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Pensando la quimera de la paz en un mundo ciego y necio

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Lisandro Prieto Femenía

«Solo la ignorancia nos hace intolerantes.»,  Charles Peguy

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un dilema que, a pesar de su antigüedad, aún tiene urgente vigencia, a saber, la intrínseca conexión entre la intolerancia y la necedad. Nos adentraremos en cómo esta peligrosa amalgama no sólo dificulta, sino que a menudo hace prácticamente imposible la consecución de la paz en un mundo que parece inclinarse, cada vez más, hacia la insensatez. A través de la filosofía, siempre crítica, nunca servicial, explicaremos cómo esta ceguera intelectual y moral se convierte en el cimiento de conflictos y divisiones, pero también, y de manera crucial, intentaremos abrir una ventana a la esperanza de que la razón y la comprensión aún pueden prevalecer.

En su “Libro de los seres imaginarios” (1967), Jorge Luis Borges atribuye a Confucio la siguiente máxima: “El hombre superior es tolerante, el hombre inferior es intolerante” (Borges, 1967, p. 245). Esta sentencia poderosa, tan concisa como profunda, nos introduce en la complicada relación entre la intolerancia y la necedad, un binomio que se impone como obstáculo insalvable para la paz en un mundo que, con frecuencia alarmante, se revela sumido en la estupidez y la maldad.

En su acepción filosófica, la necedad trasciende la mera falta de conocimiento. Es, más bien, una obstinada adhesión a la propia ignorancia, una cerrazón a la posibilidad de la duda y del aprendizaje. Es, como diría Sócrates- de acuerdo con la interpretación platónica-, la ignorancia de la propia ignorancia. El necio se aferra a sus verdades preconcebidas, a sus prejuicios y dogmas, con una convicción que raya en la patología mental. No hay espacio para el diálogo, para la confrontación de ideas, para la crítica y mucho menos para la autocrítica. Su mundo es un monolito inquebrantable, ajeno a la complejidad del mundo y a la pluralidad de todo lo que en él acontece.

La precitada cerrazón es el caldo de cultivo ideal para el surgimiento de la intolerancia. Si la verdad es una y monolítica, si yo soy el poseedor de esa verdad, entonces todo aquel que disienta de ella es un error, una desviación, un enemigo o una amenaza. La intolerancia, por tanto, no es sólo la incapacidad de aceptar lo diferente, sino la necesidad de exterminar lo diferente. Como afirma con atino Hannah Arendt en su obra “Los orígenes del totalitarismo” (1951), “la intolerancia, como la comprensión, se ha manifestado en la capacidad de comprender lo que no se había entendido antes y la incapacidad de concebir aquello de lo que no se tenía experiencia” (Arendt, 1951, p. 438). En pocas palabras, para Arendt el necio, al no poder comprender la multiplicidad, busca imponer la uniformidad.

El resultado de esta fusión entre la necedad y la intolerancia es, sin duda alguna, la violencia, en sus múltiples manifestaciones. Desde la agresión verbal hasta la persecución física, desde la discriminación sutil hasta el genocidio más aberrante, la historia de nuestra humanidad es un testimonio elocuente de cómo la cerrazón mental se traduce inevitablemente en sufrimiento. Al respecto, José Ortega y Gasset, en “La rebelión de las masas” (1930) advirtió sobre la “barbarie del especialismo”, una forma de necedad que se manifiesta en la incapacidad de ver más allá del propio ámbito del conocimiento, generando así una intolerancia hacia todo lo que no encaja en su estrecho horizonte: “El especialista ‘sabe’ muy bien su mínimo rincón del universo, pero ignora de raíz todo lo demás” (Ortega y Gasset, 1930, p. 177). En este contexto, el “hombre-masa”, en su autocomplacencia y autosuficiencia intelectual, se vuelve refractario al pensamiento crítico y a la apertura de los aportes de los otros.

Ahora procedamos a analizar el concepto mismo de paz que, desde la filosofía, dista de ser la inexistencia de conflicto o el simple interludio entre guerras. Pensadores gigantes, a lo largo de la historia, han buscado dotar a la paz de un significado más profundo, elevándola de un estado pasivo a una condición activa y virtuosa de la existencia humana y social. Si bien encontraremos diferencias entre perspectivas, notaremos una sola coincidencia: en un mundo regido por necios y estúpidos, es imposible que haya paz.

Para Platón, por ejemplo, la paz en la polis (ciudad-estado) estaba intrínsecamente ligada a la justicia y la armonía interna. En su obra “La República”, la ciudad ideal es aquella donde cada parte cumple su función y donde la razón gobierna sobre los apetitos y las pasiones. La discordia y el conflicto (la stasis) dentro de la ciudad eran vistas como la antítesis de la paz. Por tanto, para Platón, la paz se lograba a través de una correcta organización social y una vida individual virtuosa, donde la justicia garantiza el equilibrio y la estabilidad (Platón, La República, Libro IV, 433a-b). Evidentemente, la paz no era un mero cese de hostilidades, sino un estado de orden y rectitud por el que valía la pena esforzarse, cada uno desde su lugar.

Por su parte, Aristóteles también valoraba la paz como un bien, pero la entendía como el fin de la guerra, no como un fin en sí mismo absoluto, sino más bien como condición necesaria para la vida buena y la búsqueda de la virtud. Para él, la eudaimonía (felicidad o florecimiento humano) era el objetivo supremo, y la paz permitía el desarrollo de las actividades que conducen a esa plenitud. En su “Política”, Aristóteles discute cómo la mejor constitución debe orientarse a la paz para que los ciudadanos puedan dedicarse a la vida virtuosa y al ocio noble- es decir, tiempo libre para formarse, no para ser fanáticos de noticieros mediocres- que permite el desarrollo intelectual y moral (Aristóteles, Política, Libro VII, 1333a-b). Vista así, la paz es la base para el ejercicio correcto de la razón y el funcionamiento armónico y ordenado de la vida cívica.

Pero es quizás Baruch Spinoza quien ofrece una de las definiciones más concisas y poderosas para la paz, alejándose definitivamente de la idea de una mera pasividad. En su estupendo “Tratado teológico-político”, Spinoza afirma que “la paz no es una ausencia de guerra, es una virtud que brota de la fortaleza de ánimo, de la confianza y de la justicia” (Spinoza, 1670, Capítulo III). Aquí, la paz se convierte en una cualidad intrínseca del ser, una disposición activa del espíritu que se manifiesta en la benevolencia, la confianza mutua y el establecimiento de la justicia. Para él, la verdadera paz no puede ser impuesta desde el exterior, sino que surge como una fuerza interior y de un compromiso con principios éticos y racionales.

Finalizando con el marco teórico filosófico, Kant en su ensayo titulado “Sobre la paz perpetua”, aborda la paz desde una perspectiva jurídica y moral, proyectándola no sólo como un estado interno sino como una aspiración global. Kant argumentaba que “la paz no es el estado natural de los hombres” sino que “debe ser instaurada” (Kant, 1795, Primera Sección). En esta perspectiva, la paz perpetua es un ideal regulativo hacia la cual la humanidad debe tender a través del establecimiento de una federación de estados libres, regidos por el derecho público y el respeto a la autonomía de cada nación y cada individuo (pobre Kant, si pudiera ver cómo funciona la ONU en la actualidad, se llevaría menuda decepción). Se trata de un concepto de paz que se orienta hacia un orden internacional basado en la razón, la justicia y la cooperación, donde la guerra es proscrita como un medio ilegítimo de resolución de conflictos. Es, en pocas palabras, una paz que se construye activamente, a través del derecho y la moral, y no una simple cesación de la violencia.

La paz, en este panorama, se convierte en una quimera. ¿Cómo construir la armonía social si cada individuo o grupo se atrinchera en sus propias “verdades”, negándose a escuchar y a comprender al otro? La paz no es la ausencia de conflicto, sino la capacidad de resolverlo de manera constructiva, a través del diálogo y el respeto mutuo. Pero, para ello, se requiere una dosis de humildad intelectual, la disposición a reconocer que nuestra propia “verdad” puede ser parcial o incompleta, y que la verdad del otro puede enriquecernos. Esto es, precisamente, lo que le falta al necio intolerante.

A pesar de este panorama sombrío, queridos amigos, no todo está perdido. La esperanza reside en la capacidad del ser humano para trascender su propia necedad. La educación, en su sentido más amplio, es una herramienta fundamental para liberar de este tipo de estupidez naturalizada a los ciudadanos del presente y del futuro (lo que vienen de arrastre, poco arreglo tienen realmente). No se trata sólo de acumular conocimientos, sino de cultivar el pensamiento crítico, la empatía, la capacidad de dudar y de cuestionar, como también de participar activamente en el rol cívico en pos de un bien común. Se trata de formar individuos que, como diría Immanuel Kant en “Qué es la Ilustración” (1784), sean capaces de salir de su “minoría de edad” y de pensar por sí mismos: “La minoría de edad es la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la dirección de otro” (Kant, 1784, p. 25).

La filosofía, en este sentido, juega un papel crucial, en tanto que al invitarnos a la reflexión, al análisis de nuestras propias ideas y a la confrontación con las ideas de los demás, nos abre las puertas a una comprensión más profunda de nosotros mismos y del mundo en el que habitamos. Nos enseña que la verdad es un camino, no un destino, y que la tolerancia es el combustible que nos permite transitarlo junto a otros. En este sentido, la paz no es un regalo que cae del cielo, sino una construcción colectiva que exige un esfuerzo constante por despojarnos de la necedad y abrirnos a la complejidad del mundo y a la riqueza de la diversidad sin pretensiones de imposición alguna. Sólo así, superando la tiranía de la propia ignorancia, podremos vislumbrar la posibilidad de un futuro más pacífico y justo, o sea, menos necio y violento.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Politólogo Óscar Martínez Peñate afirma que ARENA y FMLN desaparecerán en las urnas

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El politólogo Óscar Martínez Peñate reiteró ayer que la población eliminará, a través de su voto en los comicios generales de 2027, al FMLN y ARENA como partidos políticos.

Inicialmente planteó que el Círculo de Reflexión Política Siglo XXI, del cual es integrante, solicitaría al Tribunal Supremo Electoral (TSE) la cancelación de ambos partidos, pues varios de sus dirigentes negociaron con las pandillas para tener respaldo en las urnas.

«Como Círculo de Reflexión Política Siglo XXI decidimos que no le vamos a quitar ese privilegio y derecho a la población, para que sea quien elimine a estos dos partidos, en las elecciones de 2027, por todo el daño que le han causado a El Salvador», reafirmó.

Ernesto Muyshondt, de ARENA, yasí como Benito Lara y Arístides Valencia, del FMLN, en su calidad de diputados se reunieron con pandilleros y negociaron el respaldo de las estructuras criminales para los comicios presidenciales de 2014, según investigación de la Fiscalía General de la República. Ya fueron dictadas sentencias por ese delito.

Los dos partidos gobernaron de 1989 a 2019, y ahora carecen de la preferencia ciudadana, según mostró la última encuesta de CID Gallup.

«No queremos quitarle la maravillosa oportunidad al pueblo salvadoreño de que vayan a las urnas y lo hagan de mano propia (eliminar a ARENA y FMLN)», declaró también el abogado Aldo Álvarez, integrante del Círculo de Reflexión Política Siglo XXI.

Opinión | Óscar Martínez Peñate
Politólogo
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.

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«Invertir en educación es la base del desarrollo», afirma el analista René Martínez

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El analista y sociólogo, René Martínez, consideró que la inversión del presidente Nayib Bukele en educación se ha convertido en la base para el desarrollo social del país, un aspecto que, según él, fue descuidado durante décadas por los gobiernos anteriores, generando desigualdad social.

Martínez explicó que la falta de inversión en el sector educativo dejó en desventaja a muchos estudiantes y graduados del sistema público. Sin embargo, actualmente, después de fortalecer la seguridad pública, el gobierno apuesta por la educación de las futuras generaciones.

«Para mí, la apuesta principal de la gestión del presidente es la educación pública, porque permitirá superar problemas de desigualdad social y construir una cultura política democrática diferente», afirmó Martínez durante la Entrevista AM de Canal 10.

El sociólogo resaltó el programa Dos Escuelas por Día, mediante el cual el gobierno moderniza y revitaliza los centros educativos a nivel nacional, convirtiéndolos en espacios atractivos que motivan a los estudiantes a estudiar.

Martínez también criticó que, en gobiernos anteriores de ARENA y FMLN, los centros educativos eran entregados a pandillas como parte de negociaciones territoriales, afectando el acceso a la educación. «Cada pandilla tenía que contar con su centro escolar en su territorio», señaló.

Opinión | Mauricio Rodríguez
Sociólogo y analista
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.

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¿Hay soberanía si dependemos de una moneda extranjera?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“Una verdadera soberanía financiera implica que el Estado no dependa de fuentes externas de financiación que puedan condicionar sus decisiones de política interna”: Milton Friedman, Capitalism and Freedom, 1962, p. 84.

La noción de soberanía nacional se erige como uno de los pilares fundamentales del orden político internacional. En su acepción más básica, remite a la autoridad suprema e independiente de un Estado para ejercer poder dentro de su territorio y relacionarse con otros actores internacionales sin injerencias externas. Pues bien, esta soberanía política, intrínsecamente ligada a la capacidad de autodeterminación y al ejercicio pleno de la voluntad de cada pueblo, se ve peligrosamente erosionada cuando la autonomía económica de una nación se encuentra subyugada a las dinámicas y decisiones de potencias extranjeras, particularmente a través de la dependencia de su moneda.

Para comprender la profundidad de este problema, es necesario que comencemos a desglosar el concepto de soberanía, desde un punto de vista político. Jean Bodin, en su obra “Los seis libros de la república” (1576), definió la soberanía como “el poder absoluto y perpetuo de una República”, indicando que es potestad indivisible e inalienable era la esencia misma del Estado la facultad última de legislar, administrar justicia, declarar la guerra y establecer la paz. Si bien la concepción de soberanía ha evolucionado desde el siglo XVI, la idea central de un poder supremo interno, no sujeto a otro poder terrenal, sigue siendo relevante.

Asimismo, Carl Schmitt señala, en su obra “El concepto de lo político” (1932), que la soberanía reside en la capacidad de decidir sobre el “estado de excepción”, es decir, aquel límite donde las normas ordinarias son completamente suspendidas, revelando la autoridad última que define la existencia política de una comunidad. Si el concepto les resulta extraño, sólo tienen que pensar en lo sucedido durante la cuarentena reciente, producto de la pandemia por CODIV-19: el Estado, en su potestad superior, decide cerrar fronteras, restringir la circulación y obligar, con fuerza de ley, a todos los ciudadanos a permanecer en sus hogares.

Ahora bien, esta soberanía política se torna frágil e incompleta si no se sustenta en una sólida soberanía económica. La capacidad de una nación para gestionar sus propios recursos, definir sus políticas productivas, comerciales y financieras, y controlar su destino económico, es un componente esencial de su autonomía real. Al respecto, Friedrich List argumentaba, en su “Sistema nacional de economía política” (1841), que la “fuerza productiva” de una nación, que incluye no sólo sus recursos naturales sino también su capital humano, su tecnología y su capacidad de organización, es la base de su independencia y prosperidad. Pues qué belleza, suena bastante bien, pero en el plano trágico de lo real, la dependencia económica forzada, especialmente la dependencia monetaria, socava esta fuerza productiva y limita severamente la capacidad de un Estado para ejercer su soberanía política de manera efectiva.

La adopción forzada o la internalización estructural de una moneda extranjera como resguardo de valor de la reserva nacional, en este caso el dólar estadounidense, constituye una profunda herida a la soberanía económica. Tengamos en cuenta que, cuando un país no tiene la capacidad de controlar el valor de su propia moneda con credibilidad y estabilidad, se ve obligado a navegar en un mar económico cuyas corrientes son definidas por las decisiones de otro Estado. Como afirmaba el tan criticado por los libertario John Maynard Keynes, en su obra titulada “Las consecuencias económicas de la paz” (1919), “no hay medio más sutil y seguro de subvertir la base existente de la sociedad que corromper su moneda. Este proceso compromete todas las fuerzas ocultas de la ley económica del lado de la destrucción, y lo hace de una manera que nadie es capaz de diagnosticar”. Aunque Keynes se refería particularmente a la inflación, su advertencia sobre la vulnerabilidad inherente a la manipulación monetaria resuena con la dependencia que tiene un país de una moneda emitida en el extranjero.

La realidad para muchos países, especialmente en Hispanoamérica y el mundo “en desarrollo”, es que sus economías operan obligadas bajo la sombra del dólar. Las transacciones internacionales se realizan predominantemente en esta divisa, los precios de las commodities se fijan en dólares, y las reservas de valor de sus bancos centrales se acumulan, en casi su totalidad, en esta moneda. Consecuentemente, la dolarización, ya sea formal o informal, implica que las políticas monetarias y las decisiones económicas que toma la Reserva Federal de los Estados Unidos tienen un impacto directo y significativo en la estabilidad de estas naciones. Tengamos en cuenta que un aumento en las tasas de interés en Estados Unidos puede generar fugas de capitales, devaluaciones de las monedas locales y crisis de deuda en países dependientes del dólar. Sin ir más lejos, hoy podemos apreciar cómo la política comercial “proteccionista” estadounidense afecta negativamente las exportaciones y el crecimiento económico de estas naciones, porque en esencia, se transfiere una porción significativa de la capacidad de decisión económica a un actor externo, limitando así la autonomía para implementar políticas que respondan a las necesidades internas.

Teniendo en cuenta lo precedentemente enunciado, resulta, cuanto menos, paradójico, e incluso ridículo, observar cómo los países que están dotados de abundantes y valiosos recursos naturales, con una riqueza intrínseca en sus tierras, minerales, energía y biodiversidad, se ven obligados de mendigar estabilidad económica a través de la adopción tácita o explícita de una moneda extranjera. La imagen de una nación rica en recursos, pero económicamente vulnerable a cada estornudo financiero de Washington, es un claro síntoma de una soberanía incompleta que a nadie parece molestarle, o también, una autonomía mutilada por la dependencia monetaria a la que jamás nos debimos acostumbrar.

Ahora bien, les pregunto, queridos lectores, ¿cómo es posible que un país con vastas reservas de litio, petróleo, cobre y tierras fértiles deba su estabilidad económica a la política monetaria de otro Estado que quizá carece de esos mismos recursos en la misma magnitud? Evidentemente, esta situación revela una profunda asimetría de poder, donde la capacidad de emitir la moneda de reserva global otorga una influencia desproporcionada a la nación emisora, permitiéndole externalizar costos y condicionar las políticas de otros.

En este punto de la reflexión, creo que es necesario indicar que la dependencia del dólar no es un fenómeno natural ni inevitable. Se trata, más bien, del resultado de procesos históricos, de relaciones de poder desiguales y, en muchos casos, de la internalización de un paradigma económico que prioriza la estabilidad nominal anclada a una moneda “fuerte” extranjera por encima de la construcción de una moneda nacional robusta y creíble. Esta situación de dependencia por imposición también ha perpetuado un círculo vicioso: la falta de confianza en la moneda local impulsa la dolarización, y la dolarización debilita aún más la capacidad de cada Estado para gestionar su propia política monetaria y construir confianza.

Para comprender de manera cabal el asunto de la autonomía financiera, procedamos a interpretar algunos ejemplos históricos de soberanía monetaria. Si bien la dependencia del dólar estadounidense como moneda de reserva y ancla de valor es una realidad extendida, existen ejemplos de naciones que han logrado construir y mantener sus monedas fuertes, preservando así una mayor autonomía en su política económica y fortaleciendo su soberanía. En estos casos vamos a ver claramente que la dependencia no es un destino inevitable, sino una condición que puede ser trascendida mediante políticas económicas prudentes, instituciones sólidas y una visión estratégica a largo plazo.

Uno de los ejemplos más emblemáticos es el del Reino Unido y su Libra Esterlina (GBP). A lo largo de su historia, el Reino Unido construyó un imperio comercial y financiero cuya moneda llegó a ser la principal divisa de reserva mundial. Si bien su preeminencia disminuyó con el ascenso del dólar tras la Segunda Guerra Mundial, la libra esterlina ha mantenido su estatus como una moneda importante a nivel global. El Banco de Inglaterra, con una larga tradición de independencia y credibilidad, ha desempeñado un papel crucial en la gestión de la política monetaria y en el mantenimiento de la estabilidad de la libra.

A pesar de sus fluctuaciones y los desafíos económicos, el Reino Unido ha conservado la capacidad de emitir y controlar su propia moneda, utilizándola como una herramienta fundamental de su política económica y sin depender de una moneda extranjera para sustentar su valor. En este caso puntual, se demuestra que una historia de estabilidad, instituciones fuertes y una gestión económica autónoma pueden consolidar una moneda nacional robusta.

La libra esterlina, como moneda fiduciaria moderna, no tiene un sustento material directo, como el oro o la plata. Su valor se basa en la confianza que el público y los mercados tienen en la economía del Reino Unido, en la estabilidad de sus instituciones (especialmente del Banco de Inglaterra) y en la política monetaria que implementa. Históricamente, la libra estuvo ligada a metales preciosos, particularmente a la plata (de ahí el término “esterlina”, que se asocia a la pureza de la plata). En el siglo XIX y principios del XX, adoptó el patrón oro, donde la libra era convertible a una cantidad fija de oro, aunque este sistema se abandonó definitivamente en 1931.

Actualmente, la libra esterlina se emite contra activos que posee el Banco de Inglaterra: deuda pública (comprando bonos emitidos por el gobierno británico, inyectando libras en la economía); reserva de divisas (manteniendo reservas en otras monedas como dólares o euros) y compra-venta de las mismas para influir en la cantidad de libras en circulación y otros activos. Es importante entender que en el sistema fiduciario actual, el valor de una moneda no reside en un bien físico subyacente, sino en la gestión responsable de la política monetaria por parte del banco central, la fortaleza de la economía que la respalda y la confianza general en su estabilidad como medio de intercambio y depósito de valor.

El precitado ejemplo demuestra que la construcción de una moneda fuerte y la reducción de la dependencia de divisas extranjeras son objetivos alcanzables. Eso sí, requieren de un compromiso sostenido en el tiempo con la estabilidad económica, la construcción de democracias e instituciones creíbles y la implementación de políticas que fomenten la confianza en la moneda nacional. Si bien el camino es complejo y lleno de desafíos, la recompensa en términos de autonomía económica y soberanía nacional es innegable, en tanto que estas naciones han podido demostrar que es posible navegar la economía global con una moneda propia como ancla de valor, en lugar de depender de la voluntad y capricho de otros.

En pocas palabras, está claro que haber renunciado a la plena soberanía monetaria nos ha implicado ceder una herramienta fundamental para el desarrollo económico, independientemente de que estemos nadando en oro, petróleo o litio. Un Estado con control sobre su moneda puede utilizarla para estimular la demanda interna, financiar sus proyectos de inversión, gestionar la inflación y responder a los shocks económicos de manera autónoma. La dependencia del dólar ata las manos de los gobiernos, limitando su capacidad para implementar políticas contracíclicas efectivas y para promover un desarrollo económico que responda a las necesidades específicas de su población.

Creo que, al menos desde la perspectiva que hemos mostrado hoy aquí, la búsqueda de una soberanía plena y una autonomía real exige un esfuerzo consciente por reducir la dependencia que tenemos de la moneda extranjera. Esto no implica necesariamente caer en un aislamiento económico, sino en propiciar la construcción de una moneda nacional fuerte y estable, respaldada por una economía diversificada y productiva, y por instituciones sólidas y transparentes que no utilicen los Bancos Centrales como fábrica de hacer billetes según su conveniencia populista. Sólo así, los países ricos en recursos podrán traducir esa abundancia natural en bienestar para sus ciudadanos, sin verse constantemente amenazados por las decisiones económicas que toma el presidente psicópata de una potencia extranjera. La verdadera soberanía reside, entonces, en la capacidad de decidir nuestro propio destino, incluyendo, por supuesto, el destino de la propia moneda.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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