Opinet
Pensando la quimera de la paz en un mundo ciego y necio

Lisandro Prieto Femenía
«Solo la ignorancia nos hace intolerantes.», Charles Peguy
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un dilema que, a pesar de su antigüedad, aún tiene urgente vigencia, a saber, la intrínseca conexión entre la intolerancia y la necedad. Nos adentraremos en cómo esta peligrosa amalgama no sólo dificulta, sino que a menudo hace prácticamente imposible la consecución de la paz en un mundo que parece inclinarse, cada vez más, hacia la insensatez. A través de la filosofía, siempre crítica, nunca servicial, explicaremos cómo esta ceguera intelectual y moral se convierte en el cimiento de conflictos y divisiones, pero también, y de manera crucial, intentaremos abrir una ventana a la esperanza de que la razón y la comprensión aún pueden prevalecer.
En su “Libro de los seres imaginarios” (1967), Jorge Luis Borges atribuye a Confucio la siguiente máxima: “El hombre superior es tolerante, el hombre inferior es intolerante” (Borges, 1967, p. 245). Esta sentencia poderosa, tan concisa como profunda, nos introduce en la complicada relación entre la intolerancia y la necedad, un binomio que se impone como obstáculo insalvable para la paz en un mundo que, con frecuencia alarmante, se revela sumido en la estupidez y la maldad.
En su acepción filosófica, la necedad trasciende la mera falta de conocimiento. Es, más bien, una obstinada adhesión a la propia ignorancia, una cerrazón a la posibilidad de la duda y del aprendizaje. Es, como diría Sócrates- de acuerdo con la interpretación platónica-, la ignorancia de la propia ignorancia. El necio se aferra a sus verdades preconcebidas, a sus prejuicios y dogmas, con una convicción que raya en la patología mental. No hay espacio para el diálogo, para la confrontación de ideas, para la crítica y mucho menos para la autocrítica. Su mundo es un monolito inquebrantable, ajeno a la complejidad del mundo y a la pluralidad de todo lo que en él acontece.
La precitada cerrazón es el caldo de cultivo ideal para el surgimiento de la intolerancia. Si la verdad es una y monolítica, si yo soy el poseedor de esa verdad, entonces todo aquel que disienta de ella es un error, una desviación, un enemigo o una amenaza. La intolerancia, por tanto, no es sólo la incapacidad de aceptar lo diferente, sino la necesidad de exterminar lo diferente. Como afirma con atino Hannah Arendt en su obra “Los orígenes del totalitarismo” (1951), “la intolerancia, como la comprensión, se ha manifestado en la capacidad de comprender lo que no se había entendido antes y la incapacidad de concebir aquello de lo que no se tenía experiencia” (Arendt, 1951, p. 438). En pocas palabras, para Arendt el necio, al no poder comprender la multiplicidad, busca imponer la uniformidad.
El resultado de esta fusión entre la necedad y la intolerancia es, sin duda alguna, la violencia, en sus múltiples manifestaciones. Desde la agresión verbal hasta la persecución física, desde la discriminación sutil hasta el genocidio más aberrante, la historia de nuestra humanidad es un testimonio elocuente de cómo la cerrazón mental se traduce inevitablemente en sufrimiento. Al respecto, José Ortega y Gasset, en “La rebelión de las masas” (1930) advirtió sobre la “barbarie del especialismo”, una forma de necedad que se manifiesta en la incapacidad de ver más allá del propio ámbito del conocimiento, generando así una intolerancia hacia todo lo que no encaja en su estrecho horizonte: “El especialista ‘sabe’ muy bien su mínimo rincón del universo, pero ignora de raíz todo lo demás” (Ortega y Gasset, 1930, p. 177). En este contexto, el “hombre-masa”, en su autocomplacencia y autosuficiencia intelectual, se vuelve refractario al pensamiento crítico y a la apertura de los aportes de los otros.
Ahora procedamos a analizar el concepto mismo de paz que, desde la filosofía, dista de ser la inexistencia de conflicto o el simple interludio entre guerras. Pensadores gigantes, a lo largo de la historia, han buscado dotar a la paz de un significado más profundo, elevándola de un estado pasivo a una condición activa y virtuosa de la existencia humana y social. Si bien encontraremos diferencias entre perspectivas, notaremos una sola coincidencia: en un mundo regido por necios y estúpidos, es imposible que haya paz.
Para Platón, por ejemplo, la paz en la polis (ciudad-estado) estaba intrínsecamente ligada a la justicia y la armonía interna. En su obra “La República”, la ciudad ideal es aquella donde cada parte cumple su función y donde la razón gobierna sobre los apetitos y las pasiones. La discordia y el conflicto (la stasis) dentro de la ciudad eran vistas como la antítesis de la paz. Por tanto, para Platón, la paz se lograba a través de una correcta organización social y una vida individual virtuosa, donde la justicia garantiza el equilibrio y la estabilidad (Platón, La República, Libro IV, 433a-b). Evidentemente, la paz no era un mero cese de hostilidades, sino un estado de orden y rectitud por el que valía la pena esforzarse, cada uno desde su lugar.
Por su parte, Aristóteles también valoraba la paz como un bien, pero la entendía como el fin de la guerra, no como un fin en sí mismo absoluto, sino más bien como condición necesaria para la vida buena y la búsqueda de la virtud. Para él, la eudaimonía (felicidad o florecimiento humano) era el objetivo supremo, y la paz permitía el desarrollo de las actividades que conducen a esa plenitud. En su “Política”, Aristóteles discute cómo la mejor constitución debe orientarse a la paz para que los ciudadanos puedan dedicarse a la vida virtuosa y al ocio noble- es decir, tiempo libre para formarse, no para ser fanáticos de noticieros mediocres- que permite el desarrollo intelectual y moral (Aristóteles, Política, Libro VII, 1333a-b). Vista así, la paz es la base para el ejercicio correcto de la razón y el funcionamiento armónico y ordenado de la vida cívica.
Pero es quizás Baruch Spinoza quien ofrece una de las definiciones más concisas y poderosas para la paz, alejándose definitivamente de la idea de una mera pasividad. En su estupendo “Tratado teológico-político”, Spinoza afirma que “la paz no es una ausencia de guerra, es una virtud que brota de la fortaleza de ánimo, de la confianza y de la justicia” (Spinoza, 1670, Capítulo III). Aquí, la paz se convierte en una cualidad intrínseca del ser, una disposición activa del espíritu que se manifiesta en la benevolencia, la confianza mutua y el establecimiento de la justicia. Para él, la verdadera paz no puede ser impuesta desde el exterior, sino que surge como una fuerza interior y de un compromiso con principios éticos y racionales.
Finalizando con el marco teórico filosófico, Kant en su ensayo titulado “Sobre la paz perpetua”, aborda la paz desde una perspectiva jurídica y moral, proyectándola no sólo como un estado interno sino como una aspiración global. Kant argumentaba que “la paz no es el estado natural de los hombres” sino que “debe ser instaurada” (Kant, 1795, Primera Sección). En esta perspectiva, la paz perpetua es un ideal regulativo hacia la cual la humanidad debe tender a través del establecimiento de una federación de estados libres, regidos por el derecho público y el respeto a la autonomía de cada nación y cada individuo (pobre Kant, si pudiera ver cómo funciona la ONU en la actualidad, se llevaría menuda decepción). Se trata de un concepto de paz que se orienta hacia un orden internacional basado en la razón, la justicia y la cooperación, donde la guerra es proscrita como un medio ilegítimo de resolución de conflictos. Es, en pocas palabras, una paz que se construye activamente, a través del derecho y la moral, y no una simple cesación de la violencia.
La paz, en este panorama, se convierte en una quimera. ¿Cómo construir la armonía social si cada individuo o grupo se atrinchera en sus propias “verdades”, negándose a escuchar y a comprender al otro? La paz no es la ausencia de conflicto, sino la capacidad de resolverlo de manera constructiva, a través del diálogo y el respeto mutuo. Pero, para ello, se requiere una dosis de humildad intelectual, la disposición a reconocer que nuestra propia “verdad” puede ser parcial o incompleta, y que la verdad del otro puede enriquecernos. Esto es, precisamente, lo que le falta al necio intolerante.
A pesar de este panorama sombrío, queridos amigos, no todo está perdido. La esperanza reside en la capacidad del ser humano para trascender su propia necedad. La educación, en su sentido más amplio, es una herramienta fundamental para liberar de este tipo de estupidez naturalizada a los ciudadanos del presente y del futuro (lo que vienen de arrastre, poco arreglo tienen realmente). No se trata sólo de acumular conocimientos, sino de cultivar el pensamiento crítico, la empatía, la capacidad de dudar y de cuestionar, como también de participar activamente en el rol cívico en pos de un bien común. Se trata de formar individuos que, como diría Immanuel Kant en “Qué es la Ilustración” (1784), sean capaces de salir de su “minoría de edad” y de pensar por sí mismos: “La minoría de edad es la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la dirección de otro” (Kant, 1784, p. 25).
La filosofía, en este sentido, juega un papel crucial, en tanto que al invitarnos a la reflexión, al análisis de nuestras propias ideas y a la confrontación con las ideas de los demás, nos abre las puertas a una comprensión más profunda de nosotros mismos y del mundo en el que habitamos. Nos enseña que la verdad es un camino, no un destino, y que la tolerancia es el combustible que nos permite transitarlo junto a otros. En este sentido, la paz no es un regalo que cae del cielo, sino una construcción colectiva que exige un esfuerzo constante por despojarnos de la necedad y abrirnos a la complejidad del mundo y a la riqueza de la diversidad sin pretensiones de imposición alguna. Sólo así, superando la tiranía de la propia ignorancia, podremos vislumbrar la posibilidad de un futuro más pacífico y justo, o sea, menos necio y violento.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
DATOS DE CONTACTO
-Correos electrónicos de contacto:
lisiprieto@hotmail.com
lisiprieto87@gmail.com
-Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
-What’sApp: +54 9 2645316668
-Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
-Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
-Twitter: @LichoPrieto
-Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
-LinkedIn:https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
-Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
-Donaciones (opcionales) vía Mercado Pago: +5492645316668
Opinet
El desamparo del alma en la espiritualidad postmoderna

Por: Lisandro Prieto Femenía
“El hombre moderno vive, para bien o para mal, en un mundo desacralizado, que en cierto modo ha dejado de ser un ‘mundo’. Pues si para el hombre de las civilizaciones arcaicas lo sagrado era la única realidad, hoy la profanidad es el único absoluto” Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano.
Como hemos repetido en incontables oportunidades, está claro que vivimos en una época donde la realidad se ha vuelto maleable al dictado de la emoción, el capricho y el deseo mediante el imperio de una post-verdad que ha corroído los cimientos de la objetividad, incluso en el ámbito de lo sagrado. Lejos de la convicción firme y la comunidad estructurada de la religión tradicional, la sensibilidad contemporánea ha engendrado una espiritualidad “soft” y a la carta, una suerte de bricolaje existencial donde el individuo se erige como arquitecto y legislador de su propio cosmos trascendente. Para discernir la vacuidad de este fenómeno, es menester interrogar la función que la fe, en su forma más arraigada, cumplió a lo largo de la historia, y cómo su pérdida ha dejado al hombre posmo en un estado de profundo desarraigo.
Recordemos la etimología misma de la palabra “religión”, la cual revela una dualidad esencial en su propósito. Si bien para algunos pensadores su raíz se hala en “religare”, en el sentido de “atar” o “vincular” al ser humano con lo divino y sus semejantes, la visión de Cicerón, que la deriva de “religere”, sugiere un matiz distinto: “recoger con cuidado”, “observar meticulosamente”. Esta segunda acepción denota una praxis atenta y un compromiso disciplinado con lo sagrado, más allá de la simple conexión emocional. Precisamente por ello, la religión no es un consuelo trivial, sino un pilar civilizatorio que ha brindado un marco ético y una comprensión del mundo. La fe, en esencia, proporcionó al ser humano una estructura de sentido frente al caos, tal como afirmó Émile Durkheim, al señalar que “una religión es un sistema solidario de creencias y de prácticas relativas a las cosas sagradas… que unen en una misma comunidad moral, llamada Iglesia, a todos aquellos que se adhieren a ellas” (Las formas elementales de la vida religiosa, 1912). De este modo, queridos lectores, podrán apreciar que la fe no es un asunto privado, sino el andamio que sostiene la vida colectiva.
Pues bien, la disolución de este andamio no fue un proceso silencioso, sino un evento sísmico diagnosticado por Friedrich Nietzsche en el siglo XIX. Su provocadora máxima de la “muerte de Dios” no debe interpretarse como una afirmación atea triunfal, sino como un funesto presagio de las consecuencias que acarrearía la pérdida de la creencia. En su obra titulada “La gaya ciencia” (1882), el personaje del “hombre loco” nos interpela diciéndonos: “¿No oyen todavía el estruendo de los sepultureros que están enterrando a Dios? … ¿Acaso hemos de convertirnos nosotros mismos en dioses para parecer dignos de ello?”. Con este grito, Nietzsche no celebraba la desaparición de la figura divina, sino que señalaba la caída del fundamento moral, teológico y ontológico que sostenía la civilización occidental. La muerte de Dios, para él, significaba no sólo el advenimiento del nihilismo individual, sino también la desintegración del lazo social, ya que las comunidades dejarían de estar cohesionadas por un valor trascendente compartido. Es precisamente en este abismo donde florece la espiritualidad ‘a la carta’, como un intento desesperado y, a menudo, trivial, de llenar un vacío existencial que la razón y la ciencia no han podido colmar.
El abandono de la religión como sistema de pensamiento coherente ha conducido a una desidia del pensar que es complementaria a la apertura banal a la novedad pseudo-espiritual. Martin Heidegger, en su crítica a la metafísica occidental, argumentó que la humanidad se había sumergido en un “olvido del ser”, dejando de preguntarse por la cuestión fundamental de la existencia para concentrarse únicamente en los entes o en las cosas particulares. De forma análoga, la espiritualidad liviana ha olvidado la pregunta por el sentido de la religación con lo trascendente y se ha enfocado en los “entes espirituales”: la meditación como técnica de productividad, los cristales como amuletos, o el consumo masivo de las constelaciones familiares como terapias rápidas de dudosa procedencia.
Al respecto, G.K. Chesterton ya había advertido sobre este fenómeno en su obra “Ortodoxia” (1908), donde sostenía que las herejías son “verdades que se han vuelto locas”, es decir, fragmentos de la verdad que, al ser aislados del conjunto, pierden su coherencia y se convierten en falsedades. Así, la espiritualidad a la carta es la herejía definitiva de nuestra era: selecciona fragmentos de la sabiduría de distintas tradiciones y los convierte en verdades aisladas, vacías de contexto. La pereza intelectual, que nos hace rehuir de las preguntas existenciales profundas, nos vuelve susceptibles a los negocios que ofrecen consuelos personales y fáciles. Sobre este asunto puntual, Charles Taylor, en su obra monumental “A secular age” (2007), argumenta que en nuestra era, “la fe ya no es algo autoevidente”, sino una opción entre otras, pero la espiritualidad on demand evita incluso esa elección consciente, picoteando sin esfuerzo. Se consume lo sagrado como si de un commodity se tratara, sin la menor intención de comprometerse con el rigor que dichas prácticas exigen.
Evidentemente, la superficialidad de esta religiosidad se hace aún más patente al contrastarla con la profundidad de la psique humana. El psiquiatra Carl Jung, concibe a la religión no como un dogma externo al sujeto, sino como una función natural del alma humana, una expresión de la necesidad arquetípica de encontrar un significado que trascienda la conciencia. En su texto titulado “Psicología y religión” (1938), Jung afirmaba que “el alma es, por su naturaleza misma, un proceso religioso. Si no se la comprende y se la cultiva, se la reprime”. La espiritualidad posmo, en su afán por ofrecer soluciones mágicas, rápidas y superficiales, evade precisamente esta profunda confrontación con los arquetipos y la “sombra” del inconsciente. Lo que se presenta como un camino de autoconocimiento es, en realidad, una evasión de la verdadera exploración del ser, una trivialización del sagrado y complejo proceso de individuación, que Jung consideraba esencial para la salud psíquica y espiritual.
Esta tendencia se manifiesta en prácticas como las constelaciones familiares, un enfoque que pretende resolver conflictos personales y sistémicos a través de representaciones simbólicas sin sustento científico, teológico, psicológico ni psiquiátrico verificable. De manera similar, la fascinación por las “dietas depurativas” o el uso de minerales con propiedades supuestamente curativas, forman parte de un catálogo de soluciones mágicas que prometen una sanación integral a través de un consumo pasivo, sin exigir el arduo trabajo de introspección ni el compromiso de una fe verdadera. La fe como preocupación última, en palabras del teólogo Paul Tillich, ha sido reemplazada por una fe en la autoayuda, el pensamiento positivo y la solución instantánea, despojando la espiritualidad de su capacidad de enfrentar el dolor y la incertidumbre de la existencia.
Por último, tenemos que analizar una de las causas más graves de esta crisis de la espiritualidad contemporánea, a saber, el profundo extravío de la fe: se ha reemplazado el saber por el mero sentir. La fe, en su sentido más auténtico, nunca fue un acto de credulidad ciega, sino un compromiso que demanda, como afirma San Anselmo de Canterbury, un “creer para entender y entender para creer” (Credo ut intelligam, intelligo ut credam). No obstante, la espiritualidad new age ha promovido un “creer sin saber”, es decir, una rendición voluntaria a la flaqueza intelectual que nos hace susceptibles a cualquier oferta pseudocientífica o esotérica. Esta predisposición a abrazar convicciones sin fundamentos no es exclusiva del nuevo panorama espiritual, sino que se ha infiltrado en las propias religiones monoteístas tradicionales.
En el catolicismo, el judaísmo y el islamismo, se observa una alarmante erosión de la pedagogía y la profundidad doctrinal. La falta de rigor en la formación de sus ministros, aunada a la incapacidad de comunicar con seriedad los principios teológicos al pueblo, ha generado una evidente desconexión entre la fe y el conocimiento. El resultado es un laicado que, a menudo, no comprende los fundamentos de su propia creencia, volviéndose vulnerable a la superficialidad del mundo y a la tentación de sustituir un misterio profundo por una solución trivial propuesta por redes sociales. Se me ocurre como ejemplo, en el ámbito católico, la catequesis que se ha simplificado a tal punto que las nociones básicas de la teología escolástica o de la patrística se han diluido en narrativas moralizantes o en conceptos de autoayuda decadentes.
En el judaísmo, la pérdida de la rigurosidad en el estudio del Talmud y la Halajá ha provocado una brecha generacional de comprensión, reduciendo la religión a un conjunto de rituales y prohibiciones sin la comprensión del “por qué” detrás de ellas. Así, los creyentes, al no saber el origen de una ley o el razonamiento de un debate talmúdico, pueden percibir las prácticas como algo arbitrario o anticuado. De manera similar, en el islam, una interpretación simplista de los textos sagrados, a menudo sin el bagaje del fiqh y la teología clásica, ha llevado a la proliferación de entendimientos dogmáticos y simplistas. Esto se manifiesta en la violencia desmedida de algunos grupos de musulmanes residentes en Europa hacia ciudadanos que perciben como “infieles”. Tal radicalización, que se pretende justificar con pasajes religiosos, ignora siglos de debates teológicos y hermenéuticos que, a través del fiqh y el ijtihad (razonamiento independiente), establecieron complejas reglas para la guerra, la coexistencia y la protección de los no musulmanes. La falta de este bagaje doctrinal permite que interpretaciones literales y simplistas sean instrumentalizadas para fines violentos, despojando a la fe de su complejidad moral e intelectual.
De esta manera, la fe se convierte en un ritual vacío o en un accesorio cultural, perdiendo su capacidad para orientar la vida moral e intelectual. Es que la falta de un conocimiento robusto de la propia tradición deja al creyente desarmado ante las “herejías” de la modernidad, que G.K. Chesterton describió como “verdades que se han vuelto locas”, es decir, fragmentos de un sistema de creencias que, al ser aislados, pierden su coherencia y se convierten en falsedades perniciosas.
En definitiva, queridos lectores, queda claro que cuando la espiritualidad se convierte en un producto de consumo y la verdad en una experiencia caprichosa subjetiva, es inevitable que el individuo se enfrente a un vacío existencial disfrazado de libertad y autonomía. Ante esto, es necesario preguntarse: ¿puede una fe construida sobre cimientos tan dispersos ofrecer un verdadero refugio ante la adversidad, o es sólo un adorno para la vida cotidiana, desechable cuando el sufrimiento se torna real? Si la búsqueda de lo sagrado se privatiza, transformándose en una herramienta para el bienestar personal, ¿dónde quedan la ética social y la responsabilidad por el prójimo que las religiones tradicionales, con todas sus imperfecciones, procuran cimentar? Esta espiritualidad a la carta, ¿nos libera de la tiranía dogmática o nos encierra en una jaula dorada de narcisismo, prometiendo una trascendencia que, en el fondo, sólo refleja nuestra propia imagen?
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
DATOS DE CONTACTO
-Correos electrónicos de contacto:
lisiprieto@hotmail.com
lisiprieto87@gmail.com
-Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
-What’sApp: +54 9 2645316668
-Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
-Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
-Twitter: @LichoPrieto
-Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
-LinkedIn:https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
-Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
-Donaciones (opcionales) vía Mercado Pago: +5492645316668
Opinet
La infancia como fundamento ontológico

Por: Lisandro Prieto Femenía
“La medida de una sociedad se halla en cómo trata a sus niños”: Fyodor Dostoevsky
Este domingo, al menos en Argentina, festejamos el “Día del niño” y me parece oportuno invitarlos a realizar una introspección filosófica, a trascender la simple celebración para comprender la niñez como un fundamento de la existencia humana. Este estadio de la vida es más que un preludio de la adultez, en tanto que se ha revelado a lo largo de la historia del pensamiento occidental como una categoría crucial para entender la ética, el conocimiento y la moral.
La historia del pensamiento humano, en su profunda búsqueda de lo inmutable, ha concebido a la niñez no sólo como un estado de desarrollo, sino como un santuario sagrado. Esta perspectiva, arraigada en la teología y la ética, elevó la figura del niño a una condición de pureza y vulnerabilidad que merecía una protección absoluta. El mandato de Jesucristo en el Evangelio de Marcos que versa: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos” (Marcos 10; 14) no es un mero acto de ternura, sino una declaración teológica que indica que la inocencia infantil es un reflejo de la divinidad, un camino hacia la gracia.
Esta idea se consolidó en la moral occidental, donde el niño era visto como un “depósito de gracia” que la sociedad debía proteger de la corrupción del mundo. El gran Santo Tomás de Aquino, aunque centraba su obra en la razón y la fe, reconocía la necesidad de una tutela moral y social de los más jóvenes para guiarlos hacia la virtud, considerándolos esenciales para la perpetuación de una comunidad justa. Su pensamiento, influenciado por Aristóteles, sentó las bases de la ética del cuidado, donde la infancia era un bien social que debía ser protegido por la ley natural y divina.
Filósofos como Platón, en su “República”, ya veían en la educación infantil la llave para forjar ciudadanos virtuosos y, por extensión, una sociedad justa en tanto que, para los griegos, la niñez no era un espacio de pasividad, sino el terreno fértil donde se sembraban las virtudes cardinales que, más tarde, darían forma a la polis. En pocas palabras, la infancia aquí es el “Arjé” (fundamento) de la ética colectiva.
“La educación no se refugia en las academias, tiene vocación y fines políticos. La educación es la llave que permite arribar a una sociedad en la que las virtudes caracterizan a los hombres y al Estado” (Platón, 1949)
La mirada se complejiza con Aristóteles, para quien la formación del carácter moral se iniciaba en esta etapa, a través de la habituación. En su “Ética a Nicómaco” sostuvo que “la educación y las costumbres deben estar ordenadas por las leyes; pues lo que se vuelve habitual no será ya penoso” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 350 a.C.). Como podrán apreciar, esta perspectiva resalta la niñez como el período en el que la costumbre y el entorno se graban en el ser, forjando la inclinación hacia el bien o el mal. Posteriormente, la modernidad, a través de la visión de John Locke, ofreció una nueva metáfora: la “tabula rasa”, en el sentido de que, para él, el niño nacía con una mente en blanco, sin ideas innatas, que se iría llenando a través de la experiencia sensible. Por supuesto, estas ideas confluyeron en la crítica de Jean-Jacques Rousseau, quien en su obra “Emilio” veía en la infancia una pureza intrínseca, una naturaleza no corrompida por la sociedad, y lo expresaba con claridad al indicar que “todo está bien al salir de las manos del autor de la naturaleza; todo degenera en las manos del hombre” (Rousseau, 1762). Desde su enfoque, la niñez era un estado de bondad natural que debía protegerse de las influencias perniciosas del mundo adulto.
También, el aporte de Friedrich Nietzsche en su “Así habló Zaratustra” eleva la imagen del niño a un nivel de trascendencia radical, ubicándolo como la meta final de un proceso de transformación espiritual. En su famosa alegoría de las tres transformaciones del espíritu, Nietzsche describe un camino hacia el Übermensch (superhombre) que culmina en la figura del niño. El niño nietzscheano no es una regresión, sino una superación: representa la inocencia y el olvido, en un “primer movimiento, una rueda que se mueve por sí misma, un santo decir sí” (Nietzsche, 1883). Este niño es un ser creador por excelencia, que no se ata a la moral pasada ni se define por la rebeldía contra ella. Es un jugador libre que crea y destruye sus propios valores sin remordimiento, movido por una pura e inmediata voluntad. En definitiva, el niño es, para Nietzsche, el símbolo del Übermensch, es decir, la encarnación de la voluntad de poder que se afirma a sí misma en el acto de la creación, sin la carga de la historia ni la opresión del deber.
Ahora bien, tras haber echado un breve vistazo a la concepción filosófica de la niñez, es fundamental poner los pies sobre la tierra y pensar en la actual infancia devastada. El contraste entre estos ideales filosóficos y la realidad de la infancia de nuestros días es verdaderamente abrumador. En la postmodernidad, caracterizada por la fragmentación de los grandes relatos y la hiper-mercantilización, la infancia se encuentra en una encrucijada existencial.
Este ideal de una infancia pura o virtuosa se ve desafiado por una realidad global marcada por la desigualdad y la instrumentalización. El hambre y la guerra son fenómenos que despojan a millones de niños de su derecho a la existencia misma. De acuerdo con el Banco Mundial, la “pobreza de aprendizajes” afecta a un 53% de los niños en países de bajos y medianos ingresos, quienes a los 10 años no son capaces de comprender un texto sencillo, una estadística que revela la fractura del tejido educativo global (Banco Mundial, The State of Global Learning Poverty , 2023). Por otra parte, la crueldad de la guerra está desplazando a millones de infantes, quienes, según datos de ACNUR, se ven despojados de su hogar y su seguridad, evidenciando una vulnerabilidad extrema ante los conflictos bélicos dirigidos por degenerados a los cuales no les interesa la vida de los seres humanos más vulnerables del planeta.
A esta crisis material se suma una forma de abandono menos visible, pero igualmente corrosiva: el abandono digital. El otorgamiento de dispositivos móviles, a menudo como un sustituto de la interacción y la presencia afectiva, crea una falsa ilusión de cuidado. Los niños son dejados al amparo de las pantallas, lo que los priva de la interacción social necesaria para el desarrollo emocional y cognitivo. Este fenómeno puede interpretarse como una forma de enajenación, donde la conexión superficial de las redes sociales y los videojuegos sustituye la profunda construcción de vínculos familiares fundamentales. Al respecto, el sociólogo y crítico cultural Neil Postman, en su obra titulada “La desaparición de la infancia” (1982), argumentaba que la televisión, y por extensión la cultura digital posterior, ha borrado la distinción entre la infancia y la adultez. Al exponer a los niños a un mundo de información y problemáticas adultas, la sociedad moderna destruye la inocencia y el espacio protegido que la niñez tradicionalmente representaba.
En este contexto, se evidencia una profunda contradicción: hoy no se promueve la creatividad. Al brindar absolutamente todo “masticado”, resuelto, los niños carecen de la capacidad de invención y se limitan a un rol de consumo. El espíritu nietzscheano del niño como creador se marchita ante la pasividad de una pantalla que representa un mundo ya hecho, donde no hay espacio para el juego libre, la exploración de la realidad o la construcción de significados propios. La niñez de hoy, lejos de ser el niño juguetón y creador que imaginó Nietzsche, es a menudo un ser pasivo, abúlico, bombardeado por estímulos y abandonado a un universo digital que lo despoja de la experiencia del juego libre y del asombro genuino.
La precitada concepción de la niñez como un espacio sacro, intocable e inviolable, contrasta de forma violenta con la cruda realidad precitada. La transición de esta sacralización a la naturalización de su abandono, enfermedad, violencia y muerte constituye una de las mayores crisis de nuestro tiempo. Aquello que en la antigüedad o en la tradición teológica era considerado una profanación que provocaba estupor y castigo, hoy se ha convertido en una estadística que no parece perturbar al mundo. La niñez actual se enfrenta a una debacle donde el ideal de pureza se ve subvertido por un sistema que la devora mientras todos miramos a un costado. Hemos dejado de ver a los niños como la encarnación de la esperanza y los hemos convertido en meros eslabones de una cadena de producción y consumo, en cifras de un informe económico o en víctimas anónimas de conflictos geoestratégicos. La profanación del santuario infantil no es un evento aislado, sino un proceso sistémico que despoja a los niños de su esencia, de su derecho al juego y a la invención, para reducirlos a su existencia material más precaria.
Frente a este escenario, la reflexión filosófica que urge a ir más allá de la lamentación, en tanto que nos obliga a cuestionar las bases de nuestra relación con la infancia. ¿Estamos, como sociedad, reduciendo a los niños a meros receptores pasivos de información y productos, ignorando su necesidad de ser agentes de su propio mundo? ¿Hemos instrumentalizado la tecnología, que podría ser una herramienta de empoderamiento, para convertirla en un mecanismo de control y distracción? Si la niñez es un espejo de la humanidad, ¿qué nos dice de nosotros mismos el reflejo de un niño con hambre, desplazado, amputado o emocionalmente aislado frente a una pantalla? La crisis de la niñez, en última instancia, es la crisis de nuestra propia humanidad y de nuestra capacidad de cuidarnos los unos a los otros.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
DATOS DE CONTACTO
-Correos electrónicos de contacto:
lisiprieto@hotmail.com
lisiprieto87@gmail.com
-Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
-What’sApp: +54 9 2645316668
-Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
-Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
-Twitter: @LichoPrieto
-Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
-LinkedIn:https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
-Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
-Donaciones (opcionales) vía Mercado Pago: +5492645316668
Opinet
Exponiendo la quimera del amor sin compromiso

Por: Lisandro Prieto Femenía
“En la modernidad líquida, las relaciones, como todo lo demás, están sujetas a la implacable lógica del consumo y la descarte. La fragilidad se convierte en la norma, y la permanencia, en una carga”: Zygmunt Bauman
Antes de zambullirnos en la compleja trama de los vínculos humanos en la era patética de la postmodernidad, resulta ineludible encarar el significado y la esencia misma del amor. La riqueza semántica de esta palabra, que en español aúna múltiples facetas, encuentra su raíz en el latín amor, y su significado ha sido objeto de profunda reflexión desde la antigüedad. Los griegos, con su agudeza filosófica, discernieron distintas modulaciones de este sentimiento, otorgándoles nombres específicos que revelan su intrincada naturaleza. Así, distinguieron entre el eros, un amor apasionado y a menudo posesivo, vinculado al deseo y la atracción física; la philia, un afecto fraternal, de amistad y lealtad, que subyace en la camaradería y el compañerismo y el ágape, un amor incondicional, altruista, que se entrega sin esperar nada a cambio, evocando una dimensión trascendente y universal. En este sentido, Platón nos introduce a una visión jerárquica del eros en su célebre obra titulada “El banquete”, que asciende desde la admiración por la belleza corporal hasta la contemplación de la Belleza en sí, la Idea suprema, inmutable y eterna. Recordemos que para Platón, el amor no era simplemente una emoción, sino una fuerza impulsora que nos eleva hacia el conocimiento y la perfección. La búsqueda de la “media naranja” primigenia, tal como narró Aristófanes en el mismo diálogo, subraya esta añoranza de plenitud y unidad a través del otro.
Sin embargo, en el escenario que nos toca vivir, la posmodernidad, con su descrédito de los grandes relatos, su erosión de las certezas y su entronización del individualismo exacerbado, la concepción platónica del amor, anclada en lo eterno y trascendente, se desvanece en el horizonte de la promocionada volatilidad. La emergencia de la post-verdad, donde la emoción y la creencia personal, a menudo, prevalecen sobre los hechos objetivos y la razón crítica, ha corroído las bases de la confianza y el compromiso, pilares esenciales de cualquier vínculo duradero. En este torbellino de lo efímero, el amor se ha licuado, adoptando formas esporádicas, circunstanciales y, en muchos casos, desechables. La promesa de un vínculo perdurable, forjado en la paciencia y la vulnerabilidad, se ha transmutado en la conveniencia de una conexión utilitaria y momentánea, fácil de establecer y aún más fácil de disolver. Como lúcidamente diagnosticó Zygmunt Bauman en su obra “Amor líquido”, “vivimos en el mundo de ‘conexiones’ en lugar de ‘relaciones’, donde el compromiso se considera una trampa y la ambigüedad una virtud”.
Esta metamorfosis no es accidental, sino el resultado de un proceso de desensibilización que impregna las esferas más íntimas y las más amplias de nuestra vida social. La inmediatez que propugnan las nuevas tecnologías, la cultura del “usar y tirar” trasladada a las emociones, y la constante búsqueda de gratificación instantánea han mermado nuestra capacidad para invertir tiempo, esfuerzo y vulnerabilidad en la construcción de relaciones sólidas y significativas. Los lazos afectivos, lejos de ser refugios de estabilidad y de crecimiento mutuo, se han convertido en plataformas de consumo emocional, donde cada individuo busca satisfacer sus propias necesidades sin la pesada carga de la reciprocidad o el compromiso a largo plazo. En esta lógica, el “otro” no es ya un compañero de viaje en la construcción de una vida compartida, sino una pieza reemplazable en un intrincado juego de utilidades personales. Lo que entendíamos por “amor romántico”, con sus ideales de exclusividad y eternidad, ha cedido su lugar a lo que Eva Illouz denomina “capitalismo emocional” en su obra “El consumo de la utopía romántica”, donde los sentimientos se mercantilizan y las relaciones se evalúan en términos de costo-beneficio, propiciando una instrumentalización del afecto.
Asimismo, esta fragilidad no se limita al ámbito de las parejas. Se extiende, con igual o mayor virulencia, a la totalidad de nuestras relaciones humanas. La pérdida del cariño y el compromiso se manifiesta dolorosamente en las dinámicas familiares: entre padres e hijos, donde la autoridad moral y el afecto incondicional ceden a menudo ante la tiranía de la inmediatez y el distanciamiento emocional, y donde la comunicación se reduce a interacciones superficiales mediadas por pantallas. Los lazos entre familiares en general, antaño pilares de una identidad compartida y un apoyo incondicional, se deshilachan en la indiferencia y la falta de presencia, reemplazados por el contacto esporádico o la ausencia total. La comunidad vecinal, que en épocas no tan lejanas, constituía un microcosmos de apoyo mutuo y solidaridad, se ha fragmentado en una serie de individualidades aisladas, cada una encapsulada en su propio universo digital y ajena al devenir del otro. Este fenómeno no es meramente una cuestión de falta de tiempo, sino una profunda alteración de nuestra disposición a la alteridad, a la co-presencia, a lo que Emmanuel Lévinas llamaría la “responsabilidad infinita” ante el rostro del Otro. El mundo se ha vuelto un conjunto de mónadas leibnizianas, sin ventanas, encerradas en su propia percepción.
Consecuentemente, en el ámbito cívico, la erosión de los vínculos es palpable. La relación entre ciudadanos y gobernantes se ha despojado de la confianza y la responsabilidad mutua, mutando en un espectáculo de desconfianza, cinismo y, a menudo, abierto desprecio. El contrato social, que teóricamente cimentaba la convivencia y el progreso colectivo, se diluye en la percepción de que la política es un juego de intereses particulares, donde la ética y el bien común son meras quimeras, y donde la participación se limita a la expresión de quejas individuales sin articulación colectiva. Como observó el paladín posmoderno Michel Foucault, el poder no sólo reprime, sino que también produce subjetividades. En esta era paupérrima, parece que las subjetividades producidas son aquellas que se retraen al compromiso, que desconfían de la alteridad y que privilegian la seguridad de la soledad autoimpuesta por encima de la rica complejidad de la interdependencia.
Al respecto, Hannah Arendt advirtió, en su obra “Los orígenes del totalitarismo”, sobre la corrosión del espacio público y la desintegración de los lazos sociales como condición para el surgimiento de fenómenos políticos autoritarios. Ante esto, queda preguntarse: ¿Acaso no es esta atomización una forma de control sutil, que nos vuelve maleables y menos propensos a la acción colectiva y al pensamiento crítico, al desactivar la potencia de la solidaridad y el ágape cívico?
Ante este panorama desolador de amores efímeros y vínculos disueltos, ¿estamos condenados a la fragmentación perpetua y a la superficialidad de los encuentros? ¿O existe la posibilidad de reavivar la llama del compromiso y la sensibilidad en un mundo que prioriza la desconexión afectiva? La desensibilización no es nuestro destino ineludible, sino una construcción social que puede ser deconstruida, un hábito cultural que puede ser re-aprendido. ¿Acaso hemos olvidado, en esta vorágine de lo efímero y lo descartable, que la verdadera riqueza reside en la profundidad de los lazos, en la capacidad de construir historias compartidas que trasciendan la fugacidad de lo instantáneo y se anclen en la persistencia del afecto? ¿Es posible que, al abrazar la vulnerabilidad y la paciencia, podamos redescubrir la resistencia inherente a un amor que se atreve a ser permanente, no por obligación o tradición, sino por elección consciente y por la convicción de su valor intrínseco?
Quizá, la clave resida en una revolución silenciosa, que comience en el ámbito individual y familiar, que nos invite a cuestionar la lógica del descarte y a abrazar la complejidad inherente a cualquier vínculo genuino, reconociendo que el conflicto y la diferencia no son razones para la huida, sino oportunidades para el crecimiento. Entonces, ¿podemos, como individuos, resistir la tentación de la inmediatez y apostar por la construcción lenta, a veces dolorosa, pero profundamente gratificante, de lazos duraderos, tanto personales como comunitarios? ¿Es momento de reconocer que la verdadera libertad no radica en la ausencia de ataduras, sino en la elección consciente de aquellas relaciones que nos enriquecen y nos permiten crecer, incluso cuando nos desafían, y que la felicidad no se encuentra en la acumulación de experiencias superficiales, sino en la profundidad de las conexiones?
La reflexión crítica, el pensamiento autónomo y la chispa de un pensar sensible que no se da por vencido son, quizás, las herramientas más poderosas para reclamar el amor de las garras de la liquidez de la moda posmo-progre y su correspondiente post-verdad. Sólo al mirar de frente esta crisis de los lazos, al interrogarnos sobre nuestro propio papel en ella y al atrevernos a redefinir el valor del compromiso, podremos aspirar a reconstruir una sociedad donde el afecto, en todas sus nobles formas, recupere la centralidad y su potencia transformadora. ¿Nos atreveremos a utilizar estas herramientas, a salir de la comodidad de la indiferencia y a asumir el riesgo de volver a amar con profundidad y a construir con permanencia? La pregunta no es menor, y la respuesta, implica un imperativo ético para nuestro tiempo plagado de gente rota que no sabe amar (y tampoco le importa aprender).
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
DATOS DE CONTACTO
-Correos electrónicos de contacto:
lisiprieto@hotmail.com
lisiprieto87@gmail.com
-Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
-What’sApp: +54 9 2645316668
-Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
-Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
-Twitter: @LichoPrieto
-Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
-LinkedIn:https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
-Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
-Donaciones (opcionales) vía Mercado Pago: +5492645316668