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¿Cómo nos llevamos con el sufrimiento?

Por: Lisandro Prieto Femenía
No hay razón para buscar el sufrimiento, pero si éste llega y trata de meterse en tu vida, no temas; míralo a la cara y con la frente bien levantada. Friedrich Nietzsche
No es ninguna novedad que el sufrimiento ha sido objeto de reflexión y debate a lo largo de la historia en general y de la filosofía en particular. Mientras que algunas corrientes lo consideran un fenómeno que nos puede servir para ser más sabios y crecer personalmente, otras lo cuestionan como una forma de dominio o control social o un obstáculo para la felicidad. En la reflexión de hoy intentaremos explorar la romantización del sufrimiento desde diferentes perspectivas, analizando si la angustia es realmente necesaria para crecer o si existen otras vías para alcanzar la tan deseada plenitud.
Para entender la postura que considera que el dolor sirve de maestro, tenemos que empezar con la lectura de Séneca, para quien el sufrimiento es una buena oportunidad para fortalecer nuestras virtudes. En su obra “Cartas a Lucilio”, nos anima a enfrentarnos al dolor con una valiente serenidad, pues a través de la adversidad es que podemos cultivar nuestra resistencia interna. Este postulado es muy propio del estoicismo, doctrina filosófica que, en general, propone que la clave es aceptar lo que no podemos cambiar o controlar y transformarlo en una lección. Sin embargo, es necesario que nos preguntemos si realmente el dolor nos da lecciones valiosas o si simplemente nos acostumbra a él como parte de nuestra existencia finita: ¿es posible que confundamos adaptación con crecimiento?
Epicuro, por su parte, veía al sufrimiento de manera diferente. Para él, la felicidad y el placer racional eran la meta de la vida, mientras que el dolor innecesario sólo obstaculiza la consecución de esa paz interior. En su “Carta a Meneceo” nos enseñó que tenemos que evitar el dolor innecesario mientras nos enfocamos en lo que nos brinda dicha, satisfacción y bienestar. Cuando sostuvo que «El principio y la raíz de todo bien es el placer del vientre», no estaba abogando por un hedonismo desenfrenado, sino que su filosofía se centra en la búsqueda de la ataraxia, es decir, la tranquilidad del alma, y la aponia, la ausencia del dolor físico. Desde esta perspectiva, los placeres más elevados son los que provienen de la amistad, la conversación filosófica y la moderación en los deseos, no del “vientre” propiamente (el cual le causaba bastantes problemas, porque al parecer lo aquejaban molestias gastrointestinales permanentemente). Como podrán apreciar, tampoco se trata de satisfacer todos los impulsos, sino de discernir cuáles son los placeres verdaderamente necesarios y duraderos, valorando la simplicidad y la autosuficiencia, puesto que los placeres excesivos conducen necesariamente a la ansiedad y el sufrimiento.
En línea con el postulado de Séneca, la tradición judeocristiana otorga un significado muy profundo al sufrimiento, considerándolo como un camino hacia la redención y la purificación. En el Antiguo Testamento, el libro de Job explora la cuestión del “sufrimiento injusto”, planteando una pregunta que todos, en algún momento de nuestra vida, nos hacemos: “¿Por qué los justos sufren?”. Esta pregunta encierra una de las cuestiones más profundas y persistentes de la existencia humana que merece ser explicado con un grado mayor de profundidad: el enigma del sufrimiento justo.
El libro de Job, en las Escrituras Hebreas, plantea que Job, un hombre justo y temeroso de Dios, es sometido a pruebas extremas por Satanás, con el permiso de Dios, perdiendo así su riqueza, su familia y su salud. Sus amigos lo acusan de haber pecado en secreto, argumentando que el sufrimiento es siempre un castigo por el pecado, pero Job mantiene su integridad y cuestiona la justicia divina. La lectura de este Libro no ofrece una respuesta fácil a la pregunta del sufrimiento de los justos, pero en su lugar nos invita a pensar y a cuestionar el sentido del mismo. Finalmente Dios responde a Job desde la tempestad, revelando la inmensidad y el misterio de la creación, y cuestionando la capacidad humana para comprender sus designios.
La historia de Job ha sido interpretada de diversas maneras a lo largo de la historia: algunos la ven como una prueba de fe, donde el protagonista demuestra su lealtad a Dios a pesar del sufrimiento, mientras que otros la interpretan como una crítica a la teología de la retribución, que sostiene que los justos son recompensados y los malvados son castigados. En definitiva, la pregunta de por qué los justos sufren sigue siendo un enigma para todos nosotros, pero creímos necesario traer esta lectura porque nos recuerda que el sufrimiento no siempre tiene una explicación estrictamente racional, y que la fe puede ser puesta a prueba en los momentos más oscuros de nuestra vida.
Consecuentemente, en el Nuevo testamento, la figura misma de Jesucristo ejemplifica el sufrimiento redentor, puesto que a través de su sacrificio en la cruz se institucionaliza el dolor como condición necesaria para la santidad. En particular, la teología cristiana ha desarrollado diversas interpretaciones del sentido del sufrimiento, desde considerarlo una prueba indispensable de fe, hasta verlo como una consecuencia de nuestra condición humana o del pecado original. Esta idea de que el sufrimiento purifica el alma y nos acerca a Dios ha sido una constante en la espiritualidad del cristianismo, aunque también se ha cuestionado el sufrimiento innecesario y la idea de que Dios inflige dolor a los seres humanos
Desde la vereda de enfrente, ya en la tiempos modernos, Nietzsche no se limita a denunciar la glorificación del sufrimiento como mero mecanismo de control social, sino que su crítica es mucho más profunda y abarca una transvaloración de los valores morales tradicionales. Para él, la moral judeocristiana, con su énfasis en el sacrificio y la humildad, ha invertido los valores naturales, convirtiendo la fortaleza en debilidad y el sufrimiento en virtud.
En su obra “La genealogía de la moral”, Nietzsche analiza cómo el resentimiento de los débiles ha dado origen a una moral que glorifica el sufrimiento y la renuncia. Esta moral, desde su perspectiva, es una forma de venganza contra lo que él llamaba “los fuertes”, que afirman la vida y aceptan sus instintos sin avergonzarse. Consecuentemente, Nietzsche propone una inversión de estos valores que se empeñe en celebrar la vida, la voluntad de poder y la creación de uno mismo. Para esta filosofía, el sufrimiento puede ser un estímulo para el crecimiento, pero sólo si se supera y se transforma en una afirmación de la fuerza vital: en este contexto, el sufrimiento se convierte en un desafío que debería impulsarnos a superarnos y a crear nuestros propios valores. Ante este enfoque, es pertinente que nos preguntemos: ¿estamos realmente aprendiendo del sufrimiento y el sacrificio, o simplemente lo aceptamos con resignación por ser un requisito social? ¿Existe alguna posibilidad de que estemos naturalizando patrones de sometimiento innecesarios al glorificar una idea errónea del sufrimiento?
Paralelamente, Arthur Schopenhauer, nuestro “filósofo mala onda” favorito, ofrece una visión pesimista de la existencia humana, en la que el sufrimiento ocupa un lugar central. En su obra titulada “El mundo como voluntad y representación” nos indica que la realidad última es la “voluntad”, es decir, una fuerza ciega e irracional que nos impulsa a desear y a buscar la satisfacción permanentemente. Sin embargo, la satisfacción dura poco, y el deseo insatisfecho genera sufrimiento. También, sostiene que el sufrimiento es inherente a la condición humana, ya que la voluntad nunca puede ser completamente satisfecha, embarcándose en una búsqueda constante de placer y felicidad, una ilusión que sólo puede conducirnos a un mayor sufrimiento.
Ahora bien, no todo está mal para Schopenhauer, puesto que también ofrece una vía de escape al sufrimiento: la negación de la voluntad. A través de la contemplación estética, la compasión y la renuncia a los deseos egoístas, podemos liberarnos de la tiranía de la voluntad y alcanzar un estado de paz y serenidad. Queda claro que la filosofía de Schopenhauer nos invita a reflexionar sobre la esencia del deseo y la inevitabilidad del sufrimiento, ante lo cual podríamos preguntarnos: ¿Es posible liberarnos de la voluntad y encontrar la felicidad en la renuncia? ¿Estamos condenados a sufrir por nuestros deseos, siempre insatisfechos?
Habiendo realizado un recorrido histórico de algunas posturas filosóficas que han aportado sus enfoques acerca del sufrimiento, ha llegado el momento de ver qué se piensa en nuestro tiempo, la decadente postmodernidad y su postulación de la deconstrucción del sufrimiento. Al desmantelar las grandes narrativas tradicionales, la el pensamiento contemporáneo ha intentado arrojar luz sobre la construcción social del sufrimiento: autores como Foucault, Deleuze y Butler han pretendido demostrar que el dolor no es una experiencia universal y objetiva, sino que se moldea a través de las relaciones de poder y las estructuras sociales.
En su obra “Vigilar y castigar”, Foucault nos muestra cómo el sufrimiento se ha empleado históricamente como herramienta de disciplina y control, normalizando los cuerpos y las mentes dentro de instituciones como prisiones y hospitales. Por su parte, Deleuze y Guattari, en “Mil mesetas”, amplían esta visión, revelando cómo el sufrimiento emerge de sistemas de poder más amplios, desafiando la noción de que sea una vivencia meramente individual. Por último, Butler expone cómo las normas de género y sexualidad modulan la vulnerabilidad al sufrimiento, evidenciando que ciertos cuerpos son inherentemente más susceptibles a él que otros.
Sin embargo, esta deconstrucción del sufrimiento no está exenta de críticas, puesto que en su gran mayoría, son patrañas. Una de las más significativas es la tendencia, dentro de ciertos círculos posmodernos, a negar la realidad del sufrimiento individual puesto que al poner todas sus energías en la “construcción social”, se corre el riesgo de minimizar e incluso invalidar el dolor experimentado por individuos reales, de carne y hueso. Esta postura nos ha llevado a una forma extrema de relativismo moral, donde el sufrimiento se reduce a una mera cuestión de interpretación o discurso, ignorando su impacto tangible en la vida de las personas.
Esta negación progre del sufrimiento individual se manifiesta de diversas formas. Por ejemplo, al cuestionar la validez de las experiencias traumáticas o al desestimar el dolor emocional con una mera justificación de “construcción cultural”, se convierte en una actitud insensible que socava la posibilidad de empatía y solidaridad con aquellos que verdaderamente sufren. Es crucial reconocer que el sufrimiento, aunque moldeado a veces por factores sociales, también posee una dimensión existencial innegable: el dolor físico y emocional es una realidad que trasciende el tamiz diletante de las construcciones discursivas como justificación de la totalidad de lo real. Negar esta realidad es ignorar una parte fundamental de la experiencia humana.
Como siempre sostenemos, en lugar de negar los caracteres esenciales de nuestra naturaleza, en este caso el sufrimiento, nuestro tiempo necesita enfocarse en analizar cómo se distribuye de manera desigual en las sociedades. Tenemos que examinar cómo las estructuras de poder y las normas sociales generan y perpetúan el sufrimiento, especialmente entre los grupos más marginados, indefensos y oprimidos. Adoptar esta perspectiva crítica, contraria a la payasada postmoderna que está ocupada en banalidades, contribuiría positivamente a la reconstrucción de una sociedad más justa y compasiva, donde el sufrimiento sea reconocido y abordado de manera efectiva.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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La falta de poder de ejecución de la CPI limita su impacto real

Por: Jorge Sánchez
La Corte Penal Internacional (CPI) ha sido presentada como un símbolo de justicia global, un tribunal que se encarga de juzgar a los criminales más atroces del mundo. Sin embargo, su funcionamiento y efectividad han sido objeto de críticas que cuestionan su imparcialidad y su papel en el sistema internacional. A lo largo de los años, se ha generado un debate sobre si la CPI realmente cumple con su misión de justicia o si, por el contrario, se ha convertido en un instrumento de poder al servicio de intereses geopolíticos.
Desde su creación, la CPI ha sido percibida por algunos como un instrumento de poder que favorece a las naciones occidentales. En lugar de actuar como un árbitro neutral, se argumenta que la Corte ha sido utilizada para perseguir a aquellos que desafían los intereses geopolíticos de Occidente, mientras que los crímenes cometidos por gobiernos aliados a estas potencias han quedado en gran medida sin respuesta. Esta percepción ha llevado a la conclusión de que la CPI, tal como opera actualmente, no puede ser reformada y podría ser más efectiva si se disolviera.
Críticas a la imparcialidad de la CPI
Los defensores de la CPI sostienen que su enfoque en los crímenes cometidos en África refleja la realidad de donde ocurren estos delitos. Sin embargo, esta justificación ha sido cuestionada, especialmente en vista de la falta de acciones significativas contra naciones occidentales que han estado involucradas en conflictos y violaciones de derechos humanos. Por ejemplo, Estados Unidos ha llevado a cabo operaciones militares y ha apoyado regímenes cuestionables, pero no ha enfrentado acciones judiciales en la CPI.
La respuesta de Estados Unidos a cualquier intento de la CPI de investigar sus acciones ha sido rápida y contundente. Cuando la Corte ha intentado investigar crímenes de guerra en Afganistán, por ejemplo, Washington no dudó en imponer sanciones a funcionarios de la CPI y presionar a sus aliados europeos para que hicieran lo mismo. Este tipo de reacción sugiere que la Corte no opera de manera independiente, sino que está sujeta a la presión de las potencias más influyentes, lo que socava su credibilidad.
La falta de jurisdicción sobre potencias globales
Una de las críticas más significativas hacia la CPI es su incapacidad para ejercer jurisdicción sobre las naciones más poderosas del mundo. Estados Unidos, Rusia y China han tomado medidas para evitar la autoridad de la Corte, lo que pone de manifiesto su falta de legitimidad. La negativa de estas naciones a someterse a la CPI resalta la percepción de que la Corte no es un organismo imparcial, sino un instrumento que sirve a intereses políticos específicos.
Por ejemplo, Estados Unidos ha promulgado leyes que permiten la intervención militar para liberar a cualquier miembro de su personal que sea detenido por la CPI. Esta acción no solo demuestra un desprecio por el Estado de derecho, sino que también revela la verdadera naturaleza de la CPI como un organismo que no puede desafiar a las potencias más fuertes.
Limitaciones en la capacidad de ejecución
Además de las cuestiones de imparcialidad y jurisdicción, la CPI enfrenta desafíos en su capacidad para hacer cumplir sus decisiones. Sin el apoyo de las grandes potencias, la Corte depende de la cooperación de los estados, que a menudo no tienen incentivos para cumplir con sus órdenes. Esto limita su efectividad y convierte sus sentencias en meros gestos simbólicos.
Las órdenes de arresto emitidas por la CPI son, en muchos casos, ignoradas por aquellos que tienen la fuerza para resistirlas. La Corte puede emitir tantas sentencias como quiera, pero sin la fuerza para hacerlas cumplir, estas decisiones carecen de impacto real. Esto plantea serias dudas sobre la capacidad de la CPI para cumplir con su misión de justicia.
Reflexiones sobre el futuro de la CPI
La crítica a la CPI no se basa en la idea de que no ha cumplido con sus ideales, sino en que esos ideales nunca fueron realmente alcanzables. La Corte fue diseñada con limitaciones que impiden su funcionamiento como una verdadera institución de justicia global. Para aquellos que buscan un sistema de justicia internacional genuino, es evidente que la CPI no es la solución.
Una verdadera corte global debería exigir jurisdicción universal, un poder de ejecución genuino y, sobre todo, libertad frente a la influencia política. La CPI no tiene ninguna de estas características. La reforma no es una opción porque sus defectos no son incidentales: son fundamentales.
En lugar de intentar reformar una institución que ha demostrado ser ineficaz y sesgada, podría ser más constructivo considerar la creación de un mecanismo de rendición de cuentas que no esté influenciado por las dinámicas de poder actuales. La abolición de la CPI podría abrir la puerta a un enfoque más efectivo y equitativo para abordar los crímenes internacionales y garantizar la justicia.
Jorge Sánchez
Periodista especializado en política internacional
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¿Y si renunciamos a la esclavitud voluntaria?

Por: Lisandro Prieto Femenía
«¡Parecería que consideráis como una gran dicha el que se os permita gozar de vuestra propiedad, de vuestras familias y de vuestras vidas; y todo este estrago, estas desgracias, esta ruina, os vienen, no de los enemigos, sino ciertamente del enemigo, de aquel a quien vosotros mismos hacéis tan poderoso, por quien vais a la guerra, por quien vais a la muerte.»
Étienne de La Boétie, “Discurso de la servidumbre voluntaria”, 1549).
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que, si bien data desde que la humanidad existe, hoy tiene unos matices bastantes perversos, a saber, el de la servidumbre voluntaria en una era de la promoción de la autoexplotación. En 1549, Étienne de La Boétie en su obra titulada “Discurso de la servidumbre voluntaria” planteó una pregunta bastante inquietante: ¿por qué los pueblos se someten voluntariamente a la tiranía? Su respuesta, que resuena a través de los siglos, fue que la servidumbre no se impone únicamente por la fuerza, sino que se cultiva a través de la costumbre, el miedo y la complacencia. En este siglo, esta reflexión adquiere una nueva dimensión, ya que la servidumbre voluntaria se manifiesta en formas sutiles y sofisticadas, especialmente en la moda del hombre que se explota así mismo.
La Boétie argumentaba que la tiranía sólo puede sostenerse mediante la complicidad de los súbditos, quienes deciden renunciar a su libertad a cambio de seguridad, estabilidad y comodidad. En la actualidad, esta “gente” de la que hablaba el autor somos nosotros mismos, y el “tirano” es nuestro propio deseo de éxito y reconocimiento, transparentado en una existencia de la exhibición permanente de lo que hacemos, decimos, comemos, visitamos, etcétera. Ya nadie tiene que violar nuestra intimidad, puesto que hemos decidido exponerla voluntariamente y gratuitamente en redes sociales.
«Es, pues, la gente misma la que se permite, o mejor dicho, la que se hace ensartar, ya que con sólo que cesara de servir, se vería libre. Es el pueblo el que se somete y se corta el cuello; el que, pudiendo elegir entre ser siervo y ser libre, repudia la libertad y abraza la servidumbre.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
La autoexplotación se manifiesta en esta obsesión por la productividad, la perfección, la buena apariencia ante el público y el rendimiento. Nos hemos convertido en esclavos de nuestras propias expectativas banales, trabajando incansablemente no para ser felices, sino para alcanzar metas inalcanzables impuestas por la agenda de moda del momento. Esta forma de servidumbre se nutre de una cultura del emprendimiento en solitario y el individualismo, que nos impulsa a convertirnos en “marcas personales” y a monetizar cada aspecto de nuestras miserables vidas.
«De ahí viene que los tiranos siempre hayan empleado todos sus esfuerzos en acostumbrar a los pueblos, no sólo a la obediencia y a la servidumbre, sino también a la devoción.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Como decíamos previamente, en la era digital, la autoexplotación se intensifica gracias al panóptico instalado por nosotros mismos, a saber, las redes sociales que nos permiten exponernos constantemente a la comparación y la competencia. Quienes están muy flojos de papeles, o sea, la mayoría de los usuarios, se sienten obligados a proyectar una imagen de perfección, de éxito y felicidad, lo que los lleva a trabajar aún más duro para mantener las apariencias.
«Los tiranos, para consolidar su poder, procuran que los hombres se embrutezcan y pierdan hasta el uso del juicio y la capacidad de quejarse.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Este tipo de servidumbre que se manifiesta en la necesidad de aparentar en las redes sociales es una clara forma de opresión sutil pero poderosa, digna de un análisis filosófico profundo. En ese espacio virtual, la identidad se convierte en una mercancía expuesta para la valoración de una legión de idiotas, un producto lastimosamente elaborado con mucho cuidado para obtener la validación de gente que realmente no conocemos. La búsqueda de “likes” y de seguidores comentando lo que hacemos, se termina convirtiendo en una adicción, una necesidad constante de reafirmación externa que nos aleja de nuestra propia autenticidad y de la gente de carne y hueso que nos acompañan a diario.
«El teatro, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales extraños, las medallas, los cuadros y otras bagatelas eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Esta dinámica, nos ha llevado a construir una fachada, una versión idealizada de nosotros mismos que rara vez coincide con la realidad. Así, nos convertimos en esclavos de nuestra propia imagen, atrapados en un bucle interminable de comparación y competencia banal. Esa presión de mantener las apariencias, nos obliga a vivir constantemente en alerta, ocultando nuestras “imperfecciones” y debilidades ante el ojo ajeno. En este teatro virtual, la honestidad y la vulnerabilidad se consideran debilidades, mientras que la estética dictaminada por la moda estúpida de turno se convierte en el único valor aceptado masivamente.
«No es creíble que un hombre solo pueda maltratar a una ciudad entera, si ésta no quiere; ni es posible que pueda oprimir a todo un pueblo, si éste no consiente en ser oprimido.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Ante esto, la filosofía puede ayudarnos a comprender esta forma de servidumbre, al analizar cómo la tecnología moldea nuestra percepción de la realidad y nuestra relación con nosotros mismos. Podemos cuestionar la ética de la cultura de la imagen, reflexionando sobre la responsabilidad que tienen los creadores de contenido y las plataformas de redes sociales. Además, la psicología social también nos brinda herramientas para comprender los efectos de la comparación y la validación extrema en nuestra autoestima y bienestar emocional. Al comprender los mecanismos de esta servidumbre, podemos empezar a liberarnos de sus cadenas e intentar recuperar nuestra autenticidad y dignidad.
«Los tiranos, cuanto más roban, más exigen; cuanto más arruinan y destruyen, más dan y favorecen; y cuanto más se debilitan y arruinan, más se fortalecen y hacen poderosos.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
En términos estrictamente políticos, la servidumbre voluntaria se manifiesta en la apatía, la desconfianza injustificada y la falta de participación ciudadana. Cuando las personas abandonan su capacidad crítica y su responsabilidad cívica, abren la puerta a la manipulación y el abuso de poder sistemático. No es casual que la democracia, que en teoría se basa en la participación activa y consciente de los ciudadanos, se vea amenazada por la pasividad insoportable y la complacencia cómplice de una incontable lista de atropellos a los derechos y garantías de todos que se realizan a diario.
«Para los tiranos, el pueblo es un rebaño de ganado que hay que esquilar o degollar según convenga.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
También, la servidumbre política se alimenta de otros factores como la desinformación y la propaganda, difundidas a través de los medios masivos de comunicación y redes sociales, los cuales distorsionan la realidad con la intención de manipular la opinión pública. El miedo a la inestabilidad y la incertidumbre nos lleva a aceptar líderes impresentables y autoritarios que prometen seguridad a cambio de libertad. Pues bien, esta polarización y división social diseñada con intenciones muy puntuales, no hacen otra cosa que debilitar nuestra capacidad de acción colectiva y de participación mancomunada al servicio de un bien común que parece haber quedado en desuso.
«La libertad es el único bien que los hombres no desean, porque si la desearan, la tendrían.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Este tipo de fenómenos acontecen en el marco de una globalización en la que la servidumbre política se intensifica por la complejidad de los problemas y la sensación de impotencia individual: los ciudadanos se sienten abrumados por la magnitud de los desafíos y renunciar a su capacidad de influencia ante la falta de transparencia de una clase dirigente totalmente corrompida que genera desconfianza en las institucional al mismo tiempo que desincentiva cualquier atisbo de participación cívica.
«El trabajo es el instrumento de la vida, no su fin.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Dicho esto, es necesario aclarar que esta servidumbre política no es inevitable. La educación cívica de calidad, el acceso irrestricto a la información veraz y la promoción del pensamiento crítico son herramientas fundamentales para fortalecer a la democracia. La participación activa en organizaciones sociales no corrompidas por los punteros de la política, el ejercicio del derecho a votar y la defensa permanente de los derechos humanos son simplemente algunas formas de resistencia contra esta servidumbre abúlica imperante.
«La costumbre es la nodriza de la servidumbre.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
La filosofía política nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del poder y la responsabilidad que tenemos todos los ciudadanos, recordándonos que la democracia no es un regalo, sino una conquista que requiere vigilancia y participación constante, sin confundir por “participación” el estar militando en un espacio político con el único fin de conseguir un cargo en el Estado, lugar en el que estaremos atornillados toda la vida. No, se trata de cultivar mediante los majestuosos pero inútiles sistemas educativos una conciencia crítica para fortalecer nuestra capacidad de acción colectiva, para así resistir la servidumbre que aplaude la ilegalidad y construir una sociedad más justa y libre.
Por último, es también pertinente analizar el vínculo entre la servidumbre voluntaria en el laberinto del mundo laboral, haciéndonos la siguiente pregunta: ¿cuál es el verdadero fin del trabajo? Más allá de la disponibilidad constante y la hiperconexión que mencionamos previamente, la servidumbre en este aspecto laboral se manifiesta en la aceptación tácita de un paradigma donde el trabajo se convierte en un fin en sí mismo, en lugar de un medio para alcanzar una vida digna. Esta distorsión del propósito laboral se alimenta de una serie de factores que anestesian nuestra capacidad de pensar y nos convierten en cómplices de nuestra propia opresión.
«La libertad es el único bien que los hombres no desean, porque si la desearan, la tendrían.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
La sociedad posmoderna nos inculca la idea de que el valor de una persona se mide por la cantidad de dinero que gana y la calidad de los bienes y servicios que consume. Nos hemos convertido en esclavos de nuestras propias ambiciones, sacrificando nuestro tiempo, salud y bienestar en aras de ascender en la escala corporativa o alcanzar el reconocimiento público. Esta búsqueda hueca e incesante de validación nos aleja de nuestra propia esencia y nos impide cuestionar la verdadera finalidad del trabajo en sí.
«Resolvamos no servir más y estaremos libres.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Como bien señaló el gran La Boétie, la servidumbre se sostiene gracias a la costumbre y la complacencia. Nos hemos acostumbrado a largas jornadas laborales, a llevarnos trabajo a casa, a la presión constante y a la falta de equilibrio entre oficio y vida personal. Tristemente, hemos aceptado estas condiciones como inevitables, sin cuestionar si realmente contribuyen a nuestro bienestar y al de la sociedad en su conjunto.
En este aspecto particular, la filosofía nos invita a reflexionar sobre el verdadero significado del trabajo. ¿Es simplemente un medio para obtener ingresos y consumir bienes y servicios? ¿O debería ser una actividad que nos permita desarrollar nuestro potencial, contribuir al bien común y encontrar sentido a nuestra existencia? Pese a estas preguntas, las cuales carecen de interés para la gran mayoría, la sociedad actual ha convertido el trabajo en una forma de servidumbre legalizada, donde los individuos se someten a condiciones laborales alienantes y explotadoras a cambio de la ilusión de seguridad y reconocimiento. Esta forma de servidumbre se gesta de una cultura del consumismo y el individualismo que nos interpela a buscar la satisfacción material y el éxito personal a cualquier costo.
«Determinémonos a no servir más, y he aquí que somos libres. No quiero que ataquéis al tirano, sino que dejéis de sostenerlo.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Para liberarnos de esta servidumbre, debemos cuestionar el paradigma dominante y recuperar el verdadero sentido del trabajo. Debemos exigir condiciones laborales más justas y humanas, que nos permitan conciliar el esfuerzo laboral con el desarrollo de una vida personal sin abandonar la pretensión de desarrollar nuestro potencial. Por esto, es preciso recordar que el trabajo no es otra cosa que un medio para alcanzar una vida plena, no un fin en sí mismo. Ya que vivimos en una época en la que se pregona tanto «la libertad», retomar el pensamiento de La Boétie nos permite comprender que dicha libertad no se mendiga ni se consigue poniéndose debajo de una cascada que la derrama, sino que se conquista. No se trata aquí de derrocar a un tirano externo, que lo hay, sino de liberarnos del tirano interno que nos impide vivir plenamente, es decir, pensar por nosotros mismos y actuar en consecuencia.
La reflexión que La Boétie nos regala sirve para cuestionar nuestras propias decisiones y a resistir estas nuevas formas de opresión, tanto aquellas que son evidentes como las encubiertas. En esta era de autoexplotación, debemos recuperar nuestra autonomía y establecer límites saludables entre trabajo, tiempo libre, tiempo en soledad y tiempo con las personas que decimos apreciar en redes sociales. Para ello, debemos recordar que la verdadera libertad no se encuentra en la búsqueda incesante de la aprobación virtual de otros usuarios, también entendida como “éxito”, sino en la capacidad de vivir una vida realmente plena y significativa.
Comenzar este camino de liberación de la servidumbre voluntaria no es tarea fácil, pero debemos al menos intentar cultivar la conciencia crítica y la solidaridad, cuestionando las modas y las leyes caprichosas, como también las expectativas que nos condicionan mientras construimos una sociedad que valore sinceramente el bienestar común y la justicia por encima del rendimiento, la apariencia y el consumo.
Lisandro Prieto Femenía.
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Exponiendo el placebo de la autoayuda

Por: Lisandro Prieto Femenía
«Se nos dice que debemos amarnos a nosotros mismos, pero al mismo tiempo se nos impulsa a ser más productivos, más eficientes, más exitosos». Žižek
Hoy quiero invitarlos a reflexionar en torno a la creciente industria de la autoayuda, con su promesa de éxito, prosperidad y felicidad al alcance de todos, puesto que ha experimentado un auge vertiginoso en la última década: libros, cursos, seminarios y gurús de dudosa procedencia proliferan por doquier, ofreciendo fórmulas cuasi mágicas para alcanzar un bienestar personal y profesional que así, realmente, no llega. Sin embargo, detrás de este aparente empoderamiento individual, se esconde una pregunta que debería inquietarnos: ¿la autoayuda transforma verdaderamente nuestras vidas, o simplemente nos vende un placebo reconfortante que nos mantiene conformes con el status quo?
Comencemos, entonces, con esta última pregunta: ¿liberación y crecimiento o autoengaño y control? Theodor Adorno, en su crítica a la cultura de masas, nos advertía que ésta no busca en absoluto la emancipación de los individuos, sino su adaptación al sistema. En este caso en particular, la industria de la autoayuda, que comenzó siendo un fenómeno comercial bibliográfico y ahora es un virus de videos con mucho punch y cero contenido, parece confirmar esta sospecha: al mercantilizar la esperanza y el éxito (siempre individual, nunca colectivo), desvía la atención de los problemas sistémicos, como la desigualdad económica y la injusticia social naturalizada, hacia soluciones personalistas y superficiales.
«La cultura de masas no es un sistema de liberación, sino de control», Adorno, Dialéctica de la ilustración
No debe sorprendernos que la autoayuda, en su esencia, se nutre de la narrativa del individuo como agente de cambio único y absoluto. Este punto de vista, aunque atractivo para algunos, simplifica la complejidad de las experiencias humanas, ignorando las intrincadas redes de interdependencia que nos constituyen. Al elevar al individuo al centro del universo (sí, promueve narcisistas egocéntricos), la autoayuda crea una ilusión de control, un espejismo reconfortante en un mundo que, en realidad, es caótico e impredecible. Esta focalización en el individuo tiene su costo: desvía totalmente la atención de las estructuras sociales y económicas que moldean nuestras vidas, perpetuando así un sistema que beneficia a unos pocos a expensas de muchos.
Lo precedentemente enunciado nos lleva a analizar otro problema, a saber, el de la trampa de la responsabilidad individual escondida en lemas patéticos como «piensa en grande», al que yo le agregaría, siguiendo la lógica ilusionista de la autoayuda postmoderna: «pero quédate quietito en tu baldosa». Al respecto, Karl Marx, en su análisis de la alienación y la lucha de clases, demostró que las condiciones materiales son determinantes en la vida de las personas. Contrariamente, la autoayuda moderna insiste en que todo depende de la persona, ignorando completamente la existencia de estructuras sociales y contextos específicos diversos: esta narrativa individualista genera sentimientos de culpa perversos, puesto que tarde o temprano el sujeto se choca con las desventajas estructurales, reforzando la idea de que el fracaso es su responsabilidad. Siguiendo este enfoque marxista, se podría plantear con razón la siguiente pregunta: ¿nos venden la idea que podemos ser lo que queramos sólo para que dejemos de cuestionar el sistema?
«No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia», Marx, Contribución a la crítica de la economía política»
Ahora bien, si finalmente aceptamos que la maquinaria mediática de la autoayuda conduce necesariamente al autoengaño, tenemos que analizar qué se esconde detrás de esta anestesia cultural: la tiranía del rendimiento. Sobre este aspecto particular, es conveniente asistir a Slavoj Žižek, quien en su obra «El sublime objeto de la ideología», critica esta perversa doctrina por su doble mensaje de auto-aceptación y superación constante. Aunque aparentemente benigna, esta autoayuda nos insta a amarnos a nosotros mismos, a aceptarnos tal como somos (aunque seamos unos idiotas egocéntricos), pero simultáneamente nos bombardea con el imperativo de ser más productivos, más eficientes, más exitosos. Žižek desvela la trama inherente a esta contradicción: el culto a uno mismo se convierte en una herramienta de la autoexplotación voluntaria. Al internalizar el mandato de la «mejora continua», nos convertimos en nuestros propios capataces, impulsándonos sin descanso hacia metas inalcanzables. Así, la autoayuda, lejos de liberarnos, nos encadena en una espiran de rendimiento y ansiedad, donde la búsqueda de la perfección se convierte en una obsesión narcisista. En última instancia, esta doctrina permite que nos alienemos a nosotros mismos, transformando el amor propio en una forma no tan sutil de esclavización.
Por su parte, Byung-Chul Han, en su obra «La sociedad del cansancio», profundiza aún más esta idea, analizando cómo el imperativo del rendimiento y la positividad hueca genera una forma de auto-explotación y agotamiento. Desde este enfoque, la autoayuda no promueve amor propio sino que se convierte en una forma elegante del fomento del esclavismo productivo, donde la perfección y el éxito se torna en la típica obsesión narcisista de egocéntricos y dogmáticos del lema «el que quiere, puede».
«El sujeto de rendimiento se explota a sí mismo hasta que se derrumba»- Byung-Chul Han
Ante los argumentos precedentemente enunciados, creo que es momento de plantear la necesidad de interpretar la filosofía como un antídoto contra la brutal superficialidad de la autoayuda. En este mundo, saturado de facilismos y pociones mágicas disfrazadas de promesas vacías, la filosofía sigue siendo un faro olvidado de lucidez y profundidad. A diferencia de la autoayuda, que se contenta con ofrecer respuestas precocidas y masticadas, la filosofía nos invita a cuestionar, a explorar los aspectos complejos de nuestra existencia y a construir un sentido auténtico de la vida.
Evidentemente, la filosofía no nos ofrece un recetario para conseguir la felicidad, sino que nos proporciona medios para pensar críticamente, es decir, para examinar nuestras creencias y valores, y para vivir coherentemente de acuerdo con nuestros principios. Por su parte la autoayuda, con toda su energía puesta en el pensar positivo y la actitud mental, se convierte en una forma de adoctrinamiento, limitando nuestra capacidad para cuestionar el estado de situación del mundo y la posibilidad de imaginar otras alternativas.
Contrariamente, la filosofía nos libera de los clichés del pensamiento convencional de moda, puesto que nos anima a desafiar las normas establecidas y explorar nuevas perspectivas: al cultivar la crítica y la reflexión profunda, la madre de todas las ciencias nos empodera para tomar decisiones informadas, para actuar con más autonomía y para resistir los embates de la permanente manipulación.
Otro aspecto fundamental que debemos tener en cuenta es que, mientras que la autoayuda se centra en la consecución de metas individuales y la mejora del bienestar personal, la filosofía no progre se dedica a la búsqueda de la verdad, la belleza y el sentido de la existencia. La filosofía nos convoca a reflexionar sobre las grandes preguntas que nos han intrigado durante siglos, como «¿Qué es la realidad?», «¿Qué es el conocimiento?», «¿Qué es la justicia?», «¿Qué es la felicidad?». Explorando estas cuestiones fundamentales, este modo de vivir y de pensar nos ayuda a comprender mejor el mundo que nos rodea y el lugar que ocupamos en él.
También, a diferencia de la autoayuda, que se practica en solitario, la filosofía se nutre del diálogo auténtico y respetuoso en el marco de una comunidad, porque nos invita a compartir nuestras ideas, a debatir nuestros puntos de vista y a aprender de los demás: al participar en el diálogo filosófico, nos enriquecemos intelectualmente, ampliamos nuestros horizontes y fortalecemos nuestros lazos con los demás. Creo que justamente por ello tiene menos o peor fama que la autoayuda: cuando queremos pensar con otro (dialogar seriamente de algo) tenemos que involucrarnos tanto con los fundamentos de lo que decimos como también tener la apertura y la prudencia de escuchar atentamente lo que me dicen otros. Pues bien, con la autoayuda no sucede ésto: basta con escuchar una charla tipo TED y anotar en un papel lo que creo que me puede servir a mí, y sólo a mí. Resumiendo, mientras una desarrolla consejillos trillados para el desarrollo personal, la otra nos invita a trascender la superficialidad y abrazar la complejidad de nuestra existencia.
En definitiva, queridos lectores, queda preguntarnos: ¿hasta qué punto la autoayuda realmente nos es útil y hasta qué punto nos mantiene conformes? ¿Ésto nos enseña a mejorar nuestras vidas o a tolerar lo que debería ser intolerable? ¿El problema es nuestra actitud ante el mundo que se nos presenta o el mundo en el que vivimos realmente? La respuesta a estas preguntas no es simplona: la autoayuda podría ofrecer herramientas útiles para manejar el desarrollo personal, en ciertos casos particulares, pero también puede convertirse en un mecanismo de control que nos impide dudar o cuestionar las estructuras sociales y económicas que perpetúan la desigualdad. Desde la filosofía, lamento informarles que la verdadera transformación, tanto personal como social, requiere de gente que piense, que tenga la capacidad de realizar un análisis crítico y honesto de estas estructuras y que se comprometa con la construcción de un mundo más justo y equitativo, no «para mí, y sólo para mí», sino para todos.
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