Opinet
El valor de ser uno mismo
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Por: Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
«Es muy aventurado ser uno mismo. Es más fácil y seguro ser como los otros, convertirse en una imitación, en un número en una cifra de la multitud» : Søren Kierkegaard
Hoy quisiéramos invitarlos a reflexionar sobre un asunto que siempre es actual, no importa la época en la que estemos parados, a saber, la búsqueda de la autenticidad que se enfrenta crudamente con la tendencia constante de masificarse en una sociedad enferma, sólo para encajar. En otras palabras, amigos míos, hoy trataremos de pensar si realmente vale la pena ser uno mismo cuando nadie quiere conocerse a sí mismo.
Las palabras de Kierkegaard citadas precedentemente señalan la esencia de una lucha existencial que enfrenta el individuo (que decide pensar) en su búsqueda de la autenticidad. El filósofo danés, considerado como uno de los padres del existencialismo, nos desafía a confrontar la difícil (pero hermosa y digna) tarea de descubrir y vivir conforme a nuestra verdadera esencia, una labor que, según él, implica un riesgo considerable. Pero, ¿por qué es peligroso conocerse a uno mismo, querido Søren? Pues bien, el mundo fue siempre un lugar donde la presión social y las expectativas externas son excesivamente abrumadoras y, en medio de esa tormenta, optar por ser uno mismo, es un acto de valentía que pocos se atreven a realizar.
Evidentemente, esta reflexión se centra en la autenticidad como concepto estrictamente existencialista, motivo por el cual vamos a recurrir, en primer lugar, a Jean-Paul Sartre, otro destacado pensador de esta corriente que reflexiona sobre la importancia de no ser un zoquete servil a la masa atontada. En su célebre obra denominada “El ser y la nada”, Sartre sostuvo que muchas personas prefieren vivir según los roles sociales predeterminados en lugar de asumir la responsabilidad de crear su propio sentido de ser. Visto así el asunto, la libertad de ser uno mismo está indisolublemente ligada a la acción consciente y responsable, lo que implicaría un rechazo activo de la conformidad pasiva que nos quieren vender permanentemente como ideal de pertenencia.
«No existe más realidad que en la acción» (Sartre, 1943, p. 88).
En pocas palabras, según Sartre, uno es libre cuando se atreve a actuar conforme a su reconocimiento. En este sentido, es preciso recordar que en el prólogo de “Los condenados de la tierra”, de Frantz Fanon, Jean Paul escribe: “Soy lo que hago, con lo que hicieron de mí”, frase que encapsula la idea de que, aunque las circunstancias nos moldean, no estamos completamente determinados por ellas, puesto que la autenticidad reside en reconocer nuestra situación real no idealizada, nuestras limitaciones concretas y, aún así, elegir cómo responder a la vida con ellas a cuestas. No somos mero producto de nuestra infancia, familia, tradición, historia o de las expectativas sociales y culturales, puesto que tenemos una capacidad (siempre limitada adrede) de transformar nuestra existencia a través de nuestras decisiones libres. Así, ser uno mismo, en el pensamiento del francés que mientras lee, repasa, es un acto de creación continua puesto que asumimos la responsabilidad de nuestras elecciones y, por ende, de nuestro ser.
Sobre el enunciado “soy lo que hago, con lo que hicieron de mí”, aparte, podemos desglosar dos cuestiones más. La primera, muy común lamentablemente, es la tendencia despreciable que tienen tantas personas emocionalmente mezquinas que en lugar de hacerse responsables de su formas patéticas de actuar, pensar y hablar, siempre se justifican diciendo una de las frases más violentas que puedan llegar a existir: “yo soy así, al que le guste bien y al que no, también”. Pues no, ser un cretino no es “ser uno mismo” justamente porque en este caso particular se está utilizando el argumento se un ser pre-moldeado que es incapaz de actuar interpretando el medio que lo rodea. Absolutamente nadie tiene derecho de culpar a otros por lo que uno es: sí, nuestra crianza nos marca, nos delinea, pero es sólo la base desde la cual nos empezamos a elevar cuando tenemos mayoría de edad mental. Así que ya saben, amados lectores, cuando alguien les conteste así, ya tienen en el bolsillo una respuesta demoledora de patanes negadores de sus decisiones.
El segundo aspecto que vale la pena analizar del “soy lo hago con lo que hicieron de mí” es algo que, en lo particular, me parte al medio siempre, sobre todo cuando escucho a un niño decirse a sí mismo “es que soy tonto”, “es que soy torpe”, “es que soy un inútil”. Es fatal justamente porque el infante, en su precoz proceso de autorreflexión existencia, considera que aquello que le dicen los padres, los abuelos, los tíos o cualquier referente familiar o de autoridad, es un reflejo de la realidad, cuando en el fondo, no es otra cosa que un maltrato innecesario ejecutado por personas despreciables que necesitan menospreciar la autoestima de un niño como metodología de crianza mezquina. Ante estas situaciones, los seres humanos normales, deberían interrumpir ese acto de auto-desprecio que realiza el niño y recordarle que absolutamente todo lo que le han dicho de sí mismo son patrañas, que quienes se lo han inculcado son imbéciles y que él, con sus defectos y virtudes, es un ser maravilloso plagado de infinitas posibilidades de cara a una vida feliz.
Continuando con el análisis de “ser uno mismo”, es momento de preguntarnos, entonces, ¿qué papel juega la presión y la conformidad de la sociedad? En este sentido, nos viene genial recurrir a Nietzsche, un crítico feroz de la moralidad tradicional y de la cultura occidental judeo-cristiana ante la cual, por motivos personales, estaba completamente resentido. En su obra “Así habló Zaratustra” criticó a aquellos que siguen ciegamente las normas sociales y se “conforman” con las expectativas de los demás, catalogando esa clase de personas como “el último hombre”, “el más despreciable, el que ni siquiera se desprecia a sí mismo” (Nietzsche, 1883, p.10). Como contraparte, nuestro filósofo bigotón y enojón aboga por el desarrollo del «Übermensch» (superhombre), que vendría a ser un individuo que trasciende la moral convencional para crear sus propios valores y vivir según ellos: este súper-hombre no se conforma con ser parte de la masa, sino que busca continuamente su propia transformación y superación.
Paralelamente, introduce la idea del “eterno retorno”, una concepción filosófica que desafía al individuo a imaginar que cada momento de su vida debe ser vivido una y otra vez, eternamente. Según Nietzsche, esta idea es la prueba suprema de la autenticidad: ser uno mismo implica aceptar la vida tal como es, con todas sus alegrías y sufrimientos, y desear vivirla de nuevo sin arrepentirse de nada. Justamente por eso es importante que no temamos ser auténticos: la aceptación del eterno retorno de lo mismo no es sólo un acto de coraje, sino de total afirmación de la vida ya que se es uno mismo cuando asumimos nuestro destino con tal intensidad que estaríamos dispuestos a repetir nuestra vida eternamente. Esto lo podemos apreciar, en todo su esplendor y belleza, cuando nos encontramos con ancianos y les preguntamos “¿de qué te arrepientes, abuelo?” y te contestan “de absolutamente nada”. Qué fantástica y hermosa forma de haber vivido, ¿verdad?
«¿Cómo te sentirías si un día o una noche un demonio se colara furtivamente en tu más solitaria soledad y te dijera: ‘Esta vida, tal como la vives ahora y tal como la has vivido, tendrás que vivirla una vez más y una infinidad de veces más’?» (La gaya ciencia, 1882, §341).
Por último, y no por ello menos importante, no podemos dejar de lado a Martin Heidegger, quien influenciado por Kierkegaard, también exploró el concepto de autenticidad en su célebre obra “Ser y tiempo”. Recordemos que Heidegger utiliza el término “inautenticidad” para referirse a la existencia de aquellos que viven según las expectativas de la “gente” (das Man), o como siempre enunciamos, en el mundo del “se dice”, perdiendo así la singularidad y la libertad.
«La inautenticidad es la caída en el mundo y el olvido del ser» (Heidegger, 1927, p. 220).
Todos somos conscientes de lo marcada que está la vida cotidiana por aquello que Heidegger denominaba “ser-en-el-mundo”, donde el individuo se encuentra inmerso en las actividades y preocupaciones diarias, a menudo bajo la influencia del consumo desproporcionado de noticias intrascendentes o de modas y estilos de vida banales y vacíos que le dan importancia a cosas que, en el fondo, no la tienen. Esta es la condición de inautenticidad, en la que el Dasein (el “ser-ahí”, o sea, nosotros) se pierde en el mundo de las expectativas sociales, viviendo de manera hueca, impersonal y conformista.
Pero, seguramente usted se estará preguntando ¿pero qué es ser auténtico? Pues bien, según Heidegger la autenticidad surge cuando nos enfrentamos a la pregunta fundamental por nuestro propio ser. Esto ocurre principalmente a través de la confrontación con la muerte, que Heidegger llama “ser-para-la-muerte”: la muerte es el horizonte final que da sentido a nuestra existencia, y es sólo en la comprensión de nuestra finitud que podemos alcanzar una vida auténtica. Así, pues, la autenticidad radica en el reconocimiento de nuestra extremadamente limitada temporalidad y en la decisión de vivir de acuerdo con nuestra posibilidad de ser, en lugar de dejarnos guiar por las payasadas propias del mundo del “se dice” o por los valores preestablecidos por la moda circunstancial de la época en la que nos tocó vivir.
El Dasein, el ser-ahí, o sea, el único ser que se pregunta por su ser, se abre a la posibilidad de una existencia auténtica cuando “ha comprendido su propia existencia en su posibilidad más extrema, es decir, en su ser-para-la-muerte» (Ser y tiempo, 1927, p. 299). Cuidado amigos, esta comprensión no es un simple conocimiento intelectual, sino una experiencia vivida que transforma la manera en que nos relacionamos con nuestro propio ser y con el mundo: hagan la prueba ustedes mismos, noten cuál es la actitud ante la vida de alguien que niega la posibilidad de su muerte y contrasten con aquellos que abrazan abiertamente la idea de la finitud.
Lamento recordarles nuevamente que esto es filosofía, acá se mastica mucho el problema y no se regalan, al estilo de autoayuda exprés, ninguna solución simplona. La autenticidad, por lo tanto, no es un estado permanente, como tampoco lo es la felicidad, sino que se trata de una tarea constante, una manera de vivir que implica estar siempre consciente de nuestra propia finitud y de las posibilidades que tenemos de ser. En esta perspectiva, “ser uno mismo” es la capacidad de “estar resuelto”, según Heidegger, que no es otra cosa que vivir de acuerdo con nuestra propia comprensión del ser, a pesar de las inevitables distracciones y tentaciones de la estúpida y sensual inautenticidad.
En fin, amigos míos, propender a “ser uno mismo” es un desafío constante y una lucha contra la tendencia a la unificación, a la masa y a la conformidad vacía. Vivir de manera auténtica no es hacerse el rock-star o el rebelde sin causa, para nada, sino que requiere de un compromiso con la libertad y la responsabilidad personal, lo cual es un acto radical en un mundo que a menudo valora que seamos todos iguales e individualmente no seamos nada. En este fango en el que vivimos, entonces, la autenticidad no es una cuestión de descubrir quiénes somos, sino de atrevernos a serlo, a pesar de los riesgos y las incertidumbres que esto conlleva. Pero, ¡carajo que vale la pena intentarlo!
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Analizando la brecha entre la ciudadanía y el poder
Por: Lisandro Prieto Femenía
“La acción política requiere de un ‘espacio de aparición’ donde los individuos pueden influir en la esfera pública”: Arendt, H. (1958). La condición humana.
La tradición del pensamiento político, desde sus albores en la polis griega, ha estado obsesionada con una pregunta que persiste en el corazón de nuestras democracias contemporáneas: ¿por qué la gran mayoría de los hombres y mujeres comunes, aquellos que sostienen la estructura productiva y social, se encuentran sistemáticamente excluidos de los niveles más altos de la administración estatal? La disparidad entre el pueblo y la élite gobernante no puede ser reducida a la narrativa simplista de una “conspiración de casta”.
Es, en rigor, el resultado de una compleja amalgama de factores estructurales, psicológicos y morales que, aunque a veces culminan en la corrupción manifiesta, revelan limitaciones profundas inherentes tanto a la naturaleza humana como al diseño de las instituciones que deberían contenerla. Pues bien, amigos míos, hoy los invito a explorar las raíces de este vacío, zambulléndonos en los mecanismos teóricos que lo explican y en la corrosión ética que lo perpetúa.
El distanciamiento comienza con la arquitectura misma del poder. En 1911, Robert Michels, a través de su obra fundacional titulada “Los partidos políticos”, enunció la “ley de hierro de la oligarquía”. Nuestro autor sostenía que, ineludiblemente, cualquier organización de gran escala, incluso aquellas nacidas de la más ferviente vocación democrática, debe desarrollar una burocracia técnica y directiva para funcionar.
Esta necesidad práctica de gestión profesionaliza a los líderes, quienes eventualmente se separan de la base, buscando perpetuarse, creando una élite que se autorrefuerza. La complejidad de las democracias modernas, con sus estructuras partidarias, sus requerimientos financieros y sus sofisticados canales de comunicación, opera como un filtro implacable que favorece al profesional de la política, excluyendo a la mayoría que carece del tiempo, el capital o la habilidad de chupar medias para navegar en dicha arena.
Asimismo, este mecanismo estructural se ve legitimado por el discurso de la meritocracia, elogiado en la retórica oficial como el garante de la igualdad de oportunidades. Sin embargo, la meritocracia funciona a menudo como un sofisticado velo que disimula la reproducción del privilegio. Tal como anticipó Michael Young en “The rise of the meritocracy” (1958), un sistema que promete justicia puede degenerar fácilmente en una “nueva aristocracia basada en la educación y el capital cultural”. La selección de cuadros políticos, en la práctica, prioriza la experiencia en redes de influencia, la pericia en la negociación de élite y la destreza para moverse en las reglas no escritas del juego, actuando como barreras insalvables para la clase trabajadora que no posee dichas credenciales ni el capital social para adquirirlas.
Ahora bien, este vacío no es solo un problema de acceso estructural, sino también una profunda crisis de la relación ética y psicológica del individuo con el Estado. La filosofía política encuentra la raíz del distanciamiento en la alienación. Recordemos que Karl Marx describió esta condición como la “falta de reconocimiento de la propia actividad en los productos sociales” (Marx & Engels, 1848). En definitiva, el ciudadano común percibe hoy que la política, como producto de su esfuerzo y de su vida en comunidad, no le pertenece, puesto que se siente ajeno y traicionado por un ámbito que considera “sucio” y distante de las realidades de la desigualdad cotidiana.
Esta alienación se agrava por el vaciamiento de sentido del espacio público. Al respecto, Hannah Arendt enfatizó en su obra “La condición humana” (1958) que la política es la esfera de la “acción”, intrínseca a un “espacio de aparición” donde los individuos se manifiestan y ejercen influencia. Pero la moderna tecnificación de la gestión y la delegación de decisiones en comités técnicos- fenómeno bien analizado por la ciencia política- han reducido drásticamente este espacio. El ciudadano queda relegado a la pasividad del voto periódico, disminuyendo su sentido de eficacia hasta convencerlo de que debe callar. Si el ámbito público no permite la acción, la única respuesta racional del ciudadano desengañado es la resistencia pasiva o la apatía, lo que cimienta una cultura del desinterés que favorece a la minoría ya instalada.
Por su parte, la sociología de la cultura añade una capa que es crucial: Pierre Bourdieu, en su obra “La distinción: criterio y bases sociales del gusto” (1979), nos legó el concepto de “capital cultural”. Las clases dominantes reproducen su posición transmitiendo códigos, lenguajes y saberes que no son accesibles a la mayoría. La política, por lo tanto, no sólo exige enormes recursos económicos, sino también un tipo específico de capital cultural que refuerza la narrativa de que el ámbito público no es para cualquier ciudadanos de a pie, consolidando así la autoexclusión.
La brecha entre la ciudadanía y el poder se convierte en un círculo vicioso que se autoalimenta con combustible moral. La percepción de la política como un ámbito reservado a los sátrapas y corruptos provoca el repliegue ético de aquellos individuos que poseen capital moral y social, negándose a participar en una arena que consideran tóxica y peligrosa. Es la gente de bien, la que cumple con sus obligaciones, la que se auto-excluye.
Este abandono moral por sostener el “espacio de aparición” pavimenta el camino para la perpetuación de la élite que se critica a diario. El vacío dejado por el ciudadano desengañado, es ocupado de inmediato por la lógica patrimonial del poder, descrita por Max Weber (1922), donde el dominio de la autoridad tradicional se basa en la lealtad personal y no en la competencia técnica. Los líderes establecen círculos de confianza incondicional, donde la corrupción se vuelve un mecanismo de supervivencia política para asegurar la cohesión del grupo gobernante. Irónicamente, la exclusión moral y la alienación ciudadana terminan por reforzar la “ley de hierro de la oligarquía” (Michels, 1911), confirmando la profecía inicial que llevó a la retirada de los hombres y mujeres comunes. La no-participación se erige, entonces, como el mecanismo más eficaz para la autorregulación y supervivencia de la élite.
La fractura de este circulo vicioso exige la movilización de la voluntad colectiva, una voluntad que no va a surgir por sí sola, sino que debe ser cultivada. Aquí reside el rol fundamental de la educación cívica, entendida no como la simple instrucción pasiva y de pésima calidad sobre leyes y fechas históricas, sino como una pedagogía crítica de la polis. En este punto, no es casual que cualquier profesional con título habilitante, llámese profesor en ciencias de la educación o abogado, pueda dictar en los colegios una materia tan crucial como formación ética y ciudadana.
La participación política, para ser efectiva, debe estar informada por un profundo sentido de la justicia. Este sentido no es innato, sino que debe ser cultivado mediante la reflexión crítica sobre los principios que rigen la sociedad. Sobre este asunto en particular, John Rawls, en su obra “Teoría de la justicia” (1971), enfatizó que un sistema justo requiere que los ciudadanos desarrollen un “sentido de la justicia” que motive la obediencia a las instituciones equitativas, pero también la crítica informada cuando éstas fallan.
Por lo tanto, la educación cívica es el vehículo para dotar a los ciudadanos de las herramientas para reconocer y recuperar el “espacio de aparición” de Arendt. Un sistema educativo serio debe enseñar a actuar políticamente, no sólo a votar, puesto que debe desmitificar los códigos culturales que usa la élite (Bourdieu), y debe empoderar al individuo para que reconozca su propia actividad en los productos sociales (Marx). Una ciudadanía formada es la única barrera real contra la consolidación de “castas”, pues sólo ella puede revertir la alienación y transformar la resistencia pasiva en acción política consciente y bien dirigida.
Tampoco podemos dejar de lado el asunto del mecanismo de la corrupción y el nombramiento “a dedo”, que se consolidan como transgresiones directas a la base ética de la democracia. Al operar sobre la lealtad y el clientelismo, estos actos se convierten en una desigualdad estructural que garantiza la exclusión de la clase trabajadora, violando el principio de “igualdad de oportunidades” que Rawls defendió como un pilar de la justicia social.
Es necesario decirlo sin tapujos: la corrupción no es un exceso, sino una falla inherente al diseño que prioriza las relaciones personales sobre el mérito transparente. El acceso a cargos gubernamentales está fuertemente vinculado a las redes clientelares y a la capacidad de financiar campañas, elementos que escapan al alcance de la mayoría. Al socavar la fe en la posibilidad de ascenso por eficacia, el sistema político genera una profunda desesperanza mientras que valida la percepción de que la esfera pública es un coto privado, alimentando el círculo vicioso de la apatía de los buenos ciudadanos.
La falaz narrativa de la meritocracia persiste como una capa de legitimación, manteniendo viva la falsa esperanza de que el esfuerzo individual sea el único factor determinante. No obstante, una crítica filosófica honesta nos exige complejizar esta percepción. La existencia innegable de políticos comprometidos y honestos coexiste con la de los corruptos, revelando que los sistemas políticos son escenarios de una “complejidad” donde se mezclan motivaciones altruistas y egoístas, y no sólo la maldad.
Ante este panorama de exclusión sistémica, la filosofía no ofrece fórmulas mágicas, sino la obligatoriedad de interrogar lo que parece inmutable, abriendo el debate hacia la acción. En esta línea, cabe cuestionar si una reforma institucional que garantice la rotación periódica de cargos y una transparencia rigurosa en la selección de funcionarios tendría la fuerza suficiente para fracturar el núcleo de la “ley de hierro de la oligarquía”. Más aún, se hace imperativo explorar en qué medida una profunda y crítica educación cívica -una pedagogía de la polis dictada por filósofos-, junto con la creación de nuevos espacios de participación directa, podría realmente contrarrestar la alienación y devolver al ciudadano común la capacidad efectiva de influir en la esfera pública.
Finalmente, la reflexión más aguda nos lleva a inquirir: ¿es factible concebir un modelo de meritocracia que reconozca y valore el capital social y cultural de la clase trabajadora, sin que este se vea reducido, una vez más, a una simple herramienta de selección elitista? Estas interrogantes no buscan la clausura del debate, sino abrir nuevas vías de pensamiento. La filosofía, al desafiar las certezas y exponer las tensiones internas de nuestras instituciones, nos recuerda que la búsqueda de una política inclusiva es un proceso continuo, alimentado por la crítica y la voluntad colectiva de transformar lo que hoy parece inmutable.
Referencias
Arendt, H. (1958). La condición humana. Barcelona: Editorial Crítica.
Bourdieu, P. (1979). La distinción: criterio y bases sociales del gusto. Barcelona: Editorial Gedisa.
Marx, K., & Engels, F. (1848). Manifiesto del Partido Comunista.
Michels, R. (1911). Los partidos políticos. Leipzig: Duncker & Humblot.
Rawls, J. (1971). Teoría de la justicia. Madrid: Alianza Editorial.
Weber, M. (1922). Economía y sociedad. (J. H. H. Weiner, Trans.). México: Fondo de Cultura Económica.
Young, M. (1958). The Rise of the Meritocracy. London: Penguin Books.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Sociólogo René Martínez: «ARENA y FMLN utilizaron el Estado en beneficio propio»
El sociólogo René Martínez recordó que los partidos ARENA y FMLN estuvieron 30 años en el Gobierno y en ese período utilizaron el Estado para beneficio propio e incluso negociaron con las pandillas para seguir en el poder.
«No ejercieron esa labor [de combate contra las pandillas], no porque estuvieran incapacitados o porque no tuvieran los recursos para hacerlo. Deberíamos de hablar de un Gobierno fallido, no de un Estado fallido», explicó el sociólogo en la reciente entrevista Pulso Ciudadano.
Dirigentes de ambos partidos políticos, ahora de oposición, negociaron el apoyo de pandillas para los procesos electorales. En 2014 los ahora condenados y exdiputados del FMLN Benito Lara y Arístides Valencia negociaron el respaldo de las pandillas a la candidatura presidencial de Salvador Sánchez Cerén.
En el caso de ARENA, el ya condenado y exdiputado Ernesto Muyshondt se reunió —junto con el exalcalde tricolor de Ilopango, Salvador Ruano-— con cabecillas de pandillas para pedirles el respaldo en las urnas en favor del candidato presidencial Norman Quijano.
«Esas pandillas y los líderes de las pandillas fueron convertidos por el Gobierno en sujetos políticos, porque se pactaba con ellos. Ellos tenían la capacidad de incidir en las decisiones que se tomaban en el Gobierno», señaló el sociólogo.
Investigaciones de la Fiscalía General de la República han señalado que cabecillas de los grupos terroristas incluso impidieron operativos de la Policía en las comunidades.
Opinión | René Martínez
Sociólogo
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.
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Donde la ley se ausenta, la soberanía se desvanece
Por: Lisandro Prieto Femenía
«Donde la ley se ausenta, la vida cae en la mera supervivencia; la soberanía que no protege se convierte en pura coacción.»: Giorgio Agamben
La reciente masacre en las favelas de Río de Janeiro, un fenómeno crónico de violencia que ha marcado récords de letalidad en la última década- ilustrado por operativos recientes que han dejado más de sesenta muertos en dos favelas, o la Operación de Jacarezinho en 2021 con 28 fallecidos-, y en un contexto donde la ciudad registró aproximadamente 758 muertes por disparos en enfrentamientos armados sólo en el año 2024, debe interpretarse, no como un hecho criminal aislado, sino como un síntoma revelador de una falla política estructural. El problema central es el repliegue intencional del Estado de territorios enteros y la subsecuente colonización de esos vacíos por mafias ligadas al narcotráfico que dispensan “orden” cuando la institucionalidad lo deniega.
Que quede claro, no es sólo la violencia homicida lo que exige una explicación profunda, sino la lógica mediante la cual vastas porciones de la ciudad se convierten en espacios de excepción donde la ley ordinaria se suspende, y donde la autoridad estatal reaparece en estos sitios de manera intermitente y desbocada en episodios de fuerza extrema que no se pueden naturalizar.
Podemos comenzar el análisis revisando la tradición del contrato social. Thomas Hobbes nos recuerda que el pacto político funda su derecho a existir en la capacidad del soberano para garantizar la seguridad. Si el Leviatán claudica en esta tarea, el contrato político se resquebraja: el habitante de la favela vive en una geografía donde este pacto ha sido sistemáticamente ignorado. Hobbes lo articula sin ambages en su majestuosa obra “El Leviatán” al expresar que “la obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos de lo que dure el poder mediante el cual tiene la capacidad para protegerlos”.
Por su parte, Max Weber acuñó el criterio definitorio del Estado moderno, mediante la figura del monopolio de la fuerza legítima. La constatación de que los grupos armados ejercen control territorial y funciones administrativas revela una corrosión tangible de esta condición. Sin embargo, la invocación de este monopolio perdido es insuficiente, en tanto que debemos interrogar la forma concreta en que el poder se reproduce: la favela no es un vacío legal, sino un tejido completo de necesidades insatisfechas y humillaciones cotidianas.
Para entender la experiencia producida por la alternancia de abandono y tragedia, Giorgio Agamben ofrece un concepto clave: el “estado de excepción”. En estos espacios, la norma es suspendida, y la vida queda expuesta a la gestión directa del riesgo, despojada de protecciones constitucionales. La práctica consistente en ingresar por arranques de violencia masiva- operativos concebidos como actos de soberanía que suspenden las garantías- transforma a la población en lo que Agamben denominaría “nuda vida”, es decir, existencias cuya administración se realiza sin mediaciones jurídicas protectoras. El precitado autor profundiza la tesis en “Estado de excepción” indicando que “El estado de excepción no es, por consiguiente, el dictatus de un tirano que actúa contra el derecho, sino un espacio anómico en el que la ley se suspende, permaneciendo sin embargo válida, y el soberano tiene la posibilidad de disponer de ella de múltiples formas”.
La consecuencia de esta brutalidad es, paradójicamente, una demostración de fuerza y una profunda erosión de legitimidad. La fuerza bruta no restituye la autoridad moral y política que el Estado precisa para gobernar, sino que la aniquila. En otras palabras: el mismo Estado que liberó esos territorios para las mafias, por lucrar con ellas, luego actúa de matón contra sus socios retobados. Hannah Arendt lo clarifica al diferenciar el poder de la violencia: el primero emana del consentimiento colectivo, mientras que la segunda es simple instrumentalidad que corroe la posibilidad de una comunidad política. En “Sobre la violencia”, Arendt sostiene que “el poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente, el otro está ausente. La violencia se presenta porque el poder está en peligro, pero dejada a sus propios medios termina por hacer desaparecer al poder”.
Esta violencia estatal, si bien legalmente legítima, es moralmente insostenible. Immanuel Kant obliga a considerar a cada persona como un fin en sí misma. Diseminar cuerpos en plazas y tratarlos como evidencia del control militar es una afrenta salvaje a la dignidad humana que disuelve los fundamentos éticos del actuar estatal. Por su parte, Michel Foucault desplaza la discusión hacia las técnicas de gobierno. La gestión securitaria de las favelas funciona como un dispositivo de biopoder que produce poblaciones administradas por exclusión. No basta con señalar abusos puntuales; es imperativo atender a los dispositivos sociales y administrativos que toleran la precariedad, romantizan la pobreza y, con ello, legitiman soluciones extralegales.
En este sentido, la presencia del narcotráfico no es la criminalidad pura, sino la forma de gubernamentalidad paralela que provee seguridad, empleo y orden simbólico donde el Estado intencionalmente no lo hace. Sobre este aspecto en particular, es interesante el aporte que hacen Loïc Wacquant y Philippe Bourgois, quienes han evidenciado cómo la desposesión urbana crea economías morales alternativas. En su obra “In search of respect”, Bourgois ilustra esta tesis indicando que “la segregación racializada en los mercados laborales y de la vivienda crea una ‘economía del respeto’ alternativa en la que el comercio ilegal de drogas y la violencia son formas funcionales para la supervivencia, la movilidad ascendente y la construcción de un sentido de dignidad”.
Queda claro que una política que aspire a reducir la violencia no puede limitarse a la represión, sino que debe reconstruir capacidades y restituir derechos. En este sentido, John Rawls y Amartya Sen ofrecen recursos normativos para pensar la reparación propuesta: Rawls, en “Una teoría de justicia”, exige que las instituciones se estructuren para beneficiar a los más desfavorecidos: “La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, así como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento”. Asimismo, Sen argumenta que la privación de capacidades- salud, educación, seguridad y empleo- convierte a comunidades enteras en terreno fértil para soluciones ilegales.
La perspectiva precedentemente explicitada se refuerza con el aporte de Martha Nussbaum, quien plantea que la justicia implica promover las capacidades que hacen posible la vida plena y la ciudadanía efectiva: “Una política fundamental de la justicia es garantizar que todos los ciudadanos tengan un umbral mínimo de capacidades humanas básicas para elegir una vida verdaderamente humana, y no sólo una mera supervivencia”. En definitiva, queridos lectores, la restauración de la confianza y de la legitimidad requiere que la acción estatal se replantee desde el principio la dignidad, transformando su presencia de amenaza a “promesa de reconocimiento y oportunidades para los histórica e intencionalmente excluidos».
La reflexión que hemos ofrecido sobre la masacre vivenciada en casi todos los medios de comunicación nos obliga a confrontar la paradoja fundacional de la soberanía. Si la acción estatal se reduce a la fuerza bruta, ¿no está el Estado incurriendo en un acto de autodestrucción política? El soberano, al manifestarse únicamente a través de la coacción desmedida, aniquila la legitimidad moral que necesita para gobernar.
En este último sentido, Arendt nos advirtió que “la violencia no se presenta donde el poder está en peligro, pero dejada a sus propios medios termina por hacer desaparecer al poder”. Ante esto, ¿podemos concebir, entonces, la intervención militarizada como una trágica confesión de la bancarrota política, un grito ensordecedor de un Leviatán que ha roto el pacto hobbesiano, pero que al hacerlo, se desgarra a sí mismo? La restitución de la autoridad, en estos términos, nunca puede ser un ejercicio de fuerza, sino un acto de fe en la justicia.
Esta cuestión se profundiza aún más al considerar el despliegue del biopoder foucaultiano. La ausencia de inversión sostenida en derechos básicos, sumada a la presencia intermitente y letal de la fuerza represiva, no puede interpretarse como una simple insuficiencia burocrática. Al contrario, exige preguntar si este patrón de abandono y castigo no constituye, de hecho, una técnica de gobierno perversamente efectiva. La privación de asfalto, hospitales, comisarías, escuelas y servicios esenciales, como nos han recordado Sen y Nussbaum, convierte a las comunidades “marginales” en el terreno ideal para la promoción de negocios ilegales en los cuales todos los estamentos del Estado están rascando de la lata. Al tolerar el abandono y luego ametrallar sus inevitables secuelas, ¿el Estado no está administrando adrede poblaciones por exclusión, haciendo de la “nuda vida” la condición “normal” de la existencia marginal? La justicia, vista desde el prima del sentido común, debería interpelarnos: ¿la inversión masiva en seguridad represiva, sin inversión paralela en el florecimiento humano, no es una forma sofisticada de biopoder que gestiona la desigualdad como negocio, en lugar de erradicarla?
Finalmente, estimados lectores, la masacre vivenciada hace unas horas en territorio brasilero nos confronta con la ética de la reparación. La geolocalización de la favela es la del estado de excepción normalizado. Tras la ruptura flagrante del contrato social que esta violencia representa, ¿qué forma de justicia puede imponerse? Rawls nos aconseja estructurar las instituciones para el beneficio de los menos favorecidos. El Estado que ha fallado en proteger debe asumir un imperativo ético de restitución.
¿Bastan la investigación rigurosa, las sanciones y la inversión en servicios, o se requiere de un acto político de reconocimiento radical de la dignidad ultrajada a cambio de dinero sangriento? La interpelación final que les propongo se dirige a la conciencia cívica: si el Estado se niega a limitar su capacidad para convertir la excepción en norma y persiste en gobernar para para algunos acomodados, ¿quién o qué puede obligarle a rearticular su presencia como una promesa de justicia para todos por igual?
Referencias Bibliográficas (APA 7)
Agamben, G. (2005). Estado de excepción. Adriana Hidalgo Editora.
Arendt, H. (1970). On Violence. Harcourt.
Bourgois, P. (2003). In Search of Respect: Selling Crack in El Barrio. Cambridge University Press.
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Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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