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La perversa doctrina política del «mal menor»

Por: Lisandro Prieto Femenía
El objetivo de los modernos es la seguridad de sus goces privados; y llaman libertad a las garantías concedidas por las instituciones de estos mismos goces». Benjamin Constant
Hace poco tiempo, un gran filósofo y amigo de mis tierras, compartió conmigo un de Jean-Claude Michéa, titulado «El imperio del mal menor» (2007), en el cual se desarrolla una interpretación bastante interesante del «mal menor» como criterio político y ético dominante en la mayoría de las democracias occidentales contemporáneas. En una primera aproximación, se propone como una estrategia para evitar grandes calamidades, pero este enfoque prioriza decisiones que, aunque imperfectas, son consideradas menos perjudiciales que las alternativas disponibles. La obra precitada ofrece una profunda crítica a este principio, destacando cómo se ha convertido en el pilar de un liberalismo que ha decidido renunciar a los valores trascendentes en favor de una racionalidad meramente utilitarista y pragmática, motivo por el cual consideramos que es valioso realizar, sobre todo en estos días, el análisis pertinente del «mal menor», contrastándolo con las implicaciones para la política real y la ética devastada.
Antes de desarrollar en profundidad la crítica que se propone, debemos tener en cuenta que para Michéa, el «mal menor» es la expresión de un liberalismo político y económico que busca mantener la estabilidad social mediante la renuncia a grandes ideales colectivos. Nuestro autor argumenta que este principio es un reflejo de la lógica de una modernidad que privilegia el progreso técnico y el consumo individual sobre la construcción de un bien común. En este contexto, entonces, el «mal menor» actúa como una coartada moral para justificar políticas que apuntan directamente a perpetuar desigualdades estructurales y un vacío ético en la esfera pública.
Complementariamente, desde la perspectiva del autor de referencia, se sostiene que el enfoque individualista y moralmente simplista del «mal menor» erosiona los lazos comunitarios, al sustituir valores compartidos por una ética minimalista basada en la tolerancia y un contrato social cada vez más atomizado. Ahora bien, cabe preguntarse hasta dónde nos ha llevado esta forma de existir, en tanto que esta obsesión por evitar «mayores males» conduce a toda velocidad a sociedades en las que las decisiones se toman en función de cálculos utilitarios, sacrificando así cualquier aspiración de justicias verdadera o transformación social radical.
Procedamos ahora a intentar comprender lo precedentemente enunciado mediante algunos ejemplos puntuales. En primer lugar, tengamos en cuenta las llamadas «políticas de austeridad económica» en cuanto cómo los gobiernos, en nombre del «mal menor», implementan dichas directrices que perjudican directamente a las clases trabajadoras para evitar supuestas crisis económicas mayores, como la hiperinflación o el colapso financiero. Estas decisiones, aunque presentadas como inevitables para «salvarnos», consolidan un sistema económico que prioriza los intereses del capital financiero sobre las necesidades de las personas, perpetuando desigualdades estructurales que, paradójicamente, son aplaudidas incluso por quienes las sufren.
Otro ejemplo que puede servirnos para comprender este asunto es el desarrollo de las intervenciones militares. En este caso, el «mal menor» también se utiliza para justificar la invasión militar en nombre de una supuesta estabilidad global: lo que vimos en Irak o Afganistán fueron presentadas como acciones «necesarias» para evitar amenazas mayores, como el terrorismo o la proliferación de armas de destrucción masiva (que por cierto, nunca aparecieron). Pues bien, amigos míos, Michéa en este sentido sostendría que estas acciones no sólo fallan en resolver las causas subyacentes de los conflictos, sino que generan nuevas formas de violencia y desestabilización.
También, podríamos considerar brevemente la tolerancia minimalista que se desarrolla en la esfera de «lo público». Michéa señala que el énfasis en un ética basada en la tolerancia mínima, como evitar la discriminación explícita, ha reemplazado la construcción de valores compartidos más profundos. Por ejemplo, en el ámbito educativo, los programas de inclusión se limitan a medidas superficiales, como la representación simbólica, en lugar de abordar con seriedad las desigualdades estructurales que perpetúan la exclusión social.
Hay más, créame querido amigo lector, mucho más. Otro ejemplo, tan cruel como evidente, es el que podemos apreciar en la desregulación total de los mercados laborales. En este aspecto puntual, nuestro autor critica cómo los gobiernos optan por flexibilizar las regulaciones laborales en nombre de evitar el desempleo masivo: estas políticas, vistas como el «mal menor», a menudo precarizan el trabajo y aumentan la inseguridad económica, perpetuando un sistema que prioriza las ganancias empresariales sobre el bienestar de los trabajadores.
Finalizando con los ejemplos prácticos, no podemos olvidar lo que sucede con las elecciones políticas. En este contexto, «el mal menor» se manifiesta claramente en los sistemas democráticos, donde los votantes se ven obligados a elegir entre candidatos que representan opciones insatisfactorias. Tal es el caso de las elecciones en países occidentales en los que a menudo enfrentan a partidos políticos tradicionales que, aunque diferentes en sus enfoques, comparten una adhesión común a las políticas neoliberales por las cuales ambos se derriten en su deseo. Ésto, según Michéa, no hace otra cosa que perpetuar una política que evita rupturas reales con el status quo sobre el cual tantos pregonan querer cambiarlo mientras que, por detrás, no hacen más que profundizarlo.
Procedamos ahora a plantear las críticas al principio del «mal menor» de Michéa, que encuentra ecos en pensadores como Christopher Lasch, quien, en su obra «La rebelión de las élites», denuncia cómo las élites liberales han reducido la política a una gestión técnica, desvinculada de las necesidades reales de los pueblos. Ambos autores coinciden en que esta lógica tecnocrática desactiva cualquier atisbo de impulso democrático genuino, al reducir el horizonte político a la elección entre alternativas igualmente insatisfactorias.
Sobre ésto último también tenemos que considerar lo ocurrido con el manejo de la crisis financiera del año 2008, en la que los gobiernos de las principales economías mundiales optaron por rescatar a los bancos y corporaciones con fondos públicos, justificando así estas medidas como un «mal menor» para evitar el colapso del sistema financiero global. Sin embargo, esta decisión ignoró por completo, y de manera intencional, las necesidades reales de las comunidades afectadas por las ejecuciones hipotecarias, el desempleo masivo y las políticas de austeridad, reforzando la desconexión entre las élites económicas y la ciudadanía.
Otro claro ejemplo de desconexión lo podemos ver en el ámbito de la discusión por el cambio climático, ante el cual las élites globales han adoptado compromisos mínimos, como los Acuerdos de París, presentándose como el «mal menor» frente a la inacción total. No obstante, estas políticas suelen carecer de medidas concretas y efectivas para abordar las causas profundas de la crisis, dejando a las comunidades más pobres en situaciones de mayor riesgo mientras se protege el status quo de las grandes industrias contaminantes.
Ni hablar de lo ocurrido con la gestión de la pandemia de COVID-19. Durante la pandemia, muchos gobiernos optaron por priorizar la reapertura económica frente a la protección de la salud pública, argumentando que un colapso económico sería un «mal mayor». Este enfoque tecnocrático y asesino, que desactivó debates democráticos sobre las alternativas posibles, ignoró las necesidades específicas de los sectores más vulnerables, como los trabajadores considerados esenciales o las personas sin el acceso adecuado a una atención médica digna y de calidad.
También, y por último en este aspecto particular, debemos tener en cuenta que la lógica del «mal menor» se observa en la creciente privatización de los servicios esenciales como la educación y la salud, presentada como una solución pragmática frente a la ineficiencia estatal. Sin embargo, estas decisiones han logrado la exclusión explícita de las comunidades más carenciadas, consolidando así una gestión técnica de la política que prioriza la eficiencia económica sobre el bienestar común.
Por su parte, el filósofo Slavoj Žižek, desde obras como «En defensa de las causas perdidas» (2008) acompaña a este enfoque, puesto que señala que el principio del «mal menor» puede convertirse en una trampa ideológica: en lugar de cuestionar las raíces de los problemas sociales, esta perspectiva liberal perpetúa el sistema de desprotección social al legitimar decisiones que nunca desafían las estructuras de poder existente. Tengamos en cuenta que para este autor, aceptar el «mal menor» equivale a renunciar a la posibilidad de un cambio real, puesto que así se neutraliza la capacidad crítica de los ciudadanos, los cuales, bastante flojos de papeles en cuanto a la formación reflexiva, terminan aplaudiendo las estructuras que los aplastan.
En la obra precitada de Žižek, argumenta que aceptar soluciones de compromiso, como las decisiones basadas en el «mal menor», impide la posibilidad de la gestación de cambios reales en las estructuras de poder. Al enfocarse únicamente en lo que es políticamente factible dentro del marco existente, se perpetúa una especie de cinismo colectivo donde las opciones transformadoras se descartan como utópicas, delirantes o inviables.
Previamente, en su obra titulada «El sublime objeto de la ideología» (1989) , Žižek explica cómo el discurso político tecnocrático opera al naturalizar las desigualdades y presentar las condiciones existentes como las únicas posibles. Desde esa perspectiva, el «mal menor» sería una herramienta ideológica que se encarga de impedir a los ciudadanos imaginar o luchar por un orden alternativo. En definitiva, Žižek nos sugiere que este enfoque es una estrategia que sirve a las élites para mantener intacto el statu quo, ya que canaliza el descontento hacia elecciones superficiales en lugar de cuestionar las bases estructurales del sistema. Y así nos va…
Frente a las críticas al «mal menor» recién expresadas, tenemos también autores como John Rawls y Jürgen Habermas, que defienden la viabilidad de un liberalismo basado en principios normativos sólidos. Rawls, con su teoría de la justicia como equidad, propuso un modelo en el que las instituciones deben garantizar derechos fundamentales y un mínimo de igualdad, evitando la necesidad de recurrir al cálculo utilitario. Por su parte, Habermas abogó por un liberalismo deliberativo, donde el diálogo racional permitiría construir consensos éticos que trasciendan la lógica del «mal menor».
Si bien estos enfoques ofrecen una perspectiva alternativa, en la que el liberalismo no se limita a gestionar crisis, sino que busca fortalecer las bases normativas de la convivencia democrática. Sin embargo, Michéa cuestiona si éstas teorías pueden aplicarse en un contexto dominado por la lógica mercantil, la devastación ética y moral y la fragmentación social actual. En fin, queridos amigos, el principio del «mal menor» refleja las tensiones inherentes a las democracias posmodernas, atrapadas en la necesidad de evitar el caos (para las élites) y el anhelo de una justicia transformadora.
La crítica de Michéa nos invita a reflexionar sobre los límites de un enfoque político que renuncia a grandes ideales en nombre de una estabilidad ficticia en la cual participamos muy pocos ciudadanos. Rechazar la lógica del «mal menor» no implica optar por el caos, sino recuperar la capacidad de pensar e imaginar alternativas que sean realmente más justas y solidarias puesto que sólo así será posible reconstruir una política que, en lugar de resignarse a lo menos malo, se atreva a perseguir lo verdaderamente bueno.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Exponiendo el placebo de la autoayuda

Por: Lisandro Prieto Femenía
«Se nos dice que debemos amarnos a nosotros mismos, pero al mismo tiempo se nos impulsa a ser más productivos, más eficientes, más exitosos». Žižek
Hoy quiero invitarlos a reflexionar en torno a la creciente industria de la autoayuda, con su promesa de éxito, prosperidad y felicidad al alcance de todos, puesto que ha experimentado un auge vertiginoso en la última década: libros, cursos, seminarios y gurús de dudosa procedencia proliferan por doquier, ofreciendo fórmulas cuasi mágicas para alcanzar un bienestar personal y profesional que así, realmente, no llega. Sin embargo, detrás de este aparente empoderamiento individual, se esconde una pregunta que debería inquietarnos: ¿la autoayuda transforma verdaderamente nuestras vidas, o simplemente nos vende un placebo reconfortante que nos mantiene conformes con el status quo?
Comencemos, entonces, con esta última pregunta: ¿liberación y crecimiento o autoengaño y control? Theodor Adorno, en su crítica a la cultura de masas, nos advertía que ésta no busca en absoluto la emancipación de los individuos, sino su adaptación al sistema. En este caso en particular, la industria de la autoayuda, que comenzó siendo un fenómeno comercial bibliográfico y ahora es un virus de videos con mucho punch y cero contenido, parece confirmar esta sospecha: al mercantilizar la esperanza y el éxito (siempre individual, nunca colectivo), desvía la atención de los problemas sistémicos, como la desigualdad económica y la injusticia social naturalizada, hacia soluciones personalistas y superficiales.
«La cultura de masas no es un sistema de liberación, sino de control», Adorno, Dialéctica de la ilustración
No debe sorprendernos que la autoayuda, en su esencia, se nutre de la narrativa del individuo como agente de cambio único y absoluto. Este punto de vista, aunque atractivo para algunos, simplifica la complejidad de las experiencias humanas, ignorando las intrincadas redes de interdependencia que nos constituyen. Al elevar al individuo al centro del universo (sí, promueve narcisistas egocéntricos), la autoayuda crea una ilusión de control, un espejismo reconfortante en un mundo que, en realidad, es caótico e impredecible. Esta focalización en el individuo tiene su costo: desvía totalmente la atención de las estructuras sociales y económicas que moldean nuestras vidas, perpetuando así un sistema que beneficia a unos pocos a expensas de muchos.
Lo precedentemente enunciado nos lleva a analizar otro problema, a saber, el de la trampa de la responsabilidad individual escondida en lemas patéticos como «piensa en grande», al que yo le agregaría, siguiendo la lógica ilusionista de la autoayuda postmoderna: «pero quédate quietito en tu baldosa». Al respecto, Karl Marx, en su análisis de la alienación y la lucha de clases, demostró que las condiciones materiales son determinantes en la vida de las personas. Contrariamente, la autoayuda moderna insiste en que todo depende de la persona, ignorando completamente la existencia de estructuras sociales y contextos específicos diversos: esta narrativa individualista genera sentimientos de culpa perversos, puesto que tarde o temprano el sujeto se choca con las desventajas estructurales, reforzando la idea de que el fracaso es su responsabilidad. Siguiendo este enfoque marxista, se podría plantear con razón la siguiente pregunta: ¿nos venden la idea que podemos ser lo que queramos sólo para que dejemos de cuestionar el sistema?
«No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia», Marx, Contribución a la crítica de la economía política»
Ahora bien, si finalmente aceptamos que la maquinaria mediática de la autoayuda conduce necesariamente al autoengaño, tenemos que analizar qué se esconde detrás de esta anestesia cultural: la tiranía del rendimiento. Sobre este aspecto particular, es conveniente asistir a Slavoj Žižek, quien en su obra «El sublime objeto de la ideología», critica esta perversa doctrina por su doble mensaje de auto-aceptación y superación constante. Aunque aparentemente benigna, esta autoayuda nos insta a amarnos a nosotros mismos, a aceptarnos tal como somos (aunque seamos unos idiotas egocéntricos), pero simultáneamente nos bombardea con el imperativo de ser más productivos, más eficientes, más exitosos. Žižek desvela la trama inherente a esta contradicción: el culto a uno mismo se convierte en una herramienta de la autoexplotación voluntaria. Al internalizar el mandato de la «mejora continua», nos convertimos en nuestros propios capataces, impulsándonos sin descanso hacia metas inalcanzables. Así, la autoayuda, lejos de liberarnos, nos encadena en una espiran de rendimiento y ansiedad, donde la búsqueda de la perfección se convierte en una obsesión narcisista. En última instancia, esta doctrina permite que nos alienemos a nosotros mismos, transformando el amor propio en una forma no tan sutil de esclavización.
Por su parte, Byung-Chul Han, en su obra «La sociedad del cansancio», profundiza aún más esta idea, analizando cómo el imperativo del rendimiento y la positividad hueca genera una forma de auto-explotación y agotamiento. Desde este enfoque, la autoayuda no promueve amor propio sino que se convierte en una forma elegante del fomento del esclavismo productivo, donde la perfección y el éxito se torna en la típica obsesión narcisista de egocéntricos y dogmáticos del lema «el que quiere, puede».
«El sujeto de rendimiento se explota a sí mismo hasta que se derrumba»- Byung-Chul Han
Ante los argumentos precedentemente enunciados, creo que es momento de plantear la necesidad de interpretar la filosofía como un antídoto contra la brutal superficialidad de la autoayuda. En este mundo, saturado de facilismos y pociones mágicas disfrazadas de promesas vacías, la filosofía sigue siendo un faro olvidado de lucidez y profundidad. A diferencia de la autoayuda, que se contenta con ofrecer respuestas precocidas y masticadas, la filosofía nos invita a cuestionar, a explorar los aspectos complejos de nuestra existencia y a construir un sentido auténtico de la vida.
Evidentemente, la filosofía no nos ofrece un recetario para conseguir la felicidad, sino que nos proporciona medios para pensar críticamente, es decir, para examinar nuestras creencias y valores, y para vivir coherentemente de acuerdo con nuestros principios. Por su parte la autoayuda, con toda su energía puesta en el pensar positivo y la actitud mental, se convierte en una forma de adoctrinamiento, limitando nuestra capacidad para cuestionar el estado de situación del mundo y la posibilidad de imaginar otras alternativas.
Contrariamente, la filosofía nos libera de los clichés del pensamiento convencional de moda, puesto que nos anima a desafiar las normas establecidas y explorar nuevas perspectivas: al cultivar la crítica y la reflexión profunda, la madre de todas las ciencias nos empodera para tomar decisiones informadas, para actuar con más autonomía y para resistir los embates de la permanente manipulación.
Otro aspecto fundamental que debemos tener en cuenta es que, mientras que la autoayuda se centra en la consecución de metas individuales y la mejora del bienestar personal, la filosofía no progre se dedica a la búsqueda de la verdad, la belleza y el sentido de la existencia. La filosofía nos convoca a reflexionar sobre las grandes preguntas que nos han intrigado durante siglos, como «¿Qué es la realidad?», «¿Qué es el conocimiento?», «¿Qué es la justicia?», «¿Qué es la felicidad?». Explorando estas cuestiones fundamentales, este modo de vivir y de pensar nos ayuda a comprender mejor el mundo que nos rodea y el lugar que ocupamos en él.
También, a diferencia de la autoayuda, que se practica en solitario, la filosofía se nutre del diálogo auténtico y respetuoso en el marco de una comunidad, porque nos invita a compartir nuestras ideas, a debatir nuestros puntos de vista y a aprender de los demás: al participar en el diálogo filosófico, nos enriquecemos intelectualmente, ampliamos nuestros horizontes y fortalecemos nuestros lazos con los demás. Creo que justamente por ello tiene menos o peor fama que la autoayuda: cuando queremos pensar con otro (dialogar seriamente de algo) tenemos que involucrarnos tanto con los fundamentos de lo que decimos como también tener la apertura y la prudencia de escuchar atentamente lo que me dicen otros. Pues bien, con la autoayuda no sucede ésto: basta con escuchar una charla tipo TED y anotar en un papel lo que creo que me puede servir a mí, y sólo a mí. Resumiendo, mientras una desarrolla consejillos trillados para el desarrollo personal, la otra nos invita a trascender la superficialidad y abrazar la complejidad de nuestra existencia.
En definitiva, queridos lectores, queda preguntarnos: ¿hasta qué punto la autoayuda realmente nos es útil y hasta qué punto nos mantiene conformes? ¿Ésto nos enseña a mejorar nuestras vidas o a tolerar lo que debería ser intolerable? ¿El problema es nuestra actitud ante el mundo que se nos presenta o el mundo en el que vivimos realmente? La respuesta a estas preguntas no es simplona: la autoayuda podría ofrecer herramientas útiles para manejar el desarrollo personal, en ciertos casos particulares, pero también puede convertirse en un mecanismo de control que nos impide dudar o cuestionar las estructuras sociales y económicas que perpetúan la desigualdad. Desde la filosofía, lamento informarles que la verdadera transformación, tanto personal como social, requiere de gente que piense, que tenga la capacidad de realizar un análisis crítico y honesto de estas estructuras y que se comprometa con la construcción de un mundo más justo y equitativo, no «para mí, y sólo para mí», sino para todos.
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Partido Libertario de España opina sobre actuales problemas del estado español

El periodista del canal La Jirafa, Jorge Sánchez, realizó una entrevista con Secretario General del Partido Libertario de España, Jorge Martín. El político español abordó temas mas impactantes para los españoles de hoy: educación, amenazas para España y política migratoria del gobierno español.
Entrevista completa con Secretario General del Partido Libertario de España, Jorge Martín
1) ¿Cuales son los objetivos, metas y tareas del Partido Libertario de España?
El Partido Libertario de España aspira a reducir el ámbito de la política disminuyendo el número de competencias que tienen las administraciones públicas y transfiriendo esas competencias a la sociedad civil.
Por ejemplo, no debería haber medios de comunicación propiedad de las administraciones, ni medios privados recibiendo subvenciones. Tampoco debería entorpecerse la construcción, compra y alquiler de vivienda con trabas burocráticas, hiperregulación del alquiler, etc. Todo esto lleva a que comprar o alquilar una vivienda sea cada vez más difícil.
En nuestro estado actual de desarrollo, nuestro próximo objetivo son las elecciones municipales de 2027, por ser las elecciones municipales un primer “escalón”. Pero por supuesto, tenemos en mente acudir a otro tipo de elecciones a medio y largo plazo.
Nuestra principal tarea actual es crecer como organización y crecer en visibilidad, que se nos conozca.
2) ¿Cómo aborda el Partido Libertario el tema de la educación y qué propone para mejorar el sistema educativo?
La educación es un excelente ejemplo de lo que decía antes. El Estado no debería gestionar la educación. No debería haber un único modelo educativo, sino varios modelos en competencia.
Los padres deben poder elegir en qué centro escolarizan a sus hijos, permitiéndose también la enseñanza en el hogar. Y debería haber libertad de planes de estudio. Todo esto ocurre en algunos países desarrollados, sin que suponga un problema. La competencia fomenta la excelencia, y la competencia de modelos también. Por otro lado, habiendo alumnos muy diferentes, no solo es cuestión de qué modelo es mejor en general, sino también de qué modelo es el más adecuado para un alumno concreto.
En nuestra opinión, el papel del Estado debería limitarse a financiar el coste educativo de las familias que no tengan recursos para afrontarlo. Manteniendo la libertad de elección de estas familias sin recursos, cuyos hijos podrían matricularse en los mismos centros (dentro de un precio medio) que los de las demás familias.
En cuanto a la prohibición o no de los teléfonos móviles en las aulas, considero (en la línea de lo que he dicho antes) que eso debe ser una decisión de cada centro. Entiendo (esto lo digo a título totalmente personal) que lo más esperable es que en la mayoría de los casos los centros decidan no permitir su uso, salvo en casos de emergencia o necesidad.
3) ¿Cuál es la amenaza más potente para España de hoy?
España está amenazada hoy por los políticos que actualmente gobiernan casi todos los aspectos de nuestras vidas. Son una bomba de racimo que reparte miseria a todos los sectores de la sociedad. Hace falta un cambio de modelo, acabando entre otras cosas con:
– El intervencionismo y la hiperregulación que limita incluso plantearse un proyecto de vida humilde.
– Un sistema fiscal confiscatorio.
– La falta de libertad laboral, a la hora de emprender, de autoemplearse, de contratar… Todo esto nos ha hecho líderes de Europa de paro, en general, y de paro juvenil en particular.
– Un sistema educativo controlado por la clase política, como decía antes. Si ya estamos viendo los resultados de gestión política del aquí y ahora, imagina el futuro de nuestros hijos.
4) Lo que toca a migración ¿necesitaría España reforzar su cooperación con otros países europeos al respecto?
En nuestra opinión, la política migratoria de España (y de muchos otros países), está mal planteada. Se están poniendo todas las dificultades del mundo a las personas que quieren venir a España a trabajar y a aportar a la sociedad, mientras que recibir ayudas es mucho más sencillo. Esto establece un “filtro negativo” migratorio, en el que la migración (algo que ha existido desde siempre) deja de ser un proceso natural, orgánico y se ve distorsionada.
En contra de lo que dicen los partidos xenófobos, esto no es algo exclusivo de la migración, sino simplemente la traslación a la cuestión migratoria del diseño general del Estado en el que vivimos: todas las trabas del mundo para trabajar y emprender crean un entorno en el que los incentivos para aportar prosperidad para uno mismo y para los demás son cada vez menos.
Las personas que quieren venir a trabajar no están pidiendo que se les regale nada, solo poder prosperar con su trabajo. Es a estas personas, y no a otras, a las que hay ponerles las cosas fáciles. La mayoría de los españoles de origen no saben las dificultades que hay para venir a trabajar de forma legal.
En cuanto a la cooperación con otros países, es buena en todos los aspectos, y también lo es en cuestiones migratorias, que son siempre un asunto internacional. Pero considero que, independientemente de dicha cooperación, una reforma legislativa en España mejoraría mucho las cosas.
Por: Jorge Sánchez
Periodista especializado en la política internacional y colaborador de la redacción
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«La vigencia de Wittgenstein en nuestros días»-Lisandro Prieto Femenía

“La filosofía es una lucha contra el embrujamiento de nuestra inteligencia mediante el uso del lenguaje”
L. Wittgenstein
Hoy quisiera invitarlos a reflexionar en torno a uno de los filósofos más influyentes del siglo XX, cuyos trabajos tienen un impacto crucial en la filosofía del lenguaje, la epistemología, la filosofía de la mente y la lógica, a saber, el gran Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Si bien sus obras fundamentales, el «Tractatus Logico-Philosophicus» (1922) y las «Investigaciones filosóficas» (1953), fueron escritas en un contexto histórico muy distinto al nuestro, la relevancia de sus ideas no ha menguado tras el paso de las décadas, motivo por el cual intentaremos recuperarlo para demostrar su vigencia, en un mundo marcado por la tecnología, la comunicación digital, la fragmentación cultural y el desprecio por el pensamiento lógico y crítico.
En su Tractatus, Wittgenstein declaró que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» (Wittgenstein, 1922/2003, p. 68), indicando con ello algo fundamental en esta época dominada por la globalización y el multilenguaje mediático, puesto que la proliferación de plataformas digitales y redes sociales ha transformado el lenguaje en una herramienta de comunicación rápida, pero también excesivamente superficial. La pregunta filosófica central aquí sigue siendo: ¿Cuánto comprenden realmente las personas cuando usan un lenguaje que, a menudo, se descontextualiza y simplifica al extremo?
Evidentemente, la tensión entre el lenguaje como medio de representación de la realidad y como herramienta de acción se manifiesta con claridad en la actual comunicación digital, algo a lo que Wittgenstein, especialmente en su segunda etapa filosófica, subrayó al indicar que el significado de una palabra no está en su representación abstracta, sino en su uso dentro de un «juego de lenguaje» (Wittgenstein, 1953/2009, § 43). En este contexto, es importante que podamos poner en discusión la creciente desinformación mediante las «fake news», que ilustran perfectamente cómo los usos del lenguaje construyen realidades sociales, moldean creencias y afectan las decisiones individuales y colectivas.
Esto nos lleva a razonar, lógicamente, sobre la dicotomía entre «sentido» y «sinsentido», avizorada ya en el Tractatus, cuando Wittgenstein hizo una distinción fundamental entre las proposiciones con sentido y aquellas que no lo tienen: para él, el lenguaje de la ciencia tiene sentido porque describe estados de cosas verificables, mientras que las proposiciones metafísicas, estéticas y éticas carecen de sentido en un sentido estricto, aunque no dejan de ser importantes para la experiencia del ser humano. Ahora bien, ¿qué implica ésto en una época en la que proliferan discursos pseudocientíficos y teorías conspirativas?
«El lenguaje es una forma de vida» (Wittgenstein, 1953/2009, § 19). Esta idea nos recuerda que el significado depende de cómo usamos el lenguaje en nuestras interacciones diarias, un desafío evidente en la comunicación digital contemporánea.
En definitiva, la filosofía de Wittgenstein nos invita a evaluar cómo utilizamos el lenguaje para distinguir entre lo que se puede decir y lo que debe permanecer en silencio. Esta distinción es crucial, sobre todo en el debate contemporáneo sobre los límites de la libertad de expresión, especialmente en un entorno digital donde las opiniones y las «verdades alternativas» se comen crudos a los hechos, cosa que parece importarle cada vez menos a la humanidad, sodomizada por una cultura que ha logrado reemplazar el pensamiento profundo por el entretenimiento vacío.
«La lógica no es un cuerpo de doctrina, sino un espejo de la forma lógica del mundo» (Wittgenstein, 1922/2003, p. 33). Este enfoque nos invita a reflexionar sobre cómo fundamentamos nuestras afirmaciones en un mundo saturado de información de dudosa procedencia.
Justamente por ello es enriquecedor traer a Wittgenstein a nuestros días, ya que en su obra tardía abandonó la idea de un lenguaje ideal en favor de una exploración más pragmática de los juegos de lenguaje. Este giro es particularmente relevante para que podamos analizar la dinámica propia de la comunicación tecnológica actual. Las plataformas digitales han creado nuevos «juegos de lenguaje», que modifican las reglas tradicionales de interacción humana, convirtiendo los emojis, los memes y los gifs en formas legítimas y significativas de expresión, desafiando así las ideas tradicionales de cómo se construye el significado en el lenguaje. Así nos va…
Asimismo, el uso de algoritmos en los motores de búsqueda y en las redes sociales nos plantea preguntas sobre el control del lenguaje y la construcción del conocimiento: si el significado depende del uso, ¿qué ocurre cuando los algoritmos determinan qué usos son visibles y qué información es prioritaria?
«No pienses, sino mira» (Wittgenstein, 1953/2009, § 66). Este consejo es esencial para entender la interacción mediada por tecnología, donde lo visual a menudo reemplaza a lo textual.
Aún hay más, puesto que la filosofía de Wittgenstein también encuentra aplicación en ámbitos como la inteligencia artificial. Si prestamos atención, el desarrollo de modelos de lenguaje como el de ChatGPT, nos hace cuestionar sobre la naturaleza del entendimiento y la posibilidad de que las máquinas «comprendan» el lenguaje humano. Pues bien, desde la perspectiva de Wittgenstein, la comprensión no es simplemente una cuestión de procesar datos e información, sino de participar en un contexto social compartido en el cual se pueda crear conocimientos significativos que apunten a la mejora de las condiciones de vida de los que tenemos pulso. Esto debería hacernos reflexionar acerca de los límites éticos y epistemológicos de los usos que se le está dando a la IA en una sociedad que ya lleva décadas quejándose de la longitud de los textos y de la complejidad de sus significados.
«Entender un enunciado es entender un lenguaje. Entender un lenguaje significa dominar una técnica» (Wittgenstein, 1953/2009, § 199).
A esta altura del partido, queda claro que Wittgenstein no ofrece soluciones simplonas, pero su pensamiento sigue siendo una herramienta poderosísima para analizar los desafíos de nuestro tiempo marcado por un lenguaje que se encuentra en constante transformación. Ante ello, esta perspectiva lógica-filosófica nos recuerda cuán importante es saber leer la realidad en su contexto, mediante una comprensión que pueda ir más allá de las palabras. Para que eso suceda, es preciso saber manejarlas: no tiene sentido exigir comprensión cuando no se sabe leer o escribir. No se puede solicitar pensamiento crítico a quien no ha sido educado en el arte de la interpretación y la comprensión, sino en la opinión de la repetición. No se puede esperar una ola de grandes pensadores juveniles cuando quienes tenían que enseñarles a tener juicio crítico, les enseñaron a copiar y pegar, repetir y sin soplar. La actualidad del pensamiento de Wittgenstein radica, entonces, en su capacidad para cuestionar las estructuras subyacentes de nuestro lenguaje y, por ende, de nuestra forma de vivir y pensar el mundo.
Lisandro Prieto Femenía.
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