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La temporalidad de la navidad: tiempo sagrado y profano

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Lisandro Prieto Femenía

«El tiempo mítico es el tiempo sagrado, el tiempo que permite volver a los orígenes y restablecer el orden primordial»

Mircea Eliade, “Lo sagrado y lo profano”

Continuando con la saga “El sentido de la navidad”, hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre la paradoja temporal única que introduce la navidad, como celebración religiosa y cultural. En un contexto de consumismo desenfrenado y rutinas repetitivas y vacías, surge un momento de ruptura en el flujo ordinario del tiempo: el tiempo sagrado. Esta festividad, centrada en la conmemoración del nacimiento de Jesús, invita a los creyentes y no creyentes a reflexionar sobre el significado del tiempo y la eternidad, porque la navidad no sólo nos ofrece una oportunidad para la celebración material, sino también para una reflexión profunda sobre cómo el ser humano percibe y experimenta la temporalidad.

Cuando hablamos de “tiempo profano” nos referimos al tiempo ordinario, el que transcurre sin ceremonias ni interrupciones, marcado por el calendario y las tareas diarias. En nuestra vida cotidiana, el tiempo parece seguir un ritmo imparable, en el que cada momento se mide en función de la productividad, el trabajo, las demandas de nuestros vínculos y demás actividades mundanas. Pues bien, las festividades, como la navidad, interrumpen temporalmente este flujo, creando una pausa que puede ser tanto un alivio como una carga, dependiendo del contexto.

Sin embargo, el tiempo profano no está completamente desligado del tiempo sagrado: la navidad, a pesar de su carácter profundamente religioso, es también un fenómeno cultural que ha sido absorbido por la lógica del consumo y las tradiciones seculares. Las luces, los regalos y la comida festiva son expresiones de la misma sociedad que vive el tiempo profano, pero esta celebración en particular tiene la capacidad de transitar entre lo material y lo espiritual. Conviene aquí hacer un paréntesis y preguntar ¿qué tiene que ver la natividad de Cristo en un pesebre con las cenas pomposas y apoteósicas dignas de emperadores romanos?

Por su parte, el tiempo sagrado es aquel que se percibe como distinto, marcado por un propósito trascendental. La navidad, al conmemorar el nacimiento de Jesús, nos invita a entrar en una experiencia temporal distinta: un tiempo de espera y esperanza, un tiempo de reflexión, reconciliación, renovación y paz interior. Se trata de una temporalidad que trasciende las preocupaciones cotidianas, un tiempo que remite a lo eterno. Tengamos en cuenta que en las liturgias religiosas y las ceremonias, el tiempo se dilata y el hombre siente una conexión especial con lo divino, porque este tiempo sagrado tiene una característica muy particular: no está sometido a la misma lógica del reloj o del calendario. A través del ritual y la meditación, podemos incluso sentir que el tiempo se detiene, es decir, que entra en un estado de suspensión que trasciende las limitaciones propias del tiempo físico. En este sentido, la navidad es un “espacio-tiempo”, donde lo finito se encuentra con lo eterno, lo humano con lo divino.

Podríamos afirmar, entonces, que la navidad se convierte, así, en un puente entre el tiempo sagrado y el profano: por un lado, es una festividad religiosa que marca la llegada de lo divino al mundo humano pero, por otro lado, en su manifestación cultural y social, se convierte en una celebración compartida por todos, independientemente de la fe religiosa de cada persona. Es en esta dualidad donde la navidad se toma un espacio de reflexión profunda sobre la naturaleza del tiempo.

El tiempo de la navidad no sólo es especial por su dimensión religiosa, sino también porque invita a todos a realizar una pausa, un “respiro” en medio del constante fluir del tiempo profano y sus presiones cotidianas. Es más, la natividad puede ser vista como un recordatorio de que la temporalidad humana no es absoluta, es decir, que hay momentos de la vida que convocan a la trascendencia, a mirar más allá del presente y conectar con algo más profundo.

Ahora bien, tendríamos que pensar cómo conviven esos “dos tiempos” en nuestra contemporaneidad, puesto que hoy en día el desafío radica en cómo vivimos la navidad. La sociedad postmoderna a menudo se ve atrapada en el consumo y la superficialidad de las festividades, lo que puede hacer que el tiempo sagrado se diluya completamente en el ruido del tiempo profano. Sin embargo, existe una invitación a que todos los individuos podamos rescatar la dimensión espiritual de la navidad, al experimentar ese “tiempo suspendido” que nos permite un encuentro genuino con el misterio de la vida, el amor y la esperanza.

«Lo sagrado, al ser atemporal, se encuentra fuera de las medidas del tiempo cronológico.»

Mircea Eliade, Óp. Cit.

En este contexto, la reflexión filosófica sobre el tiempo sagrado y profano nos permitiría cuestionar cómo concebimos nuestra relación con la temporalidad- ¿Es el tiempo simplemente un recurso que utilizamos para alcanzar nuestros objetivos, o hay en él un misterio que invita a la contemplación, el asombro y la trascendencia?

La diferencia entre el tiempo “sagrado” (kairos) y el tiempo “secular” (chronos) es una distinción fundamental en la reflexión filosófica y teológica, particularmente desde el pensamiento de San Agustín de Hipona en sus “Confesiones”, puesto que proporciona un marco ideal para profundizar en esta temática. En contraste con el tiempo profano, el “kairos” no es medido por el reloj, sino por la calidad del momento, por lo trascendente que ocurre en él. En la teología cristiana, este concepto se asocia con los momentos en los que lo divino irrumpe en el tiempo humano, ofreciendo una posibilidad de salvación o de transformación.

La navidad, como la conmemoración del nacimiento de Cristo, es un ejemplo del “kairos”, es decir, un tiempo que no sólo marca cronológicamente los tiempos, sino un evento que tiene un significado simbólico profundo y eterno. Aquí es, justamente, donde entra en juego la reflexión de San Agustín de Hipona, quien en sus “Confesiones”, abordó magistralmente el concepto del tiempo, haciendo una distinción fundamental entre el tiempo terrenal, limitado y cambiante, y la eternidad divina, inmutable. Según Agustín, el “chronos” es el tiempo de los seres humanos, el que percibimos a través de los sentidos y el que nos arrastra a la acción. Sin embargo, este tiempo no tiene existencia real en Dios, quien habita en la eternidad. Recordemos que para este santo y filósofo, el tiempo es una construcción humana, una medida que solo existe porque nosotros, los seres finitos, necesitamos marcarlo, medirlo, etcétera. En cambio, Dios, en su eternidad, no está sometido al flujo de nuestro tiempo, sino que lo ve en su totalidad, como una eternidad presente.

«¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pregunta, no lo sé.»

San Agustín, “Confesiones”, Libro XI

También, en la obra precitada, Agustín realiza una reflexión filosófica sobre el tiempo al sostener que el pasado ya no existe, el futuro aún no ha llegado y sólo tiene cierta “existencia” el presente, aunque es fugaz y casi imposible de captar. El hombre vive atrapado en la temporalidad, pero su corazón está orientado hacia una eternidad que no se ajusta a las reglas del tiempo cronológico. La navidad, como la irrupción del misterio divino en la historia, se convierte en una epifanía de esta tensión entre la temporalidad humana y la eternidad divina. Es más, de acuerdo con Agustín, el tiempo es una creación de Dios que sólo cobra sentido en relación con la eternidad, por lo que el “kairos” es el tiempo de la salvación, un tiempo suspendido, lleno de significado y trascendencia, que irrumpe en la vida humana en momentos especiales. En el caso puntual de la celebración de la natividad de Cristo, ese momento “kairos” es el nacimiento del enviado, el cual marca un antes y un después en la historia, un “tiempo sagrado” que se inserta en el flujo del “chronos”. Lo que festejamos el 25 de diciembre, entonces, no sólo es una celebración de un evento pasado, sino una oportunidad de entrar en un “kairos” personal, de experimentar un momento de conexión con lo eterno a través del ritual y la reflexión.

«El pasado ya no es, el futuro aún no es, y el presente es solo un punto de transición.»

San Agustín, “Confesiones”, Libro XI

Como mencionamos previamente al pasar, la navidad representa el puente entre el “chronos” y el “kairos”, en tanto que al igual que otras festividades religiosas, tiene la capacidad de convertir el tiempo ordinario en un tiempo sagrado. A pesar de estar inserta en un contexto de consumo innecesario y rutina desenfrenada y agobiante, la verdadera celebración de la navidad nos invita a un “kairos”, un tiempo especial, donde lo sagrado irrumpe en el flujo del tiempo profano. Es el momento en el que los cristianos recordamos el misterio de la Encarnación: Dios hecho hombre en un tiempo determinado de la historia, pero con una significación que trasciende ese momento específico, convirtiéndose así en una invitación a escapar del ritmo frenético de nuestro tiempo y adentrarse en un espacio donde lo sagrado nos recuerda la posibilidad de lo eterno, en nuestra vida finita.

En conclusión, queridos lectores, el desafío en nuestro tiempo ha quedado planteado: recuperar el “kairos” en la navidad en medio de la presión del “chronos”. El consumismo, las expectativas sociales y el ritmo acelerado de la vida postmoderna apuntan directamente a la disolución de la dimensión espiritual ancestral profunda de la navidad. Sin embargo, la invitación está siempre presente a todos, creyentes y no creyentes, a rescatar el tiempo sagrado como oportunidad de entrar en un espacio de pausa, reflexión y espera que nos conecta con lo eterno. En otras palabras, amigos míos, recuperar el “kairos” de la navidad es permitir que el tiempo, aunque limitado, nos ofrezca una experiencia espiritual profunda, una oportunidad de autoconocimiento y transformación.

La reflexión sobre la temporalidad en el contexto de la navidad nos lleva a pensar en la dualidad del “chronos” y el “kairos”, que representan dos modos de vivir: uno, marcado por la rutina y medición constante, el otro, por la trascendencia y el misterio; uno que se nos escurre entre los dedo, otro que parece ser atemporal y siempre presente. La presente reflexión ha intentado, con suma humildad, comprender cómo el tiempo, aunque es una construcción humana limitada, puede convertirse en un espacio para lo eterno: la navidad, como celebración de la Encarnación, nos convoca a vivir nuestra temporalidad de manera diferente, a experimentar un “kairos” personal y familiar que nos conecta con lo divino y nos brinda la preciosa oportunidad de, como decimos en Argentina, parar la pelota y pensar.

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Del macartismo a la cultura apolítica posmoderna- Lisandro Prieto Femenía

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“La cruzada anticomunista destruyó las libertades civiles, silenció la disidencia y arruinó vidas y carreras” Ellen Schrecker, Muchos son los crímenes (1998, p. 3)

El macartismo, entendido no sólo como un episodio histórico de persecución en los Estados Unidos durante las décadas de 1940 y 1950, sino como un paradigma político-cultural de estigmatización del disenso, ofrece una clave interpretativa fundamental para comprender la génesis y la naturalización del desprecio hacia la participación ciudadana en la política. El fenómeno original- la caza de “subversivos” mediante listados, audiencias y despidos- mostró con brutal eficacia cómo un aparato moral y mediático logra convertir el compromiso ciudadano en sinónimo de peligro social.

A este respecto, la historiadora Ellen Schrecker nos recuerda que la caza de brujas no fue un incidente aislado, tal como lo podemos apreciar en la cita textual del epígrafe del título (Schrecker, 1998, p. 3). Esta observación nos exige reflexionar sobre la continuidad de sus efectos: no sólo el daño inmediato a los perseguidos, sino la sedimentación de una sensibilidad colectiva que, a largo plazo, asocia la acción política al riesgo, peligro, marginalidad y ruina personal.

Si aceptamos la formulación de Schrecker como un diagnóstico de la época, entonces es posible argumentar que el macartismo produjo una externalidad cultural duradera, en tanto normalización de la apoliticidad como mecanismo de autoprotección. Sin embargo, este trasvase no ocurrió por simple inercia histórica puesto que requirió la acción intencional de las instituciones políticas, mediáticas y económicas que vieron en la desmovilización ciudadana una ventaja estratégica para la preservación del statu quo. La apolítica, por consiguiente, no es solamente la ausencia de lo político, sino su desplazamiento hacia una esfera de resignación e indiferencia inducida. Al respecto, el sociólogo Richard Hofstadter, al analizar las corrientes conservadoras americanas, ya nos había advertido que el anticomunismo podía convertirse en una “forma de vida intelectual y política” (Hofstadter, 1964, p. 5), sugiriendo que el efecto perdurable fue la creación de hábitos cognitivos y afectivos que desincentivan la participación crítica.

Trasladada a Hispanoamérica y Europa, esta formación afectiva y normativa experimentó reconfiguraciones específicas, pero mantuvo su lógica esencial: estigmatizar al participante crítico y presentar la abstención como una virtud “prudente”. Así nos fue…

Puntualmente en Hispanoamérica, donde las memorias de represión estatal, golpes de Estado y censura son recientes, la lección fue doblemente severa: participar podía significar persecución directa y muerte. Además, los discursos hegemónicos se encargaron de asociar la politización con el radicalismo o la violencia. Como señaló Boaventura de Sousa Santos respecto a las formas contemporáneas de exclusión, la marginalización política está profundamente entretejida con proyectos epistémicos y sociales que deslegitiman saberes y actores alternativos: “En la modernidad, la exclusión no es solamente política y económica; es también epistémica” (Santos, 2010, p. 15). De esta forma, la apolítica se alimenta tanto de memorias traumáticas como de estrategias discursivas que amplifican temores y consolidan la distancia entre la ciudadanía y la deliberación pública.

En Europa, por su parte, la dinámica fue sutilmente distinta pero afín en el resultado. Tras la Segunda Guerra Mundial, la construcción de la estabilidad democrática implicó el confinamiento del debate público dentro de los parámetros consensuales que excluían alternativas consideradas subversivas. Jürgen Habermas, aún siendo un férreo defensor del espacio público racional, señaló las consecuencias perniciosas de un espacio mediado por intereses económicos que vacían la deliberación ciudadana: la “colonización del mundo de la vida por el sistema” erosiona la capacidad de la sociedad civil para reproducir normas y legitimidad (Habermas, 1987/1992, p. 172). Desde esta perspectiva, la apoliticidad tiene, pues, un origen estructural: no se trata solo de un miedo individual, sino de condiciones materiales y mediáticas que hacen de la abstención la opción más fácil y aparentemente racional.

El efecto más corrosivo de esta cultura apolítica es la exclusión- a menudo deliberada- de ciudadanos capacitados, empáticos y competentes. Este proceso opera mediante una combinación de técnicas: el etiquetado, el desprestigio profesional, la sensación de peligro personal, la mercantilización de los espacios públicos, y la canalización de la educación cívica hacia una gestión técnica y despolitizada de los asuntos comunes. Recordemos que Hannah Arendt, al analizar la esfera pública y la acción, remarcó la naturaleza esencial de la política como el espacio donde la libertad y la pluralidad se realizan: “la política aparece donde los hombres actúan juntos, hablan y actúan en común” (Arendt, 1958/1998, p. 7). Así, la apatía por lo político fragmenta esta acción compartida y relega la labor pública a una tecnocracia dirigida por inútiles que, inevitablemente, vela por la continuidad de estructuras ya existentes, dificultando el acceso de agentes transformadores.

En este punto de la reflexión, tenemos que analizar, entonces, los mecanismos contemporáneos de adoctrinamiento en la apolítica y cómo combinan estrategias institucionales, culturales y afectivas para lograr sus objetivos. En primer lugar, la industria mediática y las plataformas de información tienden a reducir la política a un show o a conflictos personales, desviando la deliberación sobre los fines comunes hacia el consumo de titulares sensacionalistas. Como ha demostrado Robert W. McChesney, la cobertura superficial y centrada en el escándalo y en el espectáculo produce, de hecho, desafección y cinismo (McChesney, 1999).

En segundo lugar, los sistemas educativos que priorizan la instrucción cívica como memorización de reglas institucionales, en lugar de como formación del juicio público, favorecen activamente la pasividad. Sobre este particular, John Dewey sostenía que la democracia exige un tipo de educación que fomente la capacidad de juicio crítico y la cooperación (Dewey, 1916/2010). Por lo tanto, cuando la pedagogía falla, la política se experimenta como un terreno ajeno.

En tercer lugar, la fragmentación laboral y las exigencias de la vida cotidiana transforman la participación en un coste personal desproporcionado en términos de tiempo, seguridad laboral y reputación expresándose en lastimosas letanías como: “estoy tan ocupado con mi vida privada que no tengo tiempo de ocuparme de los asuntos públicos”. Finalmente, las campañas de desprestigio y las legislaciones punitivas- herederas directas de prácticas macartistas- persisten en formas más sutiles, como listas negras informales, vetos profesionales, descréditos en redes sociales y presiones institucionales, lo que refuerza la narrativa de que la participación es arriesgada y poco rentable.

A esto, debemos añadir una dimensión que es crucial: la emocional. El odio inoculado al activismo no es únicamente una cuestión de miedo, sino que se trata de un afecto dirigido y cultivado que amalgama el desprecio por el otro, el temor a la diferencia y una aspiración a una paz social mantenida a cualquier precio. En este sentido, Martha Nussbaum ha demostrado con rigor cómo las emociones públicas moldean las instituciones y las políticas, y cómo las narrativas del miedo y el desprecio facilitan exclusiones morales (Nussbaum, 2013). De ahí que la despolitización arraigue también cuando la afectividad colectiva privilegia la calma aparente sobre la justicia distributiva y la confrontación ética.

Frente a este diagnóstico, se impone una crítica normativa: la participación política debe ser considerada no sólo como un deber formal, sino una condición ética indispensable para la justicia y la realización de la vida comunitaria. Si aceptamos, siguiendo a Arendt, que la pluralidad y la acción son constitutivas de la vida política, entonces la cultura apolítica constituye una forma de pobreza humana y cívica que empobrece tanto a las comunidades como a los individuos por igual. Además, la exclusión de quienes están capacitados para el bien común vulnera la legitimidad misma de las instituciones: cuando los mejores (entendidos como aquellos con capacidades prácticas y morales para el bien común) son mantenidos al margen mediante mecanismos de estigmatización, las instituciones quedan a merced de intereses particulares, mafias decadentes de inútiles totalmente corrompidos y de burocracias despolitizadas.

La pregunta práctica que nos podríamos hacer aquí es la siguiente: ¿cómo contrarrestar la herencia macartista y la carencia de participación política actual sin recurrir a una pura retórica de exhortación? La respuesta requiere un planteamiento integrado. En primer lugar, transformar la educación cívica hacia prácticas deliberativas que cultiven la argumentación, la escucha y la responsabilidad compartida. En segundo lugar, reformar los mediadores públicos para priorizar la deliberación de calidad, fomentando el periodismo investigativo y limitando la mercantilización de la agenda pública. En tercer lugar, diseñar estrategias institucionales que apunten a la protección de la pluralidad real y que reduzcan los costos personales en la participación política: leyes anti-discriminación política en el empleo, mecanismos de protección para denunciantes de atropellos y marcos de seguridad social que amorticen los riesgos asociados al activismo cívico. Es cierto, querido lector, estas propuestas no eliminan la dificultad de la acción política, pero al menos se atreven a sugerir una reducción a la eficacia del miedo y del desprestigio como herramientas de exclusión en manos de degenerados con poder perenne.

No obstante, es necesario señalar que la crítica debe mantenerse atenta frente a una tentación autoritaria: el elogio de la participación tampoco puede transformarse en una coacción moral que atosigue a quienes legítimamente eligen otros modos de vida político-culturales. La distinción entre la abulia cívica inducida (producto del miedo y la manipulación) y la apolítica reflexiva (una elección consciente) es crucial. Una democracia madura debe tolerar el retiro crítico, pero distinguirlo siempre de la desmovilización promovida por estrategias de poder.

La herencia del macartismo revela que el combate contra la apolítica no es solo técnico o estructural, sino ético y estético, justamente porque requiere reconstruir imaginarios de lo público en los que la acción conjunta aparezca como valiosa, digna y posible. En suma, resultan imprescindibles prácticas culturales que re-humanicen el debate, que transformen la enemistad en desacuerdo argumentado y que desafíen los relatos que asocian peligro a la diferencia.

Ante este panorama, la tarea normativa es doble: desmantelar los mecanismos de exclusión y cultivar instituciones y prácticas que hagan la participación atractiva y segura. La reflexión final se impone, no como un resumen, sino como una apertura a la acción ética. La primera tarea que le cabe al ciudadano consciente es la de afinar el juicio para distinguir en la comunidad inmediata entre una retirada política que es legítima y aquella apolítica que es inducida por el miedo o la coacción sistémica. ¿Cómo asegurar, de hecho, que la desmovilización masiva no sea el resultado de un terrorismo suave y estructural, y que la abstención sea una elección crítica y no una rendición? El desafío ético se complejiza al enfrentar el futuro de la acción cívica: ¿es posible que la imaginación política construya formas de participación que no reproduzcan los antagonismos profundos y destructivos, pero que al mismo tiempo garanticen la justicia distributiva y la pluralidad irrenunciable en el espacio público?

También, es preciso interrogar si los cambios concretos en la educación y en el ecosistema mediático que hemos propuesto precedentemente serían, en efecto, suficientes para revertir décadas de desmovilización sin caer en la instrumentalización de la ciudadanía para fines partidistas. Más aún, la fragilidad de la reputación digital y la persistencia de mecanismos informales de desprestigio obligan a la sociedad a pensar en las garantías institucionales necesarias para que quienes hoy son excluidos por su activismo puedan incorporarse efectivamente a la vida pública sin sufrir represalias o ruina profesional. La superación del legado macartista, en definitiva, demanda una acción tan profunda en las estructuras como en las subjetividades.

Referencias

Arendt, H. (1998). La condición humana (2.ª ed.). Paidós. (Obra original publicada en 1958). Dewey, J. (2010). Democracia y educación. Morata. (Obra original publicada en 1916). Habermas, J. (1992). Teoría de la acción comunicativa. Vol. 2: Crítica de la razón funcionalista. Taurus. (Obra original publicada en 1987). Hofstadter, R. (2009). El estilo paranoico en la política estadounidense. Anagrama. (Obra original publicada en 1964). McChesney, R. W. (1999). Rich media, poor democracy: Communication politics in dubious times. University of Illinois Press. Nussbaum, M. (2013). Emociones políticas: ¿Por qué el amor importa para la justicia? Paidós. Santos, B. de S. (2010). Descolonizar el saber, reinventar el poder. CLACSO. Schrecker, E. (1998). Many are the crimes: McCarthyism in America. Little, Brown and Company. Sunstein, C. R. (2011). República.com 2.0. Ariel. (Obra original publicada en 2009). Walzer, M. (1984). Esferas de la justicia: Una defensa del pluralismo y la igualdad. Cátedra. (Obra original publicada en 1983). Young, I. M. (2002). Inclusión y democracia. Alianza. (Obra original publicada en 2000).

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Mientras Maduro baila, la soberanía venezolana se estremece- Lisandro Prieto Femenía

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“La apuesta a la dominación mundial es fundamental para el grupo dominante norteamericano. Y hay varias apuestas contenidas en la actual coyuntura”

Noam Chomsky, Hegemonía o supervivencia: La estrategia imperialista de Estados Unidos (2016, p. 19).

El drama que hoy se despliega en el Caribe, con Venezuela como centro del huracán geopolítico, no es sólo una disputa entre administraciones contrapuestas sino la tragedia de un Estado cuya soberanía se encuentra sitiada por dos fuerzas destructivas: la pulsión hegemónica de una potencia externa y la ilegitimidad intrínseca de un poder interno ejercido de forma tiránica.

La retórica de intervención por parte de Estados Unidos, sumada a la profunda crisis institucional y humanitaria generada por el degenerado régimen de Nicolás Maduro, dibuja un escenario donde el derecho internacional y la voluntad popular son doblemente vulnerados. En este punto de inflexión, la filosofía política debe interpelar la naturaleza de la amenaza: la violencia imperial se nutre de la debilidad y el autoritarismo doméstico para justificar sus acciones, mientras que el tirano bananero utiliza la amenaza externa como coartada para recrudecer su represión interna.

Desde una perspectiva crítica, los movimientos de presión de Estados Unidos se inscriben perfectamente en la estrategia de dominación global que Noam Chomsky ha diseccionado a lo largo de toda su obra. El objetivo del imperio no es la “estabilidad” democrática de Venezuela, sino la eliminación de cualquier proyecto que encarne la “amenaza de un buen ejemplo” o, en su defecto, la neutralización de un territorio clave. Cuando Chomsky afirma que “la apuesta a la dominación mundial es fundamental para el grupo dominante norteamericano” (2016, p. 19), se refiere puntualmente a casos como esta crisis, la cual se revela como una de esas “apuestas” clave, necesaria para confirmar el destino del hemisferio sigue siendo unipolar y que Hispanoamérica, tal como se acordó tras terminar la Segunda Guerra Mundial, seguirá siendo territorio dominado por intereses norteamericanos.

No obstante, la crítica al imperialismo pierde su rigor moral si se omite el análisis de la figura que hoy ocupa ilegalmente la jefatura del Estado. Nicolás Maduro, a través de la manipulación electoral y la represión sistemática, representa un caso paradigmático de autoritarismo posmoderno. Al respecto, el politólogo Juan Linz, al definir los regímenes autoritarios, señala que estos se caracterizan por contar con un “pluralismo político limitado, no responsable” y una “mentalidad” que sustituye a la ideología, permitiendo a un líder o a un pequeño grupo de sátrapas ejercer el poder dentro de límites formalmente mal definidos (Linz, 1975, p. 176).

El régimen venezolano encaja en esta descripción: si bien conserva una fachada institucional (asambleas y elecciones, de dudosa procedencia), la realidad es que el ejercicio del poder es totalmente arbitrario. Las elecciones, como las presidenciales del 2024, han sido cuestionadas por observadores internacionales y la oposición, que denuncian la falta de transparencia, la inhabilitación arbitraria de candidatos y la omisión de las auditorías de ley. Más grave aún, la Misión Internacional Independiente de determinación de los hechos sobre Venezuela, un organismo de la ONU, ha documentado que las autoridades estatales han cometido “crímenes de lesa humanidad” para reprimir la disidencia, incluyendo ejecuciones extrajudiciales, torturas y detenciones arbitrarias, revelando un patrón de represión coordinado y respaldado por altos funcionarios del gobierno y las fuerzas armadas (ONU, 2020). En este marco, la figura de Maduro no es la de un líder desafiante, sino la de un dictador mediocre cuya ilegitimidad política y violencia sistemática proveen el pretexto ideal para la injerencia externa de los golosos del norte.

A esta reflexión, se suma la perspectiva del clásico Thomas Hobbes, cuyo marco teórico ofrece una clave para comprender la patología de las relaciones internacionales. A pesar de la existencia de organizaciones supranacionales, las grandes potencias operan de facto en un “estado de naturaleza” global.

En este escenario, la potencia dominante se comporta como un individuo sin un Leviatán que lo contenga, donde la única ley es la propia conservación y la conquista del dominio. La amenaza de intervención no es, por tanto, una desviación del orden, sino la manifestación brutal de este orden anárquico subyacente. Estados Unidos, al actuar sin sujeción a un poder superior, ejerce su propia “razón natural” para eliminar cualquier obstáculo a su seguridad percibida, relegando a Venezuela, y a cualquier Estado que se encuentre en debilidad de condiciones, al destino de la “guerra” definida por la potencia que detenta la espada más grande.

La inminencia de la incursión militar nos obliga a meditar sobre la diferencia esencial entre poder y violencia, una distinción crucial que Hannah Arendt postuló para comprender la vida política. La violencia, en su sentido más puro, es siempre instrumental. Es revelador que la acción militar, la forma extrema de la violencia, sea esgrimida cuando los mecanismos diplomáticos y económicos no han logrado el colapso deseado. Por ello, Arendt en su fundamental obra titulada “Sobre la violencia”, remarca la antítesis al afirmar que «el poder es siempre potencial, inherente a un grupo, y desaparece cuando el grupo se disuelve. La violencia, por el contrario, es instrumental. Si no hay poder que la guíe, la violencia es perfectamente estéril” (1970, p. 56).

Desde esta última perspectiva podemos afirmar que la intervención militar, al depender de las herramientas (bombas, portaaviones, misiles, aviones, soldado, etc.) y no del acuerdo humano (el pueblo venezolano o la comunidad internacional), sólo produce una destrucción que requiere una justificación extrínseca a la política misma. De igual forma, el régimen decadente de Maduro, al depender de la violencia de los cuerpos de seguridad y no del consenso electoral, revela su carencia de poder genuino, evidenciando que su autoridad se sostiene únicamente mediante la coerción instrumental.

Esta justificación moralizante es el campo de estudio de Michel Foucault, para quien el poder no es meramente represivo, sino profundamente productivo a través del poder-saber. La amenaza de intervención no es sólo un acto de fuerza, sino un complejo dispositivo discursivo que produce la “verdad” necesaria para su ejecución. En este sentido, Foucault nos advierte que “no es posible que el poder se ejerza sin el saber, es imposible que el saber no engendre poder” (1977, p. 76). En la crisis venezolana, la retórica de la “crisis humanitaria” o la “restauración democrática” se erige como ese “saber” que legitima la injerencia. Al mismo tiempo, el régimen chavista utiliza la retórica antiimperialista como su propio “saber” que justifica la supresión de la disidencia interna, configurando el espacio geopolítico y estableciendo, mediante la difusión masiva de esa narrativa, los límites de lo tolerable para la comunidad internacional.

Adicionalmente, la situación de amenaza constante resucita la lógica de la política como campo de batalla existencial, un concepto central en el pensamiento de Carl Schmitt. Para él, la esencia de lo político reside en la distinción decisiva entre amigo y enemigo. La inminente incursión militar de Estados Unidos, al ser una “decisión” soberana de una potencia sobre un país quebrado, desmantela cualquier ilusión de neutralidad jurídica y revela la política en su forma más pura: la posibilidad real de la guerra. El enemigo, para Schmitt, no es simplemente un competidor, sino “el otro, el extraño, con el que se está combatiendo en una extrema posibilidad, existencialmente” (2009, p. 56). Así, la escalada militar norteamericana transforma la disputa ideológica en una hostilidad existencial, forzando a Venezuela a asumir la única posición que la lógica schmittiana le permite: la de enemigo absoluto.

Ahora bien, no podemos concluir esta reflexión sin enfocarnos en un aspecto que es crucial: la amenaza de acción militar en el Caribe no es un evento anómalo dentro de la política exterior estadounidense, sino la reconfirmación de un patrón histórico donde la soberanía del “hegemón” se ejercerse como una autoridad que suspende la ley cuando ésta interfiere con sus intereses. Este historial está marcado por intervenciones militares directas que carecieron del mandato explícito del Consejo de Seguridad de las inútiles Naciones Unidas, operando bajo la justificación de la “autodefensa” o la “promoción de la democracia”, conceptos que actúan como sustitutos políticos de la verdadera voluntad política.

Un ejemplo paradigmático lo encontramos en la invasión de Panamá en 1989 (Operación Causa Justa), lanzada para deponer y capturar a Manuel Noriega, bajo pretextos que incluyeron la protección de ciudadanos estadounidenses y la restauración democrática. A pesar de que la inservible Asamblea General de la ONU condenó la acción como una “flagrante violación del derecho internacional”, Estados Unidos procedió unilateralmente. Este episodio ilustra cómo el poder decide cuándo aplicar o ignorar las normas globales, actuando como el soberano schmittiano que define la excepción a la regla. De modo similar, la invasión de Iraq en 2003, bajo el pretexto de las armas de destrucción masiva que nunca se encontraron, se llevó a cabo sin una resolución específica del Consejo de Seguridad que la autorizara. Estos precedentes documentados establecen una peligrosa tradición de la suspensión legal que normaliza la coerción y sienta las bases para justificar futuras injerencias, incluyendo la actual crisis venezolana.

Al contemplar el telón de fondo de esta crisis, la reflexión filosófica no se puede contentar con la crónica de los hechos o la mera denuncia virtual, sino que debe enfrentar la doble moralidad que representa este conflicto. La tragedia de Venezuela es la de la soberanía capturada: comprometida externamente por la ambición hegemónica y carcomida internamente por la tiranía de los simios con navajas que administran hace décadas la miseria y el terror.

Si la ilegitimidad de Maduro es evidente, y sus acciones constituyen crímenes de lesa humanidad documentados por la ONU, ¿qué implicaciones tiene para el derecho internacional el hecho de que la superpotencia utilice precisamente esta criminalidad como una herramienta de justificación para su propia violación del principio de no intervención?

Y a la inversa, si la acción militar se basa, como argumenta Arendt, en la esterilidad de la violencia para generar poder político, ¿cuál es el verdadero objetivo de la dictadura venezolana al utilizar la amenaza externa como un simulacro de guerra para mantener la cohesión interna y justificar la represión?

La tarea urgente, entonces, reside en desmantelar el dispositivo de poder-saber foucaultiano para construir una verdad sobre Venezuela que sea autónoma de los intereses hegemónicos y, a su vez, que denuncie sin ambages la naturaleza autoritaria y criminal del régimen interno. La única conclusión digna de este conflicto es la urgencia moral de restablecer la primacía del derecho internacional para todos los Estados, al tiempo que se exige la rendición de cuentas a los tiranos que han hecho de la soberanía un simple instrumento de su perpetuación en el poder.

Referencias

Arendt, H. (1970). Sobre la violencia (M. González, Trad.). Joaquín Mortiz.

Chomsky, N. (2016). Hegemonía o supervivencia: La estrategia imperialista de Estados Unidos (3.a ed.). Ediciones B.

Foucault, M. (1977). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión (A. Garzón del Camino, Trad.). Siglo XXI Editores.

Hobbes, T. (2005). Leviatán: La materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil (A. Escohotado, Trad.). Gredos.

Linz, J. J. (1975). Totalitarian and Authoritarian Regimes. En F. I. Greenstein & N. Polsby (Comps.), Handbook of Political Science. Volume 3: Macropolitical Theory. Addison-Wesley.

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Schmitt, C. (2009). El concepto de lo político (R. Agapito, Trad.). Alianza Editorial.

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La Navidad del alma salvadoreña

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En pleno siglo XXI, pocos países han logrado levantarse con tanta fuerza después de la tormenta. Cuando el mundo entero tambaleaba bajo el peso de la pandemia, El Salvador (pequeño como una hormiga, pero incansable como el sol) se alzó como un rayo de luz en medio de una América oscurecida por la pandemia. Mientras otros miraban hacia dentro, este país miró hacia adelante. Se reconstruyó paso a paso, sin disonancia, con una determinación casi silenciosa, hasta que el mundo, sorprendido, volvió a pronunciar su nombre con respeto y admiración.

Tras la oscuridad de la pandemia, cuando el mundo entero tambaleó, fue El Salvador el país que se levantó con paso firme, sorprendiendo a propios y extraños. Su nombre comenzó a viajar de boca en boca; se convirtió en tema de conversación, en ejemplo, en curiosidad. De pronto, todos querían saber qué ocurría en este rincón del mapa donde el miedo se había rendido y la esperanza había vuelto a ocupar las calles.

Y mientras el mundo observa, asombrado por este renacimiento, los salvadoreños se reconocen unos a otros con una mezcla de incredulidad, alegría y gratitud.

Hoy no existe rincón del planeta donde no se escuche hablar de El Salvador. Desde las grandes capitales hasta los pueblos más remotos, su nombre resuena con una mezcla de asombro y admiración. Pero lo más hermoso ocurre dentro de sus propias fronteras: en los mercados, en los parques, en los cafés del centro histórico, se escuchan voces en inglés, en francés, en alemán… acentos que viajan desde lejos para descubrir lo que los salvadoreños siempre supieron: que esta tierra tiene un alma invencible.

Desde las playas del Pacífico hasta el Volcán de Santa Ana, cada año, el país se siente “más” y “más” distinto: más suyo y más abierto, más seguro y más soñador. No ha cambiado su paisaje, sino su espíritu.

Y cuando cae la tarde sobre San Salvador y los primeros cohetes anuncian la llegada de diciembre, el aire mismo parece iluminarse. Es la misma ciudad, pero respira distinto. Una brisa suave huele a pan dulce, a pólvora festiva, a pupusas recién salidas de la plancha.

En esas pupusas humeantes que se sirven en las esquinas, en las guirnaldas que cuelgan de algunas casas, en el brillo de las luces verde y rojo, se percibe algo más que decoración navideña: se percibe orgullo.

El Centro Histórico, aquel corazón que por años estuvo apagado, late otra vez con fuerza. Donde antes reinaba la sombra, hoy relucen miles de luces que se entrelazan entre los balcones coloniales y cafés restaurados. Las Plazas están llenas de vida. La Catedral se viste de reflejos dorados. Familias enteras pasean sin prisa: niños con helados, abuelos tomados de la mano, jóvenes llenos de vida… inundan las calles con una alegría que parecía haber estado esperando décadas para renacer.

Los ojos se llenan de destellos. Las calles se llenan de villancicos, risas y un sentimiento difícil de nombrar, pero fácil de reconocer: esperanza.

Y vuelven, también, los que un día partieron. Los hijos que crecieron lejos, los que hablan con acento ajeno, los que soñaban con volver y por fin pueden hacerlo. Regresan con maletas llenas de recuerdos y con los ojos humedecidos por la emoción: buscando los patios de su infancia, el nacimiento que la abuela aún arma con las mismas figuras de siempre. En esos reencuentros que cruzan océanos y generaciones, en ese abrazo que une generaciones separadas, El Salvador se reconcilia consigo mismo.

En la plaza Gerardo Barrios, bajo el resplandor de las luces de navidad, una niña sostiene la mano de su madre y mira hacia arriba. Las luces la deslumbran, los cohetes dibujan estrellas fugaces en el cielo, y en sus ojos se refleja el país entero: un país pequeño que ha vuelto a soñar en grande.
Esa mirada resume todo lo que somos. Resume los años de dolor y de esperanza, silencios y canciones, despedidas y regresos. Resume lo que significa ser salvadoreño en esta época: haber atravesado la sombra para volver a brillar.

En apenas pocos años, El Salvador se ha revelado al mundo. El país del que nadie se acordaba ahora ilumina su propio camino. Y en su resplandor, el mundo se detiene a mirar… y a admirar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Randa Hasfura Anastas, abogada y diplomática

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