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La perversa doctrina política del «mal menor»

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Por: Lisandro Prieto Femenía

El objetivo de los modernos es la seguridad de sus goces privados; y llaman libertad a las garantías concedidas por las instituciones de estos mismos goces». Benjamin Constant

Hace poco tiempo, un gran filósofo y amigo de mis tierras, compartió conmigo un de Jean-Claude Michéa, titulado «El imperio del mal menor» (2007), en el cual se desarrolla una interpretación bastante interesante del «mal menor» como criterio político y ético dominante en la mayoría de las democracias occidentales contemporáneas. En una primera aproximación, se propone como una estrategia para evitar grandes calamidades, pero este enfoque prioriza decisiones que, aunque imperfectas, son consideradas menos perjudiciales que las alternativas disponibles. La obra precitada ofrece una profunda crítica a este principio, destacando cómo se ha convertido en el pilar de un liberalismo que ha decidido renunciar a los valores trascendentes en favor de una racionalidad meramente utilitarista y pragmática, motivo por el cual consideramos que es valioso realizar, sobre todo en estos días, el análisis pertinente del «mal menor», contrastándolo con las implicaciones para la política real y la ética devastada.

Antes de desarrollar en profundidad la crítica que se propone, debemos tener en cuenta que para Michéa, el «mal menor» es la expresión de un liberalismo político y económico que busca mantener la estabilidad social mediante la renuncia a grandes ideales colectivos. Nuestro autor argumenta que este principio es un reflejo de la lógica de una modernidad que privilegia el progreso técnico y el consumo individual sobre la construcción de un bien común. En este contexto, entonces, el «mal menor» actúa como una coartada moral para justificar políticas que apuntan directamente a perpetuar desigualdades estructurales y un vacío ético en la esfera pública.

Complementariamente, desde la perspectiva del autor de referencia, se sostiene que el enfoque individualista y moralmente simplista del «mal menor» erosiona los lazos comunitarios, al sustituir valores compartidos por una ética minimalista basada en la tolerancia y un contrato social cada vez más atomizado. Ahora bien, cabe preguntarse hasta dónde nos ha llevado esta forma de existir, en tanto que esta obsesión por evitar «mayores males» conduce a toda velocidad a sociedades en las que las decisiones se toman en función de cálculos utilitarios, sacrificando así cualquier aspiración de justicias verdadera o transformación social radical.

Procedamos ahora a intentar comprender lo precedentemente enunciado mediante algunos ejemplos puntuales. En primer lugar, tengamos en cuenta las llamadas «políticas de austeridad económica» en cuanto cómo los gobiernos, en nombre del «mal menor», implementan dichas directrices que perjudican directamente a las clases trabajadoras para evitar supuestas crisis económicas mayores, como la hiperinflación o el colapso financiero. Estas decisiones, aunque presentadas como inevitables para «salvarnos», consolidan un sistema económico que prioriza los intereses del capital financiero sobre las necesidades de las personas, perpetuando desigualdades estructurales que, paradójicamente, son aplaudidas incluso por quienes las sufren.

Otro ejemplo que puede servirnos para comprender este asunto es el desarrollo de las intervenciones militares. En este caso, el «mal menor» también se utiliza para justificar la invasión militar en nombre de una supuesta estabilidad global: lo que vimos en Irak o Afganistán fueron presentadas como acciones «necesarias» para evitar amenazas mayores, como el terrorismo o la proliferación de armas de destrucción masiva (que por cierto, nunca aparecieron). Pues bien, amigos míos, Michéa en este sentido sostendría que estas acciones no sólo fallan en resolver las causas subyacentes de los conflictos, sino que generan nuevas formas de violencia y desestabilización.

También, podríamos considerar brevemente la tolerancia minimalista que se desarrolla en la esfera de «lo público». Michéa señala que el énfasis en un ética basada en la tolerancia mínima, como evitar la discriminación explícita, ha reemplazado la construcción de valores compartidos más profundos. Por ejemplo, en el ámbito educativo, los programas de inclusión se limitan a medidas superficiales, como la representación simbólica, en lugar de abordar con seriedad las desigualdades estructurales que perpetúan la exclusión social.

Hay más, créame querido amigo lector, mucho más. Otro ejemplo, tan cruel como evidente, es el que podemos apreciar en la desregulación total de los mercados laborales. En este aspecto puntual, nuestro autor critica cómo los gobiernos optan por flexibilizar las regulaciones laborales en nombre de evitar el desempleo masivo: estas políticas, vistas como el «mal menor», a menudo precarizan el trabajo y aumentan la inseguridad económica, perpetuando un sistema que prioriza las ganancias empresariales sobre el bienestar de los trabajadores.

Finalizando con los ejemplos prácticos, no podemos olvidar lo que sucede con las elecciones políticas. En este contexto, «el mal menor» se manifiesta claramente en los sistemas democráticos, donde los votantes se ven obligados a elegir entre candidatos que representan opciones insatisfactorias. Tal es el caso de las elecciones en países occidentales en los que a menudo enfrentan a partidos políticos tradicionales que, aunque diferentes en sus enfoques, comparten una adhesión común a las políticas neoliberales por las cuales ambos se derriten en su deseo. Ésto, según Michéa, no hace otra cosa que perpetuar una política que evita rupturas reales con el status quo sobre el cual tantos pregonan querer cambiarlo mientras que, por detrás, no hacen más que profundizarlo.

Procedamos ahora a plantear las críticas al principio del «mal menor» de Michéa, que encuentra ecos en pensadores como Christopher Lasch, quien, en su obra «La rebelión de las élites», denuncia cómo las élites liberales han reducido la política a una gestión técnica, desvinculada de las necesidades reales de los pueblos. Ambos autores coinciden en que esta lógica tecnocrática desactiva cualquier atisbo de impulso democrático genuino, al reducir el horizonte político a la elección entre alternativas igualmente insatisfactorias.

Sobre ésto último también tenemos que considerar lo ocurrido con el manejo de la crisis financiera del año 2008, en la que los gobiernos de las principales economías mundiales optaron por rescatar a los bancos y corporaciones con fondos públicos, justificando así estas medidas como un «mal menor» para evitar el colapso del sistema financiero global. Sin embargo, esta decisión ignoró por completo, y de manera intencional, las necesidades reales de las comunidades afectadas por las ejecuciones hipotecarias, el desempleo masivo y las políticas de austeridad, reforzando la desconexión entre las élites económicas y la ciudadanía.

Otro claro ejemplo de desconexión lo podemos ver en el ámbito de la discusión por el cambio climático, ante el cual las élites globales han adoptado compromisos mínimos, como los Acuerdos de París, presentándose como el «mal menor» frente a la inacción total. No obstante, estas políticas suelen carecer de medidas concretas y efectivas para abordar las causas profundas de la crisis, dejando a las comunidades más pobres en situaciones de mayor riesgo mientras se protege el status quo de las grandes industrias contaminantes.

Ni hablar de lo ocurrido con la gestión de la pandemia de COVID-19. Durante la pandemia, muchos gobiernos optaron por priorizar la reapertura económica frente a la protección de la salud pública, argumentando que un colapso económico sería un «mal mayor». Este enfoque tecnocrático y asesino, que desactivó debates democráticos sobre las alternativas posibles, ignoró las necesidades específicas de los sectores más vulnerables, como los trabajadores considerados esenciales o las personas sin el acceso adecuado a una atención médica digna y de calidad.

También, y por último en este aspecto particular, debemos tener en cuenta que la lógica del «mal menor» se observa en la creciente privatización de los servicios esenciales como la educación y la salud, presentada como una solución pragmática frente a la ineficiencia estatal. Sin embargo, estas decisiones han logrado la exclusión explícita de las comunidades más carenciadas, consolidando así una gestión técnica de la política que prioriza la eficiencia económica sobre el bienestar común.

Por su parte, el filósofo Slavoj Žižek, desde obras como «En defensa de las causas perdidas» (2008) acompaña a este enfoque, puesto que señala que el principio del «mal menor» puede convertirse en una trampa ideológica: en lugar de cuestionar las raíces de los problemas sociales, esta perspectiva liberal perpetúa el sistema de desprotección social al legitimar decisiones que nunca desafían las estructuras de poder existente. Tengamos en cuenta que para este autor, aceptar el «mal menor» equivale a renunciar a la posibilidad de un cambio real, puesto que así se neutraliza la capacidad crítica de los ciudadanos, los cuales, bastante flojos de papeles en cuanto a la formación reflexiva, terminan aplaudiendo las estructuras que los aplastan.

En la obra precitada de Žižek, argumenta que aceptar soluciones de compromiso, como las decisiones basadas en el «mal menor», impide la posibilidad de la gestación de cambios reales en las estructuras de poder. Al enfocarse únicamente en lo que es políticamente factible dentro del marco existente, se perpetúa una especie de cinismo colectivo donde las opciones transformadoras se descartan como utópicas, delirantes o inviables.

Previamente, en su obra titulada «El sublime objeto de la ideología» (1989) , Žižek explica cómo el discurso político tecnocrático opera al naturalizar las desigualdades y presentar las condiciones existentes como las únicas posibles. Desde esa perspectiva, el «mal menor» sería una herramienta ideológica que se encarga de impedir a los ciudadanos imaginar o luchar por un orden alternativo. En definitiva, Žižek nos sugiere que este enfoque es una estrategia que sirve a las élites para mantener intacto el statu quo, ya que canaliza el descontento hacia elecciones superficiales en lugar de cuestionar las bases estructurales del sistema. Y así nos va…

Frente a las críticas al «mal menor» recién expresadas, tenemos también autores como John Rawls y Jürgen Habermas, que defienden la viabilidad de un liberalismo basado en principios normativos sólidos. Rawls, con su teoría de la justicia como equidad, propuso un modelo en el que las instituciones deben garantizar derechos fundamentales y un mínimo de igualdad, evitando la necesidad de recurrir al cálculo utilitario. Por su parte, Habermas abogó por un liberalismo deliberativo, donde el diálogo racional permitiría construir consensos éticos que trasciendan la lógica del «mal menor».

Si bien estos enfoques ofrecen una perspectiva alternativa, en la que el liberalismo no se limita a gestionar crisis, sino que busca fortalecer las bases normativas de la convivencia democrática. Sin embargo, Michéa cuestiona si éstas teorías pueden aplicarse en un contexto dominado por la lógica mercantil, la devastación ética y moral y la fragmentación social actual. En fin, queridos amigos, el principio del «mal menor» refleja las tensiones inherentes a las democracias posmodernas, atrapadas en la necesidad de evitar el caos (para las élites) y el anhelo de una justicia transformadora.

La crítica de Michéa nos invita a reflexionar sobre los límites de un enfoque político que renuncia a grandes ideales en nombre de una estabilidad ficticia en la cual participamos muy pocos ciudadanos. Rechazar la lógica del «mal menor» no implica optar por el caos, sino recuperar la capacidad de pensar e imaginar alternativas que sean realmente más justas y solidarias puesto que sólo así será posible reconstruir una política que, en lugar de resignarse a lo menos malo, se atreva a perseguir lo verdaderamente bueno.

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Francisco: El profeta ausente

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«Un profeta no carece de honra sino en su propia tierra, y entre sus parientes, y en su casa», Marcos 6:4.

El reciente fallecimiento del Papa Francisco ha abierto un espacio de reflexión sobre su legado, marcado por un pontificado de cercanía global y un particular distanciamiento geográfico: su tierra natal. A lo largo de su papado, Francisco recorrió el continente americano, visitando países como Brasil, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Cuba, México, Estados Unidos, Colombia, Chile y Panamá. Sin embargo, Argentina, el hogar que lo vio nacer y crecer, nunca fue destino de sus viajes papales. Esta ausencia, cargada de simbolismo, nos invita a explorar las razones detrás de esta supuesta paradoja.

La cita bíblica de Marcos 6:4, que mencionamos anteriormente, encuentra un paralelismo significativo en el Evangelio de Mateo, donde se narra un episodio similar en la vida de Jesús: “Viniendo a su patria, les enseñaba en la sinagoga de ellos, de tal manera que se maravillaban, y decían: ¿De dónde tiene éste esta sabiduría y estos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos , Jacobo, José, Simón y Judas? ¿No están todas sus hermanas con nosotros? ¿De dónde, pues, tiene éste todas esas cosas? Y se escandalizaban de él. Pero Jesús les dijo: «No hay profeta sin honra sino en su propia tierra y en su casa” (Mateo 13:54, Reina-Valera 1960).

El precitado fragmento se me viene a la mente con mucha fuerza al analizar la relación de Francisco con su patria. Esta frase no sólo describe una experiencia bíblica, sino una realidad humana, demasiado humana: la dificultad de ser reconocido y valorado en el propio entorno. La familiaridad puede generar escepticismo y las dinámicas personales y políticas pueden eclipsar el reconocimiento del mérito. En el caso de Francisco esta cita adquiere una dimensión particular, entrelazándose con las complejidades de la decadente política argentina.

Antes de su elección como Papa, la figura de Jorge Bergoglio estuvo marcada por tensiones con diversos sectores políticos argentinos. Sus posiciones, a menudo críticas, generaron muchísimas controversias y polarización. Siendo Arzobispo de Buenos Aires, mantuvo una relación compleja y tirante con diversos sectores políticos, puesto que sus posiciones, percibidas por algunos como críticas y por otros como una defensa de los valores tradicionales, generaron bastantes controversias. Estas fricciones previas, arraigadas en el contexto político local, influyeron definitivamente en su decisión de mantener cierta distancia durante su papado.

Un punto de fricción notable fue su postura frente a la aprobación de la ley del matrimonio igualitario, sancionada en el año 2010. Bergoglio, en ese entonces, expresó su firme oposición, calificándola como un ataque al “proyecto de Dios”. Concretamente, en una carta dirigida a los sacerdotes de Buenos Aires afirmó: “No seamos ingenuos: no se trata de una simple lucha política; es una pretensión destructiva del plan de Dios. No se trata de un mero instrumento legislativo (éste es sólo el instrumento) sino de una ‘movida’ del padre de la mentira que pretende confundir y engañar a los hijos de Dios.» (Carta del Cardenal Jorge Bergoglio a los sacerdotes de Buenos Aires, julio de 2010).

Además de las tensiones ideológicas y las controversias por sus posturas, Bergoglio fue objeto de campañas de difamación y críticas personales por parte de políticos y sectores específicos. Estas campañas, a menudo motivadas por intereses políticos, buscaron desacreditar su figura y socavar su influencia. Un ejemplo notable, fue la acusación de complicidad con la dictadura militar, que fue utilizada por algunos sectores políticos para intentar ensuciar su imagen. Al final, estas acusaciones, aunque nunca fueron probadas, lograron por un tiempo desacreditar su figura y socavar su influencia.

Durante el gobierno de los Kirchner, las tensiones se intensificaron al extremo. Algunos políticos oficialistas criticaron abiertamente sus declaraciones sobre la pobreza y la desigualdad, interpretándolas como ataques al gobierno. Por ejemplo, Aníbal Fernández, entonces Jefe de Gabinete, realizó declaraciones públicas donde denostaba las posturas del cardenal, al señalar que “hay que leerlo con mucha atención, porque cuando uno lo lee, uno tiene que ver que lo que está haciendo es política, y no está haciendo religión. Y cuando se hace política, se hace con intenciones políticas” (Declaraciones de Aníbal Fernández, 2012, sobre las críticas de Bergoglio a la situación social del país). Estas críticas, que continuaron incluso después de su elección como Papa, buscaban desacreditar su autoridad moral y política, sobre todo utilizando acusaciones de un supuesto pasado para minar su imagen.

Las campañas de difamación y las críticas personales, sumadas a las tensiones ideológicas, crearon un clima de polarización en torno a la figura de Bergoglio: estas dinámicas políticas influyeron de lleno en su decisión de mantener una distancia prudente con Argentina durante su papado, buscando evitar que las divisiones locales afectaran su rol como líder espiritual global.

Ahora bien, tras la elección de Jorge Bergoglio como Papa Francisco en marzo de 2013, se produjo un cambio notable en la actitud de muchos sectores políticos argentinos. Aquellos que antes lo criticaban, difamaban o mantenían una relación distante, comenzaron, milagrosamente, a expresar admiración y buscar su cercanía. Este giro inesperado se manifestó en declaraciones públicas, gestos simbólicos e innumerables visitas de comitivas de impresentables al Vaticano.

Un ejemplo concreto fue el cambio rotundo de postura de algunos miembros del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. A pesar de las tensiones previas, la presidenta expresó públicamente su alegría por la elección de Francisco y destacó su “humildad” y “compromiso”. En un mensaje oficial, declaró: “En nombre del Gobierno y del pueblo argentino, quiero expresar mi alegría y mi reconocimiento por la elección de nuestro compatriota, el cardenal Jorge Bergoglio, como nuevo Papa Francisco. Su humildad, su compromiso con los pobres y su trayectoria pastoral son un motivo de orgullo para todos los argentinos” (Declaración de Cristina Fernández de Kirchner tras la elección de Francisco, marzo de 2013).

Este cambio de tono fue evidente también en otros funcionarios y legisladores, quienes comenzaron a destacar las virtudes del nuevo Papa y a buscar oportunidades para mostrar su cercanía. Claro ejemplo de esto fueron las innumerables visitas de diversos políticos argentinos al Vaticano: figuras que antes expresaban abiertamente náuseas por Bergoglio, buscaban ahora audiencia con Francisco, intentando vender y proyectar una imagen de cercanía ideológica y apoyo. Estas visitas, a menudo acompañadas de declaraciones públicas, buscaban capitalizar el prestigio y la popularidad creciente del nuevo Papa.

Además, algunos medios de comunicación, siempre ateos y progresistas, que antes criticaban fervorosamente a Bergoglio, comenzaron a destacar sus virtudes y a elogiar su liderazgo. Este cambio en la cobertura mediática también contribuyó a crear una imagen de consenso y admiración en torno a la figura del Papa. Este giro “inesperado” (oportunista) plantea interrogantes sobre la autenticidad y las motivaciones detrás de esta nueva veneración. ¿Fue un cambio genuino de actitud, o una estrategia política y mediática para capitalizar la fama del nuevo Papa? ¿Reflejó un reconocimiento sincero de su liderazgo espiritual, o una búsqueda de beneficios políticos personales?

Ahora bien, es necesario, a esta altura del texto, pensar en la postura de Francisco ante semejante maremoto de lame botas interesados y oportunistas. Desde el comienzo de su pontificado, Francisco, en su rol de líder religioso global, buscó tender puentes y promover el diálogo. Sin embargo, esta relación fue dinámica y estuvo lejos de ser lineal, evidenciando acercamientos selectivos y tensiones latentes. Su apertura hacia sectores políticos que antes lo criticaban, aunque comprensible desde una perspectiva pastoral, generó debates sobre la naturaleza de su relación con el poder en Argentina.

Un ejemplo paradigmático de su intento de acercamiento, aunque también fuente de controversia, fue su postura en relación con la detención de Milagro Sala, líder social y política argentina condenada por diversos delitos. Francisco envió una carta privada a Sala expresando su preocupación y cercanía, lo que fue interpelado por algunos sectores como una crítica implícita al sistema político y judicial del gobierno de Mauricio Macri. Esta acción generó diversas reacciones, desde quienes valoraron su sensibilidad social hacia quienes la consideran una injerencia en asuntos internos. Aunque la carta fue privada, su contenido trascendió, generando un debate patético entre el periodismo rentado de un lado y el periodismo rentado del otro.

Precisamente, la relación con el gobierno de Macri (2015-2019) fue notablemente fría. Si bien hubo encuentros protocolares en el Vaticano, no se percibió una sintonía política o ideológica. Las diferencias en la visión sobre la pobreza, la justicia social y los derechos humanos fueron evidentes. No se recuerdan declaraciones públicas de fuerte confrontación directa, pero la falta de efusividad y la distancia marcaron este periodo concreto.

Un capítulo aparte merece la relación con el actual presidente, Javier Milei. Durante su campaña presidencial, Milei profirió descalificativos muy duros hacia la figura del Papa, llegando a calificarlo “personaje nefasto”, “comunista”, y “defensor de dictaduras” (entre otros tantos que no podemos enunciar). Estas declaraciones generaron un profundo rechazo en amplios sectores de la sociedad argentina y cierta adhesión por otros tantos. Sin embargo, tras su elección como presidente, Milei adoptó un tono conciliador, invitando al Papa a visitar Argentina y retractándose por sus dichos anteriores sostuvo: “Si Su Santidad desea visitar su patria, será recibido con todos los honores que corresponden a un jefe de Estado y líder espiritual de la Iglesia Católica.» (Carta de invitación de Javier Milei al Papa Francisco, noviembre de 2023).

Posteriormente, en un encuentro personal en el Vaticano, Milei le pidió disculpas por sus expresiones pasadas. Este giro drástico ilustra la complejidad de las dinámicas políticas y la influencia que la figura papal puede ejercer, incluso sobre quienes inicialmente se mostraron más críticos y maleducados.

Estos ejemplos demuestran que el acercamiento del Papa no implicó una aceptación acrítica de todos los sectores políticos. Su diálogo fue selectivo y estuvo marcado por sus propias convicciones y su rol como líder espiritual con una visión global. Las respuestas políticas a sus gestos y declaraciones fueron igualmente diversas, reflejando las profundas divisiones ideológicas presentes en la decadente cultura y política Argentina actual.

Ahora, tras su fallecimiento, llega una nueva ola de elogios y reconocimientos, lo cual nos habilita a realizar una pregunta crucial: ¿es éste un reconocimiento genuino o una manifestación de idolatría interesada? La rapidez con la que algunos sectores políticos y mediáticos, otrora críticos, se sumaron al coro de alabanzas, invita a reflexionar sobre la autenticidad de este reconocimiento tardío.

Para concluir, simplemente expresamos que la ausencia de Francisco en Argentina durante su papado, sumada a la repentina efusión de elogios tras su muerte, nos lleva a cuestionar la naturaleza del reconocimiento y la valoración. ¿Es necesario que un profeta abandone su tierra para ser apreciado? ¿O es la muerte el único escenario donde se permite el reconocimiento sin reservas? La figura de Francisco, en su relación con Argentina, nos invita a reflexionar sobre la complejidad de la identidad, el poder y la memoria colectiva. ¿Es este reconocimiento póstumo un acto de contrición, o una manifestación de la volubilidad de la opinión pública? La respuesta, quizás, resida en la honestidad con la que cada uno examine su propia relación con la figura del Papa ausente.

Lisandro Prieto Femenía.
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Francisco: la revolución de la misericordia y los márgenes como centro

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Por: Lisandro Prieto

Parece ayer, pero el 13 de marzo de 2013, Jorge Mario Bergoglio, jesuita argentino, fue elegido como el primer Papa hispanoamericano, el primer jesuita y el primero en adoptar el nombre de Francisco. Desde aquel momento, el mundo católico supo que algo estaba cambiando. Su papado no fue uno de ruptura doctrinal, sino de un profundo viraje pastoral y teológico.

Con una eclesiología que devolvió la centralidad a los pobres, a los descartados y al planeta tierra mismo, Francisco redefinió el modo de ser Iglesia en el siglo XXI. Hoy, 21 de abril de 2025, a primeras horas del alba de Argentina, su muerte marca el fin de una era que nos deja ante el desafío de comprender su legado.

El núcleo de la teología de Francisco puede resumirse en su convicción de que «el tiempo es superior al espacio» (Evangelii Gaudium, §222), lo cual significa que la Iglesia debe abrir procesos antes que consolidar espacios de poder. Esta lógica temporal le permitió avanzar hacia una Iglesia abierta hacia afuera, no autorreferencial, volcada al encuentro con el otro, sobre todo con quien la está pasando mal.

En el corazón de esta visión, se halla su concepción de la misericordia, no como simple condescendencia sino como praxis radical que interpela a las estructuras: «La iglesia vive un deseo inagotable de brindar misericordia» («Misericordiae Vultus», 10), escribió al convocar al Jubileo de la Misericordia. Lejos de tratarse de un sentimentalismo superficial, Francisco quiso recuperar aquí una intuición profunda, heredada del gran Tomás de Aquino, que expresó que «la misericordia es la mayor de las virtudes porque es el efecto del amor divino» (cf. «Suma Teológica, II-II, q.30, a.4).

Esa misericordia nunca, escuchen, nunca es neutral: tiene un rostro concreto, el del pobre. Su famosa frase «¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre para los pobres!» (Evangelii Gaudium, §198) no es una consigna, sino una postura teológica. En línea con la opción preferencial por los pobres, Francisco revalorizó las periferias como lugar de la revelación: no sólo el centro salva, sino que el margen interpela. Siguiendo a los profetas y a Jesús, que comía con pecadores y tocaba a los leprosos, el Papa propuso que la Iglesia no hablara desde arriba, sino con los que sufren.

Por su parte, uno de los gestos más disruptivos de su pontificado fue la publicación de Laudato Si (2015), encíclica que rompió los moldes al unir ecología, justicia social y espiritualidad. Inspirado en San Francisco de Asís, el Papa Francisco propuso una ecología integral, que denuncia tanto la devastación ambiental como la lógica del descarte humano: «No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socioambiental» («Laudato Si», 139).

El cuidado de la «casa común» no es una cuestión técnica, sino estrictamente moral. Aquí, Francisco introdujo una espiritualidad de la humildad frente a la creación divina, al expresar que «Descubrir cada criatura como una palabra de Dios» (Laudato Si’, §85), recuperando así la sensibilidad franciscana que estaba casi completamente ausente en gran parte de la teología moderna.

Sobre este último asunto en particular, es preciso señalar que su mirada no era ingenua: hay una crítica frontal al capitalismo depredador, al consumismo y a la indiferencia global. En un gesto muy poco común para un Papa, llegó a sostener que «esta economía mata» (Evangelii Gaudium, §53). Desde una perspectiva filosófica, podríamos sostener que Francisco realizó un desplazamiento ético: lo común ya no es sólo lo compartido entre los hombres, sino también con la Tierra, los animales, el clima, lo creado.

También, Francisco promovió con fuerza una «conversión pastoral» de toda la Iglesia. Su impulso hacia una Iglesia sinodal- es decir, una Iglesia que camina unida y escucha- supuso una crítica implícita al clericalismo que reduce el Evangelio a norma y poder: «El clericalismo aula la personalidad de los cristianos y tiende a minimizar la gracia bautismal» (Discurso al Comité Ejecutivo del CELAM, 28/7/2013).

En la línea de Congar, Rahner y De Lubac, el Papa creyó que el sensus fidei del Pueblo de Dios no es inferior al magisterio jerárquico. De ahí su apertura a la consulta, al discernimiento comunitario, al respeto por la diversidad cultural. Como diría el teólogo argentino Rafael Tello, que influyó en su pensamiento: «El pueblo creyente tiene una sabiduría teológica que nace del sufrimiento y la esperanza» Pues bien, Francisco intentó llevar ésto al Vaticano y a todas las parroquias del mundo.

Para cerrar, queridos lectores, sólo nos queda plantear la siguiente pregunta: ¿qué queda de Francisco? Su muerte deja abierta la duda de si fue comprendido en su tiempo. Quizás, no tanto. Su insistencia en la misericordia fue confundida con el relativismo; su opción por los pobres, con populismo; su sinodalidad, con debilidad institucional. Sin embargo, su legado no puede medirse por reformas estructurales ni por dogmas promulgados. Lo verdaderamente revolucionario de Francisco fue su testimonio: eligió vivir y morir con sencillez, habló sin miedo y se puso siempre del lado de los últimos de la fila.

Lo que queda, entonces, no es tanto una doctrina nueva, sino un modo de ser católico. Un modo más parecido a Jesús de Nazaret, que no escribió tratados, sino que caminó con los que sufrían. Quizá, como decía Simone Weil, «la atención verdadera es la forma más rara y más pura de generosidad». Francisco ejerció esa atención. Y ahora, el mundo mira hacia Roma, esperando si esa atención- que él volvió central- seguirá iluminando el camino de la Iglesia.

Lisandro Prieto Femenía.
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«Domingo Santo: La esperanza vence a la muerte»- Lisandro Prieto Femenía.

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“Solo donde hay resurrección puede haber esperanza verdadera, y no solo consuelos temporales.”
Benedicto XVI (Introducción al cristianismo, 1968, p. 291)

No es casual que ayer, Sábado Santo, no me haya pronunciado en absoluto. No es olvido ni indiferencia, sino más bien una actitud de espera, luto y fe contenida. Es un día en el que la Iglesia calla, acompaña a María en su dolor indecible, y permanece junto al sepulcro sellado. No se celebra la Eucaristía, no hay palabras de júbilo, no hay predicación, porque el Verbo hecho carne, ha sido entregado al silencio de su muerte terrenal. Por eso, hemos elegido no emitir opinión: cualquier palabra resulta presuntuosa frente al abismo del dolor de la Madre, y a la conmoción del mundo que ha visto morir al Justo.

El Papa Benedicto XVI, en el año 2006, describió este día con excelentísima claridad, al declarar que «el Sábado Santo es el día del escondimiento de Dios, el día de la gran mudez. Dios ha muerto en la carne y ha descendido a los abismos de la muerte. Un silencio nuevo y profundo se ha instaurado, y en ese silencio, Dios ha hablado por medio de su amor» (Benedicto XVI, «Homilía en la Vigilia Pascual, 2006). Se trata de un silencio que no es vacío, porque está completamente cargado de esperanza. Como María, la Iglesia aguarda, guarda y sufre. Pero espera. La espera del Sábado Santo es la matriz que da sentido al Domingo, porque cuando todo parecía consumado, irrumpe la aurora de la Resurrección, y con ella, una luz que ninguna oscuridad ha podido extinguir.

Ante la Madre que ha perdido a su Hijo, las palabras se desvanecen. No hay consuelo humano que alcance. La desmesura del dolor de María al pie de la cruz- como la de tantas madres en la historia- supera todo intento de explicación. Por eso, el Sábado Santo es el día del silencio, porque está recubierto del lenguaje sagrado ante lo indecible.

En este contexto, el silencio es en definitiva el único modo digno de acompañar. Hablar demasiado ante el sufrimiento es una forma de evasión o de irrespetuosa y molesta racionalización, tal como lo explica Romano Guardini cuando expresa que «sólo quien guarda silencio ante lo santo puede escuchar su verdad» («El Señor», 1937). En este marco interpretativo, el silencio se convierte en apertura, espacio donde no imponemos nuestro sentido, sino que nos disponemos a recibirlo. En la tradición cristiana, tampoco es pasividad, sino más bien gestación: María calla, pero su silencio no es de resignación, sino de esperanza desgarrada porque, como muchas madres que me pueden estar leyendo en este instante, el mismo Hijo que ella acunó y vio morir, es el que- por obra del Padre- renacerá.

Una última nota sobre este asunto del silencio de María nos la trae San Bernardo de Claraval, quien decía que «Ella permanecía firme junto a la cruz, con el alma traspasada por la espada del dolor, pero sin una queja. Así participaba del sacrificio, en silencio, con fe» (Homilía De duodecim praerogativis B. Mariae Virginis, n. 14). En ese callar se expresa no la ausencia de sentido, sino su mayor profundidad, porque el misterio nunca se grita, se contempla. El Sábado Santo nos educa, pues, en ese respeto reverente, en esa espera cargada de amor, en esa solidaridad silenciosa que, en lo más hondo, ya presiente la aurora.

Procedamos ahora a intentar comprender con mayor profundidad los momentos del Domingo de Resurrección, episodios que parten del asombro y concluyen en el encuentro. En primer lugar, tenemos que pensar en la piedra removida como signo del límite vencido: «Pasando el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. Y de pronto se produjo un gran temblor: un ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, corrió la piedra y se sentó sobre ella» (Mt 28, 1-2).}

El primer signo no es el cuerpo glorioso del Resucitado, sino el movimiento: la piedra ha sido removida. Este acto no tiene la función de permitir a Cristo salir del sepulcro- pues su cuerpo glorificado no está sujeto a límites materiales-, sino de permitirnos a nosotros mismos mirar dentro, constatar el vacío, comenzar a comprender lo imposible.

La roca corrida es símbolo del límite humano que ha sido quebrado: la muerte, ese muro infranqueable, ha sido traspasado desde dentro. Al respecto, Tomás de Aquino interpreta que la Resurrección no es sólo prueba del poder divino de Cristo, sino causa de nuestra resurrección futura, al indicar que «Cristo resucitado es causa de nuestra resurrección […] porque en la resurrección de Cristo se manifestó su poder, que también nos resucitará a nosotros»(Suma Teológica, III, q. 53, a.1).

Tampoco se trata de una victoria privada de Jesús sobre la muerte, sino más bien de un acto fundante de la fe que transforma el destino de la humanidad: el ángel que corre la piedra no es un simple mensajero, sino un umbral que se abre. Dios, desde dentro del sepulcro, abre un futuro que la humanidad no podría imaginar por sí misma.

Consecuentemente, el próximo signo a analizar es el sepulcro vacío, que representa una ausencia que clama, un silencio que habla profundamente: «Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecho, vestido con una túnica blanca, y se llenaron de temor» (Mc 16,5). Lo que, en primer lugar, encontraron las mujeres no es una presencia, sino una ausencia, es decir, el sepulcro vacío: esta paradoja es central en la experiencia pascual, porque el cristianismo no nace de una aparición deslumbrante, sino de una ausencia que transforma la memora, de una desaparición que sacude la fe.
San Agustín, pensando en esta escena del sepulcro sin el cuerpo, interpreta como nadie la pedagogía divina al expresar que «Dios ha querido que primero creyeran sin ver, para que cuando vieran, entendieran» (In Iohannis Evangelium Tractatus, 121,5). Lo que nuestro santo de Hipona quiere expresar es que la ausencia no niega la presencia, sino que la anuncia de otro modo: en la pedagogía de la fe, Dios se retira para que el corazón aprenda a esperar y leer los signos.

Recordemos que la fe cristiana no siempre se apoya en una evidencia inmediata, sino en la transformación del corazón que ha sido tocado por la gratuidad del un Amor más fuerte que la muerte.

En tercer lugar, pensemos en la voz que llama por el nombre, es decir, el reconocimiento interior: «Jesús le dijo: ¨¡María!¨ Ella se dio vuelta y le dijo en hebreo: ¨Rabbuní¨, que significa: Maestro» (Jn 20,16). El momento del reconocimiento sucede por la voz, no por la vista, porque María Magdalena no reconoce al Señor por sus rasgos, sino cuando Él la llama por su nombre. Es un signo de intimidad absoluta, porque no actúa la visión, sino la escucha, de respuesta personalísima.

Sobre este aspecto en particular, el Papa Francisco señaló con fuerza el carácter transformador de ese encuentro al indicar que «El primer anuncio de la Resurrección no fue una doctrina, sino un encuentro: María Magdalena vio a Jesús vivo, y eso cambió su historia» (Homilía de la Vigilia Pascual, 2021).

El Resucitado es más que una figura ideal o una aparición etérea: es Alguien que llama y espera ser respondido, motivo por el cual María no se convierte en apóstol de un concepto, sino de un encuentro fundante. Ésta es la lógica de la Pascua: Dios llama cada uno por su nombre, no desde el trono, sino desde la experiencia compartida del dolor vencido.

Seguidamente, nos encontramos con el deseo que purifica, traducido en el «no me toques aún»: «Jesús le dijo: ¨No me retengas, porque todavía no he subido al Padre» (Jn 20,17). Este pasaje, enigmático y profundo, encierra una enseñanza sobre la transformación del amor humano ante el misterio divino. Evidentemente, el deseo de María de aferrarse a Cristo- como queriendo que todo vuelva a ser como antes- es detenido por una pedagogía de elevación. El Resucitado ya no pertenece al tiempo ordinario o antiguo: su presencia está inaugurando una nueva forma de relación.

Este acontecimiento es interpretado magistralmente por Benedicto XVI, quien ve este gesto como parte de la purificación del amor que María debía atravesar: «Cristo quiere llevarla más allá del amor sensible, más allá de la posesión, hacia una fe más pura» (Ratzinger, «Jesús de Nazaret», 2001, p.319). En este sentido, es necesario indicar que el amor cristiano, a la luz de la Pascua, no se reduce a lo visible ni a lo poseíble: es una comunión más alta, donde la distancia no separa, sino que contribuye a la madurez de la fe. El Resucitado, entonces, llama a una conversión del corazón, es decir, amar más allá del tacto y confiar más allá de la ausencia física.

En conclusión, queridos lectores, queda claro que el Domingo de Pascua no es un recuerdo piadoso ni una victoria lejana. Es una irrupción que sigue aconteciendo, porque la Resurrección no clausura la historia, sino más bien todo lo contrario, la abre para siempre. En un mundo donde el sinsentido, la desesperanza y la violencia parecen tener la última palabra, la Pascua proclama otra lógica, a saber, la del amor que no muere, la del bien que no es vencido, la de la vida que no se deja reducir al cálculo del poder ni a la estadística del dolor.

La piedra removida del sepulcro es también la piedra que hoy nos oprime: la del miedo, el individualismo, la indiferencia y la espantosa falta de empatía. En este contexto, tengo que recordarles que la Pascua es la promesa de que no hay noche definitiva, tal como lo expresó San Juan Pablo II en uno de los momentos más oscuros de su tiempo: «¡No tengáis miedo! Abrid las puertas a Cristo. Él sabe lo que hay dentro del hombre. Sólo Él lo sabe» («Homilía de inicio de pontificado, 22 de octubre de 1978).

Esta invitación jamás pierda actualidad, porque la Resurrección no es evasión, sino plena transformación. Nos exige a mirar de frente al dolor- como María lo hizo en el Sábado del silencio-, pero sin resignarnos a que sea el dolor quien defina la última palabra. Justamente por ello, la Pascua no niega la cruz, la transforma en símbolo de redención, es decir, la trasciende.

Aquella trascendencia, tampoco es abstracta, porque ocurre en el corazón de lo cotidiano, en cada gesto de compasión que desafía la crueldad, en cada acto de fe que resiste al cinismo, en cada comunidad que se rehúsa abandonar al herido. Sobre este asunto puntual, recordemos algo muy reciente que nos legó el Papa Francisco, al indicar que «la Resurrección no es magia: es un acto de amor. Es la vida que brota allí donde parecía imposible. Y esa vida quiere renacer también en nosotros» («Homilía de la Vigilia Pascual», 2020).

Recordemos entonces, por último, que el cristianismo es, por vocación, testigo de la luz que ha vencido las tinieblas. Por eso, celebrar la Pascua es comprometerse a vivir de tal modo que otros- al ver nuestras obras- puedan intuir que la tumba está vacía y que, aún así, el Amor sigue vivo, por siempre

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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