Opinet
León XIV ante un mundo en guerra

Por: Lisandro Prieto Femenía
«¡Cristo no cesa de llamar, no cesa de indicar el camino hacia aquellos ‘altos ideales’ de los que hablaba el poeta! ¡No cesa de pedir un testimonio de la conciencia, de la vida! ¡Pide ‘hombres de espíritu’, pide ‘corazones puros’! ¡Pide hombres que sean hermanos, que sepan construir sobre la tierra ‘puentes’ y no ‘muros’!»
Juan Pablo II. (1979). Discurso a los jóvenes en el estadio de Cracovia.
La ascensión de León XIV al trono de Pedro acontece en un momento histórico marcado por la persistente sombra de la guerra. Los conflictos en Ucrania, con su estela de destrucción y desplazamiento, y la desgarradora situación en Gaza, crisol de tensiones ancestrales y reciente devastación, claman por una intervención que trascienda la mera condena en un mensaje misal. Ante este panorama desolador, los católicos nos preguntamos con apremio: ¿qué posibilidades reales ostenta el nuevo pontífice para erigirse como un agente efectivo de paz en estos escenarios de profunda fractura?
Para abordar esta cuestión con la seriedad que amerita, es imprescindible que recurramos a voces medianamente autorizadas que han dedicado su vida a la reflexión del intrincado vínculo entre la fe, la ética y la política internacional. Hans Küng, con su visión ecuménica y su llamado a una “ética global”, nos recuerda que la paz duradera entre las naciones se cimienta en la paz entre las religiones, un diálogo sincero que desentrañe los fundamentos de cada credo para construir puentes de entendimiento mutuo. En este sentido, la figura del Papa, investido de una autoridad moral que resuena más allá de las fronteras confesionales, podría erigirse en un catalizador de encuentros interreligiosos de alto nivel, siguiendo la senda trazada por sus predecesores. En su “Proyecto de una ética mundial”, Küng afirmó que “no habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones. No habrá diálogo entre las religiones sin investigación de los fundamentos de cada una de ellas” (Küng, H., 1991, p.21). Pues bien, esta convocatoria a líderes ortodoxos rusos y representantes del mundo islámico para explorar vías de diálogo sobre la sacralidad de la vida y la urgencia de la justicia podría sembrar semillas de esperanza en terrenos áridos por la desconfianza, la violencia innecesaria y el resentimiento.
Sin embargo, tampoco podemos obviar las limitaciones inherentes al poder terrenal de la Santa Sede. Como lúcidamente señala George Weigel en “La revolución católica” (2005), la Iglesia no dispone de ejércitos ni de la capacidad coercitiva de los Estados-Nación. Su influencia radica en la persuasión moral e intelectual, cuya eficacia depende, en última instancia, de la voluntad de otros actores para escuchar y responder. En los conflictos que nos ocupan, los intereses geopolíticos en pugna, las narrativas históricas profundamente arraigadas y la escalada de la violencia dificultan de sobremanera cualquier tipo de mediación externa. La intervención papal, por elocuente y bienintencionada que sea, corre el riesgo de ser percibida como un actor más en un tablero de ajedrez donde las piezas se mueven impulsadas por la lógica del poder militar y la seguridad nacional. Esta observación nos recuerda, entonces, que la influencia del papado se ejerce principalmente a través de las “armas” de la persuasión moral y la diplomacia, herramientas en desuso extremo, al menos, desde la incursión de Estados Unidos en Medio Oriente a partir del año 2003.
No obstante, la historia nos ofrece destellos de la capacidad de la Iglesia para influir positivamente en la resolución de conflictos. Recordemos brevemente la mediación de Juan Pablo II en la disputa del Beagle entre Argentina y Chile a finales de la década de 1970 y concluida en 1984 mediante la firma del Tratado de Paz, como claro ejemplo paradigmático. Ante la inminente amenaza de guerra, el Santo Padre ofreció su mediación, enviando al Cardenal Antonio Samoré como su enviado especial: en un mensaje crucial dirigido a los presidentes de facto Jorge Rafael Videla de Argentina y Augusto Pinochet Ugarte de Chile, Juan Pablo II declaró el 232 de diciembre de 1978: “Hago un llamamiento apremiante a la cordura y a la reflexión para que, superadas las actuales dificultades, se prosiga con ánimo renovado por el camino del diálogo y de la negociación, buscando soluciones justas y pacíficas que eviten a las queridas poblaciones de Argentina y Chile los horrores de una contienda fraticida” (Juan Pablo II. ,1978, Mensaje a los Presidentes de Argentina y Chile. Libreria Editrice Vaticana).Esta firme exhortación, sumada a la paciente labor diplomática del precitado Cardenal, creó un espacio para la negociación y finalmente condujo a la firma del Tratado de Paz y Amistad en 1984, evitando un conflicto bélico de graves consecuencias para la región.
Si bien reconocemos el potencial de diversos actores en la búsqueda de la paz, la Iglesia Católica se distingue por una serie de factores que le otorgan una relevancia singular en el contexto de los conflictos en Ucrania y Gaza. Su estructura jerárquica y su presencia global le permiten mantener canales de comunicación con una amplia gama de actores, incluyendo gobiernos, organizaciones internacionales y comunidades locales. Como explicita Weigel, esta red extensa facilita una diplomacia discreta y la posibilidad de ofrecer espacios neutrales para el diálogo (Weigel, G. (2005). La Revolución Católica, p. 317). Consiguientemente, la larga tradición de la Iglesia en la defensa de la justicia y la paz, articulada en su doctrina social, le confiere una autoridad moral reconocida incluso por aquellos que no comparten su fe. Sus llamados permanentes a la protección de los derechos humanos, al respeto del derecho internacional y a la búsqueda de soluciones negociadas resuenan con una fuerza particular en un mundo marcado por la avaricia, la violencia y la injusticia naturalizada.
Desde su influyente obra titulada “El testimonio político de la Iglesia”, John Howard Yoder ofrece una perspectiva distintiva sobre cómo la comunidad cristiana debe interactuar con el poder y la violencia en el mundo. Su argumento central radica en que la Iglesia, moldeada según la vida, muerte y resurrección de Jesús, está llamada a ser una comunidad de resistencia no violenta y un signo profético de la paz de Dios en un mundo marcado por la injusticia y la guerra. Para Yoder, la ética cristiana no se reduce a principios abstractos, sino que se encarna en la vida concreta de una comunidad que vive de manera alternativa al modus operandi del corrupto poder terrenal.
En el contexto de la mediación y la búsqueda de la paz, el aporte de Yoder pone el foco en que la Iglesia no debe aspirar primariamente a ejercer influencia a través de los mecanismos del poder político convencional, sino que su poder radica en su testimonio fiel al Evangelio de la paz. Esto implica una crítica radical a la lógica de la violencia y una demostración práctica de formas alternativas de resolución de conflictos basadas en el amor al enemigo, el perdón y la justicia restaurativa.
Así, la relevancia del pensamiento de Yoder para la posible intervención del Papa León XIV radica en que la autoridad de su Iglesia no se basa en su capacidad de ejercer presiones políticas o económicas, sino en la coherencia entre su mensaje y su práctica. Si la Iglesia aboga por la paz, debe también ser una comunidad que vive esa paz internamente y la irradia hacia afuera, incluso en medio de la hostilidad. Su testimonio de no-violencia activa y de solidaridad con las víctimas de la injusticia es, sin duda alguna, una fuerza transformadora que interpela las conciencias y abre caminos inesperados hacia la reconciliación. En lugar de buscar el poder para imponer la paz, la Iglesia, según Yoder, está llamada a ser un signo del Reino de Dios, donde la paz y la justicia se abrazan, ofreciendo así una visión esperanzadora y una práctica alternativa a la espiral de la violencia. Su “testimonio político”, entonces, no es una estrategia de poder, sino una fidelidad radical al Señorío de Cristo y a su mandato de amar a todos, incluso y sobre todo, a los enemigos.
Conjuntamente, es innegable que la presencia de numerosas organizaciones católicas dedicadas a la ayuda humanitaria y al trabajo por la paz en las zonas de conflicto le otorga a la Iglesia un conocimiento profundo de las dinámicas locales y la posibilidad de construir puentes de confianza con las comunidades afectadas. Esta capilaridad y su compromiso a largo plazo con las víctimas de la guerra, mal que les pese a varios, la convierten en un actor clave para la reconstrucción del tejido social y la promoción de la reconciliación.
En este punto, entonces, es crucial discernir la naturaleza fundamentalmente diferente de los conflictos precitados, pues esta distinción impacta directamente en las posibilidades y estrategias de mediación. La guerra en Ucrania, si bien con profundas raíces históricas y geopolíticas, se desarrolla principalmente entre naciones de tradición cristiana, aunque con identidades nacionales y lealtades estatales claramente diferenciadas. Las afinidades culturales y religiosas, paradójicamente, no han evitado la escalada de la violencia, pero podrían ofrecer ciertos puntos de anclaje para un futuro diálogo, apelando a valores cristianos compartidos de paz y fraternidad, como sugiere la ética global de Küng.
En contraste, el conflicto entre Israel y el mundo islámico en torno a Gaza posee una dimensión religiosa y territorial intrínsecamente entrelazada. Las disputas por la tierra están profundamente imbuidas de narrativas religiosas e identidades colectivas moldeadas por siglos de historia y fe. En este contexto, la presencia cristiana en Jerusalén, lugar sagrado para las tres religiones abrahámicas, puede ser vista como la de un pueblo que vive “en medio” de árabes y hebreos. Esta posición única, aunque históricamente marcada por la vulnerabilidad, también ofrece un potencial para el entendimiento y la mediación, al compartir lazos históricos y geográficos con ambas partes.
Como argumenta Küng, el diálogo interreligioso informado y respetuoso es fundamental para abordar los conflictos con raíces religiosas tan profundas. La Iglesia católica, con su presencia histórica en Tierra Santa y sus relaciones con líderes religiosos de ambas partes, podría desempeñar un rol facilitador en la creación de espacios de encuentro y diálogo que trasciendan las narrativas de confrontación, tan promocionadas por los rentados medios de comunicación.
Ante este intrincado panorama, León XIV podría considerar una estrategia multifacética. En primer lugar, intensificar los llamados a un cese al fuego inmediato y a la protección de la población civil, elevando su voz contra la barbarie de la guerra sin reglas que se está llevando a cabo en estos días. En segundo lugar, ofrecer los buenos oficios de la Santa Sede como espacio neutral para el diálogo entre las partes en conflicto, explorando canales diplomáticos discretos que permitan construir confianza y buscar puntos de encuentro. En tercer lugar, es crucial fortalecer la red de organizaciones católicas presentes en el terreno, brindando ayuda humanitaria y acompañamiento a las víctimas, testimoniando así el rostro compasivo de la tradición eclesial. Finalmente, se podría impulsar iniciativas de diálogo interreligioso a nivel local e internacional, buscando aliados en otras tradiciones de fe para construir un frente común por la paz, recordando la premisa de Küng sobre la interconexión entre la paz religiosa y la paz mundial.
Sin embargo, queridos lectores, está claro que la efectividad de esas posibles acciones dependerá crucialmente de la receptividad de los líderes políticos y de la voluntad de las partes en conflicto para trascender sus intereses particulares en aras de un bien mayor. La tarea que aguarda a León XIV es ardua y desafiante, pero la autoridad moral que todavía encarna y la tradición de búsqueda de la paz de la Iglesia le otorgan una ventana de oportunidad para sembrar la esperanza en un mundo quebrado por la violencia. Su voz, clamando por la justicia y la reconciliación, puede resonar en las conciencias y recordar a la humanidad su vocación fundamental a la fraternidad y a la construcción de un futuro donde la paz no sea una utopía, sino una realidad tangible que todos, en cualquier punto del globo, nos merecemos.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
DATOS DE CONTACTO
- Correos electrónicos de contacto: lisiprieto@hotmail.com – lisiprieto87@gmail.com
- Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
- What’sApp: +54 9 2645316668
- Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
- Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
- Twitter: @LichoPrieto
- Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
- LinkedIn:https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
- Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
Opinet
Analizando las consecuencias de la sumisión europea

Por: Lisandro Prieto Femenía
“El individuo, el ser humano, siempre se somete, pero no siempre a Dios”: Michel Houellebecq, Sumisión.
Hoy quiero invitarlos a reflexionar en torno a una obra fantástica de Michel Houellebeq que ha causado un impacto significativo desde su publicación en el año 2015. Se trata de “Sumisión”, una obra que se sitúa en una Francia del futuro cercano, donde un partido islámico moderado gana las elecciones presidenciales y transforma progresivamente la sociedad francesa bajos los principios del islam. Esta ficción provoca una profunda crítica sobre la identidad cultural y el concepto de sumisión, tanto en el sentido religioso como sociopolítico. Pues bien, queridos lectores, intentaremos establecer un paralelismo entre la narrativa de Houellebecq y la situación contemporánea en Europa, subrayando cómo los eventos actuales reflejan una clara confusión entre pluralismo y sometimiento cultural innecesario.
El concepto de sumisión en la precitada novela no se limita a la obediencia religiosa, sino que se extiende a un acatamiento más amplio de normas y valores impuestos por una autoridad superior, lo cual es relevante al momento de considerar la dinámica sociocultural de Europa. Nuestro autor describe un estado donde la población, cansada del vacío posmoderno y la decadencia espiritual, encuentra consuelo en una estructura autoritaria “nueva y diferente”.
En “Sumisión”, la aceptación de este nuevo orden es en parte voluntaria, derivada del deseo humano de pertenecer a algo y/o encontrar un propósito tras la “Muerte de Dios”, ideada y ejecutada por pseudo-intelectuales progres durante más de un siglo. No es casual que nuestro autor indique que “la gente es mucho mejor cuando no tiene elección”, evocando con ello la idea de que la falta de opciones nos puede llevar a una forma de paz y estabilidad que contrasta con la anarquía y su fantasioso “exceso de libertad”.
Como lo habrán podido notar con claridad, en la actualidad Europa enfrenta una serie de desafíos que ponen a prueba sus principios de pluralismo, bastión de la democracia liberal posmoderna. Las recientes protestas en Gran Bretaña, caracterizadas por una mezcla de símbolos nacionalistas y populistas, reflejan una tensión creciente entre la identidad nacional y la integración multicultural.
Según la narrativa de varios medios políticamente correctos, la manifestación fue una amalgama de diferentes grupos, desde seguidores de Elon Musk hasta miembros de movimientos nacionalistas tradicionales. Esto indica un fenómeno complejo en el que diversas corrientes ideológicas convergen para expresar un descontento generalizado. Una manifestación de la clara lectura sesgada del asunto es la afirmación de la periodista Ana Baron, quien sostiene que “la fragmentación social y el auge del populismo son síntomas de una crisis de identidad en Europa”. Pues no. Ojalá fuera así de simple. Lo cierto es que, durante décadas, el viejo continente ha abandonado progresiva y voluntariamente sus raíces, su cultura, su religión, su historia, sus tradiciones e incluso su moral y eso, amigos míos, tiene su costo y hay que asumirlo.
Diversos académicos y pensadores han analizado esta situación desde múltiples perspectivas. Por ejemplo, el filósofo Slavoj Žižek sostiene que “el multiculturalismo en sí mismo puede convertirse en una forma de racismo invertido, donde la cultura dominante adopta un tono paternalista hacia las culturas ‘protegidas’” (Žižek, 2017). Esta aguda observación resuena directamente con la narrativa de Houellebecq en tanto que la identidad nacional se diluye en un mar de concesiones y compromisos desarrollados, promovidos, financiados y ejecutados por una élite de políticos corruptos que han adherido a agendas culturales que atentan directamente contra la forma de vida de sus propios países.
Por su parte, la socióloga francesa Nathalie Heinich también realiza su aporte en este debate señalando que “la obsesión con la corrección política puede llevar a una autocensura que es, en última instancia, una forma de sumisión” (Heinich, 2019). Desde esta perspectiva, también, se subraya cómo el afán de evitar el conflicto social puede traducirse en una pérdida de autonomía cultural y personal.
En este punto de la reflexión es preciso indicar que la idea de que Occidente ha confundido el pluralismo con el sometimiento no es nueva. El politólogo Samuel Huntington nos advirtió, en su obra “El choque de civilizaciones”, sobre los peligros que se acarrean al ignorar las profundas diferencias culturales en nombre de un universalismo mal entendido (Huntington, 1996). En este enfoque particular, se argumenta que la integridad de cualquier cultura depende de su capacidad de mantenerse fiel a sus valores fundamentales sin sucumbir a presiones externas. Evidentemente, estamos hablando de un marco teórico que hoy es tabú: apelar a que los inmigrantes se integren a nuestra cultura, pero respetando las costumbres del lugar que los acoge, hoy, es una sentencia de extrema derecha para el posmo progresismo reinante. Ante ello, yo siempre propongo esta máxima: “compórtate en mi país como si fueras nacido en mí país, porque si yo voy a tú país y no hago lo mismo, me jugaría la vida”.
En la novela “Sumisión”, la cultura francesa se somete no sólo por miedo y cobardía, sino también por el vacío existencial que busca llenarse a través de una “nueva” estructura social. Este proceso de sumisión es gradual y casi imperceptible, similar a lo que algunos críticos ven en las políticas multiculturales actuales de Europa. Tal es el caso del filósofo francés Alain Finkielkraut, que llegó a señalar que “nos arriesgamos a perder nuestra identidad en el intento de incluir todas las demás identidades” (Finkielkraut, 2015).
La Europa contemporánea, como casi todo Occidente, ha convertido el “pluralismo” en un campo de batalla ideológica. Mientras que las políticas multiculturales pretenden fomentar la coexistencia pacífica, también enfrentan críticas por promover una forma de sumisión cultural. Esto es especialmente visible en las tensiones que surgen cuando los valores occidentales chocan con prácticas culturales tradicionales de comunidades inmigrantes, y no se trata de un asunto estrictamente teórico o de posicionamiento político sino que se traduce en una creciente tasa de criminalidad, violencia, hostigamiento y acoso por parte de quienes han sido acogidos.
Repasemos en detalle ejemplos de esta fricción cultural, que son cada vez más frecuentes y se manifiestan en distintos ámbitos. En la esfera social, se han documentado tensiones en comunidades donde en algunos barrios se ha intentado instaurar códigos de vestimenta y separación de géneros en espacios públicos como piscinas y gimnasios, en contraposición a las normas de igualdad y laicismo. El debate en torno al uso del burkini en las playas francesas o la exigencia de tribunales islámicos paralelos en el Reino Unido son manifestaciones concretas de esta tensión, donde ciertas costumbres atentan contra las normas jurídicas y culturales del país anfitrión.
En lo que respecta a la esfera de la seguridad, podemos ver los incidentes como los disturbios en los suburbios de París o los crímenes con motivaciones religiosas documentados en Suecia o Alemania, que ilustran cómo la falta de integración y la radicalización de ciertos grupos de lúmpenes pueden traducirse en un aumento de la criminalidad y la violencia, exacerbando el conflicto entre las poblaciones locales y las comunidades de inmigrantes.
Sobre este asunto en particular, el académico holandés Paul Scheffer reflexiona sobre lo que él llama “la paradoja del pluralismo”, señalando que “la integración exitosa requiere de un grado de asimilación que pueda ser visto como opresivo por quienes están sujetos a él” (Scheffer, 2007). Esta paradoja nos está revelando la dualidad reflejada en la obra “Sumisión”, donde la aceptación de una nueva identidad lleva consigo la renuncia a una “antigua”.
La reflexión sobre esta paradoja se profundiza aún más al considerar la disparidad entre las expectativas de los inmigrantes y las realidades de la reciprocidad cultural. La premisa del estilo de vida occidental se basa en la tolerancia y la inclusión, pero surge la pregunta de si estos valores son correspondidos. En las naciones de Medio Oriente, por ejemplo, los occidentales a menudo enfrentamos restricciones severas a nuestras libertades personales y no se nos garantiza la igualdad, el respeto o la justicia de manera recíproca. Esta falta de reciprocidad pone de manifiesto una contradicción aún más evidente en la esfera política, como lo demuestra el hecho de que en la totalidad de las marchas por los derechos de la comunidad LGBT en Occidente se ondean banderas palestinas, a pesar de que en la mayoría de los territorios árabes la homosexualidad es duramente condenada y castigada con severidad.
Evidentemente, el equilibrio entre proteger algunas “minorías” y preservar la identidad es delicado. Cuando Niall Ferguson describe esta situación como una “tensión inevitable en el crisol europeo”, donde “la capacidad de adaptación y transformación choca con la resistencia a perder lo que se considera esencial” (Ferguson, 2018). Demasiado tarde, amigos míos, puesto que las respuestas europeas a la inmigración y al multiculturalismo han sido ambivalentes, contradictorias y ridículas: pasaron de ametrallar barcazas repletas de niños a tener carteles de tránsito y señalización urbana en árabe.
Mientras algunos países adoptan políticas inclusivas, otros implementan medidas restrictivas, reflejando un miedo subyacente a la pérdida de identidad. Esta diversidad de enfoques es sintomática de la lucha por encontrar un equilibrio entre la apertura y la preservación cultural. En “Sumisión”, Francia opta por una integración radical que transforma profundamente su estructura social y política, una decisión que no está exenta de controversia y resistencia. Establecer un paralelismo entre la obra de Houellebecq y la realidad actual de Europa nos permite entender mejor las complejas dinámicas socioculturales y políticas que conforman el continente. La novela actúa como un espejo distorsionado que, aunque exagera en pocos aspectos, captura verdades esenciales sobre la naturaleza humana y la sociedad.
Las recientes protestas en Francia y Gran Bretaña, junto con el ascenso del populismo fruto del hartazgo producido por el avasallamiento de ciertas minorías sobre la forma de vida de países completos, los ha llevado directamente a un lógico cuestionamiento del multiculturalismo posmo progre que se ha encargado de aniquilar cualquier signo de identidad y estabilidad en un mundo cada vez más globalizado e interconectado. La sumisión, ya sea voluntaria o impuesta, plantea interrogantes profundos sobre lo que significa, todavía, ser europeo en pleno siglo XXI.
Por último, retomo la cita de Houellebecq: “La gente es mucho mejor cuando no tiene elección”. En la medida en que Europa siga naufragando en sus propios y auto infligidos “desafíos” de identidad y pertenencia, queda por ver si la búsqueda de unidad llevará a una sumisión cultural total o a una nueva forma de pluralismo genuino y sostenible, es decir, donde reine el respeto por la ley y de las diferencias sin que absolutamente nadie atente contra una tradición milenaria tristemente abandonada a cambio de una agenda ya agotada.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
DATOS DE CONTACTO
-Correos electrónicos de contacto:
lisiprieto@hotmail.com
lisiprieto87@gmail.com
-Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
-What’sApp: +54 9 2645316668
-Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
-Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
-Twitter: @LichoPrieto
-Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
-LinkedIn:https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
-Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
-Donaciones (opcionales) vía Mercado Pago: +5492645316668
Opinet
¿Qué sentido tiene elogiar a los imbéciles?

Por: Lisandro Prieto Femenía
“El sistema necesita a los tontos más que a los críticos”: Pino Aprile
La reflexión sobre el declive de la inteligencia en la sociedad contemporánea no es un tema novedoso, pero adquiere una urgencia particular cuando se analiza desde la perspectiva de sus causas más fundamentales. Antes de adentrarnos en las provocadoras tesis de Pino Aprile, resulta pertinente trazar un marco conceptual a partir de un análisis que aborda este problema desde dos ángulos interrelacionados: la crianza y la convivencia social. Como he planteado en mis artículos titulados “Ame a sus hijos, no críe imbéciles” y “¿Y si dejamos de ser tolerantes con los imbéciles?, la estupidización es un fenómeno que se gesta tanto en el ámbito íntimo de la familia como en la esfera pública.
En primer lugar, la crianza que prioriza la comodidad y el hedonismo por encima del esfuerzo y la resiliencia mental produce, de manera inadvertida, individuos con un pensamiento atrofiado. A su vez, esta complacencia individual que se ve reforzada por una tolerancia social que, al confundir la cortesía con la indiferencia hacia la mediocridad, legitima la imbecilidad y la convierte en un valor funcional. Los precitados artículos sirven, por lo tanto, como un punto de partida para comprender cómo la imbecilidad ha pasado de ser un defecto a una cualidad premiada, allanando el camino para el análisis particular de la obra de Aprile y otros tantos que vienen advirtiendo, hace siglos, que en materia de inteligencia, estamos yendo hacia atrás.
La inteligencia, esa chispa sagrada que permitió al Homo Sapiens ascender en la escala evolutiva y a dominar casi por completo su entorno, parece hoy, paradójicamente, una carga innecesaria para el intrincado engranaje de la sociedad postmoderna. Hoy los quiero invitar a leer una provocadora tesis de Pino Aprile en su obra titulada Elogio del imbécil nos confronta con una incómoda verdad: la estupidez, lejos de ser un defecto vergonzoso, se ha convertido en una ventaja adaptativa, una cualidad premiada y replicada en la jerarquía social. Esta inversión perversa de los valores no es accidental, sino que forma parte del resultado de un proceso de domesticación intelectual, una suerte de “eutanasia de la razón” consentida.
Aprile, en su análisis, nos advierte que la inteligencia es, por naturaleza, subversiva. Es el motor de la crítica, la duda y la innovación. Un genio, al cuestionar la norma, introduce arena en los engranajes de un sistema que busca uniformidad y eficiencia. En contraste, el estúpido, con su obediencia absoluto y su tendencia natural a la repetición, se erige como el guardián más fiel de las estructuras de poder. Las jerarquías, desde las corporativas hasta las estatales, parecen funcionar mejor y con mayor fluidez cuanto más se nutren de la imbecilidad. Este fenómeno no es sólo una observación sociológica, sino que es, ante todo, una cuestión filosófica fundamental sobre el propósito y el destino de la especie.
Ante esto, podríamos preguntarnos si la cultura, en lugar de ser un catalizador del progreso, se ha transformado en un simple archivo de conocimientos que desincentiva el esfuerzo individual por pensar. Pues bien, Pino Aprile sostiene que “la inteligencia, en las sociedades humanas, es como arena que se introduce en los engranajes: puede obstruir los mecanismos” (Elogio del imbécil, 1997). La disponibilidad masiva de información a través de la tecnología, lejos de fomentar un pensamiento más profundo, está generando una pereza mental sin precedentes. Ya no es necesario comprender, sino sólo replicar. El intelecto, al ser relegado a una función meramente reproductiva, se atrofia, perdiendo su agudeza y su poder creativo.
La verdadera tragedia filosófica reside en la aceptación pasiva de esta clara involución. La humanidad, en la cúspide de su desarrollo tecnológico, ha comenzado a comportarse como una especia que parece haber agotado su función intelectual. Pino Aprile señala, con elocuente ironía, que “podemos perder la inteligencia igual que perdimos la cola. No es una ventaja evolutiva” (Nuevo elogio del imbécil, 2025). Esta frase encapsula la idea de que la inteligencia, que alguna vez fue crucial para la supervivencia, hoy podría ser tan obsoleta como la cola para un homo sapiens. Nuestro autor refuerza esta noción en su obra más reciente, Nuovo elogio dell’imbecille, al argumentar que la inteligencia se ha convertido en una “cualidad superflua” o un “ornamento”, ya que la sociedad ha externalizado el pensamiento y la resolución de problemas en máquinas. Esta regresión intelectual se manifiesta con claridad en la condición de la distracción perpetua, un concepto analizado magistralmente por el filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940).
Recordemos que, en su influyente ensayo titulado La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1935), Benjamin argumenta que la modernidad, a través de medios como el cine, reemplazó la recepción contemplativa del arte con una forma de asimilación masiva y superficial. El público, al ser bombardeado por un flujo incesante de imágenes, se halla en un estado de “distracción”(Ablenkung) que, si bien puede tener un potencial político, también erosiona la capacidad de concentrarse y de experimentar la realidad de forma profunda y crítica. Esta condición nos impide el pensamiento profundo y la experiencia auténtica, ya que la atención se fragmenta y la razón se diluye en la fugacidad de lo inmediato.
Así, la sociedad del espectáculo, con su incesante bombardeo de imágenes y datos superficiales, poda el cerebro del Homo sapiens, haciendo de la estupidez el nuevo ideal adaptativo. Una de las ideas más potentes para comprender esta involución intelectual proviene del filósofo y cineasta francés Guy Debord quien, en su obra seminal La sociedad del espectáculo, argumenta que la vida social ya no se vive de forma directa, sino a través de la “representación”, una colección de imágenes y productos que se interponen entre el individuo y su propia realidad. Para Debord, “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre las personas, mediada por imágenes” (Debord, G., 1967). En esta sociedad, la experiencia auténtica es reemplazada por la contemplación pasiva. El consumo de imágenes, sean estas publicitarias, mediáticas o digitales, se vuelve el centro de la existencia, y la vida se convierte en una sucesión de momentos separados y desvinculados de un todo significativo. En este contexto, la estupidez no sólo es un subproducto de la distracción, como señalaba previamente Benjamin, sino un requisito funcional. Un individuo que piensa, que cuestiona la autenticidad de las imágenes que consume, es una amenaza para la hegemonía del espectáculo, que se sostiene sobre la pasividad, la obediencia y, en última instancia, la imbecilidad.
A esto se suma el aporte de Gianni Vattimo, quien desde la perspectiva de su “pensamiento débil” (el cual se opone a las filosofías con verdades “fuertes” y “absolutas”), pareciera ofrecer un marco en el cual la estupidez no sólo es tolerada, sino también legitimada como una forma de liberación de los grandes relatos y dogmas. Como él mismo afirmó, “el pensamiento débil no es, en sí mismo, una forma de debilidad, sino una forma de liberación de las ataduras de las grandes Verdades” (Vattimo, G., El fin de la modernidad 1985). En este contexto, la imbecilidad no es el resultado de un déficit concreto, sino la consecuencia de un sistema que intencionalmente ha devaluado la jerarquía de los saberes y que, en su afán por democratizar la opinión, trivializa el conocimiento mismo.
Ahora bien, si Aprile y Vattimo describen el problema, el politólogo argentino Agustín Laje va un paso más allá en su ensayo titulado Generación idiota (2023), al sostener que el fenómeno que acabamos de describir no es un proceso accidental y pasivo, sino una estrategia intencional de control social. Laje sostiene que la imbecilidad es un subproducto de una “revolución cultural” que busca erosionar las bases del pensamiento crítico. Según su análisis, esta estrategia se implementa a través de la promoción de ideología que “ser valen de una retórica simplista y emocional para desactivar la racionalidad” (Laje, A., 2023, Generación idiota: Una crítica al adolescente posmoderno). La imposición de una “moral líquida” y la atomización del individuo, sumadas a la híper-estimulación digital, conducen a una incapacidad para discernir entre la información verdadera y la propaganda. En esta línea, la estupidez no sólo nos vuelve más dóciles, sino que nos convierte en cómplices inconscientes de nuestra propia opresión. La inteligencia, con su tendencia a la división y la confrontación, es vista como un peligro, es decir, un obstáculo para una sociedad que valora la unidad banal, superficial y la conformidad. Es en este punto donde la “nueva apología” de Aprile encuentra su máxima expresión: la estupidez, al ser lo opuesto a la inteligencia, se convierte en un aglutinador social, ya que “la inteligencia divide, la estupidez une” (Lasexta.es., 2025, “¿Somos cada vez más tontos?”).
También debemos recordar el aporte del gran filósofo italiano Umberto Eco, que también se adentró en este terreno, señalando cómo el dominio de la imagen y la superficialidad mediática atrofia el pensamiento. En su ensayo Apocalípticos e integrados (1964) nos advirtió sobre la emergencia de un “neoanalfabetismo visual”, una forma de regresión cultural donde el individuo es incapaz de leer e interpretar de forma crítica la imagen y, por lo tanto, la realidad que a través de ella se le impone. Esta observación complementa la tesis de Aprile sobre cómo el dominio de los medios visuales poda el cerebro, relegando la palabra y, con ella, la capacidad de pensamiento abstracto. La imagen, con su inmediatez y su carácter simplista, se convierte en el nuevo lenguaje universal, un lenguaje que no requiere de la complejidad de la reflexión ni de la sintaxis del pensamiento.
Como se habrán podido percatar, caros lectores, la apología de la estupidez no es un capricho del destino, sino el resultado de un sistema ético que ha perdido la brújula. La postmodernidad, al desmantelar las grandes narrativas, ha instaurado un relativismo que, en su versión más banal, equipara el conocimiento con la opinión y la crítica con la intolerancia. En este escenario, la búsqueda de la verdad es vista como un acto arrogante o retrógrada, mientras que la solidez del pensamiento es reemplazada por la fluidez de las emociones subjetivas. En este marco existencial, tan real que duele, la estupidez se convierte en una herramienta para la supervivencia social, pues la persona que no cuestiona ni piensa demasiado no amenaza en absoluto el frágil consenso de la indiferencia naturalizada.
Lo que acabamos de exponer representa, literalmente, una tragedia de nuestro tiempo que, a pesar de disponer de las herramientas para alcanzar una iluminación sin precedentes, la humanidad elija el camino de la oscuridad cognitiva. La estupidez, antes un error lamentable y/o digno de vergüenza, se ha transformado en un vicio cómodo, un refugio para aquellos que prefieren la certeza de la ignorancia a la angustia del saber y la duda. La pregunta que se nos impone, entonces, no es si podemos perder la inteligencia, sino si ya la hemos perdido, y si el precio por haberlo hecho es el de vivir en una sociedad que se complace en su propia banalidad, una colectividad que ha intercambiado la capacidad de asombro por el consuelo de la complacencia decadente.
En fin, ¿por qué es fundamental leer estas obras de Aprile hoy? Porque su crítica no se limita a señalar el problema, sino que nos obliga a enfrentarnos a nuestra propia complicidad. La “nueva apología del imbécil” no es un libro que se deba leer desde la indignación pasiva y quejosa, sino como un manual para la resistencia intelectual. Se trata de un texto que nos llama a romper el ciclo de la distracción y la complacencia, a reapropiarnos de nuestra capacidad de pensar y de dudar. En un mundo donde la estupidez es un valor funcional, la lectura de Aprile se convierte en un acto de subversión, una forma de rebelión contra la dictadura del conformismo y la trivialidad.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
DATOS DE CONTACTO
-Correos electrónicos de contacto:
lisiprieto@hotmail.com
lisiprieto87@gmail.com
-Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
-What’sApp: +54 9 2645316668
-Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
-Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
-Twitter: @LichoPrieto
-Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
-LinkedIn:https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
-Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
-Donaciones (opcionales) vía Mercado Pago: +5492645316668
Opinet
¿Y si leemos bien a Marx?

Lisandro Prieto Femenía
“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”: Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach, 1845.
No es ninguna novedad indicar que la obra de Karl Marx ha sido objeto de una instrumentalización ideológica que se ha empeñado con esmero por oscurecer su pensamiento original. Tanto la derecha como la izquierda han manipulado sus conceptos para justificar agendas políticas que, en muchos casos, se alejan de la crítica profunda que este autor formuló sobre el modo de producción capitalista. Hoy queremos invitarlos a reflexionar en torno de los puntos álgidos del pensamiento marxiano y confrontarlos con las interpretaciones erróneas que han proliferado en el panorama político y académico.
Para comprender algo de su obra, es imperativo situar a Karl Marx (1818-1883) en su contexto histórico, porque siempre se piensa desde una época. Nacido en Prusia, en el seno de una familia de clase media ilustrada, su formación filosófica se nutrió del idealismo alemán de Hegel, de quien tomaría el método dialéctico para subvertir sus conclusiones. Su motivación para filosofar no fue meramente académica, sino que estuvo profundamente ligada a la realidad política de su tiempo.
La Revolución Industrial había transformado radicalmente a la sociedad, generando una nueva clase de trabajadores (el proletariado) y exacerbando la pobreza, la alienación y la explotación en las grandes urbes. Por lo tanto, Marx comprendió que la filosofía no podía ser un ejercicio abstracto desvinculado de la realidad de la gente. Su famosa tesis sobre Feuerbach sintetiza esta convicción, a la cual adhiero completamente: la teoría debe estar al servicio de la praxis, de la acción transformadora. En este sentido, sus decisiones políticas y académicas fueron indisociables. La redacción del Manifiesto del Partido Comunista (1848) junto a Friedrich Engels no representa un panfleto, sino una aplicación de su análisis de la historia a la lucha de clases, y su exilio fue una consecuencia directa de su activismo político y de sus publicaciones críticas contra el orden establecido.
Precisamente, en su obra principal, El Capital, no es un manual para la revolución, sino una crítica de la economía política. Marx se propuso revelar la lógica interna del capitalismo, su dinámica y sus contradicciones inherentes. En el prefacio a primera edición, él mismo lo aclara al sostener que “el objeto de esta obra es el modo de producción capitalista y las relaciones de producción e intercambio correspondientes. La finalidad última de esta obra es poner al descubierto la ley económica del movimiento de la sociedad moderna” (Marx, El Capital, 1867).
En el centro de esta crítica, se encuentra el concepto de “valor-trabajo”, una categoría analítica que explica cómo se genera el valor en el capitalismo. Contrario a las interpretaciones que lo reducen a una teoría ética, Marx sostiene que el valor de una mercancía no reside en su utilidad o en la percepción subjetiva de los consumidores, sino en la cantidad de trabajo socialmente necesario para su producción: “Como valores, todas las mercancías son meras cristalizaciones de trabajo humano” (Marx, El Capital, 1867, tomo I, capítulo 1).
Sin embargo, el valor de la fuerza de trabajo del obrero, que se compra por un salario, es inferior al valor que esa misma fuerza de trabajo es capaz de crear. Esta diferencia es la “plusvalía”, la fuente de la ganancia capitalista y el motor de un ciclo incesante. Así, el mismo Marx nos explica que “el capital se acumula por la producción de plusvalor. Esto es, el capital se reproduce, y esta reproducción del capital no es más que la reproducción del capital en una escala cada vez mayor” (Marx, El Capital, 1867, tomo I, capítulo 24). La apropiación de este excedente de valor define al capitalismo, que “el capitalista es, de hecho, la personificación del capital, en tanto que su alma es la sed de plusvalor” (Marx, El Capital, 1867, tomo I, capítulo 8).
La precitada crítica económica se entrelaza con una profunda reflexión sobre el ser humano. El concepto de “alienación” (o enajenación) es central en los primeros escritos de Marx, como los Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Lejos de ser una mera sensación psicológica de extrañamiento, la alienación es un fenómeno multidimensional que estructura la existencia del trabajador bajo el capitalismo. Se manifiesta, en primer lugar, en la “alienación del producto”, en la que el obrero es separado del resultado de su trabajo, que se le enfrenta “como un ser extraño, como un poder independiente del productor” (Marx, Manuscritos, 1844).
La mercancía que crea el obrero, en lugar de ser una extensión de su ser, se convierte en un objeto ajeno que lo domina a través de las leyes del mercado. A esta separación del producto se le suma la “alienación de la actividad productiva”, pues el trabajo no es una actividad libre y creativa, sino una labor forzada, un simple medio para la subsistencia. Sobre esto, Marx nos indica que “el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado” (Marx, Manuscritos, 1844).
Esta enajenación del acto de la producción conduce a una aún más profunda: la “alienación de su ser genérico”. La capacidad de producir conscientemente es, para Marx, la esencia que define al ser humano, lo que nos diferencia de los animales: “El hombre, en cambio, hace de su actividad vital misma el objeto de su voluntad y de su conciencia” (Marx, Manuscritos, 1844). En el capitalismo, esta distinción se desvanece, reduciendo el trabajo a una rutina instrumental. Finalmente, la competencia en el mercado enfrenta a los trabajadores entre sí, y la relación con el capitalista se basa en la explotación, lo que genera una “alienación del otro”, rompiendo los lazos de comunidad y solidaridad.
A pesar de la complejidad de su pensamiento, la obra de Marx fue, es y será sistemáticamente malinterpretada y caricaturizada por ambas alas del espectro político, reduciendo su crítica a un dogma simplista. Desde la derecha, la asociación de Marx con los regímenes totalitarios del siglo XX se ha convertido en un lugar común. Autores como Karl Popper, en su libro La sociedad abierta y sus enemigos, acusaron al pensador de ser un “historicista” y de haber sentado las bases de la represión política. Puntualmente, Popper escribió que “el marxismo es la más exitosa de todas las profecías historicistas. Sus profecías se basan en una interpretación de la historia que se centra en el cambio de las estructuras sociales” (Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, 1945, vol. 2, p. 81). Esta crítica, sin embargo, ignora que Marx concebía al Estado como un mero instrumento de la clase dominante, no como una entidad utópica a ser reforzada.
Por otro lado, la izquierda dogmática ha reducido a Marx a un simple ideólogo del socialismo de Estado, olvidando su profunda crítica a la alienación y su visión humanista. La interpretación soviética, conocida como marxismo-leninismo, instrumentalizó sus ideas para justificar la dictadura del proletariado como un fin en sí mismo, en lugar de un medio temporal. En este contexto, Vladimir Lenin teorizó sobre el partido de vanguardia, un concepto ajeno a la obra de Marx, para dirigir la revolución: “El partido, como vanguardia de la clase obrera, debe dirigir la lucha… sólo el partido puede educar y movilizar a la clase obrera” (Lenin, ¿Qué hacer?, 1902). La desviación precedentemente expuesta transformó la crítica marxiana de la opresión en un nuevo tipo de opresión estatal, desdibujando la esencia liberadora de su pensamiento.
A pesar de las manipulaciones ideológicas, el análisis de la lógica del capital que hace Marx sigue siendo agudamente pertinente. La creciente e inocultable desigualdad, la financiarización (proceso económico en el que los mercados financieros, los motivos financieros y las instituciones financieras adquieren un papel cada vez más dominante en el funcionamiento de la economía global) de la economía y la crisis ecológica son fenómenos que pueden ser comprendidos a través de las categorías marxianas, aunque el contexto histórico sea radicalmente distinto.
A partir de ello, la dicotomía entre la crítica marxiana y los regímenes totalitarios que se autodenominan “socialistas” es un punto central de la reflexión. Es posible argumentar que las desviaciones autoritarias no fueron una consecuencia inevitable de la teoría de Marx, sino una traición a sus principios fundamentales. Marx no abogó por la supresión del individuo en favor del Estado, sino por la liberación de la individualidad del yugo de la explotación.
Su crítica se dirigía al poder deshumanizante del capital, no a la libertad humana. Por ende, la verdadera lección reside en la necesidad de distinguir la teoría del pensador de las aplicaciones política e históricamente fallidas, a menudo contaminadas por lógicas de poder que Marx mismo habría criticado (créanme, no lo veo a Marx aplaudiendo a Nicolás Maduro o a los Castro en Cuba). Asimismo, si el Estado es, como Marx lo describió, un instrumento de la clase dominante, la praxis política para evitar la re-creación de nuevas formas de alienación y dominación es uno de los desafíos más complejos del pensamiento contemporáneo.
La clave, quizás, no resida en la conquista del poder estatal para instaurar un nuevo orden, sino en la creación de contrapoderes y movimientos desde la base social. Un enfoque que priorice la autogestión, la democracia radical y las formas de organización horizontal podría ser la única vía para construir una sociedad libre de dominación sin replicar las jerarquías que se busca derrocar. Por último, en el mundo globalizado y digital en el que vivimos, la plusvalía y la explotación no han desaparecido: simplemente han mutado, se han sofisticado.
El valor ya no se produce únicamente en la fábrica, sino también en las plataformas digitales, en el trabajo inmaterial, en la economía de servicios y en la minería de datos. La plusvalía se manifiesta en la monetización de la atención, la venta de información personal y la precarización del trabajo en la “gig economy”, o “economía de los trabajos esporádicos” como modelo de mercado laboral en el que predominan los contratos a corto plazo o el trabajo autónomo, en lugar de los empleos fijos y a tiempo completo. En este sistema, las personas realizan «gigs» o tareas puntuales a cambio de una tarifa, actuando como trabajadores independientes. También, la explotación del trabajo no es un fenómeno del pasado, sino una realidad global que se esconde detrás de la flexibilidad laboral y la externalización de la producción. A pesar de los cambios tecnológicos y sociales, el armazón conceptual de Marx nos ofrece las herramientas para desentrañar las nuevas formas de opresión, demostrando que su pensamiento sigue siendo una herramienta interesante para analizar críticamente nuestro tiempo.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
DATOS DE CONTACTO
-Correos electrónicos de contacto:
lisiprieto@hotmail.com
lisiprieto87@gmail.com
-Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
-What’sApp: +54 9 2645316668
-Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
-Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
-Twitter: @LichoPrieto
-Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
-LinkedIn:https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
-Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
-Donaciones (opcionales) vía Mercado Pago: +5492645316668