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El sentido de la navidad: nacimiento y renovación

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“El nacimiento es la única ocasión de la que tenemos una garantía absoluta de que, por un instante, el ser humano ha sido un verdadero milagro”

Simone Weil, “La gravedad y la gracia”, 1947.

La presente es la primera entrega de la saga “El sentido de la navidad”, en la cual reflexionaremos sobre el simbolismo del nacimiento y la renovación, más allá de su dimensión festiva o religiosa, puesto que se trata de una celebración que invita a la reflexión de la existencia humana en general. En el corazón de la natividad, se encuentra un símbolo poderosísimo: el poder del nacimiento. Se trata de un sentido profundo, ya que la Navidad no solo conmemora un parto que da inicio a una figura histórica, sino que nos recuerda que, en cada ciclo de la vida, existe la posibilidad de un renacer.

Evidentemente, es un momento que, cargado de simbolismo, nos plantea la pregunta de si, como humanidad, estamos dispuestos a renovarnos, es decir, a reescribir nuestros propios destinos y a redescubrirnos en lo más esencial de nuestro ser. Este tiempo de celebración parece detener el curso incesante de la rutina cotidiana, invitándonos a detenernos, mirar hacia adentro y considerar el significado que le estamos dando a nuestra vida y reevaluar si es o no necesario un nuevo comienzo. Tengamos en cuenta que un bebé recién nacido es, en su fragilidad y potencialidad, un recordatorio de que cada nacimiento no solo trae consigo una nueva vida, sino también la promesa de renovación y cambio.

“El hombre ha nacido para vivir con humildad, como el niño en la cuna, sin dejar de buscar lo que lo eleva hacia el amor divino”, San Agustín “Confesiones”, 397.

La navidad, entonces, se convierte en un momento propicio para pensar sobre el ciclo de la existencia, sobre cómo cada día, cada año, nos brinda la oportunidad de empezar nuevamente, de reconfigurar nuestra existencia y, tal vez, de encontrar un significado más profundo en lo que hacemos y en cómo nos relacionamos con los demás. Es en este contexto que podemos explorar el simbolismo del nacimiento, no como un evento puntual, sino como un principio que atraviesa toda nuestra vida, desafiándonos a mirar más allá de las apariencias y a cuestionar las estructuras que nos condicionan y, en algunos casos, definen. En la fragilidad del nacimiento, la filosofía nos invitará a reconocer que, a pesar de las dificultades y las sombras que a menudo oscurecen nuestro camino, siempre hay espacio para la luz, la esperanza y la transformación.

“El valor de la vida no está en lo que se ha logrado, sino en lo que se es capaz de empezar”, S. Kierkegaard (Diario, 1849)

El nacimiento, en su pureza, nos invita a pensar en este “nuevo comienzo”, que se refiere al inicio de la aventura de vivir y a la posibilidad que se extiende hacia el futuro. En nuestra tradición teológica cristiana, el nacimiento de Jesús simboliza la llegada de la gracia divina, un punto de partida que transforma el curso de la humanidad. Este nacimiento concreto es un acto de redención, un mensaje de esperanza para una humanidad sufriente, sugiriendo que, independientemente de nuestros errores y limitaciones, siempre existe la posibilidad de renacer mediante la reconciliación con lo divino. El niño recién nacido es la encarnación de una promesa: que la renovación es posible, incluso en los momentos más trágicos y barbáricos: desde esta perspectiva teológica, el nacimiento es la manifestación de un “comienzo divino”, una gracia que se ofrece sin condiciones, un perdón que nos permite reconfigurarnos. En este sentido, la navidad no solo conmemora un acontecimiento histórico, sino que se convierte en una ocasión anual para la reflexión sobre la posibilidad de empezar de nuevo, de acercarnos a lo trascendental, de asumir el reto de renovarnos en lo espiritual y en lo moral.

Por otro lado, el nacimiento, como concepto filosófico, adquiere también una dimensión profundamente existencialista, particularmente si lo analizamos desde la obra de Martin Heidegger. Para él, el “ser-ahí” (“Dasein”), es la condición humana básica, una existencia abierta al futuro, un “ser-en-el-mundo” que, en cada momento, se enfrenta a la posibilidad de reinventarse. En su obra emblemática “Ser y Tiempo”, Heidegger nos invita a reconocer que la existencia es fundamentalmente finita y que el futuro es aquello que define nuestro ser, porque no es simplemente una extensión lineal del pasado, sino un campo abierto de posibilidades donde el individuo puede proyectarse y, en cada instante, elegir su camino.

“El ser humano no es, sino que está en el mundo, es decir, proyectado hacia el futuro.” Martin Heidegger- “Ser y tiempo”, 1927.

El nacimiento, visto desde esta óptica, puede interpretarse como la apertura al futuro incierto, cargado de posibilidades que, lejos de ser predecibles, nos desafían a crear, a decidir, a tomar parte activa en la configuración de nuestro ser. El “ser-ahí” heideggeriano no es un ser estático ni determinado por lo que ya ha ocurrido, sino un ser que siempre está en el proceso de hacerse, de proyectarse hacia lo que aún no ha sucedido. Así, cada “nacimiento” puede verse como una nueva apertura al futuro, una nueva oportunidad para redirigir a nuestra existencia hacia un horizonte inexplorado. En este sentido, la navidad se presenta como un recordatorio de la existencia: en cada ciclo de la vida, cada año, cada día, hay un potencial renovador, porque nada está dicho de ahora y para siempre. Si bien el nacimiento de un niño es un recordatorio evidente de la fragilidad y la maravilla de la vida, también es una convocatoria para que cada uno de nosotros reflexionemos sobre cómo podemos “nacer” nuevamente en nuestro propio ser, independientemente de las cargas que llevemos o de los errores que cometamos. Al igual que el bebé que llega al mundo sin pasado, sin definiciones previas, estamos llamados a una continua apertura hacia lo que podemos ser, a tomar riendas de nuestra propia existencia y a proyectarnos hacia un futuro lleno de posibilidades.

Procedamos ahora a interpretar un aspecto que es fundamental en el simbolismo que venimos analizando: la fragilidad y la humildad del comienzo, mirando el nacimiento de Jesús en un pesebre como una metáfora majestuosa del poder transformador. Es que el nacimiento, en su expresión más pura, nos confronta con una realidad fundamental: la fragilidad. Un recién nacido, sin fuerzas, sin historia y sin poder, depende completamente de su madre para sobrevivir. Esta vulnerabilidad intrínseca no es solo un recordatorio de lo efímera que es nuestra existencia, sino una invitación a reflexionar sobre el valor de lo pequeño y lo aparentemente insignificante en un mundo que exalta exactamente todo lo contrario: lo grandioso, lo imponente, lo exitoso.

“El que tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo.”– F. Nietzsche, “El crepúsculo de los ídolos”, 1888.

El nacimiento de Jesús en un establo es, en este sentido, una de las imágenes más poderosas de nuestra tradición cristiana: en lugar de llegar al mundo en el esplendor de un palacio real, Jesús nace en la humildad del pesebre, rodeado de animales y con pocos testigos. Esta imagen de un niño recién nacido, acompañado de lo simple y lo marginal, se convierte justamente en un acto subversivo. La llegada de Dios a la humanidad no se da en la grandeza de un imperio exuberante, sino en lo humilde, en lo vulnerable y pequeño. Ese resguardo en el campo, se convierte en el lugar donde lo divino se manifiesta de la manera más inesperada, desafiando la idea de que lo grande y lo poderoso son los únicos lugares donde puede encontrarse un sentido verdaderamente profundo. Esta lección sobre humildad del nacimiento resuena también en la filosofía de Hannah Arendt, quien introduce el concepto de “natalidad” en su obra titulada “La condición humana”.

Para Arendt, la natalidad no sólo se refiere al acto físico de nacer, sino a la capacidad que tenemos los seres humanos de comenzar algo nuevo. El nacimiento, en este sentido, es un principio de la acción, un comienzo radical que está marcado por la capacidad de transformar el mundo. Tengamos en cuenta que para nuestra filósofa, el nacimiento está ligado a la libertad humana, a la capacidad de inaugurar lo impredecible, lo inesperado. El ser humano, al nacer, se encuentra ante un futuro totalmente abierto, libre para actuar y modificar su entorno, pero siempre desde una posición de vulnerabilidad: es el acto de nacer lo que posibilita la apertura al mundo y a nuevas formas de acción, un constante empezar de nuevo.

“La natalidad es el poder de comenzar algo nuevo, el poder de introducir lo inesperado, de transformar la condición humana.” H. Arendt, “La condición humana”, 1958.

Lo que Hannah Arendt nos está enseñando en este sentido, es que cada nacimiento no solo es el comienzo de una vida puntual, sino el comienzo de una historia, de una intervención en el mundo. La fragilidad de ese inicio es, paradójicamente, su mayor fuerza porque en un contexto donde predominan los valores de poder, éxito y conquista, la natalidad humana- es decir, la capacidad de comenzar una y otra vez- es una fuente de transformación constante. Éste es el poder que se oculta en lo pequeño y humilde, en la precariedad de un niño en un pesebre, que tiene el potencial de cambiar la historia y modificar las estructuras de todas las dinámicas del mundo hasta ese entonces conocido.

En un mundo banal que celebra siempre lo grandilocuente y lo evidente, donde lo excepcional se convierte en la medida del éxito, la navidad nos recuerda que lo más importante a menudo se encuentra en lo más pequeño, en lo más sencillo, en aquello que pasa desapercibido. Así, como el nacimiento de Jesús en su pesebre no requiere de grandes demostraciones de poder, cada acto de “natalidad”- cada nuevo comienzo- está cargado de un potencial transformador, por más humilde que sea su origen. En este contexto puntual, la fragilidad del nacimiento es, en última instancia, lo que le confiere justamente su poder: la capacidad de reinventar, de dar paso a lo nuevo, de ofrecer un horizonte infinito de posibilidades. La navidad, por lo tanto, no sólo celebra el nacimiento de un niño, sino también el renacer de la humanidad en cada uno de nosotros, invitándonos a reconocer que en los momentos más sencillos y vulnerables de la vida se encuentra la semilla fundamental de la transformación.

Por último, nos queda pensar en el aspecto puntual de la “renovación”, conectada fuertemente con el simbolismo del nacimiento como punto de partida para un proceso de cambio interior. Bien sabemos que la navidad, más allá de ser una celebración colectiva, se ofrece como un espacio para la renovación personal mediante una invitación a la introspección espiritual. Si entendemos el nacimiento como un símbolo de nuevas posibilidades, cada navidad nos invita a volver a nacer, a empezar de nuevo, a encontrar en nosotros mismos la capacidad de transformar nuestra vida. El acto de celebrar el nacimiento de Jesús no sólo es un recordatorio de un evento histórico, sino una ocasión para revisar nuestra propia existencia y preguntarnos qué aspectos de nuestra vida necesitan ser renovados, qué creencias o actitudes pueden ser transformadas.

En una sociedad que parece cada vez más enfocada en el progreso material y en una falsa idea banal del éxito, la navidad nos ofrece la oportunidad de desconectarnos de las presiones del mundo y regresar a lo esencial. La fragilidad y humildad del nacimiento, como hemos visto, nos muestran que lo más importante en la vida no reside en las grandes conquistas, sino en los pequeños actos de amor, compasión y dedicación hacia los demás y hacia nosotros mismos. Este tipo de renovación es el que podemos buscar cada año: no sólo un cambio superficial de imagen o de camisa floreada para la cena de nochebuena, sino una transformación interna, una nueva configuración de nuestros valores y nuestras prioridades.

“No hay que hacer grandes cosas para amar a Dios; basta con ser pequeños y humildes, como un niño”– Teresa de Lisieux

Este proceso de renovación puede entenderse, con los lentes de la filosofía, como un acto existencial, al estilo de lo que propone el filósofo Jean-Paul Sartre en su concepción de la libertad. En esta perspectiva, somos responsables de nuestra propia existencia y, por ende, de nuestra capacidad de cambiar: cada navidad nos recuerda que, al igual que el nacimiento, siempre hay una oportunidad para empezar de nuevo, para reescribir nuestra historia, para vivir más auténticamente. No importa, realmente, cuántos fracasos o limitaciones nos acompañen: la navidad nos invita a liberarnos de los lastres del pasado y a proyectarnos hacia un futuro con la misma esperanza y apertura con la que un niño llega al mundo.

Al igual que Heidegger, Sartre remarca que el “ser-ahí” está siempre abierto a la posibilidad del futuro, coincidente con nuestra visión de una natividad que nos enseña que, aunque el pasado nos haya marcado, siempre podemos optar por una nueva forma de ser, sin dejar de ser nosotros mismos. Y si el nacimiento de Jesús simboliza la gracia y el perdón divinos, también nos muestra que la verdadera renovación es un acto de compasión, tanto hacia con los demás como hacia uno mismo, porque renovarse no significa rechazar el pasado, sino reinterpretarlo, darle nuevo significado y, a partir de ahí, dar paso a un futuro distinto, lleno de nuevas posibilidades.

En definitiva, queridos lectores, el nacimiento, con su promesa eterna de lo nuevo, nos desafía a no quedarnos atrapados en las estructuras pasadas, sino a abrazar la posibilidad de un futuro lleno de potencial, al mismo tiempo que nos invita a mirar dentro de nosotros mismos y a reconocer que, al igual que el niño en el pesebre, siempre estamos en capacidad de redimirnos, levantarnos, sacudirnos el polvo, y comenzar otra vez. En vista de lo analizado previamente, podemos concluir que la verdadera transformación no viene de los logros externos o de la apariencia virtual que queremos mostrar a los demás, sino de la capacidad de reconocer lo que es esencial en lo cotidiano, de renovar nuestros valores y nuestra forma de relacionarnos con el mundo que nos cobijó y al que eventualmente dejaremos a los niños que acaban de nacer. En esta instancia de reflexión, podemos preguntarnos: ¿qué necesitamos dejar atrás para poder avanzar? ¿Cómo podemos renacer en nuestra forma de ser y vivir? Pues bien, cada navidad es una excusa perfecta para abrazar nuestra fragilidad y recordar que, en cualquier momento, nuestro futuro está repleto de nuevas posibilidades y esperanzas: no es casual ni accidental que sigamos diciendo “dar a luz”.

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El desamparo del alma en la espiritualidad postmoderna

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“El hombre moderno vive, para bien o para mal, en un mundo desacralizado, que en cierto modo ha dejado de ser un ‘mundo’. Pues si para el hombre de las civilizaciones arcaicas lo sagrado era la única realidad, hoy la profanidad es el único absoluto” Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano.

Como hemos repetido en incontables oportunidades, está claro que vivimos en una época donde la realidad se ha vuelto maleable al dictado de la emoción, el capricho y el deseo mediante el imperio de una post-verdad que ha corroído los cimientos de la objetividad, incluso en el ámbito de lo sagrado. Lejos de la convicción firme y la comunidad estructurada de la religión tradicional, la sensibilidad contemporánea ha engendrado una espiritualidad “soft” y a la carta, una suerte de bricolaje existencial donde el individuo se erige como arquitecto y legislador de su propio cosmos trascendente. Para discernir la vacuidad de este fenómeno, es menester interrogar la función que la fe, en su forma más arraigada, cumplió a lo largo de la historia, y cómo su pérdida ha dejado al hombre posmo en un estado de profundo desarraigo.

Recordemos la etimología misma de la palabra “religión”, la cual revela una dualidad esencial en su propósito. Si bien para algunos pensadores su raíz se hala en “religare”, en el sentido de “atar” o “vincular” al ser humano con lo divino y sus semejantes, la visión de Cicerón, que la deriva de “religere”, sugiere un matiz distinto: “recoger con cuidado”, “observar meticulosamente”. Esta segunda acepción denota una praxis atenta y un compromiso disciplinado con lo sagrado, más allá de la simple conexión emocional. Precisamente por ello, la religión no es un consuelo trivial, sino un pilar civilizatorio que ha brindado un marco ético y una comprensión del mundo. La fe, en esencia, proporcionó al ser humano una estructura de sentido frente al caos, tal como afirmó Émile Durkheim, al señalar que “una religión es un sistema solidario de creencias y de prácticas relativas a las cosas sagradas… que unen en una misma comunidad moral, llamada Iglesia, a todos aquellos que se adhieren a ellas” (Las formas elementales de la vida religiosa, 1912). De este modo, queridos lectores, podrán apreciar que la fe no es un asunto privado, sino el andamio que sostiene la vida colectiva.

Pues bien, la disolución de este andamio no fue un proceso silencioso, sino un evento sísmico diagnosticado por Friedrich Nietzsche en el siglo XIX. Su provocadora máxima de la “muerte de Dios” no debe interpretarse como una afirmación atea triunfal, sino como un funesto presagio de las consecuencias que acarrearía la pérdida de la creencia. En su obra titulada “La gaya ciencia” (1882), el personaje del “hombre loco” nos interpela diciéndonos: “¿No oyen todavía el estruendo de los sepultureros que están enterrando a Dios? … ¿Acaso hemos de convertirnos nosotros mismos en dioses para parecer dignos de ello?”. Con este grito, Nietzsche no celebraba la desaparición de la figura divina, sino que señalaba la caída del fundamento moral, teológico y ontológico que sostenía la civilización occidental. La muerte de Dios, para él, significaba no sólo el advenimiento del nihilismo individual, sino también la desintegración del lazo social, ya que las comunidades dejarían de estar cohesionadas por un valor trascendente compartido. Es precisamente en este abismo donde florece la espiritualidad ‘a la carta’, como un intento desesperado y, a menudo, trivial, de llenar un vacío existencial que la razón y la ciencia no han podido colmar.

El abandono de la religión como sistema de pensamiento coherente ha conducido a una desidia del pensar que es complementaria a la apertura banal a la novedad pseudo-espiritual. Martin Heidegger, en su crítica a la metafísica occidental, argumentó que la humanidad se había sumergido en un “olvido del ser”, dejando de preguntarse por la cuestión fundamental de la existencia para concentrarse únicamente en los entes o en las cosas particulares. De forma análoga, la espiritualidad liviana ha olvidado la pregunta por el sentido de la religación con lo trascendente y se ha enfocado en los “entes espirituales”: la meditación como técnica de productividad, los cristales como amuletos, o el consumo masivo de las constelaciones familiares como terapias rápidas de dudosa procedencia.

Al respecto, G.K. Chesterton ya había advertido sobre este fenómeno en su obra “Ortodoxia” (1908), donde sostenía que las herejías son “verdades que se han vuelto locas”, es decir, fragmentos de la verdad que, al ser aislados del conjunto, pierden su coherencia y se convierten en falsedades. Así, la espiritualidad a la carta es la herejía definitiva de nuestra era: selecciona fragmentos de la sabiduría de distintas tradiciones y los convierte en verdades aisladas, vacías de contexto. La pereza intelectual, que nos hace rehuir de las preguntas existenciales profundas, nos vuelve susceptibles a los negocios que ofrecen consuelos personales y fáciles. Sobre este asunto puntual, Charles Taylor, en su obra monumental “A secular age” (2007), argumenta que en nuestra era, “la fe ya no es algo autoevidente”, sino una opción entre otras, pero la espiritualidad on demand evita incluso esa elección consciente, picoteando sin esfuerzo. Se consume lo sagrado como si de un commodity se tratara, sin la menor intención de comprometerse con el rigor que dichas prácticas exigen.

Evidentemente, la superficialidad de esta religiosidad se hace aún más patente al contrastarla con la profundidad de la psique humana. El psiquiatra Carl Jung, concibe a la religión no como un dogma externo al sujeto, sino como una función natural del alma humana, una expresión de la necesidad arquetípica de encontrar un significado que trascienda la conciencia. En su texto titulado “Psicología y religión” (1938), Jung afirmaba que “el alma es, por su naturaleza misma, un proceso religioso. Si no se la comprende y se la cultiva, se la reprime”. La espiritualidad posmo, en su afán por ofrecer soluciones mágicas, rápidas y superficiales, evade precisamente esta profunda confrontación con los arquetipos y la “sombra” del inconsciente. Lo que se presenta como un camino de autoconocimiento es, en realidad, una evasión de la verdadera exploración del ser, una trivialización del sagrado y complejo proceso de individuación, que Jung consideraba esencial para la salud psíquica y espiritual.

Esta tendencia se manifiesta en prácticas como las constelaciones familiares, un enfoque que pretende resolver conflictos personales y sistémicos a través de representaciones simbólicas sin sustento científico, teológico, psicológico ni psiquiátrico verificable. De manera similar, la fascinación por las “dietas depurativas” o el uso de minerales con propiedades supuestamente curativas, forman parte de un catálogo de soluciones mágicas que prometen una sanación integral a través de un consumo pasivo, sin exigir el arduo trabajo de introspección ni el compromiso de una fe verdadera. La fe como preocupación última, en palabras del teólogo Paul Tillich, ha sido reemplazada por una fe en la autoayuda, el pensamiento positivo y la solución instantánea, despojando la espiritualidad de su capacidad de enfrentar el dolor y la incertidumbre de la existencia.

Por último, tenemos que analizar una de las causas más graves de esta crisis de la espiritualidad contemporánea, a saber, el profundo extravío de la fe: se ha reemplazado el saber por el mero sentir. La fe, en su sentido más auténtico, nunca fue un acto de credulidad ciega, sino un compromiso que demanda, como afirma San Anselmo de Canterbury, un “creer para entender y entender para creer” (Credo ut intelligam, intelligo ut credam). No obstante, la espiritualidad new age ha promovido un “creer sin saber”, es decir, una rendición voluntaria a la flaqueza intelectual que nos hace susceptibles a cualquier oferta pseudocientífica o esotérica. Esta predisposición a abrazar convicciones sin fundamentos no es exclusiva del nuevo panorama espiritual, sino que se ha infiltrado en las propias religiones monoteístas tradicionales.

En el catolicismo, el judaísmo y el islamismo, se observa una alarmante erosión de la pedagogía y la profundidad doctrinal. La falta de rigor en la formación de sus ministros, aunada a la incapacidad de comunicar con seriedad los principios teológicos al pueblo, ha generado una evidente desconexión entre la fe y el conocimiento. El resultado es un laicado que, a menudo, no comprende los fundamentos de su propia creencia, volviéndose vulnerable a la superficialidad del mundo y a la tentación de sustituir un misterio profundo por una solución trivial propuesta por redes sociales. Se me ocurre como ejemplo, en el ámbito católico, la catequesis que se ha simplificado a tal punto que las nociones básicas de la teología escolástica o de la patrística se han diluido en narrativas moralizantes o en conceptos de autoayuda decadentes.

En el judaísmo, la pérdida de la rigurosidad en el estudio del Talmud y la Halajá ha provocado una brecha generacional de comprensión, reduciendo la religión a un conjunto de rituales y prohibiciones sin la comprensión del “por qué” detrás de ellas. Así, los creyentes, al no saber el origen de una ley o el razonamiento de un debate talmúdico, pueden percibir las prácticas como algo arbitrario o anticuado. De manera similar, en el islam, una interpretación simplista de los textos sagrados, a menudo sin el bagaje del fiqh y la teología clásica, ha llevado a la proliferación de entendimientos dogmáticos y simplistas. Esto se manifiesta en la violencia desmedida de algunos grupos de musulmanes residentes en Europa hacia ciudadanos que perciben como “infieles”. Tal radicalización, que se pretende justificar con pasajes religiosos, ignora siglos de debates teológicos y hermenéuticos que, a través del fiqh y el ijtihad (razonamiento independiente), establecieron complejas reglas para la guerra, la coexistencia y la protección de los no musulmanes. La falta de este bagaje doctrinal permite que interpretaciones literales y simplistas sean instrumentalizadas para fines violentos, despojando a la fe de su complejidad moral e intelectual.

De esta manera, la fe se convierte en un ritual vacío o en un accesorio cultural, perdiendo su capacidad para orientar la vida moral e intelectual. Es que la falta de un conocimiento robusto de la propia tradición deja al creyente desarmado ante las “herejías” de la modernidad, que G.K. Chesterton describió como “verdades que se han vuelto locas”, es decir, fragmentos de un sistema de creencias que, al ser aislados, pierden su coherencia y se convierten en falsedades perniciosas.

En definitiva, queridos lectores, queda claro que cuando la espiritualidad se convierte en un producto de consumo y la verdad en una experiencia caprichosa subjetiva, es inevitable que el individuo se enfrente a un vacío existencial disfrazado de libertad y autonomía. Ante esto, es necesario preguntarse: ¿puede una fe construida sobre cimientos tan dispersos ofrecer un verdadero refugio ante la adversidad, o es sólo un adorno para la vida cotidiana, desechable cuando el sufrimiento se torna real? Si la búsqueda de lo sagrado se privatiza, transformándose en una herramienta para el bienestar personal, ¿dónde quedan la ética social y la responsabilidad por el prójimo que las religiones tradicionales, con todas sus imperfecciones, procuran cimentar? Esta espiritualidad a la carta, ¿nos libera de la tiranía dogmática o nos encierra en una jaula dorada de narcisismo, prometiendo una trascendencia que, en el fondo, sólo refleja nuestra propia imagen?

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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La infancia como fundamento ontológico

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La medida de una sociedad se halla en cómo trata a sus niños”: Fyodor Dostoevsky

Este domingo, al menos en Argentina, festejamos el “Día del niño” y me parece oportuno invitarlos a realizar una introspección filosófica, a trascender la simple celebración para comprender la niñez como un fundamento de la existencia humana. Este estadio de la vida es más que un preludio de la adultez, en tanto que se ha revelado a lo largo de la historia del pensamiento occidental como una categoría crucial para entender la ética, el conocimiento y la moral.

La historia del pensamiento humano, en su profunda búsqueda de lo inmutable, ha concebido a la niñez no sólo como un estado de desarrollo, sino como un santuario sagrado. Esta perspectiva, arraigada en la teología y la ética, elevó la figura del niño a una condición de pureza y vulnerabilidad que merecía una protección absoluta. El mandato de Jesucristo en el Evangelio de Marcos que versa: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos” (Marcos 10; 14) no es un mero acto de ternura, sino una declaración teológica que indica que la inocencia infantil es un reflejo de la divinidad, un camino hacia la gracia.

Esta idea se consolidó en la moral occidental, donde el niño era visto como un “depósito de gracia” que la sociedad debía proteger de la corrupción del mundo. El gran Santo Tomás de Aquino, aunque centraba su obra en la razón y la fe, reconocía la necesidad de una tutela moral y social de los más jóvenes para guiarlos hacia la virtud, considerándolos esenciales para la perpetuación de una comunidad justa. Su pensamiento, influenciado por Aristóteles, sentó las bases de la ética del cuidado, donde la infancia era un bien social que debía ser protegido por la ley natural y divina.

Filósofos como Platón, en su “República”, ya veían en la educación infantil la llave para forjar ciudadanos virtuosos y, por extensión, una sociedad justa en tanto que, para los griegos, la niñez no era un espacio de pasividad, sino el terreno fértil donde se sembraban las virtudes cardinales que, más tarde, darían forma a la polis. En pocas palabras, la infancia aquí es el “Arjé” (fundamento) de la ética colectiva.

“La educación no se refugia en las academias, tiene vocación y fines políticos. La educación es la llave que permite arribar a una sociedad en la que las virtudes caracterizan a los hombres y al Estado” (Platón, 1949)

La mirada se complejiza con Aristóteles, para quien la formación del carácter moral se iniciaba en esta etapa, a través de la habituación. En su “Ética a Nicómaco” sostuvo que “la educación y las costumbres deben estar ordenadas por las leyes; pues lo que se vuelve habitual no será ya penoso” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 350 a.C.). Como podrán apreciar, esta perspectiva resalta la niñez como el período en el que la costumbre y el entorno se graban en el ser, forjando la inclinación hacia el bien o el mal. Posteriormente, la modernidad, a través de la visión de John Locke, ofreció una nueva metáfora: la “tabula rasa”, en el sentido de que, para él, el niño nacía con una mente en blanco, sin ideas innatas, que se iría llenando a través de la experiencia sensible. Por supuesto, estas ideas confluyeron en la crítica de Jean-Jacques Rousseau, quien en su obra “Emilio” veía en la infancia una pureza intrínseca, una naturaleza no corrompida por la sociedad, y lo expresaba con claridad al indicar que “todo está bien al salir de las manos del autor de la naturaleza; todo degenera en las manos del hombre” (Rousseau, 1762). Desde su enfoque, la niñez era un estado de bondad natural que debía protegerse de las influencias perniciosas del mundo adulto.

También, el aporte de Friedrich Nietzsche en su “Así habló Zaratustra” eleva la imagen del niño a un nivel de trascendencia radical, ubicándolo como la meta final de un proceso de transformación espiritual. En su famosa alegoría de las tres transformaciones del espíritu, Nietzsche describe un camino hacia el Übermensch (superhombre) que culmina en la figura del niño. El niño nietzscheano no es una regresión, sino una superación: representa la inocencia y el olvido, en un “primer movimiento, una rueda que se mueve por sí misma, un santo decir sí” (Nietzsche, 1883). Este niño es un ser creador por excelencia, que no se ata a la moral pasada ni se define por la rebeldía contra ella. Es un jugador libre que crea y destruye sus propios valores sin remordimiento, movido por una pura e inmediata voluntad. En definitiva, el niño es, para Nietzsche, el símbolo del Übermensch, es decir, la encarnación de la voluntad de poder que se afirma a sí misma en el acto de la creación, sin la carga de la historia ni la opresión del deber.

Ahora bien, tras haber echado un breve vistazo a la concepción filosófica de la niñez, es fundamental poner los pies sobre la tierra y pensar en la actual infancia devastada. El contraste entre estos ideales filosóficos y la realidad de la infancia de nuestros días es verdaderamente abrumador. En la postmodernidad, caracterizada por la fragmentación de los grandes relatos y la hiper-mercantilización, la infancia se encuentra en una encrucijada existencial.

Este ideal de una infancia pura o virtuosa se ve desafiado por una realidad global marcada por la desigualdad y la instrumentalización. El hambre y la guerra son fenómenos que despojan a millones de niños de su derecho a la existencia misma. De acuerdo con el Banco Mundial, la “pobreza de aprendizajes” afecta a un 53% de los niños en países de bajos y medianos ingresos, quienes a los 10 años no son capaces de comprender un texto sencillo, una estadística que revela la fractura del tejido educativo global (Banco Mundial, The State of Global Learning Poverty , 2023). Por otra parte, la crueldad de la guerra está desplazando a millones de infantes, quienes, según datos de ACNUR, se ven despojados de su hogar y su seguridad, evidenciando una vulnerabilidad extrema ante los conflictos bélicos dirigidos por degenerados a los cuales no les interesa la vida de los seres humanos más vulnerables del planeta.

A esta crisis material se suma una forma de abandono menos visible, pero igualmente corrosiva: el abandono digital. El otorgamiento de dispositivos móviles, a menudo como un sustituto de la interacción y la presencia afectiva, crea una falsa ilusión de cuidado. Los niños son dejados al amparo de las pantallas, lo que los priva de la interacción social necesaria para el desarrollo emocional y cognitivo. Este fenómeno puede interpretarse como una forma de enajenación, donde la conexión superficial de las redes sociales y los videojuegos sustituye la profunda construcción de vínculos familiares fundamentales. Al respecto, el sociólogo y crítico cultural Neil Postman, en su obra titulada “La desaparición de la infancia” (1982), argumentaba que la televisión, y por extensión la cultura digital posterior, ha borrado la distinción entre la infancia y la adultez. Al exponer a los niños a un mundo de información y problemáticas adultas, la sociedad moderna destruye la inocencia y el espacio protegido que la niñez tradicionalmente representaba.

En este contexto, se evidencia una profunda contradicción: hoy no se promueve la creatividad. Al brindar absolutamente todo “masticado”, resuelto, los niños carecen de la capacidad de invención y se limitan a un rol de consumo. El espíritu nietzscheano del niño como creador se marchita ante la pasividad de una pantalla que representa un mundo ya hecho, donde no hay espacio para el juego libre, la exploración de la realidad o la construcción de significados propios. La niñez de hoy, lejos de ser el niño juguetón y creador que imaginó Nietzsche, es a menudo un ser pasivo, abúlico, bombardeado por estímulos y abandonado a un universo digital que lo despoja de la experiencia del juego libre y del asombro genuino.

La precitada concepción de la niñez como un espacio sacro, intocable e inviolable, contrasta de forma violenta con la cruda realidad precitada. La transición de esta sacralización a la naturalización de su abandono, enfermedad, violencia y muerte constituye una de las mayores crisis de nuestro tiempo. Aquello que en la antigüedad o en la tradición teológica era considerado una profanación que provocaba estupor y castigo, hoy se ha convertido en una estadística que no parece perturbar al mundo. La niñez actual se enfrenta a una debacle donde el ideal de pureza se ve subvertido por un sistema que la devora mientras todos miramos a un costado. Hemos dejado de ver a los niños como la encarnación de la esperanza y los hemos convertido en meros eslabones de una cadena de producción y consumo, en cifras de un informe económico o en víctimas anónimas de conflictos geoestratégicos. La profanación del santuario infantil no es un evento aislado, sino un proceso sistémico que despoja a los niños de su esencia, de su derecho al juego y a la invención, para reducirlos a su existencia material más precaria.

Frente a este escenario, la reflexión filosófica que urge a ir más allá de la lamentación, en tanto que nos obliga a cuestionar las bases de nuestra relación con la infancia. ¿Estamos, como sociedad, reduciendo a los niños a meros receptores pasivos de información y productos, ignorando su necesidad de ser agentes de su propio mundo? ¿Hemos instrumentalizado la tecnología, que podría ser una herramienta de empoderamiento, para convertirla en un mecanismo de control y distracción? Si la niñez es un espejo de la humanidad, ¿qué nos dice de nosotros mismos el reflejo de un niño con hambre, desplazado, amputado o emocionalmente aislado frente a una pantalla? La crisis de la niñez, en última instancia, es la crisis de nuestra propia humanidad y de nuestra capacidad de cuidarnos los unos a los otros.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Exponiendo la quimera del amor sin compromiso

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“En la modernidad líquida, las relaciones, como todo lo demás, están sujetas a la implacable lógica del consumo y la descarte. La fragilidad se convierte en la norma, y la permanencia, en una carga”: Zygmunt Bauman

Antes de zambullirnos en la compleja trama de los vínculos humanos en la era patética de la postmodernidad, resulta ineludible encarar el significado y la esencia misma del amor. La riqueza semántica de esta palabra, que en español aúna múltiples facetas, encuentra su raíz en el latín amor, y su significado ha sido objeto de profunda reflexión desde la antigüedad. Los griegos, con su agudeza filosófica, discernieron distintas modulaciones de este sentimiento, otorgándoles nombres específicos que revelan su intrincada naturaleza. Así, distinguieron entre el eros, un amor apasionado y a menudo posesivo, vinculado al deseo y la atracción física; la philia, un afecto fraternal, de amistad y lealtad, que subyace en la camaradería y el compañerismo y el ágape, un amor incondicional, altruista, que se entrega sin esperar nada a cambio, evocando una dimensión trascendente y universal. En este sentido, Platón nos introduce a una visión jerárquica del eros en su célebre obra titulada “El banquete”, que asciende desde la admiración por la belleza corporal hasta la contemplación de la Belleza en sí, la Idea suprema, inmutable y eterna. Recordemos que para Platón, el amor no era simplemente una emoción, sino una fuerza impulsora que nos eleva hacia el conocimiento y la perfección. La búsqueda de la “media naranja” primigenia, tal como narró Aristófanes en el mismo diálogo, subraya esta añoranza de plenitud y unidad a través del otro.

Sin embargo, en el escenario que nos toca vivir, la posmodernidad, con su descrédito de los grandes relatos, su erosión de las certezas y su entronización del individualismo exacerbado, la concepción platónica del amor, anclada en lo eterno y trascendente, se desvanece en el horizonte de la promocionada volatilidad. La emergencia de la post-verdad, donde la emoción y la creencia personal, a menudo, prevalecen sobre los hechos objetivos y la razón crítica, ha corroído las bases de la confianza y el compromiso, pilares esenciales de cualquier vínculo duradero. En este torbellino de lo efímero, el amor se ha licuado, adoptando formas esporádicas, circunstanciales y, en muchos casos, desechables. La promesa de un vínculo perdurable, forjado en la paciencia y la vulnerabilidad, se ha transmutado en la conveniencia de una conexión utilitaria y momentánea, fácil de establecer y aún más fácil de disolver. Como lúcidamente diagnosticó Zygmunt Bauman en su obra “Amor líquido”, “vivimos en el mundo de ‘conexiones’ en lugar de ‘relaciones’, donde el compromiso se considera una trampa y la ambigüedad una virtud”.

Esta metamorfosis no es accidental, sino el resultado de un proceso de desensibilización que impregna las esferas más íntimas y las más amplias de nuestra vida social. La inmediatez que propugnan las nuevas tecnologías, la cultura del “usar y tirar” trasladada a las emociones, y la constante búsqueda de gratificación instantánea han mermado nuestra capacidad para invertir tiempo, esfuerzo y vulnerabilidad en la construcción de relaciones sólidas y significativas. Los lazos afectivos, lejos de ser refugios de estabilidad y de crecimiento mutuo, se han convertido en plataformas de consumo emocional, donde cada individuo busca satisfacer sus propias necesidades sin la pesada carga de la reciprocidad o el compromiso a largo plazo. En esta lógica, el “otro” no es ya un compañero de viaje en la construcción de una vida compartida, sino una pieza reemplazable en un intrincado juego de utilidades personales. Lo que entendíamos por “amor romántico”, con sus ideales de exclusividad y eternidad, ha cedido su lugar a lo que Eva Illouz denomina “capitalismo emocional” en su obra “El consumo de la utopía romántica”, donde los sentimientos se mercantilizan y las relaciones se evalúan en términos de costo-beneficio, propiciando una instrumentalización del afecto.

Asimismo, esta fragilidad no se limita al ámbito de las parejas. Se extiende, con igual o mayor virulencia, a la totalidad de nuestras relaciones humanas. La pérdida del cariño y el compromiso se manifiesta dolorosamente en las dinámicas familiares: entre padres e hijos, donde la autoridad moral y el afecto incondicional ceden a menudo ante la tiranía de la inmediatez y el distanciamiento emocional, y donde la comunicación se reduce a interacciones superficiales mediadas por pantallas. Los lazos entre familiares en general, antaño pilares de una identidad compartida y un apoyo incondicional, se deshilachan en la indiferencia y la falta de presencia, reemplazados por el contacto esporádico o la ausencia total. La comunidad vecinal, que en épocas no tan lejanas, constituía un microcosmos de apoyo mutuo y solidaridad, se ha fragmentado en una serie de individualidades aisladas, cada una encapsulada en su propio universo digital y ajena al devenir del otro. Este fenómeno no es meramente una cuestión de falta de tiempo, sino una profunda alteración de nuestra disposición a la alteridad, a la co-presencia, a lo que Emmanuel Lévinas llamaría la “responsabilidad infinita” ante el rostro del Otro. El mundo se ha vuelto un conjunto de mónadas leibnizianas, sin ventanas, encerradas en su propia percepción.

Consecuentemente, en el ámbito cívico, la erosión de los vínculos es palpable. La relación entre ciudadanos y gobernantes se ha despojado de la confianza y la responsabilidad mutua, mutando en un espectáculo de desconfianza, cinismo y, a menudo, abierto desprecio. El contrato social, que teóricamente cimentaba la convivencia y el progreso colectivo, se diluye en la percepción de que la política es un juego de intereses particulares, donde la ética y el bien común son meras quimeras, y donde la participación se limita a la expresión de quejas individuales sin articulación colectiva. Como observó el paladín posmoderno Michel Foucault, el poder no sólo reprime, sino que también produce subjetividades. En esta era paupérrima, parece que las subjetividades producidas son aquellas que se retraen al compromiso, que desconfían de la alteridad y que privilegian la seguridad de la soledad autoimpuesta por encima de la rica complejidad de la interdependencia.

Al respecto, Hannah Arendt advirtió, en su obra “Los orígenes del totalitarismo”, sobre la corrosión del espacio público y la desintegración de los lazos sociales como condición para el surgimiento de fenómenos políticos autoritarios. Ante esto, queda preguntarse: ¿Acaso no es esta atomización una forma de control sutil, que nos vuelve maleables y menos propensos a la acción colectiva y al pensamiento crítico, al desactivar la potencia de la solidaridad y el ágape cívico?

Ante este panorama desolador de amores efímeros y vínculos disueltos, ¿estamos condenados a la fragmentación perpetua y a la superficialidad de los encuentros? ¿O existe la posibilidad de reavivar la llama del compromiso y la sensibilidad en un mundo que prioriza la desconexión afectiva? La desensibilización no es nuestro destino ineludible, sino una construcción social que puede ser deconstruida, un hábito cultural que puede ser re-aprendido. ¿Acaso hemos olvidado, en esta vorágine de lo efímero y lo descartable, que la verdadera riqueza reside en la profundidad de los lazos, en la capacidad de construir historias compartidas que trasciendan la fugacidad de lo instantáneo y se anclen en la persistencia del afecto? ¿Es posible que, al abrazar la vulnerabilidad y la paciencia, podamos redescubrir la resistencia inherente a un amor que se atreve a ser permanente, no por obligación o tradición, sino por elección consciente y por la convicción de su valor intrínseco?

Quizá, la clave resida en una revolución silenciosa, que comience en el ámbito individual y familiar, que nos invite a cuestionar la lógica del descarte y a abrazar la complejidad inherente a cualquier vínculo genuino, reconociendo que el conflicto y la diferencia no son razones para la huida, sino oportunidades para el crecimiento. Entonces, ¿podemos, como individuos, resistir la tentación de la inmediatez y apostar por la construcción lenta, a veces dolorosa, pero profundamente gratificante, de lazos duraderos, tanto personales como comunitarios? ¿Es momento de reconocer que la verdadera libertad no radica en la ausencia de ataduras, sino en la elección consciente de aquellas relaciones que nos enriquecen y nos permiten crecer, incluso cuando nos desafían, y que la felicidad no se encuentra en la acumulación de experiencias superficiales, sino en la profundidad de las conexiones?

La reflexión crítica, el pensamiento autónomo y la chispa de un pensar sensible que no se da por vencido son, quizás, las herramientas más poderosas para reclamar el amor de las garras de la liquidez de la moda posmo-progre y su correspondiente post-verdad. Sólo al mirar de frente esta crisis de los lazos, al interrogarnos sobre nuestro propio papel en ella y al atrevernos a redefinir el valor del compromiso, podremos aspirar a reconstruir una sociedad donde el afecto, en todas sus nobles formas, recupere la centralidad y su potencia transformadora. ¿Nos atreveremos a utilizar estas herramientas, a salir de la comodidad de la indiferencia y a asumir el riesgo de volver a amar con profundidad y a construir con permanencia? La pregunta no es menor, y la respuesta, implica un imperativo ético para nuestro tiempo plagado de gente rota que no sabe amar (y tampoco le importa aprender).

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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