Opinet
El proceso de paz en Marruecos y la contribución de Centroamérica

El 30 de abril pasado, el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) enfocó nuevamente el Sáhara Occidental y el plan de autonomía presentado por el Reino de Marruecos el año 2007 -el cual ha sido calificado con anterioridad como una propuesta “seria, realista y creíble” por la comunidad internacional- de tal suerte que emitió la Resolución 2498 (2019) para prorrogar así por seis meses -hasta el 31 de octubre del presente año- el mandato de la Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum del Sáhara Occidental (MINURSO).
Esta importante Resolución ocurrió siete días después de que, en Ciudad de Guatemala, los países miembros del Sistema de la Integración Centroamericana (SICA), junto al Secretario General, Vinicio Cerezo, y la Secretaria de Estado de las Relaciones Exteriores y de la Cooperación Internacional de Marruecos, Mounia Boucetta, suscribieran un Memorando de Entendimiento que permitirá el establecimiento del Foro de Diálogo Político y de Cooperación entre los países del SICA y Marruecos.
El acuerdo permitirá mayor intercambio de información y coordinación de la cooperación marroquí con los países del SICA. “Es un momento histórico para el Sistema y estamos seguros de que este paso fortalecerá los lazos de amistad política y colaboración entre nuestros países, así como estrechar la cooperación de ambas partes en el marco del proceso de la integración centroamericana”, afirmó Cerezo.
Marruecos ha reforzado sus relaciones de amistad y cooperación con Centroamérica desde que instaló el año 2011 su primera embajada en Guatemala, la cual es concurrente ante El Salvador. El 2014, Marruecos fue admitido, por unanimidad, como Observador Extra-Regional del SICA. Un año después, las dos cámaras legislativas de Marruecos ingresaron como Observador Permanente en el Parlamento Centroamericano. Y ahora se profundiza la relación con este Memorando de Entendimiento.
Frente a esta nueva Resolución del Consejo de Seguridad de la ONU. ¿Qué hacer por nuestro socio y cooperante?
EL CONSENSO SOBRE EL PLAN DE AUTONOMÍA
Desde el lanzamiento del plan de autonomía por Marruecos, la propuesta ha ganado el consenso en la comunidad internacional, contando, lamentablemente, con la oposición del Frente Polisario y los vecinos Argelia y Mauritania.
En abril de 2018, con 12 votos a favor y 3 abstenciones, el Consejo de Seguridad llamó al Polisario a retirarse “inmediatamente” de la zona de separación en el área de Guerguerat, al sur del Sáhara Occidental. Repetidamente, el Consejo de Seguridad ha condenado los avances armados del Polisario.
Ciertamente, el Polisario ya no es la organización de los 70s, 80s, cuando impulsó el reconocimiento a una “República Árabe Saharaui Democrática”. En fecha reciente, Marruecos ha denunciado los lazos del Polisario con Irán y Hezbollah (milicia pro-iraní en El Líbano). Esta denuncia, junto con el rompimiento de relaciones diplomáticas entre Marruecos e Irán, arribó a Washington D.C. El 29/09/18, los congresistas republicanos Joe Wilson y Carlos Curbelo junto con el demócrata Gerry Connolly, presentaron un proyecto de ley que reafirma la relación entre Estados Unidos y Marruecos, condena la colusión entre el Polisario y Hezbollah, y las finalidades desestabilizadoras de Irán en el Norte de África y en otras regiones. «El Reino de Marruecos fue la primera nación en reconocer a los Estados Unidos en 1777 y sigue siendo un aliado estratégico importante y un socio por la paz en el Oriente Medio y en el Norte de África», afirmó el congresista Wilson.
El proyecto de ley califica al Polisario como “una organización terrorista financiada por Irán” al tiempo que reafirma el apoyo al plan marroquí de autonomía, calificándolo de «serio, creíble y realista» en términos de constituir «un paso adelante con el fin de satisfacer las aspiraciones de las poblaciones del Sáhara a gestionar sus propios asuntos en paz y dignidad». El texto llama al presidente Donald Trump, al Secretario de Estado, Mike Pompeo, y a la representación estadounidense en la ONU, a apoyar los esfuerzos de la ONU por un arreglo pacífico al conflicto en el Sáhara.
La propuesta marroquí desde el año 2007 no ha sido vetada dentro del Consejo de Seguridad por potencia alguna. Esta nueva Resolución del 30 de abril fue aprobada por 13 votos registrándose la abstención de Rusia (permanente) y Sudáfrica (alterno). Francia, potencia que ocupó militarmente Marruecos y el norte de África, reiteró que el plan de autonomía de Marruecos debe considerarse como base de negociación para la solución del conflicto. “Me gustaría aprovechar esta oportunidad para reafirmar que Francia considera el plan de autonomía marroquí como una base seria y creíble para las negociaciones destinadas a alcanzar una solución política definitiva a la cuestión del Sahara”, señaló la representante adjunta francesa ante la ONU, Anne Gueguen.
Por su parte, los representantes de Costa de Marfil y Guinea Ecuatorial, miembros alternos del Consejo de Seguridad, también respaldaron el plan de autonomía presentado por Rabat al que calificaron como “un esfuerzo realista, viable y creíble”. Al mismo tiempo, destacaron el imperativo de respetar la soberanía e integridad territorial de Marruecos.
La resolución del Consejo de Seguridad destaca el papel de Argelia y Mauritania como actores en el diferendo y les demanda su contribución positiva en la búsqueda de una solución en la mesa de negociaciones con Marruecos. Mauritania tiene adyacencia geográfica con Marruecos y Argelia, y consanguíneos con la población saharaui y otros grupos étnicos en el Sáhara Occidental, pero en general su papel en el conflicto ha sido de “neutralidad”, si bien en algunos momentos Mauritania ha roto comunicación con el Polisario y nunca ha permitido una representación en su capital Nuakchot.
El papel de Argelia, al contrario, ha sido crucial en el conflicto no sólo por el apoyo político y financiero del gobierno militar a la dirigencia del Polisario y que en su territorio se localizan campamentos de refugiados saharauis, sino también porque, hoy día, experimenta una transición cuyo motor son las multitudinarias manifestaciones en la calle que forzaron la dimisión de Abadelaziz Bouteflika, entronizado gobernante desde 1999 quien, a sus 82 años y gravemente enfermo, se había presentado a su quinta reelección.
Las multitudes en las calles desconfían de los militares aliados de Bouteflika que han tomado el poder, a pesar que ya se estableció el 4 de julio próximo como la fecha para elecciones presidenciales. Los manifestantes y la sociedad civil reclaman que se construyan instituciones dedicadas a una verdadera transición política, y no a la extensión del régimen autoritario sólo que sin Bouteflika. «El pueblo es más grande que la Constitución», se ha leído en las mantas y carteles de los ciudadanos. Para los manifestantes, las elecciones del 4 de julio no pueden ser libres ya que están siendo organizadas por las instituciones y personalidades heredadas de 20 años de poder de Bouteflika, marcados por comicios fraudulentos. Esta presidencial es «legal pero no legítima», sentenció Louisa Dris-Aït Hamadouche, una reconocida politóloga de la Universidad de Argel.
Cabe esperar que esta misma transición política se traduzca en un viraje positivo para las negociaciones hacia la autonomía del Sáhara Occidental. El territorio argelino, especialmente la región de Tinduf, ha sido huésped de miles de refugiados saharauis desde hace 40 años. A estas alturas, la ONU estima que alrededor del 60 % de la población saharaui refugiada es menor a los 30 años, es decir, nacieron en los campamentos. Cientos de estos jóvenes se han beneficiado de medidas de confianza supervisadas por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) desde el año 2004, entre ellas el establecimiento de vuelos comerciales entre Tinduf y el Sáhara marroquí propiciando así el reencuentro de familias separadas por el conflicto.
Organizaciones no gubernamentales africanas han condenado, los últimos años, el desvío por el Polisario, en complicidad con funcionarios de Argelia, de la ayuda humanitaria que debe llegar a los campamentos en Tinduf. Esas organizaciones insisten en la demanda, hecha también por el ACNUR, para que Argelia deje de oponerse a la identificación y censo de las poblaciones de esos campamentos a fin de cuantificar de forma realista la ayuda humanitaria que se les asigna. Han denunciado, igualmente, la malversación financiera y el desvío de alimentos y medicamentos que son vendidos en el sur de Argelia, en Mauritania y hasta en Mali.
Los refugiados en Tinduf sobreviven, en gran medida, gracias a la cooperación internacional que por momento decae debido a que debe enviar fondos para asistir a refugiados generados por otros conflictos. En las proximidades, Marruecos prosigue con la ejecución de la autonomía del Sáhara. El 2015, fueron electas, bajo supervisión internacional, autoridades regionales y municipales las cuales cuentan con un presupuesto quinquenal para el desarrollo de alrededor de US$ 8 mil millones. Estas elecciones contaron con una participación del 79% de la población. Los proyectos de desarrollo que se ejecutan están orientados a facilitar el retorno a Marruecos de los refugiados, de conformidad al Derecho Internacional.
Marruecos ha expuesto en la ONU evidencias de que en los campamentos en Tinduf la situación se agrava para los refugiados quienes, por diversos medios, han expresado su descontento ante restricciones impuestas por el Polisario que habría llegado a desplegar hasta vehículos blindados para mantener el control sobre los campamentos. Es de esperar así que florezca la primavera democrática en Argelia y ella facilite una reorientación de su política exterior en términos de su colaboración efectiva en las negociaciones para alcanzar la autonomía del Sáhara Occidental.
¿HACIA UN SOLUCION DURADERA?
Centroamérica no posee los recursos naturales de Argelia, ni por cerca. En el otro ángulo, la evolución democrática desde finales de los ochenta en Centroamérica, aún sin una plena reconciliación dentro de cada país y entre los países, nos coloca a los centroamericanos en una mejor posición institucional con todo y el déficit de desarrollo atribuido a la corrupción que cada día se combate con mayor fuerza y determinación.
La riqueza del gas natural y el petróleo se la han repartido los militares, los empresarios y los líderes políticos afines al régimen de Bouteflika. Al gasto militar se destina el 10% del PIB lo que representa la mitad de lo que gasta todo el continente, convirtiéndolo en el mayor importador de armas de África. Argelia, miembro de la OPEP desde 1969, ha caído en la incapacidad para producir su cuota por la falta de inversión en su industria petrolera. Aunque posee la décima reserva de gas natural más grande del mundo y las terceras de gas de esquisto, no capta inversión extranjera pues el Estado retiene el 51% de la propiedad de los proyectos. Por ello, las exigencias ciudadanas por democracia en el corto y largo plazos son determinantes incluso para rescatar a Argelia del desastre económico y productivo. “El mantenimiento del estatus quo ya no es viable”, explicó Dalia Ghanem, investigadora argelina del Carnegie Middle East Centre en Beirut.
Desde Centroamérica, vemos con claridad los obstáculos para la pacificación del Sáhara Occidental. No fueron en balde los conflictos armados, y la turbulencia político-militar articulada con la Guerra Fría, que padecimos por décadas. Así se plasmó en el Protocolo de Tegucigalpa de 1991: “El SICA tiene como objetivo fundamental la realización de la integración de Centroamérica, para constituirla como Región de Paz, Libertad, Democracia y Desarrollo” (Art. 3).
El SICA debe respaldar como bloque de ocho naciones la Resolución del Consejo de Seguridad del 30 de abril en todos sus puntos, no sólo por ser Marruecos nuestro socio sino también por la paz en África y el mundo. Debe el SICA sumarse al respaldo internacional para el plan de autonomía presentado responsablemente por Marruecos desde el 2007 y llamar al Polisario a una rectificación histórica por la población saharaui que dice aún representar, igualmente a Argelia confiando que arribe a ese país “la primavera democrática”.
Aquí tiene un tema relevante de política exterior el nuevo Gobierno de El Salvador 2019-2024, en varias vías. El presidente Nayib Bukele, quien asumirá la presidencia semestral del SICA a finales de junio próximo, desde la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno, puede invitar a sus homólogos a brindar el respaldo político y diplomático a la Resolución del Consejo de Seguridad, respaldo que contribuiría a robustecer el nuevo nivel de diálogo y cooperación con Marruecos tras la firma del Memorando de Entendimiento. Por otra parte, en la Asamblea General de la ONU, el Gobierno de El Salvador puede expresar este apoyo en nombre del SICA, potestad que le brinda dicha presidencia pro témpore pues a una voz elevaría una posición común regional en el foro planetario.
Finalmente, a título nacional, pues constitucionalmente dirige las relaciones exteriores, el presidente Bukele puede declarar su respaldo a la Resolución. El fortalecimiento de la relación bilateral El Salvador-Marruecos es importante por igual, en aras de facilitar las inversiones desde Marruecos en ámbitos comunes como el turismo, la migración y la lucha contra el cambio climático en los que Marruecos es líder internacional. Una visita oficial a Rabat dinamizaría, sin duda, la relación bilateral.
Ciertamente, la causa de la paz de Marruecos y el Sáhara Occidental es a la vez causa para la paz del planeta -en el marco de las Naciones Unidas- así como la paz, la seguridad, la democracia y el desarrollo siguen constituyendo motivo de cooperación y solidaridad de la comunidad internacional con Centroamérica.

Artículo de Opinión: Doctor Napoleón Campos.
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La urna en disputa: cuando votar no implica cambio alguno

Por: Lisandro Prieto Femenía
«Una de las penas por rehusarse a participar en política es que terminarás siendo gobernado por tus inferiores.»
Platón, La República, Libro I
Hoy quiero invitarlos a reflexionar en torno a un fenómeno recurrente en las democracias occidentales, a saber, la ilusión de una política decadente que ha logrado con éxito que ningún voto rompa ninguna cadena. La creencia inquebrantable en el sufragio como catalizar de un cambio profundo define una de las grandes ficciones perversas de nuestro tiempo. En los gobiernos no dictatoriales, millones de ciudadanos acuden a las urnas con la esperanza de que su voto, individual o colectivo, transforme las estructuras de poder y mejore sus vidas. Sin embargo, un examen crítico de las últimas décadas revela una realidad desoladora: los problemas estructurales persisten y, en muchos casos, se agudizan, independientemente de quién sea el degenerado de turno al que le toque asumir el poder. Esta desconexión entre la expectativa democrática y la realidad política nos invita a una profunda crítica filosófica sobre la naturaleza de nuestra participación cívica y la verdadera capacidad de incidencia del voto en un sistema que, lejos de evolucionar, parece haberse instalado en una decadencia persistente y cada vez más putrefacta.
Tengamos en cuenta que el acto de votar se ha consolidado como un ritual sagrado, una catarsis colectiva que valida la legitimidad de un sistema. Desde la niñez, se nos inculca que la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, y que nuestra participación electoral es la máxima expresión de soberanía. Pues bien, amigos míos, esa narrativa oculta una trampa fundamental: la reducción de la política a la mera gestión administrativa y la perpetuación de un statu quo que beneficia única y exclusivamente a las élites.
Ya en la antigüedad, Platón nos advertía sobre las consecuencias de la apatía política. En su célebre obra La República, si bien criticaba a la democracia ateniense por sus excesos y su susceptibilidad a la demagogia, también subrayaba la responsabilidad de los ciudadanos. A él se le atribuye la sentencia que versa: “Una de las penas por rehusarse a participar en política es que terminarás siendo gobernado por tus inferiores” (Platón, La República, Libro I, 347c). La ausencia de ciudadanos virtuosos en la vida pública, para Platón, abre la puerta al ascenso de aquellos menos capacitados o éticos, nada más cercano a lo que podemos observar en la actualidad, donde nos encontramos con bestias analfabetas y bruscas ocupando ministerios, secretarías y, en más de una ocasión, gobernaciones e incluso presidencias de la Nación.
Por su parte, Sheldon Wolin en su obra fundamental Democracy Incorporated (2008), argumenta que la democracia moderna ha evolucionado hacia un “totalitarismo invertido”. A diferencia de los totalitarismos clásicos basados en la movilización masiva y la represión abierta, el totalitarismo invertido opera a través de la despolitización de la ciudadanía y la integración del poder corporativo en el Estado. En sus palabras, también sostiene que “las grandes empresas dominan el Estado y moldean la política en interés propio, mientras que la participación pública se limita a ritos electorales cuidadosamente coreografiados» (Wolin, S., 2008, p. 25). En este escenario, el acto de votar se convierte en una distracción, una coartada para la inacción y la resignación frente a los problemas fundamentales, desviando la atención de las verdaderas palancas del poder. Así, la apatía que Platón lamentaba se ha transformado en una política educativa de despolitización estructural cuyo único objetivo es mantener al ciudadano entretenido pero políticamente inactivo.
La alternancia entre partidos políticos de distintas ideologías ha sido una constante en el panorama político occidental, muy valorada por los medios masivos de comunicación. Ahora bien, los problemas estructurales que aquejan a nuestras sociedades, como la creciente desigualdad económica, la atroz precarización laboral, el abandono de los sistemas públicos de salud y educación y la corrupción endémica, persisten y se intensifican, con la total anuencia de los gobiernos de turno.
Al respecto, en su obra Deshaciendo el demos: La revolución silenciosa del neoliberalismo (2015), Wendy Brown analiza cómo el neoliberalismo ha desmantelado la noción misma de ciudadanía democrática, transformándola en una figura de “consumidor” o “capital humano”. La democracia, bajo esta lógica, se mercantiliza y se subordina a los imperativos económicos de un puñado de empresas y de funcionarios corruptos que no trabajan para usted, querido lector, sino para ellos mismos. Brown incluso afirma que “la razón neoliberal no es la forma de racionalidad económica entre otras, sino una forma de racionalidad totalitaria (Brown, W., 2015, p. 17), indicando con ello que, al pervertir los valores democráticos y reducir la vida a una lógica de mercado, se anula la capacidad de los ciudadanos para incidir en las políticas públicas de manera significativa. Las promesas de campaña se diluyen en la vorágine de intereses corporativos y financieros que operan por encima de cualquier voluntad popular expresada en las urnas. Asimismo, la despolitización inherente a esta lógica no sólo perpetúa las desigualdades, sino que socava la soberanía popular y la capacidad de los gobiernos para actuar en favor del bien común.
Complementariamente, bien sabemos que la desilusión política no es un fenómeno reciente. La burocratización creciente de los Estados modernos, por ejemplos, ya era una preocupación central para Max Weber quien, en su ensayo titulado La política como vocación (1919) describe la política moderna como un campo dominado por la burocracia, donde los partidos políticos se transforman en “máquinas” gestionadas por profesionales. Esta racionalización y especialización de la política terminó conduciendo a una pérdida de la pasión y el propósito original del bien común. En torno a esto, el mismo Weber nos advierte sobre la naturaleza coercitiva y despersonalizada de las estructuras de poder, señalando que “la burocracia es la forma más racional y eficiente de dominación, pero también una ‘jaula de hierro’ donde el individuo queda atrapado en una rutina racionalizada y deshumanizada” (Weber, M. ,1919, Escritos políticos, p. 86). Estas advertencias de Weber, junto a los análisis proporcionados por la Escuela de Frankfurt sobre la industria cultural y la manipulación de las masas, han alertado sobre los peligros de una democracia desprovista de sustancia, tal como hoy la podemos vivenciar.
Sin embargo, la particularidad de la decadencia política actual reside en la sofisticación de la ilusión. La posibilidad de “cambiar” cada cierto tiempo, a través del voto, ofrece una válvula de escape para la frustración social, evitando así rupturas más profundas con el sistema. Se promete un futuro mejor, se señalan chivos expiatorios y se manipulan las esperanzas de la ciudadanía, solo para que, una vez en el poder, los nuevos “salvadores” sigan el guión preestablecido por las fuerzas económicas y mediáticas que realmente ostentan el poder. Esta dinámica convierte las elecciones en un mero espectáculo, un circo que distrae a la ciudadanía de las agendas impuestas por los verdaderos portadores del poder.
Consecuentemente, la persistente creencia de que el voto es el instrumento supremo para un cambio genuino, a pesar de la evidencia abrumadora de lo contrario, nos sumerge en un ciclo perpetuo de esperanza y desilusión. La alternancia de gobierno no ha logrado desmantelar las estructuras de poder que consolidan la desigualdad, precarizan la vida y ponen en jaque el futuro de la gran mayoría de los habitantes de este planeta. La política decadente no es sólo una simple disfunción, sino una ilusión cuidadosamente construida que nos mantiene cautivos en un juego predeterminado que nos separa mediante grietas ficticias que sólo le sirve a la demagógica para mantener sus negocios, por izquierda y por derecha por igual.
En este panorama, la pregunta fundamental ya no es “a quién votar”, sino ¿cómo podemos desmantelar las estructuras que perpetúan esta ilusión y recuperar la política como un espacio de verdadera transformación? Si el voto, tal como se lo concibe hoy, no es la herramienta para romper las cadenas, ¿qué formas de acción cívica y comunitaria debemos construir para resistir la mercantilización de la vida y la despolitización de la ciudadanía?
Además, frente a la desilusión y la apatía, urge la siguiente reflexión: ¿Será que la decadencia política se alimenta de la retirada de las mentes más sensatas y éticas de la arena pública? Si, como intuía el gran Platón, la ausencia de los mejores en la política condena a la sociedad a ser gobernada por los peores, entonces, ¿cuál es nuestra responsabilidad individual y social para incentivar la participación de aquellos ciudadanos con vocación de servicio, visión crítica y compromiso genuino con el bien común? ¿Estamos dispuestos a ir más allá de la urna, a enfrentar la incomodidad de la acción directa y la construcción de alternativas por fuera de los circuitos de poder establecidos, o seguiremos atrapados en el ciclo de la ilusión y la inacción? El despertar de esta ficción exige no sólo una crítica aguda, sino también una profunda revalorización de la política como esfera de acción transformadora, impulsada por la participación consciente y sensata de todos, sí, todos, porque mientras uno cede a la desidia, los delincuentes acceden al poder.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
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Cuando la tibieza eclesiástica es funcional al genocidio

Por: Lisandro Prieto Femenía
“La Iglesia no es de este mundo, pero está en este mundo para transformarlo” Jaques Maritain, Humanismo Integral, 1936, p. 250
Cuando hace apenas unos días exploramos la ficticia posibilidad de una “potente interposición sacra” por parte del Sumo Pontífice León XVI en la zona del conflicto bélico, nos adentramos en el reino de lo trascendente, en la esperanza de que lo divino pudiera manifestarse con fuerza transformadora en el curso de los eventos humanos. Hoy, esta noble aspiración se estrella contra la brutal realidad de Gaza. El bombardeo de la única iglesia católica, la Iglesia de la Sagrada Familia, que ofrecía refugio a inocentes- cristianos y musulmanes por igual-, no es meramente un acto de violencia bélica sino que se trata de una afrenta directa al corazón de la fe, una herida abierta al cuerpo místico de la Iglesia y un desafío a la misma noción de interposición política por parte de la actual cúpula del Vaticano.
El testimonio lacerante del sacerdote argentino Gabriel Romanelli, sobreviviente de este ataque infame, nos arrastra a la médula de la inhumanidad. Su relato de la metralla irrumpiendo en un santuario, las muertes de ancianas y el sufrimiento de los heridos, no sólo expone la crueldad de la guerra, sino que obliga a cuestionar la presencia misma de Dios en medio de semejante calvario. “¿Por qué el mal?”, se preguntó en su momento San Agustín en su búsqueda por comprender la malicia en un mundo creado por un Dios bueno y afirmando que el mal no tiene una existencia sustantiva propia, sino que es una privación del bien, una ausencia. Sin embargo, en Gaza, esta “privación” se manifiesta con una materialidad devastadora, revelando una abismal carencia de humanidad y de toda forma de bien. Las acciones del Estado de Israel, lejos de estar enfocadas en un conflicto puntualizado, se han expandido hacia una violencia indiscriminada que golpea a la población civil, incluyendo a la comunidad cristiana, la cual, lejos de ser un “enemigo”, es un eslabón vital de la presencia milenaria de la fe en Tierra Santa.
Ante esta calamidad impune, la respuesta de las jerarquías eclesiásticas se convierte en un foco de dolorosa reflexión. Concretamente, la tibieza del Cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado del Vaticano, es dolorosamente palpable. Sus declaraciones, que describen la situación como “insostenible” y una “guerra sin límites”, aunque correctas en su diagnóstico, carecen de la indignación moral y la contundencia profética que la ocasión exige. Abogar por “aclaraciones” y condicionar una mediación de “ambas partes” en medio de un genocidio en ciernes, puede interpretarse como una claudicación ante la realpolitik que ignora el imperativo evangélico. En este punto, traemos la reflexión de Jacques Maritain, quien, al hablar de la acción cristiana en el mundo, insistía en que la Iglesia no podía ser ajena a las cuestiones temporales, sino que debía actuar como fermento de la justicia. La “interposición sacra”, en este contexto, demanda una voz que no sólo pronuncie una tenue lamentación, sino que condene y actúe.
Aún más inquietante resulta la percibida confusa postura del Papa León XIV. Si bien un gesto pastoral como el intento de contacto con el padre Romanelli es un bálsamo, la ausencia de una denuncia explícita, directa y enérgica por parte del Sumo Pontífice ante un ataque tan flagrante al catolicismo y a la vida de sus fieles en la cuna de la cristiandad, es motivo de profunda perplejidad. En momentos de persecución y masacre, la historia de la Iglesia ha visto a los Pontífices levantar su voz sin temor. La teología moral católica ha desarrollado el concepto de la “guerra justa”, la cual impone severas restricciones. Puntualmente, Santo Tomás de Aquino, siguiendo a San Agustín, estableció criterios como la causa justa, la autoridad legítima y la recta intención. Evidentemente, el bombardeo caprichoso y matón de una iglesia que alberga civiles desarmados no cumple con ninguno de estos principios, siendo un acto de barbarie incompatible con cualquier noción de justicia. En este contexto, la “interposición sacra” debería ser una fuerza moral que se alce con la misma vehemencia con la que Cristo expulsó a los mercaderes del templo, una fuerza que no tolere el asesinato de inocente ni la destrucción de lo sagrado.
Por su parte, el comportamiento del Estado de Israel en el conflicto actual, que se despliega con una postura avasallante, exige una denuncia que entrelace las dimensiones política, filosófica y teológica sin concesiones. Desde una perspectiva política y jurídica, la conducta de Israel en Gaza representa una flagrante violación de las normas básicas del derecho internacional humanitario y de los crímenes de guerra. La Convención de Ginebra IV (1949), en su artículo 18, establece claramente la protección de hospitales y lugares de culto al indicar que “los hospitales civiles no podrán en ningún caso ser objeto de ataque. Los lugares de culto y los establecimientos destinados exclusivamente a fines de caridad, ciencia o artes, los monumentos históricos y las obras de arte, no serán objeto de ataque”. Pues bien, el bombardeo de la Iglesia de la Sagrada Familia, que albergaba a cientos de civiles desplazados, no es más que una contravención directa al precitado principio.
Más allá de este incidente específico, la magnitud de la destrucción en Gaza, la estrategia de “castigo colectivo” mediante el bloqueo y la limitación de recursos esenciales, y el altísimo número de víctimas civiles- incluidos niños, mujeres y ancianos-, evocan las definiciones de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad tipificadas en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (1998), que criminaliza la “dirigida intencionalmente ataques contra edificios dedicados a la religión, la educación, el arte, la ciencia o con fines de beneficencia, o monumentos históricos, a condición de que no sean objetivos militares” (Artículo 8.2. b. ix). La persistencia de estas acciones, a pesar de las condenas internacionales y las advertencias de organismos como la ONU, revela una política bravucona que se posiciona por encima de la legalidad global, socavando el sistema de justicia internacional y estableciendo un peligroso antecedente de impunidad.
Desde un punto de vista filosófico, esta conducta expone un colapso de la moralidad universal. La razón práctica kantiana postula el imperativo categórico, que exige actuar de modo que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley universal. Un Estado que arrasa con cientos de miles de civiles inocentes, destruye infraestructura vital y bombardea lugares de culto, no puede esperar que su conducta sea universalizable sin sumir al mundo en la anarquía y en la barbarie. Pensadores de la ética de guerra como Michael Walzer, en su obra “Guerras justas e injustas” (1977), establecen límites estrictos a la conducción de la guerra (jus in bello). La distinción entre combatientes y no combatientes es fundamental, y el principio de la “inmunidad de los no combatientes” es la piedra angular de cualquier moralidad bélica. Puntualmente, Walzer afirma que “es una regla que los no combatientes no deben ser atacados intencionalmente” (Walzer, Guerras justas e injustas, 1977, p. 147). Así, el patrón de la destrucción en Gaza, con miles de muertes civiles, sugiere que esta inmunidad ha sido sistemáticamente ignorada, cuando no directamente atacada. La justificación de tales acciones bajo la retórica de la “seguridad” o la “legítima defensa” se desmorona ante la desproporción y el carácter indiscriminado del uso de la fuerza letal. La lógica que subyace a estas acciones parece ser una de aniquilación, donde la vida del “otro” es desvalorizada completamente y el imperativo moral de proteger al inocente es relegado a una conveniencia táctica.
Desde una perspectiva teológica, la postura del Estado de Israel, al arrasar con civiles y sitios sagrados, representa una profunda profanación de la creación y una afrenta directa a la imagen de Dios en el ser humano. Para las tres religiones abrahámicas, la vida humana es sagrada, un don de Dios. El Antiguo Testamento, la base de la fe judía, contiene mandatos explícitos contra el asesinato de inocentes (Éxodo 20:13: «No matarás»). El principio de Pikuach Nefesh en el judaísmo, que valora la vida por encima de casi todas las demás leyes, es traicionado cuando las acciones militares resultan en la masacre indiscriminada. La destrucción de lugares de culto, como la Iglesia de la Sagrada Familia, no es solo un daño material, sino un claro acto de desacralización. Estos espacios son considerados morada de lo divino, puntos de encuentro entre el cielo y la tierra.
La teología cristiana, en particular, ve a cada persona como imagen y semejanza de Dios (Imago Dei). Atacar al inocente es atacar al propio Dios. Al respecto, el Cardenal Carlo Maria Martini, jesuita y erudito bíblico, en sus reflexiones sobre la paz, a menudo enfatizaba que “la paz no es sólo la ausencia de guerra, sino la obra de la justicia” (Martini, Conversaciones nocturnas en Jerusalén, 2008). Las acciones en Gaza, al estar desprovistas de justicia y caridad, no solo impiden la paz, sino que generan una espiral de odio que niega cualquier posibilidad de redención o reconciliación en el futuro. La promesa de la Tierra Santa como lugar de bendición se convierte, por la acción humana, en un valle de lágrimas y una blasfemia contra la misma voluntad divina.
La paz, en este panorama desolador, no puede ser un mero deseo piadoso. Debe ser una demanda vehemente, basada en la justicia y en la protección incondicional de la dignidad de cada ser humano. La “interposición sacra” que en mi artículo anterior imaginaba no puede ser un concepto pasivo o etéreo, sino que debe encarnarse en la voz de aquellos que tienen la autoridad moral para denunciar la iniquidad, en la acción valiente de quienes extienden su mano a los sufrientes, y en la conciencia colectiva que se niega a la indiferencia banal y cómplice del mal. Sólo así, levantando nuestra voz contra la barbarie y exigiendo responsabilidad a quienes la perpetraron, podremos aspirar a que la paz no sea un sueño distante, sino una realidad palpable para los habitantes de Gaza y para todos aquellos que sufren bajo el yugo de la injusticia y la violencia.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Irán e Israel: ¿hay lugar para el perdón?

Por: Lisandro Prieto Femenía
«El único camino para escapar de esta irrevocabilidad de la acción y la irreversibilidad de todo lo que sucede es la facultad de perdonar” Hannah Arendt, La condición humana, 2005, p 287.
Es sabido que la capacidad de perdonar, y de ser perdonado, se ha erigido a lo largo de la historia como una de las virtudes humanas más complejas y, a menudo, más esquivas. Antes de que la filosofía moderna se adentrara en sus profundidades, las tradiciones religiosas ya habían establecido el perdón como un pilar fundamental de la ética y la coexistencia. En la concepción judeocristiana, el perdón no es meramente una opción, sino un imperativo que conecta lo divino con lo humano de manera inexorable, nos guste o no.
Puntualmente, en el judaísmo, la teshuvá (el arrepentimiento y el retorno) es un proceso activo que culmina en la búsqueda del perdón, tanto de Dios como de la persona agraviada. El Yom Kipur (“Día de la Expiación”), es la expresión cúlmine de esta búsqueda personal y colectiva de reconciliación. Por su parte, el cristianismo eleva el perdón a la piedra angular de su mensaje: la figura de Jesús de Nazaret enfatiza no sólo la gracia divina del perdón, sino también el mandato ineludible de perdonar al prójimo, incluso a quienes nos han infligido un daño profundo. La oración del Padre Nuestro, en su súplica “perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, encapsula esta interdependencia existencial. Pues bien, en estas tradiciones el perdón es visto como un acto de liberación del rencor y una vía para la restauración de la comunidad y del individuo con lo trascendente.
Ahora bien, más allá del precitado significado teológico, el perdón posee una densidad filosófica que Hannah Arendt explora con particular agudeza, muy pertinente para nuestro contexto actual en el cual el perdón ya no es solamente una cuestión moral o religiosa, sino una facultad para la supervivencia de la acción humana y la posibilidad de un futuro. Recordemos que en su obra seminal titulada “La condición humana” (1958), analiza la condición humana a través de las categorías de labor, trabajo y acción.
Es en el ámbito de la acción donde el perdón adquiere su relevancia más critica, en tanto que es, para Arendt, la facultad específicamente humana de iniciar algo nuevo, de irrumpir en el mundo con lo inesperado. Sin embargo, esta misma cualidad de la acción- su imprevisibilidad y su irreversibilidad- la convierte en algo inherentemente peligroso. Una vez que actuamos, no podemos “deshacer” lo hecho, y las consecuencias de nuestras acciones se propagan de manera incontrolable, creando una red de relaciones y obligaciones que pueden atraparnos.
En sus palabras, Arendt afirma con contundencia que “la incapacidad para perdonar es en realidad la incapacidad para deshacer lo que ha sido hecho, y de este modo, sin importar lo que el resultado pueda ser, la incapacidad para liberarse de sus consecuencias” (La condición humana, 2005, p. 287). Aquí radica la importancia cardinal del perdón: es la única “llave” capaz de desbloquear las consecuencias ineludibles de la acción. Si no hubiera perdón, la acción humana estaría condenada a una especie de fatalismo, donde cada acto, por más pequeño que fuera, generaría una cadena interminable de retribuciones y resentimiento, impidiendo cualquier nuevo comienzo.
La venganza, consecuentemente, nos mantiene atados al pasado, perpetuando así el ciclo de la ofensa y la represalia. Como señala Arendt, “el único camino para escapar de esta irrevocabilidad de la acción y la irreversibilidad de todo lo que sucede es la facultad de perdonar” (La condición humana, 2005, p. 287). Desde esta perspectiva, entonces, el perdón no borra el evento, pero sí libera al actor y al ofendido de las consecuencias punitivas e interminables que dicho evento podría generar.
Junto con la facultad de perdonar, nuestra autora introduce la de “prometer” como los dos grandes “liberadores” que hacen posible la vida humana en común. Mientras el perdón lidia con el pasado irreversible, la promesa se ocupa del futuro impredecible. Ambos son esenciales para mantener la “red de las relaciones humanas” y permitir que la acción política y social continúe. Conforme a su propuesta interpretativa, Arendt indica que “el perdón sirve para deshacer lo hecho, y la promesa sirve para atar al actor en la imprevisibilidad del futuro” (La condición humana, 2005, p. 289). Ambos mecanismos permiten a los seres humanos ejercer su libertad y su capacidad de iniciar, sin ser aplastados por la carga del pasado o la incertidumbre del futuro. El perdón es, en este sentido, un acto de libertad recíproca: libera al que perdona del resentimiento y al perdonado de la culpa y de las consecuencias vengativas.
Aunque Arendt primariamente sitúa el perdón en la esfera de las relaciones interpersonales, su relevancia se extiende a la esfera política, especialmente tras los horrores del totalitarismo. En su obra “Eichmann en Jerusalén” (1963), reflexiona sobre la naturaleza de la culpa y la responsabilidad en crímenes masivos de lesa humanidad y, si bien el libro no se centra en una teoría del perdón, sí plantea indirectamente sus límites y posibilidades. La “banalidad del mal” de Eichmann no exige la necesidad de juicio y justicia, pero sí plantea interrogantes sobre la naturaleza del arrepentimiento y la capacidad de perdón ante faltas de tal magnitud.
En definitiva, para nuestra autora el perdón siempre es un acto personal, dirigido a una persona específica por una ofensa concreta. Esto genera una tensión cuando se trata de crímenes masivos o sistemas de opresión, abriendo la puerta a la pregunta: ¿Puede una sociedad “perdonar” crímenes que afectan a la humanidad en su conjunto? Arendt parece sugerir que el perdón político, en el sentido de una amnistía que borra la memoria y la justicia, es peligroso. La justicia debe administrarse para restaurar el orden legal y moral, pero la posibilidad de la reconciliación y de la reanudación de la vida política entre los afectados, una vez que la justicia ha sido servida, sí demanda una forma de liberación del ciclo de la venganza.
No es casual que justamente hoy traigamos este asunto a la discusión, porque las reflexiones de Arendt sobre la irreversibilidad de la acción y la necesidad del perdón y la promesa para la continuidad de la vida humana adquieren un sentido particular en escenarios de conflicto prolongado, donde el peso del pasado parece dictar las reglas al futuro. La compleja y volátil relación entre Israel e Irán, con sus raíces históricas, ideológicas y geopolíticas, ofrece un campo de estudio paradigmático para examinar la ausencia de estas facultades arendtianas y sus devastadoras consecuencias.
En este conflicto, la memoria de ofensas pasadas y la percepción de amenazas existenciales mutuas parecen imposibilitar el acto de “deshacer lo hecho” a través del perdón. Desde la perspectiva iraní, se percibe una injerencia histórica y una amenaza constante a su soberanía y seguridad, a menudo anclada en eventos que datan de décadas, incluso siglos (y de ayer a la noche también). Desde la perspectiva israelí, la retórica agresiva de Irán, su programa nuclear y el apoyo a grupos militantes en la región son vistos como amenazas existenciales directas, ecos de persecuciones históricas y la necesidad de autodefensa.
Arendt nos recordaría que la venganza, en lugar de liberar, nos encadena, porque “la venganza, que es la reacción más natural, sólo sirve para atar al ofensor a la ofensa, y al ofendido a la venganza misma” (La condición humana, 2005, p. 288). En el caso de Israel e Irán, se observa con claridad una escalada de acciones y reacciones que, lejos de resolver el conflicto, lo perpetúan y profundizan. Cada ataque, cada sanción, cada declaración beligerante, se convierte en un nuevo eslabón en una cadena de eventos irreversibles que consolidan el resentimiento y la desconfianza mutua.
La “promesa”, como facultad de iniciar algo nuevo y de forjar un futuro compartido, se ve igualmente anulada. La incapacidad de ambas partes para proyectar un futuro que no sea una simple continuación o escalada de sus antagonismos presentes, demuestra la parálisis que la ausencia de perdón genera. No hay espacio para la creación de “islas de predictibilidad” a través de acuerdos o lazos de confianza, pues el peso de las acciones pasadas y presentes y la anticipación del daño futuro impiden la articulación de cualquier esbozo de promesa genuina de coexistencia: a la luz de los acontecimientos, ambos están decididos a borrar del mapa al otro.
La dificultad se agrava porque, como Arendt observó en “Eichmann en Jerusalén”, el perdón en el ámbito político colectivo es intrínsecamente problemático. No se trata sólo de la ofensa de un individuo a otro, sino de percepciones de daño existencial entre entidades políticas y culturales, o sea, naciones completas. ¿Quién perdona y quién es perdonado en un conflicto donde la narrativa histórica y la identidad nacional están profundamente entrelazadas con el agravio? La justicia, que Arendt defendía como necesaria antes de cualquier reconciliación, a menudo es interpretada de forma radicalmente opuesta por cada bando, impidiendo cualquier terreno común para encarar el proceso de “deshacer lo hecho”.
Así, la reflexión nos invita a ver el conflicto entre Israel e irán no sólo como un choque de intereses geopolíticos, sino como un trágico ejemplo de cómo la negación o la imposibilidad de aplicar las facultades humanas del perdón y la promesa, conducen a una espiral de irreversibilidad que amenaza con devorar cualquier posibilidad de un nuevo comienzo y de una acción verdaderamente liberadora.
Si bien Arendt enfatizó sobre la funcionalidad del perdón para la acción y la liberación, otros pensadores han explorado su naturaleza paradójica. Jacques Derrida, por ejemplo, en obras como “Del perdón” (2000), lleva el análisis a una aporía fundamental, en tanto que para él el perdón “puro” o “incondicional” es el perdón de lo imperdonable, de aquello que por su magnitud o su naturaleza parece exceder cualquier posibilidad de expiación o reparación: «El perdón, si lo hay, debe perdonar lo imperdonable.» (Derrida, J. Sobre el Cosmopolitismo y el Perdón, 2005, p. 57).
Esta noción derridiana del perdón como un acto que trasciende la razón instrumental y el cálculo de la culpa, se complementa con la visión arendtiana. Mientras que ella se enfoca en cómo el perdón permite la continuidad de la acción y la vida pública, Derrida se adentra en la ética radical del perdón que desafía los límites de lo concebible. Juntos, nos obligan a considerar que la importancia del perdón no solo reside en su utilidad para la vida práctica, sino también en su capacidad de trascender el mero cálculo de la justicia y la retribución, abriendo la puerta a lo verdaderamente nuevo y liberador.
Tras haber explorado el perdón desde sus raíces teológicas hasta algunas elaboraciones filosóficas, destacando el papel de facultad liberadora de la irreversibilidad de la acción, hemos visto cómo, junto con la promesa, también es la herramienta que permite a la humanidad iniciar nuevos comienzos y construir un futuro no predeterminado por el peso de lo ya acontecido. La ausencia de estas facultades, como ejemplifica la persistente tensión entre Israel e Irán, condena a las sociedades a una espiral de resentimiento y reactividad, donde el pasado se niega a ceder su tiranía sobre el presente y el futuro.
Pero la reflexión no termina aquí. ¿Es el perdón siempre posible, o incluso deseable? ¿Existen actos tan atroces que desafíen cualquier noción de misericordia, no solo desde la perspectiva de la víctima, sino desde la de la propia humanidad? Si el perdón, como sostiene Derrida, debe perdonar lo imperdonable para ser “puro”, ¿significa esto que en la esfera de lo político y lo colectivo, donde las heridas son profundas y a menudo generacionales, el perdón es una aspiración utópica o una peligrosa amnistía que disuelve la memoria y la justicia?
La verdadera importancia del perdón, quizá, no reside en su simple aplicación, sino en el incesante desafío filosófico que nos plantea. Nos obliga a confrontar los límites de nuestra capacidad para trascender el daño, la venganza y el miedo. Nos fuerza a preguntarnos si la renuncia al resentimiento es un acto de debilidad o, por el contrario, la manifestación más radical de la libertad humana y política. En un mundo donde la irreversibilidad de la acción se siente cada vez más abrumadora, la cuestión del perdón nos empuja a considerar si, a pesar de todo, aún podemos imaginar y construir un futuro donde la capacidad de empezar de nuevo, de perdonar y prometer, prevalezca sobre el peso implacable de lo que ha sido. Cierro: ¿estamos, como especie, a la altura de este desafío?.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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