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El proceso de paz en Marruecos y la contribución de Centroamérica

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El 30 de abril pasado, el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) enfocó nuevamente el Sáhara Occidental y el plan de autonomía presentado por el Reino de Marruecos el año 2007 -el cual ha sido calificado con anterioridad como una propuesta “seria, realista y creíble” por la comunidad internacional- de tal suerte que emitió la Resolución 2498 (2019) para prorrogar así por seis meses -hasta el 31 de octubre del presente año- el mandato de la Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum del Sáhara Occidental (MINURSO).

Esta importante Resolución ocurrió siete días después de que, en Ciudad de Guatemala, los países miembros del Sistema de la Integración Centroamericana (SICA), junto al Secretario General, Vinicio Cerezo, y la Secretaria de Estado de las Relaciones Exteriores y de la Cooperación Internacional de Marruecos, Mounia Boucetta, suscribieran un Memorando de Entendimiento que permitirá el establecimiento del Foro de Diálogo Político y de Cooperación entre los países del SICA y Marruecos.

El acuerdo permitirá mayor intercambio de información y coordinación de la cooperación marroquí con los países del SICA. “Es un momento histórico para el Sistema y estamos seguros de que este paso fortalecerá los lazos de amistad política y colaboración entre nuestros países, así como estrechar la cooperación de ambas partes en el marco del proceso de la integración centroamericana”, afirmó Cerezo.

Marruecos ha reforzado sus relaciones de amistad y cooperación con Centroamérica desde que instaló el año 2011 su primera embajada en Guatemala, la cual es concurrente ante El Salvador. El 2014, Marruecos fue admitido, por unanimidad, como Observador Extra-Regional del SICA. Un año después, las dos cámaras legislativas de Marruecos ingresaron como Observador Permanente en el Parlamento Centroamericano. Y ahora se profundiza la relación con este Memorando de Entendimiento.

Frente a esta nueva Resolución del Consejo de Seguridad de la ONU. ¿Qué hacer por nuestro socio y cooperante?

EL CONSENSO SOBRE EL PLAN DE AUTONOMÍA

Desde el lanzamiento del plan de autonomía por Marruecos, la propuesta ha ganado el consenso en la comunidad internacional, contando, lamentablemente, con la oposición del Frente Polisario y los vecinos Argelia y Mauritania.

En abril de 2018, con 12 votos a favor y 3 abstenciones, el Consejo de Seguridad llamó al Polisario a retirarse “inmediatamente” de la zona de separación en el área de Guerguerat, al sur del Sáhara Occidental. Repetidamente, el Consejo de Seguridad ha condenado los avances armados del Polisario.

Ciertamente, el Polisario ya no es la organización de los 70s, 80s, cuando impulsó el reconocimiento a una “República Árabe Saharaui Democrática”. En fecha reciente, Marruecos ha denunciado los lazos del Polisario con Irán y Hezbollah (milicia pro-iraní en El Líbano). Esta denuncia, junto con el rompimiento de relaciones diplomáticas entre Marruecos e Irán, arribó a Washington D.C. El 29/09/18, los congresistas republicanos Joe Wilson y Carlos Curbelo junto con el demócrata Gerry Connolly, presentaron un proyecto de ley que reafirma la relación entre Estados Unidos y Marruecos, condena la colusión entre el Polisario y Hezbollah, y las finalidades desestabilizadoras de Irán en el Norte de África y en otras regiones. «El Reino de Marruecos fue la primera nación en reconocer a los Estados Unidos en 1777 y sigue siendo un aliado estratégico importante y un socio por la paz en el Oriente Medio y en el Norte de África», afirmó el congresista Wilson.

El proyecto de ley califica al Polisario como “una organización terrorista financiada por Irán” al tiempo que reafirma el apoyo al plan marroquí de autonomía, calificándolo de «serio, creíble y realista» en términos de constituir «un paso adelante con el fin de satisfacer las aspiraciones de las poblaciones del Sáhara a gestionar sus propios asuntos en paz y dignidad». El texto llama al presidente Donald Trump, al Secretario de Estado, Mike Pompeo, y a la representación estadounidense en la ONU, a apoyar los esfuerzos de la ONU por un arreglo pacífico al conflicto en el Sáhara.

La propuesta marroquí desde el año 2007 no ha sido vetada dentro del Consejo de Seguridad por potencia alguna. Esta nueva Resolución del 30 de abril fue aprobada por 13 votos registrándose la abstención de Rusia (permanente) y Sudáfrica (alterno). Francia, potencia que ocupó militarmente Marruecos y el norte de África, reiteró que el plan de autonomía de Marruecos debe considerarse como base de negociación para la solución del conflicto. “Me gustaría aprovechar esta oportunidad para reafirmar que Francia considera el plan de autonomía marroquí como una base seria y creíble para las negociaciones destinadas a alcanzar una solución política definitiva a la cuestión del Sahara”, señaló la representante adjunta francesa ante la ONU, Anne Gueguen.

Por su parte, los representantes de Costa de Marfil y Guinea Ecuatorial, miembros alternos del Consejo de Seguridad, también respaldaron el plan de autonomía presentado por Rabat al que calificaron como “un esfuerzo realista, viable y creíble”. Al mismo tiempo, destacaron el imperativo de respetar la soberanía e integridad territorial de Marruecos.

La resolución del Consejo de Seguridad destaca el papel de Argelia y Mauritania como actores en el diferendo y les demanda su contribución positiva en la búsqueda de una solución en la mesa de negociaciones con Marruecos. Mauritania tiene adyacencia geográfica con Marruecos y Argelia, y consanguíneos con la población saharaui y otros grupos étnicos en el Sáhara Occidental, pero en general su papel en el conflicto ha sido de “neutralidad”, si bien en algunos momentos Mauritania ha roto comunicación con el Polisario y nunca ha permitido una representación en su capital Nuakchot.

El papel de Argelia, al contrario, ha sido crucial en el conflicto no sólo por el apoyo político y financiero del gobierno militar a la dirigencia del Polisario y que en su territorio se localizan campamentos de refugiados saharauis, sino también porque, hoy día, experimenta una transición cuyo motor son las multitudinarias manifestaciones en la calle que forzaron la dimisión de Abadelaziz Bouteflika, entronizado gobernante desde 1999 quien, a sus 82 años y gravemente enfermo, se había presentado a su quinta reelección.

Las multitudes en las calles desconfían de los militares aliados de Bouteflika que han tomado el poder, a pesar que ya se estableció el 4 de julio próximo como la fecha para elecciones presidenciales. Los manifestantes y la sociedad civil reclaman que se construyan instituciones dedicadas a una verdadera transición política, y no a la extensión del régimen autoritario sólo que sin Bouteflika. «El pueblo es más grande que la Constitución», se ha leído en las mantas y carteles de los ciudadanos. Para los manifestantes, las elecciones del 4 de julio no pueden ser libres ya que están siendo organizadas por las instituciones y personalidades heredadas de 20 años de poder de Bouteflika, marcados por comicios fraudulentos. Esta presidencial es «legal pero no legítima», sentenció Louisa Dris-Aït Hamadouche, una reconocida politóloga de la Universidad de Argel.

Cabe esperar que esta misma transición política se traduzca en un viraje positivo para las negociaciones hacia la autonomía del Sáhara Occidental. El territorio argelino, especialmente la región de Tinduf, ha sido huésped de miles de refugiados saharauis desde hace 40 años. A estas alturas, la ONU estima que alrededor del 60 % de la población saharaui refugiada es menor a los 30 años, es decir, nacieron en los campamentos. Cientos de estos jóvenes se han beneficiado de medidas de confianza supervisadas por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) desde el año 2004, entre ellas el establecimiento de vuelos comerciales entre Tinduf y el Sáhara marroquí propiciando así el reencuentro de familias separadas por el conflicto. 

Organizaciones no gubernamentales africanas han condenado, los últimos años, el desvío por el Polisario, en complicidad con funcionarios de Argelia, de la ayuda humanitaria que debe llegar a los campamentos en Tinduf. Esas organizaciones insisten en la demanda, hecha también por el ACNUR, para que Argelia deje de oponerse a la identificación y censo de las poblaciones de esos campamentos a fin de cuantificar de forma realista la ayuda humanitaria que se les asigna. Han denunciado, igualmente, la malversación financiera y el desvío de alimentos y medicamentos que son vendidos en el sur de Argelia, en Mauritania y hasta en Mali.

Los refugiados en Tinduf sobreviven, en gran medida, gracias a la cooperación internacional que por momento decae debido a que debe enviar fondos para asistir a refugiados generados por otros conflictos. En las proximidades, Marruecos prosigue con la ejecución de la autonomía del Sáhara. El 2015, fueron electas, bajo supervisión internacional, autoridades regionales y municipales las cuales cuentan con un presupuesto quinquenal para el desarrollo de alrededor de US$ 8 mil millones.  Estas elecciones contaron con una participación del 79% de la población. Los proyectos de desarrollo que se ejecutan están orientados a facilitar el retorno a Marruecos de los refugiados, de conformidad al Derecho Internacional.

Marruecos ha expuesto en la ONU evidencias de que en los campamentos en Tinduf la situación se agrava para los refugiados quienes, por diversos medios, han expresado su descontento ante restricciones impuestas por el Polisario que habría llegado a desplegar hasta vehículos blindados para mantener el control sobre los campamentos. Es de esperar así que florezca la primavera democrática en Argelia y ella facilite una reorientación de su política exterior en términos de su colaboración efectiva en las negociaciones para alcanzar la autonomía del Sáhara Occidental.

¿HACIA UN SOLUCION DURADERA?

Centroamérica no posee los recursos naturales de Argelia, ni por cerca. En el otro ángulo, la evolución democrática desde finales de los ochenta en Centroamérica, aún sin una plena reconciliación dentro de cada país y entre los países, nos coloca a los centroamericanos en una mejor posición institucional con todo y el déficit de desarrollo atribuido a la corrupción que cada día se combate con mayor fuerza y determinación.

La riqueza del gas natural y el petróleo se la han repartido los militares, los empresarios y los líderes políticos afines al régimen de Bouteflika. Al gasto militar se destina el 10% del PIB lo que representa la mitad de lo que gasta todo el continente, convirtiéndolo en el mayor importador de armas de África. Argelia, miembro de la OPEP desde 1969, ha caído en la incapacidad para producir su cuota por la falta de inversión en su industria petrolera. Aunque posee la décima reserva de gas natural más grande del mundo y las terceras de gas de esquisto, no capta inversión extranjera pues el Estado retiene el 51% de la propiedad de los proyectos. Por ello, las exigencias ciudadanas por democracia en el corto y largo plazos son determinantes incluso para rescatar a Argelia del desastre económico y productivo. “El mantenimiento del estatus quo ya no es viable”, explicó Dalia Ghanem, investigadora argelina del Carnegie Middle East Centre en Beirut.

Desde Centroamérica, vemos con claridad los obstáculos para la pacificación del Sáhara Occidental. No fueron en balde los conflictos armados, y la turbulencia político-militar articulada con la Guerra Fría, que padecimos por décadas. Así se plasmó en el Protocolo de Tegucigalpa de 1991: “El SICA tiene como objetivo fundamental la realización de la integración de Centroamérica, para constituirla como Región de Paz, Libertad, Democracia y Desarrollo” (Art. 3).

El SICA debe respaldar como bloque de ocho naciones la Resolución del Consejo de Seguridad del 30 de abril en todos sus puntos, no sólo por ser Marruecos nuestro socio sino también por la paz en África y el mundo. Debe el SICA sumarse al respaldo internacional para el plan de autonomía presentado responsablemente por Marruecos desde el 2007 y llamar al Polisario a una rectificación histórica por la población saharaui que dice aún representar, igualmente a Argelia confiando que arribe a ese país “la primavera democrática”.

Aquí tiene un tema relevante de política exterior el nuevo Gobierno de El Salvador 2019-2024, en varias vías. El presidente Nayib Bukele, quien asumirá la presidencia semestral del SICA a finales de junio próximo, desde la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno, puede invitar a sus homólogos a brindar el respaldo político y diplomático a la Resolución del Consejo de Seguridad, respaldo que contribuiría a robustecer el nuevo nivel de diálogo y cooperación con Marruecos tras la firma del Memorando de Entendimiento. Por otra parte, en la Asamblea General de la ONU, el Gobierno de El Salvador puede expresar este apoyo en nombre del SICA, potestad que le brinda dicha presidencia pro témpore pues a una voz elevaría una posición común regional en el foro planetario.

Finalmente, a título nacional, pues constitucionalmente dirige las relaciones exteriores, el presidente Bukele puede declarar su respaldo a la Resolución. El fortalecimiento de la relación bilateral El Salvador-Marruecos es importante por igual, en aras de facilitar las inversiones desde Marruecos en ámbitos comunes como el turismo, la migración y la lucha contra el cambio climático en los que Marruecos es líder internacional. Una visita oficial a Rabat dinamizaría, sin duda, la relación bilateral.

Ciertamente, la causa de la paz de Marruecos y el Sáhara Occidental es a la vez causa para la paz del planeta -en el marco de las Naciones Unidas- así como la paz, la seguridad, la democracia y el desarrollo siguen constituyendo motivo de cooperación y solidaridad de la comunidad internacional con Centroamérica.

Artículo de Opinión: Doctor Napoleón Campos.

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Valencia: la tragedia del corrimiento del Estado

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«El Estado no es una máquina, es un organismo vivo que debe adaptarse a las necesidades de sus ciudadanos»

Otto von Bismarck

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre el subtexto de la catástrofe ocurrida en Valencia, la cual ha desencadenado una profunda reflexión sobre la naturaleza del contrato social y la responsabilidad del Estado hacia sus ciudadanos. Más allá de la devastación material y el dolor humano, este evento ha puesto de manifiesto una sensación palpable de abandono, que resuena con algunas preocupaciones expresadas por filósofos políticos desde tiempos inmemoriales.

Recordemos a Thomas Hobbes, quien en su obra “El Leviatán” (1651) ya nos advertía sobre la necesidad de contar con un poder soberano capaz de garantizar la seguridad y el bienestar de los ciudadanos en un estado de naturaleza caracterizado por el conflicto. Pues bien, la catástrofe de Valencia nos interpela a preguntarnos si el Estado ha cumplido satisfactoriamente con su papel de protector y proveedor, tal como se concebía en aquel contrato social originario en el cual los ciudadanos otorgan al monstruo total potestad para actuar- e impuestos, muchos impuestos- a cambio de cierta protección.

Por su parte, John Rawls (1971), en su obra titulada “Teoría de la Justicia”, propugnaba la idea de que una sociedad más justa es aquella que se organiza de tal manera que las desigualdades tiendan a beneficiar a los más desfavorecidos. En este contexto, ¿cómo podemos evaluar la justicia de una sociedad a la luz de un evento que ha exacerbado las desigualdades preexistentes y  ha dejado a los más vulnerables en una situación de extremo abandono y vulnerabilidad?

Es evidente que la sensación de abandono experimentada por los afectados por la catástrofe nos remite a pensar la noción de ciudadanía y los derechos y garantías que esta conlleva. Al respecto, Hannah Arendt, en “La condición humana” (1958), destacó la importancia de la acción política como medio para construir un modelo común y garantizar el cuidado de la dignidad humana. Ahora bien, la pregunta que nos tenemos que hacer aquí y ahora es: ¿qué implica ser ciudadanos en un contexto en el que los derechos fundamentales parecen estar en juego?

La catástrofe de Valencia ha dejado a relucir la fragilidad de las infraestructuras del poder y la necesidad de replantear las políticas vigentes de urbanización. Muchos han señalado que la construcción indiscriminada en zonas de riesgo, sumada a la falta de inversión en sistemas de drenaje y protección costera, ha agravado los efectos de la DANA. Incluso han circulado estudios recientes que revelan que parte del territorio afectado se encontraba en zonas catalogadas como de alto riesgo hídrico, sumado a la ocupación del suelo agrícola y la impermeabilización del suelo urbano como contribución colateral para aumentar el caudal de los ríos y reducir así su capacidad de infiltración.

Sin embargo, lo que más ha causado molestias, tanto en España como en el resto del mundo, es la revelación mediante redes sociales de cientos de rescatistas de una falta de respuesta coordinada y oportuna por parte de las autoridades nacionales, lo cual agravó severamente la situación. A través de numerosos testimonios, se ha denunciado una demora y retención vulgar en la llegada de los equipos de rescate, como también la escasez de recursos básicos en las zonas más complicadas. Esta situación puntual nos lleva a reflexionar y a cuestionar la efectividad del Estado de bienestar y a pensar sobre el concepto del “corrimiento del Estado”, es decir, la tendencia de las instituciones a desvincularse de sus obligaciones constitucionales y sociales para así priorizar intereses partidistas por encima del bien común: la rivalidad política y la falta de coordinación entre todos los estratos del gobierno impidieron una acción efectiva y oportuna.

Como bien sabemos, el modelo de Estado de bienestar, concebido como un sistema de protección social que garantiza a todos los ciudadanos unos niveles mínimos de dignidad común, viene sufriendo una transformación y una correspondiente devaluación en las últimas décadas. La crisis económica de 2008 aceleró un proceso de desmantelamiento gradual de los servicios públicos, caracterizado por permanentes recortes presupuestarios, privatizaciones y precarizaciones en el seno del empleo público, sobre todo en salud y educación. Esta situación no ha hecho otra cosa que debilitar la capacidad de respuesta del Estado ante situaciones de emergencia y ha dejado a amplios sectores de la población en un estado de desprotección nunca antes visto desde el regreso de la democracia.

En el caso puntual de Valencia, la crisis del precitado Estado de bienestar se ha manifestado de manera especialmente aguda. La falta de inversión en prevención de riesgos, la reducción de personal en los servicios de emergencia y la precarización constante de las condiciones laborales de los trabajadores públicos han contribuido a agravar los efectos de la catástrofe. Además, la desigualdad social existente, silenciosamente creciente a ritmo sostenido durante la última década, ha hecho que los sectores más vulnerables de la población sean los más afectados por la crisis.

Lo acontecido recientemente en Valencia nos interpela a reflexionar sobre el futuro del Estado de bienestar, puesto que es necesario replantear el modelo actual, superando la lógica mezquina y mentirosa de una austeridad selectiva para proceder a apostar por una mayor inversión en servicios públicos de calidad. Asimismo, es fundamental pensar en el fortalecimiento de la gobernanza inter y multi nivel, promoviendo redes de colaboración entre las diferentes administraciones y la participación de la sociedad civil en la toma de decisiones en momentos drásticos.

Los eventos precitados han manifestado la urgencia de superar las estrechas divisiones partidistas que caracterizan la tan vapuleada política española. Al respecto, John Stuart Mill sostuvo que es esencial que haya un amplio acuerdo sobre los principios fundamentales de la política, a fin de que la sociedad pueda funcionar de manera más eficaz y profunda. Aún así, la polarización política ha puesto palos en la rueda para alcanzar dicho consenso, obstaculizando la implementación de políticas públicas efectivas y generando una creciente desconfianza en las instituciones. Cuando suceden este tipo de tragedias, como ya vimos en el contexto del COVID-19, las disputas partidistas pueden poner en riesgo el bienestar de la ciudadanía y socavar la cohesión social. Justamente por ello, es necesario y urgente que se pueda trascender la ambición individualista de las ideologías partidistas y construir un proyecto nacional común, basado en los valores de la solidaridad, la justicia y la protección de la dignidad de todos los ciudadanos.

Si bien la reacción tardía por parte del gobierno nacional ante la crisis de Valencia ha sido repudiada en redes sociales, la respuesta inmediata se ha traducido en paquetes especiales de ayudas económicas que, por supuesto, siempre serán una buena noticia, sobre todo si se utilizan esos fondos con honestidad, seriedad y criterio. Ahora bien, la tendencia a solucionar los problemas regionales mediante la transferencia de fondos desde el centro, aunque es necesario en situaciones de emergencia, puede generar una peligrosa relación de dependencia mientras que socava la capacidad de las comunidades autónomas para gestionar sus asuntos sin el peso del “compromiso” que los paquetes conllevan tras de sí. Como advirtió oportunamente Alexis de Tocqueville en “La democracia en América”, la centralización excesiva del poder puede llevar a la pasividad de los ciudadanos y a la atrófica de las instituciones locales. Al respecto, es fundamental que se logre encontrar un equilibrio entre la solidaridad nacional y la autonomía regional, promoviendo la subsidiariedad y fortaleciendo las capacidades propias de cada comunidad para hacer frente a los desafíos que enfrentan.

No obstante lo anterior, es crucial aclarar que la defensa de la autonomía regional no implica en absoluto desentenderse de las responsabilidades y obligaciones del Estado central. La construcción del precitado equilibrio requiere de un compromiso a largo plazo por parte de ambas instancias: el Estado nacional debe garantizar la cohesión territorial, proporcionando los recursos y las herramientas necesarias para que las comunidades autónomas puedan desarrollar sus potencialidades, mientras que las comunidades deben asumir sus responsabilidades en la gestión de sus servicios públicos y la promoción del desarrollo local, respetando los principios básicos de solidaridad y equidad. En vistas de ello, se torna necesario establecer un marco de colaboración que defina claramente las competencias de cada nivel de gobierno y que permita una coordinación efectiva en la gestión de las políticas públicas.

El evento catastrófico en Valencia dejó al descubierto una serie de gallos en la gestión de la emergencia que, según indican algunos especialistas, pudieron haberse evitado. La tardanza en la activación de los protocolos de alerta, la insuficiencia de los medios de rescate y la descoordinación entre las diferentes administraciones provocaron una situación de caos y desamparo que, no quedan dudas, agravó las consecuencias del desastre. La imagen de personas atrapadas en sus vehículos y en sus viviendas durante horas y días, sin recibir ayuda inmediata, es una muestra de la fragilidad de un sistema que reveló no estar preparado para afrontar un acontecimiento de esta magnitud. Estos hechos trágicos pusieron de manifiesto la urgencia de reformar en profundidad el sistema de protección civil y de garantizar una respuesta más rápida y eficaz ante cualquier tipo de infortunio, ya sea natural o no.

Aún así, y a pesar de la ineficiencia de algunos burócratas a cargo de instituciones públicas, la catástrofe de Valencia también nos mostró la cara de la fuerza transformadora de la solidaridad ciudadana. Miles de voluntarios, provenientes de todo el país, se movilizaron espontáneamente para brindar ayuda a los afectados. Bomberos, equipos de rescate, personal sanitario y ciudadanos de a pie están trabajando incansablemente en labores de limpieza, búsqueda, rescate y asistencia. Este tipo de respuesta, desinteresada y coordinada a través de organizaciones no gubernamentales mediante redes sociales y plataformas digitales, pone de manifiesto el poder de la acción colectiva y la importancia de los vínculos comunitarios. Como afirma Arendt, la acción humana, entendida como la capacidad de los seres humanos para iniciar procesos nuevos y transformar el mundo, se manifiesta con especial intensidad en los momentos más difíciles. El amor que están poniendo los voluntarios valencianos es un claro ejemplo de cómo la acción política, en su sentido más amplio, puede surgir desde la sociedad civil, y no desde un escritorio en Madrid, para transformar positivamente la realidad.

La DANA en Valencia es un crudo recordatorio de las fragilidades de nuestro sistema democrático a nivel mundial, y de la urgencia de replantear nuestras prioridades. La desazón que produce el desastre ha puesto de manifiesto todas las limitaciones de una gestión basada en la improvisación y la falta de coordinación, así como las consecuencias de una visión cortoplacista que siempre prioriza los intereses particulares de una pequeña casta política por sobre el bien común. Es necesario, pues, realizar una profunda reflexión sobre nuestro modelo de desarrollo y sobre la relación entre el ser humano y el ambiente en el que habita. Las palabras de Edmund Burke resultan especialmente pertinentes en este contexto, cuando señala que la sociedad es una asociación entre los vivos, los muertos y los que aún no han nacido. Pues bien, amigos míos, la gestión del territorio nacional y la protección del mismo no pueden limitarse a una perspectiva mezquina y coyuntural, sino que se deben tener en cuenta las implicaciones para las generaciones futuras.

A pesar de la gravedad de la situación, la crisis valenciana también ha revelado algo maravilloso: la capacidad de resiliencia y solidaridad de la sociedad española. La respuesta espontánea y gratuita de miles de voluntarios demuestra que, ante la adversidad, los seres humanos somos capaces de superar nuestras diferencias y unirnos en torno a un objetivo común. Esta experiencia es, sin duda, un punto de partida para construir un futuro más justo y sostenible, basado en los principios de solidaridad, cooperación y respeto por la dignidad humana. Por ello, es crucial aprovechar este momento, para fortalecer las instituciones, mejorar los sistemas de prevención y respuesta ante emergencias y fomentar una cultura de la responsabilidad y la participación ciudadana antes, durante y después de que se limpie el barro. Aunque el camino sea largo y tortuoso, debemos conservar la esperanza y trabajar juntos para que, cuando la tierra lo decida, estemos mejor parados y preparados.

Lisandro Prieto Femenía
Docente – Escritor – Filósofo
San Juan – Argentina

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Derechos humanos base fundamental de la democracia

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En El Salvador antes de la llegada de Nayib Bukele como presidente las decenas diarias de asesinatos, violaciones, extorsiones, asaltos, así como las masacres, caravanas de salvadoreños viajando a pie hacia los Estados Unidos eran parte de la realidad nacional salvadoreña, a tal punto, que llegó incluso a verse como “normalidad”, mientras todos estos hechos crueles e inhumanos sucedían contra la ciudadanía salvadoreña, las ONG de derechos humanos nacionales e internacionales, incluida la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, quienes guardaron silencio cómplice, es decir, que para estos progres todo estaba bien.

Entre las mentiras propagadas por las organizaciones progres de derechos humanos están que el Plan Control Territorial y el régimen de excepción son un fracaso, que en los gobiernos de ARENA y el FMLN la población salvadoreña gozaba de seguridad y de democracia, y ahora a la población salvadoreña sufre; esta propaganda mentirosa es despreciada por los salvadoreños y a nivel internacional no tiene eco, no obstante, continúan desprestigiando al país y al gobierno, que es la forma en que se ganan el salario que les proporciona George Soros y compañía.

Como es lógico las organizaciones progres incluidas los medios de desinformación digitales minimizan y menosprecian el excelente trabajo de seguridad que realizan la Fuerza Armada y la Policía Nacional Civil, a quienes la población los considera héroes; esta situación ha sido confirmada en todas las encuestas incluidas las que han realizado la oposición, ambas instituciones que forman el equipo de seguridad gozan del respaldo de más del 90 por ciento de la población.

Las organizaciones progres de derechos humanos y medios digitales de desinformación están en contra de la presencia militar y policial en los que fueron bastiones del crimen organizado, ya no se diga de los cercos militares, obviamente, porque están en contra de la captura de los terroristas, y esa es su forma de defenderlos y protegerlos al calificar de militarización, en cambio, la población de esos antiguos santuarios de los pandilleros se sienten segura y protegida por los cuerpos de seguridad.

La oposición salvadoreña por ser minúscula carece de incidencia, y con el afán de incrementar su diminuto tamaño recurre al desprestigio del gobierno acusándolo de prácticas que realizaban en sus gobiernos de ARENA y el FMLN, y en su intento de engañar y tratar de confundir a la ciudadanía salvadoreña recurre a fuentes ficticias y a rumores.

En los gobiernos anteriores las organizaciones criminales al saber la identidad de las personas que declaraba en juicio significaban pena de muerte para el testigo, porque eran asesinadas y de esa manera eliminaban físicamente la aportación del testimonio y de pruebas, ahora los defensores de los criminales demandan conocer la identidad de los testigos, para volver a las prácticas perversas del pasado.

Las organizaciones defensoras del crimen organizado bajo los subterfugios de defensa de los derechos humanos y de la democracia protestan porque son auditados por las instituciones del Estado, claro, ahora ya no pueden blanquear o lavar dinero proveniente de la criminalidad, asimismo, tienen que declarar quienes son sus patrocinadores y el origen del financiamiento.

Las organizaciones criminales y sus ONG fachadas tienen el serio problema de que en El Salvador ahora existe un Estado de derecho democrático, con sus respectivos pesos y contrapesos formados por un Ejecutivo, Asamblea Legislativa y Judicial poderes independientes, pero que trabajan coordinadamente en beneficio del ciudadano honrado y no de los crimínales, y que obviamente son respetuosos de los derechos humanos.

 

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El hambre como herramienta de dominación

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“El mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y desapareció la injusticia, hizo otro gesto y se acabó la guerra. El político hizo un gesto y desapareció el mago”
Woody Allen

Tal vez muchos de los que estén leyendo esto no tienen la menor idea de lo que es sentir hambre, pero hambre de verdad. No se trata simplemente de la manifestación fisiológica propia del cuerpo cuando han pasado muchas horas desde la última ingesta de alimentos, sino algo peor, que remite a la desesperación que emana de la insondable fuente de injusticia en la que estamos inmersos. Hace dos mil y pico de años, en alguna montaña de Medio Oriente, Jesús de Nazaret habló de “hambre y sed de justicia”, refiriéndose a los bienaventurados que, por pasarla tan mal en este mundo, recibirán su recompensa en el paraíso. Si bien “hambre” y “sed” se utilizan allí como metáforas para expresar una necesidad urgente e inaplazable de justicia, no se refiere estrictamente al sentido legal, sino a uno más amplio que abarca la rectitud moral y ética necesaria para que dejemos de hacernos los ciegos.

Comencemos dando un breve panorama estadístico de la situación. El hambre y la inseguridad alimentaria son problemas críticos a nivel mundial, aunque es evidente que la piña se siente más fuerte en unos costados y no tanto en otros. Según los datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) expuestos en “The State of Food Security and Nutrition in the World 2022” y el Programa Mundial de Alimentos (WFP) en su reporte “Global Report on Food Crises”, aproximadamente 828 millones de personas sufrieron hambre en el año 2021, un incremento aproximado de 250 millones desde el año 2019, debido a una combinación de factores como la pandemia de COVID-19, conflictos armados y los efectos cada vez más graves del cambio climático (FAO, 2022).

Puntualmente, África sigue siendo la región más afectada, con casi una de cada cinco personas enfrentando a diario inseguridad alimentaria severa. La FAO estima que alrededor del 20% de la población en África subsahariana carece del acceso adecuado a alimentos, con un aumento de casi el 6% desde el año 2019 (FAO, 2022). En Asia, aunque hubo avances, cerca del 9% de la población sigue sin tener acceso a una alimentación adecuada. Los países del sur de Asia, especialmente la India, Pakistán y Bangladesh, enfrentan todavía altos índices de desnutrición infantil y carencias alimentarias crónicas (WFP, 2022). Por su parte, en Hispanoamérica y el Caribe, la inseguridad alimentaria se ha incrementado considerablemente en los últimos años. Se estima que más de 56 millones de personas en esta región experimentaron hambre en 2021, debido en parte a crisis económicas, desigualdades sociales y crisis políticas en países como Venezuela y Haití (FAO, 2022).

Evidentemente, el hambre es un problema multidimensional que involucra no sólo la falta de acceso a los alimentos básicos, sino también a inconvenientes de distribución, desigualdades económicas y factores preponderantemente políticos. Tampoco podemos hacernos los ciegos respecto del cambio climático, por ejemplo, que ha tenido un efecto devastador en la producción agrícola, evidenciándose en sequías interminables, inundaciones y patrones climatológicos irregulares que afectan a países con poca infraestructura para adaptarse a dichos cambios. Adicionalmente a todo lo anteriormente enumerado, tenemos que tener en cuenta que los conflictos armados en países como Siria, Yemen y Etiopía han desplazado a millones de personas, exacerbando la escasez de alimentos y elevando los índices de hambre en las comunidades implicadas.

Ahora es preciso que nos preguntemos ¿qué rol juegan los gobiernos? O mejor, ¿qué tiene que ver el hambre con la existencia de dinámicas de poder reales que propician las hambrunas? Todos sabemos que el hambre y la inseguridad alimentaria están profundamente entrelazadas con las políticas de los gobiernos, tanto de las potencias mundiales como de los mal llamados “periféricos”, puesto que juegan un papel fundamental en la perpetuación intencional del problema que hoy nos convoca.

Para que podamos comprender cómo se configura esta relación, es esencial que primero examinemos los aspectos políticos y económicos que contribuyen al genocidio mediante hambre a nivel global. En una primera instancia, tenemos que mencionar a las políticas agrícolas, que en muchos países desarrollados están diseñadas para beneficiar a grandes corporaciones mediante subsidios que favorecen la producción masiva de ciertos cultivos como el maíz y la soja. Pues bien, estos aportes económicos al precitado sector productivo suelen distorsionar los precios globales, lo que dificulta bastante a los pequeños agricultores de países en vía de desarrollo competir en el mercado. Esta práctica, junto con la liberalización de los mercados en países emergentes, ha generado que la producción local de alimentos se vuelva menos rentable, llevando a muchos agricultores a abandonar sus tierras o a cambiar sus cultivos tradicionales por monocultivos de exportación.

Este tipo de políticas no nacen de un repollo, o una col de Bruselas, ni mucho menos de una lechuga, sino más bien de instituciones concretas como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, que han impulsado a muchos países pobres a adoptar medidas de extrema austeridad y privatización. Estas políticas, que se implementan bajo la promesa de fomentar el crecimiento económico, a menudo resultan en recortes en los servicios públicos y en la reducción de inversiones específicas como agricultura, educación y salud. Evidentemente, esto afecta directamente la capacidad de estos países para asegurar el acceso a la alimentación para toda la población, puesto que el ajuste estructural que implica la apertura de los mercados a la competencia extranjera afecta negativamente a los productores locales, quienes ven cómo sus productos van siendo desplazados por importaciones mucho más “atractivas”, o sea, baratas.

Los conflictos armados también son parte del problema, sobre todo en Medio Oriente y África Subsahariana, ya que no solo causan desplazamientos masivos, sino que también destruyen infraestructuras críticas para la producción y distribución de alimentos. En lugares como Yemen, Siria y Sudán del Sur, los gobiernos y los grupos armados han utilizado el hambre como un arma de guerra, bloqueando el acceso a alimentos y agua potable como también la ayuda humanitaria, con el fin de someter a las poblaciones.

Al parecer, empobrecer y hambrear a un país, no es tan difícil como nos quieren hacer creer, puesto que muchos países en vías de desarrollo están atrapados en una telaraña que implica el ciclo de deuda externa que limita siempre su capacidad de invertir en seguridad alimentaria. La deuda, contraída a menudo con condiciones estrictas, obliga a los países a destinar una parte significativa de sus recursos al pago de los intereses de la misma, en lugar de invertir en el desarrollo sustentable o en mejorar la infraestructura educativa y agrícola. Esta dinámica perversa, tan común en estas latitudes, perpetúa la dependencia de estos países hacia las naciones más ricas, que controlan los flujos de ayudas y financiamiento, y que a menudo dictan cómo deben ser las políticas de sus socios endeudados. Otro factor crucial en este contexto es la conducta de ciertos gobernantes corruptos que, buscando beneficios personales, comprometen los recursos del país mediante la toma de préstamos que saben perfectamente que no podrán pagar. Estos líderes mediocres y delincuentes, al priorizar el porcentaje que les corresponde a ellos por endeudar su país, agravan severamente la dependencia financiera y dejan a la nación atada a pagos de deuda que ahogan por décadas a su economía, limitando la inversión en producción alimentaria y desarrollo: con esta recetas, las arcas nacionales quedan prácticamente vacías, mientras la carga de intereses de la deuda recae en sucesivas generaciones de la población, perpetuando el ciclo de pobreza y hambre.

Respecto a las desigualdades que se producen en las campañas de “ayuda” internacional, nos queda decir que si bien estas entidades buscan aliviar las crisis alimentarias en los lugares más afectados, a menudo estas contribuciones están condicionadas y responden a intereses políticos de los países donantes. Además, la asistencia no siempre llega a los más necesitados: en muchos casos, la ayuda alimentaria sirva para consolidar alianzas políticas o para influir en la economía y la política de los países receptores, teniendo efectos devastadores a largo plazo, puesto que se desincentiva la producción local y se aumenta la dependencia en lugar de resolverse las causas subyacentes del hambre.

Procedamos ahora a pensar críticamente desde la filosofía este problema tan acuciante. El hambre en el mundo no es solo un problema de falta de alimentos, es también una manifestación de la profunda inequidad estructural que caracteriza a nuestras sociedades. En su obra “Pobreza y hambrunas” (1981), Amartya Sen planteó que el hambre no es necesariamente resultado de la escasez, sino de la falta de acceso a los alimentos. Según Sen, los sistemas de derechos de propiedad y las estructuras de poder determinan quién tiene acceso a los recursos, y son estas mismas estructuras las que crean las condiciones del hambre. Generalmente, los individuos en situación de pobreza extrema carecen de derechos de propiedad suficientes para asegurar su subsistencia, lo que los convierte en víctimas de sistemas económicos y políticos que priorizan el capital por encima de la dignidad humana.

Por su parte, Thomas Pogge en su obra “Pobreza mundial y Derechos Humanos” (2008), señala que los países más ricos contribuyen a la perpetuación del hambre al imponer políticas comerciales y sistemas de deuda que explotan a las naciones más vulnerables. Para Pogge, el hambre es una forma concreta de violencia estructural, una consecuencia inevitable de un sistema global que le da prioridad a las ganancias de unos pocos sobre las necesidades de muchos. Su propuesta, en pocas palabras, es clara: para combatir el hambre, se requiere de una reforma profunda de las estructuras de poder a nivel global.

Zygmunt Bauman, en su análisis de la modernidad líquida, examinó también cómo la lógica del consumo ha transformado nuestras relaciones y valores, generando un mundo donde la solidaridad se ha convertido en una preocupación secundaria. Asimismo, Bauman describió cómo el sistema capitalista ha impulsado la mercantilización de todo, incluido el bienestar humano. En este contexto, el hambre se convierte en un problema invisible para aquellos que están en posición de privilegio, ya que la atención se centra en el consumo personal y en la situación individual de cada cual. En otras palabras, la modernidad líquida fomenta la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno, permitiendo que la inequidad siga aumentando.

Desde un punto de vista estrictamente ético, Martha Nussbaum propone en su teoría de la capacidad que todos los seres humanos deben tener la oportunidad de llevar una vida digna, lo cual incluye evidentemente el acceso a los alimentos adecuados. Concretamente, en su obra “Fronteras de la justicia” (2006), sostuvo que una sociedad justa es aquella que permite a todos sus miembros desarrollar sus capacidades básicas, entre las cuales se encuentra la alimentación y la salud (si se me permite una intrusión, yo incluiría de manera indisociable, también, a la educación de buena calidad).Nussbaum ha criticado también la falta de voluntad política para asegurar que las precitadas necesidades estén cubiertas universalmente, por lo que nos advierte que la pobreza y el hambre no solo reflejan fallas en la economía, sino también en la ética y en la política, que deben ser abordadas mediante políticas de desarrollo que garanticen el acceso masivo a los recursos básicos.

A la luz de lo expuesto anteriormente, es preciso que pensemos al hambre como una injusticia social profunda, arraigada en un sistema que permite que unos pocos tengan todo mientras que millones carecen de lo necesario para sobrevivir. Los autores que hemos citado coinciden en que la solución al hambre no se encuentra en la provisión de alimentos, sino en una reestructuración del orden social, económico, político y ético que rige nuestro mundo. Abordar el hambre exige un compromiso moral y político con la idea de equidad, intentando materializarla mediante acciones globales orientadas a la transformación de las estructuras de poder que se benefician de la exclusión y la pobreza, mientras dicen combatirlas.

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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