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¿Quién le asigna el valor a tu profesión?

Por: Lisandro Prieto Femenía
«Debemos preguntarnos si el mercado asigna los salarios de manera justa o si simplemente reflejan una distribución arbitraria de oportunidades»: Michael Sandel
Siguiendo el hilo de nuestra reflexión anterior, titulada «¿Debemos confiar nuestra vida cívica al mercado», hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre una entrevista complementaria a Michael Sandel, titulada «¿Vale más Neymar que un maestro?», en la cual nuestro filósofo expone cuestiones fundamentales sobre el valor económico de las profesiones, la meritocracia y la justicia en la creación y distribución de recursos en nuestras sociedades. Su posicionamiento cuestiona la lógica con la que se suelen asignar los salarios y el prestigio social a distintos trabajos, invitándonos a una reflexión más profunda sobre los principios éticos que guían nuestras economías.
En primer lugar, Sandel plantea una pregunta provocadora, puesto que una filosofía que no provoca al indagar, no sólo no sirve para nada, sino que es nociva y servil a la industria cultural de la moda de turno: ¿Por qué un futbolista gana millones de dólares mientras que un docente, cuya labor es esencial para cualquier sociedad, recibe un salario indigno? Este interrogante nos lleva a pensar en la distinción filosófica entre valor económico y valor moral, algo que no es común debatir en ningún medio masivo de comunicación en nuestros días.
«Debemos preguntarnos si el mercado asigna los salarios de manera justa o si simplemente reflejan una distribución arbitraria de oportunidades»
Recordemos brevemente que Aristóteles, en su «Ética a Nicómaco», diferenciaba entre el valor de uso y el valor de cambio, señalando que «el dinero no es más que un medio de intercambio y no debe ser el fin último de la vida» (Ética a Nicómaco, Libro V). Asimismo, en misma obra, Aristóteles también distingue entre justicia distributiva y conmutativa, haciendo foco en el aspecto particular de la implicancia de la primera, que busca asignar recursos de acuerdo con el mérito y la contribución a la polis. Desde esta perspectiva, podríamos preguntarnos si la asignación de ingresos en el mercado sigue esta lógica o si, por el contrario, se basa en factores individuales y arbitrarios, como la demanda y la rentabilidad del entretenimiento.
Por su parte, y en el mismo sentido, Karl Marx analizó cómo el capitalismo asigna valor de acuerdo con la lógica del mercado y no según la importancia social del trabajo, afirmando que «el valor de una mercancía es determinado por la cantidad de trabajo socialmente necesario para producirla» (El Capital, Tomo I). En síntesis, Marx está criticando cómo en el capitalismo el valor de los bienes y servicios no se relaciona con su utilidad social real, sino con la acumulación misma de capital, motivo por el cual introduce la idea de «fetichismo de la mercancía» para explicar cómo en el capitalismo, las relaciones sociales entre personas se ocultan detrás de las relaciones entre cosas. Es decir, en lugar de reconocer que los bienes y servicios son el resultado del trabajo humano y de las estructuras sociales, el mercado los presenta como si su valor fuera intrínseco y determinado por una lógica impersonal.
«A los ojos de los hombres, las relaciones sociales de su propio trabajo adquieren la forma fantasmagórica de una relación entre cosas» (El Capital, Tomo I, Capítulo 1).
Este concepto nos permitiría entender cómo el salario de un futbolista se percibe como el reflejo de su «valor de mercado», sin cuestionar las estructuras sociales que permiten esta disparidad pornográfica. En este sentido, el fetichismo de la mercancía contribuye a la naturalización masiva de la desigualdad, ya que oculta el hecho de que el mercado no es un mecanismo neutral, sino un sistema construido sobre decisiones políticas y económicas que favorecen ciertas actividades sobre otras. Así, el valor económico no sólo se aparta del valor moral, tal como señala Sandel, sino que también se presenta como una realidad objetiva cuando, en el plano de lo fáctico, es el resultado de relaciones de poder de unos pocos sobre unos muchos.
Ahora bien, desde una perspectiva contemporánea, podríamos cuestionar si el mercado realmente se toma el trabajo de reflejar nuestras prioridades como sociedad o si, por el contrario, impone valores que terminan desdibujando nuestra concepción de lo justo y lo necesario. En este punto, entonces, cabe preguntarse: ¿Debería haber un mecanismo para equilibrar la distribución del valor económico en función del impacto social de las profesiones? o, más claro aún ¿debería existir una reestructuración del valor basada en la contribución social en lugar de en la lógica de la mano invisible del mercado?
Estos interrogantes se pueden tamizar claramente en la entrevista a Sandel, cuando cuestiona la lógica que rige la asignación de valor económico a las profesiones, y un ejemplo paradigmático de esta problemática es la labor de los docentes. A pesar de ser los pilares sobre los cuales se erige el conocimiento de todas las demás profesiones, su trabajo suele ser infravalorado tanto en términos económicos como en reconocimiento social.
Al respecto, es interesante recuperar el aporte de Hannah Arendt en «La crisis de la educación» (1954), donde afirmaba que la educación es el punto en el que decidimos si amamos lo suficiente al mundo como para asumir la responsabilidad de él. A pesar de ello, nuestra sociedad ha decidido desatender a quienes cumplen esta función esencial, al punto de atomizarla, degradarla, licuarla y convertirla en lo que es hoy, un producto básico y mediocre para quienes no pueden pagar, y un producto de lujo y complejidad para quien sí pueda pagar. Así nos va…
En este aspecto, John Dewey, en «Democracia y educación», nos advertía que una sociedad que descuida la formación de sus ciudadanos está condenada a reproducir desigualdades y carencias estructurales. Si la educación es la base del desarrollo de cualquier nación, entonces los docentes no sólo deberían recibir salarios dignos, sino que su profesión debería ser reconocida como la condición de posibilidad de todas las demás. Sin ellos, amigos míos, no existirían médicos, ingenieros, filósofos, artistas ni economistas. Sandel nos está invitando a reconsiderar nuestras prioridades y a preguntarnos si estamos dispuestos a aceptar un modelo que margina a quienes sostienen el futuro intelectual y moral de nuestras sociedades: si la educación es un derecho fundamental, pues su preservación y fortalecimiento deberían estar en el centro de nuestras decisiones políticas y económicas.
Otro punto central en la entrevista precitada es la crítica que Sandel realiza sobre la idea de la meritocracia. En principio, este concepto sugiere que el esfuerzo y el talento individuales determinan el éxito de una persona. Sin embargo, esta visión ignora completamente que las condiciones iniciales no son equitativas para todos: la familia en la que se nace, la educación recibida, el acceso a recursos y redes de apoyo juegan un papel determinante en las oportunidades que cada individuo tiene. En otras palabras, queridos lectores, nadie llega a ningún lado sólo por su esfuerzo y sus condiciones, es necesario el aporte de una familia, una comunidad y una nación, los cuales sientan las bases de las condiciones necesarias para prosperar o fracasar.
«La idea de que el éxito es exclusivamente fruto del esfuerzo individual o personal , es una falacia, pues ignora las condiciones de origen y las oportunidades desiguales»
En criollo, amigos míos, lo que Sandel nos está indicando es que nadie llega a grande solito. El discurso liberal nos quiere hacer creer que un día nos levantamos en la mañana y, por nuestro esfuerzo en soledad, hemos conseguido todo lo que tenemos. Patrañas, que sólo pueden ser verosímiles y creíbles para una masa social totalmente adormecida y carente de cualquier atisbo de pensamiento y crítica: hay que decirlo sin tapujos, las desigualdades estructurales moldean el futuro de las personas, antes incluso de que puedan hacer uso de su supuesto mérito.
«La herencia social influye profundamente en la capacidad de una persona para acumular capital económico, social y cultural» (Bourdieu, «La distinción», 1979).
Más aún, cuando Sandel retoma esta crítica y la aplica al contexto postmoderno nos dice con claridad que el problema de la meritocracia no sólo radica en la falsa creencia de que el esfuerzo es el único factor del éxito, sino también en el desprecio que genera hacia quienes no logran ascender socialmente. Como él mismo señala en su obra «La tiranía del mérito», la meritocracia moderna fomenta un sentimiento de arrogancia entre los «ganadores» y de humillación entre los «perdedores», cuando en realidad el destino de cada individuo está fuertemente condicionado por factores externos. Fuera de lo teórico, quién no ha conocido en su vida algún que otro cabeza de termo moralista que habla con asco de quienes no tienen lo que él sí, por «no haberse esforzado lo suficiente», mientras que este Juan Pérez nació en la comodidad de un hogar donde no faltaba absolutamente nada, y aquél Mengano a quien él critica se crió en una familia en la cual la madre simulaba dolor de estómago a la hora de la cena, para que alcance para todos.
En este sentido, el mercado, al premiar desproporcionadamente ciertos talentos sobre otros (como los futbolistas sobre los maestros), refuerza desigualdades que no dependen en absoluto del esfuerzo personal. Por ello, según Sandel, la meritocracia no sólo es un mito, sino que sirve como mecanismo perverso de legitimación de la desigualdad, al hacer parecer naturales y justas diferencias que en realidad son producto de estructuras económicas y sociales que deben ser cuestionadas. En modo meme: Ricardo expresa «éstos vagos se quejan, pero no se han esforzado lo suficiente». Ricardo: jamás trabajó ni en un quiosco y vive de la totalidad de la herencia recibida por sus padres. ¿Realmente recompensamos el esfuerzo y el talento, o simplemente perpetuamos estructuras de privilegio?
Finalmente, Sandel nos convoca a pensar en el papel que tiene la filosofía en la discusión sobre la economía y la justicia. En una era totalmente dominada por criterios de eficiencia, rendimiento y crecimiento, los debates filosóficos sobre qué constituye una distribución justa de los recursos parecen haber quedado en segundo plano. Pues sí, ya que vemos que la gran mayoría de «intelectuales» de la academia, en lugar de estar pensando en que la economía no puede desligarse de cuestiones éticas y políticas, están ocupados defendiendo agendas progres foráneas de minorías que exigen caprichos disfrazados de derechos, mientras alrededor la sociedad padece hambre y sed de justicia en todos los ámbitos de su vida.
El mercado, lejos de ser una entidad etérea y neutral, está construido sobre decisiones morales y políticas concretas. Determinar qué trabajos son los más valiosos y cómo se distribuyen los beneficios de la producción es, en última instancia, una cuestión de justicia. En este sentido, la filosofía que no es progre ni servicial a los gobiernos corruptos de turno y sus patéticas agendas culturales, tiene el poder de cuestionar y reformular los principios que rigen nuestras sociedades, proponiendo alternativas más equitativas y humanas que sean, al mismo tiempo, rentables y convenientes.
«Si queremos una sociedad justa, debemos preguntaros no sólo cómo distribuir la riqueza, sino también qué valores queremos que refleje nuestra economía»
En definitiva, la entrevista de Michael Sandel que les he propuesto analizar, abre una discusión fundamental sobre la forma en que valoramos el trabajo y las profesiones, la falacia de la meritocracia y el papel de la filosofía en la crítica a la economía y la política. Al confrontar estas cuestiones, no con el insumo del periodista del prime time del noticiero rentado, sino con el arsenal teórico y práctico del pensamiento occidental, podemos ver que la reflexión sobre la justicia económica no es nueva, pero sigue siendo urgente. Si realmente queremos vivir en sociedades más justas, debemos replantearnos qué valoramos y por qué, asegurando que las decisiones políticas y económicas reflejen verdaderamente los principios éticos que sustentan el ya casi extinto bien común.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
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¿Por qué los políticos son cada vez más violentos?

Por: Lisandro Prieto Femenía
“La violencia puede destruir el poder; pero es completamente incapaz de crearlo”, Hannah Arendt
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un fenómeno inquietante para la sociedad occidental actual: la agresividad política parece correlacionarse, en ciertos casos, con un aumento de la popularidad de algunos líderes. Este acontecimiento desafía las concepciones tradicionales de la política como espacio de diálogo, negociación y consenso, y plantea interrogantes fundamentales sobre la naturaleza del poder y la ciudadanía.
En su ensayo titulado “Sobre la violencia” (1970), Hannah Arendt establece una distinción fundamental entre poder y violencia, la cual es crucial para analizar el ascenso de líderes populistas y el uso sistemático de la agresividad política y mediática. Para Arendt, el poder reside en la acción concertada, no concentrada, es decir, en la capacidad de los individuos para actuar juntos y alcanzar objetivos comunes, mientras que la violencia es un instrumento que se utiliza cuando el poder falla. Desde este enfoque, el poder genuino nace del consentimiento y la cooperación, mientras que la violencia es un signo de debilidad, una confesión de que el consenso ha fracasado rotundamente. En este sentido, la agresividad política y la incitación a la violencia son interpretados como intentos de compensar la falta de poder auténtico, la incapacidad de generar apoyo a través del diálogo y la persuasión.
Cuando se trata de líderes populistas, que a menudo carecen de un programa político coherente y de una base de apoyo sólida, la violencia es utilizada como un sustituto del poder legítimo. La retórica agresiva, la demonización del oponente y la creación de un clima de miedo y hostilidad terminan movilizando a los votantes más polarizados y compensar la falta de consenso.
Arendt también señala que la violencia tiende a ser impredecible y generar consecuencias no deseadas. Al recurrir a estrategias comunicativas violentas, los líderes populistas corren el riesgo de desestabilizar la sociedad y de erosionar las instituciones democráticas. Además, la violencia genera una espiral interminable de represalias, alimentando así un ciclo de confrontación y polarización o grieta social constante.
En definitiva, la perspectiva de Arendt nos invita a reflexionar sobre la naturaleza misma del poder y la violencia aplicada como única estrategia de gestión en la política contemporánea. También, nos recuerda que el poder genuino y digno se basa en el consentimiento y la cooperación, mientras que la violencia es un claro signo de debilidad de un pueblo ignorante y enojado, frustrado e impotente al cual no le cuesta nada apoyar medidas que se carguen por completo la vida democrática.
Desde una perspectiva de realismo político, que podríamos representar mediante Hans Morgenthau, la política podría ser concebida como una lucha por el poder, donde los actores buscan maximizar sus intereses. Pues bien, en el contexto actual, la violencia y la agresividad son vistas como instrumentos racionales para alcanzar objetivos políticos bien concretos. Sin ahondar mucho en el asunto, no podemos olvidar que hace unos días el presidente de los Estados Unidos humilló frente las cámaras al presidente de Ucrania: se trató de una escena excesivamente violenta y disruptiva en la que, por primera vez en la historia, un presidente trata como niño desobediente a otro par ante la mirada en vivo de miles de millones de personas alrededor del mundo.
Lejos de desprestigiar su imagen y su intención de apoyo por parte de la gente, éste tipo de montajes mediáticos violentos aumentaron significativamente la valoración de un abusón que está vendiendo explícitamente una nueva forma de negociación política: primero te denigro, te golpeo donde más te duele, te humillo frente al mundo y, finalmente, te pido que solucionemos el problema, bajo mis términos. Consecuentemente con lo que señalaba Morgenthau, al expresar que “la política internacional, al igual que toda política, es una lucha de poder” (Morgenthau, 1948, p. 13), esta lógica se aplica también a la política interna, donde los líderes utilizan la agresividad extrema en redes sociales para proyectar una imagen de fuerza y determinación, cualidades cada vez más valoradas por un público cada vez más ignorante, agresivo y resentido contra un sistema político que los ha defraudado sistemáticamente a lo largo de los años.
Por su parte, nos encontramos con la teoría de la elección racional, que ofrece otra perspectiva para entender este fenómeno. Según este enfoque, los individuos actúan de manera racional para maximizar sus beneficios: en el ámbito político, esto implica que los líderes puedan recurrir a la agresión si consideran que los beneficios (como el aumento de popularidad o la consolidación del poder) superan los costos. Paralelamente, los votantes están apoyando cada vez más a los líderes agresivos, puesto que así creen que éstos defenderán sus intereses o les proporcionarán seguridad. Pobres diablos…
Desde la psicología política, contamos con aportes significativos de autores como Theodore Adorno y Harold Lasswell para poder comprender los factores psicológicos que influyen en el apoyo masivo a líderes violentos. Adorno, junto con un grupo de investigadores, publicó en el año 1950 un estudio titulado “La personalidad autoritaria”, el cual buscaba comprender las raíces psicológicas del antisemitismo y el fascismo. A través de una serie de encuestas y entrevistas, identificaron un conjunto de rasgos de personalidad que predisponen a los individuos a apoyar líderes autoritarios y a adoptar actitudes intolerantes y agresivas. Entre algunos rasgos clave de la personalidad autoritaria incluyen, en primer lugar, la sumisión a la autoridad en individuos que tienden a obedecer ciegamente a las figuras de autoridad, sin cuestionar un ápice sus decisiones. En segundo lugar, la agresividad hacia grupos seleccionados, no necesariamente minoritarios, en tanto que suelen mostrar hostilidad y prejuicios hacia sectores que perciben como diferentes o amenazantes. En tercer lugar, el convencionalismo, es decir, se adhieren rígidamente a las normas y valores tradicionales y desprecian a quienes se desvían de ellos. En cuarto lugar, el uso de la proyección de sus propios impulsos negativos en los demás, buscando siempre a un “otro” para culpar o responsabilizar de sus problemas. Por último el pensamiento dicotómico (“esto es blanco o negro”), técnica muy eficaz para una ciudadanía que ve el mundo en términos binarios, sin matices ni ambigüedades.
Los precitados rasgos de personalidad podrían explicar por qué ciertos individuos se sienten atraídos por líderes que exhiben agresividad política y mediática. Estas figuras violentas suelen proyectar una imagen de fuerza y autoridad, lo que resuena con la necesidad de sumisión irrestricta por parte de individuos poco críticos y tolerantes. Además, la retórica confrontacional y la hostilidad hacia segmentos de la población refuerza los prejuicios y la agresividad de sus seguidores.
Pues bien, todo ello aplicado a un contexto de incertidumbre y ansiedad social, nos da como resultado líderes burdos y agresivos que parecen ofrecer respuestas simplonas y soluciones rápidas a problemas complejos, lo que atrae a aquellos que buscan esa seguridad y estabilidad que la democracia occidental viene erosionando en las últimas décadas. El discurso polarizador de estos personajes, que divide el mundo en “ustedes” o “nosotros”, “nosotros” y “ellos”, también proporciona un patético sentido de identidad y pertenencia a individuos que se encuentran bastante flojos de papeles.
Lasswell, por su parte, realizó un análisis sobre cómo los líderes utilizan la propaganda y la manipulación psicológica para movilizar a sus seguidores. Estos estudios revelan cómo la necesidad de poder, la baja de autoestima o la tendencia a la dominación, predisponen a ciertos individuos a apoyar líderes que proyectan una imagen de fuerza y agresividad. Además, esta tenacidad burda y maleducada, apela a emociones primarias como el miedo, la ira o el resentimiento, que necesariamente terminan movilizando a los votantes más polarizados.
Para muchos, Lasswell fue un pionero en el estudio de la comunicación política y el uso de la propaganda, en tanto que su trabajo se centró en analizar cómo los líderes utilizan los medios de comunicación para influir en la opinión pública y movilizar a sus seguidores. Una de sus obras más influyentes fue “Técnicas de propaganda en la Guerra Mundial” (1927), donde analiza cómo los gobiernos utilizaron la propaganda para manipular a sus poblaciones, destacando allí la importancia del uso de los símbolos, los estereotipos y las emociones provocadoras a través de una estructura comunicacional enfocada en el adiestramiento y la distracción de la realidad fáctica.
También, Lasswell desarrolló un modelo de comunicación que lleva su nombre, y que se ha convertido en un clásico de su campo, basado en la siguiente pregunta: “¿Quién dice qué, por qué canal, a quién y con qué efecto?”. Esta perspectiva destaca los elementos fundamentales del proceso de comunicación, a saber: emisor, mensaje, canal, receptor y efecto. Éste trabajo es relevante, puesto que sirve para comprender cómo los líderes utilizan la comunicación con el único fin de aumentar su popularidad: los líderes agresivos usan estos medios para crear un clima de temor generalizado, siempre redituable en momentos de tomar medidas que, en un estado de normalidad, serían criticadas. Por último, este enfoque nos ayuda a comprender cómo los personajes violentos con poder absoluto utilizan los diferentes canales de comunicación para difundir su mensaje. Hoy, las redes sociales, particularmente la plataforma X, se han convertido en el canal ideal para la difusión de la propaganda política y el agite permanente tanto de fanáticos como detractores.
Para hilar aún más fino sobre este asunto, podemos acudir al análisis de la dinámica del poder, la “teoría de la élite”, desarrollada por Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca, puesto que nos ofrece un marco crítico para comprender cómo las sociedades son gobernadas por minorías organizadas. Ambos autores, a finales del siglo XIX y principios del XX, desafiaron la concepción de una voluntad popular homogénea, argumentando que el poder siempre se concentra en manos de una minoría llamada élite.
Pareto, en su obra titulada “Tratado de sociología general” (1916), introdujo el concepto de “élite” para referenciar a los individuos que destacan en sus respectivas áreas de actividad. Consecuentemente, distinguió entre la “élite gobernante” y la “élite” no gobernante, y propuso la teoría de la “circulación de las élites”, sugiriendo que son siempre dinámicas, aunque permanentemente existe una minoría que ejerce el poder. Este autor también introdujo los conceptos de “residuos” (sentimientos instintivos) y “derivaciones” (racionalizaciones), que son relevantes para entender cómo las élites justifican sus acciones, incluyendo el uso sistemático de la violencia. Por su parte, Gaetano Mosca, en su obra “Elementos de la ciencia política” (1896), se centró en la organización de la élite, argumentando que su capacidad para actuar de manera coordinada es lo que le permite siempre dominar a las mayorías. En este sentido, Mosca sostenía que en todas las sociedades existen estas dos clases precitadas (gobernantes y gobernados) y que la organización es la base del poder de dicha élite.
Desde este último enfoque analizado, la violencia y la agresividad se convierten en herramientas potenciales para esos grupos concentrados de poder. Pueden ser utilizadas para reprimir la disidencia, intimidar a los oponentes y mantener el control de la situación. La popularidad, a su vez, sirve como un mecanismo efectivo para legitimar el poder de la élite, reduciendo la necesidad de recurrir a la fuerza física, conjuntamente con la exacerbación de una propaganda manipuladora de la opinión pública que desempeña el papel crucial de moldear la percepción de la realidad de los gobernados y asegurar su consentimiento.
La lectura crítica de esta teoría de la élite, por lo tanto, nos invita a cuestionar la noción de una democracia puramente representativa, en tanto que sugiere que el poder tiene que concentrarse en manos de minorías organizadas que pueden emplear distintas estrategias, incluyendo la violencia y la agresividad, para mantener su dominio. En el contexto de la agresividad política contemporánea, esta perspectiva nos permite entender cómo ciertos líderes utilizan tácticas agresivas para consolidar su poder y aumentar sus seguidores, mientras que la popularidad se convierte en el instrumento para legitimar su posición dentro de la puja de las élites gobernantes, mientras todos los gobernados lo miramos como un show, para algunos entretenido, para otros como yo, lamentable, decadente y patético.
En definitiva, queridos lectores, es claro que el aumento de popularidad de líderes agresivos nos plantea un desafío fundamental para el sostenimiento de la democracia. La violencia política no hace otra cosa que erosionar el espacio público, dificultar el diálogo, destrozar la deliberación honesta y polarizar a la sociedad. Además, la normalización de la agresividad por parte de una sociedad abúlica, tiene sus consecuencias negativas a corto, mediano y largo plazo, como el aumento de la violencia comunitaria y la violación sistemática de las normas y leyes de la estructura democrática.
Para intentar contrarrestar este fenómeno, es necesario fortalecer las instituciones democráticas, promover una educación cívica de calidad y fomentar una cultura del diálogo, la tolerancia y la construcción conjunta de una sociedad en la que todos merecemos vivir dignamente y ser respetados. Ni hablar de cuán crucial es empezar a discutir el rol que están teniendo las redes sociales en la promoción de la normalización de la agresividad llevada a niveles descomunales de participación masiva y cobardemente anónima. En última instancia, la salud de la vida democrática depende de nuestra capacidad crítica como ciudadanos para resistir la tentación del ataque fácil a quien piensa de otra manera y defender los valores de la verdadera libertad, que no es otra que la posibilidad de coexistir con personas que no están de acuerdo con nosotros.
Lisandro Prieto Femenía.
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«Recuperando el supremo valor de la duda»- Lisandro Prieto Femenía

“El problema del mundo es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas”
Bertrand Russell
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto fundamental para nuestra sociedad actual, en la cual la certeza de la mentira naturalizada parece haber suplantado a la duda: cada vez más personas sostienen convicciones inquebrantables en torno a la política, la moral, la ética, la estética y la identidad, sin cuestionar si estas creencias son producto de una reflexión genuina o simplemente un eco de lo inoculado (o inculcado) por la moda de turno. Justamente, vamos a discutir el sentido de la duda, entendida no como un obstáculo, sino como un camino imprescindible hacia el conocimiento, puesto que parece haber sido relegada al margen del pensamiento de nuestro tiempo.
Como bien saben, René Descartes, en sus «Meditaciones Metafísicas» (1641), estableció que la duda metódica es el primer paso hacia el verdadero conocimiento. Ahora bien, estoy convencido que Ud., amado lector, se estará preguntando qué es ésto de la «duda metódica»: básicamente es un ejercicio intelectual muy provechoso, en el cual cualquiera de nosotros podemos decir: «voy a dudar de absolutamente todo, especialmente de ésto que considero indudable o cierto, y procederé a poner en tela de juicio todas esas «verdades» indiscutibles que vengo sosteniendo hace tantos años». Si nunca en la vida nos hemos detenido a dudar de lo que pensamos, ¿podemos estar seguros de que nuestras creencias nos pertenecen realmente?
“Para rechazar de una vez por todas a todas las opiniones a las que hasta ahora había dado crédito, fue necesario que las hiciera desaparecer de mi espíritu y que comenzara de nuevo desde los primeros fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias” (Descartes, 1641/2005, p. 17).
Esa seguridad ciega en nuestras ideas nos aleja drásticamente de la posibilidad remota de tener un pensamiento crítico y autónomo, porque la ausencia de duda no es símbolo de sabiduría, sino de un dogmatismo que anula la posibilidad misma del aprendizaje. Es más, a título personal puedo dar fe de que las personas más idiotas que conozco, son aquellas a las cuales les resulta prácticamente imposible poner en tela de juicio, al menos por un instante, sus convicciones (muy flojas de papeles, aparte). Esta «convicción absoluta», cuando no se somete jamás al filtro de la reflexión, no es otra cosa que ignorancia disfrazada de certeza y ese, amigos míos, es el peor de los peligros.
En este contexto, la pregunta fundamental es si en nuestra era, marcada por la sobreinformación y la polarización, aún es posible recuperar la duda como un ejercicio filosófico esencial. La creencia irreflexiva, sostenida por la repetición de discursos sin fundamento, nos está condenando a vivir en un mundo donde el pensamiento crítico es reemplazado por la vagancia intelectual y la patética complacencia ideológica. Intentar, al menos, reflexionar sobre lo que creemos, ponerlo en duda y someterlo al escrutinio racional, es sólo el primer paso para recuperar cierta autonomía del pensamiento.
Por su parte, John Stuart Mill sostenía que no podemos considerar una idea como realmente nuestra hasta que la hayamos discutido y reflexionado en profundidad. Particularmente, en su obra titulada «Sobre la libertad» (1859), afirmaba que «aquel que conoce sólo su propio lado del argumento, sabe poco de él». Si no ponemos a prueba lo que creemos que sabemos, si no sometemos nuestras «certezas» al escrutinio del pensamiento crítico, en definitiva, ¿qué sabemos?
Actualmente es muy común ver cómo se defienden posturas con una convicción que da miedo de lo aparentemente inquebrantable que es, sin que quieres las sostengan hayan explorado realmente sus fundamentos. La repetición de ideas ajenas, sin cuestionamiento, no es señal de conocimiento, sino de conformismo intelectual, motivo por el cual es crucial que podamos desafiar nuestras propias ideas, no sólo como un ejercicio de humildad, sino como una necesidad para construir una visión del mundo más sólida y auténtica. En este sentido, la duda nos obliga a examinar nuestras conceptualizaciones, prejuicios, juicios y dictámenes incorporados en las opiniones que proferimos gratuitamente por doquier, como también a contrastarlas con otras perspectivas y, en última instancia, a descubrir si realmente nos pertenecen o si estamos siendo loros funcionales de agendas ajenas.
Otra pregunta fundamental que podemos plantear en este punto es: si en nuestra era, marcada por el bombardeo mediático de información falsa y la promoción interesada de dicotomías morales absurdas, ¿aún es posible recuperar la duda como ejercicio filosófico? Pues bien, la creencia perezosa e irreflexiva, sostenida por el parloteo sin sustento, nos condena a vivir en un mundo donde el pensamiento crítico es reemplazado por la comodidad que brinda una ideología dominante que, en este estado de situación mental global, ni siquiera se gasta en explicar las bases teóricas de su estructura.
La propuesta, entonces, consiste en que podamos demoler a nuestros «ídolos», y quién mejor que Friedrich Nietzsche para explicarnos cuán importante es ese desafío, a saber, destruir aquellas creencias que aceptamos gratuitamente sin cuestionar. En su obra «El ocaso de los ídolos» (1889) sostenía que los conceptos deben ser dados de baja cuando las condiciones bajo las cuales fueron introducidos se han desmoronado. En este sentido, no se trata de un simple rechazo arbitrario, sino de la necesidad de examinar seriamente nuestras convicciones y comprender si realmente tienen fundamento o si son meros vestigios de una tradición heredada.
Al respecto, es justo admitir que la humanidad siempre tuvo esta debilidad de promover la adhesión a discursos establecidos, muchas veces sin conceder espacio alguno al cuestionamiento. Adoptamos valores, creencias, discursos, narrativas, en fin, modos de ver la vida, sin evaluar su validez ni su coherencia con nuestra experiencia y pensamiento propio. La lectura de Nietzsche nos insta a tener una actitud filosófica activa, en la que el individuo se convierte en creador de sus propias convicciones, en lugar de ser un mero borrego, es decir, receptor y repetidor de ideas ajenas: Hitler no llegó sólo al poder, y mucho menos se mantuvo arriba por tanto tiempo en soledad, ¿entienden por qué?
Asimismo, en su obra titulada «Así habló Zaratustra», Nietzsche introduce una figura conceptual un poco controvertida, a saber, la del «superhombre», que sería aquel que logra superar la moral impuesta y se erige como creador de sus propios valores. No tenemos espacio para cuestionar en detalle esta propuesta conceptual puntual, pero al menos hoy le brindaremos la interpretación de que la verdadera autonomía surge cuando dejamos de depender de la herencia de valores, certezas, convicciones y modos de leer la existencia y comenzamos a edificar nuestro propio sentido del mundo. No hay nada más triste, intelectualmente hablando, que escuchar la nefasta frase «yo soy así, al que le guste bien y al que no, también».
“Vosotros decís que creéis en Zaratustra, pero ¿qué importa Zaratustra? Vosotros sois mis creyentes: ¿pero qué importan todos los creyentes? Vosotros no habíais buscado todavía al hombre que crea” (Nietzsche, 1883/2018, p. 152).
Por último, al menos con Nietzsche, nos encontramos en su obra titulada «Genealogía de la moral» (1887) con un examen interesante que realiza sobre cómo los valores morales han sido impuestos históricamente a través de estructuras de poder y resentimiento. Él cuestiona la moral cristiana y su exaltación de la humildad como forma patética de sumisión. La misma lógica opera sobre cualquier agenda política dominante en cada época, sobre todo en nuestros días cuando vemos gente que cree que por pintarse el pelo de colores y odiar injustificadamente lo tradicional del sector mayoritario de la población, simplemente por no formar parte de la doctrina reinante, es decir, de la nueva verdad revelada. Como ven, cambia el fondo, pero nunca la forma: abandonar a nuestros ídolos significa tener el valor de liberarnos de esas bajadas de líneas, y también de las que se muestran como «diferentes» o incluso «reaccionarias», para poder así recuperar una autonomía intelectual realmente genuina.
“La moral de los esclavos necesita, para surgir, siempre un mundo hostil y exterior; necesita, fisiológicamente hablando, estímulos exteriores para actuar, su acción es fundamentalmente reacción” (Nietzsche, 1887/2019, p. 45).
Si verdaderamente queremos desarrollar un pensamiento auténtico, debemos estar dispuestos a desafiar a nuestros propios ídolos y los de las masas, a confrontar nuestras certezas y a reconstruir nuestras creencias sobre las bases más sólidas del ejercicio pleno de la razón crítica. La libertad intelectual no reside, entonces, en adherirse ciegamente a una doctrina, sino en el coraje de someter todo a la prueba de la duda y la reflexión: ésto no implica no tener un posicionamiento sobre ciertas cuestiones, porque a nadie que sea honesto le gusta la tibieza servil. Lo que nosotros queremos es que cada quien tenga su convicción, su postura, pero también tenga la honradez de discutir con quien piensa de otra manera, y, tal vez, aprender algo de quienes consideremos «distintos». Al fin y al cabo, al dogmatismo se lo combate con inteligencia y tolerancia, no con propaganda y actitudes políticamente correctas.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
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Opinet
¿Cómo nos llevamos con el sufrimiento?

Por: Lisandro Prieto Femenía
No hay razón para buscar el sufrimiento, pero si éste llega y trata de meterse en tu vida, no temas; míralo a la cara y con la frente bien levantada. Friedrich Nietzsche
No es ninguna novedad que el sufrimiento ha sido objeto de reflexión y debate a lo largo de la historia en general y de la filosofía en particular. Mientras que algunas corrientes lo consideran un fenómeno que nos puede servir para ser más sabios y crecer personalmente, otras lo cuestionan como una forma de dominio o control social o un obstáculo para la felicidad. En la reflexión de hoy intentaremos explorar la romantización del sufrimiento desde diferentes perspectivas, analizando si la angustia es realmente necesaria para crecer o si existen otras vías para alcanzar la tan deseada plenitud.
Para entender la postura que considera que el dolor sirve de maestro, tenemos que empezar con la lectura de Séneca, para quien el sufrimiento es una buena oportunidad para fortalecer nuestras virtudes. En su obra “Cartas a Lucilio”, nos anima a enfrentarnos al dolor con una valiente serenidad, pues a través de la adversidad es que podemos cultivar nuestra resistencia interna. Este postulado es muy propio del estoicismo, doctrina filosófica que, en general, propone que la clave es aceptar lo que no podemos cambiar o controlar y transformarlo en una lección. Sin embargo, es necesario que nos preguntemos si realmente el dolor nos da lecciones valiosas o si simplemente nos acostumbra a él como parte de nuestra existencia finita: ¿es posible que confundamos adaptación con crecimiento?
Epicuro, por su parte, veía al sufrimiento de manera diferente. Para él, la felicidad y el placer racional eran la meta de la vida, mientras que el dolor innecesario sólo obstaculiza la consecución de esa paz interior. En su “Carta a Meneceo” nos enseñó que tenemos que evitar el dolor innecesario mientras nos enfocamos en lo que nos brinda dicha, satisfacción y bienestar. Cuando sostuvo que «El principio y la raíz de todo bien es el placer del vientre», no estaba abogando por un hedonismo desenfrenado, sino que su filosofía se centra en la búsqueda de la ataraxia, es decir, la tranquilidad del alma, y la aponia, la ausencia del dolor físico. Desde esta perspectiva, los placeres más elevados son los que provienen de la amistad, la conversación filosófica y la moderación en los deseos, no del “vientre” propiamente (el cual le causaba bastantes problemas, porque al parecer lo aquejaban molestias gastrointestinales permanentemente). Como podrán apreciar, tampoco se trata de satisfacer todos los impulsos, sino de discernir cuáles son los placeres verdaderamente necesarios y duraderos, valorando la simplicidad y la autosuficiencia, puesto que los placeres excesivos conducen necesariamente a la ansiedad y el sufrimiento.
En línea con el postulado de Séneca, la tradición judeocristiana otorga un significado muy profundo al sufrimiento, considerándolo como un camino hacia la redención y la purificación. En el Antiguo Testamento, el libro de Job explora la cuestión del “sufrimiento injusto”, planteando una pregunta que todos, en algún momento de nuestra vida, nos hacemos: “¿Por qué los justos sufren?”. Esta pregunta encierra una de las cuestiones más profundas y persistentes de la existencia humana que merece ser explicado con un grado mayor de profundidad: el enigma del sufrimiento justo.
El libro de Job, en las Escrituras Hebreas, plantea que Job, un hombre justo y temeroso de Dios, es sometido a pruebas extremas por Satanás, con el permiso de Dios, perdiendo así su riqueza, su familia y su salud. Sus amigos lo acusan de haber pecado en secreto, argumentando que el sufrimiento es siempre un castigo por el pecado, pero Job mantiene su integridad y cuestiona la justicia divina. La lectura de este Libro no ofrece una respuesta fácil a la pregunta del sufrimiento de los justos, pero en su lugar nos invita a pensar y a cuestionar el sentido del mismo. Finalmente Dios responde a Job desde la tempestad, revelando la inmensidad y el misterio de la creación, y cuestionando la capacidad humana para comprender sus designios.
La historia de Job ha sido interpretada de diversas maneras a lo largo de la historia: algunos la ven como una prueba de fe, donde el protagonista demuestra su lealtad a Dios a pesar del sufrimiento, mientras que otros la interpretan como una crítica a la teología de la retribución, que sostiene que los justos son recompensados y los malvados son castigados. En definitiva, la pregunta de por qué los justos sufren sigue siendo un enigma para todos nosotros, pero creímos necesario traer esta lectura porque nos recuerda que el sufrimiento no siempre tiene una explicación estrictamente racional, y que la fe puede ser puesta a prueba en los momentos más oscuros de nuestra vida.
Consecuentemente, en el Nuevo testamento, la figura misma de Jesucristo ejemplifica el sufrimiento redentor, puesto que a través de su sacrificio en la cruz se institucionaliza el dolor como condición necesaria para la santidad. En particular, la teología cristiana ha desarrollado diversas interpretaciones del sentido del sufrimiento, desde considerarlo una prueba indispensable de fe, hasta verlo como una consecuencia de nuestra condición humana o del pecado original. Esta idea de que el sufrimiento purifica el alma y nos acerca a Dios ha sido una constante en la espiritualidad del cristianismo, aunque también se ha cuestionado el sufrimiento innecesario y la idea de que Dios inflige dolor a los seres humanos
Desde la vereda de enfrente, ya en la tiempos modernos, Nietzsche no se limita a denunciar la glorificación del sufrimiento como mero mecanismo de control social, sino que su crítica es mucho más profunda y abarca una transvaloración de los valores morales tradicionales. Para él, la moral judeocristiana, con su énfasis en el sacrificio y la humildad, ha invertido los valores naturales, convirtiendo la fortaleza en debilidad y el sufrimiento en virtud.
En su obra “La genealogía de la moral”, Nietzsche analiza cómo el resentimiento de los débiles ha dado origen a una moral que glorifica el sufrimiento y la renuncia. Esta moral, desde su perspectiva, es una forma de venganza contra lo que él llamaba “los fuertes”, que afirman la vida y aceptan sus instintos sin avergonzarse. Consecuentemente, Nietzsche propone una inversión de estos valores que se empeñe en celebrar la vida, la voluntad de poder y la creación de uno mismo. Para esta filosofía, el sufrimiento puede ser un estímulo para el crecimiento, pero sólo si se supera y se transforma en una afirmación de la fuerza vital: en este contexto, el sufrimiento se convierte en un desafío que debería impulsarnos a superarnos y a crear nuestros propios valores. Ante este enfoque, es pertinente que nos preguntemos: ¿estamos realmente aprendiendo del sufrimiento y el sacrificio, o simplemente lo aceptamos con resignación por ser un requisito social? ¿Existe alguna posibilidad de que estemos naturalizando patrones de sometimiento innecesarios al glorificar una idea errónea del sufrimiento?
Paralelamente, Arthur Schopenhauer, nuestro “filósofo mala onda” favorito, ofrece una visión pesimista de la existencia humana, en la que el sufrimiento ocupa un lugar central. En su obra titulada “El mundo como voluntad y representación” nos indica que la realidad última es la “voluntad”, es decir, una fuerza ciega e irracional que nos impulsa a desear y a buscar la satisfacción permanentemente. Sin embargo, la satisfacción dura poco, y el deseo insatisfecho genera sufrimiento. También, sostiene que el sufrimiento es inherente a la condición humana, ya que la voluntad nunca puede ser completamente satisfecha, embarcándose en una búsqueda constante de placer y felicidad, una ilusión que sólo puede conducirnos a un mayor sufrimiento.
Ahora bien, no todo está mal para Schopenhauer, puesto que también ofrece una vía de escape al sufrimiento: la negación de la voluntad. A través de la contemplación estética, la compasión y la renuncia a los deseos egoístas, podemos liberarnos de la tiranía de la voluntad y alcanzar un estado de paz y serenidad. Queda claro que la filosofía de Schopenhauer nos invita a reflexionar sobre la esencia del deseo y la inevitabilidad del sufrimiento, ante lo cual podríamos preguntarnos: ¿Es posible liberarnos de la voluntad y encontrar la felicidad en la renuncia? ¿Estamos condenados a sufrir por nuestros deseos, siempre insatisfechos?
Habiendo realizado un recorrido histórico de algunas posturas filosóficas que han aportado sus enfoques acerca del sufrimiento, ha llegado el momento de ver qué se piensa en nuestro tiempo, la decadente postmodernidad y su postulación de la deconstrucción del sufrimiento. Al desmantelar las grandes narrativas tradicionales, la el pensamiento contemporáneo ha intentado arrojar luz sobre la construcción social del sufrimiento: autores como Foucault, Deleuze y Butler han pretendido demostrar que el dolor no es una experiencia universal y objetiva, sino que se moldea a través de las relaciones de poder y las estructuras sociales.
En su obra “Vigilar y castigar”, Foucault nos muestra cómo el sufrimiento se ha empleado históricamente como herramienta de disciplina y control, normalizando los cuerpos y las mentes dentro de instituciones como prisiones y hospitales. Por su parte, Deleuze y Guattari, en “Mil mesetas”, amplían esta visión, revelando cómo el sufrimiento emerge de sistemas de poder más amplios, desafiando la noción de que sea una vivencia meramente individual. Por último, Butler expone cómo las normas de género y sexualidad modulan la vulnerabilidad al sufrimiento, evidenciando que ciertos cuerpos son inherentemente más susceptibles a él que otros.
Sin embargo, esta deconstrucción del sufrimiento no está exenta de críticas, puesto que en su gran mayoría, son patrañas. Una de las más significativas es la tendencia, dentro de ciertos círculos posmodernos, a negar la realidad del sufrimiento individual puesto que al poner todas sus energías en la “construcción social”, se corre el riesgo de minimizar e incluso invalidar el dolor experimentado por individuos reales, de carne y hueso. Esta postura nos ha llevado a una forma extrema de relativismo moral, donde el sufrimiento se reduce a una mera cuestión de interpretación o discurso, ignorando su impacto tangible en la vida de las personas.
Esta negación progre del sufrimiento individual se manifiesta de diversas formas. Por ejemplo, al cuestionar la validez de las experiencias traumáticas o al desestimar el dolor emocional con una mera justificación de “construcción cultural”, se convierte en una actitud insensible que socava la posibilidad de empatía y solidaridad con aquellos que verdaderamente sufren. Es crucial reconocer que el sufrimiento, aunque moldeado a veces por factores sociales, también posee una dimensión existencial innegable: el dolor físico y emocional es una realidad que trasciende el tamiz diletante de las construcciones discursivas como justificación de la totalidad de lo real. Negar esta realidad es ignorar una parte fundamental de la experiencia humana.
Como siempre sostenemos, en lugar de negar los caracteres esenciales de nuestra naturaleza, en este caso el sufrimiento, nuestro tiempo necesita enfocarse en analizar cómo se distribuye de manera desigual en las sociedades. Tenemos que examinar cómo las estructuras de poder y las normas sociales generan y perpetúan el sufrimiento, especialmente entre los grupos más marginados, indefensos y oprimidos. Adoptar esta perspectiva crítica, contraria a la payasada postmoderna que está ocupada en banalidades, contribuiría positivamente a la reconstrucción de una sociedad más justa y compasiva, donde el sufrimiento sea reconocido y abordado de manera efectiva.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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