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Desenmascarando la figura del intelectual rentado

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«Quien no se rebela se hace cómplice. Y esta complicidad no es cómoda, porque exige que se dé constantemente la razón a lo irracional»: Camus, A., Cartas a un amigo alemán, 1943

El ideal de la filosofía supo ser, desde sus albores en la Grecia clásica, la búsqueda desinteresada de la verdad. No obstante, esta noble empresa se ha visto secularmente acechada por la sombra de la conveniencia, la servidumbre y el rédito. En el escenario contemporáneo, la figura del intelectual rentado- aquel cuyo discurso no es la conclusión de un proceso racional autónomo, sino el apéndice apologético de una agenda cultural, política o económica- plantea una crisis radical al concepto mismo de autonomía intelectual. Pues bien amigos, hoy analizaremos este fenómeno, que trasciende la traición personal a la razón, puesto que es la claudicación de la función crítica de la filosofía en el espacio público.

La lucha por la independencia del pensamiento no es nueva. Fue el conflicto fundacional de la filosofía occidental desde sus orígenes. En la Atenas del siglo V a.C., la figura del sofista representaba al experto en retórica que venía su habilidad para hacer prevalecer cualquier argumento, sin importar su veracidad: ellos hacían de la doxa (opinión) una mercancía. Sobre este asunto en particular, Protágoras, con su famoso aforismo, resumía este espíritu de relativismo y utilitarismo: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, y de las que no son en cuanto que no son”. Este principio justificaba que la oratoria se vendiera al mejor postor para fines prácticos, desvinculando la elocuencia de la verdad moral. Y tal vez, usted se preguntará “¿qué tiene eso de malo?”. Ya lo descubrirá a lo largo del texto, pero le regalo un adelanto: este tipo de argumentaciones todavía se utilizan hoy para sostener que “un feto humano no es una persona” y que “ese señor, Carlos, que se autopercibe foca, es efectivamente una foca”.

Frente a esta transacción del logos, se alzó el maestro Sócrates. Él detestaba la venta del saber, pues creía que el ejercicio filosófico era una vocación que obligaba al alma a examinarse a sí misma en pos de la verdad objetiva. El compromiso socrático no era con un partido político o una fortuna de un mecenas, sino con la razón. En su juicio, tal como lo narra Platón, Sócrates deja clara la diferencia abismal entre el ejercicio retórico y el filosófico, argumentando que la única vida digna de ser vivida es aquella dedicada al análisis implacable de las propias creencias y de la realidad. Con una rotundidad que resuena aún hoy como el mayor desafío a la mediocridad intelectual, afirmó: “Y ahora, como estoy convencido de que no he hecho mal a nadie, me encuentro muy lejos de hacer mal a un hombre por miedo de esto y de arriesgarme a algo que sé que es malo. La vida sin examen no es digna de ser vivida por el hombre” (Platón, Apología de Sócrates, 38a).

La independencia del filósofo se mide, en esta tradición, por su disposición a afrontar el descrédito antes que vender o silenciar la conclusión de su examen racional. En pocas palabras, su única patria es la verdad. Para que tengamos un panorama gráfico sobre este asunto, es crucial encarar la dialéctica entre el sofista y el filósofo, que halla su máxima expresión alegórica en el “Mito de la caverna” de Platón. En él, la ascensión del prisionero liberado hacia la luz representa la conquista de la autonomía racional- el acceso a las Ideas o a la verdad objetiva superando las sombras de la doxa que confina a las mayorías. Sin embargo, la parte crucial del mito, y la que resulta más incómoda para el intelectual contratado de nuestros días, es el deber del retorno.

El filósofo, una vez liberado y tras haber contemplado el sol (la Idea de Bien), no es moralmente libre de quedarse en la contemplación egoísta. Su obligación es descender de nuevo a la oscuridad para educar a los que siguen encadenados en el fondo de la cueva. Esta tarea es peligrosa y desagradable, pues los prisioneros (apegados a sus sombras y dogmas) lo rechazarán y querrán incluso matarlo. El intelectual rentado, por el contrario, ha decidido que su “luz”- o el dinero que obtiene por ella”- vale más que la verdad de sus conciudadanos.

En este sentido, para Platón, la vocación política del filósofo es irrenunciable, incluso si es forzada por la justicia. En su obra “La República”, se establece claramente esta obligación moral y cívica al afirmar: “Pero a ti no se te puede permitir que permanezcas allí y te niegues a descender de nuevo a la morada de aquellos prisioneros ni a participar en sus trabajos y honores, sean más bajos o más altos” (Platón, República, VII, 520d).La figura detestable del intelectual militante, en cambio, encuentra esta tarea innecesaria o incluso contraproducente, pues su comodidad se basa precisamente en validar las sombras de la caverna que le otorgan prestigio y posición. Él prefiere usar su intelecto para diseñar sombras más atractivas y persuasivas, consolidando así el cautiverio en general.

La historia moderna ofrece ejemplos claros de cómo el pensamiento, aún el más elevado, puede ser cooptado para servir a estructuras de poder. La figura del filósofo de la corte o del pensador oficial es, para mí, la antítesis del socrático que vive en la incomodidad de la verdad en un mundo que abraza con amor, a diario, la mentira. Este principio, al ser adoptado por la burocracia y la academia, sirvió para desalentar la crítica fundamental y establecer una renta moral para aquellos que se dedicaran a exponer la racionalidad inherente al sistema. En el siglo XX, la figura del intelectual rentado-militante como Jean-Paul Sartre mostró cómo la elección de una agenda política (en su caso, el comunismo) podía llevar a la negación de cierta autonomía racional. Sartre, al abrazar el engagement total, asumió el costo de excusar o minimizar las atrocidades del estalinismo, juzgando que la utilidad política de la causa superaba el deber ético de la verdad. Su postura, si bien buscaba la liberación humana, terminó sacrificando la independencia intelectual en el altar de la brillantina partidaria. Para Sartre, la no-acción era también una elección, pero la acción elegida fue la que le costó el silencio crítico ante la barbarie: «… el escritor se encuentra en la sociedad. Está «comprometido» en ella y sus escritos están «comprometidos» en ella, aun en la no acción» (Sartre, J. P., ¿Qué es la Literatura? [Publicado en Situaciones, II]).

El problema radica en que el “compromiso” exigido por la agenda moderna- ya sea de un partido político o de una corporación que financia ciertos estudios culturales- es a menudo el de la obediencia y la obsecuencia, no el del análisis. Así, el intelectual recibe una renta justamente por no pensar, y para poder coincidir.

Ahora bien, el problema de la autonomía se complejiza al examinar las motivaciones profundas que llevan al filósofo a la servidumbre. En su “Genealogía de la moral”, Friedrich Nietzsche cuestionó la supuesta neutralidad y el “ascetismo” de la búsqueda de la verdad, pero su crítica sirve paradójicamente para iluminar el vicio del pensador rentado. Nietzsche advierte que todo juicio proviene de una “perspectiva” y está ligado a una voluntad de poder. Sin embargo, la rendición ante el poder externo (partido político, dinero, agenda) es la negación del espíritu libre que él mismo idolatraba.

El sofista rentado no ejerce una voluntad de poder propia, sino una servil voluntad de aprobación. Se convierte en lo que Nietzsche llamaría un “animal de rebaño”, sacrificando la rara virtud de la independencia en aras de la seguridad del grupo o del patrocinador de turno. En este sentido, el filósofo pierde su capacidad de ser el martillo crítico de su época y se vuelve una herramienta más de propaganda. El intelectual claudicante utiliza la sutileza del conocimiento no para descubrir, sino para legitimar una mentira conveniente o una verdad parcial, en tanto que su autonomía queda hipotecada por el temor a ser excluido de los circuitos de visibilidad y poder, demostrando la vigencia del diagnóstico de Immanuel Kant.

En su llamado a la Ilustración, Kant identificó la pereza y la cobardía como las razones primordiales de la heteronomía del pensamiento. El intelectual que se pliega a una línea preestablecida lo hace, en última instancia, por comodidad y por miedo a la exclusión. Ante ello, Kant le grita: «Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón! Tal es el lema de la Ilustración» (Kant, I., Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?, 1784).

Esta “propia razón” es precisamente lo que se anula cuando los diletantes académicos asumen la tarea de sostener narrativas políticas o culturales a cambio de renta, visibilidad, fama y aprobación. El discurso ya no es un acto de descubrimiento, sino una representación teatral. En la actualidad, esta servidumbre se manifiesta en la figura del pseudo-intelectual militante que, bajo la bandera de la libertad de expresión, en realidad sólo posee la libertad de repetir el guión preestablecido por las agendas que lo están financiando, sean éstas ideológicas, mediáticas, políticas o académicas. En este sentido, la mayor amenaza a la libertad de pensamiento no es la censura explícita, sino la creación de un clima intelectual donde sólo ciertas narrativas son financiadas, celebradas y permitidas. Esto, evidentemente, restringe la verdadera libertad y autonomía racional, al moldear el pensamiento desde las esferas del poder.

La crítica más lacerante debe centrarse en cómo la renta de mercaderes de discursos se traduce en la destrucción de la autonomía en la educación. Cuando ciertos discursos, a menudo etiquetados como progresistas y liberales (o sea, posmodernos), degeneran en formas de relativismo moral dogmático y se utilizan como arietes para desmantelar la capacidad de pensamiento crítico en los centros educativos.

Desde nuestra perspectiva, el objetivo de la educación es formar personas libres y autónomas que tengan la capacidad de enfrentar la vida examinada. Sin embargo, la actual servidumbre voluntaria de los académicos se extiende a aquellos que diseñan currículos que buscan formar “militantes” para una causa, y no ciudadanos capaces de pensar por sí mismos. Frente a este nefasto panorama, proponemos una filosofía para la libertad, en tanto capacidad de trascender el propio contexto y las propias pasiones para buscar una verdad común. Al contrario, el académico partidario y rentado enseña que el pensamiento crítico debe detenerse justo donde comienza la doctrina de la agenda cultural que lo sostiene. Este acto de clausura del horizonte de la razón es la forma más insidiosa de tiranía intelectual, pues se ejerce bajo el disfraz de la liberación y de la justicia social. El resultado, a la vista de todos ya, es el desarme pedagógico del individuo frente a la propaganda, impidiéndole desarrollar la armadura de la crítica racional, lo cual es, en esencia, la destrucción de la persona libre.

En fin, caros lectores, la autonomía del filósofo no es un lujo, sino la condición sine qua non de su existencia. Cuando la filosofía se somete a la utilidad inmediata, a la agenda cultural de moda o al presupuesto estatal, deja de ser philosophia (amor a la sabiduría) para convertirse en sophistica (habilidad para convencer). Hemos llegado a un momento en que el coraje intelectual- la voluntad de ir en contra de la marea de la opinión financiada- es la forma más alta de honestidad. La figura del filósofo verdaderamente independiente es hoy una verdadera anomalía, o peor aún, una amenaza al consenso prefabricado, precisamente porque no se alinea a ninguna causa rentable (y racionalmente sostenible). Si la labor del intelectual posmoderno es simplemente la de proveer una justificación sofisticada para el statu quo de su tribu ideológica, la sociedad pierde a su conciencia crítica. Ahora bien: ¿cómo podemos, entonces, pasar de ser simples reproductores de narrativas a verdaderos artesanos del pensamiento? ¿Y cuál es el precio, en la actualidad, que el intelectual está dispuesto a pagar por su propia autonomía?.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Sociólogo René Martínez: «ARENA y FMLN utilizaron el Estado en beneficio propio»

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El sociólogo René Martínez recordó que los partidos ARENA y FMLN estuvieron 30 años en el Gobierno y en ese período utilizaron el Estado para beneficio propio e incluso negociaron con las pandillas para seguir en el poder.

«No ejercieron esa labor [de combate contra las pandillas], no porque estuvieran incapacitados o porque no tuvieran los recursos para hacerlo. Deberíamos de hablar de un Gobierno fallido, no de un Estado fallido», explicó el sociólogo en la reciente entrevista Pulso Ciudadano.

Dirigentes de ambos partidos políticos, ahora de oposición, negociaron el apoyo de pandillas para los procesos electorales. En 2014 los ahora condenados y exdiputados del FMLN Benito Lara y Arístides Valencia negociaron el respaldo de las pandillas a la candidatura presidencial de Salvador Sánchez Cerén.

En el caso de ARENA, el ya condenado y exdiputado Ernesto Muyshondt se reunió —junto con el exalcalde tricolor de Ilopango, Salvador Ruano-— con cabecillas de pandillas para pedirles el respaldo en las urnas en favor del candidato presidencial Norman Quijano.

«Esas pandillas y los líderes de las pandillas fueron convertidos por el Gobierno en sujetos políticos, porque se pactaba con ellos. Ellos tenían la capacidad de incidir en las decisiones que se tomaban en el Gobierno», señaló el sociólogo.

Investigaciones de la Fiscalía General de la República han señalado que cabecillas de los grupos terroristas incluso impidieron operativos de la Policía en las comunidades.

Opinión | René Martínez
Sociólogo
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.

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Donde la ley se ausenta, la soberanía se desvanece

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«Donde la ley se ausenta, la vida cae en la mera supervivencia; la soberanía que no protege se convierte en pura coacción.»: Giorgio Agamben

La reciente masacre en las favelas de Río de Janeiro, un fenómeno crónico de violencia que ha marcado récords de letalidad en la última década- ilustrado por operativos recientes que han dejado más de sesenta muertos en dos favelas, o la Operación de Jacarezinho en 2021 con 28 fallecidos-, y en un contexto donde la ciudad registró aproximadamente 758 muertes por disparos en enfrentamientos armados sólo en el año 2024, debe interpretarse, no como un hecho criminal aislado, sino como un síntoma revelador de una falla política estructural. El problema central es el repliegue intencional del Estado de territorios enteros y la subsecuente colonización de esos vacíos por mafias ligadas al narcotráfico que dispensan “orden” cuando la institucionalidad lo deniega.

Que quede claro, no es sólo la violencia homicida lo que exige una explicación profunda, sino la lógica mediante la cual vastas porciones de la ciudad se convierten en espacios de excepción donde la ley ordinaria se suspende, y donde la autoridad estatal reaparece en estos sitios de manera intermitente y desbocada en episodios de fuerza extrema que no se pueden naturalizar.

Podemos comenzar el análisis revisando la tradición del contrato social. Thomas Hobbes nos recuerda que el pacto político funda su derecho a existir en la capacidad del soberano para garantizar la seguridad. Si el Leviatán claudica en esta tarea, el contrato político se resquebraja: el habitante de la favela vive en una geografía donde este pacto ha sido sistemáticamente ignorado. Hobbes lo articula sin ambages en su majestuosa obra “El Leviatán” al expresar que “la obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos de lo que dure el poder mediante el cual tiene la capacidad para protegerlos”.

Por su parte, Max Weber acuñó el criterio definitorio del Estado moderno, mediante la figura del monopolio de la fuerza legítima. La constatación de que los grupos armados ejercen control territorial y funciones administrativas revela una corrosión tangible de esta condición. Sin embargo, la invocación de este monopolio perdido es insuficiente, en tanto que debemos interrogar la forma concreta en que el poder se reproduce: la favela no es un vacío legal, sino un tejido completo de necesidades insatisfechas y humillaciones cotidianas.

Para entender la experiencia producida por la alternancia de abandono y tragedia, Giorgio Agamben ofrece un concepto clave: el “estado de excepción”. En estos espacios, la norma es suspendida, y la vida queda expuesta a la gestión directa del riesgo, despojada de protecciones constitucionales. La práctica consistente en ingresar por arranques de violencia masiva- operativos concebidos como actos de soberanía que suspenden las garantías- transforma a la población en lo que Agamben denominaría “nuda vida”, es decir, existencias cuya administración se realiza sin mediaciones jurídicas protectoras. El precitado autor profundiza la tesis en “Estado de excepción” indicando que “El estado de excepción no es, por consiguiente, el dictatus de un tirano que actúa contra el derecho, sino un espacio anómico en el que la ley se suspende, permaneciendo sin embargo válida, y el soberano tiene la posibilidad de disponer de ella de múltiples formas”.

La consecuencia de esta brutalidad es, paradójicamente, una demostración de fuerza y una profunda erosión de legitimidad. La fuerza bruta no restituye la autoridad moral y política que el Estado precisa para gobernar, sino que la aniquila. En otras palabras: el mismo Estado que liberó esos territorios para las mafias, por lucrar con ellas, luego actúa de matón contra sus socios retobados. Hannah Arendt lo clarifica al diferenciar el poder de la violencia: el primero emana del consentimiento colectivo, mientras que la segunda es simple instrumentalidad que corroe la posibilidad de una comunidad política. En “Sobre la violencia”, Arendt sostiene que “el poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente, el otro está ausente. La violencia se presenta porque el poder está en peligro, pero dejada a sus propios medios termina por hacer desaparecer al poder”.

Esta violencia estatal, si bien legalmente legítima, es moralmente insostenible. Immanuel Kant obliga a considerar a cada persona como un fin en sí misma. Diseminar cuerpos en plazas y tratarlos como evidencia del control militar es una afrenta salvaje a la dignidad humana que disuelve los fundamentos éticos del actuar estatal. Por su parte, Michel Foucault desplaza la discusión hacia las técnicas de gobierno. La gestión securitaria de las favelas funciona como un dispositivo de biopoder que produce poblaciones administradas por exclusión. No basta con señalar abusos puntuales; es imperativo atender a los dispositivos sociales y administrativos que toleran la precariedad, romantizan la pobreza y, con ello, legitiman soluciones extralegales.

En este sentido, la presencia del narcotráfico no es la criminalidad pura, sino la forma de gubernamentalidad paralela que provee seguridad, empleo y orden simbólico donde el Estado intencionalmente no lo hace. Sobre este aspecto en particular, es interesante el aporte que hacen Loïc Wacquant y Philippe Bourgois, quienes han evidenciado cómo la desposesión urbana crea economías morales alternativas. En su obra “In search of respect”, Bourgois ilustra esta tesis indicando que “la segregación racializada en los mercados laborales y de la vivienda crea una ‘economía del respeto’ alternativa en la que el comercio ilegal de drogas y la violencia son formas funcionales para la supervivencia, la movilidad ascendente y la construcción de un sentido de dignidad”.

Queda claro que una política que aspire a reducir la violencia no puede limitarse a la represión, sino que debe reconstruir capacidades y restituir derechos. En este sentido, John Rawls y Amartya Sen ofrecen recursos normativos para pensar la reparación propuesta: Rawls, en “Una teoría de justicia”, exige que las instituciones se estructuren para beneficiar a los más desfavorecidos: “La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, así como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento”. Asimismo, Sen argumenta que la privación de capacidades- salud, educación, seguridad y empleo- convierte a comunidades enteras en terreno fértil para soluciones ilegales.

La perspectiva precedentemente explicitada se refuerza con el aporte de Martha Nussbaum, quien plantea que la justicia implica promover las capacidades que hacen posible la vida plena y la ciudadanía efectiva: “Una política fundamental de la justicia es garantizar que todos los ciudadanos tengan un umbral mínimo de capacidades humanas básicas para elegir una vida verdaderamente humana, y no sólo una mera supervivencia”. En definitiva, queridos lectores, la restauración de la confianza y de la legitimidad requiere que la acción estatal se replantee desde el principio la dignidad, transformando su presencia de amenaza a “promesa de reconocimiento y oportunidades para los histórica e intencionalmente excluidos».

La reflexión que hemos ofrecido sobre la masacre vivenciada en casi todos los medios de comunicación nos obliga a confrontar la paradoja fundacional de la soberanía. Si la acción estatal se reduce a la fuerza bruta, ¿no está el Estado incurriendo en un acto de autodestrucción política? El soberano, al manifestarse únicamente a través de la coacción desmedida, aniquila la legitimidad moral que necesita para gobernar.

En este último sentido, Arendt nos advirtió que “la violencia no se presenta donde el poder está en peligro, pero dejada a sus propios medios termina por hacer desaparecer al poder”. Ante esto, ¿podemos concebir, entonces, la intervención militarizada como una trágica confesión de la bancarrota política, un grito ensordecedor de un Leviatán que ha roto el pacto hobbesiano, pero que al hacerlo, se desgarra a sí mismo? La restitución de la autoridad, en estos términos, nunca puede ser un ejercicio de fuerza, sino un acto de fe en la justicia.

Esta cuestión se profundiza aún más al considerar el despliegue del biopoder foucaultiano. La ausencia de inversión sostenida en derechos básicos, sumada a la presencia intermitente y letal de la fuerza represiva, no puede interpretarse como una simple insuficiencia burocrática. Al contrario, exige preguntar si este patrón de abandono y castigo no constituye, de hecho, una técnica de gobierno perversamente efectiva. La privación de asfalto, hospitales, comisarías, escuelas y servicios esenciales, como nos han recordado Sen y Nussbaum, convierte a las comunidades “marginales” en el terreno ideal para la promoción de negocios ilegales en los cuales todos los estamentos del Estado están rascando de la lata. Al tolerar el abandono y luego ametrallar sus inevitables secuelas, ¿el Estado no está administrando adrede poblaciones por exclusión, haciendo de la “nuda vida” la condición “normal” de la existencia marginal? La justicia, vista desde el prima del sentido común, debería interpelarnos: ¿la inversión masiva en seguridad represiva, sin inversión paralela en el florecimiento humano, no es una forma sofisticada de biopoder que gestiona la desigualdad como negocio, en lugar de erradicarla?

Finalmente, estimados lectores, la masacre vivenciada hace unas horas en territorio brasilero nos confronta con la ética de la reparación. La geolocalización de la favela es la del estado de excepción normalizado. Tras la ruptura flagrante del contrato social que esta violencia representa, ¿qué forma de justicia puede imponerse? Rawls nos aconseja estructurar las instituciones para el beneficio de los menos favorecidos. El Estado que ha fallado en proteger debe asumir un imperativo ético de restitución.

¿Bastan la investigación rigurosa, las sanciones y la inversión en servicios, o se requiere de un acto político de reconocimiento radical de la dignidad ultrajada a cambio de dinero sangriento? La interpelación final que les propongo se dirige a la conciencia cívica: si el Estado se niega a limitar su capacidad para convertir la excepción en norma y persiste en gobernar para para algunos acomodados, ¿quién o qué puede obligarle a rearticular su presencia como una promesa de justicia para todos por igual?

Referencias Bibliográficas (APA 7)

Agamben, G. (2005). Estado de excepción. Adriana Hidalgo Editora.
Arendt, H. (1970). On Violence. Harcourt.
Bourgois, P. (2003). In Search of Respect: Selling Crack in El Barrio. Cambridge University Press.
Foucault, M. (1976). Vigilar y castigar. Siglo XXI / FCE.
Hobbes, T. (1651/2018). Leviatán.
Kant, I. (1785/1998). Fundamentación de la metafísica de las costumbres.
Nussbaum, M. (2011). Creating Capabilities. Harvard University Press.
Rawls, J. (1971). A Theory of Justice. Harvard University Press.
Sen, A. (1999). Development as Freedom. Oxford University Press.
Walzer, M. (1977). Just and Unjust Wars. Basic Books.
Wacquant, L. (2008). Urban Outcasts. Polity Press.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Analizando el declive intelectual de la razón eclesiástica

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La Biblia no es un iPhone. Todo lo que se puede actualizar, como un iPhone, eventualmente termina en la basura sólo para ser reemplazado por un modelo más caro. La Biblia ha perdurado por mucho tiempo y su valor ha cambiado poco, si es que ha cambiado”

Juan Pablo III, interpretado por John Malkovich en “The New Pope”

Durante extensos siglos, la Iglesia católica trascendió el rol de la potestad espiritual para erigirse como la matriz formativa ineludible del pensamiento occidental. Su identidad intelectual se forjó sobre la audaz convicción de que la fe no subroga la razón, sino que la culmina y la perfecciona, un postulado cimentado por figuras monumentales cuyo legado articula la base de la cultura occidental.

Recordemos que San Agustín de Hipona, en su diálogo con la incredulidad y la herejía, estableció el principio epistemológico fundacional de la primacía de la fe como condición para la intelección profunda, distinguiendo las facultades humanas de la indispensable iluminación divina. Su máxima «Crede, ut intellegas» (“Cree, para que puedas entender”), no representa una condena a la razón, sino su jerarquización: el acceso pleno a ciertas verdades metafísicas, sólo se hace posible para una mente previamente dispuesta por la gracia (Agustín, 1984, p. 19).

Posteriormente, la síntesis escolástica, personificada en Santo Tomás de Aquino, elevó la indagación racional al estatuto de un servicio riguroso a la verdad revelada. El Doctor Angélicus sostenía que el propósito de la filosofía no era demostrar los misterios de la fe, sino, más bien, mostrar que tales verdades “no son contrarias a aquellas que la fe enseña, y que las verdades de la fe son capaces de ser defendidas por argumentos necesarios o probables” (Aquino, 1888, p. 21). En definitiva, la hegemonía intelectual de la Iglesia fue, por ende, un compromiso metodológico; el axioma fides quaerens intellectum (la fe que busca la comprensión) constituyó la exigencia de una formación rigurosa en metafísica, lógica y teología.

Sin embargo, la realidad institucional contemporánea evidencia una erosión dolorosa y palpable en la calidad académica y filosófica de la producción eclesiástica. El problema no se redice a la ausencia de centros de excelencia, sino a la fragilidad estructural del cuerpo formativo predominante, donde el “logos” ha sido desahuciado de su rol protagónico. Los programas de formación clerical han experimentado una hipertrofia de las dimensiones pastorales, administrativas y devocionales de escaso vuelo intelectual, priorizando la praxis de gestión, la popularidad superficial y la obediencia silente sobre la dureza del rigor filosófico y la erudición crítica.

La histórica tarea de un clero capaz de entablar un diálogo riguroso con la complejidad del mundo moderno ha sido suplantada por una formación que genera, con frecuencia, diletantes bienintencionados, los cuales se revean incapaces de sostener un argumento metafísico, teológico, lógico y filosófico coherente, o al menos discernir con precisión las corrientes ideológicas subyacentes en el debate público. Esta contracción intelectual se agrava por el ecosistema cultural posmoderno, que penaliza la profundidad, el matiz y la argumentación extensa, al tiempo que recompensa la estupidez, la inmediatez mediática y el eslogan simplificado. El grave error de la Iglesia actual es intentar insertarse en la “era de la autenticidad”, descrita por el filósofo católico Charles Taylor, quien sostiene que se enfrenta a un mundo que ha abrazado el “humanismo exclusivo”, donde la vida se explica sin recurso a la trascendencia. Consiguientemente, Taylor argumenta que hemos transitado de una sociedad donde la fe era incuestionable a una en la que es una opción (nunca promocionada como “buena”) entre otras, forzando a las instituciones religiosas a reformular sus propios principios para ser inteligibles (Taylor, 2007, p. 535)

Ante la urgencia del mercado de la opinión, muchas voces eclesiásticas optan por la simplificación y el mensaje accesible, sacrificando el argumento complejo que, paradójicamente, es el único medio para recuperar una voz profética y sólidamente articulada. Este fenómeno es un claro síntoma de la fragmentación del discurso moral occidental que Alasdair MacIntyre describió lucidamente al señalar que “hemos perdido, quizá en gran parte, nuestras pretensiones de un conocimiento moral y social sistemático porque hemos perdido nuestras pretensiones de que ese conocimiento sea capaz de ser transmitido dentro de una tradición” (MacIntyre, 2007, p. 23). En definitiva, si la Iglesia es incapaz de articular su tradición de manera inteligible, densa y con el rigor humilde del debate racional, su voz se disuelve en la banalidad, condenándola al ostracismo cultural en terrenos donde supo ser Ama y Señora.

Otro aspecto que no podemos dejar pasar aquí es el paralelismo roto entre el “Monasterio” como Officina Sapientiae al seminario burocrático de hoy. La crisis formativa actual se revela con mayor acritud al trazar dicho paralelismo con el paradigma educativo de la época dorada de la teología, encarnado en los monasterios medievales. Estos cenobios no eran refugios de piedad, sino verdaderos talleres de sabiduría, donde el cultivo intelectual se consideraba intrínseco a la búsqueda de la santidad misma. Tengamos en cuenta que la lectio divina era inseparable del estudio metódico, y la vida comunitaria garantizaba la inmersión en una disciplina intelectual que abarcaba la gramática, la retórica, el cálculo (el Trivium y el Quadrivium) y, finalmente, la teología como la ciencia suprema. El modelo monástico exigía la unidad entre ordo (orden) y studium (estudio), entendiendo que sólo el silencio y la ascesis creaban las condiciones de posibilidad para el pensamiento profundo. Este compromiso vital de los monjes contrastaba diametralmente con una visión meramente instrumental de la formación eclesiástica.

En el contexto actual, el seminario- institución moderna diseñada para la formación especializada del clero secular- ha perdido, en gran medida, la fibra de esa integración sapiencial. Al respecto, Jean Leclercq, un experto en el monacato medieval, sostiene que, para los monjes, “la cultura no era un fin en sí misma; era un medio, un instrumento, un objeto del ejercicio de la humildad, es decir, la fe” (Leclercq, 1961, p. 11). Este principio revela que el estudio era un acto de piedad y no de simple adquisición de títulos (se pensaba que la sabiduría no sólo te hacía más cercano a la santidad, sino también más piadoso).

Mientras el monasterio medieval era una comunidad dedicada al estudio inmersivo del saber clásico y patrístico, el seminario actual opera bajo la lógica de la certificación burocrática y la eficiencia pastoral. La formación se ha fragmentado en módulos y créditos que priorizan la adquisición de habilidades funcionales- como la gestión parroquial o la coordinación de eventos- por encima de la lenta digestión filosófica y metafísica necesaria. El resultado de esta decadencia es un déficit del rigor y de la concentración: el seminarista no siempre es un asceta del saber inmerso en una tradición intelectual, sino un futuro administrador eclesiástico con una preparación filosófica totalmente insuficiente para confrontar las tesis nihilistas o materialistas de la academia moderna. En otras palabras, la disciplina del studium ha sido sustituida por la ansiedad de la relevancia pastoral inmediata, rompiendo el equilibrio que hizo de la Iglesia la Magistra Scholarum (Maestra de Escuelas) de Occidente.

Consecuentemente, la deficiencia en la formación filosófica y teológica del sacerdote actual se manifiesta de forma inmediata y tangible en el púlpito, deteriorando la calidad y el propósito sagrado de la homilía. La misma, en su sentido original litúrgico, es la actualización y aplicación del misterio de la Palabra de Dios al tiempo presente, en tanto que exige una exégesis rigurosa, una comprensión profunda de la historia de la salvación (historia salutis) y una capacidad retórica para articular verdades complejas con claridad. Si el sacerdote carece de una base filosófica sólida- especialmente en metafísica, lógica y antropología- su capacidad para realizar la interpretación correcta se trunca. En este punto, debemos considerar que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Dei Verbum, ya advertía sobre la necesidad de que la Sagrada Escritura sea leída e interpretada con la debida formación: “La sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios […]. Los Padres de la Iglesia, cuya predicación es una exposición de la Palabra revelada, son un testigo permanente” (Concilio Vaticano II, 1965, n. 10). Así pues, un clero débilmente formado es totalmente incapaz de acceder a esta Tradición con profundidad crítica y los conocimientos históricos, filosóficos y teológicos necesarios.

El resultado de esta triste fragilidad es la sustitución del discurso teológico por el tópico banal, la anécdota moralizante superficial o la sociología de baja calidad. La homilía se convierte a menudo en una moralina simplificada o en una exhortación emotiva que evade la confrontación con las grandes preguntas de la fe. Este empobrecimiento no sólo es un problema retórico, sino que representa, fundamentalmente, una traición al sentido original de la Misa, la cual, como “fuente y cumbre” de la vida cristiana, se articula en dos mesas: la “mesa de la Palabra” (liturgia de la Palabra) y la “mesa del Pan” (liturgia Eucarística). Cuando la mesa de la Palabra se debilita por la predicación superficial, la conexión intelectual del fiel con el misterio eucarístico se atenúa. Así, la liturgia pierde su densidad intelectual y se reduce a un acto devocional privado o a una ceremonia social. Esta incapacidad de articular el Misterio en el lenguaje de la Razón condena al sacerdote a la ineficacia como mediador intelectual, haciendo que la Misa pierda su fuerza como evento pedagógico y sapiencial. Es imperativo, por tanto, que la formación clerical devuelva la primacía al rigor intelectual como condición sine qua non para la integridad litúrgica y la evangelización.

Aún hay más. La propia cúpula eclesiástica ha intentado diagnosticar esta patología, aunque la respuesta ha sido más retórica que materialmente transformadora. En la encíclica Fides et Ratio, San Juan Pablo II reivindicó la urgencia de la filosofía, advirtiendo que “la fe interviene para liberar a la razón de la presunción, tentación que fácilmente la asalta” (Juan Pablo II, 1998, n. 48). El pontífice no solo clamó por una revitalización filosófica, sino que alertó específicamente sobre su reducción a mera propedéutica teológica o a instrumental práctico, exigiendo un ámbito académico donde la filosofía conserve su “dimensión sapiencial” (Juan Pablo II, 1998, n. 83). Sin embargo, la noble reiteración magisterial de la importancia de la filosofía no ha sido acompañada de políticas académicas capaces de revertir la tendencia en seminarios y facultades teológicas. La tensión se define en la asimetría entre la intención y la capacidad efectiva de interlocución. La voluntad de diálogo proclamada en Gaudium et Spes (es el título de la única constitución pastoral del Concilio Vaticano II y trata sobre “la Iglesia en el mundo contemporáneo”) se ha traducido, en muchos casos, en una absorción acrítica de ideologías y modas, precisamente por la carencia de un armazón filosófico y teológico robusto que permita el discernimiento crítico y la oposición argumental.

El riesgo existencial es la autolimitación de la razón cristiana. Joseph Ratzinger, en su Discurso de Ratisbona, señaló el peligro de una razón que se autoexcluye de las grandes preguntas metafísicas. El Papa, teólogo magistral, advirtió que el intento moderno por restringir la razón “al mundo de las ‘certezas’ que se pueden obtener mediante la experimentación y la contrastación” (Benedicto XVI, 2006, n. 3) termina por empobrecerla, separándola del logos de la razón teológica, cuando la Iglesia renuncia a la metafísica o a la filosofía perenne como base de su formación, y sólo ofrece respuestas payasescas, emotivas, moralinas simplificadas o soluciones administrativas a problemas de índole profunda, se condena a la irrelevancia en los grandes debates que definen este siglo: bioética, inteligencia artificial, ecología integral, explotación humana, etcétera. El desfase no es sólo de contenido, sino de método y de lenguaje: la incapacidad actual de la curia o de los líderes para entrar en la analítica rigurosa y las epistemes especializadas del mundo actual erosiona drásticamente su autoridad intelectual hasta el punto de la caricatura.

Finalmente, la credibilidad epistémica de una institución depende intrínsecamente de su integridad moral. Cuando los escándalos sistemáticos socavan la autoridad espiritual de los pastores, la recepción de sus argumentos filosóficos o teológicos queda irreparablemente dañada. La atrofia intelectual y la crisis moral se retroalimentan en un círculo vicioso, catalizando el colapso de la autoridad en todos sus planos. Que quede claro, amigos míos, este ensayo no busca idealizar una edad de oro, sino remarcar la fractura crítica entre un pasado de producción intelectual eminente y un presente de superficialidad formativa mayoritaria.

La restauración del capital intelectual exige una visión audaz que valore la producción teórica, no como un apéndice subsidiario, sino como el corazón mismo de la misión evangelizadora, el medio para hacer inteligible la fe en un mundo que ha olvidado el sentido de la trascendencia. La cuestión fundamental reside en si es viable revertir la inercia institucional que ha priorizado la administración y el show sobre la metafísica, sin caer en un elitismo académico que la aleje de sus bases populares, y en cómo una Iglesia global, tentada por la inmediatez mediática, podría reconstruir el paciente y silencioso hábito de la lectio divina y la argumentación rigurosa, reintroduciendo el amor por el saber profundo. Lo más punzante es dilucidar si la Iglesia tiene la voluntad y el coraje de desmantelar la formación trivial y diletante que hoy sustenta la debilidad de su voz en el siglo XXI, o si prefiere la comodidad de la irrelevancia al rigor de la verdad. Si la respuesta a estos interrogantes es la pasividad continuada, sólo se puede anticipar la consolidación del declive epistémico de la razón cristiana y, con ello, la inevitable pérdida de la Iglesia como faro intelectual y moral.

Referencias Bibliográficas (APA 7)

Agustín, S. (1984). Sermones. (Vol. 1). Biblioteca de Autores Cristianos. (Obra original publicada c. 400 d.C.).

Aquino, T. de. (1888). Summa contra Gentiles: Libri Quattuor. Accedunt Tabulae. Ex Typographia Polyglotta S. C. de Propaganda Fide. (Obra original publicada c. 1259-1265).

Benedicto XVI. (2006, 12 de septiembre). Fe, razón y universidad: recuerdos y reflexiones. (Discurso de Ratisbona). Librería Editrice Vaticana.

Concilio Vaticano II. (1965). Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina Revelación. Librería Editrice Vaticana.

Concilio Vaticano II. (1965). Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual. Librería Editrice Vaticana.

Juan Pablo II. (1998, 14 de septiembre). Carta encíclica Fides et Ratio a los Obispos, a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas, y a todos los fieles sobre las relaciones entre fe y razón. Librería Editrice Vaticana.

Leclercq, J. (1961). El amor a las letras y el deseo de Dios: Introducción a los escritores monásticos medievales. Andrés Bello.

MacIntyre, A. (2007). After Virtue: A Study in Moral Theory (3.ª ed.). University of Notre Dame Press. (Obra original publicada en 1981).

Taylor, C. (2007). A Secular Age. The Belknap Press of Harvard University Press.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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