos con disciplina interpretativa exige separar lo verificable de la construcción retórica, evaluando las causas múltiples para proponer respuestas racionales y democráticas que no sacrifiquen libertades fundamentales en el altar del miedo.
Para abordar esta complejidad con rigor, debemos alejarnos de la hermenéutica social monocausal que reduce toda tensión a la presencia de un islam violento, pero sin caer en la ceguera de ignorar la voluntad de dominio que se esconde tras la intolerancia radicalizada. Por ejemplo, Hannah Arendt, en su obra «Los orígenes del totalitarismo», arroja luz sobre el riesgo de las ideologías que anulan el pensamiento individual al señalar que lo que distingue al totalitarismo no es tanto su extremismo cuanto su composición de masas movidas por un ideario que sustituye el pensamiento por la repetición (Arendt, H., 2003, Barcelona: Paidós, p. 412).
No obstante, el rigor analítico nos obliga a confrontar una dialéctica de valores donde la hospitalidad cristiana, raíz de la identidad occidental, se ve hoy asediada por una fuerza que utiliza la fe como instrumento de coacción y profanación. Esta hospitalidad no es una debilidad claudicante ni una tolerancia vacía, sino que se asienta en el mandato del ágape y la «caritas»: una apertura al otro que busca la paz y el reconocimiento de la dignidad. No olvidemos que Joseph Ratzinger (Papa Benedicto XVI) sostenía que la fe cristiana ha creado una cultura de la hospitalidad que permite la existencia del otro en su diferencia, siempre que esta no destruya el fundamento mismo de la convivencia humana (Ratzinger, J., 2005, Madrid: Taurus, p. 89).
<<La hospitalidad no es solo una virtud de acogida, sino la esencia misma de una civilización que se reconoce en el amor al prójimo como imagen de lo divino». (Ratzinger, J., 2005, La fraternidad cristiana, Madrid: Taurus, p. 112).
Ahora bien, centrémonos por un instante en la figura que representa una ofensa para este malón de lúmpenes violentos e ignorantes. En el corazón de esta disputa simbólica, el pesebre emerge no como una estructura de poder o una amenaza identitaria, sino como la manifestación estética de la kenosis divina: un anonadamiento de Dios que se hace pequeño para encontrar al hombre.
Desde una reflexión teológica, el pesebre es un signo potentísimo de humildad que subvierte la lógica del dominio. Tal como señaló Hans Urs von Balthasar en Gloria, la belleza de lo sagrado en el cristianismo no se impone por la fuerza, sino por la irradiación de un amor que se entrega sin condiciones. En este sentido, el pesebre representa la paradoja de un Dios que, lejos de exigir sumisión mediante el terror, se expone en la fragilidad de un recién nacido, ofreciendo un paradigma de perdón y respeto absoluto por la libertad del otro. Esta «debilidad» de Dios es, en realidad, una fortaleza ética que invita a la esperanza y propone una convivencia basada en la vulnerabilidad compartida y no en la hegemonía teocrática.
Complementariamente, RémiBrague, en su obra Europa, la vía romana, refuerza esta idea mediante el concepto de «segundidad»: la esencia de la cultura europea radica en su capacidad de reconocerse heredera de una alteridad. El pesebre es el símbolo máximo de esa segundidad, pues presenta a un dios que «viene de fuera» para habitar lo cotidiano. Sin embargo, esta apertura entra en colisión directa con la violencia intolerante musulmana que, en sus vertientes extremas, se presenta como una cultura de «primariedad» absoluta, buscando la sustitución totalitaria del espacio sagrado del anfitrión.
Esta categoría (secondarité) describe la experiencia de quien se sabe heredero de una fuente anterior a la que no puede sustituir, sino que debe interpretar y transmitir. Europa es «romana» en el sentido de que Roma no inventó sus contenidos culturales (que eran, en su gran mayoría, griegos), sino que se posicionó como el puente que permitió su pervivencia. En su obra fundamental, Brague define esta estructura de la siguiente manera: «Ser «romano» es tener la conciencia de que lo que se transmite no nos pertenece, de que somos los segundos con respecto a una fuente que es mayor que nosotros mismos y que nos precede en dignidad» (Brague, R., 2005, Europa, la vía romana, Madrid: Editorial Gredos, p. 54).
Esta disposición ontológica explica por qué la hospitalidad cristiana y la apertura de occidente no ha sido, históricamente, signo de debilidad, sino la manifestación de una cultura que sabe que su supervivencia depende de su capacidad de acoger una alteridad fundante. Sin embargo, la crisis actual en ciudades europeas surge cuando esta «segundidad», totalmente desvirtuada por la agenda posmo-progre decadente, se enfrenta con la cosmovisión extremista, la cual no se presenta como interlocutor legítimo, sino que buscan la sustitución totalitaria de la memoria del país que los acogió.
<<Si no puedes cambiar la dirección del viento, ajusta las velas de tu barco», escribió Epicteto, pero la época exige saber si acaso no nos piden que quememos la embarcación. (Epicteto, Manuel trodugión 00stollopon132008)
La resistencia simbólica- la defensa del rostro en el Belén o la persistencia de los mercados navideños no es, desde la perspectiva de Brague, una cerrazón chovinista. Es, por el contrario, la defensa de la «segundidad» misma: el derecho a seguir siendo el cauce de una herencia que se reconoce limitada pero valiosa. Pues bien, si Europa renuncia a sus símbolos por miedo o por una malentendida neutralidad, no está siendo más inclusiva, sino que está traicionando la estructura romana que le permitía, precisamente, ser el espacio de encuentro para lo diferente. La capitulación ante la intolerancia radicalizada significaría el fin de la vía romana y el inicio de un tiempo donde la «primariedad» del más fuerte borraría el derecho a ser «segundo», es decir, el derecho a heredar y respetar una historia que nos precede y nos constituye.
La resistencia simbólica en las capitales europeas frente a la mutilación de los belenes no es un acto de exclusión, sino la defensa de un símbolo que predica la humildad frente a la soberbia del fanatismo. La figura borrada de Bruselas es una afrenta a la visibilidad de la encarnación, esa verdad teológica que afirma que lo divino tiene un rostro humano y, por tanto, merece respeto y no ocultamiento.
Por su parte, San Agustín de Hipona nos ofrece una clave fundamental para entender este conflicto al definir la paz como la tranquillitas ordinis o la tranquilidad del orden, es decir, una disposición de las cosas que atribuye a cada una su lugar justo (Agustín de Hipona, 2007, Madrid: Gredos, p. 543).
En la Europa posmoderna, la seguridad debe ser la protección de este orden que permite a la cultura de la hospitalidad y al signo del pesebre sobrevivir sin ser desplazados por la amenaza. Cuando los Estados cancelan un rito para evitar ofensas, rompen la tranquillitas ordinis y permite que la intolerancia ignorante y violenta dicte la forma de nuestra vida común.
<<La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden; y el orden es la distribución de los seres iguales y desiguales, que da a cada uno su lugar». (Agustín de Hipona, 2007, La ciudad de Dios, Madrid: Editorial Gredos, p. 542).
Esta tensión pone en jaque, también, el principio de John Stuart Mill, quien sostiene que la única finalidad del poder es prevenir el daño a otros (Mill, J. S., 1999, Madrid: Alianza Editorial, p. 78). Queda claro que el daño, hoy, se manifiesta en la erosión progresiva del espacio simbólico. Paralelamente, George Orwell nos avisó que si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper al pensamiento (Orwell, G., 1996, Madrid: Alianza Editorial, p. 252): Ilamar «inclusión» a la eliminación de los rostros en un pesebre es una clara perversión semántica que oculta la capitulación progre ante la intolerancia que no soporta la humildad del signo cristiano.
La «plaza» sin adornos que hoy vemos transformada es el reflejo de una sociedad que ha comenzado a dudar de su propia legitimidad moral frente al salvajismo intolerante. Si el pesebre es, como hemos argumentado, un signo de esperanza y perdón, ¿qué mensaje enviamos al futuro al permitir que sea profanado o escondido por miedo a quienes sólo conocen el lenguaje de la imposición barbárica? Resulta imperativo reflexionar si una democracia puede sobrevivir si confunde la tolerancia con el renunciamiento ante quienes desprecian sus símbolos más profundos y sagrados, permitiendo que el espacio común sea despojado de su rostro por el simple hecho de no ofender a la violencia.
¿Hasta qué punto la autonegación de lo sagrado en nombre de una supuesta neutralidad pluralista no es, en realidad, una invitación directa a la ocupación cultural por parte de quienes no respetan la diversidad de la hospitalidad cristiana? Debemos cuestionarnos con urgencia cómo evitaremos que la política del miedo nos transforme finalmente en extranjeros en nuestra propia tierra, limitando nuestra existencia a una supervivencia biológica despojada del espíritu que el rito y la historia otorgan a nuestras vidas.
Por último, queridos lectores, ¿es el pesebre una amenaza para la paz, o es acaso la última frontera de una paz verdadera que se niega a ser sustituida por la tranquilidad de los cementerios? ¿Estamos aún a tiempo de defender la tranquilidad del orden que nos permite ser nosotros mismos, o hemos aceptado ya que la figura borrada del belén de Bruselas sea el único espejo donde nos atrevemos a mirarnos?
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El desafío ontológico de la Natividad a la razón posmoderna- Lisandro Prieto Femenía
“El Hijo de Dios se hizo hombre para poner a los hombres en condiciones de llegar a ser hijos de Dios”
Lewis, C. S. (2005). Mero cristianismo 2005, p. 192.
El advenimiento de la navidad es, ante todo, un acontecimiento cristológico, la consumación del misterio de Dios hecho Hombre. Este acto, la Encarnación hipostática, no es una simple concesión simbólica, sino la manifestación de la “Kénosis”- entendida aquí como el vaciamiento total de la gloria y el poder divino para asumir la fragilidad humana- que opera como el contrapunto ontológico más radical frente al espíritu decadente de nuestra posmodernidad. Mientras que la sensibilidad contemporánea exalta la autoafirmación y el poder subjetivo, la divinidad se revela en la forma más vulnerable: la infancia y la precariedad material. Por esta razón, la figura de Cristo en el pesebre demanda una hermenéutica que desborde el sentimentalismo y se adentre en la metafísica de su Persona.
El núcleo de esta fiesta reside en el “logocentrismo de Belén”, donde en Cristo confluyen lo eterno y lo temporal, lo infinito y lo finito. El Logos (la Razón ordenadora de Dios), al hacerse carne, no sólo se sujetó a la fragilidad, sino que se opone directamente a la condición posmoderna, la cual, tras la demolición de los “metarrelatos” (las grandes narrativas que dan sentido a la historia), ha decretado la disolución de toda verdad trascendente y objetiva. Consecuentemente, la navidad presenta la verdad no como una abstracción inalcanzable, sino como una Persona histórica, una realidad firme que resiste a la licuefacción social. Al respecto, San Juan Pablo II, en su crítica a la separación entre fe y razón, enfatizó que la revelación en Cristo es la fuente de la verdad inmutable que el hombre necesita, puesto que “el hombre puede llegar a poseer una verdad clara y cierta… que lo libera de la cerrazón del individualismo y de los límites del subjetivismo” (Juan Pablo II, 1998, p. 12).
Así pues, la elección del pesebre (praesepe), el receptáculo para el alimento animal, es el signo más chocante y antirretórico: no es un mero indicio de pobreza material, sino la manifestación palpable de que Dios elige el lugar más humilde para revelar su máxima dignidad. De hecho, esta humildad es la forma activa de la redención, confrontando la obsesión de la cultura actual por el status y el artificio. El pesebre es el anti-trono por excelencia, en tanto que la “Kénosis” mesiánica, inaugurada en Belén, subvirtió frontalmente la expectativa de un Mesías lleno de lujos y ejércitos, manifestando el señorío universal en la sencillez de éste recién nacido.
Un elemento crucial que profundiza esta precariedad es la condición de exilio que rodea el nacimiento. La Sagrada Familia no sólo nace en la pobreza, sino en el desarraigo, forzada primero al viaje a Belén por el censo imperial y, poco después, a la huida a Egipto para escapar de la persecución de Herodes. Este exilio es un rasgo teológico esencial, en tanto que muestra que el redentor no posee ningún lugar seguro en la Tierra que no sea el hogar de los marginales. La vida del Hijo de Dios inicia, pues, en la condición de refugiado, una realidad que confronta directamente la búsqueda de seguridad absoluta y el rechazo al “otro” que prevalece en la esfera posmoderna.
En este escenario de absoluta humildad, la presencia de San José y María son fundamentales para concebir el misterio y la festividad. José, el “vir justus” (varón justo), encarna la dignidad del trabajo silencioso y la obediencia del custodio, virtudes diametralmente opuestas a la cultura del espectáculo actual. Sobre éste aspecto en particular, Josemaría Escrivá de Balaguer destacó una verdad esencial al indicar que “San José es maestro de la vida interior. Nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con Él, a sabernos parte de la familia de Dios” (Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 2005, p. 55).
Aún más profundamente, la figura de María, la “Theotokos” (Madre de Dios), consagra la santidad del ser humano desde su origen. Su Inmaculada Concepción (la ausencia de pecado original desde el primer instante de su ser) no es una excepción a la redención, sino su aplicación más perfecta. La enseñanza de la Inmaculada Concepción, defendida por el beato Juan Duns Scoto (Doctor Sutilis), en el siglo XIV, resolvió el debate teológico sobre este dogma mediante un argumento que exaltaba el poder redentor de Cristo. Scoto defendió la posibilidad de la Inmaculada Concepción no por necesidad, sino por la capacidad de Dios de conceder una gracia superior. El punto central es que Cristo es un mediador más perfecto si preserva a su Madre del pecado original que si permitiera que cayera y luego la levantara.
El argumento clave de Scoto, conocido como el potuit, decuit, ergo fecit (pudo, convino, luego lo hizo), se resume en la preeminencia de la gracia: “Podía Dios conferir este grado de gracia, y convenía que lo confiriese a aquella que estaba destinada a ser la Madre del Verbo encarnado. Por lo tanto, ha de sostenerse que lo hizo. Cristo fue Mediador más perfecto en María, porque la mereció para ser inmune de toda culpa en el instante de la concepción, lo que era un mayor beneficio” (Duns Scoto, Ordinatio, III, d. 3, q. 1, 1966, p. 286). Esta verdad teológica refuta la visión posmoderna del hombre como un ser puramente defectible y provisional, reafirmando que, por los méritos futuros de Cristo, la posibilidad de la perfección humana integral en la gracia es real.
Un signo más sorprendente aún es la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre el parto sin dolor (partus sine dolore) de María. Este privilegio mariano se interpreta como un signo de la reversión de la maldición de Eva (Génesis 3:16) por la Nueva Eva. La Natividad, por lo tanto, no sólo inaugura la redención, sino que restituye la armonía original entre la naturaleza y la gracia. La ausencia de dolor en el parto virginal es la prueba de que el pecado y la muerte no tienen dominio sobre la Madre de Dios. Este hecho se opone radicalmente al materialismo existencialista que reduce la vida a una cadena ineludible de sufrimiento y absurdo.
En esta misma línea argumental, la Encarnación constituye la respuesta definitiva a la pregunta por el ser humano. El gran teólogo Karl Rahner abordó la encarnación como la realización suprema de la vocación humana. Para él, la humanidad de Cristo es la prueba de que la finitud no es una prisión, sino la posibilidad de la divinidad, una tesis que permite comprender al hombre a la luz de la “Imago Dei” (la imagen de Dios, el núcleo inmutable de la persona humana). Aquí, el hombre es constitutivamente un “oyente de la Palabra”, un ser trascendentalmente abierto a la gracia y a la revelación de Dios. La Encarnación (la Navidad) no es, pues, una intrusión ajena a la naturaleza, sino el punto omega donde la finitud humana se revela como capaz de acoger a la finitud.
La antropología de Rahner choca de frente con el subjetivismo posmoderno. Si el ser humano es una “posibilidad” abierta a la autocomunicación de Dios, entonces la identidad no es plástica ni inventada, sino que se encuentra en la asunción de esta trascendentalidad puesto que “El hombre es la posibilidad de la Encarnación de Dios, y la Encarnación de Dios es el cumplimiento de la esencia humana, el punto de intersección más alto de la trayectoria de la autorrealización humana” (Rahner, Curso fundamental de la fe, 2002, p. 28).
Desde esta óptica, la personalidad plástica y fluida de la posmodernidad, descrita por Marina: “Una personalidad plástica se podrá acomodar mejor a un mundo cambiante… Tendrá siete vidas como los gatos, pero posiblemente vida de gato” (Marina, 2000, p. 47), queda desenmascarada como la negación de la vocación ontológica inherente a la Imago Dei (la imagen de Dios) que la Natividad viene a restaurar. La humanidad de Cristo es la prueba de que la finitud no es una prisión, sino la posibilidad de la Divinidad.
En consecuencia, el escenario de la Natividad, la cueva, el establo o la gruta, simboliza el espacio de la penumbra y la marginalidad. La Luz del Mundo irrumpe desde esta oscuridad, y la salvación se encuentra en la periferia existencial. San Gregorio Nacianceno, el Doctor de la Iglesia, capturó la maravilla de esta antítesis al meditar sobre el nacimiento de Cristo: “La Palabra se hizo carne para que la carne se hiciera Palabra” (Oración, 38, 13, 1996, p. 321). La elección de los pastores como primeros testigos refuerza este principio de autoridad inversa. También, el Papa Francisco ha profundizado en esta clave de lectura social y teológica del pesebre, elevando la marginalidad a categoría redentora, especialmente visible en la necesidad de los migrantes: “El pesebre nos ayuda a ver y tocar la pobreza de Dios, que nos recuerda que no debemos buscar la felicidad y la prosperidad en la ambición y en la avidez, sino en el reconocimiento de Dios y en el servicio a los demás (Admirabile signum, 2019, p. 5).
Así pues, la festividad ha sido subsumida por el hedonismo secularizado, despojándola de su significado trascendente. El peligro se manifiesta en el hecho de que la propia fe se adapte a esta lógica de mercado. Al respecto, el Papa Benedicto XVI señaló con perspicacia la banalización de lo sagrado en nuestra era posmoderna: “La religión se convierte casi en un producto de consumo… pero la religión buscada ‘a la medida de cada uno’ a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero en el momento de crisis nos abandona a nuestra suerte” (Benedicto XVI, 2006, p. 81). La humildad del pesebre, marcada por el exilio, es el juicio más severo sobre la soberbia y el narcisismo de una época que solo se adora a sí misma.
La profundidad de algunos de los símbolos navideños que hemos analizado revela un sistema de pensamiento completo que se niega a ser domesticado por el espíritu consumista de la época. Hemos transitado por la paradoja de la “Kénosis y la refutación del individualismo posmoderno. No obstante, este abismo entre la sublimidad teológica y la vulgarización cultural no debe llevarnos a la trampa de la nostalgia, sino a la interpelación radical. Si el Verbo se ha hecho carne en la precariedad absoluta y en el exilio para desmantelar la fascinación por el poder y el falso arraigo, ¿estamos dispuestos a vaciarnos de nuestro propio yo posmoderno-de su soberbia y su hedonismo-para acoger esta dignidad inaudita? ¿Aceptamos la condición de extranjeros y peregrinos que implica seguir al Mesías exiliado, o persistimos en la quimera de la omnipotencia tecnológica y la búsqueda de un Mesías de lujo? La figura de Dios hecho Hombre nos pregunta, en última instancia, si la historia de nuestra propia vida está fundada sobre la verdad de la Encarnación o sobre el artificio de nuestra propia invención. Que el silencio de aquella noche nos inquiete hasta la médula, forzándonos a elegir entre la luz de una estrella o el parpadeo intrascendente de la pantalla.
Referencias Bibliográficas
Agustín de Hipona. (1969). Sermones. (Vol. 184). Biblioteca de Autores Cristianos (BAC).
Benedicto XVI. (2006). Luz del mundo: El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos (Conversación con Peter Seewald). Editorial Herder.
Duns Scoto, J. (1966). Ordinatio. (Vol. III, d. 3, q. 1). (Edición crítica, V. Smet et al.). Vaticana.
Escrivá de Balaguer, J. (2005). Es Cristo que pasa. Ediciones Rialp.
Francisco. (2019). Carta Apostólica Admirabile signum. Librería Editora Vaticana.
Gregorio Nacianceno. (1996). Oración. (Vol. 38). (J. L. Bastero, Trad.). Ciudad Nueva.
Juan Pablo II. (1998). Carta Encíclica Fides et ratio. Librería Editora Vaticana.
Lewis, C. S. (2005). Mero cristianismo. (Versión en español de 2005 de la edición original de 1952). Editorial Rialp.
Marina, J. A. (2000). El laberinto sentimental. Editorial Anagrama.
Rahner, K. (2002). Curso fundamental de la fe: Introducción al concepto de cristianismo. Editorial Herder.
Opinet
Navidad, tiempo y carne: una reflexión filosófica sobre interrupción, encarnación y cuidado
Por: Lisandro Prieto Femenía
“El tiempo no es una serie de instantes; es la unidad en la que se despliega la memoria, la presencia y la esperanza”: Paul Ricoeur, Tiempo y relato, 1984, p. 23
La navidad, en la plenitud de su misterio litúrgico y trascendiendo la superficialidad de sus ritmos comerciales, exige ser reconocida como un acontecimiento central en la filosofía del tiempo. Nuestra reflexión no parte de una neutralidad secular, sino que se enraíza en la tradición cristiana, la cual sostiene que lo sacro no puede ser despojado, sino que el fundamento ineludible de toda verdad. Partiendo de esta base, y al trazar las convergencias entre las meditaciones de San Agustín, Martin Heidegger y Paul Ricoeur, se propone que la navidad constituye una experiencia temporal que interrumpe la linealidad cronológica (“chronos”) y, en su lugar, despliega un tiempo cualitativo, “kairológico”, capaz de reconfigurar la memoria, el presente y la esperanza.
En este sentido, la aproximación de San Agustín es fundacional. El obispo de Hipona observa en sus “Confesiones” que la experiencia del tiempo es una dificultad inherente al alma que recuerda, espera y atiende, al punto de formular su célebre aporía: “si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pregunta, ya no lo sé” (Agustín de Hipona, Confesiones, Libro XI, 1999, p. 267). Esta dificultad no sólo diagnostica la complejidad antropológica de nuestra relación con el tiempo, sino que simultáneamente abre la puerta a la posibilidad de que ciertos acontecimientos- como el nacimiento- instauren una vivencia temporal radicalmente distinta. En ella, la presencia adquiere su espesor particular, y la memoria del pasado, junto con la esperanza del futuro, se entretejen en una unidad vivificante.
Para comprender la naturaleza de esta interrupción, es indispensable acudir a la analítica existencial. Martin Heidegger, en su estudio sobre el “Dasein” (el Ser-ahí), nos recuerda que la temporalidad no es la sucesión externa del “ahora”, sino la estructura interna que constituye a ese ser que, irremediablemente, existe proyectándose hacia la muerte. La navidad, al introducir el acontecimiento del “nacimiento” como quiebre absoluto, actúa como una fisura en esa temporalidad proyectiva.
De este modo, se revela la historicidad profunda del presente y se muestra la posibilidad de un tiempo que no se agota en la productividad ni en la simple sucesión de tareas. Esta experiencia permite reconocer el “kairos”: un “momento oportuno” cuyo valor no reside en la duración (chronos), sino en la intensidad de su significado y su capacidad para transformar la existencia. Este diagnóstico es completado por Paul Ricoeur, quien propone la narratividad como el horizonte en el que la memoria y el futuro logran articularse en una trama coherente de sentido, por lo que la navidad funciona como un hito narrativo fundamental que reinscribe la biografía individual y colectiva en clave de esperanza (Ricoeur, Tiempo y relato, 1984, p. 45).
La precitada urdimbre filosófica y temporal nos conduce directamente al problema de la encarnación. Si, como sostiene la inmutable tradición filosófica y teológica, lo divino asume la fragilidad humana, la vertiente ética de la navidad adquiere una relevancia ineludible. Al respecto, Santo Tomás de Aquino, al reflexionar sobre la unión hipostática, subraya que el Verbo no anula la condición humana, sino que la dignifica mediante su unión con lo divino (Suma Teológica, I, q. 8–14, ed. 2003, p. 112). Esta dignificación se produce a través de la humildad, un misterio que Hans Urs von Balthasar designa como la “kenosis”, el vaciamiento o despojamiento en el que la gloria se manifiesta paradójicamente en la bajeza y la vulnerabilidad.
Desde una perspectiva filosófica-práctica, Emmanuel Lévinas aporta una dimensión ética que es crucial: el rostro del “Otro” que se presenta en su fragilidad, reclamando una responsabilidad incondicional. Si, como se postula desde la fe, lo sagrado se manifiesta precisamente en esa fragilidad, la respuesta ética se convierte en el imperativo primordial. Lévinas llegó a afirmar que “la ética es la primera filosofía” (Totalidad e Infinito, 1961, p. 48), y desde esta radical prioridad, el misterio de la Encarnación puede leerse como un llamado a reconocer el valor intrínseco e irreductible de cada vida. Por lo tanto, la conclusión práctica de esta perspectiva es categórica: la vulnerabilidad que la figura del “Niño” revela no admite mitigaciones retóricas, sino que exige prácticas concretas de protección, acompañamiento y reconocimiento.
Precisamente, esta reivindicación de la dignidad del ser frágil entronca directamente con cierta filosofía de la esperanza. Sobre este particular, Ernst Bloch, por ejemplo, propone una ontología de la esperanza que concibe el futuro no como algo meramente pasivo, sino como un factor efectivo en el presente: la esperanza es, en esencia, motor histórico y principio de utopía (Bloch, El principio esperanza, 1959, t. I, p. 12).
De esta forma, si la navidad instituyera un horizonte esperanzador, no se trataría de un consuelo inerte, sino de una activación práctica de la posibilidad. La promesa divina se convierte así en una obligación humana de trabajar activamente por su realización. En esta línea, pensadores como Gabriel Marcel, con su énfasis en la fidelidad y la presencia, y Søren Kierkegaard, al reflexionar sobre la paradoja de la fe, recuerdan que la esperanza cristiana no se alcanza disolviendo la duda, sino habitándola, convirtiéndola en una espera activa. En un mundo que percibimos totalmente desencantado, esperar significa sostener la tensión entre ausencia y promesa, abrazando la incertidumbre sin renunciar jamás a la exigencia transformadora que toda esperanza auténtica implica para el sujeto.
No obstante frente a estas dimensiones filosóficas, existenciales y éticas, se alza nuestra crítica a la mercantilización de lo sagrado. Sobre este aspecto, Max Horkheimer y Theodor Adorno denunciaron cómo la industria cultural invade la experiencia simbólica, transformando el ritual en mera mercancía (Dialéctica de la Ilustración, 1947, p. 99).
Esta crítica ha sido ampliada en el contexto contemporáneo por Zygmunt Bauman y Byung-Chul Han, quienes señalan respectivamente cómo la sociedad líquida y la cultura del rendimiento convierten las prácticas festivas en espectáculo y consumo vacío, pervirtiendo la hospitalidad y vaciando el sentido profundo del don. Si la navidad se reduce a varias transacciones de compraventa, el don pierde su gratuidad y la hospitalidad su imprevisibilidad.
Ante esto, surge entonces la pregunta fundamental: ¿Qué queda del “dar sin retorno” cuando el sistema social funciona exclusivamente por el intercambio y la visibilidad? La respuesta a este dilema implica la recuperación urgente de “don” (gift) como un modo relacional que resiste frontalmente a la lógica mercantil.
Consecuentemente, el nacimiento, entendido como un llamado existencial al “cuidado”, despliega una ética del acompañamiento. Esta visión encuentra eco en las reflexiones de Carol Gilligan sobre la voz de la responsabilidad interdependiente y en Martha Nussbaum, quien reclama la centralidad de las capacidades humanas como fundamento de cualquier orden ético. Por ello, Lévinas, al centrar la obligación moral en la respuesta al rostro que demanda, ofrece las herramientas para una pedagogía de la vulnerabilidad inherente a la “Natividad”. Esta pedagogía implica una formación de la sensibilidad moral, un aprendizaje para atender, para permanecer y para custodiar al otro en su fragilidad. Esto, a su vez, exige la articulación de instituciones, prácticas y una cultura que priorice, de manera efectiva, el cuidado por sobre la competitividad, el consumo y la eficacia.
Paralelamente a la dimensión ética, la navidad contiene una profunda dimensión contemplativa que nos remite al silencio y a la noche como espacios idóneos para la interioridad. Heidegger, nuevamente, nos habla de la llamada a la consciencia del ser; María Zambrano postula la razón poética como una forma de pensamiento que recupera la profundidad y Simone Weil reivindica la atención como la forma suprema de la caridad contemplativa. En una sociedad saturada de estímulos y de ruido constante, la navidad se presenta como una posibilidad de retorno a la escucha, una oportunidad para cultivar ese recogimiento y esa atención que hacen posible la experiencia transformadora. El silencio, en esta lectura, no es un mero retiro, sino una condición epistemológica y moral que permite percibir aquello que la prisa y el “chronos” ocultan.
Un último factor que nos queda por analizar es la persistencia del mito del nacimiento divino en diversas culturas, lo cual nos invita a considerar su valor simbólico y arquetípico. Mircea Eliade mostró cómo los mitos reestructuran el tiempo en ciclos de nacimiento y renovación (Eliade, Mito y realidad, 1963, p. 78). En una línea similar, Carl Gustav Jung, en su lectura de los arquetipos, situó al niño como símbolo de lo emergente, de la posibilidad de la novedad radical en la psique colectiva. Ricoeur, una vez más, nos ofrece la mediación narrativa que permite traducir el mito en una identidad compartida por una comunidad. Así, el reintegro periódico de la figura del niño señala una necesidad humana inmutable de reabrir horizontes de sentido frente a la fatiga histórica.
Este simbolismo se hace carne en la iconografía misma del pesebre- Dios hecho Hombre, naciendo en un establo-, que plantea interrogantes esenciales sobre la hospitalidad y la extranjería que resuenan profundamente en la ética de Lévinas. Al nacer lo sagrado fuera del centro de la civilización, en un espacio de indignidad y marginalidad, la tradición nos confronta con la pregunta sobre cómo tratamos al extranjero, al pobre y al marginado. La escena evoca una ética de la acogida que interpela a las sociedades contemporáneas y obliga a preguntar: ¿por qué siguen siendo los espacios de indignidad los lugares del verdadero acontecimiento de la humanidad?
La alegría que inaugura la navidad, por último debe ser rigurosamente distinguida de la mera diversión. Baruch Spinoza entendía la alegría como el aumento de la potencia de actuar; Friedrich Nietzsche, por su parte, valoraba la afirmación de la vida en su coraje creativo y C.S. Lewis nos habló de una “sorpresa gozosa” que trasciende la premura del entretenimiento. La alegría profunda que podría albergar la navidad es, en este sentido, una virtud que transforma la existencia y que reconcilia la dicha con la responsabilidad ética.
Como siempre, queridos lectores, concluimos esta humilde reflexión con un apartado crítico y reflexivo. Si la navidad, en su esencia filosófica y teológica, ofrece una interrupción kairológica, una encarnación que dignifica la fragilidad y una pedagogía de la esperanza y del cuidado, su traducción efectiva a la vida social y existencial no está de ninguna manera garantizada. La provocación final que emana de este análisis es inherentemente ética y existencial, puesto que, si la navidad es el lugar donde lo divino y lo humano se encuentran en la máxima fragilidad, entonces cada encuentro con el excluido, con el niño, con el forastero se convierte en una posible epifanía que exige una respuesta inmediata.
Por consiguiente, es preciso indagar si la sociedad posmoderna, obsesionada con la eficacia, el consumo y la producción incesante, posee la entereza necesaria para mantener esa capacidad de asombro que rompe la inercia de la rutina y demanda una acción concreta en favor de los vulnerables. En la misma línea crítica, es necesario plantear la cuestión de si la experiencia radical del nacimiento, ese kairos de intensidad significante, logrará resistir a la lógica mercantil que no cesa de vaciar su contenido simbólico, trivializándolo en un simple producto de consumo. Esta encrucijada nos obliga a enfrentarnos al rostro del “Otro”: ¿responderemos a esta demanda con una auténtica hospitalidad, que implica la acogida radical del forastero, o nos replegaremos en la mera indiferencia de quien no desea ver interrumpida su propia comodidad?
Finalmente, la interpelación se centra en la trascendencia de la esperanza. Hemos de discernir si convertiremos la promesa de la esperanza en un proyecto común y operativo, movilizando la acción transformadora que le es inherente, o si la relegamos a la pasividad estéril de la mera nostalgia por un tiempo que ya fue. La pregunta queda abiertamente planteada, y es en esa apertura radical donde reside la llamada más exigente de la navidad: la obligación de transformar el tiempo en cuidado, la memoria en compromiso y la promesa en acción.
Referencias Bibliográficas
- Adorno, T., & Horkheimer, M. (1947/2007). Dialéctica de la Ilustración: Fragmentos filosóficos. Madrid: Trotta. (p. 99).
- Agustín de Hipona. (1999). Confesiones (edición bilingüe o traducida). Madrid: Gredos o Biblioteca de Autores Cristianos. (Libro XI, p. 267).
- Bloch, E. (1959/1980). El principio esperanza (t. I). Madrid: Aguilar. (p. 12).
- Gilligan, C. (1982/2013). In a Different Voice: Psychological Theory and Women’s Development. Cambridge, MA: Harvard University Press. (Sobre la voz de la responsabilidad).
- Han, B. C. (2014). Psicopolítica. Barcelona: Herder. (Sobre la sociedad del rendimiento).
- Heidegger, M. (1927/1976). Ser y tiempo. Madrid: Alianza. (Análisis del Dasein y la temporalidad).
- Jung, C. G. (1964). Símbolos de transformación. Madrid: Alianza. (Reflexiones sobre arquetipos y el niño).
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- Lewis, C. S. (1952/1996). Sorprendido por la alegría. Barcelona: Ediciones Rialp. (Sobre la experiencia de la alegría).
- Lévinas, E. (1961). Totalidad e Infinito. Madrid: Alianza. (p. 48).
- Marcel, G. (1951). Ser y tener. Madrid: Ediciones Sígueme. (Reflexiones sobre la presencia y la fidelidad).
- Mircea Eliade. (1963). Mito y realidad. Madrid: Guadarrama. (p. 78).
- Nussbaum, M. (2011). Crear capacidades: la reconstrucción del ideal liberal (traducción española). Madrid: Paidós. (Sobre capacidades y dignidad).
- Paul Ricoeur. (1984). Tiempo y relato (t. I). Madrid: Ediciones Cristiandad. (pp. 23, 45).
- San Juan Crisóstomo. (s. IV/V). Homilías (ed. y traducciones modernas en español). Madrid: Biblioteca de Patrística (citada en relación con la metáfora del pesebre).
- Spinoza, B. (1677/2005). Ética. Madrid: Alianza. (Definición de alegría).
- Tomás de Aquino. (ed. 2003). Suma Teológica (I, q. 8–14). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos. (p. 112).
- Von Balthasar, H. U. (1961-1969). Gloria: una estética teológica. Madrid: Encuentro. (Concepto de Kenosis).
- Weil, S. (1951). La gravedad y la gracia. Madrid: Trotta. (Concepto de atención/caridad).
- Zambrano, M. (1989). Filosofía y poesía. México: Fondo de Cultura Económica. (Razón poética).
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