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Exdiputados y exfuncionarios de ARENA y del FMLN están vinculados a ONG investigadas

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Exdiputados y exfuncionarios de ARENA y FMLN están vinculados a una red de organizaciones no gubernamentales (ONG) señaladas de financiarse en varios ejercicios fiscales con fondos del Presupuesto General de la Nación, para realizar activismo político.

Los cuestionamientos contra las ONG se reavivaron porque el lunes pasado varias personas de la cooperativa El Bosque, del distrito de Santa Tecla, fueron instrumentalizadas por «grupos autodenominados de izquierda y ONG globalistas» para protestar frente a una residencial privada sin relación con el caso, según denunció el presidente de la república, Nayib Bukele.

El sociólogo y analista Mauricio Rodríguez explicó que los partidos tradicionales comenzaron a recurrir nuevamente a los viejos métodos de la guerra para atacar al Gobierno por medio de las ONG u otras organizaciones de fachada.

«Son organizaciones que reciben fondos para tratar de desestabilizar y deslegitimar con protestas constantes. Están tratando de replicar el libreto de los años ochentas, quieren generar mártires», planteó el sociólogo.

La vinculación de los exfuncionarios areneros y efemelenistas con organizaciones fue establecida por la comisión especial que investigó a las «ONG fachada» en la legislatura anterior, con base a datos recolectados por abogados penalistas que fueron contratados por la Asamblea Legislativa para colaborar en las investigaciones. Este expediente, así como el aviso de investigación, están en manos de la Fiscalía.

«ARENA y FMLN usaron las ONG como un soporte mezquino de activismo político, manipulando las necesidades, angustia e ingenuidad de la población bajo su influencia», dijo Martínez.

Según el informe, la Asociación Movimiento de Mujeres Mélida Anaya Montes (Las Mélidas) -de la cual la entonces diputada efemelenista Lorena Peña fue fundadora- recibió $518,890 entre 2011 y 2019 para proyectos.

El exdiputado efemelenista Jorge Schafik Hándal y el exsecretario de Comunicaciones del Gobierno de Salvador Sánchez Cerén, Eugenio Chicas, fueron directivos de la ONG Fundación Salvadoreña para la Democracia y el Desarrollo Social (Fundaspad), que recibió $639,000 de fondos públicos.

Las exdiputadas efemelenistas Blanca Flor Bonilla y Rosa Alma Cruz Marinero fueron directivas, según el informe, de la ONG Proyectos Comunales de El Salvador (PROCOMES); sin embargo, no se presentaron a declarar ante la comisión especial por los $2.5 millones que recibió la organización.

Milena Calderón de Escalón y Mariella Peña Pinto, legisladoras de ARENA, también fueron directivas de ONG que recibieron fondos públicos. De Escalón fue directiva de la Fundación Ambientalista de Santa Ana (Fundasan), que recibió $316,650 de fondos públicos; en tanto, Peña Pinto lo fue de la Fundación Nacional de Arqueología (Fundar), ONG que recibió $559,100 entre 2005 y 2009.

El sociólogo René Martínez cuestionó el quehacer de las ONG porque están influenciadas por intereses políticos de la oposición. «Pervirtiendo la naturaleza original de las ONG, las cuales fueron creadas para afrontar algunos problemas de justicia social y atención a los grupos más vulnerables, los partidos ARENA y FMLN las convirtieron en una fuente más de corrupción, desvío ilegal o ilegítimo de fondos», señaló Martínez.

«Son organizaciones que reciben fondos para tratar de desestabilizar y deslegitimar con protestas constantes. Están tratando de replicar el libreto de los años ochentas, quieren generar mártires», puntualizó.

El siguiente texto fue escrito por el sociólogo y analista Mauricio Rodríguez, y ha sido retomado de la Dirección de Estudios Sociales (DES).

Opinión | Mauricio Rodríguez
Sociólogo y analista
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.

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¿Qué sentido tiene elogiar a los imbéciles?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“El sistema necesita a los tontos más que a los críticos”: Pino Aprile

La reflexión sobre el declive de la inteligencia en la sociedad contemporánea no es un tema novedoso, pero adquiere una urgencia particular cuando se analiza desde la perspectiva de sus causas más fundamentales. Antes de adentrarnos en las provocadoras tesis de Pino Aprile, resulta pertinente trazar un marco conceptual a partir de un análisis que aborda este problema desde dos ángulos interrelacionados: la crianza y la convivencia social. Como he planteado en mis artículos titulados “Ame a sus hijos, no críe imbéciles” y “¿Y si dejamos de ser tolerantes con los imbéciles?, la estupidización es un fenómeno que se gesta tanto en el ámbito íntimo de la familia como en la esfera pública.

En primer lugar, la crianza que prioriza la comodidad y el hedonismo por encima del esfuerzo y la resiliencia mental produce, de manera inadvertida, individuos con un pensamiento atrofiado. A su vez, esta complacencia individual que se ve reforzada por una tolerancia social que, al confundir la cortesía con la indiferencia hacia la mediocridad, legitima la imbecilidad y la convierte en un valor funcional. Los precitados artículos sirven, por lo tanto, como un punto de partida para comprender cómo la imbecilidad ha pasado de ser un defecto a una cualidad premiada, allanando el camino para el análisis particular de la obra de Aprile y otros tantos que vienen advirtiendo, hace siglos, que en materia de inteligencia, estamos yendo hacia atrás.

La inteligencia, esa chispa sagrada que permitió al Homo Sapiens ascender en la escala evolutiva y a dominar casi por completo su entorno, parece hoy, paradójicamente, una carga innecesaria para el intrincado engranaje de la sociedad postmoderna. Hoy los quiero invitar a leer una provocadora tesis de Pino Aprile en su obra titulada Elogio del imbécil nos confronta con una incómoda verdad: la estupidez, lejos de ser un defecto vergonzoso, se ha convertido en una ventaja adaptativa, una cualidad premiada y replicada en la jerarquía social. Esta inversión perversa de los valores no es accidental, sino que forma parte del resultado de un proceso de domesticación intelectual, una suerte de “eutanasia de la razón” consentida.

Aprile, en su análisis, nos advierte que la inteligencia es, por naturaleza, subversiva. Es el motor de la crítica, la duda y la innovación. Un genio, al cuestionar la norma, introduce arena en los engranajes de un sistema que busca uniformidad y eficiencia. En contraste, el estúpido, con su obediencia absoluto y su tendencia natural a la repetición, se erige como el guardián más fiel de las estructuras de poder. Las jerarquías, desde las corporativas hasta las estatales, parecen funcionar mejor y con mayor fluidez cuanto más se nutren de la imbecilidad. Este fenómeno no es sólo una observación sociológica, sino que es, ante todo, una cuestión filosófica fundamental sobre el propósito y el destino de la especie.

Ante esto, podríamos preguntarnos si la cultura, en lugar de ser un catalizador del progreso, se ha transformado en un simple archivo de conocimientos que desincentiva el esfuerzo individual por pensar. Pues bien, Pino Aprile sostiene que “la inteligencia, en las sociedades humanas, es como arena que se introduce en los engranajes: puede obstruir los mecanismos” (Elogio del imbécil, 1997). La disponibilidad masiva de información a través de la tecnología, lejos de fomentar un pensamiento más profundo, está generando una pereza mental sin precedentes. Ya no es necesario comprender, sino sólo replicar. El intelecto, al ser relegado a una función meramente reproductiva, se atrofia, perdiendo su agudeza y su poder creativo.

La verdadera tragedia filosófica reside en la aceptación pasiva de esta clara involución. La humanidad, en la cúspide de su desarrollo tecnológico, ha comenzado a comportarse como una especia que parece haber agotado su función intelectual. Pino Aprile señala, con elocuente ironía, que “podemos perder la inteligencia igual que perdimos la cola. No es una ventaja evolutiva” (Nuevo elogio del imbécil, 2025). Esta frase encapsula la idea de que la inteligencia, que alguna vez fue crucial para la supervivencia, hoy podría ser tan obsoleta como la cola para un homo sapiens. Nuestro autor refuerza esta noción en su obra más reciente, Nuovo elogio dell’imbecille, al argumentar que la inteligencia se ha convertido en una “cualidad superflua” o un “ornamento”, ya que la sociedad ha externalizado el pensamiento y la resolución de problemas en máquinas. Esta regresión intelectual se manifiesta con claridad en la condición de la distracción perpetua, un concepto analizado magistralmente por el filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940).

Recordemos que, en su influyente ensayo titulado La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1935), Benjamin argumenta que la modernidad, a través de medios como el cine, reemplazó la recepción contemplativa del arte con una forma de asimilación masiva y superficial. El público, al ser bombardeado por un flujo incesante de imágenes, se halla en un estado de “distracción”(Ablenkung) que, si bien puede tener un potencial político, también erosiona la capacidad de concentrarse y de experimentar la realidad de forma profunda y crítica. Esta condición nos impide el pensamiento profundo y la experiencia auténtica, ya que la atención se fragmenta y la razón se diluye en la fugacidad de lo inmediato.

Así, la sociedad del espectáculo, con su incesante bombardeo de imágenes y datos superficiales, poda el cerebro del Homo sapiens, haciendo de la estupidez el nuevo ideal adaptativo. Una de las ideas más potentes para comprender esta involución intelectual proviene del filósofo y cineasta francés Guy Debord quien, en su obra seminal La sociedad del espectáculo, argumenta que la vida social ya no se vive de forma directa, sino a través de la “representación”, una colección de imágenes y productos que se interponen entre el individuo y su propia realidad. Para Debord, “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre las personas, mediada por imágenes” (Debord, G., 1967). En esta sociedad, la experiencia auténtica es reemplazada por la contemplación pasiva. El consumo de imágenes, sean estas publicitarias, mediáticas o digitales, se vuelve el centro de la existencia, y la vida se convierte en una sucesión de momentos separados y desvinculados de un todo significativo. En este contexto, la estupidez no sólo es un subproducto de la distracción, como señalaba previamente Benjamin, sino un requisito funcional. Un individuo que piensa, que cuestiona la autenticidad de las imágenes que consume, es una amenaza para la hegemonía del espectáculo, que se sostiene sobre la pasividad, la obediencia y, en última instancia, la imbecilidad.

A esto se suma el aporte de Gianni Vattimo, quien desde la perspectiva de su “pensamiento débil” (el cual se opone a las filosofías con verdades “fuertes” y “absolutas”), pareciera ofrecer un marco en el cual la estupidez no sólo es tolerada, sino también legitimada como una forma de liberación de los grandes relatos y dogmas. Como él mismo afirmó, “el pensamiento débil no es, en sí mismo, una forma de debilidad, sino una forma de liberación de las ataduras de las grandes Verdades” (Vattimo, G., El fin de la modernidad 1985). En este contexto, la imbecilidad no es el resultado de un déficit concreto, sino la consecuencia de un sistema que intencionalmente ha devaluado la jerarquía de los saberes y que, en su afán por democratizar la opinión, trivializa el conocimiento mismo.

Ahora bien, si Aprile y Vattimo describen el problema, el politólogo argentino Agustín Laje va un paso más allá en su ensayo titulado Generación idiota (2023), al sostener que el fenómeno que acabamos de describir no es un proceso accidental y pasivo, sino una estrategia intencional de control social. Laje sostiene que la imbecilidad es un subproducto de una “revolución cultural” que busca erosionar las bases del pensamiento crítico. Según su análisis, esta estrategia se implementa a través de la promoción de ideología que “ser valen de una retórica simplista y emocional para desactivar la racionalidad” (Laje, A., 2023, Generación idiota: Una crítica al adolescente posmoderno). La imposición de una “moral líquida” y la atomización del individuo, sumadas a la híper-estimulación digital, conducen a una incapacidad para discernir entre la información verdadera y la propaganda. En esta línea, la estupidez no sólo nos vuelve más dóciles, sino que nos convierte en cómplices inconscientes de nuestra propia opresión. La inteligencia, con su tendencia a la división y la confrontación, es vista como un peligro, es decir, un obstáculo para una sociedad que valora la unidad banal, superficial y la conformidad. Es en este punto donde la “nueva apología” de Aprile encuentra su máxima expresión: la estupidez, al ser lo opuesto a la inteligencia, se convierte en un aglutinador social, ya que “la inteligencia divide, la estupidez une” (Lasexta.es., 2025, “¿Somos cada vez más tontos?”).

También debemos recordar el aporte del gran filósofo italiano Umberto Eco, que también se adentró en este terreno, señalando cómo el dominio de la imagen y la superficialidad mediática atrofia el pensamiento. En su ensayo Apocalípticos e integrados (1964) nos advirtió sobre la emergencia de un “neoanalfabetismo visual”, una forma de regresión cultural donde el individuo es incapaz de leer e interpretar de forma crítica la imagen y, por lo tanto, la realidad que a través de ella se le impone. Esta observación complementa la tesis de Aprile sobre cómo el dominio de los medios visuales poda el cerebro, relegando la palabra y, con ella, la capacidad de pensamiento abstracto. La imagen, con su inmediatez y su carácter simplista, se convierte en el nuevo lenguaje universal, un lenguaje que no requiere de la complejidad de la reflexión ni de la sintaxis del pensamiento.

Como se habrán podido percatar, caros lectores, la apología de la estupidez no es un capricho del destino, sino el resultado de un sistema ético que ha perdido la brújula. La postmodernidad, al desmantelar las grandes narrativas, ha instaurado un relativismo que, en su versión más banal, equipara el conocimiento con la opinión y la crítica con la intolerancia. En este escenario, la búsqueda de la verdad es vista como un acto arrogante o retrógrada, mientras que la solidez del pensamiento es reemplazada por la fluidez de las emociones subjetivas. En este marco existencial, tan real que duele, la estupidez se convierte en una herramienta para la supervivencia social, pues la persona que no cuestiona ni piensa demasiado no amenaza en absoluto el frágil consenso de la indiferencia naturalizada.

Lo que acabamos de exponer representa, literalmente, una tragedia de nuestro tiempo que, a pesar de disponer de las herramientas para alcanzar una iluminación sin precedentes, la humanidad elija el camino de la oscuridad cognitiva. La estupidez, antes un error lamentable y/o digno de vergüenza, se ha transformado en un vicio cómodo, un refugio para aquellos que prefieren la certeza de la ignorancia a la angustia del saber y la duda. La pregunta que se nos impone, entonces, no es si podemos perder la inteligencia, sino si ya la hemos perdido, y si el precio por haberlo hecho es el de vivir en una sociedad que se complace en su propia banalidad, una colectividad que ha intercambiado la capacidad de asombro por el consuelo de la complacencia decadente.

En fin, ¿por qué es fundamental leer estas obras de Aprile hoy? Porque su crítica no se limita a señalar el problema, sino que nos obliga a enfrentarnos a nuestra propia complicidad. La “nueva apología del imbécil” no es un libro que se deba leer desde la indignación pasiva y quejosa, sino como un manual para la resistencia intelectual. Se trata de un texto que nos llama a romper el ciclo de la distracción y la complacencia, a reapropiarnos de nuestra capacidad de pensar y de dudar. En un mundo donde la estupidez es un valor funcional, la lectura de Aprile se convierte en un acto de subversión, una forma de rebelión contra la dictadura del conformismo y la trivialidad.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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¿Y si leemos bien a Marx?

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Lisandro Prieto Femenía

“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”: Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach, 1845.

No es ninguna novedad indicar que la obra de Karl Marx ha sido objeto de una instrumentalización ideológica que se ha empeñado con esmero por oscurecer su pensamiento original. Tanto la derecha como la izquierda han manipulado sus conceptos para justificar agendas políticas que, en muchos casos, se alejan de la crítica profunda que este autor formuló sobre el modo de producción capitalista. Hoy queremos invitarlos a reflexionar en torno de los puntos álgidos del pensamiento marxiano y confrontarlos con las interpretaciones erróneas que han proliferado en el panorama político y académico.

Para comprender algo de su obra, es imperativo situar a Karl Marx (1818-1883) en su contexto histórico, porque siempre se piensa desde una época. Nacido en Prusia, en el seno de una familia de clase media ilustrada, su formación filosófica se nutrió del idealismo alemán de Hegel, de quien tomaría el método dialéctico para subvertir sus conclusiones. Su motivación para filosofar no fue meramente académica, sino que estuvo profundamente ligada a la realidad política de su tiempo.

La Revolución Industrial había transformado radicalmente a la sociedad, generando una nueva clase de trabajadores (el proletariado) y exacerbando la pobreza, la alienación y la explotación en las grandes urbes. Por lo tanto, Marx comprendió que la filosofía no podía ser un ejercicio abstracto desvinculado de la realidad de la gente. Su famosa tesis sobre Feuerbach sintetiza esta convicción, a la cual adhiero completamente: la teoría debe estar al servicio de la praxis, de la acción transformadora. En este sentido, sus decisiones políticas y académicas fueron indisociables. La redacción del Manifiesto del Partido Comunista (1848) junto a Friedrich Engels no representa un panfleto, sino una aplicación de su análisis de la historia a la lucha de clases, y su exilio fue una consecuencia directa de su activismo político y de sus publicaciones críticas contra el orden establecido.

Precisamente, en su obra principal, El Capital, no es un manual para la revolución, sino una crítica de la economía política. Marx se propuso revelar la lógica interna del capitalismo, su dinámica y sus contradicciones inherentes. En el prefacio a primera edición, él mismo lo aclara al sostener que “el objeto de esta obra es el modo de producción capitalista y las relaciones de producción e intercambio correspondientes. La finalidad última de esta obra es poner al descubierto la ley económica del movimiento de la sociedad moderna” (Marx, El Capital, 1867).

En el centro de esta crítica, se encuentra el concepto de “valor-trabajo”, una categoría analítica que explica cómo se genera el valor en el capitalismo. Contrario a las interpretaciones que lo reducen a una teoría ética, Marx sostiene que el valor de una mercancía no reside en su utilidad o en la percepción subjetiva de los consumidores, sino en la cantidad de trabajo socialmente necesario para su producción: “Como valores, todas las mercancías son meras cristalizaciones de trabajo humano” (Marx, El Capital, 1867, tomo I, capítulo 1).

Sin embargo, el valor de la fuerza de trabajo del obrero, que se compra por un salario, es inferior al valor que esa misma fuerza de trabajo es capaz de crear. Esta diferencia es la “plusvalía”, la fuente de la ganancia capitalista y el motor de un ciclo incesante. Así, el mismo Marx nos explica que “el capital se acumula por la producción de plusvalor. Esto es, el capital se reproduce, y esta reproducción del capital no es más que la reproducción del capital en una escala cada vez mayor” (Marx, El Capital, 1867, tomo I, capítulo 24). La apropiación de este excedente de valor define al capitalismo, que “el capitalista es, de hecho, la personificación del capital, en tanto que su alma es la sed de plusvalor” (Marx, El Capital, 1867, tomo I, capítulo 8).

La precitada crítica económica se entrelaza con una profunda reflexión sobre el ser humano. El concepto de “alienación” (o enajenación) es central en los primeros escritos de Marx, como los Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Lejos de ser una mera sensación psicológica de extrañamiento, la alienación es un fenómeno multidimensional que estructura la existencia del trabajador bajo el capitalismo. Se manifiesta, en primer lugar, en la “alienación del producto”, en la que el obrero es separado del resultado de su trabajo, que se le enfrenta “como un ser extraño, como un poder independiente del productor” (Marx, Manuscritos, 1844).

La mercancía que crea el obrero, en lugar de ser una extensión de su ser, se convierte en un objeto ajeno que lo domina a través de las leyes del mercado. A esta separación del producto se le suma la “alienación de la actividad productiva”, pues el trabajo no es una actividad libre y creativa, sino una labor forzada, un simple medio para la subsistencia. Sobre esto, Marx nos indica que “el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado” (Marx, Manuscritos, 1844).

Esta enajenación del acto de la producción conduce a una aún más profunda: la “alienación de su ser genérico”. La capacidad de producir conscientemente es, para Marx, la esencia que define al ser humano, lo que nos diferencia de los animales: “El hombre, en cambio, hace de su actividad vital misma el objeto de su voluntad y de su conciencia” (Marx, Manuscritos, 1844). En el capitalismo, esta distinción se desvanece, reduciendo el trabajo a una rutina instrumental. Finalmente, la competencia en el mercado enfrenta a los trabajadores entre sí, y la relación con el capitalista se basa en la explotación, lo que genera una “alienación del otro”, rompiendo los lazos de comunidad y solidaridad.

A pesar de la complejidad de su pensamiento, la obra de Marx fue, es y será sistemáticamente malinterpretada y caricaturizada por ambas alas del espectro político, reduciendo su crítica a un dogma simplista. Desde la derecha, la asociación de Marx con los regímenes totalitarios del siglo XX se ha convertido en un lugar común. Autores como Karl Popper, en su libro La sociedad abierta y sus enemigos, acusaron al pensador de ser un “historicista” y de haber sentado las bases de la represión política. Puntualmente, Popper escribió que “el marxismo es la más exitosa de todas las profecías historicistas. Sus profecías se basan en una interpretación de la historia que se centra en el cambio de las estructuras sociales” (Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, 1945, vol. 2, p. 81). Esta crítica, sin embargo, ignora que Marx concebía al Estado como un mero instrumento de la clase dominante, no como una entidad utópica a ser reforzada.

Por otro lado, la izquierda dogmática ha reducido a Marx a un simple ideólogo del socialismo de Estado, olvidando su profunda crítica a la alienación y su visión humanista. La interpretación soviética, conocida como marxismo-leninismo, instrumentalizó sus ideas para justificar la dictadura del proletariado como un fin en sí mismo, en lugar de un medio temporal. En este contexto, Vladimir Lenin teorizó sobre el partido de vanguardia, un concepto ajeno a la obra de Marx, para dirigir la revolución: “El partido, como vanguardia de la clase obrera, debe dirigir la lucha… sólo el partido puede educar y movilizar a la clase obrera” (Lenin, ¿Qué hacer?, 1902). La desviación precedentemente expuesta transformó la crítica marxiana de la opresión en un nuevo tipo de opresión estatal, desdibujando la esencia liberadora de su pensamiento.

A pesar de las manipulaciones ideológicas, el análisis de la lógica del capital que hace Marx sigue siendo agudamente pertinente. La creciente e inocultable desigualdad, la financiarización (proceso económico en el que los mercados financieros, los motivos financieros y las instituciones financieras adquieren un papel cada vez más dominante en el funcionamiento de la economía global) de la economía y la crisis ecológica son fenómenos que pueden ser comprendidos a través de las categorías marxianas, aunque el contexto histórico sea radicalmente distinto.

A partir de ello, la dicotomía entre la crítica marxiana y los regímenes totalitarios que se autodenominan “socialistas” es un punto central de la reflexión. Es posible argumentar que las desviaciones autoritarias no fueron una consecuencia inevitable de la teoría de Marx, sino una traición a sus principios fundamentales. Marx no abogó por la supresión del individuo en favor del Estado, sino por la liberación de la individualidad del yugo de la explotación.

Su crítica se dirigía al poder deshumanizante del capital, no a la libertad humana. Por ende, la verdadera lección reside en la necesidad de distinguir la teoría del pensador de las aplicaciones política e históricamente fallidas, a menudo contaminadas por lógicas de poder que Marx mismo habría criticado (créanme, no lo veo a Marx aplaudiendo a Nicolás Maduro o a los Castro en Cuba). Asimismo, si el Estado es, como Marx lo describió, un instrumento de la clase dominante, la praxis política para evitar la re-creación de nuevas formas de alienación y dominación es uno de los desafíos más complejos del pensamiento contemporáneo.

La clave, quizás, no resida en la conquista del poder estatal para instaurar un nuevo orden, sino en la creación de contrapoderes y movimientos desde la base social. Un enfoque que priorice la autogestión, la democracia radical y las formas de organización horizontal podría ser la única vía para construir una sociedad libre de dominación sin replicar las jerarquías que se busca derrocar. Por último, en el mundo globalizado y digital en el que vivimos, la plusvalía y la explotación no han desaparecido: simplemente han mutado, se han sofisticado.

El valor ya no se produce únicamente en la fábrica, sino también en las plataformas digitales, en el trabajo inmaterial, en la economía de servicios y en la minería de datos. La plusvalía se manifiesta en la monetización de la atención, la venta de información personal y la precarización del trabajo en la “gig economy”, o “economía de los trabajos esporádicos” como modelo de mercado laboral en el que predominan los contratos a corto plazo o el trabajo autónomo, en lugar de los empleos fijos y a tiempo completo. En este sistema, las personas realizan «gigs» o tareas puntuales a cambio de una tarifa, actuando como trabajadores independientes. También, la explotación del trabajo no es un fenómeno del pasado, sino una realidad global que se esconde detrás de la flexibilidad laboral y la externalización de la producción. A pesar de los cambios tecnológicos y sociales, el armazón conceptual de Marx nos ofrece las herramientas para desentrañar las nuevas formas de opresión, demostrando que su pensamiento sigue siendo una herramienta interesante para analizar críticamente nuestro tiempo.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Violencia política banalizada: el caso de Charlie Kirk

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La violencia es el miedo a los ideales de los demás”: Mahatma Gandhi

La reciente noticia del asesinato de Charlie Kirk nos golpea como un hecho que es íntimo y público al mismo tiempo: íntimo porque su vida- con su historia, proyectos, familia y afectos- se apaga para siempre y público porque su muerte se inscribe en un espacio político saturado de tensión, retórica agresiva y prácticas que han ido normalizando la violencia sistémica. Si aceptamos que la política no es sólo un discurso sino también disposición de fuerzas y permeación moral, entonces conviene preguntarnos cómo hemos llegado a este punto decadente y qué significan, filosóficamente, estos actos deplorables. En pocas palabras, queridos lectores, hoy nos proponemos leer un crimen en clave de violencia sistematizada y naturalizada, atendiendo a ciertas reflexiones que nos ayuden a iluminar sus raíces culturales, mediáticas y éticas.

Para comprender la normalización de la violencia, es preciso asumir el proceso de lentificación del asombro: vivimos en la tendencia a que lo sorprendente se haga cotidiano. Al respecto, Hannah Arendt, en su obra “Sobre la violencia” (1970), distingue cuidadosamente entre poder y violencia y declara que “el poder y la violencia no son la misma cosa, y cuando se agota el poder, la violencia emerge como sustituto” (Arendt, 1970, p. 44). En este sentido, Arendt nos está alertando sobre la degradación del espacio político, sobre todo cuando la violencia aparece como un medio para sostener fines que el poder legítimo ya no puede garantizar. Aplicado a nuestro patético presente, esto significa que la violencia deja de ser una excepción para convertirse en una regla o un recurso instrumental legitimado por narrativas que presentan a “el otro” como una amenaza digna de aniquilar. Así, el asesinato de una figura pública se vuelve parte de un continuum donde silenciar al rival- por la fuerza, por el insulto o por la cancelación- se asume cada vez más como “otra forma de hacer política”.

Por su parte, Zygmunt Bauman nos aporta una clave sociológica que complementa la lectura arendtiana. En su obra “Modernidad y Holocausto” (1989) muestra cómo las prácticas modernas pueden burocratizar la violencia y hacerla técnicamente eficiente, pero también invisibilizar su carácter estrictamente moral. Bauman escribe que la modernidad “organiza la indiferencia” y que las tecnologías sociales y administrativas transforman la violencia en algo impersonal y normalizado (Bauman, 1989). Pues bien, cuando los medios masivos de comunicación, las redes y ciertas estrategias políticas alimentan una atmósfera de miedo y enemistad, los asesinos políticos dejan de ser aberraciones incomprensibles y pasan a encajar dentro de una narrativa más amplia- la de la enemistad sistemática- que facilita su repetición.

Ahora bien, para comprender con mayor claridad este fenómeno, también es preciso comprender el vínculo existente entre la violencia, el poder y la disciplina. El abanderado de los filósofos posmo-progres, Michel Foucault- especialmente en “Vigilar y castigar” (1975)- desplaza el foco desde el agente aislado hacia las técnicas y los dispositivos que hacen que la violencia sea eficaz y cotidiana. Foucault afirma que las sociedades modernas producen “sujetos” disciplinados mediante una red de instituciones y de prácticas que normalizan la observación, la sanción y la exclusión (Foucault, 1975). Desde este punto de vista, la violencia sistematizada, entonces, no es sólo la acción de individuos violentos, sino el resultado de dispositivos que configuraron la sensibilidad social: lenguaje, procedimientos policiales, arquitectura mediática, y protocolos de deshumanización. En este entramado teórico, la muerte de Kirk puede entenderse como un instante en que esas tecnologías de exclusión alcanzan su efecto más radical.

Seguidamente, es crucial entender cómo se ha instrumentalizado la tensión mediante la propaganda y la polarización. En este sentido, Noam Chomsky, en “La fabricación del consentimiento” (1988, con Edward S. Herman), explicita cómo los medios y los intereses económicos y políticos moldean la opinión pública mediante marcos, silencios y amplificaciones selectivas, meticulosamente estudiadas, porque “la propaganda es a la democracia lo que la violencia es a una dictadura”. Esta síntesis de su crítica nos recuerda que no sólo existen actos de violencia física, sino estructuras que los preparan culturalmente. Si ciertas agendas políticas explotan el resentimiento, la indignación y la deshumanización, están creando condiciones propicias para que la violencia deje de ser una anomalía y se convierta en posible consecuencia de un tejido retórico homicida que goce de cierta legitimidad. Por lo tanto, la responsabilidad no recae únicamente en quienes empuñan el arma, sino también en quienes cultivan a diario la hostilidad desde púlpitos mediáticos y discursivos muy influyentes.

En este contexto, Walter Benjamin nos ofrece un prisma esencial y complejo para pensar la violencia política. En “Sobre el concepto de historia” (Tesis IX, 1942) y en “Crítica de la violencia” (1921), distingue entre “violencia mítica” y “violencia divina/crítica”. En “Critica de la violencia” sostiene que “la violencia que crea derecho ‘constituyente’ y la que persevera el derecho ‘constituto’ son de una especie diferente” (Benjamin, 1921). Tengamos en cuenta que para Benjamin muchas formas de violencia se naturalizan bajo la noción de que sostienen un orden jurídico- es la violencia que “preserva” lo existente-; frente a ella existe una violencia crítica, que pretende fundar un nuevo orden, aunque ésta también es problemática éticamente.

Aplicado al caso presente, el marco benjaminiano obliga a interrogarnos sobre quiénes definen qué violencia es “legítima” y cómo los discursos políticos justifican- explícita o implícitamente- ciertas prácticas violentas en nombre de la seguridad, la identidad o la “salvaguarda” del orden. Además, nuestro autor advierte sobre la idolatría del progreso y sobre cómo la historia oficial tiende a invisibilizar ciertas rupturas y catástrofes, en tanto que la naturalización de la violencia política puede ser vista como una forma de historicidad falseada que normaliza la agresión y olvida a las víctimas. Su distinción resulta útil porque no basta declarar la violencia como “necesaria” para el mantenimiento del orden, sino que hay que preguntarse por los fines, los procedimientos y quién paga el precio.

Ahora bien, para enfocar este problema desde el prisma de la vulnerabilidad, la deshumanización y la ética de la respuesta, es conveniente para algunos recurrir a la lectura posmo-progre de Judith Butler, quien en “Marcos de guerra” (2009) enfatiza que la política se funda en la forma en que las sociedades reconocen (o niegan) la vida de ciertos cuerpos. “Lo que cuenta como vida humana y lo que cuenta como figura de pérdida se organiza políticamente” (Butler, 2009), sostiene la filósofa. Desde aquí, burlarse de la muerte (mediante asesinato público) de alguien no es un gesto menor, sino un acto de deshumanización simbólica: convierte la pérdida en entretenimiento y borra la responsabilidad ética. El humor que celebra la eliminación del otro participa de la misma lógica que desactiva la empatía y facilita la repetición de la violencia en un bucle interminable.

En términos prácticos, pensar la respuesta ética exige romper con la complicidad- activa o pasiva- que legitima la deshumanización. Esto implica exigir responsabilidades mediáticas, demandar mecanismos claros de sanción ante discursos incitantes, y promover pedagogías públicas que recuperen la capacidad de indignación moral frente a la pérdida humana, cualquiera que sea la filiación del fallecido.

Estamos, desde hace tiempo, inmersos en un mundo que ha banalizado el mal, y parece no molestarle mucho. Hannah Arendt, al estudiar la banalidad del mal, nos mostró cómo el mal puede institucionalizarse y volverse corriente cuando sistémicamente se fragmenta la responsabilidad moral. Si la sociedad riñe y se burla públicamente de un asesinato cobarde, hemos dado un paso más: hemos neutralizado la capacidad colectiva de ver al otro como portador de derechos morales inalienables. Cualquier meme o declaración en redes sociales que celebra la muerte no es un acto íntimo, sino que forma parte de una práctica pública que relativiza el crimen y reduce la posibilidad de justicia restaurativa o crítica.

En conclusión, queridos lectores, de más está decir que condenamos con la máxima firmeza el asesinato de Charlie Kirk y condenamos, asimismo, con igual rotundidad, las burlas, la instrumentalización y la celebración pública de su muerte por un considerable séquito de desquiciados con acceso a internet. Todas esas manifestaciones detestables son formas de banalización de la violencia y del mal. Cuando el espectáculo sustituye al duelo y la mofa suprime la reflexión, la comunidad política demuestra que ha perdido el sentido mínimo de lo que supone la vida compartida. No hay equilibrio moral en relativizar una vida porque se disiente de sus ideas. La justicia exige investigación, sanción y, sobre todo, un examen crítico de las prácticas discursivas que hacen posible que alguien crea que un homicidio de esta índole es justificable.

Finalizo, como siempre, con algunas preguntas. ¿Qué fuerzas- mediáticas, políticas, económicas- han cultivado la atmósfera que hace posible la violencia política? ¿De qué manera nuestras propias prácticas de consumo informativo y de redes sociales contribuyen a la deshumanización del otro? ¿Cómo distinguir entre violencia “constituyente” y “violencia preservadora” sin caer en justificaciones peligrosas? ¿Qué medidas institucionales y culturales serían necesarias para restituir la capacidad colectiva de indignación moral frente a un asesinato, cualquiera sea el sujeto?

Cerrar con estas preguntas no es renunciar a las posibles respuestas, sino que es insistir en que la respuesta ética exige trabajo público, memoria crítica y reformas que desactiven la lógica de la tensión como instrumento político. Encarando estas preguntas con seriedad, algo que jamás harán los degenerados que nos gobiernan en occidente, podremos empezar a revertir la tendencia a naturalizar la violencia y proteger la dignidad humana en tiempos de polarización exacerbada.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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