Opinet
El sentido de la navidad: nacimiento y renovación
Por: Lisandro Prieto Femenía
“El nacimiento es la única ocasión de la que tenemos una garantía absoluta de que, por un instante, el ser humano ha sido un verdadero milagro”
Simone Weil, “La gravedad y la gracia”, 1947.
La presente es la primera entrega de la saga “El sentido de la navidad”, en la cual reflexionaremos sobre el simbolismo del nacimiento y la renovación, más allá de su dimensión festiva o religiosa, puesto que se trata de una celebración que invita a la reflexión de la existencia humana en general. En el corazón de la natividad, se encuentra un símbolo poderosísimo: el poder del nacimiento. Se trata de un sentido profundo, ya que la Navidad no solo conmemora un parto que da inicio a una figura histórica, sino que nos recuerda que, en cada ciclo de la vida, existe la posibilidad de un renacer.
Evidentemente, es un momento que, cargado de simbolismo, nos plantea la pregunta de si, como humanidad, estamos dispuestos a renovarnos, es decir, a reescribir nuestros propios destinos y a redescubrirnos en lo más esencial de nuestro ser. Este tiempo de celebración parece detener el curso incesante de la rutina cotidiana, invitándonos a detenernos, mirar hacia adentro y considerar el significado que le estamos dando a nuestra vida y reevaluar si es o no necesario un nuevo comienzo. Tengamos en cuenta que un bebé recién nacido es, en su fragilidad y potencialidad, un recordatorio de que cada nacimiento no solo trae consigo una nueva vida, sino también la promesa de renovación y cambio.
“El hombre ha nacido para vivir con humildad, como el niño en la cuna, sin dejar de buscar lo que lo eleva hacia el amor divino”, San Agustín “Confesiones”, 397.
La navidad, entonces, se convierte en un momento propicio para pensar sobre el ciclo de la existencia, sobre cómo cada día, cada año, nos brinda la oportunidad de empezar nuevamente, de reconfigurar nuestra existencia y, tal vez, de encontrar un significado más profundo en lo que hacemos y en cómo nos relacionamos con los demás. Es en este contexto que podemos explorar el simbolismo del nacimiento, no como un evento puntual, sino como un principio que atraviesa toda nuestra vida, desafiándonos a mirar más allá de las apariencias y a cuestionar las estructuras que nos condicionan y, en algunos casos, definen. En la fragilidad del nacimiento, la filosofía nos invitará a reconocer que, a pesar de las dificultades y las sombras que a menudo oscurecen nuestro camino, siempre hay espacio para la luz, la esperanza y la transformación.
“El valor de la vida no está en lo que se ha logrado, sino en lo que se es capaz de empezar”, S. Kierkegaard (Diario, 1849)
El nacimiento, en su pureza, nos invita a pensar en este “nuevo comienzo”, que se refiere al inicio de la aventura de vivir y a la posibilidad que se extiende hacia el futuro. En nuestra tradición teológica cristiana, el nacimiento de Jesús simboliza la llegada de la gracia divina, un punto de partida que transforma el curso de la humanidad. Este nacimiento concreto es un acto de redención, un mensaje de esperanza para una humanidad sufriente, sugiriendo que, independientemente de nuestros errores y limitaciones, siempre existe la posibilidad de renacer mediante la reconciliación con lo divino. El niño recién nacido es la encarnación de una promesa: que la renovación es posible, incluso en los momentos más trágicos y barbáricos: desde esta perspectiva teológica, el nacimiento es la manifestación de un “comienzo divino”, una gracia que se ofrece sin condiciones, un perdón que nos permite reconfigurarnos. En este sentido, la navidad no solo conmemora un acontecimiento histórico, sino que se convierte en una ocasión anual para la reflexión sobre la posibilidad de empezar de nuevo, de acercarnos a lo trascendental, de asumir el reto de renovarnos en lo espiritual y en lo moral.
Por otro lado, el nacimiento, como concepto filosófico, adquiere también una dimensión profundamente existencialista, particularmente si lo analizamos desde la obra de Martin Heidegger. Para él, el “ser-ahí” (“Dasein”), es la condición humana básica, una existencia abierta al futuro, un “ser-en-el-mundo” que, en cada momento, se enfrenta a la posibilidad de reinventarse. En su obra emblemática “Ser y Tiempo”, Heidegger nos invita a reconocer que la existencia es fundamentalmente finita y que el futuro es aquello que define nuestro ser, porque no es simplemente una extensión lineal del pasado, sino un campo abierto de posibilidades donde el individuo puede proyectarse y, en cada instante, elegir su camino.
“El ser humano no es, sino que está en el mundo, es decir, proyectado hacia el futuro.” Martin Heidegger- “Ser y tiempo”, 1927.
El nacimiento, visto desde esta óptica, puede interpretarse como la apertura al futuro incierto, cargado de posibilidades que, lejos de ser predecibles, nos desafían a crear, a decidir, a tomar parte activa en la configuración de nuestro ser. El “ser-ahí” heideggeriano no es un ser estático ni determinado por lo que ya ha ocurrido, sino un ser que siempre está en el proceso de hacerse, de proyectarse hacia lo que aún no ha sucedido. Así, cada “nacimiento” puede verse como una nueva apertura al futuro, una nueva oportunidad para redirigir a nuestra existencia hacia un horizonte inexplorado. En este sentido, la navidad se presenta como un recordatorio de la existencia: en cada ciclo de la vida, cada año, cada día, hay un potencial renovador, porque nada está dicho de ahora y para siempre. Si bien el nacimiento de un niño es un recordatorio evidente de la fragilidad y la maravilla de la vida, también es una convocatoria para que cada uno de nosotros reflexionemos sobre cómo podemos “nacer” nuevamente en nuestro propio ser, independientemente de las cargas que llevemos o de los errores que cometamos. Al igual que el bebé que llega al mundo sin pasado, sin definiciones previas, estamos llamados a una continua apertura hacia lo que podemos ser, a tomar riendas de nuestra propia existencia y a proyectarnos hacia un futuro lleno de posibilidades.
Procedamos ahora a interpretar un aspecto que es fundamental en el simbolismo que venimos analizando: la fragilidad y la humildad del comienzo, mirando el nacimiento de Jesús en un pesebre como una metáfora majestuosa del poder transformador. Es que el nacimiento, en su expresión más pura, nos confronta con una realidad fundamental: la fragilidad. Un recién nacido, sin fuerzas, sin historia y sin poder, depende completamente de su madre para sobrevivir. Esta vulnerabilidad intrínseca no es solo un recordatorio de lo efímera que es nuestra existencia, sino una invitación a reflexionar sobre el valor de lo pequeño y lo aparentemente insignificante en un mundo que exalta exactamente todo lo contrario: lo grandioso, lo imponente, lo exitoso.
“El que tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo.”– F. Nietzsche, “El crepúsculo de los ídolos”, 1888.
El nacimiento de Jesús en un establo es, en este sentido, una de las imágenes más poderosas de nuestra tradición cristiana: en lugar de llegar al mundo en el esplendor de un palacio real, Jesús nace en la humildad del pesebre, rodeado de animales y con pocos testigos. Esta imagen de un niño recién nacido, acompañado de lo simple y lo marginal, se convierte justamente en un acto subversivo. La llegada de Dios a la humanidad no se da en la grandeza de un imperio exuberante, sino en lo humilde, en lo vulnerable y pequeño. Ese resguardo en el campo, se convierte en el lugar donde lo divino se manifiesta de la manera más inesperada, desafiando la idea de que lo grande y lo poderoso son los únicos lugares donde puede encontrarse un sentido verdaderamente profundo. Esta lección sobre humildad del nacimiento resuena también en la filosofía de Hannah Arendt, quien introduce el concepto de “natalidad” en su obra titulada “La condición humana”.
Para Arendt, la natalidad no sólo se refiere al acto físico de nacer, sino a la capacidad que tenemos los seres humanos de comenzar algo nuevo. El nacimiento, en este sentido, es un principio de la acción, un comienzo radical que está marcado por la capacidad de transformar el mundo. Tengamos en cuenta que para nuestra filósofa, el nacimiento está ligado a la libertad humana, a la capacidad de inaugurar lo impredecible, lo inesperado. El ser humano, al nacer, se encuentra ante un futuro totalmente abierto, libre para actuar y modificar su entorno, pero siempre desde una posición de vulnerabilidad: es el acto de nacer lo que posibilita la apertura al mundo y a nuevas formas de acción, un constante empezar de nuevo.
“La natalidad es el poder de comenzar algo nuevo, el poder de introducir lo inesperado, de transformar la condición humana.” H. Arendt, “La condición humana”, 1958.
Lo que Hannah Arendt nos está enseñando en este sentido, es que cada nacimiento no solo es el comienzo de una vida puntual, sino el comienzo de una historia, de una intervención en el mundo. La fragilidad de ese inicio es, paradójicamente, su mayor fuerza porque en un contexto donde predominan los valores de poder, éxito y conquista, la natalidad humana- es decir, la capacidad de comenzar una y otra vez- es una fuente de transformación constante. Éste es el poder que se oculta en lo pequeño y humilde, en la precariedad de un niño en un pesebre, que tiene el potencial de cambiar la historia y modificar las estructuras de todas las dinámicas del mundo hasta ese entonces conocido.
En un mundo banal que celebra siempre lo grandilocuente y lo evidente, donde lo excepcional se convierte en la medida del éxito, la navidad nos recuerda que lo más importante a menudo se encuentra en lo más pequeño, en lo más sencillo, en aquello que pasa desapercibido. Así, como el nacimiento de Jesús en su pesebre no requiere de grandes demostraciones de poder, cada acto de “natalidad”- cada nuevo comienzo- está cargado de un potencial transformador, por más humilde que sea su origen. En este contexto puntual, la fragilidad del nacimiento es, en última instancia, lo que le confiere justamente su poder: la capacidad de reinventar, de dar paso a lo nuevo, de ofrecer un horizonte infinito de posibilidades. La navidad, por lo tanto, no sólo celebra el nacimiento de un niño, sino también el renacer de la humanidad en cada uno de nosotros, invitándonos a reconocer que en los momentos más sencillos y vulnerables de la vida se encuentra la semilla fundamental de la transformación.
Por último, nos queda pensar en el aspecto puntual de la “renovación”, conectada fuertemente con el simbolismo del nacimiento como punto de partida para un proceso de cambio interior. Bien sabemos que la navidad, más allá de ser una celebración colectiva, se ofrece como un espacio para la renovación personal mediante una invitación a la introspección espiritual. Si entendemos el nacimiento como un símbolo de nuevas posibilidades, cada navidad nos invita a volver a nacer, a empezar de nuevo, a encontrar en nosotros mismos la capacidad de transformar nuestra vida. El acto de celebrar el nacimiento de Jesús no sólo es un recordatorio de un evento histórico, sino una ocasión para revisar nuestra propia existencia y preguntarnos qué aspectos de nuestra vida necesitan ser renovados, qué creencias o actitudes pueden ser transformadas.
En una sociedad que parece cada vez más enfocada en el progreso material y en una falsa idea banal del éxito, la navidad nos ofrece la oportunidad de desconectarnos de las presiones del mundo y regresar a lo esencial. La fragilidad y humildad del nacimiento, como hemos visto, nos muestran que lo más importante en la vida no reside en las grandes conquistas, sino en los pequeños actos de amor, compasión y dedicación hacia los demás y hacia nosotros mismos. Este tipo de renovación es el que podemos buscar cada año: no sólo un cambio superficial de imagen o de camisa floreada para la cena de nochebuena, sino una transformación interna, una nueva configuración de nuestros valores y nuestras prioridades.
“No hay que hacer grandes cosas para amar a Dios; basta con ser pequeños y humildes, como un niño”– Teresa de Lisieux
Este proceso de renovación puede entenderse, con los lentes de la filosofía, como un acto existencial, al estilo de lo que propone el filósofo Jean-Paul Sartre en su concepción de la libertad. En esta perspectiva, somos responsables de nuestra propia existencia y, por ende, de nuestra capacidad de cambiar: cada navidad nos recuerda que, al igual que el nacimiento, siempre hay una oportunidad para empezar de nuevo, para reescribir nuestra historia, para vivir más auténticamente. No importa, realmente, cuántos fracasos o limitaciones nos acompañen: la navidad nos invita a liberarnos de los lastres del pasado y a proyectarnos hacia un futuro con la misma esperanza y apertura con la que un niño llega al mundo.
Al igual que Heidegger, Sartre remarca que el “ser-ahí” está siempre abierto a la posibilidad del futuro, coincidente con nuestra visión de una natividad que nos enseña que, aunque el pasado nos haya marcado, siempre podemos optar por una nueva forma de ser, sin dejar de ser nosotros mismos. Y si el nacimiento de Jesús simboliza la gracia y el perdón divinos, también nos muestra que la verdadera renovación es un acto de compasión, tanto hacia con los demás como hacia uno mismo, porque renovarse no significa rechazar el pasado, sino reinterpretarlo, darle nuevo significado y, a partir de ahí, dar paso a un futuro distinto, lleno de nuevas posibilidades.
En definitiva, queridos lectores, el nacimiento, con su promesa eterna de lo nuevo, nos desafía a no quedarnos atrapados en las estructuras pasadas, sino a abrazar la posibilidad de un futuro lleno de potencial, al mismo tiempo que nos invita a mirar dentro de nosotros mismos y a reconocer que, al igual que el niño en el pesebre, siempre estamos en capacidad de redimirnos, levantarnos, sacudirnos el polvo, y comenzar otra vez. En vista de lo analizado previamente, podemos concluir que la verdadera transformación no viene de los logros externos o de la apariencia virtual que queremos mostrar a los demás, sino de la capacidad de reconocer lo que es esencial en lo cotidiano, de renovar nuestros valores y nuestra forma de relacionarnos con el mundo que nos cobijó y al que eventualmente dejaremos a los niños que acaban de nacer. En esta instancia de reflexión, podemos preguntarnos: ¿qué necesitamos dejar atrás para poder avanzar? ¿Cómo podemos renacer en nuestra forma de ser y vivir? Pues bien, cada navidad es una excusa perfecta para abrazar nuestra fragilidad y recordar que, en cualquier momento, nuestro futuro está repleto de nuevas posibilidades y esperanzas: no es casual ni accidental que sigamos diciendo “dar a luz”.
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Politólogo Óscar Martínez Peñate afirma que ARENA y FMLN desaparecerán en las urnas
El politólogo Óscar Martínez Peñate reiteró ayer que la población eliminará, a través de su voto en los comicios generales de 2027, al FMLN y ARENA como partidos políticos.
Inicialmente planteó que el Círculo de Reflexión Política Siglo XXI, del cual es integrante, solicitaría al Tribunal Supremo Electoral (TSE) la cancelación de ambos partidos, pues varios de sus dirigentes negociaron con las pandillas para tener respaldo en las urnas.
«Como Círculo de Reflexión Política Siglo XXI decidimos que no le vamos a quitar ese privilegio y derecho a la población, para que sea quien elimine a estos dos partidos, en las elecciones de 2027, por todo el daño que le han causado a El Salvador», reafirmó.
Ernesto Muyshondt, de ARENA, yasí como Benito Lara y Arístides Valencia, del FMLN, en su calidad de diputados se reunieron con pandilleros y negociaron el respaldo de las estructuras criminales para los comicios presidenciales de 2014, según investigación de la Fiscalía General de la República. Ya fueron dictadas sentencias por ese delito.
Los dos partidos gobernaron de 1989 a 2019, y ahora carecen de la preferencia ciudadana, según mostró la última encuesta de CID Gallup.
«No queremos quitarle la maravillosa oportunidad al pueblo salvadoreño de que vayan a las urnas y lo hagan de mano propia (eliminar a ARENA y FMLN)», declaró también el abogado Aldo Álvarez, integrante del Círculo de Reflexión Política Siglo XXI.
Opinión | Óscar Martínez Peñate
Politólogo
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.
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«Invertir en educación es la base del desarrollo», afirma el analista René Martínez
El analista y sociólogo, René Martínez, consideró que la inversión del presidente Nayib Bukele en educación se ha convertido en la base para el desarrollo social del país, un aspecto que, según él, fue descuidado durante décadas por los gobiernos anteriores, generando desigualdad social.
Martínez explicó que la falta de inversión en el sector educativo dejó en desventaja a muchos estudiantes y graduados del sistema público. Sin embargo, actualmente, después de fortalecer la seguridad pública, el gobierno apuesta por la educación de las futuras generaciones.
«Para mí, la apuesta principal de la gestión del presidente es la educación pública, porque permitirá superar problemas de desigualdad social y construir una cultura política democrática diferente», afirmó Martínez durante la Entrevista AM de Canal 10.
El sociólogo resaltó el programa Dos Escuelas por Día, mediante el cual el gobierno moderniza y revitaliza los centros educativos a nivel nacional, convirtiéndolos en espacios atractivos que motivan a los estudiantes a estudiar.
Martínez también criticó que, en gobiernos anteriores de ARENA y FMLN, los centros educativos eran entregados a pandillas como parte de negociaciones territoriales, afectando el acceso a la educación. «Cada pandilla tenía que contar con su centro escolar en su territorio», señaló.
Opinión | Mauricio Rodríguez
Sociólogo y analista
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.
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¿Hay soberanía si dependemos de una moneda extranjera?
Por: Lisandro Prieto Femenía
“Una verdadera soberanía financiera implica que el Estado no dependa de fuentes externas de financiación que puedan condicionar sus decisiones de política interna”: Milton Friedman, Capitalism and Freedom, 1962, p. 84.
La noción de soberanía nacional se erige como uno de los pilares fundamentales del orden político internacional. En su acepción más básica, remite a la autoridad suprema e independiente de un Estado para ejercer poder dentro de su territorio y relacionarse con otros actores internacionales sin injerencias externas. Pues bien, esta soberanía política, intrínsecamente ligada a la capacidad de autodeterminación y al ejercicio pleno de la voluntad de cada pueblo, se ve peligrosamente erosionada cuando la autonomía económica de una nación se encuentra subyugada a las dinámicas y decisiones de potencias extranjeras, particularmente a través de la dependencia de su moneda.
Para comprender la profundidad de este problema, es necesario que comencemos a desglosar el concepto de soberanía, desde un punto de vista político. Jean Bodin, en su obra “Los seis libros de la república” (1576), definió la soberanía como “el poder absoluto y perpetuo de una República”, indicando que es potestad indivisible e inalienable era la esencia misma del Estado la facultad última de legislar, administrar justicia, declarar la guerra y establecer la paz. Si bien la concepción de soberanía ha evolucionado desde el siglo XVI, la idea central de un poder supremo interno, no sujeto a otro poder terrenal, sigue siendo relevante.
Asimismo, Carl Schmitt señala, en su obra “El concepto de lo político” (1932), que la soberanía reside en la capacidad de decidir sobre el “estado de excepción”, es decir, aquel límite donde las normas ordinarias son completamente suspendidas, revelando la autoridad última que define la existencia política de una comunidad. Si el concepto les resulta extraño, sólo tienen que pensar en lo sucedido durante la cuarentena reciente, producto de la pandemia por CODIV-19: el Estado, en su potestad superior, decide cerrar fronteras, restringir la circulación y obligar, con fuerza de ley, a todos los ciudadanos a permanecer en sus hogares.
Ahora bien, esta soberanía política se torna frágil e incompleta si no se sustenta en una sólida soberanía económica. La capacidad de una nación para gestionar sus propios recursos, definir sus políticas productivas, comerciales y financieras, y controlar su destino económico, es un componente esencial de su autonomía real. Al respecto, Friedrich List argumentaba, en su “Sistema nacional de economía política” (1841), que la “fuerza productiva” de una nación, que incluye no sólo sus recursos naturales sino también su capital humano, su tecnología y su capacidad de organización, es la base de su independencia y prosperidad. Pues qué belleza, suena bastante bien, pero en el plano trágico de lo real, la dependencia económica forzada, especialmente la dependencia monetaria, socava esta fuerza productiva y limita severamente la capacidad de un Estado para ejercer su soberanía política de manera efectiva.
La adopción forzada o la internalización estructural de una moneda extranjera como resguardo de valor de la reserva nacional, en este caso el dólar estadounidense, constituye una profunda herida a la soberanía económica. Tengamos en cuenta que, cuando un país no tiene la capacidad de controlar el valor de su propia moneda con credibilidad y estabilidad, se ve obligado a navegar en un mar económico cuyas corrientes son definidas por las decisiones de otro Estado. Como afirmaba el tan criticado por los libertario John Maynard Keynes, en su obra titulada “Las consecuencias económicas de la paz” (1919), “no hay medio más sutil y seguro de subvertir la base existente de la sociedad que corromper su moneda. Este proceso compromete todas las fuerzas ocultas de la ley económica del lado de la destrucción, y lo hace de una manera que nadie es capaz de diagnosticar”. Aunque Keynes se refería particularmente a la inflación, su advertencia sobre la vulnerabilidad inherente a la manipulación monetaria resuena con la dependencia que tiene un país de una moneda emitida en el extranjero.
La realidad para muchos países, especialmente en Hispanoamérica y el mundo “en desarrollo”, es que sus economías operan obligadas bajo la sombra del dólar. Las transacciones internacionales se realizan predominantemente en esta divisa, los precios de las commodities se fijan en dólares, y las reservas de valor de sus bancos centrales se acumulan, en casi su totalidad, en esta moneda. Consecuentemente, la dolarización, ya sea formal o informal, implica que las políticas monetarias y las decisiones económicas que toma la Reserva Federal de los Estados Unidos tienen un impacto directo y significativo en la estabilidad de estas naciones. Tengamos en cuenta que un aumento en las tasas de interés en Estados Unidos puede generar fugas de capitales, devaluaciones de las monedas locales y crisis de deuda en países dependientes del dólar. Sin ir más lejos, hoy podemos apreciar cómo la política comercial “proteccionista” estadounidense afecta negativamente las exportaciones y el crecimiento económico de estas naciones, porque en esencia, se transfiere una porción significativa de la capacidad de decisión económica a un actor externo, limitando así la autonomía para implementar políticas que respondan a las necesidades internas.
Teniendo en cuenta lo precedentemente enunciado, resulta, cuanto menos, paradójico, e incluso ridículo, observar cómo los países que están dotados de abundantes y valiosos recursos naturales, con una riqueza intrínseca en sus tierras, minerales, energía y biodiversidad, se ven obligados de mendigar estabilidad económica a través de la adopción tácita o explícita de una moneda extranjera. La imagen de una nación rica en recursos, pero económicamente vulnerable a cada estornudo financiero de Washington, es un claro síntoma de una soberanía incompleta que a nadie parece molestarle, o también, una autonomía mutilada por la dependencia monetaria a la que jamás nos debimos acostumbrar.
Ahora bien, les pregunto, queridos lectores, ¿cómo es posible que un país con vastas reservas de litio, petróleo, cobre y tierras fértiles deba su estabilidad económica a la política monetaria de otro Estado que quizá carece de esos mismos recursos en la misma magnitud? Evidentemente, esta situación revela una profunda asimetría de poder, donde la capacidad de emitir la moneda de reserva global otorga una influencia desproporcionada a la nación emisora, permitiéndole externalizar costos y condicionar las políticas de otros.
En este punto de la reflexión, creo que es necesario indicar que la dependencia del dólar no es un fenómeno natural ni inevitable. Se trata, más bien, del resultado de procesos históricos, de relaciones de poder desiguales y, en muchos casos, de la internalización de un paradigma económico que prioriza la estabilidad nominal anclada a una moneda “fuerte” extranjera por encima de la construcción de una moneda nacional robusta y creíble. Esta situación de dependencia por imposición también ha perpetuado un círculo vicioso: la falta de confianza en la moneda local impulsa la dolarización, y la dolarización debilita aún más la capacidad de cada Estado para gestionar su propia política monetaria y construir confianza.
Para comprender de manera cabal el asunto de la autonomía financiera, procedamos a interpretar algunos ejemplos históricos de soberanía monetaria. Si bien la dependencia del dólar estadounidense como moneda de reserva y ancla de valor es una realidad extendida, existen ejemplos de naciones que han logrado construir y mantener sus monedas fuertes, preservando así una mayor autonomía en su política económica y fortaleciendo su soberanía. En estos casos vamos a ver claramente que la dependencia no es un destino inevitable, sino una condición que puede ser trascendida mediante políticas económicas prudentes, instituciones sólidas y una visión estratégica a largo plazo.
Uno de los ejemplos más emblemáticos es el del Reino Unido y su Libra Esterlina (GBP). A lo largo de su historia, el Reino Unido construyó un imperio comercial y financiero cuya moneda llegó a ser la principal divisa de reserva mundial. Si bien su preeminencia disminuyó con el ascenso del dólar tras la Segunda Guerra Mundial, la libra esterlina ha mantenido su estatus como una moneda importante a nivel global. El Banco de Inglaterra, con una larga tradición de independencia y credibilidad, ha desempeñado un papel crucial en la gestión de la política monetaria y en el mantenimiento de la estabilidad de la libra.
A pesar de sus fluctuaciones y los desafíos económicos, el Reino Unido ha conservado la capacidad de emitir y controlar su propia moneda, utilizándola como una herramienta fundamental de su política económica y sin depender de una moneda extranjera para sustentar su valor. En este caso puntual, se demuestra que una historia de estabilidad, instituciones fuertes y una gestión económica autónoma pueden consolidar una moneda nacional robusta.
La libra esterlina, como moneda fiduciaria moderna, no tiene un sustento material directo, como el oro o la plata. Su valor se basa en la confianza que el público y los mercados tienen en la economía del Reino Unido, en la estabilidad de sus instituciones (especialmente del Banco de Inglaterra) y en la política monetaria que implementa. Históricamente, la libra estuvo ligada a metales preciosos, particularmente a la plata (de ahí el término “esterlina”, que se asocia a la pureza de la plata). En el siglo XIX y principios del XX, adoptó el patrón oro, donde la libra era convertible a una cantidad fija de oro, aunque este sistema se abandonó definitivamente en 1931.
Actualmente, la libra esterlina se emite contra activos que posee el Banco de Inglaterra: deuda pública (comprando bonos emitidos por el gobierno británico, inyectando libras en la economía); reserva de divisas (manteniendo reservas en otras monedas como dólares o euros) y compra-venta de las mismas para influir en la cantidad de libras en circulación y otros activos. Es importante entender que en el sistema fiduciario actual, el valor de una moneda no reside en un bien físico subyacente, sino en la gestión responsable de la política monetaria por parte del banco central, la fortaleza de la economía que la respalda y la confianza general en su estabilidad como medio de intercambio y depósito de valor.
El precitado ejemplo demuestra que la construcción de una moneda fuerte y la reducción de la dependencia de divisas extranjeras son objetivos alcanzables. Eso sí, requieren de un compromiso sostenido en el tiempo con la estabilidad económica, la construcción de democracias e instituciones creíbles y la implementación de políticas que fomenten la confianza en la moneda nacional. Si bien el camino es complejo y lleno de desafíos, la recompensa en términos de autonomía económica y soberanía nacional es innegable, en tanto que estas naciones han podido demostrar que es posible navegar la economía global con una moneda propia como ancla de valor, en lugar de depender de la voluntad y capricho de otros.
En pocas palabras, está claro que haber renunciado a la plena soberanía monetaria nos ha implicado ceder una herramienta fundamental para el desarrollo económico, independientemente de que estemos nadando en oro, petróleo o litio. Un Estado con control sobre su moneda puede utilizarla para estimular la demanda interna, financiar sus proyectos de inversión, gestionar la inflación y responder a los shocks económicos de manera autónoma. La dependencia del dólar ata las manos de los gobiernos, limitando su capacidad para implementar políticas contracíclicas efectivas y para promover un desarrollo económico que responda a las necesidades específicas de su población.
Creo que, al menos desde la perspectiva que hemos mostrado hoy aquí, la búsqueda de una soberanía plena y una autonomía real exige un esfuerzo consciente por reducir la dependencia que tenemos de la moneda extranjera. Esto no implica necesariamente caer en un aislamiento económico, sino en propiciar la construcción de una moneda nacional fuerte y estable, respaldada por una economía diversificada y productiva, y por instituciones sólidas y transparentes que no utilicen los Bancos Centrales como fábrica de hacer billetes según su conveniencia populista. Sólo así, los países ricos en recursos podrán traducir esa abundancia natural en bienestar para sus ciudadanos, sin verse constantemente amenazados por las decisiones económicas que toma el presidente psicópata de una potencia extranjera. La verdadera soberanía reside, entonces, en la capacidad de decidir nuestro propio destino, incluyendo, por supuesto, el destino de la propia moneda.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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