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Efemérides 13 de septiembre: ¿qué pasó un día como hoy?

Foto: PAISAN HOMHUAN / Shutterstock.com
Se lanza el videojuego “Super Mario Bros.”
El 13 de septiembre de 1985 salía a la venta, para la consola Nintendo Entertainment System, el popular videojuego “Super Mario Bros.”, realizado por el diseñador y productor de videojuegos Shigeru Miyamoto, con la asistencia Takashi Tezuka. La inolvidable banda sonora estuvo a cargo de Kōji Kondō, uno de los compositores de música para videojuegos más reconocidos.
En el juego, los hermanos Mario y Luigi deben rescatar a la Princesa Peach, que fue secuestrada por el malvado Bowser, líder de la raza Koopa (especie de tortuga de gran tamaño). Mario y Luigi deben recorrer 8 mundos con 4 niveles cada uno. En el nivel final de cada mundo, deben enfrentarse al rey Koopa en su castillo.
“Super Mario Bros.” pasó a convertirse en uno de los videojuegos más vendidos de todos los tiempos, y Mario se ubicó como la figura emblemática de Nintendo y uno de los personajes más populares de la industria. Al año siguiente llegó al mercado la primera secuela: “Super Mario Bros.: The Lost Levels”. A diferencia de su predecesor, este permitía un solo jugador, el nivel de dificultad era mayor y presentaba algunos trucos extra. Otras secuelas del videojuego son “Super Mario Land” (1989), “Super Mario World” (1990) y “Super Mario 64” (1996).
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«Miércoles Santo: entre la traición y el anuncio de la gracia»

Por: Lisandro Prieto Femenía
«Ella ha hecho lo que podía; se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura.» Jesucristo (Marcos 14:8)
Continuando con nuestra saga de reflexiones pascuales para este 2025, hoy reflexionaremos sobre el Miércoles Santo, día que se erige en el corazón de la Semana Santa con una profunda ambivalencia simbólica, marcado por la sombría realidad de la traición y, paradójicamente, por la luminosa anticipación de la gracia redentora. Lejos de tratarse de un mero preludio a los eventos culminantes del Triduo Pascual, este día nos invita a una análisis filosófico-teológico sobre la naturaleza de la condición humana, también del mal y de la inescrutable gratuidad del amor divino.
La tradición cristiana centra la atención del Miércoles Santo en la figura de Judas Iscariote y su infame pacto con los sumos sacerdotes para entregar a Jesús (Mt 26:14-16). Este acto, narrado con sobriedad en los evangelios sinópticos, no es simplemente un hecho histórico relevante, sino un paradigma de la libertad humana confrontada con la posibilidad del mal. Desde una perspectiva filosófica, la traición de Judas nos interpela a pensar sobre la naturaleza de la voluntad y su capacidad de elegir la oscuridad, a pesar de la proximidad de la luz. Nos lleva también a preguntar si ¿fue acaso la avaricia, como sugieren algunos pasajes bíblicos (Juan 12:6), la única motivación de su acto? ¿O debemos considerar, como apunta el Papa Benedicto XVI, la posible influencia de fuerzas “tenebrosas” que seducen la libertad humana? (Benedicto XVI, Audiencia General, 18 de octubre de 2006).
En su catequesis del día 18 de octubre de 2006, dedicada a la figura de los Apóstoles, el Papa precitado ofreció una profunda reflexión sobre la enigmática traición de Judas Iscariote. Reconociendo la complejidad de las motivaciones que pudieron llevar a este discípulo cercano a entregar a su Maestro, el Pontífice no eludió la dimensión espiritual y la posible influencia de fuerzas oscuras en su decisión. Su análisis, caracterizado por una aguda sensibilidad teológica y un respeto profundo por la libertad humana, ilumina un aspecto crucial de este dramático evento del Miércoles Santo.
Benedicto comienza su reflexión admitiendo la dificultad de penetrar completamente el misterio del corazón de Judas: “Judas es un caso problemático. Jesús mismo le había elegido; sin embargo, Judas al final traiciona a su Maestro. Se plantea la pregunta de cómo pudo llegar a una traición semejante. Algunos consideran la avaricia como la motivación principal; otros remiten a una decepción respecto al modo de actuar de Jesús, que no desencadenó una liberación política como él esperaba” (Benedicto XVI, Audiencia General, 18 de octubre de 2006).
El Papa reconoce las explicaciones más comunes que se han ofrecido para comprender la traición: la codicia por las treinta monedas de plata y la posible frustración ante la naturaleza espiritual del reino anunciado por Jesús, que no se correspondía con las expectativas de una liberación terrenal y política. Sin embargo, Benedicto dirige su atención hacia una dimensión más profunda, presente en los relatos evangélicos: “En realidad, los textos evangélicos insisten en otro aspecto: en un cierto punto, Satanás se apoderó de él (cf. Lc 22, 3; Jn 13,27). Esto nos lleva a reflexionar sobre el misterio del mal y sobre las terribles posibilidades de la libertad humana cuando se deja seducir por las fuerzas tenebrosas” (ibíd.).
Esta cita es fundamental para comprender la perspectiva que ofrece el Pontífice. Al señalar las referencias evangélicas donde se menciona la intervención de Satanás en la decisión de Judas (Lucas 22:3: “Entonces Satanás entro en Judas, llamado Iscariote, que era uno de los doce”; Juan 13:27: “Apenas Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”), Benedicto XVI introduce la dimensión de la influencia espiritual maligna. No obstante, es crucial notar que el Papa no exime a Judas de su responsabilidad. La frase “terribles posibilidades de la libertad humana cuando se deja seducir por las fuerzas tenebrosas” remarca que, si bien existe una influencia externa, la decisión final de traicionar a Jesús reside en la voluntad libre de Judas.
Consecuentemente, el Pontífice continúa su reflexión extrayendo una lección universal de este oscuro episodio, al sostener que “la posibilidad de esta traición permanece siempre presente en la historia humana. Incluso después de dos mil años, después de haber conocido a Cristo, de haber sido bautizados, de participar en la Eucaristía, nunca desaparece para el creyente el peligro de ceder a la lógica del mundo, a las motivaciones egoístas, a una visión cínica, pensando a veces que el dinero puede resolverlo todo. Por eso, la vigilancia es siempre necesaria, para que Satanás no encuentre la puerta de nuestro corazón abierta” (Ibíd.).
Con estas palabras, Benedicto trasciende el caso particular de Judas y advierte sobre la perenne amenaza de las “fuerzas tenebrosas” que buscan seducir el corazón humano, incluso dentro de la comunidad de creyentes. La “lógica del mundo”, las “motivaciones egoístas” y una “visión cínica” son presentadas como herramientas sutiles del mal que puede que pueden desviar a los individuos del buen camino, el del Evangelio. La referencia al dinero como falsa solución universal resuena directamente con la motivación de la avaricia atribuida a Judas en algunos relatos.
Finalmente, el Papa concluye su reflexión sobre Judas con una llamada a la vigilancia espiritual: “Así, las páginas oscuras de la traición de Judas son una invitación para cada uno de nosotros a ser vigilantes, evitando ceder a la tentación del mal, y permaneciendo siempre fieles a Jesús” (Ibíd.). La figura de Judas, en su trágica elección se convierte en un memento mori espiritual, un recodatorio permanente del peligro que acarrea apartarse de la fidelidad de Cristo. La influencia de esas “fuerzas tenebrosas” no se presenta como una excusa para el pecado, sino como un factor real que explota las debilidades y las inclinaciones egoístas del corazón humano. La respuesta cristiana, según Benedicto XVI, reside en permanecer atentos constantemente y en una adhesión inquebrantable a Jesús.
La reflexión teológica, tal como se expresa en el Catecismo (CIC, 1868), hace hincapié en la naturaleza personal del pecado y la responsabilidad individual en las propias acciones, así como en la cooperación con el mal ajeno. Si bien el misterio del corazón de Judas permanece opaco, la tradición cristiana consistentemente lo ha visto como un ejemplo trágico del mal uso de la libertad, una elección que se aparta del amor ofrecido por Jesús. Al respecto, San Agustín, al comentar el Evangelio de Juan, reconoce la complejidad de sus motivaciones, pero no atenúa la gravedad de su decisión (“Tratados sobre el Evangelio de Juan”, Tratado LXII, 2). La traición se convierte así en un recordatorio sombrío de la fragilidad de la lealtad humana y la constante amenaza del pecado.
San Agustín aborda la figura de Judas con una mezcla de asombro, tristeza y una profunda conciencia del misterio de la iniquidad. Su análisis no busca simplificar las motivaciones de Judas, sino más bien explorar las complejidades de su corazón a la luz de la Escritura y de su comprensión de la gracia y el pecado.
En el Tratado LXII, al comentar el versículo de Juan 13:2 (“Ya había el diablo puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón”, que le entregase”), Agustín se detiene en la relación entre la influencia diabólica y la voluntad de Judas. Él no presenta al traidor como un mero títere de satanás, sino que explora cómo el diablo opera dentro del corazón humano: “No es que el diablo le obligara a traicionar a Cristo contra su voluntad, sino que consintió a la sugestión del diablo, y su voluntad se inclinó hacia ese crimen. Porque el diablo puede sugerir, pero no obligar a nadie a pecar, si la voluntad no consiente” (“Tratados sobre el Evangelio de Juan, Tratado LXII, 1).
Aquí, Agustín pone énfasis en la importancia de la voluntad libre. Aunque reconoce la influencia del diablo como una fuerza sugestiva, insiste en que el pecado es, en última instancia, un acto de consentimiento de la voluntad humana. Judas no fue forzado, sino que eligió ceder a la tentación. Más adelante, en el mismo tratado, al comentar el versículo de Juan 13:27 (“Apenas judas tomó el bocado, Satanás entró en él”), Agustín profundiza en la naturaleza de esa “entrada”: “Judas, pues, recibió aquel bocado, no para su bien, sino para su perdición, porque al recibirlo, el diablo entró en él. No es que antes no estuviera en él, sino que entonces entró de una manera más plena y eficaz para llevar a cabo su malvado propósito. Porque así como el Señor entró en los corazones de los discípulos para que tuvieran paz, así también el diablo entró en el corazón de Judas para que concibiera la traición” (Ibíd. 2).
Lo que el Santo de Hipona está sugiriendo es un paralelismo entre la entrada de Jesús en los corazones de sus discípulos para dar paz y la entrada de Satanás en el corazón de Judas para instigar la traición. Esta analogía no implica una igualdad de poder, sino que ilustra cómo ambas influencias pueden operar en el alma humana: la “entrada” del diablo se describe como un fortalecimiento de su propósito malvado, aprovechándose de las inclinaciones previas que Judas tenía.
Y aquí entramos en una duda en la que muchos cristianos se han sumergido eventualmente en su recorrido de la fe, a saber, ¿por qué Jesús, conociendo el futuro, eligió a un traidor como uno de sus doce apóstoles? Pues bien, Agustín aborda esta cuestión destacando la soberanía divina y el misterioso plan de Dios: “El Señor eligió a Judas, no por sus méritos, que no los tenía, sino por su propio designio, para que se cumplieran las Escrituras. Porque estaba escrito que uno de sus propios discípulos lo entregaría” (Ibíd., 4). Para nuestro santo, la traición de Judas, aunque un acto pecaminoso y libre, se inscribe dentro del plan divino para la redención de la humanidad. Esto no justifica el pecado de Judas, pero ayuda a comprender cómo Dios puede extraer bien incluso del mal.
Sin embargo, la liturgia y la tradición también asocian el Miércoles Santo con el evento de la unción en Betania (Juan 12: 1-8; Mateo 26:6-13; Marcos 14; 3-9), un acto que se presenta, aparentemente contrastante con la traición, porque irrumpe como un signo profético de amor y reconocimiento. La mujer, identificada a menudo con María, hermana de Lázaro, unge la cabeza y los pies de Jesús con un perfume de gran valor, un gesto que Jesús mismo interpreta como una preparación para su propia sepultura (Marcos 14:8).
Desde una perspectiva filosófica, la unción en Betania trasciende su dimensión estrictamente ritual, para convertirse en una poderosa expresión de amor gratuito y reconocimiento de la singularidad de Jesús. El derramamiento del perfume costoso, un acto que a los ojos de algunos discípulos parece un desperdicio, revela una lógica del don que desafía el cálculo utilitarista y mezquino. Evidentemente, entonces, este acto de entrega sin expectativa de retorno manifiesta una comprensión profunda del valor intrínseco del otro.
Teológicamente, la unción también anticipa la gracia redentora que emanará del sacrificio de Cristo. El “buen perfume” (Juan 12:3) con el que Jesús es ungido puede interpretarse como un preludio del sacrificio perfecto que se ofrecerá por la humanidad. Como señaló San Juan Pablo II en “Dives in Misericordia” (8), la cruz de Cristo es la “elocuencia más profunda del amor del Padre” y la “prueba suprema de su justicia y de su misericordia”. La unción, en este sentido, se convierte en una respuesta anticipada a este amor misericordioso, un reconocimiento profético de la sacrificialidad inherente a la misión Jesús.
Para concluir, estimados lectores, es preciso indicar que el Miércoles Santo nos sitúa en la encrucijada entre la oscuridad de la traición y la promesa luminosa de la gracia. La figura de Judas nos confronta con nuestra capacidad humana de elegir el mal, incluso estando en la proximidad del bien. El acto de la unción en Betania, por su parte, nos revela la fuerza que tiene el amor gratuito y la anticipación del sacrificio redentor. La tensión entre estos dos polos nos invita a una profunda reflexión teológico-filosófica sobre la libertad, el pecado, el amor y la inescrutable gratuidad de la gracia divina que se derrama incluso en medio de la oscuridad más profunda. Este día, por lo tanto, no es solo un recuerdo histórico, sino una convocatoria a examinar nuestras propias vidas a la luz de estas verdades fundamentales, de las cuales boca hacia afuera decimos creer, pero en la práctica comprendemos con deficiencia y negligencia.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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«Lunes Santo: la simbología del templo corrompido»- Lisandro Prieto Femenía

«Mi casa será llamada casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones» Jesucristo (Mateo 21,13).
Continuamos con la saga de artículos alusivos a la reflexión teológico-filosófica de los simbolismos propios de la Semana Santa. Hoy quiero invitarlos a profundizar sobre el lunes santo, que representa un momento de ruptura y confrontación: a diferencia del entusiasmo expuesto en el Domingo de Ramos, donde Jesús es aclamado por las multitudes, el lunes se torno más tenso, porque Jesús entra en el Templo y, al encontrarlo convertido en un mercado, vuelca las mesas de los cambistas y expulsa a quienes comercializaban allí. Este gesto profético- contundente, incómodo, cargado de simbolismo- ha sido interpretado a lo largo de los siglos no sólo como una denuncia religiosa, sino como una interpretación ética profunda sobre la corrupción, la autenticidad y el lugar de lo sagrado en la vida humana.
El precitado acto disruptivo tampoco es una simple reacción impulsiva. Se trata más bien de una expresión deliberada de la fidelidad de Jesús a la verdad, un rechazo frontal a la hipocresía religiosa. Desde un punto de vista teológico, este episodio no sólo apunta al deterioro institucional del culto, sino a una más honda profanación del corazón humano, convertido también en mercado cuando se subordina lo sagrado al interés.
Como primer signo, podríamos interpretar al templo como símbolo del alma. Al respecto, San Agustín de Hipona, en su exégesis espiritual del Evangelio de Juan, ofrece una clave para comprender esta escena como una metáfora del interior del ser humano: «El templo de Dios es santo, y ese templo son ustedes» (1 Cor, 17). […] «Si Cristo entró en el templo y echó afuera a los vendedores, ¿qué hará en tu corazón si lo halla lleno de avaricia?» (S. Agustín, Homilía sobre el Evangelio de Juan, 10,5).
El gesto de Jesús anticipa una transformación interior: limpiar el templo es purificar el alma, desterrar las falsedades, la codicia y las simulaciones que hacen inhabitable la morada de Dios en el hombre. Desde este punto de vista, el Lunes Santo nos enfrenta a una verdad que resulta bastante incómoda: incluso lo más sagrado puede ser pervertido cuando pierde su orientación hacia la verdad y el amor.
Consecuentemente, nos encontramos con otra paradoja en el simbolismo, a saber, la autenticidad frente a la flagrante corrupción. El filósofo danés Søren Kierkegaard advirtió con lucidez sobre el peligro que representa una fe exterior (de carcasa) sin una verdad interior. En su obra titulada «La enfermedad mortal» nos dice que «la desesperación es la enfermedad de no querer ser uno mismo; es la fuga del yo verdadero hacia una imagen falsa construida por el mundo» (S. Kierkegaard, 1849). Visto el símbolo con estas gafas filosóficas, podemos apreciar que la acción de Jesús en el Templo revela esa tensión: un espacio que debía ser morada de Dios se ha convertido en escenario de apariencia y de negocio. El Lunes Santo se nos presenta, entonces, como un llamado a la coherencia existencial, es decir, a reconciliar lo que decimos creer con lo que realmente somos.
Otro aspecto que no podemos ignorar en esta lectura es la crítica profética al poder religioso institucional Queda claro que Jesús no es apolítico en absoluto: al denunciar la corrupción del culto, confronta también a las élites religiosas y sus alianzas con el poder económico y romano. En este sentido, recordemos lo que el Papa Benedicto XVI señaló sobre el gesto profético de Jesús al expresar que «La expulsión de los vendedores del templo no fue una simple purificación ritual, sino una reivindicación radical de la santidad, una protesta contra la religión vaciada de Dios» (Ratzinger, J. (2007), «Jesús de Nazaret», vol. 1. Madrid: Ed. Encuentro, p. 66).
Este acto de rebeldía denuncia una religión instrumentalizada, vaciada de trascendencia, convertida en fachada para intereses estrictamente humanos. No se trata una simple «reforma litúrgica», sino de una recuperación de lo esencial: que el culto ha de estar enraizado en la verdad, y que toda estructura religiosa debe custodiar-no manipular- lo sagrado.
El Lunes Santo, entonces, es una vigilia de la lucidez, porque invita al creyente a mirar hacia adentro, a revisar si su templo interior está abierto a la verdad o si se ha llenado de ruido, de utilitarismo y de máscaras. Como también nos advirtió el filósofo Romano Guardini, «la autenticidad no es una perfección moral, sino una fidelidad radical al ser que uno es ante Dios»(Guardini, R. «El Señor», Ed. Cristiandad, 1954, p. 204).
Dado que la filosofía que evade la crítica sólo sirve de retórica rentada para defender ciertos intereses direccionados, es preciso tomarnos un momento para interpretar a la Iglesia misma como un templo herido, es decir, realizar una lectura desde la crisis imposible de esconder en nuestros días. El gesto de Jesús al expulsar a los mercaderes del Templo no pertenece sólo al pasado: resuena como una parábola viva en la conciencia contemporánea, particularmente cuando se la observa a la luz de las heridas visibles de la Iglesia actual.
No se trata aquí de un juicio externo, sino de una llamada interior a la tan necesaria conversión eclesial: el Templo, que según san Pablo somos también nosotros (cf. 1 Cor 3,16-17), no solo alude al alma individual, sino también a la Iglesia como cuerpo colectivo. ¿Qué ocurre cuando ese cuerpo, lejos de ser un lugar de comunicación, contención, aprendizaje y transparencia, se convierte en un espacio de ocultamiento, desprecio, privilegio o transacción?
Numerosos pensadores han advertido que la institución eclesial puede caer (y, sin dudas, ha caído) en una forma de autosuficiencia estructural, perdiendo el centro vital del Evangelio. Sobre este asunto en particular, el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar escribió con aguda honestidad: «La Iglesia lleva siempre consigo algo que ha de ser purificado. Y cuanto más lo oculta, más lo acumula; cuanto más lo reprime, más lo traiciona» (Von Balthasar, H.U. (1985). «Veritá del mondo». Milano: Jaca Book, p.232).
Esta afirmación no pretende dinamitar a la Iglesia desde dentro, sino llamarla a la verdad de sí misma. El templo de piedra que Cristo purifica es imagen de una estructura espiritual que puede degenerar en idolatría institucional, en burocracia de lo sagrado, o en connivencia con poderes que contradicen el Evangelio.
Por su parte, el Papa Benedicto XVI, con el peso de quien conocía a la Iglesia desde sus mismísimas entrañas, declaró con una franqueza inusual que «el mayor daño a la Iglesia no proviene de los enemigos externo, sino del pecado que hay dentro de ella» (Benedicto XVI, «Carta al Pueblo de Dios», 19 de marzo de 2010).
El Lunes Santo, entonces, se abre también como un espejo para la Iglesia que debería plantearse preguntas como ¿dónde ha instalado ella sus propios «puestos de cambio»? ¿Qué mesas necesita revolear para recuperar su misión apostólica y profética? La venta de indulgencias en el pasado, los abusos silenciados por décadas, el clericalismo autorreferencial, el negocio de las espiritualidades rápidas y el abandono por el estudio filosófico y teológico exhaustivo ha terminado de configurar un nuevo mercado donde Dios ya no es el centro, sino el pretexto.
Desde una perspectiva filosófica, Simone Weil – judía convertida al cristianismo, profundamente crítica con las instituciones religiosas- aseveró con crudeza que «la Iglesia ha recibido el Evangelio, pero lo ha encadenado. Lo que era fuerza viva lo ha vuelto aparato» (Weil, S. (1951) «Attente de Dieu». París: Fayard, p.115). Aquí Weil no está negando el valor del cristianismo, sino que denuncia el riesgo constante de que el misterio se ahogue en la estructura. Su crítica no es destructiva, sino más bien penitencial: invita a redescubrir la fragilidad como vía hacia lo esencial.
Este día de la pascua, no sólo nos prueba individualmente; también confronta a la Iglesia, que debe reconocerse de una vez por todas como templo herido, necesitado de limpieza y renovación. El mismísimo Papa Francisco expresó que «la Iglesia no es una fortaleza, sino una tienda que se despliega para acoger. Si no se deja purificar por el Señor, corre el riesgo de convertirse en una ONG piadosa» (Francisco, Homilía del 13 de marzo de 2013).
Para cerrar con este último asunto, es necesario que comprendamos que la purificación del templo no es una escena de violencia, sino un acto de verdad desvergonzada. Lo mismo estamos esperando hoy: no una demolición, sino una reforma que devuelva el alma al cuerpo eclesial, una que nazca del dolor, la humildad y el deseo de volver a ser casa de oración, y no cueva de intereses.
Como habrán podido apreciar, queridos lectores, el Lunes Santo no es un día de dulzura ni de consuelo fácil. Es un día en que la verdad resulta incómoda, en que Cristo, profeta y juez, sacude nuestras zonas de confort espiritual. No alcanza con creer; es necesario convertirse, es decir, vaciar el templo interior de todo lo que impide que Dios habite verdaderamente con nosotros, tal como lo expresó el Papa Francisco al sostener que «la verdadera reforma comienza por el corazón. Cada uno de nosotros debe preguntarse: ¿qué debo expulsar del templo de mi alma para que Cristo reine en ella?» (Francisco, Homilía del Lunes Santo, 26 de marzo de 2018). Por último, es indispensable tener en cuenta que este Lunes Santo nos recuerda que la fe no es evasión, sino confrontación con la verdad y que la verdad, cuando llega, no siempre acaricia: a veces, como Jesús en el Templo, derriba las mesas para reconstruir el alma.
Lisandro Prieto Femenía.
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¿Estamos atravesando el post-globalismo?

Por: Lisandro Prieto Femenía
«La única defensa para imponer derechos protectores, es cuando son impuestos temporalmente en la esperanza de naturalizar una industria en particular, que se supone perfectamente adecuada para el país, con la condición de que estos derechos sean retirados tan pronto como la industria haya sido capaz de sostener la competencia sin ellos.»
John Stuart Mill, Principios de Economía Política, Libro V, Capítulo X.
Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre el renacimiento de los nacionalismos proteccionistas y su correspondiente economía del miedo, tomando como objeto de análisis el caso de los Estados Unidos desde una mirada crítica, filosófico-política.
En los últimos años, el escenario internacional ha mostrado un resurgimiento de los nacionalismos proteccionistas, en un giro que muchos pensadores no dudan en calificar como un retroceso frente al ideario postmoderno cosmopolita y globalizador que dominó las últimas décadas del siglo XX. Bien sabemos que los Estados Unidos, antiguo representante del libre comercio, encabeza hoy esta nueva oleada mediante políticas económicas restrictivas, entre las cuales se destacan la imposición de aranceles salvajes y trabas a las importaciones que repercuten a todo el mundo. Ahora bien, ¿qué hay detrás de este fenómeno? ¿Es sólo una cuestión económica o encierra una mutación más profunda de la racionalidad política contemporánea?
Para comprender el retorno de los proteccionismos como síntoma político, vamos a acudir al filósofo esloveno Slavoj Žižek, quien viene advirtiendo hace rato que la crisis del capitalismo globalizado no ha dado paso a una alternativa superadora o emancipadora, sino más bien a un atroz repliegue identitario. En esta lógica, el proteccionismo económico es una forma de blindaje simbólico: la protección de las fronteras económicas también viene acompañada del cierre cultural y político progresista.
«Cuando el sistema tambalea, no se lo cuestiona: se busca un Otro a quien culpar» (Žižek, S. ,2018, Like a thief in broad daylight: Power in the era of post-human capitalism.)
Desde esta perspectiva, la política arancelaria que promueve Estados Unidos- particularmente bajo las presidencias de Donald Trump y su continuidad parcial en las políticas del decrépito Biden- no puede entenderse sólo como una defensa del mercado interno. Es, ante todo, una forma de afirmar soberanía en un mundo que se está percibiendo, cada vez más, como amenazante. El retorno de la consigna «America first» («Estados Unidos primero»), expresa esta voluntad de priorizar lo nacional, incluso a costa del ya resquebrajado equilibrio global.
Para comprender mejor este fenómeno, que no es una novedad en la historia de la humanidad, es preciso que indaguemos por el sentido de la lógica política del Estado-nación frente a la idea de globalización. Sobre este asunto en particular, el politólogo Dani Rodrik ha sido uno de los teóricos más lúcidos al señalar las tensiones existentes entre la globalización comercial y la soberanía nacional. En su obra «La paradoja de la globalización» (2011), sostiene que no se puede tener simultáneamente democracia nacionalista, soberanía y globalización económica al mismo tiempo sin perjudicar, al menos, a alguno de esos pilares. La imposición de aranceles- como los recientes del 100% anunciados por Estados Unidos sobre vehículos eléctricos chinos en 2024, entre otros productos- es un ejemplo concreto de esta tensión: para proteger la industria nacional, se sacrifica el libre comercio. Y esto no es retórico, sino totalmente real porque, por ejemplo, para un parisino, comprar un automóvil americano representa una operación comercial complicada y absurda, mientras que para un neoyorquino comprar un vehículo francés es algo normal.
Asimismo, si acudimos a los datos del Departamento de Comercio estadounidense, en 2023, se puede apreciar que el déficit comercial de bienes fue aproximadamente de 1.06 billones de dólares, lo que refuerza la narrativa de un país que «pierde» frente al mundo. Sin embargo, esa lectura también olvida que el déficit no es necesariamente negativo, porque muchas veces es el reflejo de una economía con alta demanda interna y moneda fuerte (convengamos que con, o sin déficit, todos acuden a los bonos del tesoro norteamericano).
Visto este panorama, es momento de centrarnos en los riesgos del cierre, no como asunto económico per se, sino como la utilización de la economía como política del miedo. Como hemos señalado varias veces, el sociólogo Zygmunt Bauman analizó cómo la postmodernidad convirtió al miedo en un recurso político sumamente eficaz. En este contexto, los nacionalismos proteccionistas se amparan en la necesidad de protección, pero terminan alimentando un círculo violento de hostilidad y fragmentación.
«El miedo es el terreno fértil para promesas de seguridad que se compran con libertades» (2006)
La imposición de aranceles, lejos de resolver los problemas estructurales de una economía desigual, puede terminar encareciendo los productos básicos, generando represalias comerciales de otros gigantes y debilitando alianzas geopolíticas que, si bien están debilitadas hace décadas, la solución no es quebrarlas sino mejorarlas. No es casual que China, la Unión Europea o México hayan respondido con medidas similares, reavivando guerras comerciales que afectan principalmente a los sectores más vulnerables.
Desde una mirada filosófica del comercio, también debemos analizar la clásica dicotomía de cosmopolitismo versus el tribalismo. Al respecto, vale recordar que Immanuel Kant, en su «Idea de una historia universal con propósito cosmopolita» (1784), concebía al comercio como un factor civilizatorio que obligaba a los pueblos a establecer relaciones pacíficas y racionales. En su célebre proyecto de paz perpetua, el comercio cumplía un rol central para evitar guerras, no sólo como intercambio económico sino como principio de apertura.
Frente a esto, el cierre proteccionista encarna una forma de tribalismo moderno, donde el Estado-nación se convierte en el nuevo tótem de seguridad. Para entender ésto de manera cabal, el filósofo italiano Roberto Esposito señaló que, en tiempos de crisis, el cuerpo político se vuelve «inmunológico», es decir, se defiende de todo lo que le parezca extraño, es decir, lo extranjero o lo impredecible. El arancel es, en esta lógica, una forma de vacuna simbólica frente al constructo mediático y económico de un «contagio global» que conlleva, aparentemente, consecuencias atroces y nocivas.
Ahora, la pregunta de cierre que podemos hacernos ante este fenómeno «novedoso» de los muchachos del norte es, ¿se viene un mundo post-global? La pregunta tiene sentido si pensamos que, lejos de ser una simple medida económica, el reciente proteccionismo estadounidense debe entenderse como parte de una mutación más profunda en el modo en que los Estados se relacionan con el resto del mundo. Así como usted, amado lector, ya ni siquiera se saluda con los miembros de las familias que viven al lado de su casa en su barrio, en el planeta las relaciones geopolíticas se han tornado un poco más decadentes y complejas. Si bien la crítica a la globalización injusta y progre es legítima, el repliegue nacionalista, por el momento, no está ofreciendo un horizonte emancipador, sino que parece estar reforzando las desigualdades internas, erosionando algunos derechos universales (al obligar a países pobres a tener más inflación para que se aprecie la moneda del imperio) y debilitando la cooperación internacional.
La filosofía política, no conducida por mercenarios contratados por organismos internacionales, sino por gente que quiere pensar el mundo tal como es para poder mejorarlo, tiene el desafío de pensar una nueva forma de comunidad que no recaiga ni en el individualismo neoliberal ni en el tribalismo proteccionista cavernícola. Como recordaba Jürgen Habermas, sólo en un mundo donde todos puedan hablar y ser escuchados, tiene sentido hablar de democracia. Y para eso, no alcanzan ni los muros, ni los aranceles, ni el falso pluralismo explotador del progresismo salvaje.
Lisandro Prieto Femenía.
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