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COVID-19 e integración regional. Marruecos y África ejemplo para Centroamérica

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El COVID-19 es un fenómeno que desbordó la salud pública para configurarse como el factor dinámico que -para mal y para bien- está cambiando tanto las relaciones internacionales como la economía global.

El COVID-19 ha recibido, aún en bloques de naciones con profundo arraigo como la Unión Europea (UE), una respuesta fundamentalmente nacional. Mientras en Hungría el primer ministro Viktor Orban aprovechó la crisis sanitaria para concentrar más poder unipersonal en contracorriente de los principios y valores democráticos de su país y la UE; en Suecia, se apeló a la educación del pueblo para balancear las medidas sanitarias con las libertades individuales, y nunca sometieron a cuarentena a la población; mientras Italia, Francia y España, experimentaron la mayor cantidad de muertes desde la Segunda Guerra Mundial, sufrimiento extremo al que se sumó el Reino Unido un mes después. De hecho, cuando escribimos estas líneas, los tres países mediterráneos alcanzan un alivio por fin en sus cifras de muertes y nuevos contagios, en contraste con el Reino Unido que recorre el tramo ascendente de la crisis con el antecedente de su primer ministro hospitalizado por COVID-19.

Los efectos de la pandemia -en Asia, África, y América Latina y el Caribe- también han sido heterogéneos, pero en el curso de la emergencia se observan indicadores comunes sobre los cuales reflexionaremos en este artículo.

Wuhan está localizada en el centro de la vasta región sureste. Su posición es privilegiada y así lo exhibe la historia china tanto por su ubicación en la cuenca del Río Yangtzé (“el Gran Río”) como por su recorrido de más de 900 kilómetros hasta Shanghai y el Océano Pacífico. La transición china de economía emergente a potencia económica globalizada, con los terribles saldos medioambientales por todos conocidos, envolvió a Wuhan para bien y para mal. Por ello, la propagación del coronavirus estaba asegurada por la conectividad global del Siglo XXI pero China hizo muy poco o casi nada para su contención, por el contrario, ocultó la existencia de este nuevo virus hasta que las muertes en Wuhan desbordaron el control político del Partido Comunista y el silencio que había mantenido el director de la Organización Mundial de la Salud (Napoleón Campos, El Diario de Hoy, “Coronavirus. Historia y Globalización”. 04/03/2020, p. 17) El debate sobre su origen -si natural o en laboratorio- está ya abierto y difícilmente será zanjado por China ante la demanda tanto de investigaciones desde Australia pasando por Europa hasta Norteamérica como de reparación ante la recesión económica mundial.

Curiosamente, las naciones en el vecindario chino no han sido las más afectadas por el COVID-19. La frontera entre China y Corea, antes de la división entre Norte y Sur durante la Guerra Fría, era de casi 1,500 kilómetros. Corea del Sur, viejo amigo y cooperante de Centroamérica, se ha erigido como ejemplo en el combate anti-coronavirus: para mayo no registra ni fallecidos ni nuevos contagios. En la India, el país más poblado del planeta después de China (la frontera entre India y China es de más de 3 mil kilómetros), donde se registró el primer contagiado tan pronto como el 30 de enero y se temió lo peor, al 5 de mayo el coronavirus está relativamente contenido pues los contagiados confirmados son de 47 mil, con casi 13 mil recuperados y tan sólo 1,600 fallecidos. El primer ministro, Narendra Modi, manifestó el 27 de abril que la economía del país se encontraba en «buen estado» y pidió que se extendieran las medidas de restricción de movimientos por el coronavirus en los principales focos de contagio del país. «No existe motivo alguno para preocuparse por la situación económica», dijo Modi. Insistió en que el confinamiento podía ser levantado en algunas regiones. Modi solicitó a las autoridades de las diferentes regiones a preparar un plan de retorno a la «normalidad».

En América Latina y el Caribe (ALC), nuestro hermano centroamericano, Costa Rica, está por ponerle fin a la pandemia. Costa Rica es refugio de miles de nicaragüenses que huyen de la tiranía de Daniel Ortega; su proeza sanitaria es de aplaudir por haber conquistado un balance nada fácil entre población residente y un flujo de refugiados a mediana escala. Al 4 de mayo, ALC registran alrededor de 280 mil contagiados y 15 mil fallecidos la mayoría en Brasil (más de 8 mil muertes) seguido por México (2,271) y Ecuador (1,569). Las cifras son relativamente bajas en comparación a EEUU y Canadá en contagios y fallecidos. En las Américas, a ALC -con una población de 650 millones de habitantes, el doble de la de EEUU- corresponden tan sólo el 17 % de contagios confirmados y el 8 % de los fallecidos. Lamentablemente, al igual que en la UE, a pesar de los esquemas de integración regional y hemisféricos, la respuesta ha sido nacional como ya señalamos punteando Costa Rica como la salida más exitosa ante la crisis sanitaria.

En África, un continente con 1.3 mil millones de habitantes (el doble de ALC), los liderazgos históricos se han expresado también ante la pandemia robusteciendo, afortunadamente, la integración regional. El rey de Marruecos, Mohamed VI, lanzó el 15 de abril una propuesta a los mandatarios africanos para combatir la pandemia de manera conjunta y coordinada. El monarca marroquí alentó a configurar un cuadro operativo para la gestión concertada durante el curso del coronavirus. “Se trata de una iniciativa pragmática y orientada hacia la acción que permita que se compartan las experiencias y buenas prácticas con vistas a hacer frente al impacto sanitario, económico y social de la pandemia”, recogió un comunicado oficial de Marruecos.

La iniciativa del Rey Mohammed VI fue calificada como «no solo práctica y realista, sino también inclusiva y de sentido común» por el Vicepresidente Ejecutivo de la Academia Diplomática Africana, Mohamed H’Midouche. El enfoque participativo, que sustenta esta iniciativa, se fundamenta en los métodos de gestión más modernos, subrayó H’Midouche: el intercambio de «mejores prácticas» y la adopción de un enfoque de gestión basado en los resultados (incluidos los indicadores de desempeño), los cuales facilitarán el monitoreo y la evaluación de la matriz de acciones a ser aprobadas y adoptadas por los Jefes de Estado africanos en las próximas semanas.

El 20 de abril, la entidad legislativa de la Unión Africana (UA), el Parlamento Panafricano (PAP), con sede en Sudáfrica, saludó la iniciativa del monarca marroquí y destacó la trascendencia de compartir los conocimientos y la tecnología para enfrentar el COVID-19. La UA es la entidad hemisférica de África (el equivalente de la OEA). De hecho, los términos de inclusión y sentido común contenidos en la iniciativa del Rey de Marruecos están siendo ejecutados a cabalidad por el mismo Centro de Control de Enfermedades de la UA, con sede en Etiopía; sirva de ejemplo la fase de ensayos clínicos del té de hierbas patentado por el gobierno de Madagascar cuya base es la Artemisa (Artemisia Vulgaris) utilizada tradicionalmente para la cura del paludismo. El gobierno de Madagascar reporta ahora que el té es efectivo para curar y prevenir el coronavirus tras siete días de consumo. El té es distribuido masiva y gratuitamente, y goza de la aceptación entre los 27 millones de habitantes de la isla que reporta tan sólo 151 contagios y ningún fallecido.

Al 4 de mayo, los 55 Estados miembros de la UA registran casi 50 mil casos confirmados de contagio por COVID-19 y 2 mil fallecidos. Para quienes pensaron que el relativo subdesarrollo de no pocos países africanos iba a desembocar en una mortandad, las cifras como vemos son alentadoras: el gigante poblacional, Nigeria, de 200 millones de habitantes, a la fecha registra 2,800 contagios y menos de 100 fallecidos; el otro gigante, Sudáfrica, de 60 millones de habitantes, reporta casi 8 mil contagios y 138 fallecidos.

Como ya lo he señalado en otras de mis publicaciones en CRONIO, Marruecos, con una población de 37 millones, comparte con nosotros temas y problemáticas de interés nacional, regional, y mundial, al tiempo que Marruecos es socio extrarregional del Sistema de la Integración Centroamericana. Si bien en su territorio se registran, a la fecha, 5,200 contagiados confirmados, los fallecimientos son menos de 200, sin embargo, como lo anunció el 24 de abril su Ministro de Asuntos Exteriores, Nasser Bourita, al menos 341 marroquíes han fallecido en el exterior por coronavirus fundamentalmente en países de Europa. México reportó, oficialmente el 29 de abril, que 567 de sus connacionales habían muerto en el mundo por COVID-19 (2,271 fallecidos en territorio mexicano). A finales de abril, los países del “Triángulo Norte” reportaron como connacionales fallecidos en el exterior por COVID-19: El Salvador, 122 (13 en territorio nacional); Guatemala 64 (19 en territorio nacional), y Honduras a 39 (83 en territorio nacional). Debemos reconocer que las diásporas han puesto su cuota de sacrificio ante la pandemia.

La iniciativa de integración regional y combate al COVID-19 del Rey de Marruecos para África daría positivos frutos en Centroamérica donde ha predominado la lógica de “sálvese quien pueda”. Frente al éxito de Costa Rica destaca, lamentablemente, la tiranía de Daniel Ortega en Nicaragua. El 7 de abril, la directora de la Organización Panamericana de la Salud expresó la preocupación de su organización “por la respuesta al COVID-19 que se ve en Nicaragua”. Consideró “inadecuados la prevención y el control del COVID-19 en Nicaragua”. En El Salvador, a los errores en la aplicación de las medidas sanitarias como los primeros “albergues” donde confinaron viajeros de todos los orígenes que arribaban al aeropuerto internacional Oscar Arnulfo Romero, las aglomeraciones propiciadas por el propio gobierno el 30 de marzo para recibir un bono de US$ 300 y las decisiones penitenciarías hacinando aún más a los presos en las cárceles, se suman los irrespetos al Estado de Derecho, a la Independencia Judicial, a la Separación de Poderes y a la institucionalidad democrática. Un deterioro jurídico y político no visto en El Salvador desde la firma de los Acuerdos de Paz en enero de 1992.

Como si la crisis sanitaria no fuera suficiente, los países centroamericanos enfrentan la caída de las remesas que envían los paisanos desde el exterior junto al desplome de su productividad nacional y de las exportaciones demandadas desde EEUU por el shock en el consumo y la destrucción de empleos (30 millones de solicitudes para beneficio por desempleo había recibido el gobierno estadounidense a finales de abril, un indicador de la recesión en curso siendo del 4.8% la caída del PIB). Honduras reporta entre el 13 de marzo y el 13 de abril una baja en las remesas del orden del 43%. Los bancos centrales de El Salvador y Guatemala reportan disminuciones intermensuales de febrero a marzo del 3% y el 8%, respectivamente. El desplome se profundizará de abril-mayo en adelante.

Las remesas juegan el doble rol: evitan que miles de familias caigan en la pobreza y sacan de la pobreza a miles de familias más. Su disminución, en este contexto de vulnerabilidad, se traducen en hambre entre la población. Y de agudizarse el hambre habrá más migrantes -seguramente hasta nuevas caravanas- hacia el norte del continente. De hecho, la última caravana salió de Honduras apenas el 1 de febrero pasado. Estos factores son claves en la ecuación política que esperamos de cada gobierno, y de la región centroamericana en su conjunto, para la reconstrucción post-coronavirus. De no hacerlo, se precipita una crisis humanitaria no vista desde las guerras civiles del siglo pasado que desbordará los daños por la pandemia.

Una última reflexión.

Cuando se inicien las vacunaciones masivas a finales del 2020 y principios del 2021, el COVID-19 será una página por pasar en la historia de cada uno, de cada familia, de cada colectividad. El COVID-19, para entonces, habrá causado cientos de miles de muertes y millones de contagios, y millones más padecerán traumas emocionales por las pérdidas sufridas y las cuarentenas forzosas, si bien a la larga los daños serán limitados y acotados, y el mundo entero estará mejor preparado para futuras epidemias. Pero, el futuro no estará cifrado allí sino en las heridas para la convivencia ciudadana sobre todo en los países donde se respondió a la crisis sanitaria con autoritarismo, con violaciones a los Derechos Humanos, y sin audacia política. Estas heridas tardarán muchos años en sanar.

Por Napoleón Campos.

Especialista en Temas Internacionales.
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La Navidad del alma salvadoreña

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En pleno siglo XXI, pocos países han logrado levantarse con tanta fuerza después de la tormenta. Cuando el mundo entero tambaleaba bajo el peso de la pandemia, El Salvador (pequeño como una hormiga, pero incansable como el sol) se alzó como un rayo de luz en medio de una América oscurecida por la pandemia. Mientras otros miraban hacia dentro, este país miró hacia adelante. Se reconstruyó paso a paso, sin disonancia, con una determinación casi silenciosa, hasta que el mundo, sorprendido, volvió a pronunciar su nombre con respeto y admiración.

Tras la oscuridad de la pandemia, cuando el mundo entero tambaleó, fue El Salvador el país que se levantó con paso firme, sorprendiendo a propios y extraños. Su nombre comenzó a viajar de boca en boca; se convirtió en tema de conversación, en ejemplo, en curiosidad. De pronto, todos querían saber qué ocurría en este rincón del mapa donde el miedo se había rendido y la esperanza había vuelto a ocupar las calles.

Y mientras el mundo observa, asombrado por este renacimiento, los salvadoreños se reconocen unos a otros con una mezcla de incredulidad, alegría y gratitud.

Hoy no existe rincón del planeta donde no se escuche hablar de El Salvador. Desde las grandes capitales hasta los pueblos más remotos, su nombre resuena con una mezcla de asombro y admiración. Pero lo más hermoso ocurre dentro de sus propias fronteras: en los mercados, en los parques, en los cafés del centro histórico, se escuchan voces en inglés, en francés, en alemán… acentos que viajan desde lejos para descubrir lo que los salvadoreños siempre supieron: que esta tierra tiene un alma invencible.

Desde las playas del Pacífico hasta el Volcán de Santa Ana, cada año, el país se siente “más” y “más” distinto: más suyo y más abierto, más seguro y más soñador. No ha cambiado su paisaje, sino su espíritu.

Y cuando cae la tarde sobre San Salvador y los primeros cohetes anuncian la llegada de diciembre, el aire mismo parece iluminarse. Es la misma ciudad, pero respira distinto. Una brisa suave huele a pan dulce, a pólvora festiva, a pupusas recién salidas de la plancha.

En esas pupusas humeantes que se sirven en las esquinas, en las guirnaldas que cuelgan de algunas casas, en el brillo de las luces verde y rojo, se percibe algo más que decoración navideña: se percibe orgullo.

El Centro Histórico, aquel corazón que por años estuvo apagado, late otra vez con fuerza. Donde antes reinaba la sombra, hoy relucen miles de luces que se entrelazan entre los balcones coloniales y cafés restaurados. Las Plazas están llenas de vida. La Catedral se viste de reflejos dorados. Familias enteras pasean sin prisa: niños con helados, abuelos tomados de la mano, jóvenes llenos de vida… inundan las calles con una alegría que parecía haber estado esperando décadas para renacer.

Los ojos se llenan de destellos. Las calles se llenan de villancicos, risas y un sentimiento difícil de nombrar, pero fácil de reconocer: esperanza.

Y vuelven, también, los que un día partieron. Los hijos que crecieron lejos, los que hablan con acento ajeno, los que soñaban con volver y por fin pueden hacerlo. Regresan con maletas llenas de recuerdos y con los ojos humedecidos por la emoción: buscando los patios de su infancia, el nacimiento que la abuela aún arma con las mismas figuras de siempre. En esos reencuentros que cruzan océanos y generaciones, en ese abrazo que une generaciones separadas, El Salvador se reconcilia consigo mismo.

En la plaza Gerardo Barrios, bajo el resplandor de las luces de navidad, una niña sostiene la mano de su madre y mira hacia arriba. Las luces la deslumbran, los cohetes dibujan estrellas fugaces en el cielo, y en sus ojos se refleja el país entero: un país pequeño que ha vuelto a soñar en grande.
Esa mirada resume todo lo que somos. Resume los años de dolor y de esperanza, silencios y canciones, despedidas y regresos. Resume lo que significa ser salvadoreño en esta época: haber atravesado la sombra para volver a brillar.

En apenas pocos años, El Salvador se ha revelado al mundo. El país del que nadie se acordaba ahora ilumina su propio camino. Y en su resplandor, el mundo se detiene a mirar… y a admirar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Randa Hasfura Anastas, abogada y diplomática

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El poder no te cambia, sólo muestra quién eres- Lisandro Prieto Femenía

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“El problema moral del mal es su ‘trivialidad’, y esta trivialidad, a su vez, está estrechamente ligada a la incapacidad de pensar, de pensar desde la perspectiva de otro”

Arendt, La vida del espíritu, ed. 2002, p. 248

La reflexión sobre el poder como fuerza de desinhibición, más que corruptora, tiene sus cimientos en la filosofía clásica. La interrogación sobre la naturaleza de la justicia, a menudo instrumentalizada por sus beneficios externos, encuentra en el ejercicio del dominio una prueba de fuego para la verdad del carácter. Platón, en su diálogo fundamental “La República”, no lega el ineludible mito del anillo de Giges, precisamente para dirimir esta aporía. El argumento es tan sencillo como demoledor: la invisibilidad que confiere el anillo no inocula un vicio nuevo, sino que suprime la única contención que mantenía a raya una voluntad ya inclinada hacia el exceso. El poder, en esta lectura, no es un factor de cambio, sino el disolvente de los frenos sociales que ocultan una verdad moral latente.

Tal como se examina en el Libro II, el propósito de la fábula es interrogar la relación intrínseca entre el poder y la moralidad, demostrando que la posibilidad de obrar sin ser descubierto sirve de prueba, no de transformación. Aquello que emerge ante la ausencia de visibilidad social no es una nueva disposición moral, sino la manifestación irrefrenable de una “inclinación” que las leyes y el escrutinio público mantenían contenida (Platón, La República, libro II, ed. 2010, pp. 48–54). El poder, en este sentido prístino, no engendra un nuevo carácter, sino que despliega la verdad ontológica del sujeto.

Por su parte, Aristóteles, en una clave complementaria, ofrece una exégesis que enlaza el poder con la ética del hábito. Para el estagirita, la virtud no es un mero estado interior o un conocimiento teórico, sino una disposición estabilizada que se confirma y se verifica en la práctica libre y reiterada. Como afirma en su “´Ética a Nicómaco”, “la virtud moral es un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquello que decidiría el hombre prudente” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro II, ed. 2009, p. 35). Desde esta perspectiva, el poder deviene en el escenario que posibilita la expresión sin el obstáculo de las disposiciones ya asentadas: si el ejercicio del dominio propicia la justicia y la templanza, es la virtud cultivada la que se manifiesta. Si, por el contrario, exacerba la crueldad, es la latencia del vicio la que se actualiza. El poder sólo proporciona la amplitud de la acción, y en estos casos de mediocres, el juicio y el hábito ya estaban fraguados de antemano.

Estas intuiciones clásicas fueron desafiadas por la experiencia histórica moderna, condensada en la célebre máxima de Lord Acton: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Si bien esta sentencia propone una dinámica causal directa- el poder como agente corruptor-, su relectura crítica contemporánea nos invita a sostener una hipótesis más matizada, donde el poder opera primordialmente como una lupa o un catalizador. El poder es una variable contextual que reduce el costo de oportunidad de ser fiel a la propia inclinación. Lo que se constata no es la creación de nuevos deseos, sino la alteración del contexto para que los deseos y disposiciones preexistentes encuentren una resistencia significativamente menor para su expresión.

En este punto, la psicología contemporánea aporta evidencia empírica que enriquece la tesis. Investigadores como Dacher Keltner y su equipo han descrito la “paradoja del poder”: los individuos en posiciones de dominio experimentan una notable reducción de la empatía situacional y una mayor sensación de desinhibición. El poder, por tanto, modula el campo atencional, reduciendo el enfoque en las perspectivas de los otros, lo cual facilita que los rasgos latentes afloren (Keltner et al., 2003; Anderson & Berdahl, 2002). Estos hallazgos no sugieren que el poder sea un demiurgo moral, sino un catalizador que, al atenuar los frenos externos e internos, intensifica las tendencias ya existentes.

Sin embargo, la manifestación más patética de esta revelación se observa en aquellos a quienes la vida o el mérito han dotado de una miserable cuota de poder sin que posean la estatura moral e intelectual para administrarlo: la mediocridad súbitamente investida de autoridad. Lo que en el individuo común era un rasgo de inseguridad o una falta de autoestima, bajo el influjo del poder se transfigura en soberbia. Esta ranciedad ética, lejos de ser un signo de grandeza, opera como una auténtica discapacidad moral que incapacita para la escucha y el juicio prudente. La persona mediocre, al sentir el poder, interpreta la ausencia de consecuencias como una validación de su propio ego inflado, confundiendo la prerrogativa circunstancial con el mérito intrínseco. Así, el poder desvela su insuficiencia, su vacuidad interior, obligándole a compensar la falta de contenido con violencia y arrogancia formal.

Este análisis contextual también encuentra un eco particularmente trágico y profundo en el diagnóstico que Hannah Arendt realiza sobre la “banalidad del mal”. Al estudiar el caso de Eichmann, desvela cómo la obediencia acrítica y la rutina burocrática permiten que los individuos comunes se conviertan en ejecutores de actos atroces. Su tesis no es que la situación invente monstruos, sino que revela la pasividad, la indiferencia y el despojo total de responsabilidad que, bajo la coacción de la estructura administrativa, se vuelven operativas: “cuanto más obediente es el burócrata, cuanto más se olvida de que es un ser humano y un fin en sí mismo, más cruel y criminal se vuelve” (Arendt, Eichmann en Jerusalén, ed. 2005, p. 34). De esta forma, la estructura del poder funciona como un escenario masivo donde las deficiencias del carácter- la incapacidad de pensar y juzgar, o la soberbia compensatoria del mediocre- se despliegan en toda su dimensión. El poder ofrece el pretexto institucional para que el mal, ya trivializado, se ponga en marcha con toda su fuerza.

Ahora bien, tampoco podemos olvidar el análisis correspondiente del rol que juega el desafío de la autoafirmación en consonancia con la responsabilidad. La filosofía de la voluntad y la ética de la responsabilidad profundizan el alcance de esta revelación. Recordemos que Nietzsche nos ofrece una lectura afirmativa al concebir el poder como el espacio para la manifestación del querer, posibilitando la autoafirmación y la creación de valores, lo cual expone de forma sincera la altura moral del sujeto. No obstante, frente a esta autoafirmación, emerge la exigencia de la responsabilidad preventiva.

El pensamiento de Kant exige que la autonomía moral sea una tarea constante, en tanto que la ética requiere formar el carácter mediante el cultivo de la voluntad. Si el poder descorre el velo de lo que somos, entonces la moral kantiana nos impone la obligación de educar el respeto al deber antes de asumir posiciones de dominio (Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, ed. 2014, pp. 45–57). A su vez, Simone Weil advierte sobre el desarraigo ontológico que genera el ejercicio del poder y reclama la atención y la austeridad como antídotos ante la posibilidad de ejercer el dominio (La gravedad y la gracia, ed. 2008, pp. 90–102).

Complementando esta exigencia, la fenomenología de Paul Ricoeur puntualiza la responsabilidad del yo, del “sí mismo”, frente a la acción. La responsabilidad no desaparece al aumentar las prerrogativas del poder, por el contrario, se hace ineludible, pues “la imputabilidad no es sino la proyección sobre la acción de la exigencia de responsabilidad” (Ricoeur, Sí mismo como otro, ed. 1990, pp. 128–140). Desde este enfoque, el poder, al multiplicar el impacto de la acción, amplifica esta exigencia narrativa de quién es el agente que responde por lo obrado. En pocas palabras: si antes eras prudente, ahora que tienes poder, debes ser más prudente aún.

Por último, Foucault desplaza la cuestión del poder desde la simple posesión a las redes de relaciones que disciplinan y producen sujetos. En tanto técnica social, el poder transforma los escenarios en los que las disposiciones latentes se normalizan o se sobreactúan, demostrando que “su luz” no sólo revela, sino que también modula y condiciona la expresión de lo revelado, a veces amplificando las tendencias sociales antes que las individuales (Foucault, Vigilancia y castigo, ed. 1996, pp. 73–89). Es la trama misma del poder la que expone, y a veces deforma, el carácter que se intenta manifestar.

Procedamos, pues, a cerrar este asunto, sobre todo mediante el reto de la deuda moral y el autoconocimiento. La evidencia empírica contemporánea que vincula poder con la reducción de la inhibición permite sostener una tesis ineludible: el poder no corrompe per se, sino que desvela la corrupción ya alojada en la voluntad. Ello remarca que la diferencia entre corrupción y revelación depende de la formación previa del carácter, de las estructuras institucionales que condicionan el ejercicio del poder y, fundamentalmente, de la responsabilidad moral que el sujeto se impone.

Tengamos en cuenta que Søren Kierkegaard, al describir la desesperación como una desconexión del “sí” auténtico, y Heidegger, al distinguir entre la “propiedad” y la “impropiedad” del ser, sugieren que el poder puede funcionar como una experiencia límite que revela dimensiones del yo inaccesibles en la pasividad. El poder es un examen ontológico sin opción a borrador. Tal vez sea posible el pleno autoconocimiento sin la confrontación con la capacidad de acción sin límites que el poder confiere. Sin embargo, ese conocimiento no redime la responsabilidad. Conocer lo propio en la oscuridad del privilegio exige, ineludiblemente, reconocer la deuda con los demás.

Como siempre les digo, queridos lectores, es fundamental cerrar esta humilde reflexión dejándolos en la incomodidad de las preguntas no resueltas. Si la linterna se encenderá inevitablemente al ejercer dominio, ¿preferimos acaso vivir en la ignorancia apacible, sin conocer la verdad sobre la crueldad o la bondad que la desinhibición podría mostrar, o nos comprometemos activamente a forjar un carácter que merezca ser revelado? ¿Cómo podemos desmantelar la ilusión de la soberbia en aquellos que, por su mediocridad, confunden el rango con la grandeza del ser, y que usan la autoridad para proyectar su inseguridad? La soberbia del mediocre, esa patología del poder fugaz, es la prueba de que el ser que se manifiesta estaba vacío. La verdadera tragedia no reside en que el poder corrompa a algunos individuos excepcionales, sino en la inquietante posibilidad de que su posesión revele a muchos ciudadanos comunes, instalados en roles cotidianos, ejerciendo crueldades bajo el manto de una estructura que se lo permite.

Si el poder es, simultáneamente, un espejo ineludible y un escenario amplificador, la deuda moral última del ser no es con la ley externa, sino con el “sí mismo” que el poder nos obliga a confrontar. Y es en esa confrontación donde la esperanza de un ejercicio ético del dominio debe, inexorablemente, comenzar.

Referencias Bibliográficas

Anderson, C., & Berdahl, J. L. (2002). The experience of power: Examining the effects of power on approach and inhibition. Journal of Personality and Social Psychology, 83(6), 1362–1373.

Arendt, H. (2002). La vida del espíritu. (E. García, Trad.). Paidós.

Arendt, H. (2005). Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. (C. W. F. de Rivas, Trad.). Lumen.

Aristóteles. (2009). Ética a Nicómaco. (M. Araujo & J. Marías, Trads.). Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Foucault, M. (1996). Vigilancia y castigo: Nacimiento de la prisión. (A. G. Morata, Trad.). Siglo XXI Editores.

Kant, I. (2014). Fundamentación de la metafísica de las costumbres. (J. M. G. de la Mora, Trad.). Porrúa.

Keltner, D., Gruenfeld, D. H., & Anderson, C. (2003). Power, approach, and inhibition. Psychological Review, 110(2), 265–284.

Kierkegaard, S. (2007). Temor y temblor. (V. Gutiérrez, Trad.). Tecnos.

Platón. (2010). La República. (C. Eggers Lan, Trad.). Gredos.

Ricoeur, P. (1990). Sí mismo como otro. (A. Neira, Trad.). Siglo XXI Editores.

Weil, S. (2008). La gravedad y la gracia. (M. M. de C. J. A. V. P., Trad.). Trotta.

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Quien vive en paz, no jode a los demás- Lisandro Prieto Femenía

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“A las personas no les molestan las cosas, sino las opiniones que les dan a esas cosas”

Epicteto, Enquiridión (Capítulo 5).

El precitado aforismo estoico, que sitúa la fuente de la perturbación no en el mundo externo, sino en el juicio subjetivo que emitimos sobre él, encierra una tesis fundamental para la filosofía: la buena convivencia no primariamente una tarea de diseño social o regulación externa, sino el resultado inevitable de una cierta disposición, de una arquitectura interior armónica. Si la paz con el mundo es un reflejo de la paz consigo mismo, entonces la agresión, la falta de respeto, la irritabilidad y el malestar que proyectamos sobre el entorno no son más que los síntomas de una guerra no resuelta en el fuero interno. Bajo esta luz, la búsqueda de la serenidad se convierte en la primera y más radical responsabilidad cívica.

La filosofía clásica sentó las bases de esta conexión indisoluble entre el orden interno y la acción justa. Para Platón, la justicia misma en la “polis” es una proyección de la justicia del alma. En “La República”, el filósofo ateniense define el alma justa como aquella donde cada una de sus tres partes- la razón (logistikón), el espíritu o ánimo (thymoeidés) y los apetitos (epithymetikón)- cumplen su función armoniosamente. La razón debe gobernar, asistida por el ánimo, para mantener a raya los apetitos. La injusticia, y por extensión la perturbación proyectada sobre los demás, surge del desequilibrio, cuando una parte inferior usurpa el lugar de la razón. La acción mesurada y el respeto al otro emanan de esta justicia interna (Platón, La República, 443c–d).

Por su parte, su discípulo Aristóteles enfoca esta armonía en la finalidad de la vida humana: el Bien Supremo, o eudaimonia (“vida floreciente”). Esta plenitud se alcanza a través del ejercicio constante de la razón (logos), que permite la adquisición de las virtudes. En su obra “Ética a Nicómaco”, establece que “el bien humano es la actividad del alma de acuerdo con la virtud; y si las virtudes son varias de acuerdo con la óptima y más completa” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1098a16-18). En pocas palabras, aquí se está expresando que la persona prudente (phronimos) armoniza sus pasiones y sus acciones con la recta razón porque su orden interno es la garantía de su conducta justa en la esfera pública.

Este principio se radicaliza en el pensamiento estoico, particularmente en pensadores como Epicteto, que concibió la serenidad (ataraxia) y la imperturbabilidad (apatheia) como el único campo de batalla legítimo y accesible. El estoicismo nos enseña que el sufrimiento nace de los juicios erróneos sobre aquello que no está bajo nuestro control. La paz se conquista, pues, al desplazar la preocupación de lo externo a lo interno, logrando la distinción fundamental entre lo que podemos y lo que no podemos modificar. Complementariamente, el emperador filósofo Marco Aurelio refuerza esta idea al establecer la “Ciudadela Interior” como nuestro refugio inexpugnable. En sus “Meditaciones”, prescribe el acto de la voluntad sobre el juicio: “Tienes poder sobre tu mente, no sobre los acontecimientos exteriores. Date cuenta de esto y hallarás la fuerza” (Marco Aurelio, Meditaciones, IV, 3). En este sentido, la paz interior nos capacita para responder al mundo con ecuanimidad, transformando la relación con el otro de una potencial fricción a un ejercicio de virtud.

Siglos después, la filosofía post-kantiana introdujo una visión más oscura de la dinámica interior que explica la agresividad humana, desplazando el problema del orden de la razón al caos de la voluntad. Para Arthur Schopenhauer, el malestar no es un error de juicio ni una falta de virtud, sino una condición metafísica ineludible. Para él, la esencia del mundo es la “Voluntad” (Wille), un impulso ciego, irracional e insaciable que es la fuente última de todo dolor y sufrimiento.

En su obra titulada “El mundo como voluntad y representación”, diagnostica la vida como un ciclo perpetuo de querer y desear, donde el sufrimiento y el tedio son “los dos extremos en los que oscila el péndulo de la vida” (Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, Vol. I, § 57). Esta voluntad única y sufriente se manifiesta en todos los seres, creando un estado de hostilidad universal donde todos somos verdugos y víctimas debido a la naturaleza insaciable de nuestro motor vital. La agresividad hacia el prójimo, desde este enfoque, no es un vicio moral, sino el efecto necesario de este perpetuo impulso metafísico que busca alivio al afirmarse a sí mismo, a menudo a expensas de los demás. La paz interior, bajo este prisma, sólo es alcanzable mediante la negación ascética de la voluntad: cuanto menos se desee, más cerca de esa paz se estará.

Ahora bien, este mecanismo de descarga de la frustración encuentra su formulación más incisiva y sociopolítica en la obra de Friedrich Nietzsche. Desarrollado en su “Genealogía de la moral”, el concepto de Ressentiment (resentimiento) no es un simple sentimiento, sino una fuerza creadora de valoraciones morales, una venganza imaginaria nacida de la impotencia y la incapacidad de actuar.

Nietzsche explica que el sujeto débil, incapaz de responder directamente a su opresor o a la causa de sus frustraciones, sublima esta debilidad y la revierte. El resentido, en guerra consigo mismo por no poder afirmar su propia voluntad vital, necesita urgentemente buscar y crear enemigos afuera. Este acto es esencialmente deshonesto, pues como afirma el bigotón, “el resentido no es sincero ni honesto… su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas…” (Nietzsche, La genealogía de la moral, Tratado Primero, § 10). Así, la agresión social se convierte en la metabolización perversa de una identidad dañada: sólo la gente rota tiene la energía para molestar a los demás.

Esta proyección de la hostilidad desde el fracaso interior encuentra un eco existencial en la crítica del escritor y pensador argentino Ernesto Sábato. Para él, la hostilidad no sólo nace del resentimiento moral, sino de la angustia y la incomunicación radical del individuo moderno. Su obra es un lamento por la deshumanización que aísla al ser en un mundo racionalizado y mecánico. En su ensayo “El escritor y sus fantasmas”, diagnostica la condición humana como una soledad irreductible al expresar que “sólo ha y una cosa verdaderamente ineludible: nuestra soledad, nuestra desesperación, el fracaso definitivo” (Sábato, El escritor y sus fantasmas, El escritor y la crisis). Si el hombre vive en la certeza de su soledad esencial y el sinsentido, la proyección de la agresión (la “molestia”) es un intento desesperado por establecer un contacto, aunque sea negativo, con el otro, o una manifestación de la profunda frustración ante el absurdo. La convivencia se rompe no solo por la maldad activa, sino por la incapacidad de la conciencia solitaria de tocar otras conciencias.

Desde una arista sociológica, se podría afirmar que la patología de la molestia social se complica al introducir la dimensión intersubjetiva de la identidad. Filósofos de la Escuela de Frankfurt, como Axel Honneth, han desarrollado la idea de que el yo se constituye en el espejo del otro a través de la “lucha por el reconocimiento” (Kampf um Anerkennung). Concretamente, Honneth postula que sólo si los individuos “se ven confirmados recíprocamente en sus actividades y capacidades pueden llegar a una autocomprensión de sí mismos como individuos autónomos” (Honneth, La lucha por el reconocimiento). Esto nos da otra pista: a veces la gente rota que disfruta molestando a los demás, ha sido severamente maltratada desde su infancia.

La negación del reconocimiento- el desprecio o el menosprecio- hiere la identidad hasta su núcleo, afectando las esferas del amor, el derecho y la estima social. Esta herida se convierte en una fuente de profunda inestabilidad que puede proyectarse como una búsqueda de compensación agresiva. Si la sociedad me niega el valor que merezco, la tentación de destruir el valor de lo que me rodea se vuelve un mecanismo de defensa. El conflicto y la agresión, por tanto, son a menudo una protesta moral subyacente ante la falta de reconocimiento.

Esta dinámica se amplifica en el paisaje de nuestra postmodernidad. Byung-Chul Han, en su análisis de la “sociedad del rendimiento”, señala cómo la autoexplotación y presión por el éxito generan un sujeto que es tanto verdugo como víctima de sí mismo. La fatiga patológica del burnout (“cerebro quemado”) y la depresión, producto de una guerra interna librada por imperativos de optimización, se proyectan al exterior como irritabilidad crónica, intolerancia y una necesidad constante de “molestar” que intenta reorientar el foco del dolor hacia el exterior, desplazando la responsabilidad por el propio fracaso al sistema o al prójimo. En esta perspectiva, la hostilidad social es la manifestación externa de un alma exhausta.

Ahora, si la agresión nace de la herida, la frustración y el resentimiento, la verdadera paz interior exige un acto de liberación. Hannah Arendt, en su análisis de la “vida activa”, nos recuerda que la acción humana, al ser impredecible e irreversible, necesita de dos facultades esenciales para sostener la convivencia: el perdón y la promesa. La acción es irreversible, lo que significa que una vez realizada, sus consecuencias cuelgan irremediablemente sobre el futuro. El único remedio para esta irreversibilidad es la facultad de perdonar. Arendt explica que el perdón es la capacidad de “deshacer los actos del pasado, cuyos ‘pecados’ cuelgan como la espada de Damocles sobre cada nueva generación” (Arendt, La condición humana, Parte II, Cap. 5). El perdón es la herramienta que libera al sujeto del peso irrevocable de sus propios actos y libera a los demás de la obligación de venganza o resentimiento continuo. Es un acto de voluntad que permite el nuevo comienzo, la natalidad.

El otro complemento precitado es la promesa, que mitiga la imprevisibilidad de la acción futura. Ambas facultades, el perdón (remedio para el pasado) y la promesa (remedio para el futuro), son esenciales para establecer “islas de seguridad sin las que siquiera la continuidad [de la acción] sería posible” (Arendt, La condición humana, Parte II, Cap. 5). Vivir en paz no es un mero estado contemplativo, sino un acto de voluntad, una batalla política y personal que incluye la capacidad de perdonar a sí mismo y a los demás. Esta templanza, esta renuncia a la guerra interior, es la base de una compasión elevada: dejar en paz al prójimo. La paz interior, cultivada como virtud cívica, no es una opción, sino la condición necesaria para la existencia de una deliberación pública basada en el respeto y no en la proyección agresiva del propio malestar.

Amigos míos, hasta aquí hemos recorrido las profundidades del alma, desde la geometría racional de la eudaimonia aristotélica y la fortaleza estoica de Marco Aurelio hasta el impulso ciego de la Voluntad schopenhaueriana y la tiranía del Ressentiment nietzscheano, pasando por el laberinto de la soledad y el absurdo de Sábato. La tesis inicial, que vincula la paz interior con la buena convivencia, se mantiene no sólo como un ideal moral, sino como una radiografía de la patología social contemporánea.

No obstante, este recorrido nos obliga a abandonar el reposo de las conclusiones definitivas para adentrarnos en una zona de reflexión crítica. Si las estructuras sociales y económicas contemporáneas nos someten a un estado de ansiedad, autoexplotación y negación de reconocimiento (Honneth, Han), ¿es la paz interior una tarea puramente individual o una utopía irrealizable sin una profunda reforma estructural? ¿Acaso exigir al individuo la “autorregulación” mientras la maquinaria social lo tritura, no es una nueva forma de violencia, un desplazamiento de la responsabilidad colectiva? ¿Puede una sociedad ser verdaderamente democrática y justa si sus ciudadanos están emocionalmente inmaduros, si cada uno está en guerra consigo mismo?

Si Schopenhauer y Sábato tienen razón y la vida es esencialmente sufrimiento y soledad radical, ¿la paz interior se reduce a un escape nihilista (el ascetismo) o aún podemos encontrar un sentido afirmativo de la vida, como postula Nietzsche, a través de la creación de nuevos valores que superen el resentimiento y permitan una coexistencia creativa? Por último, y ya no los molesto más: la paz con el otro, que comienza en el perdón a uno mismo y la asunción de nuestra vulnerabilidad (Arendt), nos confronta con la pregunta fundamental, ¿estamos educando a nuestros ciudadanos para la fortaleza de la compasión, o para la debilidad del resentimiento, y con ello, condenando a nuestra “polis” a ser el ceo de nuestra propia miseria interna?

Referencias

Aristóteles. (c. 330 a. C./2018). Ética a Nicómaco (1098a16-18). Gredos.

Arendt, H. (s.f.). La condición humana (Parte II, Capítulo 5: «La capacidad de perdonar»).

Epicteto. (s.f.). Enquiridión (Capítulo 5).

Han, B-C. (s.f.). La sociedad del cansancio. Herder.

Honneth, A. (s.f.). La lucha por el reconocimiento: por una gramática moral de los conflictos sociales. Crítica.

Marco Aurelio. (s.f.). Meditaciones (Libro IV, 3).

Nietzsche, F. (1887/2018). La genealogía de la moral (Tratado Primero, § 10). Alianza Editorial.

Platón. (c. 380 a. C./2003). La República (Libro IV, 443c–d). Gredos.

Sábato, E. (s.f.). El escritor y sus fantasmas (El escritor y la crisis).

Schopenhauer, A. (s.f.). El mundo como voluntad y representación (Volumen I, Sección 57).

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