Opinet
Analizando el flagelo del analfabetismo funcional

“Los analfabetos del siglo XXI no serán aquellos que no sepan leer y escribir, sino aquellos que no sepan aprender, desaprender y reaprender”
Alvin Toffler
Hoy quisiera invitarlos a reflexionar en torno a un fenómeno que, aunque es menos visible que el analfabetismo absoluto, tiene profundas consecuencias para los individuos y la sociedad. El analfabetismo funcional podría definirse por la capacidad de saber leer y escribir, sin poder comprender o interpretar adecuadamente lo que se lee y se escribe. Pues bien, en un mundo donde la información y el conocimiento están, supuestamente, al alcance de la mano de cualquiera, esta incapacidad para procesar y reflexionar sobre los textos podría convertir el juicio de los ciudadanos en algo endeble, susceptible de manipulación. En ese sentido, José Saramago, reconocido escritor, Premio Nobel de Literatura, abordó este problema en la sociedad moderna, destacando cómo el simple hecho de saber leer no significa tener una comprensión profunda. Para Saramago, esta falta de comprensión se convierte en un obstáculo para el desarrollo de la democracia puesto que afecta directamente a una ciudadanía, cada vez más inactiva e inconsciente del panorama político en el que está inmersa. En sus propias palabras, aludió a la existencia de “analfabetos que saben leer”, un término que resuena hoy más que nunca en un contexto mundial donde la manipulación informativa y la desinformación intencional están a la orden del día moldeando conciencias cada vez más abúlicas. Pues bien amigos, lo que hoy queremos intentar junto a ustedes es explorar el problema precitado, no sólo desde una perspectiva analítica y educativa, sino también como un obstáculo para el desarrollo de una sociedad políticamente consciente y capaz de ejercer una democracia real.
Para que podamos comprender la magnitud del analfabetismo funcional, es esencial que revisemos algunas estadísticas recientes: a nivel global, el problema afecta a millones de personas, y aunque los números varían por país y región, los datos son alarmantes. De acuerdo con la UNESCO, cerca de 773 millones de adultos en el mundo, todavía carecen de habilidades básicas de lectura y escritura, y mucho más son considerados analfabetos funcionales, es decir, pueden seguir la lectura en textos simples, pero no comprenden plenamente el sentido de los mismos. En Hispanoamérica, los datos también son preocupantes: según el informe de la “Encuesta Nacional de Lectura y Escritura”, elaborado por el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), un alto porcentaje de los estudiantes de Nivel Secundario no es capaz de comprender textos de nivel de dificultad “medio”. De igual manera, el estudio PISA (Programme for International Student Assessment) del año 2018 reveló que más del 50% de los estudiantes de 15 años de edad en los países hispanoamericanos evaluados tienen dificultades significativas para comprender textos complejos, un indicador de analfabetismo funcional a nivel estudiantil que con frecuencia se traslada a la vida adulta. Además, algunos datos del Banco Mundial sugieren que este tipo de analfabetismo repercute en múltiples aspectos del desarrollo social y económico, puesto que las personas que no comprenden completamente lo que leen tienden a tener menos acceso a oportunidades de empleo, como también un menos compromiso cívico y social, y una mayor vulnerabilidad a la manipulación mediática. Estas cifras y conclusiones subrayan que el analfabetismo funcional no es solamente un problema individual, sino un desafío colectivo que afecta la capacidad de los ciudadanos para participar activa y coherentemente en la sociedad y en la toma de decisiones.
A la luz de lo precedentemente expresado, es preciso que analicemos las consecuencias sociales y políticas del analfabetismo funcional porque tiene un profundo impacto en la vida social y en la política de cualquier comunidad. Como bien señalaba José Saramago, cuando las personas no pueden comprender el contenido de lo que están leyendo, se vuelven susceptibles a la manipulación y al engaño. Esto es especialmente preocupante en el ámbito político, ya que un pueblo que no comprende cabalmente lo que lee carece de la capacidad de tomar decisiones informadas, de evaluar críticamente a sus líderes y de comprender las complejidades de los asuntos públicos que los afectan.
“Nosotros hemos creado una especie de analfabetismo de vuelta. Hoy tenemos personas que saben leer pero no entienden lo que leen. Ese es un analfabetismo peligroso, porque tienen la ilusión de saber, cuando en realidad no saben nada.” Saramago, J. (2007). Entrevista con Jesús Quintero en «El Loco de la Colina». RTVE.
En este sentido, el filósofo y pedagogo brasilero Paulo Freire en su obra “Pedagogía del oprimido”, analizó cómo la falta de educación crítica y reflexiva perpetúa sistemas de opresión vigentes, es decir, que si una persona que no ha desarrollado la capacidad de interpretar y cuestionar los textos que lee está en desventaja para comprender la realidad política y social en la que vive. La educación, según él, debe ser un acto de libertad, y sólo mediante una alfabetización crítica es posible que los ciudadanos se empoderen para transformar su entorno y ejercer sus derechos cívicos. En otras palabras, queridos lectores, lo ideal sería que los cambios, las transformaciones e incluso las revoluciones las lleven a cabo personas que no sean idiotas.
“La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra. En ese sentido, el analfabetismo funcional se convierte en una herramienta de opresión; las personas que no pueden interpretar lo que leen son fácilmente manipulables.”
Freire, P. (1970). “Pedagogía del oprimido”. Siglo XXI Editores.
Por su parte, Hannah Arendt reflexionó sobre la importancia de una ciudadanía informada y educada en el marco de su análisis del totalitarismo. Para ella, la ignorancia y la incapacidad de comprensión hacen que los individuos sean más vulnerables a los regímenes totalitarios y opresivos. Un pueblo que no entiende los fundamentos de sus propios derechos y obligaciones es menos probable que los defienda activamente o que reclame ante alguna irregularidad. Así, el analfabetismo funcional representa un obstáculo para la democracia, ya que limita la capacidad de las personas para poder tomar decisiones correctas, participar activamente en el debate público sin agredir y cuestionar a las autoridades cuando éstas no estén cumpliendo con sus obligaciones correspondientes.
La verdadera impotencia radica en la ignorancia, en la imposibilidad de pensar críticamente. En sociedades sin educación cívica, las personas no ven ni entienden los signos de su opresión.”
Arendt, H. (1951). “Los orígenes del totalitarismo”
También, la filósofa Martha Nussbaum ha destacado la importancia que tiene la educación para el desarrollo de una ciudadanía empática y responsable. En su libro “Sin fines de lucro: por qué la democracia necesita de las humanidades”, Nussbaum sostiene que una educación orientada exclusivamente a la adquisición de habilidades técnicas, sin promover el pensamiento crítico y la comprensión de textos complejos, genera individuos que pueden ser altamente especializados, pero carentes de una verdadera conciencia cívica. Asimismo, argumenta que se debe permitir a las personas desarrollar la empatía y el razonamiento crítico, herramientas fundamentales para la vida en democracia y para evitar el aislamiento intelectual y emocional.
“Una democracia que no fomenta en sus ciudadanos la capacidad de pensar críticamente y de comprender lo que leen, está destinada a fracasar. La educación en humanidades es, por tanto, una condición necesaria para una ciudadanía informada.”
Nussbaum, M. C. (2010). “Sin fines de lucro: Por qué la democracia necesita de las humanidades”
Hasta aquí, creo que ha quedado claro cuál es el problema. Ahora bien, es necesario que nos preguntemos ¿cómo fue que llegamos hasta aquí? Hasta donde yo sé, los analfabetos funcionales no nacieron con esa “incapacidad”, sino que fue fruto de una decadencia política, cultural, educativa y moral que progresivamente fue licuando, poco a poco, nuestra capacidad de pensar. El crecimiento del analfabetismo funcional en las últimas décadas puede atribuirse a diversos factores y, aunque existen múltiples hipótesis, algunas de las causas más destacadas incluyen, en primer lugar, las desigualdades en el acceso a una educación de calidad, puesto que en muchos países, especialmente en comunidades de bajos recursos, el sistema educativo enfrenta problemas como la falta de financiamiento, infraestructura deficiente y escasez de docentes capacitados: todo esto, da lugar a una enseñanza que se centra en aprender mecánicamente a leer y escribir, sin fomentar ningún desarrollo de habilidades críticas y de comprensión profunda.
En segundo lugar, los enfoques educativos decadentes y totalmente desactualizados que revelan métodos de enseñanza centrados en la memorización de datos, dejando de lado la interpretación de los mismos. A esto se refería Freire cuando hablaba de la “educación bancaria”, en la cual los estudiantes son tratados como recipientes vacíos y pasivos: este modelo no permite que los chicos interactúen con el contenido, lo que lleva a una comprensión banal y superficial, dificultando su capacidad para analizar textos complejos o desarrollar opiniones informadas y bien argumentadas.
En tercer lugar, tenemos que volver a destacar la influencia de los medios de comunicación y la cultura digital, en los que el consumo masivo de información fragmentada de dudosa procedencia proyectada con rapidez ha modificado radicalmente la manera en que las personas interactuamos con el conocimiento mismo. Los seres humanos ahora tienden a leer titulares y a consumir información ya masticada y simplificada, lo cual contribuye a la superficialidad en la comprensión y a la reducción de la capacidad de análisis: este cambio de hábitos lectivos y cognitivos afecta la profundidad de la lectura y contribuye al crecimiento del analfabetismo funcional porque busca la inmediatez de la imagen antes que la comprensión cabal de cualquier problema digno de solución.
En cuarto lugar, tenemos que mencionar al nefasto desinterés y la falta de estímulos en pos de aprender desde la infancia. Cuando los niños no tienen acceso a libros o a espacios de discusión que fomenten la interpretación y el análisis, es más probable que crezcan con escasas habilidades de comprensión: es tan triste saber que la gran mayoría de los hogares cuentan con más dispositivos móviles que libros. En línea con ello, los sistemas educativos en los que se descuida la literatura y las humanidades, tal como señaló Nussbaum, limitan el desarrollo integral y crítico de los estudiantes, convirtiendo a la educación en un simple medio de transmisión de habilidades básicas, pero no de construcción de ciudadanos pensantes.
En quinto y último lugar, también tenemos que considerar el impacto de la globalización y la cultura del consumismo, que ha promovido una mentalidad utilitaria de la educación, priorizando las habilidades técnicas por sobre las humanísticas: este enfoque nos ha llevado a la minimización de materias como filosofía y literatura en espacios curriculares, promoviendo una formación orientada a la productividad técnica en lugar de la comprensión. Esta tendencia, además de limitar severamente la capacidad crítica, ha reforzado el analfabetismo funcional al reducir la enseñanza a lo estrictamente pragmático, excluyendo temas que podrían inspirar una comprensión más profunda y compleja de la sociedad.
Las causas precedentemente enunciadas, no sólo contribuyen al analfabetismo funcional, sino que también dejan en evidencia una crisis de valores y objetivos que los sistemas educativos actuales han decidido abandonar sin tapujos. En lugar de formar ciudadanos comprometidos y pensantes, muchos de estos sistemas producen individuos con habilidades precarias de lectura, pero sin la capacidad de cuestionar ni de participar enérgicamente en la sociedad en la que viven. Este contexto patético nos lleva a cuestionar qué tipo de educación es la que queremos para las futuras generaciones, y a intentar pensar sobre las reformas necesarias para revertir esta preocupante tendencia que no ha hecho otra cosa que generar zombies con titulaciones.
Dicho esto, queda claro que combatir el analfabetismo funcional es, en última instancia, una tarea de empoderamiento y emancipación, ya que al proporcionar herramientas que permitan a los individuos interpretar el mundo que los rodea, no solo mejoramos sus oportunidades personales, sino que fortalecemos el tejido social y fomentamos una cultura democrática más sólida y consciente. Lejos de hacernos los indignados para la foto, es hora de reconocer el papel fundamental de una educación que enseñe a pensar de verdad, no a repetir como loritos contenidos que en breve se olvidan, puesto que eso exige el desarrollo de una ciudadanía libre, empática y capaz de hacerse cargo de la realidad que construye a diario y que merece ser radicalmente transformada para abandonar el actual paradigma de la reproducción sistemática de esclavos funcionales.
Lisandro Prieto Femenía
Docente – Escritor – Filósofo
San Juan – Argentina
Opinet
Con la música actual, la vida es un error

Lisandro Prieto Femenía
«Sin música, la vida sería un error» Friedrich Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos
Seguramente se habrán percatado que en redes sociales circula, a modo de meme, una afirmación de Friedrich Nietzsche que versa: “Sin música, la vida sería un error”. Más allá de la banalidad de la circulación de esta frase, lo que allí se está estableciendo es la diferencia de cualquier otro ser en la naturaleza como el único que es capaz de crear obras de arte, y dentro de esa creación, la música ocupa un lugar privilegiado y fundamental. Si la vida sin arte sería una existencia despojada de su máxima expresión, la vida sin música sería, para Nietzsche, un vacío insalvable. Esta cita no es una mera hipérbole, sino una tesis ontológica que eleva la música al rango de fuerza primordial, un pilar sobre el cual se sostiene la experiencia humana. Pues bien, en esta reflexión intentaremos explorar la centralidad que tiene la música en la filosofía, la conectaremos con pensadores que la han abordado desde diversas perspectivas y la confrontaremos con la degeneración de la creación sonora en la época detestable llamada postmodernidad, un síntoma de un error vital que la música, en su esencia, debería contrarrestar.
Tengamos en cuenta que, para Nietzsche, el lenguaje y la razón, a menudo reductores, intentan encapsular la vastedad de la existencia en conceptos rígidos. La música, en cambio, opera en un plano distinto. Es el lenguaje de la voluntad misma. En su obra “El nacimiento de la tragedia”, Nietzsche sostiene que “el lenguaje de la música es anterior al concepto”, y en una carta a su amigo y confesor Peter Gast en 1877 expresó que “la vida sin la música es sencillamente un error, una fatiga, un exilio”. Esta idea nos indica que la música, al ser un lenguaje de la voluntad, nos permite acceder a la realidad de una manera más directa y auténtica.
Esta perspectiva se entrelaza directamente con la de Arthur Schopenhauer, mentor intelectual de Nietzsche. En su obra titulada “El mundo como voluntad y representación”, Schopenhauer eleva la música por encima de todas las demás artes, argumentando que no es una copia de las ideas del mundo, sino un reflejo directo de la voluntad misma. De hecho, llegó a afirmar allí que “la música no es en absoluto, como las demás artes, una copia de las Ideas, sino una copia de la voluntad misma”, confirmando con ello que la melodía expresa el constante fluir de la voluntad, con sus anhelos insatisfechos y sus penas inherentes, convirtiéndose así en una forma de conocimiento metafísico.
Si bien Nietzsche veía en la música una fuerza de rebeldía dionisíaca, la tradición filosófica griega la entendía como un elemento clave para el orden social y la formación ética. Platón, en su “República”, dedicó un espacio considerable a la música como pilar de la educación de los guardianes. Para él, la música no era un simple pasatiempo, sino una “ley moral” que daba “alma al universo, alas a la mente, vuelos a la imaginación”. Los diferentes modos musicales (escalas) fluían directamente en el carácter de los ciudadanos, y por ello, los modos que promovían la virtud y la moderación debían ser cultivados.
Por su parte, Aristóteles profundizó en la idea de la mímesis (imitación) musical. En su “Política”, sostenía que la música “imita las pasiones mismas” de tal forma que “reproduce” el carácter, y por ello, su importancia en la formación del alma de los jóvenes. La música, además de evocar pasiones, las purifica a través de la catarsis, un concepto central en su “Poética”. De esta manera, la música se convierte en una herramienta para templar el alma y alcanzar el equilibrio emocional fundamental para la vida en la pólis.
Esta idea de un orden subyacente en la música volvería a tener vigencia siglos más tarde en Gottfried Wilhelm Leibniz, quien la definió como “el placer que experimenta la mente humana al contar sin darse cuenta que está contando”. Para el filósofo racionalista, la armonía musical no es casualidad, sino el resultado de complejas relaciones matemáticas que el alma humana percibe de forma inconsciente. En la música, Leibniz veía un reflejo de la armonía preestablecida del universo, una correspondencia entre las leyes que rigen el cosmos y las percepciones de la mente humana.
La visión de los precitados filósofos, que veían en la música la esencia de la voluntad o la armonía del cosmos, se ve desafiada por la decadencia de la calidad del ruido llamado música en la era postmoderna. En el siglo XX, pensadores como Theodor W. Adorno, desde la Escuela de Frankfurt, ya advertía sobre los peligros de la industria cultural. En su ensayo titulado “Sobre el carácter fetichista en la música y la regresión del oído” (1938), Adorno argumenta que la música popular ha sido estandarizada y convertida en una mera mercancía, sosteniendo asimismo que “el valor fetichista de la mercancía penetra hasta en la música popular, y la estandarización de los productos crea una escucha regresiva”. Tengamos en cuenta que, para Adorno, la música de masas ya no es algo que se vive o se siente, sino que se consume de forma pasiva, perdiendo su potencial crítico y transformador.
Esta crítica se profundiza aún más al incorporar la reflexión de Walter Benjamin sobre la pérdida del aura en la obra de arte. En su célebre ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936), Benjamin define el aura como “el aparecimiento único de una lejanía, por cercana que pueda estar”. Se trata de la unicidad de un obra en su “aquí y ahora”, su historia, su autenticidad y su tradición, elementos que le confieren una presencia irrepetible. Pues bien, la reproducción técnica masiva, ya sea a través de la fotografía o, en el caso de la música, de grabaciones y streaming, destruye esa aura: “incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra”. Pobre Walter, si supiera que ahora las personas asisten a los conciertos y, en lugar de mirar y escuchar con atención a los artistas, la totalidad del auditorio está grabando la experiencia con un dispositivo móvil.
En este contexto de crisis de la calidad estética, son muy pocas las voces críticas contemporáneas que se alzan para denunciar la anarquía y la falta de sustancia en el arte posmoderno. Sin ir muy lejos, en diciembre de 2024 publiqué un artículo titulado “Recuperando la distinción entre arte y bodrio”, en el cual planteaba que la cultura actual parece haber abrazado una “cultura de la mediocridad” que ha borrado esta línea entre la creación genuina y el mero simulacro. Así, la música posmoderna, en su búsqueda de lo “plural” y lo “ecléctico”, ha sucumbido a un eclecticismo vacío que mezcla y destruye géneros sin una coherencia interna real. Al respecto, el musicólogo Ramón Barce (1928-2008), crítico de la música de vanguardia, señalaba que esta “patológica necesidad de lo nuevo” conducía a una superficialidad que carecía de la profundidad que, para Nietzsche, era la esencia misma de la música. En la actualidad esta tendencia se agrava con la lógica de las plataformas digitales, donde la música se reduce a clips de segundos, a singles desechables y a algoritmos que dictan lo que el oyente debe consumir. La infinitud de la reproducción digital ha aniquilado el aura. Un concierto en vivo, repito, un vinilo desgastado por la aguja, una grabación con imperfecciones, poseían una historia y una presencia. Hoy, un track digital es una entidad sin historia, sin un “aquí y ahora”, un fetiche estandarizado despojado de su valor cultural. En este contexto, la música ya no es una afirmación de la vida, sino un ruido molesto de fondo que disimula el vacío. Lejos de ser un antídoto contra el nihilismo, se convierte en un síntoma de éste.
Hemos realizado un recorrido, desde la visión nietzscheana de la música como afirmación de la vida hasta su degeneración en la era del consumo masivo. La crítica de Adorno, Benjamin y otras tantas voces contemporáneas nos ha mostrado que el error no es la ausencia de la música, sino la presencia de una música asquerosa, vacía, despojada de su esencia vital y de su aura. La pregunta crucial que nos queda, entonces, no es si la música es necesaria, sino qué tipo de música estamos dispuestos a aceptar en nuestras vidas.
¿Acaso hemos sucumbido al nihilismo que la música, en su esencia dionisíaca, debería contrarrestar? ¿Hemos renunciado a la búsqueda de la belleza en la armonía y la complejidad en favor del ruido estandarizado que nos adormece? La frase inicial de Nietzsche, en este contexto, se convierte en un espejo que debería confrontarnos. Si la vida sin música es un error, ¿qué dice de nosotros el hecho de que elijamos la música que se nos impone, la que nos exige de nosotros ninguna pasión ni compromiso, mucho menos una mínima reflexión, sino sólo una escucha molesta y pasiva? El verdadero error no está en el mundo, sino en nuestra capacidad para dejar de escuchar la melodía del ser y conformarnos con el eco hueco de la industria cultural que nos impone un Bad Bunny mientras nos hace olvidar a Mozart. La interpelación, al final, es personal: ¿qué sinfonía estamos componiendo con nuestras vidas? Y, más importante aún, ¿estamos dispuestos a dejar de escuchar el error para volver a encontrar la verdadera música, esa que representa el lenguaje universal de la humanidad?
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
Opinet
La urna en disputa: cuando votar no implica cambio alguno

Por: Lisandro Prieto Femenía
«Una de las penas por rehusarse a participar en política es que terminarás siendo gobernado por tus inferiores.»
Platón, La República, Libro I
Hoy quiero invitarlos a reflexionar en torno a un fenómeno recurrente en las democracias occidentales, a saber, la ilusión de una política decadente que ha logrado con éxito que ningún voto rompa ninguna cadena. La creencia inquebrantable en el sufragio como catalizar de un cambio profundo define una de las grandes ficciones perversas de nuestro tiempo. En los gobiernos no dictatoriales, millones de ciudadanos acuden a las urnas con la esperanza de que su voto, individual o colectivo, transforme las estructuras de poder y mejore sus vidas. Sin embargo, un examen crítico de las últimas décadas revela una realidad desoladora: los problemas estructurales persisten y, en muchos casos, se agudizan, independientemente de quién sea el degenerado de turno al que le toque asumir el poder. Esta desconexión entre la expectativa democrática y la realidad política nos invita a una profunda crítica filosófica sobre la naturaleza de nuestra participación cívica y la verdadera capacidad de incidencia del voto en un sistema que, lejos de evolucionar, parece haberse instalado en una decadencia persistente y cada vez más putrefacta.
Tengamos en cuenta que el acto de votar se ha consolidado como un ritual sagrado, una catarsis colectiva que valida la legitimidad de un sistema. Desde la niñez, se nos inculca que la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, y que nuestra participación electoral es la máxima expresión de soberanía. Pues bien, amigos míos, esa narrativa oculta una trampa fundamental: la reducción de la política a la mera gestión administrativa y la perpetuación de un statu quo que beneficia única y exclusivamente a las élites.
Ya en la antigüedad, Platón nos advertía sobre las consecuencias de la apatía política. En su célebre obra La República, si bien criticaba a la democracia ateniense por sus excesos y su susceptibilidad a la demagogia, también subrayaba la responsabilidad de los ciudadanos. A él se le atribuye la sentencia que versa: “Una de las penas por rehusarse a participar en política es que terminarás siendo gobernado por tus inferiores” (Platón, La República, Libro I, 347c). La ausencia de ciudadanos virtuosos en la vida pública, para Platón, abre la puerta al ascenso de aquellos menos capacitados o éticos, nada más cercano a lo que podemos observar en la actualidad, donde nos encontramos con bestias analfabetas y bruscas ocupando ministerios, secretarías y, en más de una ocasión, gobernaciones e incluso presidencias de la Nación.
Por su parte, Sheldon Wolin en su obra fundamental Democracy Incorporated (2008), argumenta que la democracia moderna ha evolucionado hacia un “totalitarismo invertido”. A diferencia de los totalitarismos clásicos basados en la movilización masiva y la represión abierta, el totalitarismo invertido opera a través de la despolitización de la ciudadanía y la integración del poder corporativo en el Estado. En sus palabras, también sostiene que “las grandes empresas dominan el Estado y moldean la política en interés propio, mientras que la participación pública se limita a ritos electorales cuidadosamente coreografiados» (Wolin, S., 2008, p. 25). En este escenario, el acto de votar se convierte en una distracción, una coartada para la inacción y la resignación frente a los problemas fundamentales, desviando la atención de las verdaderas palancas del poder. Así, la apatía que Platón lamentaba se ha transformado en una política educativa de despolitización estructural cuyo único objetivo es mantener al ciudadano entretenido pero políticamente inactivo.
La alternancia entre partidos políticos de distintas ideologías ha sido una constante en el panorama político occidental, muy valorada por los medios masivos de comunicación. Ahora bien, los problemas estructurales que aquejan a nuestras sociedades, como la creciente desigualdad económica, la atroz precarización laboral, el abandono de los sistemas públicos de salud y educación y la corrupción endémica, persisten y se intensifican, con la total anuencia de los gobiernos de turno.
Al respecto, en su obra Deshaciendo el demos: La revolución silenciosa del neoliberalismo (2015), Wendy Brown analiza cómo el neoliberalismo ha desmantelado la noción misma de ciudadanía democrática, transformándola en una figura de “consumidor” o “capital humano”. La democracia, bajo esta lógica, se mercantiliza y se subordina a los imperativos económicos de un puñado de empresas y de funcionarios corruptos que no trabajan para usted, querido lector, sino para ellos mismos. Brown incluso afirma que “la razón neoliberal no es la forma de racionalidad económica entre otras, sino una forma de racionalidad totalitaria (Brown, W., 2015, p. 17), indicando con ello que, al pervertir los valores democráticos y reducir la vida a una lógica de mercado, se anula la capacidad de los ciudadanos para incidir en las políticas públicas de manera significativa. Las promesas de campaña se diluyen en la vorágine de intereses corporativos y financieros que operan por encima de cualquier voluntad popular expresada en las urnas. Asimismo, la despolitización inherente a esta lógica no sólo perpetúa las desigualdades, sino que socava la soberanía popular y la capacidad de los gobiernos para actuar en favor del bien común.
Complementariamente, bien sabemos que la desilusión política no es un fenómeno reciente. La burocratización creciente de los Estados modernos, por ejemplos, ya era una preocupación central para Max Weber quien, en su ensayo titulado La política como vocación (1919) describe la política moderna como un campo dominado por la burocracia, donde los partidos políticos se transforman en “máquinas” gestionadas por profesionales. Esta racionalización y especialización de la política terminó conduciendo a una pérdida de la pasión y el propósito original del bien común. En torno a esto, el mismo Weber nos advierte sobre la naturaleza coercitiva y despersonalizada de las estructuras de poder, señalando que “la burocracia es la forma más racional y eficiente de dominación, pero también una ‘jaula de hierro’ donde el individuo queda atrapado en una rutina racionalizada y deshumanizada” (Weber, M. ,1919, Escritos políticos, p. 86). Estas advertencias de Weber, junto a los análisis proporcionados por la Escuela de Frankfurt sobre la industria cultural y la manipulación de las masas, han alertado sobre los peligros de una democracia desprovista de sustancia, tal como hoy la podemos vivenciar.
Sin embargo, la particularidad de la decadencia política actual reside en la sofisticación de la ilusión. La posibilidad de “cambiar” cada cierto tiempo, a través del voto, ofrece una válvula de escape para la frustración social, evitando así rupturas más profundas con el sistema. Se promete un futuro mejor, se señalan chivos expiatorios y se manipulan las esperanzas de la ciudadanía, solo para que, una vez en el poder, los nuevos “salvadores” sigan el guión preestablecido por las fuerzas económicas y mediáticas que realmente ostentan el poder. Esta dinámica convierte las elecciones en un mero espectáculo, un circo que distrae a la ciudadanía de las agendas impuestas por los verdaderos portadores del poder.
Consecuentemente, la persistente creencia de que el voto es el instrumento supremo para un cambio genuino, a pesar de la evidencia abrumadora de lo contrario, nos sumerge en un ciclo perpetuo de esperanza y desilusión. La alternancia de gobierno no ha logrado desmantelar las estructuras de poder que consolidan la desigualdad, precarizan la vida y ponen en jaque el futuro de la gran mayoría de los habitantes de este planeta. La política decadente no es sólo una simple disfunción, sino una ilusión cuidadosamente construida que nos mantiene cautivos en un juego predeterminado que nos separa mediante grietas ficticias que sólo le sirve a la demagógica para mantener sus negocios, por izquierda y por derecha por igual.
En este panorama, la pregunta fundamental ya no es “a quién votar”, sino ¿cómo podemos desmantelar las estructuras que perpetúan esta ilusión y recuperar la política como un espacio de verdadera transformación? Si el voto, tal como se lo concibe hoy, no es la herramienta para romper las cadenas, ¿qué formas de acción cívica y comunitaria debemos construir para resistir la mercantilización de la vida y la despolitización de la ciudadanía?
Además, frente a la desilusión y la apatía, urge la siguiente reflexión: ¿Será que la decadencia política se alimenta de la retirada de las mentes más sensatas y éticas de la arena pública? Si, como intuía el gran Platón, la ausencia de los mejores en la política condena a la sociedad a ser gobernada por los peores, entonces, ¿cuál es nuestra responsabilidad individual y social para incentivar la participación de aquellos ciudadanos con vocación de servicio, visión crítica y compromiso genuino con el bien común? ¿Estamos dispuestos a ir más allá de la urna, a enfrentar la incomodidad de la acción directa y la construcción de alternativas por fuera de los circuitos de poder establecidos, o seguiremos atrapados en el ciclo de la ilusión y la inacción? El despertar de esta ficción exige no sólo una crítica aguda, sino también una profunda revalorización de la política como esfera de acción transformadora, impulsada por la participación consciente y sensata de todos, sí, todos, porque mientras uno cede a la desidia, los delincuentes acceden al poder.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
DATOS DE CONTACTO
-Correos electrónicos de contacto:
lisiprieto@hotmail.com
lisiprieto87@gmail.com
-Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
-What’sApp: +54 9 2645316668
-Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
-Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
-Twitter: @LichoPrieto
-Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
-LinkedIn:https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
-Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
-Donaciones (opcionales) vía Mercado Pago: +5492645316668
Opinet
Cuando la tibieza eclesiástica es funcional al genocidio

Por: Lisandro Prieto Femenía
“La Iglesia no es de este mundo, pero está en este mundo para transformarlo” Jaques Maritain, Humanismo Integral, 1936, p. 250
Cuando hace apenas unos días exploramos la ficticia posibilidad de una “potente interposición sacra” por parte del Sumo Pontífice León XVI en la zona del conflicto bélico, nos adentramos en el reino de lo trascendente, en la esperanza de que lo divino pudiera manifestarse con fuerza transformadora en el curso de los eventos humanos. Hoy, esta noble aspiración se estrella contra la brutal realidad de Gaza. El bombardeo de la única iglesia católica, la Iglesia de la Sagrada Familia, que ofrecía refugio a inocentes- cristianos y musulmanes por igual-, no es meramente un acto de violencia bélica sino que se trata de una afrenta directa al corazón de la fe, una herida abierta al cuerpo místico de la Iglesia y un desafío a la misma noción de interposición política por parte de la actual cúpula del Vaticano.
El testimonio lacerante del sacerdote argentino Gabriel Romanelli, sobreviviente de este ataque infame, nos arrastra a la médula de la inhumanidad. Su relato de la metralla irrumpiendo en un santuario, las muertes de ancianas y el sufrimiento de los heridos, no sólo expone la crueldad de la guerra, sino que obliga a cuestionar la presencia misma de Dios en medio de semejante calvario. “¿Por qué el mal?”, se preguntó en su momento San Agustín en su búsqueda por comprender la malicia en un mundo creado por un Dios bueno y afirmando que el mal no tiene una existencia sustantiva propia, sino que es una privación del bien, una ausencia. Sin embargo, en Gaza, esta “privación” se manifiesta con una materialidad devastadora, revelando una abismal carencia de humanidad y de toda forma de bien. Las acciones del Estado de Israel, lejos de estar enfocadas en un conflicto puntualizado, se han expandido hacia una violencia indiscriminada que golpea a la población civil, incluyendo a la comunidad cristiana, la cual, lejos de ser un “enemigo”, es un eslabón vital de la presencia milenaria de la fe en Tierra Santa.
Ante esta calamidad impune, la respuesta de las jerarquías eclesiásticas se convierte en un foco de dolorosa reflexión. Concretamente, la tibieza del Cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado del Vaticano, es dolorosamente palpable. Sus declaraciones, que describen la situación como “insostenible” y una “guerra sin límites”, aunque correctas en su diagnóstico, carecen de la indignación moral y la contundencia profética que la ocasión exige. Abogar por “aclaraciones” y condicionar una mediación de “ambas partes” en medio de un genocidio en ciernes, puede interpretarse como una claudicación ante la realpolitik que ignora el imperativo evangélico. En este punto, traemos la reflexión de Jacques Maritain, quien, al hablar de la acción cristiana en el mundo, insistía en que la Iglesia no podía ser ajena a las cuestiones temporales, sino que debía actuar como fermento de la justicia. La “interposición sacra”, en este contexto, demanda una voz que no sólo pronuncie una tenue lamentación, sino que condene y actúe.
Aún más inquietante resulta la percibida confusa postura del Papa León XIV. Si bien un gesto pastoral como el intento de contacto con el padre Romanelli es un bálsamo, la ausencia de una denuncia explícita, directa y enérgica por parte del Sumo Pontífice ante un ataque tan flagrante al catolicismo y a la vida de sus fieles en la cuna de la cristiandad, es motivo de profunda perplejidad. En momentos de persecución y masacre, la historia de la Iglesia ha visto a los Pontífices levantar su voz sin temor. La teología moral católica ha desarrollado el concepto de la “guerra justa”, la cual impone severas restricciones. Puntualmente, Santo Tomás de Aquino, siguiendo a San Agustín, estableció criterios como la causa justa, la autoridad legítima y la recta intención. Evidentemente, el bombardeo caprichoso y matón de una iglesia que alberga civiles desarmados no cumple con ninguno de estos principios, siendo un acto de barbarie incompatible con cualquier noción de justicia. En este contexto, la “interposición sacra” debería ser una fuerza moral que se alce con la misma vehemencia con la que Cristo expulsó a los mercaderes del templo, una fuerza que no tolere el asesinato de inocente ni la destrucción de lo sagrado.
Por su parte, el comportamiento del Estado de Israel en el conflicto actual, que se despliega con una postura avasallante, exige una denuncia que entrelace las dimensiones política, filosófica y teológica sin concesiones. Desde una perspectiva política y jurídica, la conducta de Israel en Gaza representa una flagrante violación de las normas básicas del derecho internacional humanitario y de los crímenes de guerra. La Convención de Ginebra IV (1949), en su artículo 18, establece claramente la protección de hospitales y lugares de culto al indicar que “los hospitales civiles no podrán en ningún caso ser objeto de ataque. Los lugares de culto y los establecimientos destinados exclusivamente a fines de caridad, ciencia o artes, los monumentos históricos y las obras de arte, no serán objeto de ataque”. Pues bien, el bombardeo de la Iglesia de la Sagrada Familia, que albergaba a cientos de civiles desplazados, no es más que una contravención directa al precitado principio.
Más allá de este incidente específico, la magnitud de la destrucción en Gaza, la estrategia de “castigo colectivo” mediante el bloqueo y la limitación de recursos esenciales, y el altísimo número de víctimas civiles- incluidos niños, mujeres y ancianos-, evocan las definiciones de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad tipificadas en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (1998), que criminaliza la “dirigida intencionalmente ataques contra edificios dedicados a la religión, la educación, el arte, la ciencia o con fines de beneficencia, o monumentos históricos, a condición de que no sean objetivos militares” (Artículo 8.2. b. ix). La persistencia de estas acciones, a pesar de las condenas internacionales y las advertencias de organismos como la ONU, revela una política bravucona que se posiciona por encima de la legalidad global, socavando el sistema de justicia internacional y estableciendo un peligroso antecedente de impunidad.
Desde un punto de vista filosófico, esta conducta expone un colapso de la moralidad universal. La razón práctica kantiana postula el imperativo categórico, que exige actuar de modo que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley universal. Un Estado que arrasa con cientos de miles de civiles inocentes, destruye infraestructura vital y bombardea lugares de culto, no puede esperar que su conducta sea universalizable sin sumir al mundo en la anarquía y en la barbarie. Pensadores de la ética de guerra como Michael Walzer, en su obra “Guerras justas e injustas” (1977), establecen límites estrictos a la conducción de la guerra (jus in bello). La distinción entre combatientes y no combatientes es fundamental, y el principio de la “inmunidad de los no combatientes” es la piedra angular de cualquier moralidad bélica. Puntualmente, Walzer afirma que “es una regla que los no combatientes no deben ser atacados intencionalmente” (Walzer, Guerras justas e injustas, 1977, p. 147). Así, el patrón de la destrucción en Gaza, con miles de muertes civiles, sugiere que esta inmunidad ha sido sistemáticamente ignorada, cuando no directamente atacada. La justificación de tales acciones bajo la retórica de la “seguridad” o la “legítima defensa” se desmorona ante la desproporción y el carácter indiscriminado del uso de la fuerza letal. La lógica que subyace a estas acciones parece ser una de aniquilación, donde la vida del “otro” es desvalorizada completamente y el imperativo moral de proteger al inocente es relegado a una conveniencia táctica.
Desde una perspectiva teológica, la postura del Estado de Israel, al arrasar con civiles y sitios sagrados, representa una profunda profanación de la creación y una afrenta directa a la imagen de Dios en el ser humano. Para las tres religiones abrahámicas, la vida humana es sagrada, un don de Dios. El Antiguo Testamento, la base de la fe judía, contiene mandatos explícitos contra el asesinato de inocentes (Éxodo 20:13: «No matarás»). El principio de Pikuach Nefesh en el judaísmo, que valora la vida por encima de casi todas las demás leyes, es traicionado cuando las acciones militares resultan en la masacre indiscriminada. La destrucción de lugares de culto, como la Iglesia de la Sagrada Familia, no es solo un daño material, sino un claro acto de desacralización. Estos espacios son considerados morada de lo divino, puntos de encuentro entre el cielo y la tierra.
La teología cristiana, en particular, ve a cada persona como imagen y semejanza de Dios (Imago Dei). Atacar al inocente es atacar al propio Dios. Al respecto, el Cardenal Carlo Maria Martini, jesuita y erudito bíblico, en sus reflexiones sobre la paz, a menudo enfatizaba que “la paz no es sólo la ausencia de guerra, sino la obra de la justicia” (Martini, Conversaciones nocturnas en Jerusalén, 2008). Las acciones en Gaza, al estar desprovistas de justicia y caridad, no solo impiden la paz, sino que generan una espiral de odio que niega cualquier posibilidad de redención o reconciliación en el futuro. La promesa de la Tierra Santa como lugar de bendición se convierte, por la acción humana, en un valle de lágrimas y una blasfemia contra la misma voluntad divina.
La paz, en este panorama desolador, no puede ser un mero deseo piadoso. Debe ser una demanda vehemente, basada en la justicia y en la protección incondicional de la dignidad de cada ser humano. La “interposición sacra” que en mi artículo anterior imaginaba no puede ser un concepto pasivo o etéreo, sino que debe encarnarse en la voz de aquellos que tienen la autoridad moral para denunciar la iniquidad, en la acción valiente de quienes extienden su mano a los sufrientes, y en la conciencia colectiva que se niega a la indiferencia banal y cómplice del mal. Sólo así, levantando nuestra voz contra la barbarie y exigiendo responsabilidad a quienes la perpetraron, podremos aspirar a que la paz no sea un sueño distante, sino una realidad palpable para los habitantes de Gaza y para todos aquellos que sufren bajo el yugo de la injusticia y la violencia.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
DATOS DE CONTACTO
-Correos electrónicos de contacto:
lisiprieto@hotmail.com
lisiprieto87@gmail.com
-Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
-What’sApp: +54 9 2645316668
-Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
-Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
-Twitter: @LichoPrieto
-Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
-LinkedIn:https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
-Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
-Donaciones (opcionales) vía Mercado Pago: +5492645316668