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La temporalidad de la navidad: tiempo sagrado y profano

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Lisandro Prieto Femenía

«El tiempo mítico es el tiempo sagrado, el tiempo que permite volver a los orígenes y restablecer el orden primordial»

Mircea Eliade, “Lo sagrado y lo profano”

Continuando con la saga “El sentido de la navidad”, hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre la paradoja temporal única que introduce la navidad, como celebración religiosa y cultural. En un contexto de consumismo desenfrenado y rutinas repetitivas y vacías, surge un momento de ruptura en el flujo ordinario del tiempo: el tiempo sagrado. Esta festividad, centrada en la conmemoración del nacimiento de Jesús, invita a los creyentes y no creyentes a reflexionar sobre el significado del tiempo y la eternidad, porque la navidad no sólo nos ofrece una oportunidad para la celebración material, sino también para una reflexión profunda sobre cómo el ser humano percibe y experimenta la temporalidad.

Cuando hablamos de “tiempo profano” nos referimos al tiempo ordinario, el que transcurre sin ceremonias ni interrupciones, marcado por el calendario y las tareas diarias. En nuestra vida cotidiana, el tiempo parece seguir un ritmo imparable, en el que cada momento se mide en función de la productividad, el trabajo, las demandas de nuestros vínculos y demás actividades mundanas. Pues bien, las festividades, como la navidad, interrumpen temporalmente este flujo, creando una pausa que puede ser tanto un alivio como una carga, dependiendo del contexto.

Sin embargo, el tiempo profano no está completamente desligado del tiempo sagrado: la navidad, a pesar de su carácter profundamente religioso, es también un fenómeno cultural que ha sido absorbido por la lógica del consumo y las tradiciones seculares. Las luces, los regalos y la comida festiva son expresiones de la misma sociedad que vive el tiempo profano, pero esta celebración en particular tiene la capacidad de transitar entre lo material y lo espiritual. Conviene aquí hacer un paréntesis y preguntar ¿qué tiene que ver la natividad de Cristo en un pesebre con las cenas pomposas y apoteósicas dignas de emperadores romanos?

Por su parte, el tiempo sagrado es aquel que se percibe como distinto, marcado por un propósito trascendental. La navidad, al conmemorar el nacimiento de Jesús, nos invita a entrar en una experiencia temporal distinta: un tiempo de espera y esperanza, un tiempo de reflexión, reconciliación, renovación y paz interior. Se trata de una temporalidad que trasciende las preocupaciones cotidianas, un tiempo que remite a lo eterno. Tengamos en cuenta que en las liturgias religiosas y las ceremonias, el tiempo se dilata y el hombre siente una conexión especial con lo divino, porque este tiempo sagrado tiene una característica muy particular: no está sometido a la misma lógica del reloj o del calendario. A través del ritual y la meditación, podemos incluso sentir que el tiempo se detiene, es decir, que entra en un estado de suspensión que trasciende las limitaciones propias del tiempo físico. En este sentido, la navidad es un “espacio-tiempo”, donde lo finito se encuentra con lo eterno, lo humano con lo divino.

Podríamos afirmar, entonces, que la navidad se convierte, así, en un puente entre el tiempo sagrado y el profano: por un lado, es una festividad religiosa que marca la llegada de lo divino al mundo humano pero, por otro lado, en su manifestación cultural y social, se convierte en una celebración compartida por todos, independientemente de la fe religiosa de cada persona. Es en esta dualidad donde la navidad se toma un espacio de reflexión profunda sobre la naturaleza del tiempo.

El tiempo de la navidad no sólo es especial por su dimensión religiosa, sino también porque invita a todos a realizar una pausa, un “respiro” en medio del constante fluir del tiempo profano y sus presiones cotidianas. Es más, la natividad puede ser vista como un recordatorio de que la temporalidad humana no es absoluta, es decir, que hay momentos de la vida que convocan a la trascendencia, a mirar más allá del presente y conectar con algo más profundo.

Ahora bien, tendríamos que pensar cómo conviven esos “dos tiempos” en nuestra contemporaneidad, puesto que hoy en día el desafío radica en cómo vivimos la navidad. La sociedad postmoderna a menudo se ve atrapada en el consumo y la superficialidad de las festividades, lo que puede hacer que el tiempo sagrado se diluya completamente en el ruido del tiempo profano. Sin embargo, existe una invitación a que todos los individuos podamos rescatar la dimensión espiritual de la navidad, al experimentar ese “tiempo suspendido” que nos permite un encuentro genuino con el misterio de la vida, el amor y la esperanza.

«Lo sagrado, al ser atemporal, se encuentra fuera de las medidas del tiempo cronológico.»

Mircea Eliade, Óp. Cit.

En este contexto, la reflexión filosófica sobre el tiempo sagrado y profano nos permitiría cuestionar cómo concebimos nuestra relación con la temporalidad- ¿Es el tiempo simplemente un recurso que utilizamos para alcanzar nuestros objetivos, o hay en él un misterio que invita a la contemplación, el asombro y la trascendencia?

La diferencia entre el tiempo “sagrado” (kairos) y el tiempo “secular” (chronos) es una distinción fundamental en la reflexión filosófica y teológica, particularmente desde el pensamiento de San Agustín de Hipona en sus “Confesiones”, puesto que proporciona un marco ideal para profundizar en esta temática. En contraste con el tiempo profano, el “kairos” no es medido por el reloj, sino por la calidad del momento, por lo trascendente que ocurre en él. En la teología cristiana, este concepto se asocia con los momentos en los que lo divino irrumpe en el tiempo humano, ofreciendo una posibilidad de salvación o de transformación.

La navidad, como la conmemoración del nacimiento de Cristo, es un ejemplo del “kairos”, es decir, un tiempo que no sólo marca cronológicamente los tiempos, sino un evento que tiene un significado simbólico profundo y eterno. Aquí es, justamente, donde entra en juego la reflexión de San Agustín de Hipona, quien en sus “Confesiones”, abordó magistralmente el concepto del tiempo, haciendo una distinción fundamental entre el tiempo terrenal, limitado y cambiante, y la eternidad divina, inmutable. Según Agustín, el “chronos” es el tiempo de los seres humanos, el que percibimos a través de los sentidos y el que nos arrastra a la acción. Sin embargo, este tiempo no tiene existencia real en Dios, quien habita en la eternidad. Recordemos que para este santo y filósofo, el tiempo es una construcción humana, una medida que solo existe porque nosotros, los seres finitos, necesitamos marcarlo, medirlo, etcétera. En cambio, Dios, en su eternidad, no está sometido al flujo de nuestro tiempo, sino que lo ve en su totalidad, como una eternidad presente.

«¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pregunta, no lo sé.»

San Agustín, “Confesiones”, Libro XI

También, en la obra precitada, Agustín realiza una reflexión filosófica sobre el tiempo al sostener que el pasado ya no existe, el futuro aún no ha llegado y sólo tiene cierta “existencia” el presente, aunque es fugaz y casi imposible de captar. El hombre vive atrapado en la temporalidad, pero su corazón está orientado hacia una eternidad que no se ajusta a las reglas del tiempo cronológico. La navidad, como la irrupción del misterio divino en la historia, se convierte en una epifanía de esta tensión entre la temporalidad humana y la eternidad divina. Es más, de acuerdo con Agustín, el tiempo es una creación de Dios que sólo cobra sentido en relación con la eternidad, por lo que el “kairos” es el tiempo de la salvación, un tiempo suspendido, lleno de significado y trascendencia, que irrumpe en la vida humana en momentos especiales. En el caso puntual de la celebración de la natividad de Cristo, ese momento “kairos” es el nacimiento del enviado, el cual marca un antes y un después en la historia, un “tiempo sagrado” que se inserta en el flujo del “chronos”. Lo que festejamos el 25 de diciembre, entonces, no sólo es una celebración de un evento pasado, sino una oportunidad de entrar en un “kairos” personal, de experimentar un momento de conexión con lo eterno a través del ritual y la reflexión.

«El pasado ya no es, el futuro aún no es, y el presente es solo un punto de transición.»

San Agustín, “Confesiones”, Libro XI

Como mencionamos previamente al pasar, la navidad representa el puente entre el “chronos” y el “kairos”, en tanto que al igual que otras festividades religiosas, tiene la capacidad de convertir el tiempo ordinario en un tiempo sagrado. A pesar de estar inserta en un contexto de consumo innecesario y rutina desenfrenada y agobiante, la verdadera celebración de la navidad nos invita a un “kairos”, un tiempo especial, donde lo sagrado irrumpe en el flujo del tiempo profano. Es el momento en el que los cristianos recordamos el misterio de la Encarnación: Dios hecho hombre en un tiempo determinado de la historia, pero con una significación que trasciende ese momento específico, convirtiéndose así en una invitación a escapar del ritmo frenético de nuestro tiempo y adentrarse en un espacio donde lo sagrado nos recuerda la posibilidad de lo eterno, en nuestra vida finita.

En conclusión, queridos lectores, el desafío en nuestro tiempo ha quedado planteado: recuperar el “kairos” en la navidad en medio de la presión del “chronos”. El consumismo, las expectativas sociales y el ritmo acelerado de la vida postmoderna apuntan directamente a la disolución de la dimensión espiritual ancestral profunda de la navidad. Sin embargo, la invitación está siempre presente a todos, creyentes y no creyentes, a rescatar el tiempo sagrado como oportunidad de entrar en un espacio de pausa, reflexión y espera que nos conecta con lo eterno. En otras palabras, amigos míos, recuperar el “kairos” de la navidad es permitir que el tiempo, aunque limitado, nos ofrezca una experiencia espiritual profunda, una oportunidad de autoconocimiento y transformación.

La reflexión sobre la temporalidad en el contexto de la navidad nos lleva a pensar en la dualidad del “chronos” y el “kairos”, que representan dos modos de vivir: uno, marcado por la rutina y medición constante, el otro, por la trascendencia y el misterio; uno que se nos escurre entre los dedo, otro que parece ser atemporal y siempre presente. La presente reflexión ha intentado, con suma humildad, comprender cómo el tiempo, aunque es una construcción humana limitada, puede convertirse en un espacio para lo eterno: la navidad, como celebración de la Encarnación, nos convoca a vivir nuestra temporalidad de manera diferente, a experimentar un “kairos” personal y familiar que nos conecta con lo divino y nos brinda la preciosa oportunidad de, como decimos en Argentina, parar la pelota y pensar.

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El sentido de la navidad: nacimiento y renovación

Publicado

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“El nacimiento es la única ocasión de la que tenemos una garantía absoluta de que, por un instante, el ser humano ha sido un verdadero milagro”

Simone Weil, “La gravedad y la gracia”, 1947.

La presente es la primera entrega de la saga “El sentido de la navidad”, en la cual reflexionaremos sobre el simbolismo del nacimiento y la renovación, más allá de su dimensión festiva o religiosa, puesto que se trata de una celebración que invita a la reflexión de la existencia humana en general. En el corazón de la natividad, se encuentra un símbolo poderosísimo: el poder del nacimiento. Se trata de un sentido profundo, ya que la Navidad no solo conmemora un parto que da inicio a una figura histórica, sino que nos recuerda que, en cada ciclo de la vida, existe la posibilidad de un renacer.

Evidentemente, es un momento que, cargado de simbolismo, nos plantea la pregunta de si, como humanidad, estamos dispuestos a renovarnos, es decir, a reescribir nuestros propios destinos y a redescubrirnos en lo más esencial de nuestro ser. Este tiempo de celebración parece detener el curso incesante de la rutina cotidiana, invitándonos a detenernos, mirar hacia adentro y considerar el significado que le estamos dando a nuestra vida y reevaluar si es o no necesario un nuevo comienzo. Tengamos en cuenta que un bebé recién nacido es, en su fragilidad y potencialidad, un recordatorio de que cada nacimiento no solo trae consigo una nueva vida, sino también la promesa de renovación y cambio.

“El hombre ha nacido para vivir con humildad, como el niño en la cuna, sin dejar de buscar lo que lo eleva hacia el amor divino”, San Agustín “Confesiones”, 397.

La navidad, entonces, se convierte en un momento propicio para pensar sobre el ciclo de la existencia, sobre cómo cada día, cada año, nos brinda la oportunidad de empezar nuevamente, de reconfigurar nuestra existencia y, tal vez, de encontrar un significado más profundo en lo que hacemos y en cómo nos relacionamos con los demás. Es en este contexto que podemos explorar el simbolismo del nacimiento, no como un evento puntual, sino como un principio que atraviesa toda nuestra vida, desafiándonos a mirar más allá de las apariencias y a cuestionar las estructuras que nos condicionan y, en algunos casos, definen. En la fragilidad del nacimiento, la filosofía nos invitará a reconocer que, a pesar de las dificultades y las sombras que a menudo oscurecen nuestro camino, siempre hay espacio para la luz, la esperanza y la transformación.

“El valor de la vida no está en lo que se ha logrado, sino en lo que se es capaz de empezar”, S. Kierkegaard (Diario, 1849)

El nacimiento, en su pureza, nos invita a pensar en este “nuevo comienzo”, que se refiere al inicio de la aventura de vivir y a la posibilidad que se extiende hacia el futuro. En nuestra tradición teológica cristiana, el nacimiento de Jesús simboliza la llegada de la gracia divina, un punto de partida que transforma el curso de la humanidad. Este nacimiento concreto es un acto de redención, un mensaje de esperanza para una humanidad sufriente, sugiriendo que, independientemente de nuestros errores y limitaciones, siempre existe la posibilidad de renacer mediante la reconciliación con lo divino. El niño recién nacido es la encarnación de una promesa: que la renovación es posible, incluso en los momentos más trágicos y barbáricos: desde esta perspectiva teológica, el nacimiento es la manifestación de un “comienzo divino”, una gracia que se ofrece sin condiciones, un perdón que nos permite reconfigurarnos. En este sentido, la navidad no solo conmemora un acontecimiento histórico, sino que se convierte en una ocasión anual para la reflexión sobre la posibilidad de empezar de nuevo, de acercarnos a lo trascendental, de asumir el reto de renovarnos en lo espiritual y en lo moral.

Por otro lado, el nacimiento, como concepto filosófico, adquiere también una dimensión profundamente existencialista, particularmente si lo analizamos desde la obra de Martin Heidegger. Para él, el “ser-ahí” (“Dasein”), es la condición humana básica, una existencia abierta al futuro, un “ser-en-el-mundo” que, en cada momento, se enfrenta a la posibilidad de reinventarse. En su obra emblemática “Ser y Tiempo”, Heidegger nos invita a reconocer que la existencia es fundamentalmente finita y que el futuro es aquello que define nuestro ser, porque no es simplemente una extensión lineal del pasado, sino un campo abierto de posibilidades donde el individuo puede proyectarse y, en cada instante, elegir su camino.

“El ser humano no es, sino que está en el mundo, es decir, proyectado hacia el futuro.” Martin Heidegger- “Ser y tiempo”, 1927.

El nacimiento, visto desde esta óptica, puede interpretarse como la apertura al futuro incierto, cargado de posibilidades que, lejos de ser predecibles, nos desafían a crear, a decidir, a tomar parte activa en la configuración de nuestro ser. El “ser-ahí” heideggeriano no es un ser estático ni determinado por lo que ya ha ocurrido, sino un ser que siempre está en el proceso de hacerse, de proyectarse hacia lo que aún no ha sucedido. Así, cada “nacimiento” puede verse como una nueva apertura al futuro, una nueva oportunidad para redirigir a nuestra existencia hacia un horizonte inexplorado. En este sentido, la navidad se presenta como un recordatorio de la existencia: en cada ciclo de la vida, cada año, cada día, hay un potencial renovador, porque nada está dicho de ahora y para siempre. Si bien el nacimiento de un niño es un recordatorio evidente de la fragilidad y la maravilla de la vida, también es una convocatoria para que cada uno de nosotros reflexionemos sobre cómo podemos “nacer” nuevamente en nuestro propio ser, independientemente de las cargas que llevemos o de los errores que cometamos. Al igual que el bebé que llega al mundo sin pasado, sin definiciones previas, estamos llamados a una continua apertura hacia lo que podemos ser, a tomar riendas de nuestra propia existencia y a proyectarnos hacia un futuro lleno de posibilidades.

Procedamos ahora a interpretar un aspecto que es fundamental en el simbolismo que venimos analizando: la fragilidad y la humildad del comienzo, mirando el nacimiento de Jesús en un pesebre como una metáfora majestuosa del poder transformador. Es que el nacimiento, en su expresión más pura, nos confronta con una realidad fundamental: la fragilidad. Un recién nacido, sin fuerzas, sin historia y sin poder, depende completamente de su madre para sobrevivir. Esta vulnerabilidad intrínseca no es solo un recordatorio de lo efímera que es nuestra existencia, sino una invitación a reflexionar sobre el valor de lo pequeño y lo aparentemente insignificante en un mundo que exalta exactamente todo lo contrario: lo grandioso, lo imponente, lo exitoso.

“El que tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo.”– F. Nietzsche, “El crepúsculo de los ídolos”, 1888.

El nacimiento de Jesús en un establo es, en este sentido, una de las imágenes más poderosas de nuestra tradición cristiana: en lugar de llegar al mundo en el esplendor de un palacio real, Jesús nace en la humildad del pesebre, rodeado de animales y con pocos testigos. Esta imagen de un niño recién nacido, acompañado de lo simple y lo marginal, se convierte justamente en un acto subversivo. La llegada de Dios a la humanidad no se da en la grandeza de un imperio exuberante, sino en lo humilde, en lo vulnerable y pequeño. Ese resguardo en el campo, se convierte en el lugar donde lo divino se manifiesta de la manera más inesperada, desafiando la idea de que lo grande y lo poderoso son los únicos lugares donde puede encontrarse un sentido verdaderamente profundo. Esta lección sobre humildad del nacimiento resuena también en la filosofía de Hannah Arendt, quien introduce el concepto de “natalidad” en su obra titulada “La condición humana”.

Para Arendt, la natalidad no sólo se refiere al acto físico de nacer, sino a la capacidad que tenemos los seres humanos de comenzar algo nuevo. El nacimiento, en este sentido, es un principio de la acción, un comienzo radical que está marcado por la capacidad de transformar el mundo. Tengamos en cuenta que para nuestra filósofa, el nacimiento está ligado a la libertad humana, a la capacidad de inaugurar lo impredecible, lo inesperado. El ser humano, al nacer, se encuentra ante un futuro totalmente abierto, libre para actuar y modificar su entorno, pero siempre desde una posición de vulnerabilidad: es el acto de nacer lo que posibilita la apertura al mundo y a nuevas formas de acción, un constante empezar de nuevo.

“La natalidad es el poder de comenzar algo nuevo, el poder de introducir lo inesperado, de transformar la condición humana.” H. Arendt, “La condición humana”, 1958.

Lo que Hannah Arendt nos está enseñando en este sentido, es que cada nacimiento no solo es el comienzo de una vida puntual, sino el comienzo de una historia, de una intervención en el mundo. La fragilidad de ese inicio es, paradójicamente, su mayor fuerza porque en un contexto donde predominan los valores de poder, éxito y conquista, la natalidad humana- es decir, la capacidad de comenzar una y otra vez- es una fuente de transformación constante. Éste es el poder que se oculta en lo pequeño y humilde, en la precariedad de un niño en un pesebre, que tiene el potencial de cambiar la historia y modificar las estructuras de todas las dinámicas del mundo hasta ese entonces conocido.

En un mundo banal que celebra siempre lo grandilocuente y lo evidente, donde lo excepcional se convierte en la medida del éxito, la navidad nos recuerda que lo más importante a menudo se encuentra en lo más pequeño, en lo más sencillo, en aquello que pasa desapercibido. Así, como el nacimiento de Jesús en su pesebre no requiere de grandes demostraciones de poder, cada acto de “natalidad”- cada nuevo comienzo- está cargado de un potencial transformador, por más humilde que sea su origen. En este contexto puntual, la fragilidad del nacimiento es, en última instancia, lo que le confiere justamente su poder: la capacidad de reinventar, de dar paso a lo nuevo, de ofrecer un horizonte infinito de posibilidades. La navidad, por lo tanto, no sólo celebra el nacimiento de un niño, sino también el renacer de la humanidad en cada uno de nosotros, invitándonos a reconocer que en los momentos más sencillos y vulnerables de la vida se encuentra la semilla fundamental de la transformación.

Por último, nos queda pensar en el aspecto puntual de la “renovación”, conectada fuertemente con el simbolismo del nacimiento como punto de partida para un proceso de cambio interior. Bien sabemos que la navidad, más allá de ser una celebración colectiva, se ofrece como un espacio para la renovación personal mediante una invitación a la introspección espiritual. Si entendemos el nacimiento como un símbolo de nuevas posibilidades, cada navidad nos invita a volver a nacer, a empezar de nuevo, a encontrar en nosotros mismos la capacidad de transformar nuestra vida. El acto de celebrar el nacimiento de Jesús no sólo es un recordatorio de un evento histórico, sino una ocasión para revisar nuestra propia existencia y preguntarnos qué aspectos de nuestra vida necesitan ser renovados, qué creencias o actitudes pueden ser transformadas.

En una sociedad que parece cada vez más enfocada en el progreso material y en una falsa idea banal del éxito, la navidad nos ofrece la oportunidad de desconectarnos de las presiones del mundo y regresar a lo esencial. La fragilidad y humildad del nacimiento, como hemos visto, nos muestran que lo más importante en la vida no reside en las grandes conquistas, sino en los pequeños actos de amor, compasión y dedicación hacia los demás y hacia nosotros mismos. Este tipo de renovación es el que podemos buscar cada año: no sólo un cambio superficial de imagen o de camisa floreada para la cena de nochebuena, sino una transformación interna, una nueva configuración de nuestros valores y nuestras prioridades.

“No hay que hacer grandes cosas para amar a Dios; basta con ser pequeños y humildes, como un niño”– Teresa de Lisieux

Este proceso de renovación puede entenderse, con los lentes de la filosofía, como un acto existencial, al estilo de lo que propone el filósofo Jean-Paul Sartre en su concepción de la libertad. En esta perspectiva, somos responsables de nuestra propia existencia y, por ende, de nuestra capacidad de cambiar: cada navidad nos recuerda que, al igual que el nacimiento, siempre hay una oportunidad para empezar de nuevo, para reescribir nuestra historia, para vivir más auténticamente. No importa, realmente, cuántos fracasos o limitaciones nos acompañen: la navidad nos invita a liberarnos de los lastres del pasado y a proyectarnos hacia un futuro con la misma esperanza y apertura con la que un niño llega al mundo.

Al igual que Heidegger, Sartre remarca que el “ser-ahí” está siempre abierto a la posibilidad del futuro, coincidente con nuestra visión de una natividad que nos enseña que, aunque el pasado nos haya marcado, siempre podemos optar por una nueva forma de ser, sin dejar de ser nosotros mismos. Y si el nacimiento de Jesús simboliza la gracia y el perdón divinos, también nos muestra que la verdadera renovación es un acto de compasión, tanto hacia con los demás como hacia uno mismo, porque renovarse no significa rechazar el pasado, sino reinterpretarlo, darle nuevo significado y, a partir de ahí, dar paso a un futuro distinto, lleno de nuevas posibilidades.

En definitiva, queridos lectores, el nacimiento, con su promesa eterna de lo nuevo, nos desafía a no quedarnos atrapados en las estructuras pasadas, sino a abrazar la posibilidad de un futuro lleno de potencial, al mismo tiempo que nos invita a mirar dentro de nosotros mismos y a reconocer que, al igual que el niño en el pesebre, siempre estamos en capacidad de redimirnos, levantarnos, sacudirnos el polvo, y comenzar otra vez. En vista de lo analizado previamente, podemos concluir que la verdadera transformación no viene de los logros externos o de la apariencia virtual que queremos mostrar a los demás, sino de la capacidad de reconocer lo que es esencial en lo cotidiano, de renovar nuestros valores y nuestra forma de relacionarnos con el mundo que nos cobijó y al que eventualmente dejaremos a los niños que acaban de nacer. En esta instancia de reflexión, podemos preguntarnos: ¿qué necesitamos dejar atrás para poder avanzar? ¿Cómo podemos renacer en nuestra forma de ser y vivir? Pues bien, cada navidad es una excusa perfecta para abrazar nuestra fragilidad y recordar que, en cualquier momento, nuestro futuro está repleto de nuevas posibilidades y esperanzas: no es casual ni accidental que sigamos diciendo “dar a luz”.

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¿Y si dejamos de premiar a los mediocres?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«La mediocridad, al instalarse como norma, convierte a las sociedades en sumas de hombres clónicos, incapaces de reaccionar ante los desafíos», José Ortega y Gasset “La rebelión de las masas”, 1929.

La mezquindad y la mediocridad no son simples defectos morales individuales, sino que son fuerzas corrosivas que pueden fragmentar severamente el tejido social, minar el potencial colectivo y fomentar la alienación de las personas. Estas actitudes, al arraigarse en las relaciones humanas, bloquean todo tipo de cooperación puesto que desconfían del mérito de quienes puedan llegar a tener algún talento real que no sea chupar medias mientras que perpetúan sistemas de exclusión y envidia que atentan contra la convivencia armónica y el desarrollo comunitario.

Entendemos la mezquindad como la incapacidad de compartir bienes materiales, intelectuales o espirituales con generosidad, muy propio de la gente que es profundamente antisocial. Aristóteles ya nos advertía que la virtud de la magnanimidad es esencial para el bienestar colectivo. Desde su perspectiva, el mezquino no solo daña a otros, sino que se niega a sí mismo la posibilidad de trascender en comunidad: en su expresión más extrema, se convierte en una forma de egoísmo que erosiona la confianza y dificulta la solidaridad.

Para ilustrar el modo de vida mediocre y mezquino, podemos recurrir a la mitología, particularmente al mito que dio nombre al síndrome de Procusto, una metáfora tomada de los griegos antiguos que describe una actitud común en sociedades donde la miseria humana predomina por sobre el bien común. Procusto, reiteramos, un personaje mitológico, era un posadero que ajustaba a la fuerza a sus huéspedes al tamaño de su cama: si eran demasiado altos, les amputaba las extremidades; si eran demasiado bajos, los estiraba. En términos sociales, este síndrome alude a la tendencia de algunas personas a rechazar o limitar a aquellos que destacan o son diferentes, por temor a que su talento, virtudes o capacidades superiores los eclipsen.

El precitado fenómeno se observa con frecuencia en contextos laborales, educativos y comunitarios, donde el talento o la excelencia son percibidos no como recursos para el beneficio común, sino como amenazas al statu quo. Al respecto, el filósofo y sociólogo Max Scheler indicó que “la envidia social es la forma más tóxica de la mediocridad, pues busca nivelar a todos hacia abajo, impidiendo que los mejores se desarrollen” (“El resentimiento en la moral”, 1912). En este sentido, el síndrome de Procusto no sólo perjudica a los individuos talentosos, sino que también estanca el progreso colectivo al suprimir la diversidad y la innovación.

Pues bien amigos, en nuestra era de redes sociales, el síndrome de Procusto se manifiesta en linchamientos digitales o en críticas desmesuradas hacia quienes sobresalen en cualquier aspecto de la vida. El anonimato cobarde y la dinámica de la virtualidad no hacen otra cosa que amplificar el miedo al talento ajeno, transformando las diferencias en un objeto de burla o ataque violento. Sobre este asunto en particular, Slavoj Žižek indicaba que “el éxito de una sociedad marcada por la envidia y el resentimiento no sólo es difícil de alcanzar, sino que se convierte en una carga, ya que provoca el rechazo sistemático de aquellos que se sienten amenazados por el cambio” (“Living in the End Times”, 2010).

En contraposición a la mezquindad, la magnanimidad aristotélica se presenta como antídoto: la reflexión de Aristóteles sobre esta actitud en su “Ética a Nicómaco” sitúa esta virtud como una cualidad central para el florecimiento personal y social. Es que el magnánimo aspira siempre a cosas grandes, pero lo hace desde el conocimiento propio de su valor, evitando tanto la mezquindad como la vanagloria. Este equilibrio es esencial para Aristóteles, pues considera que sólo quien comprende su dignidad, puede aspirar a lo elevado sin caer en los excesos ni en las pretensiones vacías.

Aristóteles describe al magnánimo como alguien digno de honores, pero no como un buscador de reconocimiento a cualquier costo. La magnanimidad es, en este sentido, opuesta a la mezquindad, que se manifiesta en el rechazo a reconocer el valor propio o ajeno, y al mismo tiempo, contraria a la mediocridad, que evita aspirar a lo grandioso por temor al esfuerzo o al fracaso. Así, el magnánimo se presenta como una figura ideal de la ética aristotélica, capaz de armonizar la virtud personal con el impacto positivo en la comunidad.

En una sociedad marcada por la mezquindad, la magnanimidad actúa como contrapeso necesario. Aristóteles sugiere que el magnánimo, al conocer su valor, no necesita despreciar a otros ni competir desde la envidia. Por el contrario, su aspiración a lo elevado inspira y eleva a quienes lo rodean y acompañan. Esto, que parece ancestral y pasado de moda, tiene profundas implicaciones sociales: un tejido social sano requiere de individuos que no teman reconocer las capacidades ajenas, sino que sepan valorarlas y cooperar para alcanzar metas comunes.

«El magnánimo parece ser alguien digno de honores, porque aspira a las cosas grandes con base en su mérito, pero no las busca con mezquindad, pues conoce su propio valor» (Aristóteles, “Ética a Nicómaco”, IV, 3).

La carencia de magnanimidad en una comunidad, entonces, da lugar a dinámicas destructivas, como el resentimiento y el rechazo a la excelencia. Nietzsche, por ejemplo, al analizar esta misma idea desde una perspectiva crítica, sostenía que “lo que no aprendimos de los griegos fue la capacidad de admirar sin destruir; hoy la grandeza suele verse como una amenaza que debe ser nivelada” (Más allá del bien y del mal”, 1886). Evidentemente, Nietzsche ya notaba la tremenda dificultad que tiene la sociedad de reconocer la grandeza de otros sin que ello genere rechazo o envidia, una dificultad que la magnanimidad sí busca resolver.

“La masa odia al individuo que la ilumina, porque éste le muestra la mediocridad de la que ella se alimenta” (F. Nietzsche “Así habló Zaratustra”, 1883).

Por su parte, la reflexión de Hannah Arendt sobre la desintegración del mundo común está profundamente ligada a su análisis del egoísmo y la mezquindad como actitudes que minan el tejido social y la convivencia política. En “La condición humana” (1958), Arendt observa que la esfera política no es únicamente el espacio de la acción colectiva, sino también el lugar donde los individuos se encuentran como iguales y diferentes al mismo tiempo, compartiendo un mundo que los trasciende. Cuando señala que la desintegración del mundo común está precedida por una actitud mezquina que convierte al prójimo en un enemigo, Arendt está describiendo cómo el egoísmo exacerbado rompe el equilibrio entre el interés personal y el interés colectivo. En su análisis, la mezquindad no se limita al ámbito material, sino que incluye una incapacidad para reconocer al otro como un igual digno de derechos, perspectivas y contribuciones.

Recordemos que, para Arendt, la política se fundamenta en la pluralidad, es decir, la capacidad de los individuos para actuar juntos y deliberar sobre asuntos que afectan al bien común. El egoísmo llevado a su extremo, asociado siempre a la mezquindad, despoja a los ciudadanos de esta capacidad de privilegiar los intereses individuales por encima de los colectivos.

En un contexto como el nuestro, donde predomina esta actitud, el prójimo ya no es percibido como un compañero en la construcción del mundo común, sino como una amenaza o un competidor. Este proceso conduce a lo que Arendt describe como la “atomización” de la sociedad: un estado en el que los individuos pierden el sentido de comunidad y solidaridad, volviéndose aislados y desconfiados. La consecuencia de esta forma miserable de vida es la desintegración del espacio público, el ámbito donde las diferencias pueden ser negociadas y las acciones colectivas llevadas a cabo. Sin este espacio compartido, las sociedades se fragmentan en intereses caprichosos, incapaces de articular una visión de futuro común.

En el enfoque arendtiano, la mezquindad no sólo bloquea la capacidad de acción colectiva, sino que también destruye el carácter de acción misma, en tanto que la acción política es intrínsecamente generativa, es decir, tiene el potencial de crear algo nuevo y de transformar las estructuras existentes. Sin embargo, una actitud mezquina, al convertir al prójimo en enemigo, paraliza esta capacidad creadora y perpetúa la mediocridad, la inercia y el estancamiento. En este sentido, Arendt también conecta esta actitud con la crisis de responsabilidad en las sociedades modernas: cuando los individuos dejan de percibirse como corresponsables del mundo común, el espacio público se vacía, y las decisiones quedan en manos de sistemas burocráticos o autoritarios que no reflejan la voluntad colectiva. Este vacío, queridos amigos, es una puerta abierta a la naturalización de la tiranía.

“La desintegración del mundo común está precedida por una actitud mezquina que convierte al prójimo en un enemigo” (H. Arendt “La condición humana”, 1958).

Por último, es necesario que analicemos cómo la mediocridad social instituida estructuralmente ha establecido el precitado sistema moral improductivo del “nivelemos para abajo”. En sociedades donde la mediocridad es premiada y predomina como norma, el talento, la excelencia, la habilidad y la inteligencia son percibidas como severas amenazas en lugar de oportunidades. Este fenómeno no sólo refleja una incapacidad para gestionar la diversidad, sino también un miedo subyacente al cambio y a lo desconocido. El resultado evidente, es una cultura que castiga la innovación, la crítica racional y la distinción, prefiriendo la uniformidad por sobre la capacidad.

Recordemos brevemente al filósofo danés Søren Kierkegaard, quien al referirse al concepto de la “nivelación” en su obra “La enfermedad mortal” (1849) sostenía que “la nivelación es una victoria del hombre común, que busca destruir todo lo que sobresale, no por envidia manifiesta, sino por una indiferencia que niega el valor de lo extraordinario”. Este proceso de decadencia moral y cultural no sólo empobrece la creatividad y la capacidad de transformación de las comunidades, sino que también ha logrado perpetuar un estado de conformismo, donde la mediocridad se establece como un estándar incuestionable: si no me creen, fíjense ustedes mismos el nivel de nuestros gobernantes.

La dinámica instituida de la “nivelación hacia abajo” implica, evidentemente, un castigo implícito al talento y a la innovación, en tanto que aquellos que sobresalen son muchas veces objeto de exclusión, burla, crítica o sabotaje, lo que no sólo afecta su desarrollo individual, sino que priva a su comunidad de las posibles contribuciones que estas personas podrían ofrecer. Al respecto, recordemos lo que mencionamos líneas atrás sobre Žižek, quien anuncia que “en las sociedades donde la mediocridad predomina, el talento es desactivado no a través de la exclusión abierta y frontal, sino por la marginación sutil que trivializa cualquier intento de transformación” (“Living in the End Times”, 2010).

El miedo al talento es, claramente, un reflejo del temor de los mediocres a enfrentar sus propias carencias. En una cultura donde la banalidad es la reina y rectora de la cultura y la política, la diferencia se interpreta como una amenaza porque evidencia las limitaciones de aquellos que se conforman con lo indiscutido, es decir, con lo establecido. Este miedo, en lugar de motivar a la mejor, no hace otra cosa que reforzar una estructura social que desincentiva hasta el hastío la superación personal y colectiva, consiguiendo que miles de personas a diario sostengan la tan lamentable frase: “para qué me voy a esforzar, si es lo mismo, nadie lo nota, nadie lo valora”. Grave error.

Nuestro desafío es, evidentemente, superar esa realidad de la nivelación mediocre, mediante la construcción de una cultura del reconocimiento que aniquile el individualismo violento, señale sin pudor la inutilidad y la mala leche y proponga un nuevo esquema de valores donde se valore y potencie el esfuerzo y el talento. Esto requiere una reconfiguración de las dinámicas sociales, donde la diferencia no se perciba como amenaza, sino como una oportunidad para el aprendizaje y el crecimiento colectivo, puesto que el verdadero progreso social sólo es posible cuando tenemos la capacidad de reconocer el talento de cada individuo como un recurso compartido que apunta a enriquecernos a todos, si lo aprovechamos adecuadamente.

Cierro con esto: la solidaridad y el reconocimiento mutuo no son, solamente, principios éticos y morales valiosos, sino también estrategias prácticas (educativas, políticas y económicas) que fortalecen el desarrollo comunitario sostenido. La patética nivelación para abajo es un síntoma de una sociedad que le tiene miedo a la grandeza y a la excelencia, porque no sabe cómo integrarlas en su visión de futuro, básicamente, porque no quieren tener futuro. Superar esta triste dinámica social naturalizada exige una transformación cultural que fomente el respeto por la inteligencia, la capacidad práctica, la creatividad y el talento al servicio de la cooperación colectiva.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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¿Se volverá a poner de moda decir la verdad?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La verdad es lo que es, y sigue siendo verdad aunque se piense al revés”: Antonio Machado (1875-1939)

Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un asunto que ya pasó de moda hace rato, a saber, la verdad. No siempre existió este modelo actual de relativizar absolutamente todo al punto de que cualquier afirmación es digna de ser considerada verdadera o certera porque, en el afán de un falso pluralismo intelectual, se quiere aceptar cualquier postulado, venga de quien venga. A esta etapa nefasta, muchos filósofos contemporáneos lo llaman “la post-verdad”, es decir, la era posterior a la era en la cual se podía decir “esto es verdad”, sin que nadie se ofenda.

Nuestra filosofía occidental ha colocado históricamente a la verdad como uno de sus conceptos fundamentales, inseparable de la búsqueda del conocimiento, la justicia y el sentido de la existencia humana. Desde los diálogos de Platón, en los cuales la verdad era la esencia que iluminaba la realidad más allá de las sombras de las apariencias, hasta las reflexiones de Aristóteles, sobre la verdad como correspondencia entre el pensamiento y lo real, este concepto ha sido tratado como un horizonte universal que pretendía otorgar coherencia al pensamiento humano.

Sin embargo, en la era contemporánea, especialmente bajo el influjo de la postmodernidad y el auge de su “post-verdad”, el significado de la verdad ha sufrido un desprestigio sin precedentes, al punto de llegar a absurdos totalmente irracionales. Ya no se presenta como un ideal absoluto para conocer, sino como algo moldeado por contextos, perspectivas y discursos. En un mundo que celebra la subjetividad y desconfía de los grandes relatos universales, las afirmaciones de verdad han pasado a depender más de la resonancia emocional y del impacto mediático que de un vínculo con la realidad objetiva.

El concepto mismo de “post-verdad”, popularizado en su máximo auge en nuestro siglo XXI, describe una realidad cultural en la que los hechos objetivos son relegados en favor de apelaciones a la sensación de cada persona o a creencias subjetivas e individuales. Esta postura se encuentra en tensión con el pensamiento clásico, que buscaba fundamentos sólidos para el conocimiento, y plantea desafíos éticos y filosóficos realmente profundos: ¿Es posible hablar, en este mundo de desquiciados, de una verdad común? ¿Estamos condenados a soportar esta supuesta multiplicidad de perspectivas irreconciliables en pos de una tolerancia que, en el fondo, no existe? ¿Cómo fue que pasamos de “pienso luego existo” de Descartes, a “estudiar demasiado estupidiza ya que nos coloca en una distancia polémica con el sentido común” de Darío Z?

En este contexto, resulta necesario que recuperemos la reflexión filosófica sobre la verdad que trascienda las posturas extremas: por un lado, el relativismo o equivocismo absoluto, que equipara cualquier afirmación subjetiva con una verdad válida; por otro, el univocismo dogmático que impone una única interpretación como legítima. Entre ambos polos, surge una postura intermedia y prudente: la hermenéutica analógica, que propone un diálogo entre perspectivas, sin renunciar a la búsqueda de consensos significativos.

En definitiva, amigos lectores, la idea es que exploremos juntos cómo se entiende “la verdad” en la filosofía clásica, cómo se desplazó su centralidad con el auge de la cultura de la justificación de la mentira y cómo la propuesta de la hermenéutica analógica ofrece una vía para reconciliar la multiplicidad con la necesidad de sentido y racionalidad compartida.

Es preciso, entonces, que comencemos analizando la era previa a la postmodernidad: cuando la verdad tenía sentido. Antes del advenimiento de la presente decadencia cultural, la verdad se concebía como un eje fundamental del pensamiento, la cultura y la vida política. Esta visión persiste a lo largo de la modernidad, cuando la razón y la ciencia, lejos de cuestionar la existencia de la verdad, la consolidaron como una aspiración universal.

Aunque los enfoques sobre la verdad han variado, desde los ideales ilustrados hasta las narrativas de la filosofía moderna, su sentido nunca se puso en duda. Recordemos que el período llamado Ilustración, del siglo XVIII, representó uno de los momentos de mayor exaltación de la verdad, puesto que se afirmaba que el uso correcto de nuestra razón podría liberar a la humanidad de la ignorancia y la superstición. La verdad no sólo era accesible, sino que constituía la clave del progreso humano. Evidentemente, algo falló, puesto que la idea de progreso se consolidó en dos Guerras Mundiales, un holocausto, dos bombas atómicas, miles de atrocidades de ese calibre y, como si eso no fuese suficiente, gente que todavía cree que la tierra es plaza y confía en cartas astrales y constelaciones familiares.

Kant, en su célebre ensayo titulado “¿Qué es la Ilustración?” expresa que esta etapa es la salida del hombre de su minoría de edad, de su inmadurez intelectual, por lo cual nos invitaba a los gritos diciendo: “¡Ten valor de servirte de tu propia razón!” (1784). Esta verdad ilustrada no era simplemente una construcción teórica, sino que debía traducirse en la reforma de las instituciones políticas, educativas y sociales. Esta idea se materializó en movimientos políticos históricos como la Revolución Francesa, la revolución industrial y el desarrollo de las ciencias naturales, que buscaban fundamentarse en principios racionales y verificables.

Durante la modernidad, las grandes narrativas filosóficas y científicas reforzaron el papel central de la verdad como base de la cohesión social y la legitimidad política. En este período, ideologías como el liberalismo, el marxismo y el positivismo ofrecieron relatos unificados del mundo, basados en principios que pretendían ser universales y verdaderos. Por ejemplo, Hegel, concibió la historia como un proceso racional en el que la verdad absoluta se despliega gradualmente a través del tiempo, indicando que “todo lo real es racional, y todo lo racional es real” (“Fenomenología del Espíritu”, 1807).

Este “optimismo” respecto a la verdad alimentó la confianza en que el conocimiento humano podría resolver los problemas fundamentales de nuestra existencia, desde el ámbito técnico hasta el ético, moral y político. Tengamos en cuenta que la revolución científica y el positivismo fortalecieron aún más la idea de verdad objetiva, en comunión con el método científico el que, con su insistencia en la observación empírica y repetibilidad, se convirtió en el paradigma de la búsqueda de la verdad. Esta concepción de la verdad como algo verificable y objetivo tuvo un impacto muy profundo, no sólo en las ciencias naturales, sino también en las ciencias sociales y en la filosofía misma, que en ese entonces, intentaba imitar este rigor.

Pero también, más allá del ámbito científico, la verdad tuvo un papel crucial en la configuración de los valores éticos y políticos. Las nociones de justicia, derechos humanos y libertad se basaban en la creencia de que ciertas verdades eran universales e inalienables. No es casual, por ejemplo, que en la Declaración de Independencia de EEUU se afirme: “Sostenemos estas verdades como evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales…” (1776), aunque se haya demorado hasta la década de 1960 para permitir a los afroamericanos asistir a escuelas y universidades que hasta ese entonces, eran para blancos. Linda declaración, tarde la aplicación. Más allá de las incoherencias, estas afirmaciones reflejaban la confianza en que la verdad podría proporcionar un fundamento firme para las instituciones humanas y los derechos universales.

La era previa a la postmodernidad estuvo marcada por esa confianza generalizada en la verdad como principio rector del conocimiento y la acción. Aunque las perspectivas sobre qué constituía “la verdad” variaba, existía un acuerdo implícito en que era un ideal necesario para lograr la coherencia del sentido de nuestro mundo. Esta convicción sería profundamente cuestionada posteriormente, a veces con razón, aunque se pasó de creer en verdades universales indiscutibles a considerar que cualquier pavada es verdad. ¿Qué pasó, entonces?

El paso de la confianza moderna en la verdad a la incertidumbre total de la era postmoderna no fue un cambio súbito, sino el resultado de complejos procesos históricos, filosóficos y culturales que minaron las bases de los ideales ilustrados. Este giro, que comienza a esbozarse en el siglo XIX y se consolida en el XX, señala un cambio de paradigma: la verdad deja de ser vista como un principio universal y objetivo para considerarse relativa, fragmentaria y dependiente del sujeto y el contexto.

El modelo moderno, basado en la razón, la ciencia y el progreso, comenzó a resquebrajarse por varias razones. En primer lugar, se dio una crítica filosófica en la que filósofos como Nietzsche cuestionaron los cimientos de esa era, denunciando que la “verdad” no era más que una construcción cultural destinada a ejercer poder. Concretamente en su texto “La Gaya Ciencia”, Nietzsche proclama la famosa sentencia: «¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! Y nosotros lo hemos matado» (Nietzsche, 1882, aforismo 125). Esta declaración no solo rechaza la verdad divina, sino también la idea de verdades absolutas, puesto que para él la modernidad se construyó sobre valores que, al perder su fundamento trascendental, quedaron vacíos. Este nihilismo puso en duda no solo a la religión, sino a todas las grandes narrativas que pretendían poseer “la verdad”.

En segundo lugar, los avances científicos que sostenían la verdad moderna comenzaron a desestabilizarla. La física cuántica y la teoría de la relatividad desafiaron las concepciones clásicas del espacio, el tiempo y la causalidad, sugiriendo que el conocimiento humano era limitado y dependiente de marcos observacionales, o como decía Werner Heisenberg, “lo que observamos no es la naturaleza en sí misma, sino la naturaleza expuesta a nuestro método de cuestionamiento” (“El principio de incertidumbre”, 1927). La ciencia, que parecía ofrecer todas las certezas, reveló sus propios límites, abriendo paso a un escepticismo del cual el postmodernismo se aprovecharía y le sacaría todo el jugo posible.

En tercer lugar, como dijimos al pasar recién, las Guerras Mundiales y las crisis del siglo XX erosionaron la confianza en los ideales de progreso y racionalidad. Los dos ejemplos que mencionamos, Auschwitz e Hiroshima y Nagasaki se convirtieron en símbolos de cómo la ciencia y la razón pueden instrumentar el horror, deslegitimando la idea de que la verdad y el progreso garantizaban un mundo mejor.

La postmodernidad emerge explícitamente con la reacción al fracaso de los ideales modernos que enumeramos precedentemente. El primero en anotarse en esta fiesta fue Jean-François Lyotard, que definió esta etapa como una incredulidad hacia los grandes relatos (La condición postmoderna, 1979). Esta desconfianza a la racionalidad rechaza las narrativas totalizadoras, ya sean religiosas, científicas o políticas que pretenden explicar la realidad desde un único punto de vista. En su lugar, el postmoderno propone, en primer lugar, un relativismo cultural y subjetivo en el que la verdad deja de ser universal y pasa a ser local, contingente y subjetiva: lo verdadero ya no depende de su correspondencia con la realidad, sino de su aceptación dentro de un contexto cultural o lingüístico. Al respecto, Michel Foucault sostuvo que cada sociedad tiene su propio régimen de verdad, sus políticas generales de la verdad (“La arqueología del saber”, 1969), indicando con ello que la verdad no se descubre, sino que se produce, se fabrica, mediante relaciones de discurso y de poder.

En segundo lugar, se realizó una fragmentación total del sujeto y del conocimiento. Jacques Derrida, con su famosa, malinterpretada y convertida en moda vacía teoría de la deconstrucción, desmanteló la idea de que los textos o los discursos tienen significados estables o verdades únicas. Según él, no hay nada fuera del texto (“De la gramatología”, 1967), indicando con ello no una negación de la realidad, pero sí una sugerencia de que cualquier interpretación de la verdad está mediada por el lenguaje, que es inestable y múltiple.

En tercer y último lugar, la creación de una cultura del simulacro, que Jean Baudrillard explica al argumentar que, en la era contemporánea, las imágenes y los símbolos han reemplazado a la realidad, creando “simulacros” que ya no representan nada real. El autor sostuvo que “la simulación no es ya un territorio, un referente, una sustancia. Es la generación de modelos de los real sin origen ni realidad: un hiperreal” (“Simulacros y simulación”, 1981). Esta es la antesala de fenómenos como las fake news como producto cultural de la post-verdad, donde las narrativas no se evalúan por su correspondencia con la realidad, sino por su impacto emocional o político.

Evidentemente, amigos míos, el colapso de los fundamentos modernos de la verdad no fue provocado, solamente, por crisis filosóficas y científicas, sino también por cambios culturales y tecnológicos. En la era en la que vivimos, la verdad es reemplazada por narrativas supuestamente pluralistas y contingentes, dejando un vacío que la post-verdad ha llenado con relatos caprichosos y emocionales, manipulativos y desprovistos de rigor. La pregunta que debemos hacernos, llegados a este momento es ¿cómo recuperar una concepción prudente de la verdad sin caer en los excesos del dogmatismo o relativismo absoluto?

Lisandro Prieto Femenía
Docente – Escritor – Filósofo
San Juan – Argentina

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