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¿Cómo nos llevamos con el sufrimiento?

Por: Lisandro Prieto Femenía
No hay razón para buscar el sufrimiento, pero si éste llega y trata de meterse en tu vida, no temas; míralo a la cara y con la frente bien levantada. Friedrich Nietzsche
No es ninguna novedad que el sufrimiento ha sido objeto de reflexión y debate a lo largo de la historia en general y de la filosofía en particular. Mientras que algunas corrientes lo consideran un fenómeno que nos puede servir para ser más sabios y crecer personalmente, otras lo cuestionan como una forma de dominio o control social o un obstáculo para la felicidad. En la reflexión de hoy intentaremos explorar la romantización del sufrimiento desde diferentes perspectivas, analizando si la angustia es realmente necesaria para crecer o si existen otras vías para alcanzar la tan deseada plenitud.
Para entender la postura que considera que el dolor sirve de maestro, tenemos que empezar con la lectura de Séneca, para quien el sufrimiento es una buena oportunidad para fortalecer nuestras virtudes. En su obra “Cartas a Lucilio”, nos anima a enfrentarnos al dolor con una valiente serenidad, pues a través de la adversidad es que podemos cultivar nuestra resistencia interna. Este postulado es muy propio del estoicismo, doctrina filosófica que, en general, propone que la clave es aceptar lo que no podemos cambiar o controlar y transformarlo en una lección. Sin embargo, es necesario que nos preguntemos si realmente el dolor nos da lecciones valiosas o si simplemente nos acostumbra a él como parte de nuestra existencia finita: ¿es posible que confundamos adaptación con crecimiento?
Epicuro, por su parte, veía al sufrimiento de manera diferente. Para él, la felicidad y el placer racional eran la meta de la vida, mientras que el dolor innecesario sólo obstaculiza la consecución de esa paz interior. En su “Carta a Meneceo” nos enseñó que tenemos que evitar el dolor innecesario mientras nos enfocamos en lo que nos brinda dicha, satisfacción y bienestar. Cuando sostuvo que «El principio y la raíz de todo bien es el placer del vientre», no estaba abogando por un hedonismo desenfrenado, sino que su filosofía se centra en la búsqueda de la ataraxia, es decir, la tranquilidad del alma, y la aponia, la ausencia del dolor físico. Desde esta perspectiva, los placeres más elevados son los que provienen de la amistad, la conversación filosófica y la moderación en los deseos, no del “vientre” propiamente (el cual le causaba bastantes problemas, porque al parecer lo aquejaban molestias gastrointestinales permanentemente). Como podrán apreciar, tampoco se trata de satisfacer todos los impulsos, sino de discernir cuáles son los placeres verdaderamente necesarios y duraderos, valorando la simplicidad y la autosuficiencia, puesto que los placeres excesivos conducen necesariamente a la ansiedad y el sufrimiento.
En línea con el postulado de Séneca, la tradición judeocristiana otorga un significado muy profundo al sufrimiento, considerándolo como un camino hacia la redención y la purificación. En el Antiguo Testamento, el libro de Job explora la cuestión del “sufrimiento injusto”, planteando una pregunta que todos, en algún momento de nuestra vida, nos hacemos: “¿Por qué los justos sufren?”. Esta pregunta encierra una de las cuestiones más profundas y persistentes de la existencia humana que merece ser explicado con un grado mayor de profundidad: el enigma del sufrimiento justo.
El libro de Job, en las Escrituras Hebreas, plantea que Job, un hombre justo y temeroso de Dios, es sometido a pruebas extremas por Satanás, con el permiso de Dios, perdiendo así su riqueza, su familia y su salud. Sus amigos lo acusan de haber pecado en secreto, argumentando que el sufrimiento es siempre un castigo por el pecado, pero Job mantiene su integridad y cuestiona la justicia divina. La lectura de este Libro no ofrece una respuesta fácil a la pregunta del sufrimiento de los justos, pero en su lugar nos invita a pensar y a cuestionar el sentido del mismo. Finalmente Dios responde a Job desde la tempestad, revelando la inmensidad y el misterio de la creación, y cuestionando la capacidad humana para comprender sus designios.
La historia de Job ha sido interpretada de diversas maneras a lo largo de la historia: algunos la ven como una prueba de fe, donde el protagonista demuestra su lealtad a Dios a pesar del sufrimiento, mientras que otros la interpretan como una crítica a la teología de la retribución, que sostiene que los justos son recompensados y los malvados son castigados. En definitiva, la pregunta de por qué los justos sufren sigue siendo un enigma para todos nosotros, pero creímos necesario traer esta lectura porque nos recuerda que el sufrimiento no siempre tiene una explicación estrictamente racional, y que la fe puede ser puesta a prueba en los momentos más oscuros de nuestra vida.
Consecuentemente, en el Nuevo testamento, la figura misma de Jesucristo ejemplifica el sufrimiento redentor, puesto que a través de su sacrificio en la cruz se institucionaliza el dolor como condición necesaria para la santidad. En particular, la teología cristiana ha desarrollado diversas interpretaciones del sentido del sufrimiento, desde considerarlo una prueba indispensable de fe, hasta verlo como una consecuencia de nuestra condición humana o del pecado original. Esta idea de que el sufrimiento purifica el alma y nos acerca a Dios ha sido una constante en la espiritualidad del cristianismo, aunque también se ha cuestionado el sufrimiento innecesario y la idea de que Dios inflige dolor a los seres humanos
Desde la vereda de enfrente, ya en la tiempos modernos, Nietzsche no se limita a denunciar la glorificación del sufrimiento como mero mecanismo de control social, sino que su crítica es mucho más profunda y abarca una transvaloración de los valores morales tradicionales. Para él, la moral judeocristiana, con su énfasis en el sacrificio y la humildad, ha invertido los valores naturales, convirtiendo la fortaleza en debilidad y el sufrimiento en virtud.
En su obra “La genealogía de la moral”, Nietzsche analiza cómo el resentimiento de los débiles ha dado origen a una moral que glorifica el sufrimiento y la renuncia. Esta moral, desde su perspectiva, es una forma de venganza contra lo que él llamaba “los fuertes”, que afirman la vida y aceptan sus instintos sin avergonzarse. Consecuentemente, Nietzsche propone una inversión de estos valores que se empeñe en celebrar la vida, la voluntad de poder y la creación de uno mismo. Para esta filosofía, el sufrimiento puede ser un estímulo para el crecimiento, pero sólo si se supera y se transforma en una afirmación de la fuerza vital: en este contexto, el sufrimiento se convierte en un desafío que debería impulsarnos a superarnos y a crear nuestros propios valores. Ante este enfoque, es pertinente que nos preguntemos: ¿estamos realmente aprendiendo del sufrimiento y el sacrificio, o simplemente lo aceptamos con resignación por ser un requisito social? ¿Existe alguna posibilidad de que estemos naturalizando patrones de sometimiento innecesarios al glorificar una idea errónea del sufrimiento?
Paralelamente, Arthur Schopenhauer, nuestro “filósofo mala onda” favorito, ofrece una visión pesimista de la existencia humana, en la que el sufrimiento ocupa un lugar central. En su obra titulada “El mundo como voluntad y representación” nos indica que la realidad última es la “voluntad”, es decir, una fuerza ciega e irracional que nos impulsa a desear y a buscar la satisfacción permanentemente. Sin embargo, la satisfacción dura poco, y el deseo insatisfecho genera sufrimiento. También, sostiene que el sufrimiento es inherente a la condición humana, ya que la voluntad nunca puede ser completamente satisfecha, embarcándose en una búsqueda constante de placer y felicidad, una ilusión que sólo puede conducirnos a un mayor sufrimiento.
Ahora bien, no todo está mal para Schopenhauer, puesto que también ofrece una vía de escape al sufrimiento: la negación de la voluntad. A través de la contemplación estética, la compasión y la renuncia a los deseos egoístas, podemos liberarnos de la tiranía de la voluntad y alcanzar un estado de paz y serenidad. Queda claro que la filosofía de Schopenhauer nos invita a reflexionar sobre la esencia del deseo y la inevitabilidad del sufrimiento, ante lo cual podríamos preguntarnos: ¿Es posible liberarnos de la voluntad y encontrar la felicidad en la renuncia? ¿Estamos condenados a sufrir por nuestros deseos, siempre insatisfechos?
Habiendo realizado un recorrido histórico de algunas posturas filosóficas que han aportado sus enfoques acerca del sufrimiento, ha llegado el momento de ver qué se piensa en nuestro tiempo, la decadente postmodernidad y su postulación de la deconstrucción del sufrimiento. Al desmantelar las grandes narrativas tradicionales, la el pensamiento contemporáneo ha intentado arrojar luz sobre la construcción social del sufrimiento: autores como Foucault, Deleuze y Butler han pretendido demostrar que el dolor no es una experiencia universal y objetiva, sino que se moldea a través de las relaciones de poder y las estructuras sociales.
En su obra “Vigilar y castigar”, Foucault nos muestra cómo el sufrimiento se ha empleado históricamente como herramienta de disciplina y control, normalizando los cuerpos y las mentes dentro de instituciones como prisiones y hospitales. Por su parte, Deleuze y Guattari, en “Mil mesetas”, amplían esta visión, revelando cómo el sufrimiento emerge de sistemas de poder más amplios, desafiando la noción de que sea una vivencia meramente individual. Por último, Butler expone cómo las normas de género y sexualidad modulan la vulnerabilidad al sufrimiento, evidenciando que ciertos cuerpos son inherentemente más susceptibles a él que otros.
Sin embargo, esta deconstrucción del sufrimiento no está exenta de críticas, puesto que en su gran mayoría, son patrañas. Una de las más significativas es la tendencia, dentro de ciertos círculos posmodernos, a negar la realidad del sufrimiento individual puesto que al poner todas sus energías en la “construcción social”, se corre el riesgo de minimizar e incluso invalidar el dolor experimentado por individuos reales, de carne y hueso. Esta postura nos ha llevado a una forma extrema de relativismo moral, donde el sufrimiento se reduce a una mera cuestión de interpretación o discurso, ignorando su impacto tangible en la vida de las personas.
Esta negación progre del sufrimiento individual se manifiesta de diversas formas. Por ejemplo, al cuestionar la validez de las experiencias traumáticas o al desestimar el dolor emocional con una mera justificación de “construcción cultural”, se convierte en una actitud insensible que socava la posibilidad de empatía y solidaridad con aquellos que verdaderamente sufren. Es crucial reconocer que el sufrimiento, aunque moldeado a veces por factores sociales, también posee una dimensión existencial innegable: el dolor físico y emocional es una realidad que trasciende el tamiz diletante de las construcciones discursivas como justificación de la totalidad de lo real. Negar esta realidad es ignorar una parte fundamental de la experiencia humana.
Como siempre sostenemos, en lugar de negar los caracteres esenciales de nuestra naturaleza, en este caso el sufrimiento, nuestro tiempo necesita enfocarse en analizar cómo se distribuye de manera desigual en las sociedades. Tenemos que examinar cómo las estructuras de poder y las normas sociales generan y perpetúan el sufrimiento, especialmente entre los grupos más marginados, indefensos y oprimidos. Adoptar esta perspectiva crítica, contraria a la payasada postmoderna que está ocupada en banalidades, contribuiría positivamente a la reconstrucción de una sociedad más justa y compasiva, donde el sufrimiento sea reconocido y abordado de manera efectiva.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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España se moviliza contra el rearme militar: gran manifestación el 7 de junio

Foto: Cortesía
Por: Jorge Sánchez, periodista especializado en la política internacional y colaborador de la redacción
Miles de personas saldrán a las calles para denunciar la creciente militarización promovida por la Unión Europea y la OTAN, en el marco de una política de escalada bélica que desvía recursos públicos hacia el gasto militar. En España, el gobierno del PSOE y Sumar ha anunciado un aumento repentino de 10.000 millones de euros en defensa, reforzando lo que el teórico Raúl Sánchez Cedillo denomina «régimen de guerra»: una dinámica que se intensificó desde 2022 con la guerra entre Rusia y Ucrania, y que beneficia a la industria armamentística, mientras las élites políticas y económicas mantienen el rumbo.
El discurso del miedo y sus consecuencias
Los líderes de la UE y los gobiernos nacionales han justificado esta deriva belicista mediante campañas mediáticas que promueven la seguridad basada en el miedo. Ejemplos como los videos de Von der Leyen en búnkeres o la promoción de «kits de emergencia» refuerzan una narrativa que normaliza el aumento del gasto militar. Sin embargo, esta estrategia no solo consolida un clima de guerra, sino que también amenaza con recortes en derechos sociales, como reconoció incluso el primer ministro de Finlandia ante Pedro Sánchez.
Mientras buena parte de la sociedad española sufre el aumento de la inflación, la precariedad laboral y la especulación inmobiliaria, el rearme no solo no soluciona estos problemas, sino que los agrava al desviar fondos de áreas esenciales.
La movilización del sábado: «No al rearme, no a la guerra»
La Asamblea de Madrid convoca una manifestación este sábado 7 de junio a las 12:00 en la capital para rechazar:
- El discurso belicista de gobiernos, instituciones y medios que presentan la guerra como solución.
- La propaganda del miedo que intenta legitimar el gasto militar como algo «inevitable».
- La militarización como excusa para recortar sanidad, educación y derechos fundamentales.
- La Ley Mordaza y toda legislación represiva.
Además, se exige la suspensión de relaciones económicas, militares y diplomáticas con Israel y el cese inmediato del genocidio palestino.
Contradicciones en la izquierda gubernamental
Aunque Podemos, Sumar e Izquierda Unida han confirmado su participación en la protesta, su presencia genera críticas, ya que estas formaciones son parte de un gobierno que ha aprobado el aumento del gasto militar. Sectores del movimiento por la paz reclaman coherencia entre el discurso político y las decisiones ejecutivas.
La movilización llega en un contexto clave: en las próximas semanas, la cumbre de la OTAN podría exigir a los países miembros elevar su inversión militar hasta el 5% del PIB, una medida que profundizaría la militarización en Europa.
Por: Jorge Sánchez, periodista especializado en la política internacional y colaborador de la redacción
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¿Morir de vida súbita? La tragedia de la existencia inauténtica

Por: Lisandro Prieto Femenía
“Me olvidé de vivir”- «J’ai oublié de vivre» Pierre Billon y Jacques Revaux, cantada por Julio Iglesias
Bien sabemos que la expresión “muerte súbita” evoca una imagen impactante: el fin abrupto e inesperado de una vida, sin previo aviso ni oportunidad de despedidas. En el ámbito médico, se refiere a un cese repentino e imprevisto de las funciones vitales. Pero, ¿qué pasaría si esta misma brutalidad se aplicase no al final físico, sino al final de una forma de vivir? Pues bien amigos, les propongo la metáfora “morir de vida súbita” para comprender la tragedia que representa una existencia inauténtica, una vida que se desperdicia hasta el punto de que, cuando la conciencia de la inmanencia de la muerte golpea, ya es demasiado tarde para empezar a vivir verdaderamente.
Este tipo de reflexiones, poco comunes en los medios de comunicación tradicionales, nos sumerge en las profundidades de la filosofía existencialista, donde la autenticidad, la conciencia de la finitud y la vivencia del tiempo son pilares fundamentales. Grandes pensadores y filósofos como Heidegger, Sartre y el propio Miguel de Unamuno exploraron con vehemencia la relación entre nuestra existencia y la muerte, no como un evento futuro, sino como una posibilidad que está siempre presente y que configura nuestro ser.
En primer lugar, miremos la inautenticidad como una huida de la angustia mediante una sed de inmortalidad. Para Martin Heidegger, en su obra cumbre “Ser y Tiempo”, la existencia humana es un “ser-para-la-muerte” (Sein zum Tode). Así, la muerte no es simplemente un final, sino una posibilidad ineludible que nos singulariza y nos confronta con la finitud de nuestro ser. Sin embargo, el Dasein (el “ser-ahí”, o sea, nosotros, los seres humanos) tiende a evadir esta confrontación, refugiándose en la existencia banal o inauténtica.
Cuando Heidegger expresa que «la huida ante la muerte es la inautenticidad del Dasein.» (Heidegger, M. Ser y Tiempo. Trad. Jorge Eduardo Rivera. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997, §50, p. 288), nos indica que el Dasein se sumerge en el “uno” (das Man), una forma de existencia impersonal donde las decisiones, los valores y el sentido de la vida son dictados por la masa, por lo que “se dice” o “se hace”. Vivimos conforme a expectativas externas, cumpliendo roles preestablecidos, persiguiendo metas que no son intrínsecamente nuestras. Así, la vida se convierte en una serie de acciones mecánicas, desprovistas de verdadero compromiso y significado personal o colectivo mientras que la angustia, ante la propia singularidad y la responsabilidad de la libertad, se disuelve en la comodidad patética del anonimato colectivo: uno pasa a ser “uno más” entre los demás.
Aquí es donde los ecos del gran Miguel de Unamuno resuenan con fuerza. En su monumental obra titulada “Del sentimiento trágico de la vida”, Unamuno ahonda en la “sed de inmortalidad” como la raíz más profunda de la existencia humana. Para él, la razón nos condena a la finitud, pero el corazón, el sentimiento, se revela contra ella, anhelando la eternidad. Sin embargo, esta sed puede llevar a una vida inauténtica si se convierte en una evasión de la realidad del presente. Unamuno lo plantea con una contundencia desgarradora:
«Y no es la muerte misma lo que más me horroriza, sino la muerte de la vida que me hace creer que no tengo que vivirla, o que la vivo en un sueño, sino el horror de ver que mi vida se me va y se me lleva.» (Unamuno, M. Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. Madrid: Austral, 2011, Cap. I, «El hombre de carne y hueso», p. 19). Esta “muerte de la vida” a la que se refiere el pensador español es la parálisis existencial que produce el miedo a la muerte o, paradójicamente, la negación de su inminencia, lo que nos lleva a posponer la verdadera vivencia.
Por su parte, Jean- Paul Sartre desarrolla el concepto de “mala fe” (mauvaise foi) en su obra “El ser y la nada”. Para él, el ser humano está “condenado a ser libre”, en tanto que somos responsables de nuestras elecciones y de la construcción de nuestro propio sentido. Sin embargo, a menudo intentamos escapar de esta libertad, fingiendo que somos cosas, que estamos determinados por circunstancias externas o por una esencia preexistente a la nuestra.
«El hombre es lo que hace con lo que han hecho de él.» (Sartre, J.-P. Cahiers pour une morale. Trad. Guillermo de la Cruz. Buenos Aires: Losada, 1968, p. 55).
Pues bien, en ese contexto, la mala fe es precisamente el autoengaño, la negación de nuestra absoluta libertad y responsabilidad ante nuestra propia vida. Al vivir en estado de “mala fe”, nos volvemos autómatas, reaccionando a las circunstancias en lugar de actuar desde una conciencia auténtica de nuestra capacidad de elegir en libertad. Posponemos la verdadera vida, convencidos de que “algún día” comenzaremos a vivir plenamente, cuando las condiciones sean adecuadas o perfectas, cuando seamos “suficientemente” esto o aquello.
En medio de todo esto, no podemos olvidar lo esencial, a saber, la temporalidad y su vínculo con la inautenticidad de una vida que pudo ser y no fue. Tengamos en cuenta que la temporalidad es el telón de fondo sobre el cual se desarrolla esta tragedia que llamamos vida: nuestra existencia se despliega en el tiempo, un flujo constante que avanza irreversiblemente, nos guste o no. Sin embargo, la vida inauténtica se caracteriza por abrazar una relación distorsionada con el tiempo: en lugar de vivir plenamente el presente, nos anclamos en un pasado que ya no existe o proyectamos nuestra felicidad a un futuro completamente incierto.
La persona que “muere de vida súbita” es aquella que ha confundido el transcurrir del tiempo con la vivencia del tiempo. Ha permitido que las horas, los días, los meses y los años se sucedan mecánicamente, sin llenarlos de significado, de decisiones auténticas o de experiencias genuinas. La inautenticidad nos impide habitar plenamente nuestro “ahora”, ya sea por la nostalgia de un pasado idealizado o por la expectativa de un futuro que nunca llega a ser presente. Así, el tiempo se convierte en un verdugo silencioso, un río que fluye sin que nos atrevamos a sumergirnos en sus aguas (es decir, propiamente, vivir).
Sobre esta relación con el tiempo, el filósofo romano Séneca nos ofrece una perspectiva contundente en sus “Cartas a Lucilio”- En ellas, deplora la forma en que la mayoría de los hombres desperdician su tiempo, considerándolo una fuente inagotable, en lugar de un recurso escaso y precioso. También, nos advierte contra la procrastinación, ese vicio de posponer permanentemente lo necesario y abocar la vida en orientación hacia un futuro ilusorio:
«La mayor parte de los mortales, oh Lucilio, se lamenta de la maldad de la naturaleza, porque nacemos para un espacio breve de tiempo, y este período, tan limitado, transcurre con tanta rapidez que, excepto muy pocos, el resto abandona la vida cuando apenas se preparaba para vivir.» (Séneca, Lucio Anneo. Cartas a Lucilio. Vol. I, Libro I, Carta 1, «Sobre el aprovechamiento del tiempo». Trad. Vicente Serrano. Madrid: Gredos, 1986, p. 11).
En definitiva, Séneca nos exhorta a vivir cada día como si fuera el último, a tomar conciencia de la finitud del tiempo y a no diferir las acciones que dan sentido a nuestra existencia. La vida inauténtica, en este sentido puntal, es la vida postergada, la vida que se vive “en el futuro”, mientras el presente se escurre inútilmente sin ser habitado.
La metáfora que acuñamos aquí, “morir de vida súbita”, encapsula la tragedia de esta existencia inauténtica. Es el momento en que la conciencia de la propia finitud irrumpe con una brutalidad similar a la de un infarto. De repente, la persona se ve cara a cara con el hecho ineludible de que el tiempo se agota y ve a la muerte, antes un concepto abstracto y lejano, materializada como una realidad inminente.
En ese instante de lucidez, la persona comprende que ha vivido una vida de prórroga, que ha pospuesto la autenticidad, la pasión, la felicidad y la búsqueda de su verdadero ser. Las oportunidades de vivir plenamente se desvanecieron una tras otras, engullidas por la inercia, el miedo, la mediocridad o la distracción. Y lo más desgarrador de todo esto es la constatación de que ya es tarde: el tiempo para rectificar, para experimentar, para ser verdaderamente, se ha agotado y no vuelve más, nunca más. La vida ha pasado, y el arrepentimiento se vuelve una carga insoportable.
Esta experiencia del despertar tardío resuena con la angustia descrita por el gran Sócrates en su defensa ante el tribunal. Aunque no se refería directamente a la muerte súbita, su admonición sobre una vida no examinada subraya la tragedia de una existencia que ha ignorado la reflexión y el autoconocimiento. En la “Apología de Sócrates”, de Platón, Sócrates declara con contundencia que “una vida sin examen no es digna de ser vivida por un hombre”, indicando con ello que la falta de pensamiento, la ausencia de una vida reflexionada y consciente, nos lleva a la inautenticidad más patética: es como haber estado por aquí, en lugar de haber vivido propiamente. En este contexto, “morir de vida súbita” es, en esencia, el momento en que esta falta de examen se revela con su crudeza más dolorosa: la vida ya no tiene remedio, porque nunca fue verdaderamente cuestionada ni vivida a conciencia.
Ahora, cuando la conciencia de la “muerte de vida súbita” golpea, la principal consecuencia es un lamento profundo, una lamentación que no es simplemente tristeza, sino una forma de dolor existencial. No se llora tanto la pérdida de la vida física, sino la pérdida de la vida que pudo haber sido y no fue. Este sentimiento es un reconocimiento amargo de las oportunidades perdidas, las pasiones no perseguidas y la autenticidad sacrificada en el altar de la inercia, la mentecatez y el conformismo chato. Es, en definitiva, la realización de que se ha sido un espectador de la propia existencia, en lugar de ser su protagonista principal.
Este sollozo entronca directamente con las reflexiones de Arthur Schopenhauer sobre el sufrimiento inherente a la existencia humana, aunque él lo abordaba desde una perspectiva más universal. Para Schopenhauer, la vida es oscilación entre el deseo y el aburrimiento, y el dolor surge del deseo insatisfecho. En el contexto de la “vida súbita”, el lamento es el deseo insatisfecho de una vida auténtica, de una existencia plena que se dejó escapar. No es tanto un dolor por lo que hay, sino por lo que no hay y nunca habrá.
Recordemos que Schopenhauer, en su obra “El mundo como voluntad y representación”, argumentaba que el sufrimiento es la esencia de la vida, pero en nuestro caso, este sufrimiento se agudiza por la conciencia de haberlo provocado uno mismo por inacción. Aunque el autor se refiere al dolor de la voluntad en general, su visión de la insatisfacción y el anhelo como fuentes de sufrimiento resuena poderosamente con el lamento de quien se da cuenta que su vida no ha sido vivida. El obstáculo aquí no es externo, sino la propia falta de voluntad para vivir auténticamente.
«El dolor no es algo ajeno a la voluntad, sino que es la voluntad misma, en tanto que es objetivada como cuerpo y en tanto que es afectada por obstáculos.» (Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación. Vol. I, Libro IV, § 56. Trad. Roberto Aramayo. Madrid: Trotta, 2005, p. 376).
Este lamento es un “haber sido sin haber llegado a ser”, es decir, es el eco de las voces internas que fueron silenciadas, de los caminos alternativos que nunca se tomaron. Es una aflicción que consume, ya que se nutre de la certeza de lo irrecuperable. La “muerte de vida súbita” no sólo es un fin abrupto, sino también la condena a un lamento eterno por la existencia que se perdió, no en el morir, sino en el vivir. La inautenticidad nos condena a una existencia fugaz, donde el final llega sin haber habitado plenamente el camino. Sí, lo sé, no es un texto agradable, pero al menos los invita a una reflexión profunda sobre la urgencia de vivir con intensidad y autenticidad cada instante, antes de que “algún día” se convierta en “demasiado tarde”.
Lisandro Prieto Femenía.
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“Cuando el silencio indiferente es cómplice del mal”- Lisandro Prieto Femenía

«El mal que hay en el mundo casi siempre viene de la ignorancia, y la buena voluntad sin lucidez puede ocasionar tantos desastres como la maldad.»
Albert Camus, La Peste (1947).
Bien sabemos que la historia de la humanidad está escrita con tinta de dolor, pero también con el borrador implacable de la indiferencia. Hay momentos en que el estruendo de la barbarie es tan abrumador que el silencio global que le sigue se vuelve un eco aún más ensordecedor, una complicidad tácita que corroe los cimientos de la ética y la justicia. En la actualidad, el mundo observa con una mezcla de horror y parálisis dos realidades que, si bien distintas en su origen, convergen en una misma verdad innegable: la atroz responsabilidad del silencio ante la injusticia. Hoy nos referiremos puntualmente a los crímenes abominables perpetrados por Hamás contra el pueblo de Israel y la devastación sin límites que el Estado de Israel está infligiendo a diario en lo que queda de la Franja de Gaza. Ambos episodios, lamentablemente, debería dolernos por igual, pues son una clara demostración del fracaso rotundo de la razón en pos del bien común, de la diplomacia internacional y de la justicia global.
¿Ante qué horror nos estamos paralizando? El día 7 de octubre de 2023, la incursión de un grupo detestable de lúmpenes de Hamás, financiados por degenerados palaciegos, en territorio israelí reveló una faceta brutal de la capacidad humana para la crueldad. Los asesinatos, secuestros y la violencia indiscriminada contra civiles, incluidos nuños y ancianos, conmocionaron al mundo. Sin embargo, la respuesta global, aunque inicialmente enérgica en la condena, pareció desvanecerse en la medida en que la escalada de violencia tomaba una dirección aún más devastadora. Este silencio selectivo ante la barbarie es lo que el filósofo Theodor W. Adorno, en su reflexión sobre lo acontecido en Auschwitz, nos instaría a cuestionar: no se trata sólo de la incapacidad de comprender el mal, sino de la facilidad con la que la conciencia moral se adormece. Como él mismo afirmó en su “Dialéctica negativa”, “después de Auschwitz, la poesía no es posible”. Si bien la magnitud de los eventos no es la misma, la esencia de la atrocidad nos obliga a un examen de conciencia similar. El silencio ante el terror de Hamás, una vez consumado, es una forma de normalizar lo inaceptable.
Paralelamente, la respuesta de Israel en Gaza ha desatado una catástrofe humanitaria de proporciones inimaginables. El asedio, los bombardeos indiscriminados y la destrucción de infraestructuras vitales han dejado un rastro de muerte, desplazamiento y desesperación para millones de palestinos. Ante esta devastación, el silencio de gran parte de la comunidad internacional se torna aún más inquietante. ¿Cómo es posible que las imágenes de niños famélicos y mutilados, hospitales destruidos y familias enteras diezmadas no logren despertar una acción contundente? La indiferencia, sobre todo por parte de los organismos internacionales inútiles, en este contexto, no es sólo una falta de empatía, sino una clara complicidad activa con la aniquilación y la injusticia.
Aquí, la voz de Hannah Arendt se vuelve crucial: en su obra titulada “Eichmann en Jerusalén”, introdujo el concepto de la “banalidad del mal”, refiriéndose a cómo los grandes crímenes pueden ser cometidos por personas “normales” que simplemente cumplen órdenes, sin una malicia intrínseca. Sin embargo, su obra también nos invita a reflexionar sobre la responsabilidad individual de resistir y hablar: el silencio de la mayoría no es una exculpación para la barbarie. Arendt nos enseña que el mal no siempre se presenta con un rostro temerario y monstruoso, sino que a menudo se esconde detrás de un escritorio, en la obediencia o, en nuestro caso, en el mutismo complaciente. El silencio ante la degeneración humana que representan los perversos miembros de Hamás como también los responsables de la devastación en Gaza es, en esencia, la banalización del sufrimiento humano.
También, la filosofía de Immanuel Kant nos ofrece un marco para comprender la responsabilidad moral que recae en cada individuo y sobre la comunidad internacional. Su imperativo categórico, que nos insta a actuar de tal manera que nuestra máxima de acción pueda convertirse en una ley universal, nos exige que no permanezcamos pasivos ante el sufrimiento ajeno. Si universalizamos el silencio ante la injusticia, estamos permitiendo que la barbarie se convierta en la norma. Así, Kant nos invita a preguntarnos: ¿quisiéramos vivir en un mundo donde el genocidio o los crímenes de guerra fueran aceptados por la inacción global? La respuesta de la gente sensata sería un rotundo ¡NO! Por lo tanto, el imperativo hoy es actuar, aunque sea levantando la voz o publicando un artículo de reflexión filosófica en una época donde la gente prefiere ver reels de veinte segundos y le tiene alergia a la lectura.
Recapitulando, ambos episodios presentados, es decir, la atrocidad de los salvajes de Hamás y la aniquilación indetenible en Gaza, son la clara demostración del fracaso de la razón en pos del bien común. La razón, que debería ser la brújula para la coexistencia pacífica y la resolución de conflictos, ha sido secuestrada por la avaricia, la venganza, el odio y el interés político. La diplomacia internacional, el instrumento por excelencia para la prevención y resolución de conflictos, se ha mostrado claramente impotente, atascada en vetos, intereses geopolíticos y una falta de voluntad política para imponer el respeto por la vida humana.
Consecuentemente, el silencio ante estas realidades tan crudas, pone en tela de juicio la misma noción de justicia global. Si la justicia es ciega ante el sufrimiento de unos, pero ve con claridad el de otros, entonces no es justicia, sino un mecanismo de poder al servicio de un puñado de detestables. La justicia, en su esencia, exige una respuesta equitativa ante la violación de los derechos humanos, sin importar la identidad de las víctimas o de los perpetradores.
En medio de la polarización intencionada de los capitales que sostienen a los medios masivos de comunicación, como también la retórica deshumanizadora impulsada por ellos, es vital recordar otra verdad fundamental: el sufrimiento no tiene nacionalidad ni afiliación política. La antigua máxima del dramaturgo romano Terencio, “Homo sum, humani nihil a me alienum puto”, es decir, “Soy humano, y nada de lo humano me es ajeno”, la recupero hoy con urgencia desgarradora, porque esta sentencia filosófica nos convoca a reconocer nuestra inherente conexión con la condición humana, a sentir como propio el dolor del otro, sin importar su origen o las etiquetas que se le impongan.
Cuando observamos el salvajismo en los crímenes de Hamás, los niños israelíes secuestrados y asesinados, nos confrontamos con la cruda realidad de la pérdida de la inocencia. Son víctimas de un odio que no les pertenece, de una violencia que trasciende cualquier justificación. De la misma manera, el exterminio en Gaza nos muestra niños y bebés asesinados, heridos, traumatizados y hambrientos, cuyas vidas han sido irremediablemente truncadas por un conflicto que no eligieron. Ellos no son responsables de la violencia, ni de las decisiones de sus líderes, ni de las políticas de un Estado. En pocas palabras, caros lectores: ningún niño palestino es terrorista, como tampoco ningún niño secuestrado por Hamás es sionista. Son, simplemente, niños.
Callar ante el sufrimiento de cualquiera de estas criaturas inocentes es una abdicación de nuestra propia humanidad. Se los digo con los ojos vidriosos, porque yo también soy papá: si el dolor de un niño israelí nos estremece, el dolor de un niño palestino debería hacerlo con exactamente la misma intensidad. Si condenamos la barbarie de un ataque, debemos condenar con igual vehemencia la devastación que se carga de a miles vidas inocentes. La capacidad de discernir la injusticia, de sentir empatía por la víctima, sin importar de qué lado de la frontera se encuentre, es la piedra angular de cualquier ética que aspire a la universalidad. El lema precitado “nada de lo humano me es ajeno” nos interpela a trascender las narrativas simplistas y a reconocer en cada víctima, sea israelí o palestina, el reflejo de nuestra propia vulnerabilidad y la urgencia de nuestra responsabilidad colectiva.
Por último, es preciso exponer la tiranía de la polarización generada por el silencio forzado de la patética era de la post-verdad. En este tiempo, donde la inmediatez de las redes sociales y la fragmentación de la información dictan gran parte del discurso público, la búsqueda de la verdad y la expresión genuina de la compasión se encuentran sitiadas por una nueva forma de censura: la cultura de la cancelación, la imposición de lo que se considera “políticamente correcto”. Esta dinámica tóxica ha convertido el debate sobre el conflicto israelo-palestino en un campo minado moral, donde cualquier matiz es aplastado por la exigencia de una lealtad absoluta.
Si uno osa expresar compasión por las víctimas palestinas, la acusación inmediata es la de ser un justificador del terrorismo o un antisemita. El dolor de Gaza se reduce a una “narrativa” subjetiva que debe ser desacreditada si se quiere mantener una postura “aceptable”. Por el contrario, si se manifiesta solidaridad con las víctimas israelíes y se condena la barbarie de Hamás, el señalamiento es el de ser un “sionista”, un “asesino” o un cómplice de la opresión. La empatía se convierte en un arma arrojadiza, un test de lealtad que no permite la simultaneidad de sentimientos humanos.
Esta grieta, creada intencionalmente, no sólo silencia las voces, sino que también atrofia la capacidad de discernimiento moral. La complejidad de la tragedia se reduce a un juego banal de “buenos y malos”, donde no hay espacio para el luto compartido o la condena universal a la violencia. Al respecto, una filósofa que no es de mi agrado, Judith Butler, sostiene algo digno de recuperar, a saber, que no debemos avalar los regímenes mediáticos y políticos que determinan qué vidas son “dignas de luto” y cuáles no. En nuestro caso, la cultura de la cancelación impone un marco que castiga a quienes se atreven a lamentar todas las vidas perdidas por igual. El resultado es un silencio forzado, no por indiferencia, sino por el miedo a ser estigmatizado, a perder la reputación o incluso el sustento. En este clima, la voz de la razón y la empatía se ahoga en el ruido de las acusaciones triviales mutuas, y el imperativo ético de alzar la voz ante la injusticia se ve comprometido por la tiranía de la post-verdad.
Espero que haya quedado claro, queridos lectores: el silencio nunca es neutral. El silencio es un eco ensordecedor que avala la injusticia, una grieta en la moralidad humana que permite que la barbarie prospere. Tanto los crímenes de Hamás como el plan de devastación en Gaza deberían confrontarnos con una única verdad incómoda: somos responsables no sólo de lo que hacemos, sino también de lo que permitimos que suceda al guardar silencio.
Es imperativo que, como individuos y como comunidad global, nos neguemos a ser cómplices de la indiferencia asesina. Es hora de que el estruendo de la barbarie sea respondido con el clamor unánime por la justicia, la paz y el respeto por la dignidad humana de todos. En definitiva, queridos amigos, el precio de nuestro silencio es la deshumanización de todos.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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