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¿Cómo nos llevamos con el sufrimiento?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

No hay razón para buscar el sufrimiento, pero si éste llega y trata de meterse en tu vida, no temas; míralo a la cara y con la frente bien levantada. Friedrich Nietzsche

No es ninguna novedad que el sufrimiento ha sido objeto de reflexión y debate a lo largo de la historia en general y de la filosofía en particular. Mientras que algunas corrientes lo consideran un fenómeno que nos puede servir para ser más sabios y crecer personalmente, otras lo cuestionan como una forma de dominio o control social o un obstáculo para la felicidad. En la reflexión de hoy intentaremos explorar la romantización del sufrimiento desde diferentes perspectivas, analizando si la angustia es realmente necesaria para crecer o si existen otras vías para alcanzar la tan deseada plenitud.

Para entender la postura que considera que el dolor sirve de maestro, tenemos que empezar con la lectura de Séneca, para quien el sufrimiento es una buena oportunidad para fortalecer nuestras virtudes. En su obra “Cartas a Lucilio”, nos anima a enfrentarnos al dolor con una valiente serenidad, pues a través de la adversidad es que podemos cultivar nuestra resistencia interna. Este postulado es muy propio del estoicismo, doctrina filosófica que, en general, propone que la clave es aceptar lo que no podemos cambiar o controlar y transformarlo en una lección. Sin embargo, es necesario que nos preguntemos si realmente el dolor nos da lecciones valiosas o si simplemente nos acostumbra a él como parte de nuestra existencia finita: ¿es posible que confundamos adaptación con crecimiento?

Epicuro, por su parte, veía al sufrimiento de manera diferente. Para él, la felicidad y el placer racional eran la meta de la vida, mientras que el dolor innecesario sólo obstaculiza la consecución de esa paz interior. En su “Carta a Meneceo” nos enseñó que tenemos que evitar el dolor innecesario mientras nos enfocamos en lo que nos brinda dicha, satisfacción y bienestar. Cuando sostuvo que «El principio y la raíz de todo bien es el placer del vientre», no estaba abogando por un hedonismo desenfrenado, sino que su filosofía se centra en la búsqueda de la ataraxia, es decir, la tranquilidad del alma, y la aponia, la ausencia del dolor físico. Desde esta perspectiva, los placeres más elevados son los que provienen de la amistad, la conversación filosófica y la moderación en los deseos, no del “vientre” propiamente (el cual le causaba bastantes problemas, porque al parecer lo aquejaban molestias gastrointestinales permanentemente). Como podrán apreciar, tampoco se trata de satisfacer todos los impulsos, sino de discernir cuáles son los placeres verdaderamente necesarios y duraderos, valorando la simplicidad y la autosuficiencia, puesto que los placeres excesivos conducen necesariamente a la ansiedad y el sufrimiento.

En línea con el postulado de Séneca, la tradición judeocristiana otorga un significado muy profundo al sufrimiento, considerándolo como un camino hacia la redención y la purificación. En el Antiguo Testamento, el libro de Job explora la cuestión del “sufrimiento injusto”, planteando una pregunta que todos, en algún momento de nuestra vida, nos hacemos: “¿Por qué los justos sufren?”. Esta pregunta encierra una de las cuestiones más profundas y persistentes de la existencia humana que merece ser explicado con un grado mayor de profundidad: el enigma del sufrimiento justo.

El libro de Job, en las Escrituras Hebreas, plantea que Job, un hombre justo y temeroso de Dios, es sometido a pruebas extremas por Satanás, con el permiso de Dios, perdiendo así su riqueza, su familia y su salud. Sus amigos lo acusan de haber pecado en secreto, argumentando que el sufrimiento es siempre un castigo por el pecado, pero Job mantiene su integridad y cuestiona la justicia divina. La lectura de este Libro no ofrece una respuesta fácil a la pregunta del sufrimiento de los justos, pero en su lugar nos invita a pensar y a cuestionar el sentido del mismo. Finalmente Dios responde a Job desde la tempestad, revelando la inmensidad y el misterio de la creación, y cuestionando la capacidad humana para comprender sus designios.

La historia de Job ha sido interpretada de diversas maneras a lo largo de la historia: algunos la ven como una prueba de fe, donde el protagonista demuestra su lealtad a Dios a pesar del sufrimiento, mientras que otros la interpretan como una crítica a la teología de la retribución, que sostiene que los justos son recompensados y los malvados son castigados. En definitiva, la pregunta de por qué los justos sufren sigue siendo un enigma para todos nosotros, pero creímos necesario traer esta lectura porque nos recuerda que el sufrimiento no siempre tiene una explicación estrictamente racional, y que la fe puede ser puesta a prueba en los momentos más oscuros de nuestra vida.

Consecuentemente, en el Nuevo testamento, la figura misma de Jesucristo ejemplifica el sufrimiento redentor, puesto que a través de su sacrificio en la cruz se institucionaliza el dolor como condición necesaria para la santidad. En particular, la teología cristiana ha desarrollado diversas interpretaciones del sentido del sufrimiento, desde considerarlo una prueba indispensable de fe, hasta verlo como una consecuencia de nuestra condición humana o del pecado original. Esta idea de que el sufrimiento purifica el alma y nos acerca a Dios ha sido una constante en la espiritualidad del cristianismo, aunque también se ha cuestionado el sufrimiento innecesario y la idea de que Dios inflige dolor a los seres humanos

Desde la vereda de enfrente, ya en la tiempos modernos, Nietzsche no se limita a denunciar la glorificación del sufrimiento como mero mecanismo de control social, sino que su crítica es mucho más profunda y abarca una transvaloración de los valores morales tradicionales. Para él, la moral judeocristiana, con su énfasis en el sacrificio y la humildad, ha invertido los valores naturales, convirtiendo la fortaleza en debilidad y el sufrimiento en virtud.

En su obra “La genealogía de la moral”, Nietzsche analiza cómo el resentimiento de los débiles ha dado origen a una moral que glorifica el sufrimiento y la renuncia. Esta moral, desde su perspectiva, es una forma de venganza contra lo que él llamaba “los fuertes”, que afirman la vida y aceptan sus instintos sin avergonzarse. Consecuentemente, Nietzsche propone una inversión de estos valores que se empeñe en celebrar la vida, la voluntad de poder y la creación de uno mismo. Para esta filosofía, el sufrimiento puede ser un estímulo para el crecimiento, pero sólo si se supera y se transforma en una afirmación de la fuerza vital: en este contexto, el sufrimiento se convierte en un desafío que debería impulsarnos a superarnos y a crear nuestros propios valores. Ante este enfoque, es pertinente que nos preguntemos: ¿estamos realmente aprendiendo del sufrimiento y el sacrificio, o simplemente lo aceptamos con resignación por ser un requisito social? ¿Existe alguna posibilidad de que estemos naturalizando patrones de sometimiento innecesarios al glorificar una idea errónea del sufrimiento?

Paralelamente, Arthur Schopenhauer, nuestro “filósofo mala onda” favorito, ofrece una visión pesimista de la existencia humana, en la que el sufrimiento ocupa un lugar central. En su obra titulada “El mundo como voluntad y representación” nos indica que la realidad última es la “voluntad”, es decir, una fuerza ciega e irracional que nos impulsa a desear y a buscar la satisfacción permanentemente. Sin embargo, la satisfacción dura poco, y el deseo insatisfecho genera sufrimiento. También, sostiene que el sufrimiento es inherente a la condición humana, ya que la voluntad nunca puede ser completamente satisfecha, embarcándose en una búsqueda constante de placer y felicidad, una ilusión que sólo puede conducirnos a un mayor sufrimiento.

Ahora bien, no todo está mal para Schopenhauer, puesto que también ofrece una vía de escape al sufrimiento: la negación de la voluntad. A través de la contemplación estética, la compasión y la renuncia a los deseos egoístas, podemos liberarnos de la tiranía de la voluntad y alcanzar un estado de paz y serenidad. Queda claro que la filosofía de Schopenhauer nos invita a reflexionar sobre la esencia del deseo y la inevitabilidad del sufrimiento, ante lo cual podríamos preguntarnos: ¿Es posible liberarnos de la voluntad y encontrar la felicidad en la renuncia? ¿Estamos condenados a sufrir por nuestros deseos, siempre insatisfechos?

Habiendo realizado un recorrido histórico de algunas posturas filosóficas que han aportado sus enfoques acerca del sufrimiento, ha llegado el momento de ver qué se piensa en nuestro tiempo, la decadente postmodernidad y su postulación de la deconstrucción del sufrimiento. Al desmantelar las grandes narrativas tradicionales, la el pensamiento contemporáneo ha intentado arrojar luz sobre la construcción social del sufrimiento: autores como Foucault, Deleuze y Butler han pretendido demostrar que el dolor no es una experiencia universal y objetiva, sino que se moldea a través de las relaciones de poder y las estructuras sociales.

En su obra “Vigilar y castigar”, Foucault nos muestra cómo el sufrimiento se ha empleado históricamente como herramienta de disciplina y control, normalizando los cuerpos y las mentes dentro de instituciones como prisiones y hospitales. Por su parte, Deleuze y Guattari, en “Mil mesetas”, amplían esta visión, revelando cómo el sufrimiento emerge de sistemas de poder más amplios, desafiando la noción de que sea una vivencia meramente individual. Por último, Butler expone cómo las normas de género y sexualidad modulan la vulnerabilidad al sufrimiento, evidenciando que ciertos cuerpos son inherentemente más susceptibles a él que otros.

Sin embargo, esta deconstrucción del sufrimiento no está exenta de críticas, puesto que en su gran mayoría, son patrañas. Una de las más significativas es la tendencia, dentro de ciertos círculos posmodernos, a negar la realidad del sufrimiento individual puesto que al poner todas sus energías en la “construcción social”, se corre el riesgo de minimizar e incluso invalidar el dolor experimentado por individuos reales, de carne y hueso. Esta postura nos ha llevado a una forma extrema de relativismo moral, donde el sufrimiento se reduce a una mera cuestión de interpretación o discurso, ignorando su impacto tangible en la vida de las personas.

Esta negación progre del sufrimiento individual se manifiesta de diversas formas. Por ejemplo, al cuestionar la validez de las experiencias traumáticas o al desestimar el dolor emocional con una mera justificación de “construcción cultural”, se convierte en una actitud insensible que socava la posibilidad de empatía y solidaridad con aquellos que verdaderamente sufren. Es crucial reconocer que el sufrimiento, aunque moldeado a veces por factores sociales, también posee una dimensión existencial innegable: el dolor físico y emocional es una realidad que trasciende el tamiz diletante de las construcciones discursivas como justificación de la totalidad de lo real. Negar esta realidad es ignorar una parte fundamental de la experiencia humana.

Como siempre sostenemos, en lugar de negar los caracteres esenciales de nuestra naturaleza, en este caso el sufrimiento, nuestro tiempo necesita enfocarse en analizar cómo se distribuye de manera desigual en las sociedades. Tenemos que examinar cómo las estructuras de poder y las normas sociales generan y perpetúan el sufrimiento, especialmente entre los grupos más marginados, indefensos y oprimidos. Adoptar esta perspectiva crítica, contraria a la payasada postmoderna que está ocupada en banalidades, contribuiría positivamente a la reconstrucción de una sociedad más justa y compasiva, donde el sufrimiento sea reconocido y abordado de manera efectiva.

Lisandro Prieto Femenía.       
Docente. Escritor. Filósofo       
San Juan – Argentina       

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«Lunes Santo: la simbología del templo corrompido»- Lisandro Prieto Femenía

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«Mi casa será llamada casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones» Jesucristo (Mateo 21,13).

Continuamos con la saga de artículos alusivos a la reflexión teológico-filosófica de los simbolismos propios de la Semana Santa. Hoy quiero invitarlos a profundizar sobre el lunes santo, que representa un momento de ruptura y confrontación: a diferencia del entusiasmo expuesto en el Domingo de Ramos, donde Jesús es aclamado por las multitudes, el lunes se torno más tenso, porque Jesús entra en el Templo y, al encontrarlo convertido en un mercado, vuelca las mesas de los cambistas y expulsa a quienes comercializaban allí. Este gesto profético- contundente, incómodo, cargado de simbolismo- ha sido interpretado a lo largo de los siglos no sólo como una denuncia religiosa, sino como una interpretación ética profunda sobre la corrupción, la autenticidad y el lugar de lo sagrado en la vida humana.

El precitado acto disruptivo tampoco es una simple reacción impulsiva. Se trata más bien de una expresión deliberada de la fidelidad de Jesús a la verdad, un rechazo frontal a la hipocresía religiosa. Desde un punto de vista teológico, este episodio no sólo apunta al deterioro institucional del culto, sino a una más honda profanación del corazón humano, convertido también en mercado cuando se subordina lo sagrado al interés.

Como primer signo, podríamos interpretar al templo como símbolo del alma. Al respecto, San Agustín de Hipona, en su exégesis espiritual del Evangelio de Juan, ofrece una clave para comprender esta escena como una metáfora del interior del ser humano: «El templo de Dios es santo, y ese templo son ustedes» (1 Cor, 17). […] «Si Cristo entró en el templo y echó afuera a los vendedores, ¿qué hará en tu corazón si lo halla lleno de avaricia?» (S. Agustín, Homilía sobre el Evangelio de Juan, 10,5).

El gesto de Jesús anticipa una transformación interior: limpiar el templo es purificar el alma, desterrar las falsedades, la codicia y las simulaciones que hacen inhabitable la morada de Dios en el hombre. Desde este punto de vista, el Lunes Santo nos enfrenta a una verdad que resulta bastante incómoda: incluso lo más sagrado puede ser pervertido cuando pierde su orientación hacia la verdad y el amor.

Consecuentemente, nos encontramos con otra paradoja en el simbolismo, a saber, la autenticidad frente a la flagrante corrupción. El filósofo danés Søren Kierkegaard advirtió con lucidez sobre el peligro que representa una fe exterior (de carcasa) sin una verdad interior. En su obra titulada «La enfermedad mortal» nos dice que «la desesperación es la enfermedad de no querer ser uno mismo; es la fuga del yo verdadero hacia una imagen falsa construida por el mundo» (S. Kierkegaard, 1849). Visto el símbolo con estas gafas filosóficas, podemos apreciar que la acción de Jesús en el Templo revela esa tensión: un espacio que debía ser morada de Dios se ha convertido en escenario de apariencia y de negocio. El Lunes Santo se nos presenta, entonces, como un llamado a la coherencia existencial, es decir, a reconciliar lo que decimos creer con lo que realmente somos.

Otro aspecto que no podemos ignorar en esta lectura es la crítica profética al poder religioso institucional Queda claro que Jesús no es apolítico en absoluto: al denunciar la corrupción del culto, confronta también a las élites religiosas y sus alianzas con el poder económico y romano. En este sentido, recordemos lo que el Papa Benedicto XVI señaló sobre el gesto profético de Jesús al expresar que «La expulsión de los vendedores del templo no fue una simple purificación ritual, sino una reivindicación radical de la santidad, una protesta contra la religión vaciada de Dios» (Ratzinger, J. (2007), «Jesús de Nazaret», vol. 1. Madrid: Ed. Encuentro, p. 66).

Este acto de rebeldía denuncia una religión instrumentalizada, vaciada de trascendencia, convertida en fachada para intereses estrictamente humanos. No se trata una simple «reforma litúrgica», sino de una recuperación de lo esencial: que el culto ha de estar enraizado en la verdad, y que toda estructura religiosa debe custodiar-no manipular- lo sagrado.

El Lunes Santo, entonces, es una vigilia de la lucidez, porque invita al creyente a mirar hacia adentro, a revisar si su templo interior está abierto a la verdad o si se ha llenado de ruido, de utilitarismo y de máscaras. Como también nos advirtió el filósofo Romano Guardini, «la autenticidad no es una perfección moral, sino una fidelidad radical al ser que uno es ante Dios»(Guardini, R. «El Señor», Ed. Cristiandad, 1954, p. 204).

Dado que la filosofía que evade la crítica sólo sirve de retórica rentada para defender ciertos intereses direccionados, es preciso tomarnos un momento para interpretar a la Iglesia misma como un templo herido, es decir, realizar una lectura desde la crisis imposible de esconder en nuestros días. El gesto de Jesús al expulsar a los mercaderes del Templo no pertenece sólo al pasado: resuena como una parábola viva en la conciencia contemporánea, particularmente cuando se la observa a la luz de las heridas visibles de la Iglesia actual.

No se trata aquí de un juicio externo, sino de una llamada interior a la tan necesaria conversión eclesial: el Templo, que según san Pablo somos también nosotros (cf. 1 Cor 3,16-17), no solo alude al alma individual, sino también a la Iglesia como cuerpo colectivo. ¿Qué ocurre cuando ese cuerpo, lejos de ser un lugar de comunicación, contención, aprendizaje y transparencia, se convierte en un espacio de ocultamiento, desprecio, privilegio o transacción?

Numerosos pensadores han advertido que la institución eclesial puede caer (y, sin dudas, ha caído) en una forma de autosuficiencia estructural, perdiendo el centro vital del Evangelio. Sobre este asunto en particular, el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar escribió con aguda honestidad: «La Iglesia lleva siempre consigo algo que ha de ser purificado. Y cuanto más lo oculta, más lo acumula; cuanto más lo reprime, más lo traiciona» (Von Balthasar, H.U. (1985). «Veritá del mondo». Milano: Jaca Book, p.232).

Esta afirmación no pretende dinamitar a la Iglesia desde dentro, sino llamarla a la verdad de sí misma. El templo de piedra que Cristo purifica es imagen de una estructura espiritual que puede degenerar en idolatría institucional, en burocracia de lo sagrado, o en connivencia con poderes que contradicen el Evangelio.

Por su parte, el Papa Benedicto XVI, con el peso de quien conocía a la Iglesia desde sus mismísimas entrañas, declaró con una franqueza inusual que «el mayor daño a la Iglesia no proviene de los enemigos externo, sino del pecado que hay dentro de ella» (Benedicto XVI, «Carta al Pueblo de Dios», 19 de marzo de 2010).

El Lunes Santo, entonces, se abre también como un espejo para la Iglesia que debería plantearse preguntas como ¿dónde ha instalado ella sus propios «puestos de cambio»? ¿Qué mesas necesita revolear para recuperar su misión apostólica y profética? La venta de indulgencias en el pasado, los abusos silenciados por décadas, el clericalismo autorreferencial, el negocio de las espiritualidades rápidas y el abandono por el estudio filosófico y teológico exhaustivo ha terminado de configurar un nuevo mercado donde Dios ya no es el centro, sino el pretexto.

Desde una perspectiva filosófica, Simone Weil – judía convertida al cristianismo, profundamente crítica con las instituciones religiosas- aseveró con crudeza que «la Iglesia ha recibido el Evangelio, pero lo ha encadenado. Lo que era fuerza viva lo ha vuelto aparato» (Weil, S. (1951) «Attente de Dieu». París: Fayard, p.115). Aquí Weil no está negando el valor del cristianismo, sino que denuncia el riesgo constante de que el misterio se ahogue en la estructura. Su crítica no es destructiva, sino más bien penitencial: invita a redescubrir la fragilidad como vía hacia lo esencial.

Este día de la pascua, no sólo nos prueba individualmente; también confronta a la Iglesia, que debe reconocerse de una vez por todas como templo herido, necesitado de limpieza y renovación. El mismísimo Papa Francisco expresó que «la Iglesia no es una fortaleza, sino una tienda que se despliega para acoger. Si no se deja purificar por el Señor, corre el riesgo de convertirse en una ONG piadosa» (Francisco, Homilía del 13 de marzo de 2013).

Para cerrar con este último asunto, es necesario que comprendamos que la purificación del templo no es una escena de violencia, sino un acto de verdad desvergonzada. Lo mismo estamos esperando hoy: no una demolición, sino una reforma que devuelva el alma al cuerpo eclesial, una que nazca del dolor, la humildad y el deseo de volver a ser casa de oración, y no cueva de intereses.

Como habrán podido apreciar, queridos lectores, el Lunes Santo no es un día de dulzura ni de consuelo fácil. Es un día en que la verdad resulta incómoda, en que Cristo, profeta y juez, sacude nuestras zonas de confort espiritual. No alcanza con creer; es necesario convertirse, es decir, vaciar el templo interior de todo lo que impide que Dios habite verdaderamente con nosotros, tal como lo expresó el Papa Francisco al sostener que «la verdadera reforma comienza por el corazón. Cada uno de nosotros debe preguntarse: ¿qué debo expulsar del templo de mi alma para que Cristo reine en ella?» (Francisco, Homilía del Lunes Santo, 26 de marzo de 2018). Por último, es indispensable tener en cuenta que este Lunes Santo nos recuerda que la fe no es evasión, sino confrontación con la verdad y que la verdad, cuando llega, no siempre acaricia: a veces, como Jesús en el Templo, derriba las mesas para reconstruir el alma.

 

Lisandro Prieto Femenía.
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¿Estamos atravesando el post-globalismo?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«La única defensa para imponer derechos protectores, es cuando son impuestos temporalmente en la esperanza de naturalizar una industria en particular, que se supone perfectamente adecuada para el país, con la condición de que estos derechos sean retirados tan pronto como la industria haya sido capaz de sostener la competencia sin ellos.»

John Stuart Mill, Principios de Economía Política, Libro V, Capítulo X.

Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre el renacimiento de los nacionalismos proteccionistas y su correspondiente economía del miedo, tomando como objeto de análisis el caso de los Estados Unidos desde una mirada crítica, filosófico-política.

En los últimos años, el escenario internacional ha mostrado un resurgimiento de los nacionalismos proteccionistas, en un giro que muchos pensadores no dudan en calificar como un retroceso frente al ideario postmoderno cosmopolita y globalizador que dominó las últimas décadas del siglo XX. Bien sabemos que los Estados Unidos, antiguo representante del libre comercio, encabeza hoy esta nueva oleada mediante políticas económicas restrictivas, entre las cuales se destacan la imposición de aranceles salvajes y trabas a las importaciones que repercuten a todo el mundo. Ahora bien, ¿qué hay detrás de este fenómeno? ¿Es sólo una cuestión económica o encierra una mutación más profunda de la racionalidad política contemporánea?

Para comprender el retorno de los proteccionismos como síntoma político, vamos a acudir al filósofo esloveno Slavoj Žižek, quien viene advirtiendo hace rato que la crisis del capitalismo globalizado no ha dado paso a una alternativa superadora o emancipadora, sino más bien a un atroz repliegue identitario. En esta lógica, el proteccionismo económico es una forma de blindaje simbólico: la protección de las fronteras económicas también viene acompañada del cierre cultural y político progresista.

«Cuando el sistema tambalea, no se lo cuestiona: se busca un Otro a quien culpar» (Žižek, S. ,2018, Like a thief in broad daylight: Power in the era of post-human capitalism.)

Desde esta perspectiva, la política arancelaria que promueve Estados Unidos- particularmente bajo las presidencias de Donald Trump y su continuidad parcial en las políticas del decrépito Biden- no puede entenderse sólo como una defensa del mercado interno. Es, ante todo, una forma de afirmar soberanía en un mundo que se está percibiendo, cada vez más, como amenazante. El retorno de la consigna «America first» («Estados Unidos primero»), expresa esta voluntad de priorizar lo nacional, incluso a costa del ya resquebrajado equilibrio global.

Para comprender mejor este fenómeno, que no es una novedad en la historia de la humanidad, es preciso que indaguemos por el sentido de la lógica política del Estado-nación frente a la idea de globalización. Sobre este asunto en particular, el politólogo Dani Rodrik ha sido uno de los teóricos más lúcidos al señalar las tensiones existentes entre la globalización comercial y la soberanía nacional. En su obra «La paradoja de la globalización» (2011), sostiene que no se puede tener simultáneamente democracia nacionalista, soberanía y globalización económica al mismo tiempo sin perjudicar, al menos, a alguno de esos pilares. La imposición de aranceles- como los recientes del 100% anunciados por Estados Unidos sobre vehículos eléctricos chinos en 2024, entre otros productos- es un ejemplo concreto de esta tensión: para proteger la industria nacional, se sacrifica el libre comercio. Y esto no es retórico, sino totalmente real porque, por ejemplo, para un parisino, comprar un automóvil americano representa una operación comercial complicada y absurda, mientras que para un neoyorquino comprar un vehículo francés es algo normal.

Asimismo, si acudimos a los datos del Departamento de Comercio estadounidense, en 2023, se puede apreciar que el déficit comercial de bienes fue aproximadamente de 1.06 billones de dólares, lo que refuerza la narrativa de un país que «pierde» frente al mundo. Sin embargo, esa lectura también olvida que el déficit no es necesariamente negativo, porque muchas veces es el reflejo de una economía con alta demanda interna y moneda fuerte (convengamos que con, o sin déficit, todos acuden a los bonos del tesoro norteamericano).

Visto este panorama, es momento de centrarnos en los riesgos del cierre, no como asunto económico per se, sino como la utilización de la economía como política del miedo. Como hemos señalado varias veces, el sociólogo Zygmunt Bauman analizó cómo la postmodernidad convirtió al miedo en un recurso político sumamente eficaz. En este contexto, los nacionalismos proteccionistas se amparan en la necesidad de protección, pero terminan alimentando un círculo violento de hostilidad y fragmentación.

«El miedo es el terreno fértil para promesas de seguridad que se compran con libertades» (2006)

La imposición de aranceles, lejos de resolver los problemas estructurales de una economía desigual, puede terminar encareciendo los productos básicos, generando represalias comerciales de otros gigantes y debilitando alianzas geopolíticas que, si bien están debilitadas hace décadas, la solución no es quebrarlas sino mejorarlas. No es casual que China, la Unión Europea o México hayan respondido con medidas similares, reavivando guerras comerciales que afectan principalmente a los sectores más vulnerables.

Desde una mirada filosófica del comercio, también debemos analizar la clásica dicotomía de cosmopolitismo versus el tribalismo. Al respecto, vale recordar que Immanuel Kant, en su «Idea de una historia universal con propósito cosmopolita» (1784), concebía al comercio como un factor civilizatorio que obligaba a los pueblos a establecer relaciones pacíficas y racionales. En su célebre proyecto de paz perpetua, el comercio cumplía un rol central para evitar guerras, no sólo como intercambio económico sino como principio de apertura.

Frente a esto, el cierre proteccionista encarna una forma de tribalismo moderno, donde el Estado-nación se convierte en el nuevo tótem de seguridad. Para entender ésto de manera cabal, el filósofo italiano Roberto Esposito señaló que, en tiempos de crisis, el cuerpo político se vuelve «inmunológico», es decir, se defiende de todo lo que le parezca extraño, es decir, lo extranjero o lo impredecible. El arancel es, en esta lógica, una forma de vacuna simbólica frente al constructo mediático y económico de un «contagio global» que conlleva, aparentemente, consecuencias atroces y nocivas.

Ahora, la pregunta de cierre que podemos hacernos ante este fenómeno «novedoso» de los muchachos del norte es, ¿se viene un mundo post-global? La pregunta tiene sentido si pensamos que, lejos de ser una simple medida económica, el reciente proteccionismo estadounidense debe entenderse como parte de una mutación más profunda en el modo en que los Estados se relacionan con el resto del mundo. Así como usted, amado lector, ya ni siquiera se saluda con los miembros de las familias que viven al lado de su casa en su barrio, en el planeta las relaciones geopolíticas se han tornado un poco más decadentes y complejas. Si bien la crítica a la globalización injusta y progre es legítima, el repliegue nacionalista, por el momento, no está ofreciendo un horizonte emancipador, sino que parece estar reforzando las desigualdades internas, erosionando algunos derechos universales (al obligar a países pobres a tener más inflación para que se aprecie la moneda del imperio) y debilitando la cooperación internacional.

La filosofía política, no conducida por mercenarios contratados por organismos internacionales, sino por gente que quiere pensar el mundo tal como es para poder mejorarlo, tiene el desafío de pensar una nueva forma de comunidad que no recaiga ni en el individualismo neoliberal ni en el tribalismo proteccionista cavernícola. Como recordaba Jürgen Habermas, sólo en un mundo donde todos puedan hablar y ser escuchados, tiene sentido hablar de democracia. Y para eso, no alcanzan ni los muros, ni los aranceles, ni el falso pluralismo explotador del progresismo salvaje.

Lisandro Prieto Femenía.       
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San Juan – Argentina       

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¿Por qué los políticos son cada vez más violentos?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La violencia puede destruir el poder; pero es completamente incapaz de crearlo”, Hannah Arendt

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un fenómeno inquietante para la sociedad occidental actual: la agresividad política parece correlacionarse, en ciertos casos, con un aumento de la popularidad de algunos líderes. Este acontecimiento desafía las concepciones tradicionales de la política como espacio de diálogo, negociación y consenso, y plantea interrogantes fundamentales sobre la naturaleza del poder y la ciudadanía.

En su ensayo titulado “Sobre la violencia” (1970), Hannah Arendt establece una distinción fundamental entre poder y violencia, la cual es crucial para analizar el ascenso de líderes populistas y el uso sistemático de la agresividad política y mediática. Para Arendt, el poder reside en la acción concertada, no concentrada, es decir, en la capacidad de los individuos para actuar juntos y alcanzar objetivos comunes, mientras que la violencia es un instrumento que se utiliza cuando el poder falla. Desde este enfoque, el poder genuino nace del consentimiento y la cooperación, mientras que la violencia es un signo de debilidad, una confesión de que el consenso ha fracasado rotundamente. En este sentido, la agresividad política y la incitación a la violencia son interpretados como intentos de compensar la falta de poder auténtico, la incapacidad de generar apoyo a través del diálogo y la persuasión.

Cuando se trata de líderes populistas, que a menudo carecen de un programa político coherente y de una base de apoyo sólida, la violencia es utilizada como un sustituto del poder legítimo. La retórica agresiva, la demonización del oponente y la creación de un clima de miedo y hostilidad terminan movilizando a los votantes más polarizados y compensar la falta de consenso.

Arendt también señala que la violencia tiende a ser impredecible y generar consecuencias no deseadas. Al recurrir a estrategias comunicativas violentas, los líderes populistas corren el riesgo de desestabilizar la sociedad y de erosionar las instituciones democráticas. Además, la violencia genera una espiral interminable de represalias, alimentando así un ciclo de confrontación y polarización o grieta social constante.

En definitiva, la perspectiva de Arendt nos invita a reflexionar sobre la naturaleza misma del poder y la violencia aplicada como única estrategia de gestión en la política contemporánea. También, nos recuerda que el poder genuino y digno se basa en el consentimiento y la cooperación, mientras que la violencia es un claro signo de debilidad de un pueblo ignorante y enojado, frustrado e impotente al cual no le cuesta nada apoyar medidas que se carguen por completo la vida democrática.

Desde una perspectiva de realismo político, que podríamos representar mediante Hans Morgenthau, la política podría ser concebida como una lucha por el poder, donde los actores buscan maximizar sus intereses. Pues bien, en el contexto actual, la violencia y la agresividad son vistas como instrumentos racionales para alcanzar objetivos políticos bien concretos. Sin ahondar mucho en el asunto, no podemos olvidar que hace unos días el presidente de los Estados Unidos humilló frente las cámaras al presidente de Ucrania: se trató de una escena excesivamente violenta y disruptiva en la que, por primera vez en la historia, un presidente trata como niño desobediente a otro par ante la mirada en vivo de miles de millones de personas alrededor del mundo.

Lejos de desprestigiar su imagen y su intención de apoyo por parte de la gente, éste tipo de montajes mediáticos violentos aumentaron significativamente la valoración de un abusón que está vendiendo explícitamente una nueva forma de negociación política: primero te denigro, te golpeo donde más te duele, te humillo frente al mundo y, finalmente, te pido que solucionemos el problema, bajo mis términos. Consecuentemente con lo que señalaba Morgenthau, al expresar que “la política internacional, al igual que toda política, es una lucha de poder” (Morgenthau, 1948, p. 13), esta lógica se aplica también a la política interna, donde los líderes utilizan la agresividad extrema en redes sociales para proyectar una imagen de fuerza y determinación, cualidades cada vez más valoradas por un público cada vez más ignorante, agresivo y resentido contra un sistema político que los ha defraudado sistemáticamente a lo largo de los años.

Por su parte, nos encontramos con la teoría de la elección racional, que ofrece otra perspectiva para entender este fenómeno. Según este enfoque, los individuos actúan de manera racional para maximizar sus beneficios: en el ámbito político, esto implica que los líderes puedan recurrir a la agresión si consideran que los beneficios (como el aumento de popularidad o la consolidación del poder) superan los costos. Paralelamente, los votantes están apoyando cada vez más a los líderes agresivos, puesto que así creen que éstos defenderán sus intereses o les proporcionarán seguridad. Pobres diablos…

Desde la psicología política, contamos con aportes significativos de autores como Theodore Adorno y Harold Lasswell para poder comprender los factores psicológicos que influyen en el apoyo masivo a líderes violentos. Adorno, junto con un grupo de investigadores, publicó en el año 1950 un estudio titulado “La personalidad autoritaria”, el cual buscaba comprender las raíces psicológicas del antisemitismo y el fascismo. A través de una serie de encuestas y entrevistas, identificaron un conjunto de rasgos de personalidad que predisponen a los individuos a apoyar líderes autoritarios y a adoptar actitudes intolerantes y agresivas. Entre algunos rasgos clave de la personalidad autoritaria incluyen, en primer lugar, la sumisión a la autoridad en individuos que tienden a obedecer ciegamente a las figuras de autoridad, sin cuestionar un ápice sus decisiones. En segundo lugar, la agresividad hacia grupos seleccionados, no necesariamente minoritarios, en tanto que suelen mostrar hostilidad y prejuicios hacia sectores que perciben como diferentes o amenazantes. En tercer lugar, el convencionalismo, es decir, se adhieren rígidamente a las normas y valores tradicionales y desprecian a quienes se desvían de ellos. En cuarto lugar, el uso de la proyección de sus propios impulsos negativos en los demás, buscando siempre a un “otro” para culpar o responsabilizar de sus problemas. Por último el pensamiento dicotómico (“esto es blanco o negro”), técnica muy eficaz para una ciudadanía que ve el mundo en términos binarios, sin matices ni ambigüedades.

Los precitados rasgos de personalidad podrían explicar por qué ciertos individuos se sienten atraídos por líderes que exhiben agresividad política y mediática. Estas figuras violentas suelen proyectar una imagen de fuerza y autoridad, lo que resuena con la necesidad de sumisión irrestricta por parte de individuos poco críticos y tolerantes. Además, la retórica confrontacional y la hostilidad hacia segmentos de la población refuerza los prejuicios y la agresividad de sus seguidores.

Pues bien, todo ello aplicado a un contexto de incertidumbre y ansiedad social, nos da como resultado líderes burdos y agresivos que parecen ofrecer respuestas simplonas y soluciones rápidas a problemas complejos, lo que atrae a aquellos que buscan esa seguridad y estabilidad que la democracia occidental viene erosionando en las últimas décadas. El discurso polarizador de estos personajes, que divide el mundo en “ustedes” o “nosotros”, “nosotros” y “ellos”, también proporciona un patético sentido de identidad y pertenencia a individuos que se encuentran bastante flojos de papeles.

Lasswell, por su parte, realizó un análisis sobre cómo los líderes utilizan la propaganda y la manipulación psicológica para movilizar a sus seguidores. Estos estudios revelan cómo la necesidad de poder, la baja de autoestima o la tendencia a la dominación, predisponen a ciertos individuos a apoyar líderes que proyectan una imagen de fuerza y agresividad. Además, esta tenacidad burda y maleducada, apela a emociones primarias como el miedo, la ira o el resentimiento, que necesariamente terminan movilizando a los votantes más polarizados.

Para muchos, Lasswell fue un pionero en el estudio de la comunicación política y el uso de la propaganda, en tanto que su trabajo se centró en analizar cómo los líderes utilizan los medios de comunicación para influir en la opinión pública y movilizar a sus seguidores. Una de sus obras más influyentes fue “Técnicas de propaganda en la Guerra Mundial” (1927), donde analiza cómo los gobiernos utilizaron la propaganda para manipular a sus poblaciones, destacando allí la importancia del uso de los símbolos, los estereotipos y las emociones provocadoras a través de una estructura comunicacional enfocada en el adiestramiento y la distracción de la realidad fáctica.

También, Lasswell desarrolló un modelo de comunicación que lleva su nombre, y que se ha convertido en un clásico de su campo, basado en la siguiente pregunta: “¿Quién dice qué, por qué canal, a quién y con qué efecto?”. Esta perspectiva destaca los elementos fundamentales del proceso de comunicación, a saber: emisor, mensaje, canal, receptor y efecto. Éste trabajo es relevante, puesto que sirve para comprender cómo los líderes utilizan la comunicación con el único fin de aumentar su popularidad: los líderes agresivos usan estos medios para crear un clima de temor generalizado, siempre redituable en momentos de tomar medidas que, en un estado de normalidad, serían criticadas. Por último, este enfoque nos ayuda a comprender cómo los personajes violentos con poder absoluto utilizan los diferentes canales de comunicación para difundir su mensaje. Hoy, las redes sociales, particularmente la plataforma X, se han convertido en el canal ideal para la difusión de la propaganda política y el agite permanente tanto de fanáticos como detractores.

Para hilar aún más fino sobre este asunto, podemos acudir al análisis de la dinámica del poder, la “teoría de la élite”, desarrollada por Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca, puesto que nos ofrece un marco crítico para comprender cómo las sociedades son gobernadas por minorías organizadas. Ambos autores, a finales del siglo XIX y principios del XX, desafiaron la concepción de una voluntad popular homogénea, argumentando que el poder siempre se concentra en manos de una minoría llamada élite.

Pareto, en su obra titulada “Tratado de sociología general” (1916), introdujo el concepto de “élite” para referenciar a los individuos que destacan en sus respectivas áreas de actividad. Consecuentemente, distinguió entre la “élite gobernante” y la “élite” no gobernante, y propuso la teoría de la “circulación de las élites”, sugiriendo que son siempre dinámicas, aunque permanentemente existe una minoría que ejerce el poder. Este autor también introdujo los conceptos de “residuos” (sentimientos instintivos) y “derivaciones” (racionalizaciones), que son relevantes para entender cómo las élites justifican sus acciones, incluyendo el uso sistemático de la violencia. Por su parte, Gaetano Mosca, en su obra “Elementos de la ciencia política” (1896), se centró en la organización de la élite, argumentando que su capacidad para actuar de manera coordinada es lo que le permite siempre dominar a las mayorías. En este sentido, Mosca sostenía que en todas las sociedades existen estas dos clases precitadas (gobernantes y gobernados) y que la organización es la base del poder de dicha élite.

Desde este último enfoque analizado, la violencia y la agresividad se convierten en herramientas potenciales para esos grupos concentrados de poder. Pueden ser utilizadas para reprimir la disidencia, intimidar a los oponentes y mantener el control de la situación. La popularidad, a su vez, sirve como un mecanismo efectivo para legitimar el poder de la élite, reduciendo la necesidad de recurrir a la fuerza física, conjuntamente con la exacerbación de una propaganda manipuladora de la opinión pública que desempeña el papel crucial de moldear la percepción de la realidad de los gobernados y asegurar su consentimiento.

La lectura crítica de esta teoría de la élite, por lo tanto, nos invita a cuestionar la noción de una democracia puramente representativa, en tanto que sugiere que el poder tiene que concentrarse en manos de minorías organizadas que pueden emplear distintas estrategias, incluyendo la violencia y la agresividad, para mantener su dominio. En el contexto de la agresividad política contemporánea, esta perspectiva nos permite entender cómo ciertos líderes utilizan tácticas agresivas para consolidar su poder y aumentar sus seguidores, mientras que la popularidad se convierte en el instrumento para legitimar su posición dentro de la puja de las élites gobernantes, mientras todos los gobernados lo miramos como un show, para algunos entretenido, para otros como yo, lamentable, decadente y patético.

En definitiva, queridos lectores, es claro que el aumento de popularidad de líderes agresivos nos plantea un desafío fundamental para el sostenimiento de la democracia. La violencia política no hace otra cosa que erosionar el espacio público, dificultar el diálogo, destrozar la deliberación honesta y polarizar a la sociedad. Además, la normalización de la agresividad por parte de una sociedad abúlica, tiene sus consecuencias negativas a corto, mediano y largo plazo, como el aumento de la violencia comunitaria y la violación sistemática de las normas y leyes de la estructura democrática.

Para intentar contrarrestar este fenómeno, es necesario fortalecer las instituciones democráticas, promover una educación cívica de calidad y fomentar una cultura del diálogo, la tolerancia y la construcción conjunta de una sociedad en la que todos merecemos vivir dignamente y ser respetados. Ni hablar de cuán crucial es empezar a discutir el rol que están teniendo las redes sociales en la promoción de la normalización de la agresividad llevada a niveles descomunales de participación masiva y cobardemente anónima. En última instancia, la salud de la vida democrática depende de nuestra capacidad crítica como ciudadanos para resistir la tentación del ataque fácil a quien piensa de otra manera y defender los valores de la verdadera libertad, que no es otra que la posibilidad de coexistir con personas que no están de acuerdo con nosotros.

Lisandro Prieto Femenía.       
Docente. Escritor. Filósofo       
San Juan – Argentina       

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