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¿Por qué los políticos son cada vez más violentos?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La violencia puede destruir el poder; pero es completamente incapaz de crearlo”, Hannah Arendt

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un fenómeno inquietante para la sociedad occidental actual: la agresividad política parece correlacionarse, en ciertos casos, con un aumento de la popularidad de algunos líderes. Este acontecimiento desafía las concepciones tradicionales de la política como espacio de diálogo, negociación y consenso, y plantea interrogantes fundamentales sobre la naturaleza del poder y la ciudadanía.

En su ensayo titulado “Sobre la violencia” (1970), Hannah Arendt establece una distinción fundamental entre poder y violencia, la cual es crucial para analizar el ascenso de líderes populistas y el uso sistemático de la agresividad política y mediática. Para Arendt, el poder reside en la acción concertada, no concentrada, es decir, en la capacidad de los individuos para actuar juntos y alcanzar objetivos comunes, mientras que la violencia es un instrumento que se utiliza cuando el poder falla. Desde este enfoque, el poder genuino nace del consentimiento y la cooperación, mientras que la violencia es un signo de debilidad, una confesión de que el consenso ha fracasado rotundamente. En este sentido, la agresividad política y la incitación a la violencia son interpretados como intentos de compensar la falta de poder auténtico, la incapacidad de generar apoyo a través del diálogo y la persuasión.

Cuando se trata de líderes populistas, que a menudo carecen de un programa político coherente y de una base de apoyo sólida, la violencia es utilizada como un sustituto del poder legítimo. La retórica agresiva, la demonización del oponente y la creación de un clima de miedo y hostilidad terminan movilizando a los votantes más polarizados y compensar la falta de consenso.

Arendt también señala que la violencia tiende a ser impredecible y generar consecuencias no deseadas. Al recurrir a estrategias comunicativas violentas, los líderes populistas corren el riesgo de desestabilizar la sociedad y de erosionar las instituciones democráticas. Además, la violencia genera una espiral interminable de represalias, alimentando así un ciclo de confrontación y polarización o grieta social constante.

En definitiva, la perspectiva de Arendt nos invita a reflexionar sobre la naturaleza misma del poder y la violencia aplicada como única estrategia de gestión en la política contemporánea. También, nos recuerda que el poder genuino y digno se basa en el consentimiento y la cooperación, mientras que la violencia es un claro signo de debilidad de un pueblo ignorante y enojado, frustrado e impotente al cual no le cuesta nada apoyar medidas que se carguen por completo la vida democrática.

Desde una perspectiva de realismo político, que podríamos representar mediante Hans Morgenthau, la política podría ser concebida como una lucha por el poder, donde los actores buscan maximizar sus intereses. Pues bien, en el contexto actual, la violencia y la agresividad son vistas como instrumentos racionales para alcanzar objetivos políticos bien concretos. Sin ahondar mucho en el asunto, no podemos olvidar que hace unos días el presidente de los Estados Unidos humilló frente las cámaras al presidente de Ucrania: se trató de una escena excesivamente violenta y disruptiva en la que, por primera vez en la historia, un presidente trata como niño desobediente a otro par ante la mirada en vivo de miles de millones de personas alrededor del mundo.

Lejos de desprestigiar su imagen y su intención de apoyo por parte de la gente, éste tipo de montajes mediáticos violentos aumentaron significativamente la valoración de un abusón que está vendiendo explícitamente una nueva forma de negociación política: primero te denigro, te golpeo donde más te duele, te humillo frente al mundo y, finalmente, te pido que solucionemos el problema, bajo mis términos. Consecuentemente con lo que señalaba Morgenthau, al expresar que “la política internacional, al igual que toda política, es una lucha de poder” (Morgenthau, 1948, p. 13), esta lógica se aplica también a la política interna, donde los líderes utilizan la agresividad extrema en redes sociales para proyectar una imagen de fuerza y determinación, cualidades cada vez más valoradas por un público cada vez más ignorante, agresivo y resentido contra un sistema político que los ha defraudado sistemáticamente a lo largo de los años.

Por su parte, nos encontramos con la teoría de la elección racional, que ofrece otra perspectiva para entender este fenómeno. Según este enfoque, los individuos actúan de manera racional para maximizar sus beneficios: en el ámbito político, esto implica que los líderes puedan recurrir a la agresión si consideran que los beneficios (como el aumento de popularidad o la consolidación del poder) superan los costos. Paralelamente, los votantes están apoyando cada vez más a los líderes agresivos, puesto que así creen que éstos defenderán sus intereses o les proporcionarán seguridad. Pobres diablos…

Desde la psicología política, contamos con aportes significativos de autores como Theodore Adorno y Harold Lasswell para poder comprender los factores psicológicos que influyen en el apoyo masivo a líderes violentos. Adorno, junto con un grupo de investigadores, publicó en el año 1950 un estudio titulado “La personalidad autoritaria”, el cual buscaba comprender las raíces psicológicas del antisemitismo y el fascismo. A través de una serie de encuestas y entrevistas, identificaron un conjunto de rasgos de personalidad que predisponen a los individuos a apoyar líderes autoritarios y a adoptar actitudes intolerantes y agresivas. Entre algunos rasgos clave de la personalidad autoritaria incluyen, en primer lugar, la sumisión a la autoridad en individuos que tienden a obedecer ciegamente a las figuras de autoridad, sin cuestionar un ápice sus decisiones. En segundo lugar, la agresividad hacia grupos seleccionados, no necesariamente minoritarios, en tanto que suelen mostrar hostilidad y prejuicios hacia sectores que perciben como diferentes o amenazantes. En tercer lugar, el convencionalismo, es decir, se adhieren rígidamente a las normas y valores tradicionales y desprecian a quienes se desvían de ellos. En cuarto lugar, el uso de la proyección de sus propios impulsos negativos en los demás, buscando siempre a un “otro” para culpar o responsabilizar de sus problemas. Por último el pensamiento dicotómico (“esto es blanco o negro”), técnica muy eficaz para una ciudadanía que ve el mundo en términos binarios, sin matices ni ambigüedades.

Los precitados rasgos de personalidad podrían explicar por qué ciertos individuos se sienten atraídos por líderes que exhiben agresividad política y mediática. Estas figuras violentas suelen proyectar una imagen de fuerza y autoridad, lo que resuena con la necesidad de sumisión irrestricta por parte de individuos poco críticos y tolerantes. Además, la retórica confrontacional y la hostilidad hacia segmentos de la población refuerza los prejuicios y la agresividad de sus seguidores.

Pues bien, todo ello aplicado a un contexto de incertidumbre y ansiedad social, nos da como resultado líderes burdos y agresivos que parecen ofrecer respuestas simplonas y soluciones rápidas a problemas complejos, lo que atrae a aquellos que buscan esa seguridad y estabilidad que la democracia occidental viene erosionando en las últimas décadas. El discurso polarizador de estos personajes, que divide el mundo en “ustedes” o “nosotros”, “nosotros” y “ellos”, también proporciona un patético sentido de identidad y pertenencia a individuos que se encuentran bastante flojos de papeles.

Lasswell, por su parte, realizó un análisis sobre cómo los líderes utilizan la propaganda y la manipulación psicológica para movilizar a sus seguidores. Estos estudios revelan cómo la necesidad de poder, la baja de autoestima o la tendencia a la dominación, predisponen a ciertos individuos a apoyar líderes que proyectan una imagen de fuerza y agresividad. Además, esta tenacidad burda y maleducada, apela a emociones primarias como el miedo, la ira o el resentimiento, que necesariamente terminan movilizando a los votantes más polarizados.

Para muchos, Lasswell fue un pionero en el estudio de la comunicación política y el uso de la propaganda, en tanto que su trabajo se centró en analizar cómo los líderes utilizan los medios de comunicación para influir en la opinión pública y movilizar a sus seguidores. Una de sus obras más influyentes fue “Técnicas de propaganda en la Guerra Mundial” (1927), donde analiza cómo los gobiernos utilizaron la propaganda para manipular a sus poblaciones, destacando allí la importancia del uso de los símbolos, los estereotipos y las emociones provocadoras a través de una estructura comunicacional enfocada en el adiestramiento y la distracción de la realidad fáctica.

También, Lasswell desarrolló un modelo de comunicación que lleva su nombre, y que se ha convertido en un clásico de su campo, basado en la siguiente pregunta: “¿Quién dice qué, por qué canal, a quién y con qué efecto?”. Esta perspectiva destaca los elementos fundamentales del proceso de comunicación, a saber: emisor, mensaje, canal, receptor y efecto. Éste trabajo es relevante, puesto que sirve para comprender cómo los líderes utilizan la comunicación con el único fin de aumentar su popularidad: los líderes agresivos usan estos medios para crear un clima de temor generalizado, siempre redituable en momentos de tomar medidas que, en un estado de normalidad, serían criticadas. Por último, este enfoque nos ayuda a comprender cómo los personajes violentos con poder absoluto utilizan los diferentes canales de comunicación para difundir su mensaje. Hoy, las redes sociales, particularmente la plataforma X, se han convertido en el canal ideal para la difusión de la propaganda política y el agite permanente tanto de fanáticos como detractores.

Para hilar aún más fino sobre este asunto, podemos acudir al análisis de la dinámica del poder, la “teoría de la élite”, desarrollada por Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca, puesto que nos ofrece un marco crítico para comprender cómo las sociedades son gobernadas por minorías organizadas. Ambos autores, a finales del siglo XIX y principios del XX, desafiaron la concepción de una voluntad popular homogénea, argumentando que el poder siempre se concentra en manos de una minoría llamada élite.

Pareto, en su obra titulada “Tratado de sociología general” (1916), introdujo el concepto de “élite” para referenciar a los individuos que destacan en sus respectivas áreas de actividad. Consecuentemente, distinguió entre la “élite gobernante” y la “élite” no gobernante, y propuso la teoría de la “circulación de las élites”, sugiriendo que son siempre dinámicas, aunque permanentemente existe una minoría que ejerce el poder. Este autor también introdujo los conceptos de “residuos” (sentimientos instintivos) y “derivaciones” (racionalizaciones), que son relevantes para entender cómo las élites justifican sus acciones, incluyendo el uso sistemático de la violencia. Por su parte, Gaetano Mosca, en su obra “Elementos de la ciencia política” (1896), se centró en la organización de la élite, argumentando que su capacidad para actuar de manera coordinada es lo que le permite siempre dominar a las mayorías. En este sentido, Mosca sostenía que en todas las sociedades existen estas dos clases precitadas (gobernantes y gobernados) y que la organización es la base del poder de dicha élite.

Desde este último enfoque analizado, la violencia y la agresividad se convierten en herramientas potenciales para esos grupos concentrados de poder. Pueden ser utilizadas para reprimir la disidencia, intimidar a los oponentes y mantener el control de la situación. La popularidad, a su vez, sirve como un mecanismo efectivo para legitimar el poder de la élite, reduciendo la necesidad de recurrir a la fuerza física, conjuntamente con la exacerbación de una propaganda manipuladora de la opinión pública que desempeña el papel crucial de moldear la percepción de la realidad de los gobernados y asegurar su consentimiento.

La lectura crítica de esta teoría de la élite, por lo tanto, nos invita a cuestionar la noción de una democracia puramente representativa, en tanto que sugiere que el poder tiene que concentrarse en manos de minorías organizadas que pueden emplear distintas estrategias, incluyendo la violencia y la agresividad, para mantener su dominio. En el contexto de la agresividad política contemporánea, esta perspectiva nos permite entender cómo ciertos líderes utilizan tácticas agresivas para consolidar su poder y aumentar sus seguidores, mientras que la popularidad se convierte en el instrumento para legitimar su posición dentro de la puja de las élites gobernantes, mientras todos los gobernados lo miramos como un show, para algunos entretenido, para otros como yo, lamentable, decadente y patético.

En definitiva, queridos lectores, es claro que el aumento de popularidad de líderes agresivos nos plantea un desafío fundamental para el sostenimiento de la democracia. La violencia política no hace otra cosa que erosionar el espacio público, dificultar el diálogo, destrozar la deliberación honesta y polarizar a la sociedad. Además, la normalización de la agresividad por parte de una sociedad abúlica, tiene sus consecuencias negativas a corto, mediano y largo plazo, como el aumento de la violencia comunitaria y la violación sistemática de las normas y leyes de la estructura democrática.

Para intentar contrarrestar este fenómeno, es necesario fortalecer las instituciones democráticas, promover una educación cívica de calidad y fomentar una cultura del diálogo, la tolerancia y la construcción conjunta de una sociedad en la que todos merecemos vivir dignamente y ser respetados. Ni hablar de cuán crucial es empezar a discutir el rol que están teniendo las redes sociales en la promoción de la normalización de la agresividad llevada a niveles descomunales de participación masiva y cobardemente anónima. En última instancia, la salud de la vida democrática depende de nuestra capacidad crítica como ciudadanos para resistir la tentación del ataque fácil a quien piensa de otra manera y defender los valores de la verdadera libertad, que no es otra que la posibilidad de coexistir con personas que no están de acuerdo con nosotros.

Lisandro Prieto Femenía.       
Docente. Escritor. Filósofo       
San Juan – Argentina       

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“Desmontando la Leyenda Negra”- Lisandro Prieto Femenía

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“El historiador debe tener la libertad de buscar la verdad sin temor a la censura o a las presiones ideológicas, desmontando las leyendas, vengan de donde vengan”

Gustavo Bueno, España frente a Europa (1999), p. 23.

La historia es un campo de batalla donde se libran luchas por la hegemonía de la verdad y de ciertos relatos. Entre las narrativas más arraigadas y, a la vez, más distorsionadas, se encuentra la que demoniza la conquista española, presentándola como un acto de genocidio desmedido. Esta visión, conocida como la “leyenda negra”, ha permeado el imaginario colectivo, convirtiéndose en un dogma incuestionable en muchos sistemas educativos y culturales como también en los debates públicos. Sin embargo, una mirada crítica y documentada a los hechos nos invita a cuestionar esta imposición y a reevaluar el legado de España en América. No se trata de negar los sufrimientos inherentes a todo proceso de conquista, sino de desentrañar la intencionalidad de un mito que ha opacado la complejidad y las vastas contribuciones de la Hispanidad.

La gestación y difusión de la leyenda negra no fue un proceso espontáneo, sino una estrategia deliberada, principalmente orquestada por potencias rivales del Imperio Español. Al respecto, Marcelo Gullo, en su obra “Madre Patria”, señala con agudeza que “la Leyenda Negra es el relato con el cual se deslegitimó a España y se justificó la expansión de las nuevas potencias europeas en América” (Gullo, 2021, p. 45). Esta deslegitimación no sólo buscaba socavar la influencia española, sino también justificar sus propias incursiones coloniales, presentándolas como una alternativa moralmente superior. No es accidental que la difusión de relatos exagerados sobre crueldades y la omisión de los logros civilizatorios de España terminaran siendo herramientas clave en este proceso.

Contrariamente a la imagen de exterminio sistemático que nos vienen vendiendo hace siglos, la presencia española en Hispanoamérica se caracterizó por una empresa de fundación y mestizaje sin precedentes en la historia de la humanidad. Mientras que otras potencias coloniales priorizaron la explotación y el desplazamiento de las poblaciones nativas, España se abocó a la integración, si bien imperfecta y con algunos conflictos, de los pueblos originarios en una nueva sociedad. Uno de los pilares de esta integración fue la fundación de ciudades y la creación de instituciones educativas. Desde los primeros años de la conquista, se erigieron universidades, hospitales y escuelas, a las que tuvieron acceso no sólo los españoles, sino también los indígenas y mestizos. La Real y Pontificia Universidad de México, fundada en 1551, y la Universidad Mayor de San Marcos en Lima, establecida el mismo año, son ejemplos tempranos de este compromiso con el conocimiento y la sociedad establecida en lazos mancomunados.

Más allá de la educación, el reconocimiento de la humanidad y de los derechos de los indígenas fue un debate central en la Corona española, algo impensable en otras latitudes coloniales. Las Leyes Nuevas de 1542, promulgadas por Carlos I, son una muestra fehaciente de este esfuerzo legislativo por proteger a los nativos del abuso de los encomenderos. Bartolomé de las Casas, figura crucial en este proceso, jugó un papel fundamental en la denuncia de las injusticias, lo que llevó a la Corona a tomar medidas sumamente eficaces para la época. Es crucial entender que, a diferencia de otras potencias, España incorporó a los pueblos indígenas a su legislación, otorgándoles derechos y, en la mayoría de los casos, permitiendo el matrimonio mixto, lo que derivó en un rico proceso de mestizaje cultural. Tal como sostiene María Elvira Roca Barea en “Imperiofobia y Leyenda Negra” que “la Monarquía Hispánica fue la única de las potencias europeas que estableció leyes para la protección de los indígenas y debatió moralmente sobre la legitimidad de su dominio” (Roca Barea, 2016, p. 215). Evidentemente, esta preocupación por la legitimidad y la moralidad, aunque no siempre se tradujo en una aplicación perfecta, es un rasgo distintivo de la empresa española.

Ahora bien, la narrativa de la leyenda negra cobra aún más matices cuando se la contrasta con las acciones de otras potencias coloniales, particularmente el Imperio Inglés en Norteamérica. Mientras que España fundaba ciudades y promovía el mestizaje, los colonos ingleses, en su mayoría protestantes con una visión segregacionista, implementaron políticas de exterminio y desplazamiento de las poblaciones nativas. La idea de una “tierra vacía” (terra nullius) sirvió de justificación para la apropiación violenta de vastos territorios. No hubo en las colonias inglesas universidades para los nativos, ni leyes que los protegieran, ni un debate moral profundo sobre su estatus. Las guerras indígenas en América del Norte, como las Guerras Indias, resultaron en la aniquilación completa de tribus enteras y su confinamiento en reservas.

El contraste es palpable. Mientras los españoles se mezclaban, dando origen a una nueva raza y cultura, los ingleses mantenían una estricta separación, viendo a los nativos como un obstáculo a ser eliminado o segregado. Como afirmó Ricardo Levene, “los españoles vinieron a poblar y a fundar. Los anglosajones vinieron a destruir lo que encontraban en su camino y a expulsar a los nativos” (Levene, 1957, p. 125). Este diferencial en el enfoque, que no se enseña en casi ninguna escuela o universidad de Hispanoamérica, desmantela la visión simplista y unilateral que propone la paradójicamente anglosajona “Leyenda Negra”.

Para comprender la verdadera dimensión del encuentro entre España y las civilizaciones precolombinas, es imperativo que nos despojemos de visiones idílicas que a menudo ignoran las complejidades y, en ocasiones, las brutalidades inherentes a las estructuras políticas y religiosas de estas sociedades. Contrario a la imagen de un paraíso terrenal invadido, imperios como el Azteca y el Inca habían forjado vastas hegemonías a través de la conquista y la imposición tributaria sobre los pueblos sometidos. La dominación azteca, por ejemplo, se sustentaba en un sistema donde las guerras floridas no sólo buscaban expandir el poder territorial, sino también asegurar un flujo constante de cautivos destinados a los sacrificios humanos. El Templo Mayor de Tenochtitlán, tal como lo describen las crónicas y lo ha confirmado la arqueología moderna, era el escenario de rituales donde la extracción de corazones y el autosacrificio eran prácticas centrales para el mantenimiento del orden cósmico y político. Como señaló el historiador mexicano Miguel León-Portilla, refiriéndose a la cosmovisión náhuatl, “la sangre era el alimento divino por excelencia; el sol, Huitzilopochtli, requería de este ‘líquido precioso’ para continuar su curso diario y evitar el fin del mundo” (León-Portilla, 1959, p. 118). Esta concepción religiosa justificaba una violencia ritual que asombró y horrorizó a los conquistadores españoles y parece haber sido olvidada en los relatos posmo-progres que muestran ese panorama como el Jardín del Edén.

Del mismo modo, el Imperio Inca, si bien con otras particularidades, ejerció una dominación que incorporaba la reubicación forzada de poblaciones (mitimaes) y un estricto control sobre los recursos y la mano de obra de los pueblos subyugados. Aunque los sacrificios humanos incas, conocidos como Capacocha, no alcanzaron la escala de los aztecas, sí implicaban la ofrenda de niños y jóvenes elegidos por su pureza y su belleza en cumbres andinas, como lo evidencian los hallazgos de momias como la “Niña de Ampato”. Al respecto, la historiadora María Rostworowski de Diez Canseco ha documentado la compleja relación entre religión, poder y sacrificio en el Tahuantinsuyo, destacando que “estas ceremonias tenían un profundo significado político y religioso, buscando la comunión con los dioses para asegurar la prosperidad del imperio y la legitimidad del Inca” (Rostworowski, 1988, p. 195). Así, la llegada española no se produjo en un vacío de violencia o dominación, sino en un continente donde imperios preexistentes ejercían su propio control con prácticas que contrastaban fuertemente con los valores de la cristiandad.

Pues bien, la persistencia en el precitado mito nefasto y falso en la cultura americana contemporánea es una de sus consecuencias más perniciosas. Los sistemas educativos, a menudo, reproducen acríticamente los postulados de esta quimera, generando en las nuevas generaciones una visión sesgada y, en muchos casos, un sentimiento de culpa infundado. Esta narrativa ha sido instrumentalizada para fines políticos, alimentando divisiones y dificultando una comprensión integral de nuestra herencia cultural. Al desconocer los matices y las complejidades de la Conquista, se pierde la oportunidad de entender la riqueza del mestizaje y la impronta de la cultura hispánica en el continente.

La desinformación histórica, que es intencional, no sólo empobrece nuestra comprensión del pasado, sino que también dificulta la construcción de un futuro más cohesionado. Las consecuencias de esta narrativa falaz se manifiestan en la negación de los profundos lazos culturales y lingüísticos que nos unen, y en una persistente autoflagelación innecesaria que impide valorar la vastedad y la profundidad de la civilización que se gestó a partir del encuentro de dos mundos.

Frente a este panorama, la tarea no es la negación de la historia, sino su revisión crítica y sincera, despojada de prejuicios y manipulaciones. Es imperativo que la reflexión filosófica y la investigación histórica nos permitan trascender las narrativas simplistas y comprender la complejidad de los procesos que nos han configurado. La persistencia de la leyenda negra nos ha privado de una visión completa, oscureciendo, por ejemplo, el hecho que mientras en los virreinatos hispanoamericanos la Corona Española promovía el acceso de nativos y mestizos a universidades y escuelas desde el siglo XVI, la plena integración de la población afroamericana en el sistema educativo estadounidense, junto a los blancos, no se concretaría, y de manera muy precaria, sino hasta la década de 1950 y 1960. Este contraste no es menor, porque revela una idiosincrasia profunda en la concepción de la inclusión y la dignidad humana por parte de ambos imperios.

¿Es posible, entonces, liberarse de las cadenas de una historia contada por otros, y abrazar esa visión más matizada de nuestro pasado? ¿Podemos, como pueblos hispanoamericanos, reconciliarnos con la totalidad de nuestra herencia, incluyendo sus luces y sombras, sin caer en la dicotomía estéril de víctimas y victimarios absolutos? A pesar de la sombra que aún proyecta la leyenda negra, existe una esperanza. La creciente disponibilidad de información, el surgimiento de nuevas voces y la voluntad de muchos investigadores de desenterrar la verdad, nos permiten vislumbrar un futuro donde la historia se cuente con mayor rigor y honestidad. Es en este reconocimiento de nuestra compleja identidad, forjada a partir de la mezcla de culturas, de la lucha y la colaboración, donde reside la clave para construir sociedades más justas y conscientes. La revisión del pasado no es un ejercicio del rencor, sino una oportunidad para la comprensión y, en última instancia, para la reconciliación con nosotros mismos y con nuestra herencia compartida, de la cual, no tenemos nada de qué avergonzarnos o pedir perdón alguno.

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Desenmascarando la figura del intelectual rentado

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«Quien no se rebela se hace cómplice. Y esta complicidad no es cómoda, porque exige que se dé constantemente la razón a lo irracional»: Camus, A., Cartas a un amigo alemán, 1943

El ideal de la filosofía supo ser, desde sus albores en la Grecia clásica, la búsqueda desinteresada de la verdad. No obstante, esta noble empresa se ha visto secularmente acechada por la sombra de la conveniencia, la servidumbre y el rédito. En el escenario contemporáneo, la figura del intelectual rentado- aquel cuyo discurso no es la conclusión de un proceso racional autónomo, sino el apéndice apologético de una agenda cultural, política o económica- plantea una crisis radical al concepto mismo de autonomía intelectual. Pues bien amigos, hoy analizaremos este fenómeno, que trasciende la traición personal a la razón, puesto que es la claudicación de la función crítica de la filosofía en el espacio público.

La lucha por la independencia del pensamiento no es nueva. Fue el conflicto fundacional de la filosofía occidental desde sus orígenes. En la Atenas del siglo V a.C., la figura del sofista representaba al experto en retórica que venía su habilidad para hacer prevalecer cualquier argumento, sin importar su veracidad: ellos hacían de la doxa (opinión) una mercancía. Sobre este asunto en particular, Protágoras, con su famoso aforismo, resumía este espíritu de relativismo y utilitarismo: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, y de las que no son en cuanto que no son”. Este principio justificaba que la oratoria se vendiera al mejor postor para fines prácticos, desvinculando la elocuencia de la verdad moral. Y tal vez, usted se preguntará “¿qué tiene eso de malo?”. Ya lo descubrirá a lo largo del texto, pero le regalo un adelanto: este tipo de argumentaciones todavía se utilizan hoy para sostener que “un feto humano no es una persona” y que “ese señor, Carlos, que se autopercibe foca, es efectivamente una foca”.

Frente a esta transacción del logos, se alzó el maestro Sócrates. Él detestaba la venta del saber, pues creía que el ejercicio filosófico era una vocación que obligaba al alma a examinarse a sí misma en pos de la verdad objetiva. El compromiso socrático no era con un partido político o una fortuna de un mecenas, sino con la razón. En su juicio, tal como lo narra Platón, Sócrates deja clara la diferencia abismal entre el ejercicio retórico y el filosófico, argumentando que la única vida digna de ser vivida es aquella dedicada al análisis implacable de las propias creencias y de la realidad. Con una rotundidad que resuena aún hoy como el mayor desafío a la mediocridad intelectual, afirmó: “Y ahora, como estoy convencido de que no he hecho mal a nadie, me encuentro muy lejos de hacer mal a un hombre por miedo de esto y de arriesgarme a algo que sé que es malo. La vida sin examen no es digna de ser vivida por el hombre” (Platón, Apología de Sócrates, 38a).

La independencia del filósofo se mide, en esta tradición, por su disposición a afrontar el descrédito antes que vender o silenciar la conclusión de su examen racional. En pocas palabras, su única patria es la verdad. Para que tengamos un panorama gráfico sobre este asunto, es crucial encarar la dialéctica entre el sofista y el filósofo, que halla su máxima expresión alegórica en el “Mito de la caverna” de Platón. En él, la ascensión del prisionero liberado hacia la luz representa la conquista de la autonomía racional- el acceso a las Ideas o a la verdad objetiva superando las sombras de la doxa que confina a las mayorías. Sin embargo, la parte crucial del mito, y la que resulta más incómoda para el intelectual contratado de nuestros días, es el deber del retorno.

El filósofo, una vez liberado y tras haber contemplado el sol (la Idea de Bien), no es moralmente libre de quedarse en la contemplación egoísta. Su obligación es descender de nuevo a la oscuridad para educar a los que siguen encadenados en el fondo de la cueva. Esta tarea es peligrosa y desagradable, pues los prisioneros (apegados a sus sombras y dogmas) lo rechazarán y querrán incluso matarlo. El intelectual rentado, por el contrario, ha decidido que su “luz”- o el dinero que obtiene por ella”- vale más que la verdad de sus conciudadanos.

En este sentido, para Platón, la vocación política del filósofo es irrenunciable, incluso si es forzada por la justicia. En su obra “La República”, se establece claramente esta obligación moral y cívica al afirmar: “Pero a ti no se te puede permitir que permanezcas allí y te niegues a descender de nuevo a la morada de aquellos prisioneros ni a participar en sus trabajos y honores, sean más bajos o más altos” (Platón, República, VII, 520d).La figura detestable del intelectual militante, en cambio, encuentra esta tarea innecesaria o incluso contraproducente, pues su comodidad se basa precisamente en validar las sombras de la caverna que le otorgan prestigio y posición. Él prefiere usar su intelecto para diseñar sombras más atractivas y persuasivas, consolidando así el cautiverio en general.

La historia moderna ofrece ejemplos claros de cómo el pensamiento, aún el más elevado, puede ser cooptado para servir a estructuras de poder. La figura del filósofo de la corte o del pensador oficial es, para mí, la antítesis del socrático que vive en la incomodidad de la verdad en un mundo que abraza con amor, a diario, la mentira. Este principio, al ser adoptado por la burocracia y la academia, sirvió para desalentar la crítica fundamental y establecer una renta moral para aquellos que se dedicaran a exponer la racionalidad inherente al sistema. En el siglo XX, la figura del intelectual rentado-militante como Jean-Paul Sartre mostró cómo la elección de una agenda política (en su caso, el comunismo) podía llevar a la negación de cierta autonomía racional. Sartre, al abrazar el engagement total, asumió el costo de excusar o minimizar las atrocidades del estalinismo, juzgando que la utilidad política de la causa superaba el deber ético de la verdad. Su postura, si bien buscaba la liberación humana, terminó sacrificando la independencia intelectual en el altar de la brillantina partidaria. Para Sartre, la no-acción era también una elección, pero la acción elegida fue la que le costó el silencio crítico ante la barbarie: «… el escritor se encuentra en la sociedad. Está «comprometido» en ella y sus escritos están «comprometidos» en ella, aun en la no acción» (Sartre, J. P., ¿Qué es la Literatura? [Publicado en Situaciones, II]).

El problema radica en que el “compromiso” exigido por la agenda moderna- ya sea de un partido político o de una corporación que financia ciertos estudios culturales- es a menudo el de la obediencia y la obsecuencia, no el del análisis. Así, el intelectual recibe una renta justamente por no pensar, y para poder coincidir.

Ahora bien, el problema de la autonomía se complejiza al examinar las motivaciones profundas que llevan al filósofo a la servidumbre. En su “Genealogía de la moral”, Friedrich Nietzsche cuestionó la supuesta neutralidad y el “ascetismo” de la búsqueda de la verdad, pero su crítica sirve paradójicamente para iluminar el vicio del pensador rentado. Nietzsche advierte que todo juicio proviene de una “perspectiva” y está ligado a una voluntad de poder. Sin embargo, la rendición ante el poder externo (partido político, dinero, agenda) es la negación del espíritu libre que él mismo idolatraba.

El sofista rentado no ejerce una voluntad de poder propia, sino una servil voluntad de aprobación. Se convierte en lo que Nietzsche llamaría un “animal de rebaño”, sacrificando la rara virtud de la independencia en aras de la seguridad del grupo o del patrocinador de turno. En este sentido, el filósofo pierde su capacidad de ser el martillo crítico de su época y se vuelve una herramienta más de propaganda. El intelectual claudicante utiliza la sutileza del conocimiento no para descubrir, sino para legitimar una mentira conveniente o una verdad parcial, en tanto que su autonomía queda hipotecada por el temor a ser excluido de los circuitos de visibilidad y poder, demostrando la vigencia del diagnóstico de Immanuel Kant.

En su llamado a la Ilustración, Kant identificó la pereza y la cobardía como las razones primordiales de la heteronomía del pensamiento. El intelectual que se pliega a una línea preestablecida lo hace, en última instancia, por comodidad y por miedo a la exclusión. Ante ello, Kant le grita: «Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón! Tal es el lema de la Ilustración» (Kant, I., Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?, 1784).

Esta “propia razón” es precisamente lo que se anula cuando los diletantes académicos asumen la tarea de sostener narrativas políticas o culturales a cambio de renta, visibilidad, fama y aprobación. El discurso ya no es un acto de descubrimiento, sino una representación teatral. En la actualidad, esta servidumbre se manifiesta en la figura del pseudo-intelectual militante que, bajo la bandera de la libertad de expresión, en realidad sólo posee la libertad de repetir el guión preestablecido por las agendas que lo están financiando, sean éstas ideológicas, mediáticas, políticas o académicas. En este sentido, la mayor amenaza a la libertad de pensamiento no es la censura explícita, sino la creación de un clima intelectual donde sólo ciertas narrativas son financiadas, celebradas y permitidas. Esto, evidentemente, restringe la verdadera libertad y autonomía racional, al moldear el pensamiento desde las esferas del poder.

La crítica más lacerante debe centrarse en cómo la renta de mercaderes de discursos se traduce en la destrucción de la autonomía en la educación. Cuando ciertos discursos, a menudo etiquetados como progresistas y liberales (o sea, posmodernos), degeneran en formas de relativismo moral dogmático y se utilizan como arietes para desmantelar la capacidad de pensamiento crítico en los centros educativos.

Desde nuestra perspectiva, el objetivo de la educación es formar personas libres y autónomas que tengan la capacidad de enfrentar la vida examinada. Sin embargo, la actual servidumbre voluntaria de los académicos se extiende a aquellos que diseñan currículos que buscan formar “militantes” para una causa, y no ciudadanos capaces de pensar por sí mismos. Frente a este nefasto panorama, proponemos una filosofía para la libertad, en tanto capacidad de trascender el propio contexto y las propias pasiones para buscar una verdad común. Al contrario, el académico partidario y rentado enseña que el pensamiento crítico debe detenerse justo donde comienza la doctrina de la agenda cultural que lo sostiene. Este acto de clausura del horizonte de la razón es la forma más insidiosa de tiranía intelectual, pues se ejerce bajo el disfraz de la liberación y de la justicia social. El resultado, a la vista de todos ya, es el desarme pedagógico del individuo frente a la propaganda, impidiéndole desarrollar la armadura de la crítica racional, lo cual es, en esencia, la destrucción de la persona libre.

En fin, caros lectores, la autonomía del filósofo no es un lujo, sino la condición sine qua non de su existencia. Cuando la filosofía se somete a la utilidad inmediata, a la agenda cultural de moda o al presupuesto estatal, deja de ser philosophia (amor a la sabiduría) para convertirse en sophistica (habilidad para convencer). Hemos llegado a un momento en que el coraje intelectual- la voluntad de ir en contra de la marea de la opinión financiada- es la forma más alta de honestidad. La figura del filósofo verdaderamente independiente es hoy una verdadera anomalía, o peor aún, una amenaza al consenso prefabricado, precisamente porque no se alinea a ninguna causa rentable (y racionalmente sostenible). Si la labor del intelectual posmoderno es simplemente la de proveer una justificación sofisticada para el statu quo de su tribu ideológica, la sociedad pierde a su conciencia crítica. Ahora bien: ¿cómo podemos, entonces, pasar de ser simples reproductores de narrativas a verdaderos artesanos del pensamiento? ¿Y cuál es el precio, en la actualidad, que el intelectual está dispuesto a pagar por su propia autonomía?.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Instagram y su nefasto mecanismo de censura

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Por: Lisandro Prieto Femenía

Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión vale poco: José Luis Sampedro

La promesa de las grandes plataformas digitales fue simple y seductora: restaurar la palabra pública, democratizar la difusión, dar voz a quien antes carecía de tribuna. Instagram, en particular, se presentó como un ágora visual donde la creatividad y la expresión personal florecían sin intermediarios. Pues bien, hoy esa promesa aparece totalmente corroída por una doble realidad: por un lado, la red social tolera y a menudo amplifica imágenes y relatos de violencia, pornografía y todo tipo de atrocidades; por otro, castiga e invisibiliza sistemáticamente voces que promueven la concientización, el cuidado, el amor a la familia o posiciones discordantes con ciertas corrientes culturales posmodernas. Entre la retórica de la libertad y la práctica de la moderación se ha instalado una hipocresía patética que merece ser confrontada filosóficamente.

Bien sabemos que la hipocresía no es un fallo técnico accidental, sino la clara manifestación lógica de una arquitectura institucional y económica. Las decisiones de qué puede permanecer visible y qué debe ser suprimido no nacen en un vacío moral, sino que responde a intereses, incentivos y diseños que priorizan la captura de atención y la extracción masiva de datos de todos los usuarios. En lugar de una ética coherente de la palabra pública, lo que está rigiendo es una economía de la atención que recompensa solamente lo sensacional, lo inmediato y lo emotivo. Las imágenes que escandalizan atraen miradas y likes mientras que los relatos serenos de aprendizaje, sensatez, cordura o crítica reflexiva atraen menos y, por tanto, quedan penalizados por un algoritmo cuya función primera es maximizar retención y retorno publicitario. Así, la plataforma enseña su clara moral: la visibilidad se paga en tiempo de atención y la censura se impone cuando el discurso no resulta rentable o resulta políticamente incómodo.

La precitada economía no actúa sola: la moderación se externaliza a sistemas mixtos de aprendizaje automático y denuncias humanas, ambos cargados de sesgos de dudosa procedencia. Los modelos se entrenan con datos que reproducen prejuicios: léxico marcado como “peligroso”, imágenes etiquetadas como “sensibles”, comunidades etiquetadas como de alto riesgo. El resultado es un sistema que discrimina no sólo por el contenido sino por el estilo, vocabulario y afiliación. Es fácil ignorar o retrasar la retirada de material explícito que atrae audiencia; es mucho más sencillo y barato sancionar a usuarios que comparten testimonios incómodos para las narrativas patéticas dominantes. La hipótesis es inquietante pero totalmente verosímil: la censura no castiga únicamente por daño, sino también por incomodidad y por riesgo reputacional para la plataforma, ya comprometida con ciertos intereses.

Ahora bien, contrastemos la retórica y la praxis mediante ejemplos concretos. Incidentes en los que asesinatos han sido transmitidos o difundidos en vivo, y han circulado durante horas antes de su eliminación, muestran un fracaso institucional para priorizar la protección de las víctimas por sobre la viralidad. En paralelo, hay múltiples relatos periodísticos e investigaciones que denuncian cierres de cuentas y eliminación de contenidos destinados a la prevención y cuidado o a la crítica social, alegando siempre “violaciones de políticas” de la empresa- “contenido sensible”, “desinformación”, “discurso de odio”- con criterios vagos y aplicaciones erráticas. Estos patrones, repetidos en distintos contextos, delinean una práctica nefasta: contenidos gráficos que alimentan la máquina de la atención perviven mientras que las voces que desestabilizan narrativas cómodas se silencian con rapidez.

Para comprender la mecánica de este fenómeno, conviene apoyarse en algunos marcos teóricos contemporáneos. Shoshana Zuboff ha mostrado cómo las plataformas convierten la conducta en datos y luego en ganancias mediante la vigilancia, que es la materia prima de un negocio que no sólo vende atención sino que moldea sujetos. Por su parte, Eli Pariser advirtió la creación de “burbujas de filtro”, entornos que homogeneizan la información y restringen la pluralidad real. Simultáneamente, Tarleton Gillespie describe a las empresas tecnológicas como “custodios de internet”, es decir, actores privados que, sin legitimidad democrática, toman decisiones de alcance público. Por último, Safiya Noble expuso cómo los sesgos tecnológicos reproducen y amplifican ciertas injusticias. Todos estos aportes coinciden en un punto crucial: las decisiones de “moderación” en las redes no son neutrales, sino que son políticas enmascaradas de técnicas.

De aquí se desprende una tensión filosófica central, puesto que la supuesta libertad de expresión que proclaman estas redes sociales es, en el mejor de los casos, una libertad condicionada por el acceso y la visibilidad. No basta con la posibilidad de hablar, porque la libertad real exige ser realmente escuchado. La famosa técnica del “shadowbanning”, la degradación algorítmica y los sistemas opacos de apelación ilustran con claridad cómo la supresión puede ser más efectiva cuando es invisible, es decir, que la voz no es silenciada por eliminación directa sino por la negación de audiencia. La privatización de la jurisdicción comunicativa despoja a la esfera pública de mecanismos democráticos de resolución de conflictos, a saber, normas esenciales para la convivencia digital pasan ahora por equipos internos de moderación, políticas de empresa y modelos entrenados (entidades que no rinden cuentas a los ciudadanos). Sin ir más lejos, hace un año, Instagram decidió eliminar mi cuenta, la cual tenía 1,4 millones de seguidores, sin mediar explicación alguna y sin permitirme atisbo de apelación. ¿Democrático no?

La censura selectiva plantea también una cuestión ética sobre la correspondencia entre intención y efecto. Muchos contenidos removidos por “desinformación” o por violaciones a términos ambiguos escritos por un degenerado desconocido en Los Ángeles son, en realidad, esfuerzos de concientización o testimonios personales. Penalizar una crítica por el uso de lenguaje desacomodado a la moda posmo-progre o por documentación cruda- por ejemplo, materiales destinados a sensibilizar sobre riesgos o a documentar violencia para pedir justicia- equivale a castigar la posibilidad misma de narrar la experiencia. Así, se produce un doble daño perverso: las víctimas pierden voz y la sociedad pierde información crítica para poder deliberar con autonomía.

Tampoco puede soslayarse la dimensión de la vulgar vigilancia de datos. Instagram no sólo decide qué verás, sino que también perfila quién eres ante los demás. Cada “me gusta”, cada tiempo de visionado, cada comentario alimentan modelos que categorizan usuarios en función de su capacidad de retención, su propensión a reaccionar emocionalmente y su capacidad de monetización. Estos perfiles determinan tratamientos claramente diferenciales: exposición priorizada, relegación o supresión. La instrumentación de datos para moderación de contenidos convierte la privacidad en un vector de control porque el historial de interacciones define si una voz será amplificada o enterrada en el olvido. Además, la monetización de la atención vuelve la moderación un servicio económicamente rentable ya que las empresas que venden soluciones de verificación se benefician de un mercado de “seguridad” digital que, paradójicamente, es turbio y discrecional.

Las consecuencias sociales son bastante profundas. Primero, la erosión del debate plural que se da cuando ciertas críticas son sistemáticamente invisibilizadas produce un empobrecimiento de la deliberación pública que pierde su capacidad de autocorrección. En segundo lugar, se produce una desigualdad comunicativa peligrosa, porque quienes disponen de recursos- instituciones bien financiadas, influencers alineados con las agendas dominantes- navegan mejor los rigores y las zonas grises de las políticas mientras que los de “abajo”, activistas independientes y comunidades altamente vulnerables, son propensos a sanciones permanentes. En tercer y último lugar, se ejecuta una delegación de la legitimidad: funciones que pertenecen a la esfera pública, como la regulación de discursos nocivos y la protección de derechos, son asumidas por actores privados sin los mecanismos de transparencia y control democrático necesarios. A pesar de que no existe en el mundo un registro internacional de memes o de contenido digital, si uno comparte contenidos que van en contra de las modas, la entidad etérea de Instagram tiene la potestad de acusarte de infringir normas de “derecho de autor”, aunque ese contenido no esté fehacientemente patentado en ninguna parte.

Frente a este cuadro, las respuestas puramente tecnológicas no bastan. Es necesario plantear una reforma que convoque principios de justicia comunicativa que implique cierta transparencia algorítmica real- no meras divulgaciones de marketing-, auditorías independientes de moderación de contenidos, mecanismos de apelación que restituyan no sólo cuentas sino alcance y reparación simbólica, y normas que desincentiven el diseño de productos que premian solamente lo que es nocivo. De igual manera, también es necesario contar con políticas públicas que limiten la externalización de funciones regulatorias a privados y que obliguen a presentar cierta rendición de cuentas, como lo hacen con casi todos los mortales.

El problema es, en último término, filosófico. Se trata de decidir qué tipo de esfera pública queremos. ¿Aceptamos que un puñado minúsculo de empresas privadas, guiadas por incentivos comerciales y criterios nebulosos, definan los límites de lo pensable y lo visible? ¿O reclamaremos una esfera en la que la moderación sea un asunto de derechos, criterios transparentes y supervisión democrática? La respuesta no es una nostalgia idealizada de internet, sino una exigencia para recuperar mecanismos de deliberación y responsabilidad que permitan que la libertad de expresión no sea sólo un eslogan progre sino una práctica efectiva que tenga alcance verdadero para todos.

Si las plataformas se proclaman paladines de la libre expresión, deberán también aceptar las obligaciones que ello implica, a saber: explicitar criterios, proporcionar recursos reales de apelación, someterse a auditorías públicas y desvincular la policía del pensamiento digital de los incentivos que premian lo aberrante. Sin esas condiciones, la declaración de libertad será sólo una mera fachada mientras que la maquinaria seguirá alimentando la visibilidad de lo escandaloso y devorará a quienes practican la palabra como cuidado, denuncia y remedio. Pues bien, queridos lectores, la verdadera libertad de expresión exige más que la posibilidad de publicar pavadas en una red social; requiere también el derecho a ser visibilizado, a ser escuchado y a participar en una esfera pública que no esté en venta. Sólo así, dejarán de florecer los censuradores rapaces bajo la máscara de “pluralistas”.

Lisandro Prieto Femenía
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