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León XIV: entre la herencia y la esperanza

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«Con la gracia de Dios y la fuerza del Espíritu, deseo caminar en las huellas de Pedro, sirviendo a la Iglesia con amor y dedicación, recordando especialmente a los más pobres y continuando el camino trazado por el Papa Francisco.» León XIV

La elección de un nuevo Sumo Pontífice constituye un kairos, es decir, un tiempo de gracia y discernimiento para la Iglesia Católica. No sólo representa la sucesión apostólica del Pedro, fundamento de la unidad y la misión eclesial (cf. Mateo 16:18-19; “Lumen Gentium”, n. 20), sino que también inaugura una nueva etapa marcada por la singularidad del nuevo pastor y sus respuestas a los desafíos de nuestra época. En este contexto, la elección del cardenal estadounidense Robert Francis Prevost, quien ha tomado el nombre de León XIV, invita a una profunda reflexión filosófica y teológica.

El ministerio de León XIV se inscribe en un presente eclesial complejo, marcado por la herencia de pontificados recientes y la urgencia de responder a problemáticas multifacéticas. La secularización creciente, diagnosticada por autores como Charles Taylor como una transformación profunda de las condiciones de la creencia religiosa (A secular age, 2007), la persistencia de crisis de fe y de confianza derivadas, en parte, de los escándalos de abusos, los apremiantes desafíos de justicia social y ambiental, articulados con fuerza en la encíclica “Laudato Sí” del Papa Francisco (2015), así como la necesidad de profundizar el diálogo interreligioso y ecuménico, configuran un panorama desafiante. La tradición teológica que sustenta el papado, desde la reflexión patrística sobre el mumus petrinum (la tarea de Pedro) hasta la rica doctrina conciliar del siglo XX, ofrece un marco fundamental para que podamos comprender la magnitud de esta nueva misión (cf. John O’Malley, What happened at Vatican II, 2008).

Para comprender la impronta que León XIV podría imprimir en su ministerio, es crucial dirigir la mirada a su trayectoria previa: su servicio como obispo de Chiclayo, Perú, desde 2001 hasta 2014, revela un pastor comprometido con la realidad de su Iglesia local. Según un análisis de Vida Nueva Digital (2014), durante su episcopado en Chiclayo, Mons. Prevost demostró una sensibilidad particular hacia las problemáticas sociales, impulsando iniciativas en favor de los más vulnerables y abogando por la dignidad humana. Esta experiencia en una Iglesia periférica, confrontada con la pobreza y la desigualdad, podría haber marcado profundamente su perspectiva sobre su misión social de la Iglesia.

Posteriormente, su nombramiento como Prefecto del Dicasterio para los Obispos en el año 2023 le brindó una visión panorámica de la Iglesia universal y de los desafíos inherentes al gobierno pastoral. Al respecto, el teólogo Kurt Koch, actual Prefecto del Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, ha señalado en diversas entrevistas la importancia que tiene la colegialidad episcopal y la necesidad de un discernimiento cuidadoso en la selección de obispos que sean verdaderos pastores según el corazón de Cristo (cf. Servizio Informazione Religiosa, 2023). Pues bien, la participación de León XIV en este proceso podría también sugerirnos una comprensión de la crucial tarea de fortalecer el liderazgo pastoral en las Iglesias particulares.

Ahora bien, desde una óptica filosófico-teológica, la trayectoria y las experiencias de León XIV podrían traducirse en un enfoque particular para su pontificado. Su compromiso previo con la justicia social resuena con la teología de la liberación, que enfatiza la opción preferencial por los pobres y la transformación de las estructuras injustas (cf. Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación, 1971). Su experiencia en el Discasterio para los Obispos podría fortalecer su visión sobre la colegialidad y la sinodalidad, temas centrales en el debate eclesial actual y promovidos con insistencia por el Papa Francisco (cf. Evangelii Gaudium, n. 16). Al respecto, el teólogo Ormond Rush (2018) en The vision of Vatican II: Its fundamental principles, subraya cómo la sinodalidad no es sólo un método, sino una dimensión constitutiva de la Iglesia.

Como habrán podido notar, el pontificado de León XIV se erige en un contexto de desafíos apremiantes. Como mencionamos al pasar recientemente, la crisis de credibilidad derivada de los escándalos requiere respuestas contundentes y medidas efectivas para la sanación de las víctimas y la prevención de futuros casos (cf. Vos estis lux mundi, 2019), En segundo lugar, la polarización interna dentro de la Iglesia, con diferentes sensibilidades teológicas y pastorales, exige un liderazgo capaz de fomentar la unidad en la diversidad (cf. Massimo Faggioli, Catholicism and citizenship; Political Cultures of the Church in the XXI Century, 2017). En tercer lugar, el diálogo con el mundo contemporáneo, marcado por el pluralismo religioso y la indiferencia, requiere una nueva evangelización que sea relevante y atractiva (cf. Aoarecida Document, 2007). Finalmente, la reforma de la Curia Romana, iniciada por sus predecesores, demanda continuidad y discernimiento para hacerla más eficiente y al servicio de la misión de la Iglesia (cf. Praedicate Evangelium, 2022).

El liderazgo eclesial en nuestro siglo se desenvuelve en un escenario globalizado y complejo, marcado por la rapidez de las comunicaciones, la pluralidad de cosmovisiones y la interconexión de los desafíos. El papado, en este contexto, enfrenta desafíos específicos que van más allá de la administración interna de la Iglesia. Autores como Timothy Radcliffe (2005) en su obra titulada What is the point of being a Christian? Enfatizan en la necesidad de un liderazgo que sea profético, capaz de escuchar las voces del mundo y discernir los signos de los tiempos a la luz del Evangelio, es decir, un liderazgo que promueva la comunión y la participación, superando las divisiones y fomentando la corresponsabilidad de todos los bautizados.

Uno de los desafíos más apremiantes para el liderazgo papal en la actualidad es navegar por los conflictos geopolíticos y sus implicaciones humanitarias y religiosas. La persistente y trágica situación en Tierra Santa, con el bombardeo incesante del territorio palestino donde conviven comunidades cristianas y musulmanas, representa un desafío pastoral y ético de enorme magnitud. La Iglesia Católica, con su larga tradición de búsqueda de la paz y la justicia (cf. Pacem in Terris, Juan XXIII, 1963), tiene la responsabilidad de alzar su voz en defensa de los derechos humanos, el cese de la violencia y la promoción de una solución justa y duradera en la región.

El impacto de estos conflictos en las comunidades cristianas locales es particularmente doloroso. Como señala el Patriarca Latino de Jerusalén, Pierbattista Pizzaballa, en repetidas declaraciones, las comunidades cristianas en Tierra Santa se ven directamente afectadas por la violencia, la inseguridad y la falta de perspectivas. Pues bien, el liderazgo papal debe ofrecer consuelo y solidaridad a estas comunidades, abogar por su protección y garantizar que sus voces sean escuchadas en la escena internacional. Esto requiere un delicado equilibrio diplomático y una firmeza profética al condenar la violencia indiscriminada y abogar por el respeto del derecho internacional y los derechos humanos fundamentales.

Además de la situación en Tierra Santa, su papado debe abordar otros desafíos globales como la crisis climática, la creciente desigualdad económica, las migraciones forzadas y la defensa de la dignidad humana en todas sus etapas. Estos desafíos exigen un liderazgo moral claro y una capacidad de diálogo con líderes políticos, religiosos y la sociedad civil en su conjunto. El Papa León XIV, como sucesor de Pedro, está llamado a ser un faro de esperanza y un constructor de puentes en un planeta cada vez más devastado por la avaricia y la crueldad. Su capacidad de integrar la rica tradición teológica de la Iglesia con una comprensión profunda de los desafíos contemporáneos precitados será, entonces, crucial para su pontificado.

En fin, queridos lectores, el pontificado que hoy inicia León XIV se sitúa en la encrucijada entre una rica herencia teológica y los apremiantes desafíos del presente. Su trayectoria, marcada por el compromiso social y la experiencia en la guía del episcopado, junto con la reflexión sobre las posibles perspectivas filosófico-teológicas que informarán su ministerio, nos invitan a tener una esperanza activa. La responsabilidad de los fieles reside ahora en acompañar con la oración, la reflexión crítica y la colaboración en este nuevo capitulo en la historia de la Iglesia Católica, confiando en la guía del Espíritu Santo que obra a través de su Vicario en la tierra.

Lisandro Prieto Femenía.       
Docente. Escritor. Filósofo       
San Juan – Argentina      

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Politólogo Óscar Martínez Peñate afirma que ARENA y FMLN desaparecerán en las urnas

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El politólogo Óscar Martínez Peñate reiteró ayer que la población eliminará, a través de su voto en los comicios generales de 2027, al FMLN y ARENA como partidos políticos.

Inicialmente planteó que el Círculo de Reflexión Política Siglo XXI, del cual es integrante, solicitaría al Tribunal Supremo Electoral (TSE) la cancelación de ambos partidos, pues varios de sus dirigentes negociaron con las pandillas para tener respaldo en las urnas.

«Como Círculo de Reflexión Política Siglo XXI decidimos que no le vamos a quitar ese privilegio y derecho a la población, para que sea quien elimine a estos dos partidos, en las elecciones de 2027, por todo el daño que le han causado a El Salvador», reafirmó.

Ernesto Muyshondt, de ARENA, yasí como Benito Lara y Arístides Valencia, del FMLN, en su calidad de diputados se reunieron con pandilleros y negociaron el respaldo de las estructuras criminales para los comicios presidenciales de 2014, según investigación de la Fiscalía General de la República. Ya fueron dictadas sentencias por ese delito.

Los dos partidos gobernaron de 1989 a 2019, y ahora carecen de la preferencia ciudadana, según mostró la última encuesta de CID Gallup.

«No queremos quitarle la maravillosa oportunidad al pueblo salvadoreño de que vayan a las urnas y lo hagan de mano propia (eliminar a ARENA y FMLN)», declaró también el abogado Aldo Álvarez, integrante del Círculo de Reflexión Política Siglo XXI.

Opinión | Óscar Martínez Peñate
Politólogo
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.

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«Invertir en educación es la base del desarrollo», afirma el analista René Martínez

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El analista y sociólogo, René Martínez, consideró que la inversión del presidente Nayib Bukele en educación se ha convertido en la base para el desarrollo social del país, un aspecto que, según él, fue descuidado durante décadas por los gobiernos anteriores, generando desigualdad social.

Martínez explicó que la falta de inversión en el sector educativo dejó en desventaja a muchos estudiantes y graduados del sistema público. Sin embargo, actualmente, después de fortalecer la seguridad pública, el gobierno apuesta por la educación de las futuras generaciones.

«Para mí, la apuesta principal de la gestión del presidente es la educación pública, porque permitirá superar problemas de desigualdad social y construir una cultura política democrática diferente», afirmó Martínez durante la Entrevista AM de Canal 10.

El sociólogo resaltó el programa Dos Escuelas por Día, mediante el cual el gobierno moderniza y revitaliza los centros educativos a nivel nacional, convirtiéndolos en espacios atractivos que motivan a los estudiantes a estudiar.

Martínez también criticó que, en gobiernos anteriores de ARENA y FMLN, los centros educativos eran entregados a pandillas como parte de negociaciones territoriales, afectando el acceso a la educación. «Cada pandilla tenía que contar con su centro escolar en su territorio», señaló.

Opinión | Mauricio Rodríguez
Sociólogo y analista
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.

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¿Hay soberanía si dependemos de una moneda extranjera?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“Una verdadera soberanía financiera implica que el Estado no dependa de fuentes externas de financiación que puedan condicionar sus decisiones de política interna”: Milton Friedman, Capitalism and Freedom, 1962, p. 84.

La noción de soberanía nacional se erige como uno de los pilares fundamentales del orden político internacional. En su acepción más básica, remite a la autoridad suprema e independiente de un Estado para ejercer poder dentro de su territorio y relacionarse con otros actores internacionales sin injerencias externas. Pues bien, esta soberanía política, intrínsecamente ligada a la capacidad de autodeterminación y al ejercicio pleno de la voluntad de cada pueblo, se ve peligrosamente erosionada cuando la autonomía económica de una nación se encuentra subyugada a las dinámicas y decisiones de potencias extranjeras, particularmente a través de la dependencia de su moneda.

Para comprender la profundidad de este problema, es necesario que comencemos a desglosar el concepto de soberanía, desde un punto de vista político. Jean Bodin, en su obra “Los seis libros de la república” (1576), definió la soberanía como “el poder absoluto y perpetuo de una República”, indicando que es potestad indivisible e inalienable era la esencia misma del Estado la facultad última de legislar, administrar justicia, declarar la guerra y establecer la paz. Si bien la concepción de soberanía ha evolucionado desde el siglo XVI, la idea central de un poder supremo interno, no sujeto a otro poder terrenal, sigue siendo relevante.

Asimismo, Carl Schmitt señala, en su obra “El concepto de lo político” (1932), que la soberanía reside en la capacidad de decidir sobre el “estado de excepción”, es decir, aquel límite donde las normas ordinarias son completamente suspendidas, revelando la autoridad última que define la existencia política de una comunidad. Si el concepto les resulta extraño, sólo tienen que pensar en lo sucedido durante la cuarentena reciente, producto de la pandemia por CODIV-19: el Estado, en su potestad superior, decide cerrar fronteras, restringir la circulación y obligar, con fuerza de ley, a todos los ciudadanos a permanecer en sus hogares.

Ahora bien, esta soberanía política se torna frágil e incompleta si no se sustenta en una sólida soberanía económica. La capacidad de una nación para gestionar sus propios recursos, definir sus políticas productivas, comerciales y financieras, y controlar su destino económico, es un componente esencial de su autonomía real. Al respecto, Friedrich List argumentaba, en su “Sistema nacional de economía política” (1841), que la “fuerza productiva” de una nación, que incluye no sólo sus recursos naturales sino también su capital humano, su tecnología y su capacidad de organización, es la base de su independencia y prosperidad. Pues qué belleza, suena bastante bien, pero en el plano trágico de lo real, la dependencia económica forzada, especialmente la dependencia monetaria, socava esta fuerza productiva y limita severamente la capacidad de un Estado para ejercer su soberanía política de manera efectiva.

La adopción forzada o la internalización estructural de una moneda extranjera como resguardo de valor de la reserva nacional, en este caso el dólar estadounidense, constituye una profunda herida a la soberanía económica. Tengamos en cuenta que, cuando un país no tiene la capacidad de controlar el valor de su propia moneda con credibilidad y estabilidad, se ve obligado a navegar en un mar económico cuyas corrientes son definidas por las decisiones de otro Estado. Como afirmaba el tan criticado por los libertario John Maynard Keynes, en su obra titulada “Las consecuencias económicas de la paz” (1919), “no hay medio más sutil y seguro de subvertir la base existente de la sociedad que corromper su moneda. Este proceso compromete todas las fuerzas ocultas de la ley económica del lado de la destrucción, y lo hace de una manera que nadie es capaz de diagnosticar”. Aunque Keynes se refería particularmente a la inflación, su advertencia sobre la vulnerabilidad inherente a la manipulación monetaria resuena con la dependencia que tiene un país de una moneda emitida en el extranjero.

La realidad para muchos países, especialmente en Hispanoamérica y el mundo “en desarrollo”, es que sus economías operan obligadas bajo la sombra del dólar. Las transacciones internacionales se realizan predominantemente en esta divisa, los precios de las commodities se fijan en dólares, y las reservas de valor de sus bancos centrales se acumulan, en casi su totalidad, en esta moneda. Consecuentemente, la dolarización, ya sea formal o informal, implica que las políticas monetarias y las decisiones económicas que toma la Reserva Federal de los Estados Unidos tienen un impacto directo y significativo en la estabilidad de estas naciones. Tengamos en cuenta que un aumento en las tasas de interés en Estados Unidos puede generar fugas de capitales, devaluaciones de las monedas locales y crisis de deuda en países dependientes del dólar. Sin ir más lejos, hoy podemos apreciar cómo la política comercial “proteccionista” estadounidense afecta negativamente las exportaciones y el crecimiento económico de estas naciones, porque en esencia, se transfiere una porción significativa de la capacidad de decisión económica a un actor externo, limitando así la autonomía para implementar políticas que respondan a las necesidades internas.

Teniendo en cuenta lo precedentemente enunciado, resulta, cuanto menos, paradójico, e incluso ridículo, observar cómo los países que están dotados de abundantes y valiosos recursos naturales, con una riqueza intrínseca en sus tierras, minerales, energía y biodiversidad, se ven obligados de mendigar estabilidad económica a través de la adopción tácita o explícita de una moneda extranjera. La imagen de una nación rica en recursos, pero económicamente vulnerable a cada estornudo financiero de Washington, es un claro síntoma de una soberanía incompleta que a nadie parece molestarle, o también, una autonomía mutilada por la dependencia monetaria a la que jamás nos debimos acostumbrar.

Ahora bien, les pregunto, queridos lectores, ¿cómo es posible que un país con vastas reservas de litio, petróleo, cobre y tierras fértiles deba su estabilidad económica a la política monetaria de otro Estado que quizá carece de esos mismos recursos en la misma magnitud? Evidentemente, esta situación revela una profunda asimetría de poder, donde la capacidad de emitir la moneda de reserva global otorga una influencia desproporcionada a la nación emisora, permitiéndole externalizar costos y condicionar las políticas de otros.

En este punto de la reflexión, creo que es necesario indicar que la dependencia del dólar no es un fenómeno natural ni inevitable. Se trata, más bien, del resultado de procesos históricos, de relaciones de poder desiguales y, en muchos casos, de la internalización de un paradigma económico que prioriza la estabilidad nominal anclada a una moneda “fuerte” extranjera por encima de la construcción de una moneda nacional robusta y creíble. Esta situación de dependencia por imposición también ha perpetuado un círculo vicioso: la falta de confianza en la moneda local impulsa la dolarización, y la dolarización debilita aún más la capacidad de cada Estado para gestionar su propia política monetaria y construir confianza.

Para comprender de manera cabal el asunto de la autonomía financiera, procedamos a interpretar algunos ejemplos históricos de soberanía monetaria. Si bien la dependencia del dólar estadounidense como moneda de reserva y ancla de valor es una realidad extendida, existen ejemplos de naciones que han logrado construir y mantener sus monedas fuertes, preservando así una mayor autonomía en su política económica y fortaleciendo su soberanía. En estos casos vamos a ver claramente que la dependencia no es un destino inevitable, sino una condición que puede ser trascendida mediante políticas económicas prudentes, instituciones sólidas y una visión estratégica a largo plazo.

Uno de los ejemplos más emblemáticos es el del Reino Unido y su Libra Esterlina (GBP). A lo largo de su historia, el Reino Unido construyó un imperio comercial y financiero cuya moneda llegó a ser la principal divisa de reserva mundial. Si bien su preeminencia disminuyó con el ascenso del dólar tras la Segunda Guerra Mundial, la libra esterlina ha mantenido su estatus como una moneda importante a nivel global. El Banco de Inglaterra, con una larga tradición de independencia y credibilidad, ha desempeñado un papel crucial en la gestión de la política monetaria y en el mantenimiento de la estabilidad de la libra.

A pesar de sus fluctuaciones y los desafíos económicos, el Reino Unido ha conservado la capacidad de emitir y controlar su propia moneda, utilizándola como una herramienta fundamental de su política económica y sin depender de una moneda extranjera para sustentar su valor. En este caso puntual, se demuestra que una historia de estabilidad, instituciones fuertes y una gestión económica autónoma pueden consolidar una moneda nacional robusta.

La libra esterlina, como moneda fiduciaria moderna, no tiene un sustento material directo, como el oro o la plata. Su valor se basa en la confianza que el público y los mercados tienen en la economía del Reino Unido, en la estabilidad de sus instituciones (especialmente del Banco de Inglaterra) y en la política monetaria que implementa. Históricamente, la libra estuvo ligada a metales preciosos, particularmente a la plata (de ahí el término “esterlina”, que se asocia a la pureza de la plata). En el siglo XIX y principios del XX, adoptó el patrón oro, donde la libra era convertible a una cantidad fija de oro, aunque este sistema se abandonó definitivamente en 1931.

Actualmente, la libra esterlina se emite contra activos que posee el Banco de Inglaterra: deuda pública (comprando bonos emitidos por el gobierno británico, inyectando libras en la economía); reserva de divisas (manteniendo reservas en otras monedas como dólares o euros) y compra-venta de las mismas para influir en la cantidad de libras en circulación y otros activos. Es importante entender que en el sistema fiduciario actual, el valor de una moneda no reside en un bien físico subyacente, sino en la gestión responsable de la política monetaria por parte del banco central, la fortaleza de la economía que la respalda y la confianza general en su estabilidad como medio de intercambio y depósito de valor.

El precitado ejemplo demuestra que la construcción de una moneda fuerte y la reducción de la dependencia de divisas extranjeras son objetivos alcanzables. Eso sí, requieren de un compromiso sostenido en el tiempo con la estabilidad económica, la construcción de democracias e instituciones creíbles y la implementación de políticas que fomenten la confianza en la moneda nacional. Si bien el camino es complejo y lleno de desafíos, la recompensa en términos de autonomía económica y soberanía nacional es innegable, en tanto que estas naciones han podido demostrar que es posible navegar la economía global con una moneda propia como ancla de valor, en lugar de depender de la voluntad y capricho de otros.

En pocas palabras, está claro que haber renunciado a la plena soberanía monetaria nos ha implicado ceder una herramienta fundamental para el desarrollo económico, independientemente de que estemos nadando en oro, petróleo o litio. Un Estado con control sobre su moneda puede utilizarla para estimular la demanda interna, financiar sus proyectos de inversión, gestionar la inflación y responder a los shocks económicos de manera autónoma. La dependencia del dólar ata las manos de los gobiernos, limitando su capacidad para implementar políticas contracíclicas efectivas y para promover un desarrollo económico que responda a las necesidades específicas de su población.

Creo que, al menos desde la perspectiva que hemos mostrado hoy aquí, la búsqueda de una soberanía plena y una autonomía real exige un esfuerzo consciente por reducir la dependencia que tenemos de la moneda extranjera. Esto no implica necesariamente caer en un aislamiento económico, sino en propiciar la construcción de una moneda nacional fuerte y estable, respaldada por una economía diversificada y productiva, y por instituciones sólidas y transparentes que no utilicen los Bancos Centrales como fábrica de hacer billetes según su conveniencia populista. Sólo así, los países ricos en recursos podrán traducir esa abundancia natural en bienestar para sus ciudadanos, sin verse constantemente amenazados por las decisiones económicas que toma el presidente psicópata de una potencia extranjera. La verdadera soberanía reside, entonces, en la capacidad de decidir nuestro propio destino, incluyendo, por supuesto, el destino de la propia moneda.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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