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León XIV ante un mundo en guerra
Por: Lisandro Prieto Femenía
«¡Cristo no cesa de llamar, no cesa de indicar el camino hacia aquellos ‘altos ideales’ de los que hablaba el poeta! ¡No cesa de pedir un testimonio de la conciencia, de la vida! ¡Pide ‘hombres de espíritu’, pide ‘corazones puros’! ¡Pide hombres que sean hermanos, que sepan construir sobre la tierra ‘puentes’ y no ‘muros’!»
Juan Pablo II. (1979). Discurso a los jóvenes en el estadio de Cracovia.
La ascensión de León XIV al trono de Pedro acontece en un momento histórico marcado por la persistente sombra de la guerra. Los conflictos en Ucrania, con su estela de destrucción y desplazamiento, y la desgarradora situación en Gaza, crisol de tensiones ancestrales y reciente devastación, claman por una intervención que trascienda la mera condena en un mensaje misal. Ante este panorama desolador, los católicos nos preguntamos con apremio: ¿qué posibilidades reales ostenta el nuevo pontífice para erigirse como un agente efectivo de paz en estos escenarios de profunda fractura?
Para abordar esta cuestión con la seriedad que amerita, es imprescindible que recurramos a voces medianamente autorizadas que han dedicado su vida a la reflexión del intrincado vínculo entre la fe, la ética y la política internacional. Hans Küng, con su visión ecuménica y su llamado a una “ética global”, nos recuerda que la paz duradera entre las naciones se cimienta en la paz entre las religiones, un diálogo sincero que desentrañe los fundamentos de cada credo para construir puentes de entendimiento mutuo. En este sentido, la figura del Papa, investido de una autoridad moral que resuena más allá de las fronteras confesionales, podría erigirse en un catalizador de encuentros interreligiosos de alto nivel, siguiendo la senda trazada por sus predecesores. En su “Proyecto de una ética mundial”, Küng afirmó que “no habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones. No habrá diálogo entre las religiones sin investigación de los fundamentos de cada una de ellas” (Küng, H., 1991, p.21). Pues bien, esta convocatoria a líderes ortodoxos rusos y representantes del mundo islámico para explorar vías de diálogo sobre la sacralidad de la vida y la urgencia de la justicia podría sembrar semillas de esperanza en terrenos áridos por la desconfianza, la violencia innecesaria y el resentimiento.
Sin embargo, tampoco podemos obviar las limitaciones inherentes al poder terrenal de la Santa Sede. Como lúcidamente señala George Weigel en “La revolución católica” (2005), la Iglesia no dispone de ejércitos ni de la capacidad coercitiva de los Estados-Nación. Su influencia radica en la persuasión moral e intelectual, cuya eficacia depende, en última instancia, de la voluntad de otros actores para escuchar y responder. En los conflictos que nos ocupan, los intereses geopolíticos en pugna, las narrativas históricas profundamente arraigadas y la escalada de la violencia dificultan de sobremanera cualquier tipo de mediación externa. La intervención papal, por elocuente y bienintencionada que sea, corre el riesgo de ser percibida como un actor más en un tablero de ajedrez donde las piezas se mueven impulsadas por la lógica del poder militar y la seguridad nacional. Esta observación nos recuerda, entonces, que la influencia del papado se ejerce principalmente a través de las “armas” de la persuasión moral y la diplomacia, herramientas en desuso extremo, al menos, desde la incursión de Estados Unidos en Medio Oriente a partir del año 2003.
No obstante, la historia nos ofrece destellos de la capacidad de la Iglesia para influir positivamente en la resolución de conflictos. Recordemos brevemente la mediación de Juan Pablo II en la disputa del Beagle entre Argentina y Chile a finales de la década de 1970 y concluida en 1984 mediante la firma del Tratado de Paz, como claro ejemplo paradigmático. Ante la inminente amenaza de guerra, el Santo Padre ofreció su mediación, enviando al Cardenal Antonio Samoré como su enviado especial: en un mensaje crucial dirigido a los presidentes de facto Jorge Rafael Videla de Argentina y Augusto Pinochet Ugarte de Chile, Juan Pablo II declaró el 232 de diciembre de 1978: “Hago un llamamiento apremiante a la cordura y a la reflexión para que, superadas las actuales dificultades, se prosiga con ánimo renovado por el camino del diálogo y de la negociación, buscando soluciones justas y pacíficas que eviten a las queridas poblaciones de Argentina y Chile los horrores de una contienda fraticida” (Juan Pablo II. ,1978, Mensaje a los Presidentes de Argentina y Chile. Libreria Editrice Vaticana).Esta firme exhortación, sumada a la paciente labor diplomática del precitado Cardenal, creó un espacio para la negociación y finalmente condujo a la firma del Tratado de Paz y Amistad en 1984, evitando un conflicto bélico de graves consecuencias para la región.
Si bien reconocemos el potencial de diversos actores en la búsqueda de la paz, la Iglesia Católica se distingue por una serie de factores que le otorgan una relevancia singular en el contexto de los conflictos en Ucrania y Gaza. Su estructura jerárquica y su presencia global le permiten mantener canales de comunicación con una amplia gama de actores, incluyendo gobiernos, organizaciones internacionales y comunidades locales. Como explicita Weigel, esta red extensa facilita una diplomacia discreta y la posibilidad de ofrecer espacios neutrales para el diálogo (Weigel, G. (2005). La Revolución Católica, p. 317). Consiguientemente, la larga tradición de la Iglesia en la defensa de la justicia y la paz, articulada en su doctrina social, le confiere una autoridad moral reconocida incluso por aquellos que no comparten su fe. Sus llamados permanentes a la protección de los derechos humanos, al respeto del derecho internacional y a la búsqueda de soluciones negociadas resuenan con una fuerza particular en un mundo marcado por la avaricia, la violencia y la injusticia naturalizada.
Desde su influyente obra titulada “El testimonio político de la Iglesia”, John Howard Yoder ofrece una perspectiva distintiva sobre cómo la comunidad cristiana debe interactuar con el poder y la violencia en el mundo. Su argumento central radica en que la Iglesia, moldeada según la vida, muerte y resurrección de Jesús, está llamada a ser una comunidad de resistencia no violenta y un signo profético de la paz de Dios en un mundo marcado por la injusticia y la guerra. Para Yoder, la ética cristiana no se reduce a principios abstractos, sino que se encarna en la vida concreta de una comunidad que vive de manera alternativa al modus operandi del corrupto poder terrenal.
En el contexto de la mediación y la búsqueda de la paz, el aporte de Yoder pone el foco en que la Iglesia no debe aspirar primariamente a ejercer influencia a través de los mecanismos del poder político convencional, sino que su poder radica en su testimonio fiel al Evangelio de la paz. Esto implica una crítica radical a la lógica de la violencia y una demostración práctica de formas alternativas de resolución de conflictos basadas en el amor al enemigo, el perdón y la justicia restaurativa.
Así, la relevancia del pensamiento de Yoder para la posible intervención del Papa León XIV radica en que la autoridad de su Iglesia no se basa en su capacidad de ejercer presiones políticas o económicas, sino en la coherencia entre su mensaje y su práctica. Si la Iglesia aboga por la paz, debe también ser una comunidad que vive esa paz internamente y la irradia hacia afuera, incluso en medio de la hostilidad. Su testimonio de no-violencia activa y de solidaridad con las víctimas de la injusticia es, sin duda alguna, una fuerza transformadora que interpela las conciencias y abre caminos inesperados hacia la reconciliación. En lugar de buscar el poder para imponer la paz, la Iglesia, según Yoder, está llamada a ser un signo del Reino de Dios, donde la paz y la justicia se abrazan, ofreciendo así una visión esperanzadora y una práctica alternativa a la espiral de la violencia. Su “testimonio político”, entonces, no es una estrategia de poder, sino una fidelidad radical al Señorío de Cristo y a su mandato de amar a todos, incluso y sobre todo, a los enemigos.
Conjuntamente, es innegable que la presencia de numerosas organizaciones católicas dedicadas a la ayuda humanitaria y al trabajo por la paz en las zonas de conflicto le otorga a la Iglesia un conocimiento profundo de las dinámicas locales y la posibilidad de construir puentes de confianza con las comunidades afectadas. Esta capilaridad y su compromiso a largo plazo con las víctimas de la guerra, mal que les pese a varios, la convierten en un actor clave para la reconstrucción del tejido social y la promoción de la reconciliación.
En este punto, entonces, es crucial discernir la naturaleza fundamentalmente diferente de los conflictos precitados, pues esta distinción impacta directamente en las posibilidades y estrategias de mediación. La guerra en Ucrania, si bien con profundas raíces históricas y geopolíticas, se desarrolla principalmente entre naciones de tradición cristiana, aunque con identidades nacionales y lealtades estatales claramente diferenciadas. Las afinidades culturales y religiosas, paradójicamente, no han evitado la escalada de la violencia, pero podrían ofrecer ciertos puntos de anclaje para un futuro diálogo, apelando a valores cristianos compartidos de paz y fraternidad, como sugiere la ética global de Küng.
En contraste, el conflicto entre Israel y el mundo islámico en torno a Gaza posee una dimensión religiosa y territorial intrínsecamente entrelazada. Las disputas por la tierra están profundamente imbuidas de narrativas religiosas e identidades colectivas moldeadas por siglos de historia y fe. En este contexto, la presencia cristiana en Jerusalén, lugar sagrado para las tres religiones abrahámicas, puede ser vista como la de un pueblo que vive “en medio” de árabes y hebreos. Esta posición única, aunque históricamente marcada por la vulnerabilidad, también ofrece un potencial para el entendimiento y la mediación, al compartir lazos históricos y geográficos con ambas partes.
Como argumenta Küng, el diálogo interreligioso informado y respetuoso es fundamental para abordar los conflictos con raíces religiosas tan profundas. La Iglesia católica, con su presencia histórica en Tierra Santa y sus relaciones con líderes religiosos de ambas partes, podría desempeñar un rol facilitador en la creación de espacios de encuentro y diálogo que trasciendan las narrativas de confrontación, tan promocionadas por los rentados medios de comunicación.
Ante este intrincado panorama, León XIV podría considerar una estrategia multifacética. En primer lugar, intensificar los llamados a un cese al fuego inmediato y a la protección de la población civil, elevando su voz contra la barbarie de la guerra sin reglas que se está llevando a cabo en estos días. En segundo lugar, ofrecer los buenos oficios de la Santa Sede como espacio neutral para el diálogo entre las partes en conflicto, explorando canales diplomáticos discretos que permitan construir confianza y buscar puntos de encuentro. En tercer lugar, es crucial fortalecer la red de organizaciones católicas presentes en el terreno, brindando ayuda humanitaria y acompañamiento a las víctimas, testimoniando así el rostro compasivo de la tradición eclesial. Finalmente, se podría impulsar iniciativas de diálogo interreligioso a nivel local e internacional, buscando aliados en otras tradiciones de fe para construir un frente común por la paz, recordando la premisa de Küng sobre la interconexión entre la paz religiosa y la paz mundial.
Sin embargo, queridos lectores, está claro que la efectividad de esas posibles acciones dependerá crucialmente de la receptividad de los líderes políticos y de la voluntad de las partes en conflicto para trascender sus intereses particulares en aras de un bien mayor. La tarea que aguarda a León XIV es ardua y desafiante, pero la autoridad moral que todavía encarna y la tradición de búsqueda de la paz de la Iglesia le otorgan una ventana de oportunidad para sembrar la esperanza en un mundo quebrado por la violencia. Su voz, clamando por la justicia y la reconciliación, puede resonar en las conciencias y recordar a la humanidad su vocación fundamental a la fraternidad y a la construcción de un futuro donde la paz no sea una utopía, sino una realidad tangible que todos, en cualquier punto del globo, nos merecemos.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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La Navidad del alma salvadoreña
En pleno siglo XXI, pocos países han logrado levantarse con tanta fuerza después de la tormenta. Cuando el mundo entero tambaleaba bajo el peso de la pandemia, El Salvador (pequeño como una hormiga, pero incansable como el sol) se alzó como un rayo de luz en medio de una América oscurecida por la pandemia. Mientras otros miraban hacia dentro, este país miró hacia adelante. Se reconstruyó paso a paso, sin disonancia, con una determinación casi silenciosa, hasta que el mundo, sorprendido, volvió a pronunciar su nombre con respeto y admiración.
Tras la oscuridad de la pandemia, cuando el mundo entero tambaleó, fue El Salvador el país que se levantó con paso firme, sorprendiendo a propios y extraños. Su nombre comenzó a viajar de boca en boca; se convirtió en tema de conversación, en ejemplo, en curiosidad. De pronto, todos querían saber qué ocurría en este rincón del mapa donde el miedo se había rendido y la esperanza había vuelto a ocupar las calles.
Y mientras el mundo observa, asombrado por este renacimiento, los salvadoreños se reconocen unos a otros con una mezcla de incredulidad, alegría y gratitud.
Hoy no existe rincón del planeta donde no se escuche hablar de El Salvador. Desde las grandes capitales hasta los pueblos más remotos, su nombre resuena con una mezcla de asombro y admiración. Pero lo más hermoso ocurre dentro de sus propias fronteras: en los mercados, en los parques, en los cafés del centro histórico, se escuchan voces en inglés, en francés, en alemán… acentos que viajan desde lejos para descubrir lo que los salvadoreños siempre supieron: que esta tierra tiene un alma invencible.
Desde las playas del Pacífico hasta el Volcán de Santa Ana, cada año, el país se siente “más” y “más” distinto: más suyo y más abierto, más seguro y más soñador. No ha cambiado su paisaje, sino su espíritu.
Y cuando cae la tarde sobre San Salvador y los primeros cohetes anuncian la llegada de diciembre, el aire mismo parece iluminarse. Es la misma ciudad, pero respira distinto. Una brisa suave huele a pan dulce, a pólvora festiva, a pupusas recién salidas de la plancha.
En esas pupusas humeantes que se sirven en las esquinas, en las guirnaldas que cuelgan de algunas casas, en el brillo de las luces verde y rojo, se percibe algo más que decoración navideña: se percibe orgullo.
El Centro Histórico, aquel corazón que por años estuvo apagado, late otra vez con fuerza. Donde antes reinaba la sombra, hoy relucen miles de luces que se entrelazan entre los balcones coloniales y cafés restaurados. Las Plazas están llenas de vida. La Catedral se viste de reflejos dorados. Familias enteras pasean sin prisa: niños con helados, abuelos tomados de la mano, jóvenes llenos de vida… inundan las calles con una alegría que parecía haber estado esperando décadas para renacer.
Los ojos se llenan de destellos. Las calles se llenan de villancicos, risas y un sentimiento difícil de nombrar, pero fácil de reconocer: esperanza.
Y vuelven, también, los que un día partieron. Los hijos que crecieron lejos, los que hablan con acento ajeno, los que soñaban con volver y por fin pueden hacerlo. Regresan con maletas llenas de recuerdos y con los ojos humedecidos por la emoción: buscando los patios de su infancia, el nacimiento que la abuela aún arma con las mismas figuras de siempre. En esos reencuentros que cruzan océanos y generaciones, en ese abrazo que une generaciones separadas, El Salvador se reconcilia consigo mismo.
En la plaza Gerardo Barrios, bajo el resplandor de las luces de navidad, una niña sostiene la mano de su madre y mira hacia arriba. Las luces la deslumbran, los cohetes dibujan estrellas fugaces en el cielo, y en sus ojos se refleja el país entero: un país pequeño que ha vuelto a soñar en grande.
Esa mirada resume todo lo que somos. Resume los años de dolor y de esperanza, silencios y canciones, despedidas y regresos. Resume lo que significa ser salvadoreño en esta época: haber atravesado la sombra para volver a brillar.
En apenas pocos años, El Salvador se ha revelado al mundo. El país del que nadie se acordaba ahora ilumina su propio camino. Y en su resplandor, el mundo se detiene a mirar… y a admirar.

Randa Hasfura Anastas, abogada y diplomática
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El poder no te cambia, sólo muestra quién eres- Lisandro Prieto Femenía
“El problema moral del mal es su ‘trivialidad’, y esta trivialidad, a su vez, está estrechamente ligada a la incapacidad de pensar, de pensar desde la perspectiva de otro”
Arendt, La vida del espíritu, ed. 2002, p. 248
La reflexión sobre el poder como fuerza de desinhibición, más que corruptora, tiene sus cimientos en la filosofía clásica. La interrogación sobre la naturaleza de la justicia, a menudo instrumentalizada por sus beneficios externos, encuentra en el ejercicio del dominio una prueba de fuego para la verdad del carácter. Platón, en su diálogo fundamental “La República”, no lega el ineludible mito del anillo de Giges, precisamente para dirimir esta aporía. El argumento es tan sencillo como demoledor: la invisibilidad que confiere el anillo no inocula un vicio nuevo, sino que suprime la única contención que mantenía a raya una voluntad ya inclinada hacia el exceso. El poder, en esta lectura, no es un factor de cambio, sino el disolvente de los frenos sociales que ocultan una verdad moral latente.
Tal como se examina en el Libro II, el propósito de la fábula es interrogar la relación intrínseca entre el poder y la moralidad, demostrando que la posibilidad de obrar sin ser descubierto sirve de prueba, no de transformación. Aquello que emerge ante la ausencia de visibilidad social no es una nueva disposición moral, sino la manifestación irrefrenable de una “inclinación” que las leyes y el escrutinio público mantenían contenida (Platón, La República, libro II, ed. 2010, pp. 48–54). El poder, en este sentido prístino, no engendra un nuevo carácter, sino que despliega la verdad ontológica del sujeto.
Por su parte, Aristóteles, en una clave complementaria, ofrece una exégesis que enlaza el poder con la ética del hábito. Para el estagirita, la virtud no es un mero estado interior o un conocimiento teórico, sino una disposición estabilizada que se confirma y se verifica en la práctica libre y reiterada. Como afirma en su “´Ética a Nicómaco”, “la virtud moral es un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquello que decidiría el hombre prudente” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro II, ed. 2009, p. 35). Desde esta perspectiva, el poder deviene en el escenario que posibilita la expresión sin el obstáculo de las disposiciones ya asentadas: si el ejercicio del dominio propicia la justicia y la templanza, es la virtud cultivada la que se manifiesta. Si, por el contrario, exacerba la crueldad, es la latencia del vicio la que se actualiza. El poder sólo proporciona la amplitud de la acción, y en estos casos de mediocres, el juicio y el hábito ya estaban fraguados de antemano.
Estas intuiciones clásicas fueron desafiadas por la experiencia histórica moderna, condensada en la célebre máxima de Lord Acton: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Si bien esta sentencia propone una dinámica causal directa- el poder como agente corruptor-, su relectura crítica contemporánea nos invita a sostener una hipótesis más matizada, donde el poder opera primordialmente como una lupa o un catalizador. El poder es una variable contextual que reduce el costo de oportunidad de ser fiel a la propia inclinación. Lo que se constata no es la creación de nuevos deseos, sino la alteración del contexto para que los deseos y disposiciones preexistentes encuentren una resistencia significativamente menor para su expresión.
En este punto, la psicología contemporánea aporta evidencia empírica que enriquece la tesis. Investigadores como Dacher Keltner y su equipo han descrito la “paradoja del poder”: los individuos en posiciones de dominio experimentan una notable reducción de la empatía situacional y una mayor sensación de desinhibición. El poder, por tanto, modula el campo atencional, reduciendo el enfoque en las perspectivas de los otros, lo cual facilita que los rasgos latentes afloren (Keltner et al., 2003; Anderson & Berdahl, 2002). Estos hallazgos no sugieren que el poder sea un demiurgo moral, sino un catalizador que, al atenuar los frenos externos e internos, intensifica las tendencias ya existentes.
Sin embargo, la manifestación más patética de esta revelación se observa en aquellos a quienes la vida o el mérito han dotado de una miserable cuota de poder sin que posean la estatura moral e intelectual para administrarlo: la mediocridad súbitamente investida de autoridad. Lo que en el individuo común era un rasgo de inseguridad o una falta de autoestima, bajo el influjo del poder se transfigura en soberbia. Esta ranciedad ética, lejos de ser un signo de grandeza, opera como una auténtica discapacidad moral que incapacita para la escucha y el juicio prudente. La persona mediocre, al sentir el poder, interpreta la ausencia de consecuencias como una validación de su propio ego inflado, confundiendo la prerrogativa circunstancial con el mérito intrínseco. Así, el poder desvela su insuficiencia, su vacuidad interior, obligándole a compensar la falta de contenido con violencia y arrogancia formal.
Este análisis contextual también encuentra un eco particularmente trágico y profundo en el diagnóstico que Hannah Arendt realiza sobre la “banalidad del mal”. Al estudiar el caso de Eichmann, desvela cómo la obediencia acrítica y la rutina burocrática permiten que los individuos comunes se conviertan en ejecutores de actos atroces. Su tesis no es que la situación invente monstruos, sino que revela la pasividad, la indiferencia y el despojo total de responsabilidad que, bajo la coacción de la estructura administrativa, se vuelven operativas: “cuanto más obediente es el burócrata, cuanto más se olvida de que es un ser humano y un fin en sí mismo, más cruel y criminal se vuelve” (Arendt, Eichmann en Jerusalén, ed. 2005, p. 34). De esta forma, la estructura del poder funciona como un escenario masivo donde las deficiencias del carácter- la incapacidad de pensar y juzgar, o la soberbia compensatoria del mediocre- se despliegan en toda su dimensión. El poder ofrece el pretexto institucional para que el mal, ya trivializado, se ponga en marcha con toda su fuerza.
Ahora bien, tampoco podemos olvidar el análisis correspondiente del rol que juega el desafío de la autoafirmación en consonancia con la responsabilidad. La filosofía de la voluntad y la ética de la responsabilidad profundizan el alcance de esta revelación. Recordemos que Nietzsche nos ofrece una lectura afirmativa al concebir el poder como el espacio para la manifestación del querer, posibilitando la autoafirmación y la creación de valores, lo cual expone de forma sincera la altura moral del sujeto. No obstante, frente a esta autoafirmación, emerge la exigencia de la responsabilidad preventiva.
El pensamiento de Kant exige que la autonomía moral sea una tarea constante, en tanto que la ética requiere formar el carácter mediante el cultivo de la voluntad. Si el poder descorre el velo de lo que somos, entonces la moral kantiana nos impone la obligación de educar el respeto al deber antes de asumir posiciones de dominio (Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, ed. 2014, pp. 45–57). A su vez, Simone Weil advierte sobre el desarraigo ontológico que genera el ejercicio del poder y reclama la atención y la austeridad como antídotos ante la posibilidad de ejercer el dominio (La gravedad y la gracia, ed. 2008, pp. 90–102).
Complementando esta exigencia, la fenomenología de Paul Ricoeur puntualiza la responsabilidad del yo, del “sí mismo”, frente a la acción. La responsabilidad no desaparece al aumentar las prerrogativas del poder, por el contrario, se hace ineludible, pues “la imputabilidad no es sino la proyección sobre la acción de la exigencia de responsabilidad” (Ricoeur, Sí mismo como otro, ed. 1990, pp. 128–140). Desde este enfoque, el poder, al multiplicar el impacto de la acción, amplifica esta exigencia narrativa de quién es el agente que responde por lo obrado. En pocas palabras: si antes eras prudente, ahora que tienes poder, debes ser más prudente aún.
Por último, Foucault desplaza la cuestión del poder desde la simple posesión a las redes de relaciones que disciplinan y producen sujetos. En tanto técnica social, el poder transforma los escenarios en los que las disposiciones latentes se normalizan o se sobreactúan, demostrando que “su luz” no sólo revela, sino que también modula y condiciona la expresión de lo revelado, a veces amplificando las tendencias sociales antes que las individuales (Foucault, Vigilancia y castigo, ed. 1996, pp. 73–89). Es la trama misma del poder la que expone, y a veces deforma, el carácter que se intenta manifestar.
Procedamos, pues, a cerrar este asunto, sobre todo mediante el reto de la deuda moral y el autoconocimiento. La evidencia empírica contemporánea que vincula poder con la reducción de la inhibición permite sostener una tesis ineludible: el poder no corrompe per se, sino que desvela la corrupción ya alojada en la voluntad. Ello remarca que la diferencia entre corrupción y revelación depende de la formación previa del carácter, de las estructuras institucionales que condicionan el ejercicio del poder y, fundamentalmente, de la responsabilidad moral que el sujeto se impone.
Tengamos en cuenta que Søren Kierkegaard, al describir la desesperación como una desconexión del “sí” auténtico, y Heidegger, al distinguir entre la “propiedad” y la “impropiedad” del ser, sugieren que el poder puede funcionar como una experiencia límite que revela dimensiones del yo inaccesibles en la pasividad. El poder es un examen ontológico sin opción a borrador. Tal vez sea posible el pleno autoconocimiento sin la confrontación con la capacidad de acción sin límites que el poder confiere. Sin embargo, ese conocimiento no redime la responsabilidad. Conocer lo propio en la oscuridad del privilegio exige, ineludiblemente, reconocer la deuda con los demás.
Como siempre les digo, queridos lectores, es fundamental cerrar esta humilde reflexión dejándolos en la incomodidad de las preguntas no resueltas. Si la linterna se encenderá inevitablemente al ejercer dominio, ¿preferimos acaso vivir en la ignorancia apacible, sin conocer la verdad sobre la crueldad o la bondad que la desinhibición podría mostrar, o nos comprometemos activamente a forjar un carácter que merezca ser revelado? ¿Cómo podemos desmantelar la ilusión de la soberbia en aquellos que, por su mediocridad, confunden el rango con la grandeza del ser, y que usan la autoridad para proyectar su inseguridad? La soberbia del mediocre, esa patología del poder fugaz, es la prueba de que el ser que se manifiesta estaba vacío. La verdadera tragedia no reside en que el poder corrompa a algunos individuos excepcionales, sino en la inquietante posibilidad de que su posesión revele a muchos ciudadanos comunes, instalados en roles cotidianos, ejerciendo crueldades bajo el manto de una estructura que se lo permite.
Si el poder es, simultáneamente, un espejo ineludible y un escenario amplificador, la deuda moral última del ser no es con la ley externa, sino con el “sí mismo” que el poder nos obliga a confrontar. Y es en esa confrontación donde la esperanza de un ejercicio ético del dominio debe, inexorablemente, comenzar.
Referencias Bibliográficas
Anderson, C., & Berdahl, J. L. (2002). The experience of power: Examining the effects of power on approach and inhibition. Journal of Personality and Social Psychology, 83(6), 1362–1373.
Arendt, H. (2002). La vida del espíritu. (E. García, Trad.). Paidós.
Arendt, H. (2005). Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. (C. W. F. de Rivas, Trad.). Lumen.
Aristóteles. (2009). Ética a Nicómaco. (M. Araujo & J. Marías, Trads.). Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
Foucault, M. (1996). Vigilancia y castigo: Nacimiento de la prisión. (A. G. Morata, Trad.). Siglo XXI Editores.
Kant, I. (2014). Fundamentación de la metafísica de las costumbres. (J. M. G. de la Mora, Trad.). Porrúa.
Keltner, D., Gruenfeld, D. H., & Anderson, C. (2003). Power, approach, and inhibition. Psychological Review, 110(2), 265–284.
Kierkegaard, S. (2007). Temor y temblor. (V. Gutiérrez, Trad.). Tecnos.
Platón. (2010). La República. (C. Eggers Lan, Trad.). Gredos.
Ricoeur, P. (1990). Sí mismo como otro. (A. Neira, Trad.). Siglo XXI Editores.
Weil, S. (2008). La gravedad y la gracia. (M. M. de C. J. A. V. P., Trad.). Trotta.
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Quien vive en paz, no jode a los demás- Lisandro Prieto Femenía
“A las personas no les molestan las cosas, sino las opiniones que les dan a esas cosas”
Epicteto, Enquiridión (Capítulo 5).
El precitado aforismo estoico, que sitúa la fuente de la perturbación no en el mundo externo, sino en el juicio subjetivo que emitimos sobre él, encierra una tesis fundamental para la filosofía: la buena convivencia no primariamente una tarea de diseño social o regulación externa, sino el resultado inevitable de una cierta disposición, de una arquitectura interior armónica. Si la paz con el mundo es un reflejo de la paz consigo mismo, entonces la agresión, la falta de respeto, la irritabilidad y el malestar que proyectamos sobre el entorno no son más que los síntomas de una guerra no resuelta en el fuero interno. Bajo esta luz, la búsqueda de la serenidad se convierte en la primera y más radical responsabilidad cívica.
La filosofía clásica sentó las bases de esta conexión indisoluble entre el orden interno y la acción justa. Para Platón, la justicia misma en la “polis” es una proyección de la justicia del alma. En “La República”, el filósofo ateniense define el alma justa como aquella donde cada una de sus tres partes- la razón (logistikón), el espíritu o ánimo (thymoeidés) y los apetitos (epithymetikón)- cumplen su función armoniosamente. La razón debe gobernar, asistida por el ánimo, para mantener a raya los apetitos. La injusticia, y por extensión la perturbación proyectada sobre los demás, surge del desequilibrio, cuando una parte inferior usurpa el lugar de la razón. La acción mesurada y el respeto al otro emanan de esta justicia interna (Platón, La República, 443c–d).
Por su parte, su discípulo Aristóteles enfoca esta armonía en la finalidad de la vida humana: el Bien Supremo, o eudaimonia (“vida floreciente”). Esta plenitud se alcanza a través del ejercicio constante de la razón (logos), que permite la adquisición de las virtudes. En su obra “Ética a Nicómaco”, establece que “el bien humano es la actividad del alma de acuerdo con la virtud; y si las virtudes son varias de acuerdo con la óptima y más completa” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1098a16-18). En pocas palabras, aquí se está expresando que la persona prudente (phronimos) armoniza sus pasiones y sus acciones con la recta razón porque su orden interno es la garantía de su conducta justa en la esfera pública.
Este principio se radicaliza en el pensamiento estoico, particularmente en pensadores como Epicteto, que concibió la serenidad (ataraxia) y la imperturbabilidad (apatheia) como el único campo de batalla legítimo y accesible. El estoicismo nos enseña que el sufrimiento nace de los juicios erróneos sobre aquello que no está bajo nuestro control. La paz se conquista, pues, al desplazar la preocupación de lo externo a lo interno, logrando la distinción fundamental entre lo que podemos y lo que no podemos modificar. Complementariamente, el emperador filósofo Marco Aurelio refuerza esta idea al establecer la “Ciudadela Interior” como nuestro refugio inexpugnable. En sus “Meditaciones”, prescribe el acto de la voluntad sobre el juicio: “Tienes poder sobre tu mente, no sobre los acontecimientos exteriores. Date cuenta de esto y hallarás la fuerza” (Marco Aurelio, Meditaciones, IV, 3). En este sentido, la paz interior nos capacita para responder al mundo con ecuanimidad, transformando la relación con el otro de una potencial fricción a un ejercicio de virtud.
Siglos después, la filosofía post-kantiana introdujo una visión más oscura de la dinámica interior que explica la agresividad humana, desplazando el problema del orden de la razón al caos de la voluntad. Para Arthur Schopenhauer, el malestar no es un error de juicio ni una falta de virtud, sino una condición metafísica ineludible. Para él, la esencia del mundo es la “Voluntad” (Wille), un impulso ciego, irracional e insaciable que es la fuente última de todo dolor y sufrimiento.
En su obra titulada “El mundo como voluntad y representación”, diagnostica la vida como un ciclo perpetuo de querer y desear, donde el sufrimiento y el tedio son “los dos extremos en los que oscila el péndulo de la vida” (Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, Vol. I, § 57). Esta voluntad única y sufriente se manifiesta en todos los seres, creando un estado de hostilidad universal donde todos somos verdugos y víctimas debido a la naturaleza insaciable de nuestro motor vital. La agresividad hacia el prójimo, desde este enfoque, no es un vicio moral, sino el efecto necesario de este perpetuo impulso metafísico que busca alivio al afirmarse a sí mismo, a menudo a expensas de los demás. La paz interior, bajo este prisma, sólo es alcanzable mediante la negación ascética de la voluntad: cuanto menos se desee, más cerca de esa paz se estará.
Ahora bien, este mecanismo de descarga de la frustración encuentra su formulación más incisiva y sociopolítica en la obra de Friedrich Nietzsche. Desarrollado en su “Genealogía de la moral”, el concepto de Ressentiment (resentimiento) no es un simple sentimiento, sino una fuerza creadora de valoraciones morales, una venganza imaginaria nacida de la impotencia y la incapacidad de actuar.
Nietzsche explica que el sujeto débil, incapaz de responder directamente a su opresor o a la causa de sus frustraciones, sublima esta debilidad y la revierte. El resentido, en guerra consigo mismo por no poder afirmar su propia voluntad vital, necesita urgentemente buscar y crear enemigos afuera. Este acto es esencialmente deshonesto, pues como afirma el bigotón, “el resentido no es sincero ni honesto… su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas…” (Nietzsche, La genealogía de la moral, Tratado Primero, § 10). Así, la agresión social se convierte en la metabolización perversa de una identidad dañada: sólo la gente rota tiene la energía para molestar a los demás.
Esta proyección de la hostilidad desde el fracaso interior encuentra un eco existencial en la crítica del escritor y pensador argentino Ernesto Sábato. Para él, la hostilidad no sólo nace del resentimiento moral, sino de la angustia y la incomunicación radical del individuo moderno. Su obra es un lamento por la deshumanización que aísla al ser en un mundo racionalizado y mecánico. En su ensayo “El escritor y sus fantasmas”, diagnostica la condición humana como una soledad irreductible al expresar que “sólo ha y una cosa verdaderamente ineludible: nuestra soledad, nuestra desesperación, el fracaso definitivo” (Sábato, El escritor y sus fantasmas, El escritor y la crisis). Si el hombre vive en la certeza de su soledad esencial y el sinsentido, la proyección de la agresión (la “molestia”) es un intento desesperado por establecer un contacto, aunque sea negativo, con el otro, o una manifestación de la profunda frustración ante el absurdo. La convivencia se rompe no solo por la maldad activa, sino por la incapacidad de la conciencia solitaria de tocar otras conciencias.
Desde una arista sociológica, se podría afirmar que la patología de la molestia social se complica al introducir la dimensión intersubjetiva de la identidad. Filósofos de la Escuela de Frankfurt, como Axel Honneth, han desarrollado la idea de que el yo se constituye en el espejo del otro a través de la “lucha por el reconocimiento” (Kampf um Anerkennung). Concretamente, Honneth postula que sólo si los individuos “se ven confirmados recíprocamente en sus actividades y capacidades pueden llegar a una autocomprensión de sí mismos como individuos autónomos” (Honneth, La lucha por el reconocimiento). Esto nos da otra pista: a veces la gente rota que disfruta molestando a los demás, ha sido severamente maltratada desde su infancia.
La negación del reconocimiento- el desprecio o el menosprecio- hiere la identidad hasta su núcleo, afectando las esferas del amor, el derecho y la estima social. Esta herida se convierte en una fuente de profunda inestabilidad que puede proyectarse como una búsqueda de compensación agresiva. Si la sociedad me niega el valor que merezco, la tentación de destruir el valor de lo que me rodea se vuelve un mecanismo de defensa. El conflicto y la agresión, por tanto, son a menudo una protesta moral subyacente ante la falta de reconocimiento.
Esta dinámica se amplifica en el paisaje de nuestra postmodernidad. Byung-Chul Han, en su análisis de la “sociedad del rendimiento”, señala cómo la autoexplotación y presión por el éxito generan un sujeto que es tanto verdugo como víctima de sí mismo. La fatiga patológica del burnout (“cerebro quemado”) y la depresión, producto de una guerra interna librada por imperativos de optimización, se proyectan al exterior como irritabilidad crónica, intolerancia y una necesidad constante de “molestar” que intenta reorientar el foco del dolor hacia el exterior, desplazando la responsabilidad por el propio fracaso al sistema o al prójimo. En esta perspectiva, la hostilidad social es la manifestación externa de un alma exhausta.
Ahora, si la agresión nace de la herida, la frustración y el resentimiento, la verdadera paz interior exige un acto de liberación. Hannah Arendt, en su análisis de la “vida activa”, nos recuerda que la acción humana, al ser impredecible e irreversible, necesita de dos facultades esenciales para sostener la convivencia: el perdón y la promesa. La acción es irreversible, lo que significa que una vez realizada, sus consecuencias cuelgan irremediablemente sobre el futuro. El único remedio para esta irreversibilidad es la facultad de perdonar. Arendt explica que el perdón es la capacidad de “deshacer los actos del pasado, cuyos ‘pecados’ cuelgan como la espada de Damocles sobre cada nueva generación” (Arendt, La condición humana, Parte II, Cap. 5). El perdón es la herramienta que libera al sujeto del peso irrevocable de sus propios actos y libera a los demás de la obligación de venganza o resentimiento continuo. Es un acto de voluntad que permite el nuevo comienzo, la natalidad.
El otro complemento precitado es la promesa, que mitiga la imprevisibilidad de la acción futura. Ambas facultades, el perdón (remedio para el pasado) y la promesa (remedio para el futuro), son esenciales para establecer “islas de seguridad sin las que siquiera la continuidad [de la acción] sería posible” (Arendt, La condición humana, Parte II, Cap. 5). Vivir en paz no es un mero estado contemplativo, sino un acto de voluntad, una batalla política y personal que incluye la capacidad de perdonar a sí mismo y a los demás. Esta templanza, esta renuncia a la guerra interior, es la base de una compasión elevada: dejar en paz al prójimo. La paz interior, cultivada como virtud cívica, no es una opción, sino la condición necesaria para la existencia de una deliberación pública basada en el respeto y no en la proyección agresiva del propio malestar.
Amigos míos, hasta aquí hemos recorrido las profundidades del alma, desde la geometría racional de la eudaimonia aristotélica y la fortaleza estoica de Marco Aurelio hasta el impulso ciego de la Voluntad schopenhaueriana y la tiranía del Ressentiment nietzscheano, pasando por el laberinto de la soledad y el absurdo de Sábato. La tesis inicial, que vincula la paz interior con la buena convivencia, se mantiene no sólo como un ideal moral, sino como una radiografía de la patología social contemporánea.
No obstante, este recorrido nos obliga a abandonar el reposo de las conclusiones definitivas para adentrarnos en una zona de reflexión crítica. Si las estructuras sociales y económicas contemporáneas nos someten a un estado de ansiedad, autoexplotación y negación de reconocimiento (Honneth, Han), ¿es la paz interior una tarea puramente individual o una utopía irrealizable sin una profunda reforma estructural? ¿Acaso exigir al individuo la “autorregulación” mientras la maquinaria social lo tritura, no es una nueva forma de violencia, un desplazamiento de la responsabilidad colectiva? ¿Puede una sociedad ser verdaderamente democrática y justa si sus ciudadanos están emocionalmente inmaduros, si cada uno está en guerra consigo mismo?
Si Schopenhauer y Sábato tienen razón y la vida es esencialmente sufrimiento y soledad radical, ¿la paz interior se reduce a un escape nihilista (el ascetismo) o aún podemos encontrar un sentido afirmativo de la vida, como postula Nietzsche, a través de la creación de nuevos valores que superen el resentimiento y permitan una coexistencia creativa? Por último, y ya no los molesto más: la paz con el otro, que comienza en el perdón a uno mismo y la asunción de nuestra vulnerabilidad (Arendt), nos confronta con la pregunta fundamental, ¿estamos educando a nuestros ciudadanos para la fortaleza de la compasión, o para la debilidad del resentimiento, y con ello, condenando a nuestra “polis” a ser el ceo de nuestra propia miseria interna?
Referencias
Aristóteles. (c. 330 a. C./2018). Ética a Nicómaco (1098a16-18). Gredos.
Arendt, H. (s.f.). La condición humana (Parte II, Capítulo 5: «La capacidad de perdonar»).
Epicteto. (s.f.). Enquiridión (Capítulo 5).
Han, B-C. (s.f.). La sociedad del cansancio. Herder.
Honneth, A. (s.f.). La lucha por el reconocimiento: por una gramática moral de los conflictos sociales. Crítica.
Marco Aurelio. (s.f.). Meditaciones (Libro IV, 3).
Nietzsche, F. (1887/2018). La genealogía de la moral (Tratado Primero, § 10). Alianza Editorial.
Platón. (c. 380 a. C./2003). La República (Libro IV, 443c–d). Gredos.
Sábato, E. (s.f.). El escritor y sus fantasmas (El escritor y la crisis).
Schopenhauer, A. (s.f.). El mundo como voluntad y representación (Volumen I, Sección 57).










