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¿Por qué los políticos son cada vez más violentos?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La violencia puede destruir el poder; pero es completamente incapaz de crearlo”, Hannah Arendt

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un fenómeno inquietante para la sociedad occidental actual: la agresividad política parece correlacionarse, en ciertos casos, con un aumento de la popularidad de algunos líderes. Este acontecimiento desafía las concepciones tradicionales de la política como espacio de diálogo, negociación y consenso, y plantea interrogantes fundamentales sobre la naturaleza del poder y la ciudadanía.

En su ensayo titulado “Sobre la violencia” (1970), Hannah Arendt establece una distinción fundamental entre poder y violencia, la cual es crucial para analizar el ascenso de líderes populistas y el uso sistemático de la agresividad política y mediática. Para Arendt, el poder reside en la acción concertada, no concentrada, es decir, en la capacidad de los individuos para actuar juntos y alcanzar objetivos comunes, mientras que la violencia es un instrumento que se utiliza cuando el poder falla. Desde este enfoque, el poder genuino nace del consentimiento y la cooperación, mientras que la violencia es un signo de debilidad, una confesión de que el consenso ha fracasado rotundamente. En este sentido, la agresividad política y la incitación a la violencia son interpretados como intentos de compensar la falta de poder auténtico, la incapacidad de generar apoyo a través del diálogo y la persuasión.

Cuando se trata de líderes populistas, que a menudo carecen de un programa político coherente y de una base de apoyo sólida, la violencia es utilizada como un sustituto del poder legítimo. La retórica agresiva, la demonización del oponente y la creación de un clima de miedo y hostilidad terminan movilizando a los votantes más polarizados y compensar la falta de consenso.

Arendt también señala que la violencia tiende a ser impredecible y generar consecuencias no deseadas. Al recurrir a estrategias comunicativas violentas, los líderes populistas corren el riesgo de desestabilizar la sociedad y de erosionar las instituciones democráticas. Además, la violencia genera una espiral interminable de represalias, alimentando así un ciclo de confrontación y polarización o grieta social constante.

En definitiva, la perspectiva de Arendt nos invita a reflexionar sobre la naturaleza misma del poder y la violencia aplicada como única estrategia de gestión en la política contemporánea. También, nos recuerda que el poder genuino y digno se basa en el consentimiento y la cooperación, mientras que la violencia es un claro signo de debilidad de un pueblo ignorante y enojado, frustrado e impotente al cual no le cuesta nada apoyar medidas que se carguen por completo la vida democrática.

Desde una perspectiva de realismo político, que podríamos representar mediante Hans Morgenthau, la política podría ser concebida como una lucha por el poder, donde los actores buscan maximizar sus intereses. Pues bien, en el contexto actual, la violencia y la agresividad son vistas como instrumentos racionales para alcanzar objetivos políticos bien concretos. Sin ahondar mucho en el asunto, no podemos olvidar que hace unos días el presidente de los Estados Unidos humilló frente las cámaras al presidente de Ucrania: se trató de una escena excesivamente violenta y disruptiva en la que, por primera vez en la historia, un presidente trata como niño desobediente a otro par ante la mirada en vivo de miles de millones de personas alrededor del mundo.

Lejos de desprestigiar su imagen y su intención de apoyo por parte de la gente, éste tipo de montajes mediáticos violentos aumentaron significativamente la valoración de un abusón que está vendiendo explícitamente una nueva forma de negociación política: primero te denigro, te golpeo donde más te duele, te humillo frente al mundo y, finalmente, te pido que solucionemos el problema, bajo mis términos. Consecuentemente con lo que señalaba Morgenthau, al expresar que “la política internacional, al igual que toda política, es una lucha de poder” (Morgenthau, 1948, p. 13), esta lógica se aplica también a la política interna, donde los líderes utilizan la agresividad extrema en redes sociales para proyectar una imagen de fuerza y determinación, cualidades cada vez más valoradas por un público cada vez más ignorante, agresivo y resentido contra un sistema político que los ha defraudado sistemáticamente a lo largo de los años.

Por su parte, nos encontramos con la teoría de la elección racional, que ofrece otra perspectiva para entender este fenómeno. Según este enfoque, los individuos actúan de manera racional para maximizar sus beneficios: en el ámbito político, esto implica que los líderes puedan recurrir a la agresión si consideran que los beneficios (como el aumento de popularidad o la consolidación del poder) superan los costos. Paralelamente, los votantes están apoyando cada vez más a los líderes agresivos, puesto que así creen que éstos defenderán sus intereses o les proporcionarán seguridad. Pobres diablos…

Desde la psicología política, contamos con aportes significativos de autores como Theodore Adorno y Harold Lasswell para poder comprender los factores psicológicos que influyen en el apoyo masivo a líderes violentos. Adorno, junto con un grupo de investigadores, publicó en el año 1950 un estudio titulado “La personalidad autoritaria”, el cual buscaba comprender las raíces psicológicas del antisemitismo y el fascismo. A través de una serie de encuestas y entrevistas, identificaron un conjunto de rasgos de personalidad que predisponen a los individuos a apoyar líderes autoritarios y a adoptar actitudes intolerantes y agresivas. Entre algunos rasgos clave de la personalidad autoritaria incluyen, en primer lugar, la sumisión a la autoridad en individuos que tienden a obedecer ciegamente a las figuras de autoridad, sin cuestionar un ápice sus decisiones. En segundo lugar, la agresividad hacia grupos seleccionados, no necesariamente minoritarios, en tanto que suelen mostrar hostilidad y prejuicios hacia sectores que perciben como diferentes o amenazantes. En tercer lugar, el convencionalismo, es decir, se adhieren rígidamente a las normas y valores tradicionales y desprecian a quienes se desvían de ellos. En cuarto lugar, el uso de la proyección de sus propios impulsos negativos en los demás, buscando siempre a un “otro” para culpar o responsabilizar de sus problemas. Por último el pensamiento dicotómico (“esto es blanco o negro”), técnica muy eficaz para una ciudadanía que ve el mundo en términos binarios, sin matices ni ambigüedades.

Los precitados rasgos de personalidad podrían explicar por qué ciertos individuos se sienten atraídos por líderes que exhiben agresividad política y mediática. Estas figuras violentas suelen proyectar una imagen de fuerza y autoridad, lo que resuena con la necesidad de sumisión irrestricta por parte de individuos poco críticos y tolerantes. Además, la retórica confrontacional y la hostilidad hacia segmentos de la población refuerza los prejuicios y la agresividad de sus seguidores.

Pues bien, todo ello aplicado a un contexto de incertidumbre y ansiedad social, nos da como resultado líderes burdos y agresivos que parecen ofrecer respuestas simplonas y soluciones rápidas a problemas complejos, lo que atrae a aquellos que buscan esa seguridad y estabilidad que la democracia occidental viene erosionando en las últimas décadas. El discurso polarizador de estos personajes, que divide el mundo en “ustedes” o “nosotros”, “nosotros” y “ellos”, también proporciona un patético sentido de identidad y pertenencia a individuos que se encuentran bastante flojos de papeles.

Lasswell, por su parte, realizó un análisis sobre cómo los líderes utilizan la propaganda y la manipulación psicológica para movilizar a sus seguidores. Estos estudios revelan cómo la necesidad de poder, la baja de autoestima o la tendencia a la dominación, predisponen a ciertos individuos a apoyar líderes que proyectan una imagen de fuerza y agresividad. Además, esta tenacidad burda y maleducada, apela a emociones primarias como el miedo, la ira o el resentimiento, que necesariamente terminan movilizando a los votantes más polarizados.

Para muchos, Lasswell fue un pionero en el estudio de la comunicación política y el uso de la propaganda, en tanto que su trabajo se centró en analizar cómo los líderes utilizan los medios de comunicación para influir en la opinión pública y movilizar a sus seguidores. Una de sus obras más influyentes fue “Técnicas de propaganda en la Guerra Mundial” (1927), donde analiza cómo los gobiernos utilizaron la propaganda para manipular a sus poblaciones, destacando allí la importancia del uso de los símbolos, los estereotipos y las emociones provocadoras a través de una estructura comunicacional enfocada en el adiestramiento y la distracción de la realidad fáctica.

También, Lasswell desarrolló un modelo de comunicación que lleva su nombre, y que se ha convertido en un clásico de su campo, basado en la siguiente pregunta: “¿Quién dice qué, por qué canal, a quién y con qué efecto?”. Esta perspectiva destaca los elementos fundamentales del proceso de comunicación, a saber: emisor, mensaje, canal, receptor y efecto. Éste trabajo es relevante, puesto que sirve para comprender cómo los líderes utilizan la comunicación con el único fin de aumentar su popularidad: los líderes agresivos usan estos medios para crear un clima de temor generalizado, siempre redituable en momentos de tomar medidas que, en un estado de normalidad, serían criticadas. Por último, este enfoque nos ayuda a comprender cómo los personajes violentos con poder absoluto utilizan los diferentes canales de comunicación para difundir su mensaje. Hoy, las redes sociales, particularmente la plataforma X, se han convertido en el canal ideal para la difusión de la propaganda política y el agite permanente tanto de fanáticos como detractores.

Para hilar aún más fino sobre este asunto, podemos acudir al análisis de la dinámica del poder, la “teoría de la élite”, desarrollada por Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca, puesto que nos ofrece un marco crítico para comprender cómo las sociedades son gobernadas por minorías organizadas. Ambos autores, a finales del siglo XIX y principios del XX, desafiaron la concepción de una voluntad popular homogénea, argumentando que el poder siempre se concentra en manos de una minoría llamada élite.

Pareto, en su obra titulada “Tratado de sociología general” (1916), introdujo el concepto de “élite” para referenciar a los individuos que destacan en sus respectivas áreas de actividad. Consecuentemente, distinguió entre la “élite gobernante” y la “élite” no gobernante, y propuso la teoría de la “circulación de las élites”, sugiriendo que son siempre dinámicas, aunque permanentemente existe una minoría que ejerce el poder. Este autor también introdujo los conceptos de “residuos” (sentimientos instintivos) y “derivaciones” (racionalizaciones), que son relevantes para entender cómo las élites justifican sus acciones, incluyendo el uso sistemático de la violencia. Por su parte, Gaetano Mosca, en su obra “Elementos de la ciencia política” (1896), se centró en la organización de la élite, argumentando que su capacidad para actuar de manera coordinada es lo que le permite siempre dominar a las mayorías. En este sentido, Mosca sostenía que en todas las sociedades existen estas dos clases precitadas (gobernantes y gobernados) y que la organización es la base del poder de dicha élite.

Desde este último enfoque analizado, la violencia y la agresividad se convierten en herramientas potenciales para esos grupos concentrados de poder. Pueden ser utilizadas para reprimir la disidencia, intimidar a los oponentes y mantener el control de la situación. La popularidad, a su vez, sirve como un mecanismo efectivo para legitimar el poder de la élite, reduciendo la necesidad de recurrir a la fuerza física, conjuntamente con la exacerbación de una propaganda manipuladora de la opinión pública que desempeña el papel crucial de moldear la percepción de la realidad de los gobernados y asegurar su consentimiento.

La lectura crítica de esta teoría de la élite, por lo tanto, nos invita a cuestionar la noción de una democracia puramente representativa, en tanto que sugiere que el poder tiene que concentrarse en manos de minorías organizadas que pueden emplear distintas estrategias, incluyendo la violencia y la agresividad, para mantener su dominio. En el contexto de la agresividad política contemporánea, esta perspectiva nos permite entender cómo ciertos líderes utilizan tácticas agresivas para consolidar su poder y aumentar sus seguidores, mientras que la popularidad se convierte en el instrumento para legitimar su posición dentro de la puja de las élites gobernantes, mientras todos los gobernados lo miramos como un show, para algunos entretenido, para otros como yo, lamentable, decadente y patético.

En definitiva, queridos lectores, es claro que el aumento de popularidad de líderes agresivos nos plantea un desafío fundamental para el sostenimiento de la democracia. La violencia política no hace otra cosa que erosionar el espacio público, dificultar el diálogo, destrozar la deliberación honesta y polarizar a la sociedad. Además, la normalización de la agresividad por parte de una sociedad abúlica, tiene sus consecuencias negativas a corto, mediano y largo plazo, como el aumento de la violencia comunitaria y la violación sistemática de las normas y leyes de la estructura democrática.

Para intentar contrarrestar este fenómeno, es necesario fortalecer las instituciones democráticas, promover una educación cívica de calidad y fomentar una cultura del diálogo, la tolerancia y la construcción conjunta de una sociedad en la que todos merecemos vivir dignamente y ser respetados. Ni hablar de cuán crucial es empezar a discutir el rol que están teniendo las redes sociales en la promoción de la normalización de la agresividad llevada a niveles descomunales de participación masiva y cobardemente anónima. En última instancia, la salud de la vida democrática depende de nuestra capacidad crítica como ciudadanos para resistir la tentación del ataque fácil a quien piensa de otra manera y defender los valores de la verdadera libertad, que no es otra que la posibilidad de coexistir con personas que no están de acuerdo con nosotros.

Lisandro Prieto Femenía.       
Docente. Escritor. Filósofo       
San Juan – Argentina       

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Analistas y docentes respaldan medidas de disciplina en escuelas salvadoreñas

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Especialistas en educación y docentes consideran que las recientes medidas implementadas por el Ministerio de Educación (Mined) son necesarias para fortalecer la disciplina en los centros escolares y marcar un nuevo rumbo en el sistema educativo.

Christian Colón, docente y escritor, señaló que estas políticas buscan devolver a la educación su enfoque original, fomentando que los alumnos desarrollen su máximo potencial. Según Colón, la disciplina debe involucrar no solo a los estudiantes, sino también a padres de familia y maestros, creando una política educativa integral que promueva valores y orden en las instituciones.

El especialista destacó la importancia de establecer una estructura jerárquica en la educación básica y media, que contribuya a la formación de la identidad y personalidad de los alumnos, en contraste con los efectos de una sociedad “liberal” que ha debilitado los procesos disciplinarios.

Recientemente, el presidente Nayib Bukele señaló que la falta de disciplina en el pasado contribuyó al reclutamiento de jóvenes por parte de pandillas, generando graves consecuencias sociales y delictivas.

En la misma línea, el analista David Hernández afirmó que el sistema educativo sufrió un descuido institucional que permitió el deterioro social, agravado por la corrupción política y la falta de atención a las necesidades de la población.

Por su parte, el sociólogo y docente Mauricio Rodríguez resaltó que estas medidas también reivindican el rol del maestro y buscan prevenir la formación de nuevas pandillas en los más de 5,150 centros escolares del país, donde algunos estudiantes tienen vínculos familiares con pandilleros activos.

Los especialistas coinciden en que estas acciones representan un paso importante para recuperar la disciplina, promover valores cívicos y reforzar la seguridad en el entorno educativo salvadoreño.

Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.

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¿Y si leemos bien a Nietzsche?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“¡Lo que me molesta no es que me hayas mentido, sino que a partir de ahora no podré creerte!”: Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra (1883-1885)

La figura de Friedrich Nietzsche (1844-1900) ha sido objeto de innumerables lecturas y apropiaciones a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI. Sin embargo, ninguna ha resultado tan ambigua y, en ocasiones, falaz, como la realizada por el pensamiento posmoderno. A menudo, se le etiqueta como “precursor de la postmodernidad”, una simplificación que no sólo empobrece su filosofía, sino que la distorsiona al reducir su complejidad a un conjunto de aforismos descontextualizados y mal interpretados.

La crítica posmoderna a la metafísica tradicional y a la noción de verdad absoluta, así como su escepticismo ante los “grandes relatos” (metanarrativas), encuentran en Nietzsche un aparente aliado. Conceptos como la “muerte de Dios” o la “perspectiva” son frecuentemente citados para justificar la disolución de los fundamentos objetivos del conocimiento y la moral. Sin embargo, esta lectura tiende a ignorar la intencionalidad inicial de Nietzsche. Para él, el anuncio de la “muerte de Dios” no era un motivo de celebración progre-nihilista, sino la constatación de una crisis cultural profunda que exigía la creación de nuevos valores. Como afirma él mismo en La gaya ciencia (1882)m a través del aforismo 125, el “hombre loco” que anuncia la “muerte de Dios” no se regocija, sino que pregunta a todos los que le rodean: “¿No caemos sin cesar? ¿Hacia adelante, hacia atrás, hacia los lados, por los lados? ¿Sigue habiendo un arriba y un abajo?¿No erramos como a través de una nada infinita? (Nietzsche, 1882). Como podrán apreciar, este pasaje evidencia la angustia y el desafío que implica la pérdida de los fundamentos, un abismo al que los intelectuales de la contemporaneidad les gusta interpretar, erróneamente, como un signo de complacencia y victoria que no es tal.

Analicemos entonces, en primer lugar, un rasgo muy repetitivo en la lectura progre de Nietzsche, a saber, la descripción de la “moral de esclavos”. Bien sabemos que la crítica de Nietzsche a la moral tradicional es uno de los puntos más explotados y, a la vez, tergiversados por ciertas corrientes del progresismo postmoderno. En su obra Genealogía de la moral (1887), Nietzsche realiza una distinción crucial entre la moral de señores y la moral de esclavos. La primera surge de la afirmación de los fuertes, de los que le dicen que “sí” a la vida y a sus propios valores. Por el contrario, la moral de esclavos es una “inversión de valores” nacida del resentimiento de los “débiles”, quienes, incapaces de superar la opresión, convierten sus propios sufrimientos y carencias en virtudes universales. Pues bien, la deconstrucción de la moral judeocristiana se utiliza para legitimar la relativización de cualquier sistema de valores. Sin embargo, se ignora que el objetivo de Nietzsche no era la disolución de toda moral, sino la transvaloración de los valores, es decir, la creación de una moral afirmativa y vital que supere la decadencia de la moral de esclavos. Esta lectura selectiva se apropia de la crítica nietzscheana para justificar una agenda de liberación identitaria, pero sin asumir el peso de la creación de los nuevos valores.

Seguidamente, el progresismo intelectual de la postmodernidad encara los conceptos de “voluntad de poder” y auto-superación tras el velo de una lectura preponderantemente individualista y edulcorada. Recordemos brevemente que el concepto de “voluntad de poder” (Wille zur Macht) representa un pilar central de la metafísica tardía de Nietzsche. No se refiere a la simple “dominación”, sino a una fuerza de autoafirmación, de crecimiento y de superación constante. Para él, la vida es una manifestación de esta voluntad, que se despliega en un constante proceso de creación y de destrucción de valores.

Los Daríos Z de la vida y sus pésimas lecturas sobre este asunto han despojado a este concepto de su profundidad trágica, reduciéndolo a una noción meramente psicológica: la auto-superación del individuo que se libera de las “limitaciones impuestas por el entorno”. Este enfoque, a menudo ligado a una visión individualista del ser, transforma la voluntad de poder en una herramienta para el empoderamiento personal, un ideal que ignora por completo que la voluntad de poder en Nietzsche implica una lucha agonística no sólo contra el entorno, sino también contra uno mismo, contra los propios valores y creencias que se han vuelto estériles. Al respecto, Gilles Deleuze ofreció una interpretación más seria de esta idea al sostener que “afirmar no es soportar, llevar o atarse a lo que existe, sino por el contrario, desatar, liberar y despojar a lo que vive (Deleuze, Nietzsche y la filosofía, 1962), dando a entender con ello que es posible tener una comprensión más profunda de la voluntad de poder como una fuerza liberadora que va más allá del individualismo caprichoso y superficial.

También, es crucial prestar puntual atención a la lectura que los posmo-progres le han dado al perspectivismo y a la multiplicidad de sentidos, derivando su hermenéutica en un relativismo sin fundamento, es decir, sin sentido alguno. Tengamos en cuenta que el perspectivismo es otro de los conceptos nietzscheanos que ha sufrido una profunda distorsión, porque a menudo se le reduce a la simple fórmula: “no hay hechos, sólo interpretaciones”. Esta idea se ha utilizado para justificar un relativismo absoluto, la noción de que cualquier visión del mundo es tan válida como otra. Para una interpretación servil al progresismo liberal, esta idea se convierte en el fundamento para abogar por la pluralidad de visiones y la deconstrucción de las “verdades totalizadoras” de Occidente.

Sin embargo, esa lectura mentecata ignora el carácter agónico y jerárquico de la verdad en Nietzsche. El perspectivismo no es un relativismo que disuelve toda distinción, sino una herramienta para la evaluación y la jerarquización de las perspectivas. El mismísimo Nietzsche, en Genealogía de la moral, desafía la noción de un sujeto caprichoso que se siente autónomo al afirmar que “no hay un ‘ser’ detrás del hacer, del actuar, del devenir, ‘el hacedor’ es tan sólo una ficción añadida a la acción, la acción lo es todo” (Nietzsche, 1887). Esta crítica profunda a la noción de un “yo” estable es lo que inspiró a Michel Foucault, quien reconoció su deuda con el método genealógico de Nietzsche para analizar las relaciones entre el saber y el poder. Concretamente, Foucault sostuvo que “todo saber reposa sobre la injusticia, no hay derecho, ni siquiera en el acto de conocer, a la verdad o a un fundamento de la verdad” (Foucault, El orden del discurso, 1971), demostrando así una comprensión de la crítica nietzscheana a la objetividad que va más allá del simple relativismo.

Tampoco podemos olvidar cómo en la contemporaneidad han tomado el asunto de la libertad y la autonomía del individuo. Bien sabemos que éstos son elementos recurrentes en el pensamiento de Nietzsche, pero su concepción difiere de la interpretación simplista que a menudo se le da. Para él, la libertad no es un derecho inherente, sino una conquista ardua y dolorosa. La figura del “niño”, en la alegoría de las “tres transformaciones del espíritu” de Así habló Zaratustra (1883-1885), no representa la mera inocencia o la autonomía del “ser auténtico”, sino el estado final de una voluntad que se convierte en un creador de nuevos valores. Una lectura progre de esto reduce esta profunda transformación a un simple llamado a la autonomía personal, donde el individuo se “libera” de la subordinación y forja su propia identidad ética desligada de la comunidad. Esta visión transforma la libertad en un ideal de autorrealización en la cultura del individualismo exacerbado y olvida que, para Nietzsche, la verdadera libertad radica en la autodisciplina y la auto-imposición de valores. Como él mismo escribió en La gaya ciencia, “aquel que ha roto el yugo, pero que no tiene ya su propio yugo sobre él, no se ha liberado aún de la esclavitud” (Nietzsche, 1882).

Por último, queridos lectores, queda por rever un asunto que es crucial en Nietzsche, a saber, el rechazo al determinismo interpretado erróneamente por los pseudo intelectuales posmos como la libre voluntad entendida como excusa para el individualismo. Para analizar con claridad este aspecto, es preciso recordar que el rechazo de Nietzsche al fatalismo y al determinismo es una de las críticas más poderosas a las filosofías mecanicistas. Sin embargo, el progresismo contemporáneo ha malinterpretado esta postura, reduciéndose a una defensa de la libre voluntad en el sentido convencional: el individuo como un agente completamente autónomo, capaz de moldear su destino a través de sus decisiones. Esta lectura liberal ignora que, para Nietzsche, la libertad no es una elección consciente y racional, sino una manifestación de la voluntad de poder que opera a un nivel mucho más profundo. En lugar de abogar por el libre albedrío, Nietzsche propone una especie de fatalismo afirmativo, lo que él llama amor fati o “amor al destino”. Esta idea, expuesta en Ecce Homo (1888), es la culminación de su pensamiento: no se trata de resistir al destino, sino de querer lo que es necesario, de abrazar cada experiencia- incluidos el sufrimiento y la desgracia- como una parte intrínseca de la propia existencia. Así, la grandeza del individuo no reside en su capacidad de “elegir”, sino en su habilidad para decir “sí” a la vida en su totalidad.

Al concluir este esbozo de análisis, resulta ineludible preguntarnos: ¿es posible una lectura de Nietzsche que no lo reduzca a un simple precursor del nihilismo, sino que lo comprenda como un pensador que, desde el abismo de la modernidad, buscó una nueva ética y estética para la existencia humana? La apropiación posmoderna, al centrarse en la disolución de las verdades y la celebración de lo fragmentario, elude completamente la dimensión trágica y afirmativa de la filosofía de Nietzsche. El proceso de deconstrucción que él emprendió no fue un fin en sí mismo, sino una limpieza que consideraba necesaria para que la voluntad de poder pudiera crear y transvalorar. La patética complacencia con la “nada” que caracteriza a ciertas corrientes y agendas posmodernas dista bastante de la precitada angustia y el desafío que el propio filósofo experimentó al constatar la “muerte de Dios” y el consecuente vacío de sentido.

El pensamiento posmo-progre, que se autoproclama como crítico de las estructuras de poder clásicas, parece ignorar la dimensión creativa de la obra nietzscheana, reduciéndola a un catálogo de aforismos nihilistas que se pueden utilizar a gusto y placer, según les convenga en su retórica diletante. Esta reducción es una traición al espíritu de un pensador cuya genealogía de la moral buscaba exponer el resentimiento, no legitimarlo ni hacer gala de él. La interpretación superficial de la voluntad de poder como una herramienta para el empoderamiento personal o del perspectivismo como un simple relativismo de “cualquier opinión es válida” despoja a la filosofía de Nietzsche de su verdadera profundidad, su rigor y su demanda de grandeza. En su lugar, se le presenta como una figura intelectual que valida el statu quo del individualismo moral, el multiculturalismo superficial y una visión edulcorada de la auto-superación.

En definitiva, caros lectores, esta lectura parcial y selectiva de Nietzsche sirve como un pretexto para justificar teóricamente, culturalmente y moralmente las agendas posmodernas, evitando la confrontación con las implicaciones más duras de su pensamiento. Al no asumir la responsabilidad de la creación de los nuevos valores, el progresismo posmoderno se contenta con la deconstrucción vacía y la crítica, sin reconocer que esta postura, lejos de ser una superación, es una clara manifestación de la misma debilidad que Nietzsche criticó. Con esta actitud perezosa, han logrado reducir la complejidad de un grande de la filosofía a una herramienta para la autoayuda y la validación de ideologías flojas de papeles, despojando a su legado de la fuerza vital y la demanda de excelencia que lo caracterizaban.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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¿Y si leemos bien a Nietzsche?- Lisandro Prieto Femenía

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“¡Lo que me molesta no es que me hayas mentido,

sino que a partir de ahora no podré creerte!”

Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra (1883-1885)

La figura de Friedrich Nietzsche (1844-1900) ha sido objeto de innumerables lecturas y apropiaciones a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI. Sin embargo, ninguna ha resultado tan ambigua y, en ocasiones, falaz, como la realizada por el pensamiento posmoderno. A menudo, se le etiqueta como “precursor de la postmodernidad”, una simplificación que no sólo empobrece su filosofía, sino que la distorsiona al reducir su complejidad a un conjunto de aforismos descontextualizados y mal interpretados.

La crítica posmoderna a la metafísica tradicional y a la noción de verdad absoluta, así como su escepticismo ante los “grandes relatos” (metanarrativas), encuentran en Nietzsche un aparente aliado. Conceptos como la “muerte de Dios” o la “perspectiva” son frecuentemente citados para justificar la disolución de los fundamentos objetivos del conocimiento y la moral. Sin embargo, esta lectura tiende a ignorar la intencionalidad inicial de Nietzsche. Para él, el anuncio de la “muerte de Dios” no era un motivo de celebración progre-nihilista, sino la constatación de una crisis cultural profunda que exigía la creación de nuevos valores. Como afirma él mismo en La gaya ciencia (1882)m a través del aforismo 125, el “hombre loco” que anuncia la “muerte de Dios” no se regocija, sino que pregunta a todos los que le rodean: “¿No caemos sin cesar? ¿Hacia adelante, hacia atrás, hacia los lados, por los lados? ¿Sigue habiendo un arriba y un abajo?¿No erramos como a través de una nada infinita? (Nietzsche, 1882). Como podrán apreciar, este pasaje evidencia la angustia y el desafío que implica la pérdida de los fundamentos, un abismo al que los intelectuales de la contemporaneidad les gusta interpretar, erróneamente, como un signo de complacencia y victoria que no es tal.

Analicemos entonces, en primer lugar, un rasgo muy repetitivo en la lectura progre de Nietzsche, a saber, la descripción de la “moral de esclavos”. Bien sabemos que la crítica de Nietzsche a la moral tradicional es uno de los puntos más explotados y, a la vez, tergiversados por ciertas corrientes del progresismo postmoderno. En su obra Genealogía de la moral (1887), Nietzsche realiza una distinción crucial entre la moral de señores y la moral de esclavos. La primera surge de la afirmación de los fuertes, de los que le dicen que “sí” a la vida y a sus propios valores. Por el contrario, la moral de esclavos es una “inversión de valores” nacida del resentimiento de los “débiles”, quienes, incapaces de superar la opresión, convierten sus propios sufrimientos y carencias en virtudes universales. Pues bien, la deconstrucción de la moral judeocristiana se utiliza para legitimar la relativización de cualquier sistema de valores. Sin embargo, se ignora que el objetivo de Nietzsche no era la disolución de toda moral, sino la transvaloración de los valores, es decir, la creación de una moral afirmativa y vital que supere la decadencia de la moral de esclavos. Esta lectura selectiva se apropia de la crítica nietzscheana para justificar una agenda de liberación identitaria, pero sin asumir el peso de la creación de los nuevos valores.

Seguidamente, el progresismo intelectual de la postmodernidad encara los conceptos de “voluntad de poder” y auto-superación tras el velo de una lectura preponderantemente individualista y edulcorada. Recordemos brevemente que el concepto de “voluntad de poder” (Wille zur Macht) representa un pilar central de la metafísica tardía de Nietzsche. No se refiere a la simple “dominación”, sino a una fuerza de autoafirmación, de crecimiento y de superación constante. Para él, la vida es una manifestación de esta voluntad, que se despliega en un constante proceso de creación y de destrucción de valores.

Los Daríos Z de la vida y sus pésimas lecturas sobre este asunto han despojado a este concepto de su profundidad trágica, reduciéndolo a una noción meramente psicológica: la auto-superación del individuo que se libera de las “limitaciones impuestas por el entorno”. Este enfoque, a menudo ligado a una visión individualista del ser, transforma la voluntad de poder en una herramienta para el empoderamiento personal, un ideal que ignora por completo que la voluntad de poder en Nietzsche implica una lucha agonística no sólo contra el entorno, sino también contra uno mismo, contra los propios valores y creencias que se han vuelto estériles. Al respecto, Gilles Deleuze ofreció una interpretación más seria de esta idea al sostener que “afirmar no es soportar, llevar o atarse a lo que existe, sino por el contrario, desatar, liberar y despojar a lo que vive (Deleuze, Nietzsche y la filosofía, 1962), dando a entender con ello que es posible tener una comprensión más profunda de la voluntad de poder como una fuerza liberadora que va más allá del individualismo caprichoso y superficial.

También, es crucial prestar puntual atención a la lectura que los posmo-progres le han dado al perspectivismo y a la multiplicidad de sentidos, derivando su hermenéutica en un relativismo sin fundamento, es decir, sin sentido alguno. Tengamos en cuenta que el perspectivismo es otro de los conceptos nietzscheanos que ha sufrido una profunda distorsión, porque a menudo se le reduce a la simple fórmula: “no hay hechos, sólo interpretaciones”. Esta idea se ha utilizado para justificar un relativismo absoluto, la noción de que cualquier visión del mundo es tan válida como otra. Para una interpretación servil al progresismo liberal, esta idea se convierte en el fundamento para abogar por la pluralidad de visiones y la deconstrucción de las “verdades totalizadoras” de Occidente.

Sin embargo, esa lectura mentecata ignora el carácter agónico y jerárquico de la verdad en Nietzsche. El perspectivismo no es un relativismo que disuelve toda distinción, sino una herramienta para la evaluación y la jerarquización de las perspectivas. El mismísimo Nietzsche, en Genealogía de la moral, desafía la noción de un sujeto caprichoso que se siente autónomo al afirmar que “no hay un ‘ser’ detrás del hacer, del actuar, del devenir, ‘el hacedor’ es tan sólo una ficción añadida a la acción, la acción lo es todo” (Nietzsche, 1887). Esta crítica profunda a la noción de un “yo” estable es lo que inspiró a Michel Foucault, quien reconoció su deuda con el método genealógico de Nietzsche para analizar las relaciones entre el saber y el poder. Concretamente, Foucault sostuvo que “todo saber reposa sobre la injusticia, no hay derecho, ni siquiera en el acto de conocer, a la verdad o a un fundamento de la verdad” (Foucault, El orden del discurso, 1971), demostrando así una comprensión de la crítica nietzscheana a la objetividad que va más allá del simple relativismo.

Tampoco podemos olvidar cómo en la contemporaneidad han tomado el asunto de la libertad y la autonomía del individuo. Bien sabemos que éstos son elementos recurrentes en el pensamiento de Nietzsche, pero su concepción difiere de la interpretación simplista que a menudo se le da. Para él, la libertad no es un derecho inherente, sino una conquista ardua y dolorosa. La figura del “niño”, en la alegoría de las “tres transformaciones del espíritu” de Así habló Zaratustra (1883-1885), no representa la mera inocencia o la autonomía del “ser auténtico”, sino el estado final de una voluntad que se convierte en un creador de nuevos valores. Una lectura progre de esto reduce esta profunda transformación a un simple llamado a la autonomía personal, donde el individuo se “libera” de la subordinación y forja su propia identidad ética desligada de la comunidad. Esta visión transforma la libertad en un ideal de autorrealización en la cultura del individualismo exacerbado y olvida que, para Nietzsche, la verdadera libertad radica en la autodisciplina y la auto-imposición de valores. Como él mismo escribió en La gaya ciencia, “aquel que ha roto el yugo, pero que no tiene ya su propio yugo sobre él, no se ha liberado aún de la esclavitud” (Nietzsche, 1882).

Por último, queridos lectores, queda por rever un asunto que es crucial en Nietzsche, a saber, el rechazo al determinismo interpretado erróneamente por los pseudo intelectuales posmos como la libre voluntad entendida como excusa para el individualismo. Para analizar con claridad este aspecto, es preciso recordar que el rechazo de Nietzsche al fatalismo y al determinismo es una de las críticas más poderosas a las filosofías mecanicistas. Sin embargo, el progresismo contemporáneo ha malinterpretado esta postura, reduciéndose a una defensa de la libre voluntad en el sentido convencional: el individuo como un agente completamente autónomo, capaz de moldear su destino a través de sus decisiones. Esta lectura liberal ignora que, para Nietzsche, la libertad no es una elección consciente y racional, sino una manifestación de la voluntad de poder que opera a un nivel mucho más profundo. En lugar de abogar por el libre albedrío, Nietzsche propone una especie de fatalismo afirmativo, lo que él llama amor fati o “amor al destino”. Esta idea, expuesta en Ecce Homo (1888), es la culminación de su pensamiento: no se trata de resistir al destino, sino de querer lo que es necesario, de abrazar cada experiencia- incluidos el sufrimiento y la desgracia- como una parte intrínseca de la propia existencia. Así, la grandeza del individuo no reside en su capacidad de “elegir”, sino en su habilidad para decir “sí” a la vida en su totalidad.

Al concluir este esbozo de análisis, resulta ineludible preguntarnos: ¿es posible una lectura de Nietzsche que no lo reduzca a un simple precursor del nihilismo, sino que lo comprenda como un pensador que, desde el abismo de la modernidad, buscó una nueva ética y estética para la existencia humana? La apropiación posmoderna, al centrarse en la disolución de las verdades y la celebración de lo fragmentario, elude completamente la dimensión trágica y afirmativa de la filosofía de Nietzsche. El proceso de deconstrucción que él emprendió no fue un fin en sí mismo, sino una limpieza que consideraba necesaria para que la voluntad de poder pudiera crear y transvalorar. La patética complacencia con la “nada” que caracteriza a ciertas corrientes y agendas posmodernas dista bastante de la precitada angustia y el desafío que el propio filósofo experimentó al constatar la “muerte de Dios” y el consecuente vacío de sentido.

El pensamiento posmo-progre, que se autoproclama como crítico de las estructuras de poder clásicas, parece ignorar la dimensión creativa de la obra nietzscheana, reduciéndola a un catálogo de aforismos nihilistas que se pueden utilizar a gusto y placer, según les convenga en su retórica diletante. Esta reducción es una traición al espíritu de un pensador cuya genealogía de la moral buscaba exponer el resentimiento, no legitimarlo ni hacer gala de él. La interpretación superficial de la voluntad de poder como una herramienta para el empoderamiento personal o del perspectivismo como un simple relativismo de “cualquier opinión es válida” despoja a la filosofía de Nietzsche de su verdadera profundidad, su rigor y su demanda de grandeza. En su lugar, se le presenta como una figura intelectual que valida el statu quo del individualismo moral, el multiculturalismo superficial y una visión edulcorada de la auto-superación.

En definitiva, caros lectores, esta lectura parcial y selectiva de Nietzsche sirve como un pretexto para justificar teóricamente, culturalmente y moralmente las agendas posmodernas, evitando la confrontación con las implicaciones más duras de su pensamiento. Al no asumir la responsabilidad de la creación de los nuevos valores, el progresismo posmoderno se contenta con la deconstrucción vacía y la crítica, sin reconocer que esta postura, lejos de ser una superación, es una clara manifestación de la misma debilidad que Nietzsche criticó. Con esta actitud perezosa, han logrado reducir la complejidad de un grande de la filosofía a una herramienta para la autoayuda y la validación de ideologías flojas de papeles, despojando a su legado de la fuerza vital y la demanda de excelencia que lo caracterizaban.

 

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