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Exdiputados y exfuncionarios de ARENA y del FMLN están vinculados a ONG investigadas

Exdiputados y exfuncionarios de ARENA y FMLN están vinculados a una red de organizaciones no gubernamentales (ONG) señaladas de financiarse en varios ejercicios fiscales con fondos del Presupuesto General de la Nación, para realizar activismo político.
Los cuestionamientos contra las ONG se reavivaron porque el lunes pasado varias personas de la cooperativa El Bosque, del distrito de Santa Tecla, fueron instrumentalizadas por «grupos autodenominados de izquierda y ONG globalistas» para protestar frente a una residencial privada sin relación con el caso, según denunció el presidente de la república, Nayib Bukele.
El sociólogo y analista Mauricio Rodríguez explicó que los partidos tradicionales comenzaron a recurrir nuevamente a los viejos métodos de la guerra para atacar al Gobierno por medio de las ONG u otras organizaciones de fachada.
«Son organizaciones que reciben fondos para tratar de desestabilizar y deslegitimar con protestas constantes. Están tratando de replicar el libreto de los años ochentas, quieren generar mártires», planteó el sociólogo.
La vinculación de los exfuncionarios areneros y efemelenistas con organizaciones fue establecida por la comisión especial que investigó a las «ONG fachada» en la legislatura anterior, con base a datos recolectados por abogados penalistas que fueron contratados por la Asamblea Legislativa para colaborar en las investigaciones. Este expediente, así como el aviso de investigación, están en manos de la Fiscalía.
«ARENA y FMLN usaron las ONG como un soporte mezquino de activismo político, manipulando las necesidades, angustia e ingenuidad de la población bajo su influencia», dijo Martínez.
Según el informe, la Asociación Movimiento de Mujeres Mélida Anaya Montes (Las Mélidas) -de la cual la entonces diputada efemelenista Lorena Peña fue fundadora- recibió $518,890 entre 2011 y 2019 para proyectos.
El exdiputado efemelenista Jorge Schafik Hándal y el exsecretario de Comunicaciones del Gobierno de Salvador Sánchez Cerén, Eugenio Chicas, fueron directivos de la ONG Fundación Salvadoreña para la Democracia y el Desarrollo Social (Fundaspad), que recibió $639,000 de fondos públicos.
Las exdiputadas efemelenistas Blanca Flor Bonilla y Rosa Alma Cruz Marinero fueron directivas, según el informe, de la ONG Proyectos Comunales de El Salvador (PROCOMES); sin embargo, no se presentaron a declarar ante la comisión especial por los $2.5 millones que recibió la organización.
Milena Calderón de Escalón y Mariella Peña Pinto, legisladoras de ARENA, también fueron directivas de ONG que recibieron fondos públicos. De Escalón fue directiva de la Fundación Ambientalista de Santa Ana (Fundasan), que recibió $316,650 de fondos públicos; en tanto, Peña Pinto lo fue de la Fundación Nacional de Arqueología (Fundar), ONG que recibió $559,100 entre 2005 y 2009.
El sociólogo René Martínez cuestionó el quehacer de las ONG porque están influenciadas por intereses políticos de la oposición. «Pervirtiendo la naturaleza original de las ONG, las cuales fueron creadas para afrontar algunos problemas de justicia social y atención a los grupos más vulnerables, los partidos ARENA y FMLN las convirtieron en una fuente más de corrupción, desvío ilegal o ilegítimo de fondos», señaló Martínez.
«Son organizaciones que reciben fondos para tratar de desestabilizar y deslegitimar con protestas constantes. Están tratando de replicar el libreto de los años ochentas, quieren generar mártires», puntualizó.
El siguiente texto fue escrito por el sociólogo y analista Mauricio Rodríguez, y ha sido retomado de la Dirección de Estudios Sociales (DES).
Opinión | Mauricio Rodríguez
Sociólogo y analista
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.
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Analizando la diferencia entre reciprocidad, derecho y privilegio

Por: Lisandro Prieto Femenía
“La salud es un derecho, no un privilegio”, Juan Pablo II
Hoy quiero invitarlos a reflexionar en torno a la reciente decisión del gobierno de Javier Milei de imponer algunas restricciones en la atención gratuita por parte del sistema de salud argentino para ciudadanos extranjeros. Dichos anuncios han generado un vigoroso debate, dividiendo las aguas entre posturas conservadoras y progresistas, motivo por el cual proponemos, para trascender la dicotomía ideológica, profundizar la cuestión desde un análisis filosófico-político que aborde los principios de justicia, reciprocidad y soberanía, examinando tanto los argumentos a favor como en contra de esta medida.
En primer lugar, proponemos tamizar la tensión entre la idea del universalismo sanitario y la sostenibilidad nacional. Desde una perspectiva filosófico-política, la salud es objeto de extensos debates sobre su naturaleza como derecho, abriendo espacio a preguntas como: ¿es la salud un derecho humano universal, inherente a la condición de persona, o un bien social cuya provisión está condicionada por la ciudadanía y la capacidad contributiva del Estado? Al respecto, Thomas Pogge argumentó a favor de una responsabilidad global ante la pobreza y las desigualdades, lo que podría extenderse a la provisión de servicios básicos como la salud sin restricciones de nacionalidad. Pogge sostiene, en su obra “Pobreza mundial y derechos humanos” (2002) que existe “una responsabilidad moral negativa, la de no imponer un orden global que sea injusto y que perpetúe la pobreza”. Sin embargo, esta visión cosmopolita se confronta con la realidad material de los Estados nacionales y sus recursos finitos.
Acudamos brevemente a los datos: el sistema argentino se financia mayoritariamente con recursos provenientes de los contribuyentes nacionales. Según el Ministerio de Salud de la Nación Argentina, el gasto público consolidado en 2023 ascendió a aproximadamente el 7,6% del Producto Bruto Interno (PBI), según datos preliminares del Presupuesto General de la Administración Nacional. Si bien no existen estadísticas desagregadas y públicas sobre el porcentaje exacto del gasto público en salud destinado a la atención de extranjeros no residentes, la percepción de una asimetría entre la contribución y el uso del sistema se ha convertido en un pilar del argumento gubernamental. Desde esta óptica, la medida no buscaría vulnerar un derecho, sino salvaguardar la sostenibilidad de un sistema que, de otra forma, se ve comprometido en su capacidad de respuesta hacia quienes lo sostienen con sus impuestos.
El núcleo de la argumentación del gobierno argentino radica en el principio de reciprocidad. En el ámbito de las relaciones internacionales y la justicia distributiva, la reciprocidad implica un equilibrio de cargas y beneficios entre partes: tú no dejas morir a mis ciudadanos en tu territorio, yo no dejo morir a los tuyos en el mío. Sobre este asunto en particular, John Rawls, aunque enfocado en la justicia entre pueblos liberales, en su obra “El derecho de gentes” (1999), sugiere que las sociedades “bien ordenadas” actúen bajo los principios de cooperación mutua: si un país ofrece atención sanitaria 100% gratuita a los ciudadanos de otra nación, es lógico y normal la expectativa de que esta última retribuya con un trato igual o similar a los ciudadanos del primer país.
Pues bien, la denuncia argentina se sustenta en que muchos países de origen de los extranjeros (por no decir todos) que reciben atención gratuita en el sistema sanitario público argentino, no ofrecen ni por cerca un nivel de acceso o gratuidad comparable a los ciudadanos argentinos en sus sistemas de salud. Esta asimetría, que es real e innegable, genera una carga unilateral para el Estado argentino, lo cual nos lleva a revisar los aporte de Juan Carlos de Pablo, quien en su análisis sobre las políticas económicas sostiene que “cuando se da algo gratis sin reciprocidad, se está generando un subsidio, y los subsidios, tarde o temprano, tienen un costo que alguien debe pagar”. Desde una perspectiva de justicia conmutativa, que busca la equidad en los intercambios, esta situación sería insostenible a largo plazo y da pie a la reivindicación de un principio básico de equidad en las relaciones interestatales. No se trata, pues, de un acto de exclusión xenófoba, sino de legitimación de una medida basada en la búsqueda de equidad bilateral en la provisión de servicios públicos esenciales.
Ahora bien, a pesar de los argumentos en favor de la reciprocidad y la sostenibilidad, la medida no está exenta de cuestionamientos éticos y riesgos considerables. La principal objeción de la postura progresista se ancla en la concepción de la salud como un derecho humano inalienable, cuya negación, incluso a los no residentes, contraviene un imperativo moral fundamental. Como señala la Organización Mundial de la Salud (OMS), el derecho a la salud implica que “todas las personas, sin discriminación alguna, deben tener acceso a los servicios de salud y a la información relacionada con la salud”. Privar de atención médica a una persona, especialmente en situaciones de emergencia vital, puede generar graves crisis humanitarias y vulnerar principios fundamentales de la dignidad humana.
Además, la implementación práctica de tales restricciones presenta desafíos logísticos y éticos significativos. ¿Cómo se determinará de manera efectiva y sin discriminación la residencia? ¿Qué protocolos se aplicarán en casos de emergencias, donde la vida de una persona está en riesgo? La burocratización del acceso a la salud podría generar situaciones de desamparo y vulnerabilidad, especialmente para poblaciones migrantes en situación irregular que, por diversas razones, no pueden acceder a la documentación necesaria. Esto podría derivar en un aumento de enfermedades no tratadas, lo que, paradójicamente, generaría costos sociales y sanitarios mayores a largo plazo para el propio sistema de salud público, al propiciar la propagación de afecciones que podrían haberse prevenido o tratado tempranamente.
Como podrán apreciar, queridos lectores, no es tan fácil lograr un equilibrio entre los principios éticos y las realidades. La medida del gobierno de Javier Milei, analizada desde la filosofía política, se revela como un campo de tensión entre principios deseables y realidades completamente apremiantes: por un lado, la invocación de la reciprocidad y la necesidad de sostener un sistema de salud nacional son argumentos sólidos, arraigados en una comprensión de la justicia distributiva y la soberanía estatal. La ausencia de reciprocidad constituye, en efecto, una asimetría que justifica una revisión de las políticas de acceso.
Por otro lado, la salud como derecho humano universal y el imperativo moral de no dejar desprotegido a nadie, especialmente en situaciones de vulnerabilidad, son objeciones que tampoco pueden ser desestimadas. La implementación de la medida deberá ser matizada para evitar que los más vulnerables queden totalmente desprotegidos y para que no se generen crisis humanitarias que, a la larga, redundan en un mayor costo humano, social, político y económico.
Reitero, la discusión sobre las restricciones sanitarias a extranjeros subraya la imperiosa necesidad de políticas de reciprocidad mutua. Estas políticas no son simples instrumentos pragmáticos, sino que encarnan un equilibrio prudente entre dos extremos antagónicos: por un lado, un universalismo desmedido, que podría comprometer la viabilidad de los servicios públicos nacionales y, por otro, un nacionalismo liberal excluyente que niega los derechos humanos básicos.
La reciprocidad, entendida como un acuerdo entre naciones para ofrecer beneficios similares a sus respectivos ciudadanos, se alza como un mecanismo para asegurar la justicia distributiva a escala internacional, como referenciamos precedentemente. No se trata de una “mano dura” o de una “puerta cerrada”, sino de un llamado a la equidad y a la cooperación. En este sentido, es necesario evocar los principios del derecho cosmopolita formulados por Immanuel Kant, quien en su ensayo titulado “Sobre la paz perpetua” (1795), argumenta a favor de una “hospitalidad universal”, entendida no como un derecho filantrópico y hippie posmoderno, sino como el derecho de un extranjero a no ser tratado hostilmente al llegar al territorio de otro.
Sin embargo, esta hospitalidad tiene un límite en la capacidad del Estado anfitrión y en la necesidad de un respeto mutuo entre los pueblos. Concretamente, Kant postula que “el derecho cosmopolita debe limitarse a las condiciones de la hospitalidad universal. Es el derecho de un extranjero a no ser tratado con hostilidad en el territorio ajeno. No es un derecho de los huéspedes, sino un derecho de visitantes, derivado del derecho de propiedad común de la superficie de la Tierra” (Kant, I. , 1795, p.116)
Esta perspectiva kantiana nos convoca a pensar en la importancia de las relaciones basadas en el respeto mutuo y el deber, donde la generosidad de una nación no debe traducirse en una carga insostenible si no hay una contraparte. Adoptar políticas de reciprocidad mutua fomenta el diálogo diplomático y la negociación de acuerdos bilaterales o multilaterales. En lugar de una imposición unilateral, se busca una solución pactada que reconozca los derechos de las personas mientras se protege la capacidad de los Estados para financiar sus servicios esenciales. Esto previene la “carga excesiva” sobre los sistemas de salud de países con mayor apertura o capacidad, y al mismo tiempo, incentiva a otras naciones a desarrollar y fortalecer sus propios sistemas de salud para sus ciudadanos y para aquellos extranjeros que los visitan.
En pocas palabras, la reciprocidad es, en esencia, una invitación a la co-responsabilidad global, donde la generosidad de una nación se encuentra con la correspondiente consideración de las otras. Sólo a través de este enfoque equilibrado podremos aspirar a un sistema de salud global más justo y sostenible, que honre tanto el derecho universal a la salud como la soberanía y la capacidad de cada Estado.
En última instancia, queridos lectores, este debate obliga a que los Estados se enfrenten a la pregunta fundamental: ¿qué tipo de comunidad desean ser? ¿Una que extiende la mano sin límites, aún a riesgo de su propia sostenibilidad, o una que, buscando la justicia y la equidad en las relaciones internacionales, establece límites a su generosidad? La filosofía política no puede ofrecer respuestas unívocas, sino herramientas para el análisis crítico de las complejas decisiones que los gobiernos deben tomar en un mundo interconectado pero profundamente asimétrico. La búsqueda de una solución, si la hay, residirá probablemente en un punto de equilibrio, un acuerdo recíproco y pragmático que reconozca tanto los derechos universales como las realidades materiales de las naciones.
Ahora bien, si me lo preguntas personalmente, yo te responderé: “Quiero que mi país sea generoso contigo, como también quiero que tú país sea igualmente generoso conmigo”
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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FOMO AI: La presión de subirse a la conversación y la sabiduría de saber cuándo hacerlo

Por: Weslley Rosalem, Líder de IA para Latinoamérica en Red Hat
Vivimos en una era en la que la inteligencia artificial (IA) se ha convertido en el nuevo objeto brillante del mundo corporativo. Está en los titulares, en las reuniones de directorio y hasta en los pasillos de oficinas donde quizás nunca se hablaba de algoritmos. La velocidad con la que emergen herramientas y modelos ha despertado un fenómeno tan humano como contagioso: el FOMO AI, ese miedo a quedarse afuera – o “fear of missing out”, como se lo conoce en las redes sociales – de una revolución que parece inevitable.
En esa vorágine de ser parte, no sólo de la conversación, sino de la narrativa, las empresas caen en la ansiedad de dar el siguiente paso en la innovación. Pero, como ya pasó con la migración masiva a la nube, no todo lo que brilla es oro. Muchas compañías han apostado todo por llevar sus cargas a la nube buscando escalabilidad y eficiencia, y luego descubrieron que no era la solución mágica a sus necesidades.
Entonces, antes de sumarse a la ola, es necesario – y prudente – hacerse una pregunta simple pero poderosa: ¿he pensado bien la estrategia de inteligencia artificial que necesita mi empresa? Y si la respuesta es sí, ¿cómo es? No todas las soluciones requieren IA generativa, y no todo problema se resuelve con un modelo de lenguaje de última generación. Algunas preguntas ayudan a ordenar el pensamiento: ¿Qué problema específico busco resolver? ¿Tengo los datos necesarios para entrenar o alimentar un modelo? ¿Cuento con talento interno
o necesitaré apoyo de terceros? ¿Cuál es el impacto que espero lograr y en qué plazo?
No hay una respuesta única. Por ejemplo, una empresa que necesita generar contenidos o automatizar prototipos visuales puede beneficiarse de modelos generativos. En cambio, una que busca predecir fallas o detectar fraudes podría obtener más valor con IA predictiva. La clave es recordar que la IA debe ser un medio al servicio de un objetivo, no un fin en sí mismo.
Y si hablamos de IA generativa, hay que entender bien de qué se trata. Esta rama de la inteligencia artificial está diseñada para crear contenido nuevo a partir de grandes volúmenes de datos: desde textos y diseños hasta código y videos. Su potencial es enorme, sobre todo en áreas como marketing, atención al cliente, desarrollo de producto y creatividad asistida. Sin embargo, también requiere un enfoque estratégico: los modelos generativos pueden ser costosos, difíciles de explicar y demandan una buena gestión de riesgos.
Y aquí es donde se presenta otra de las grandes decisiones: ¿usar modelos grandes o pequeños? En los últimos años, los Large Language Models (LLM) como GPT-4 o Gemini han capturado la imaginación colectiva. Son potentes, versátiles y capaces de hacer de todo: escribir, programar, traducir, explicar. Pero también son caros, demandan mucha infraestructura y plantean desafíos de privacidad y control.
Por eso, los Small Language Models (SLM) están ganando terreno. Son una especie de versión “ultraliviana” que, sin tener la potencia de sus hermanos mayores, resuelve tareas específicas de forma más rápida, segura y con un costo menor. Hay que pensar en ellos como una caja de herramientas especializada: no tienen todo, pero lo que tienen, lo hacen bien. En muchos casos no es necesario un modelo que hable otros idiomas, como alemán, italiano o japonés. Allí es donde definir una estrategia clara al principio del camino, toma mayor relevancia. Un modelo más grande puede significar simplemente un mayor costo, sin realmente agregar más calidad o beneficios a su caso de uso comercial o desafío. Si una empresa, por ejemplo, solo necesita clasificar correos, automatizar respuestas internas o analizar formularios, un SLM entrenado con sus propios datos puede ser mucho más efectivo que un modelo enorme alojado en la nube.
Con la adquisición de Neural Magic, en Red Hat nos enfocamos en proporcionar recursos clave, tanto humanos como técnicos, para desarrollar modelos de inteligencia artificial optimizados y efectivos (ya sean LLM o SLM), con el beneficio adicional de poder ejecutarse en cualquier plataforma. El open source y su visión de "democratizar la IA" justamente apuntan a hacer estos modelos más accesibles y flexibles para diversas infraestructuras tecnológicas.
Lo que podemos afirmar es que el futuro será híbrido. Los modelos grandes y pequeños van a convivir y las estrategias van a adaptarse. Algunos procesos necesitarán potencia bruta; otros, precisión quirúrgica. Lo importante es saber cuándo se requiere de uno, cuándo del otro, y cuándo no se necesita ninguno. Porque, como en tantas otras cosas en la vida y los negocios, no se trata de hacer lo que todos hacen, sino lo que tiene sentido para la organización. En esa diferencia, está la verdadera inteligencia.
Adoptar inteligencia artificial no debe ser un fin en sí mismo, sino un medio para generar valor sostenible. Las empresas que adoptan la IA de manera responsable y alineada con sus objetivos pueden mejorar procesos, tomar decisiones más inteligentes y beneficiar tanto a sus colaboradores como a sus clientes. En lugar de dejarse llevar por la ansiedad del momento, la clave está en fortalecer capacidades internas, formar talentos y crear una cultura organizacional que libere todo el potencial de la tecnología.
Uno de los errores más frecuentes al incorporar inteligencia artificial en los negocios es hacerlo sin un propósito claro, lo que conduce a soluciones opacas, difíciles de auditar y mal integradas con los sistemas existentes, generando confusión, resistencia y hasta abandono. La clave no es implementar IA por presión externa o por miedo a “quedarse atrás” de la tendencia de moda, sino analizar las alternativas disponibles y el plazo de ejecución más conveniente para que definitivamente sea una herramienta alineada con los objetivos del negocio.
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¿Cómo están desdibujando la sensibilidad de nuestros niños?- Lisandro Prieto Femenía

«La simulación no es lo que enmascara la realidad – la enmascara. La simulación suplanta a lo real mismo.»
Baudrillard, Simulacros y simulación ,1981, p. 1
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto extremadamente urgente en nuestro presente, a saber, la destrucción sistemática y deliberada de la sensibilidad infantil. Bien sabemos que la infancia es una etapa fundacional de la experiencia humana, pero hoy se encuentra inmersa en un océano digital que, paradójicamente, amenaza con anestesiar su capacidad de asombro y conexión con el mundo real. Plataformas como YouTube y diversos juegos online, diseñados con una astuta ingeniería de la atención, generan en los infantes una adicción voraz, un secuestro de su foco cognitivo que los aísla progresivamente de la riqueza sensorial y emocional de su entorno inmediato. Esta inmersión constante en estímulos virtuales, a menudo carentes de la complejidad y el matiz de la realidad, erosiona su sensibilidad, embotando su capacidad de empatía y su percepción de las sutilezas del mundo que los rodea.
No debemos caer en la ingenuidad de pensar que esta problemática es una mera consecuencia del avance de la tecnología, sino que, como señala el filósofo Byung-Chul Han en su análisis de la sociedad del cansancio, vivimos en una “sociedad del rendimiento”, donde la hiperestimulación y la gratificación inmediata se erigen como valores supremos. Esta lógica se infiltra fácilmente en el diseño de los contenidos digitales dirigidos a la infancia, priorizando la adicción por sobre el desarrollo integral. También, tal y como advierte Sherry Turkle en su obra “Alone together”, la tecnología promete conexión mientras que al mismo tiempo conduce al aislamiento y a una disminución de la capacidad para la intimidad y la comprensión emocional profunda. Concretamente, Turkle sostiene que “hemos creado redes digitales que nos hacen sentir que estamos juntos, pero que en realidad nos están separando” (op. cit. 2011, p.18), indicando con ello que es preciso analizar con atención la desconexión de los seres humanos en general, pero los niños en particular, con su entorno real.
La potencia adictiva de estos entornos virtuales radica justamente en su capacidad para liberar dopamina de manera constante y predecible, generando así un circuito de recompensa que atrapa la joven mente en un ciclo de búsqueda incesante de nuevas notificaciones, niveles superados o videos sugeridos. Esta dinámica, como explica el neurocientífico Michel Desmurget en su obra titulada “La fábrica de cretinos digitales”, tiene consecuencias directas en el desarrollo cerebral infantil, afectando la atención, la memoria, el lenguaje y las funciones ejecutivas. En este contexto, la sobreexposición a las pantallas, según Desmurget, no sólo no enriquece cognitivamente a los niños, sino que empobrece sus capacidades intelectuales y emocionales: “El cerebro de un niño no es el de un adulto en miniatura, y su extrema plasticidad lo hace particularmente vulnerable a las influencias del entorno, incluidas las pantallas” (op. cit. 2020, p. 78), remarcando con ello que la vulnerabilidad de las estructuras cerebrales en desarrollo se acentúa ante la invasión de estímulos digitales diseñados para la captación adictiva.
Incluso si nos remontamos a los padres del pensamiento occidental, como Platón en su diálogo “La República”, ya advertía sobre los peligros de una educación que no cultiva adecuadamente la sensibilidad y la razón. Aunque en un contexto totalmente diferente, la preocupación de Platón por la influencia de las narrativas y los estímulos en la formación del carácter resuena con la actual problemática de la exposición infantil a contenidos digitales no supervisados.
Puntualmente, Platón argumentaba que “la educación musical es la más poderosa, porque el ritmo y la armonía encuentran su camino hacia el interior del alma y se apoderan de ella con la mayor fuerza, trayendo consigo la gracia y haciendo grácil el alma de aquel que ha sido educado” (Platón, La República, 401d-e). Si extrapolamos esta idea, podemos reflexionar sobre cómo la cacofonía de estímulos superficiales y la falta de armonía en los contenidos digitales pueden estar moldeando las almas jóvenes de manera poco grácil, achatando su capacidad de resonancia emocional profunda.
Filosóficamente hablando, también es fundamental establecer aquí el problema que se suscita ante la urgente necesidad de distinguir entre lo real y lo virtual desde la infancia. La reflexión sobre la naturaleza de la realidad y su distinción de la virtualidad es una debate filosófico que se remonta a los orígenes del pensamiento occidental. Pues bien, para la infancia actual, sumergida en mundos digitales cada vez más adictivos y seductores, esta distinción adquiere una necesidad de urgencia sin precedentes. La facilidad con la que los niños pueden transitar entre la inmediatez tangible de su entorno físico y la abstracción interactiva de las pantallas plantea interrogantes cruciales sobre su capacidad para discernir la naturaleza ontológica de cada uno y las implicaciones de esta confusión en su desarrollo sensible y cognitivo.
Recordemos brevemente a un clásico como Descartes, quien se planteó la cuestión de la certeza del mundo exterior y la posibilidad de la ilusión sensorial: su famoso “Cogito, ergo sum” (“Pienso, luego existo”) establecía una base de certeza en la conciencia individual, pero abría la puerta a la duda sobre la realidad del mundo percibido a través de los sentidos. Pues bien, en el contexto actual esta duda se traslada a la experiencia virtual: ¿son las emociones experimentadas en videojuegos tan “reales” como las sentidas en una interacción cara a cara? ¿Son las consecuencias de las acciones en un mundo virtual tan significativas como las que tienen lugar en el mundo físico? Como siempre les dije a mis alumnos: a diferencia del Mario Bros, aquí se muere una sola vez y se vive una sola vez y, cuando la barra de salud decae, duele de verdad.
La filosofía nos invita a analizar críticamente la naturaleza de la experiencia en ambos dominios. La realidad, en su sentido más fundamental, se caracteriza por su tangibilidad, su resistencia a nuestra voluntad individual y sus consecuencias físicas y emocionales directas en nuestro ser y en el de los demás. Implica también la complejidad de las interacciones humanas no mediadas, la riqueza de los estímulos sensoriales que van más allá de lo visual y auditivo, y la necesidad de navegar por un mundo que no siempre se adapta a nuestros deseos y caprichos.
En contraste, la virtualidad, si bien genera experiencias intensas, es una construcción mediada por la tecnología. Sus reglas, sus límites y sus consecuencias son definidos por programadores y diseñadores con indicaciones muy claras. Aunque la inmersión puede ser profunda, existe una capa subyacente de artificialidad, una desconexión con las leyes físicas y las contingencias propias del mundo real. La gratificación instantánea, la posibilidad de reiniciar o deshacer errores, y la ausencia de las complejas señales no verbales de la comunicación humana terminan generando una percepción distorsionada de la causalidad, la responsabilidad y la empatía.
La confusión entre lo real y lo virtual en la infancia también tiene consecuencias significativas en el desarrollo social. La sobrevaloración de las interacciones virtuales en detrimento de las reales nos ha llevado a una disminución de las habilidades comunitarias, una dificultad para interpretar las emociones ajenas en contextos no mediados y una menor capacidad para afrontar la frustración y la complejidad de las relaciones interpersonales en el mundo en el que viven personas de carne y hueso. Por ello, es fundamental que desde una perspectiva filosófica y pedagógica, ayudemos a los niños a construir una comprensión sólida y diferenciada de ambos dominios, fomentando un equilibrio saludable entre la inmersión en el mundo digital y su conexión activa y sensible con la realidad que los rodea. Esta distinción no es sólo un ejercicio intelectual, sino que se trata de una necesidad crucial para preservar su capacidad de asombro, su empatía y su pleno desarrollo como seres humanos en un mundo cada vez más mediatizado por la tecnología.
Dicho todo esto, ha llegado el momento de señalar culpables y de analizar la omisión cómplice de familias y sistemas educativos. La responsabilidad de la precitada creciente insensibilización infantil no puede recaer únicamente en la idílica omnipresencia de la tecnología en nuestras vidas. Por ello, es imperativo dirigir una crítica severa hacia el rol de lo que queda de lo que antes llamábamos “familia” y los sistemas educativos, ambos cómplices silenciosos, ya sea por ignorancia, negligencia o por la internalización acrítica de los “beneficios” de la digitalización temprana.
Muchas familias, presionadas por las demandas laborales y la falta de tiempo, encuentran en las pantallas un recurso fácil para mantener a los niños “entretenidos”, sin dimensionar las consecuencias a largo plazo de esta delegación de la crianza a algoritmos y contenidos audiovisuales diseñados para la captación y el consumo. Esta delegación de responsabilidades, como argumenta el pedagogo Francesco Tonucci en su obra “Con ojos de niño” (2016), priva a los niños de experiencias vitales fundamentales para el desarrollo, a saber: el juego libre, la exploración del entorno natural, la interacción social sin mediaciones tecnológicas, el aburrimiento creativo que impulsa siempre a la imaginación. En sus palabras, “el niño necesita tocar, oler, probar, correr, caerse, lastimarse, levantarse. Necesita la experiencia directa para construir un pensamiento” (Tonucci, 2016). Con ello, y en pocas palabras, el autor nos está recordando la esencialidad de la experiencia sensorial directa en la construcción de un psiquismo sano y sensible.
Por otro lado, los sistemas educativos, atrapados en los curros de la retórica de la “innovación” y la “integración tecnológica”, no han sabido discernir críticamente entre el uso pedagógico significativo de las herramientas digitales y la mera incorporación acrítica de pantallas en el aula. En muchos casos, se prioriza la alfabetización digital instrumental por encima del cultivo de la sensibilidad, la reflexión crítica y la conexión con el mundo real. En su obra titulada “Tecnópolis”, Neil Postman señala que la adoración ciega y bruta a la tecnología puede llevarnos a una situación donde “la tecnología no es un mero instrumento, sino que se convierte en un ambiente total que moldea nuestra forma de pensar, sentir y actuar” (Postman, 1992, p. 49). Pues bien, esta advertencia nos viene al pelo para señalar la facilidad con la que los entornos digitales están moldeando la percepción y la sensibilidad de los niños.
Volviendo a los clásicos, el filósofo Jean-Jacques Rousseau, en su obra “Emilio o De la educación”, ya abogaba por una educación que siguiera el ritmo de la naturaleza del niño y que lo mantuviera alejado de las influencias corruptoras de la sociedad artificial. Si bien su contexto era pre-digital, su énfasis en la importancia de la experiencia directa y el desarrollo de los sentidos como base del conocimiento resuena con la necesidad de proteger a la infancia de una inmersión prematura y acrítica en el mundo virtual. Rousseau sostuvo que “la educación del hombre comienza al nacer; antes de hablar, antes de entender, ya se instruye” (Rousseau, 1762, p. 37), remarcando con ello la importancia que tienen las primeras experiencias sensoriales, no con una pantalla, en la formación del individuo.
A esta altura, no alcanza con señalar la problemática y sus claros responsables. Es crucial, para concluir esta reflexión, abrir interrogantes que nos impulsen a la acción y a la búsqueda de alternativas. ¿Cómo podemos reeducar la mirada de las familias y los educadores para que prioricen el desarrollo integral de la infancia por encima de la comodidad de la pantalla? ¿Qué estrategias pedagógicas pueden contrarrestar la fuerza adictiva de los entornos virtuales y fomentar en los pequeños alumnos una conexión profunda y significativa con su entorno sensible? ¿Cómo podemos diseñar tecnologías y contenidos digitales que promuevan la curiosidad genuina, la creatividad y la empatía en lugar de la pasividad, la violencia y la insensibilización?
Las respuestas a estas preguntas no son sencillas y requieren de un abordaje multidisciplinar que involucre filósofos, pedagogos, psicólogos, neurocientíficos, diseñadores de tecnología, programadores y, fundamentalmente, a las propias familias y a los niños. Es imperativo repensar nuestro modelo de sociedad, donde la lógica de mercado y la híper-estimulación no sacrifiquen la riqueza de la experiencia infantil y la capacidad de asombro ante la belleza y la complejidad del mundo real.
La insensibilización intencional de la infancia no es solo un problema individual, sino una crisis social global que exige una reflexión profunda y una acción colectiva urgente. Como sentenció el poeta T.S. Eliot, “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en la información? (Eliot, T. S., El Roque. Faber and Faber, 1934, p. 96). Esta pregunta debe interpelarnos directamente con el tipo de “información” y “conocimiento” que estamos transmitiendo a nuestros hijos a través de las pantallas y si realmente estamos cultivando la sabiduría y la sensibilidad que necesitan para florecer como seres humanos no idiotas. La pregunta final que debemos hacernos es: ¿qué tipo de seres humanos estamos permitiendo que se desarrollen en esta vorágine digital y qué futuro estamos construyendo para ellos y con ellos?
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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