Opinet
El valor de ser uno mismo
Imagen de referencia
Por: Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
«Es muy aventurado ser uno mismo. Es más fácil y seguro ser como los otros, convertirse en una imitación, en un número en una cifra de la multitud» : Søren Kierkegaard
Hoy quisiéramos invitarlos a reflexionar sobre un asunto que siempre es actual, no importa la época en la que estemos parados, a saber, la búsqueda de la autenticidad que se enfrenta crudamente con la tendencia constante de masificarse en una sociedad enferma, sólo para encajar. En otras palabras, amigos míos, hoy trataremos de pensar si realmente vale la pena ser uno mismo cuando nadie quiere conocerse a sí mismo.
Las palabras de Kierkegaard citadas precedentemente señalan la esencia de una lucha existencial que enfrenta el individuo (que decide pensar) en su búsqueda de la autenticidad. El filósofo danés, considerado como uno de los padres del existencialismo, nos desafía a confrontar la difícil (pero hermosa y digna) tarea de descubrir y vivir conforme a nuestra verdadera esencia, una labor que, según él, implica un riesgo considerable. Pero, ¿por qué es peligroso conocerse a uno mismo, querido Søren? Pues bien, el mundo fue siempre un lugar donde la presión social y las expectativas externas son excesivamente abrumadoras y, en medio de esa tormenta, optar por ser uno mismo, es un acto de valentía que pocos se atreven a realizar.
Evidentemente, esta reflexión se centra en la autenticidad como concepto estrictamente existencialista, motivo por el cual vamos a recurrir, en primer lugar, a Jean-Paul Sartre, otro destacado pensador de esta corriente que reflexiona sobre la importancia de no ser un zoquete servil a la masa atontada. En su célebre obra denominada “El ser y la nada”, Sartre sostuvo que muchas personas prefieren vivir según los roles sociales predeterminados en lugar de asumir la responsabilidad de crear su propio sentido de ser. Visto así el asunto, la libertad de ser uno mismo está indisolublemente ligada a la acción consciente y responsable, lo que implicaría un rechazo activo de la conformidad pasiva que nos quieren vender permanentemente como ideal de pertenencia.
«No existe más realidad que en la acción» (Sartre, 1943, p. 88).
En pocas palabras, según Sartre, uno es libre cuando se atreve a actuar conforme a su reconocimiento. En este sentido, es preciso recordar que en el prólogo de “Los condenados de la tierra”, de Frantz Fanon, Jean Paul escribe: “Soy lo que hago, con lo que hicieron de mí”, frase que encapsula la idea de que, aunque las circunstancias nos moldean, no estamos completamente determinados por ellas, puesto que la autenticidad reside en reconocer nuestra situación real no idealizada, nuestras limitaciones concretas y, aún así, elegir cómo responder a la vida con ellas a cuestas. No somos mero producto de nuestra infancia, familia, tradición, historia o de las expectativas sociales y culturales, puesto que tenemos una capacidad (siempre limitada adrede) de transformar nuestra existencia a través de nuestras decisiones libres. Así, ser uno mismo, en el pensamiento del francés que mientras lee, repasa, es un acto de creación continua puesto que asumimos la responsabilidad de nuestras elecciones y, por ende, de nuestro ser.
Sobre el enunciado “soy lo que hago, con lo que hicieron de mí”, aparte, podemos desglosar dos cuestiones más. La primera, muy común lamentablemente, es la tendencia despreciable que tienen tantas personas emocionalmente mezquinas que en lugar de hacerse responsables de su formas patéticas de actuar, pensar y hablar, siempre se justifican diciendo una de las frases más violentas que puedan llegar a existir: “yo soy así, al que le guste bien y al que no, también”. Pues no, ser un cretino no es “ser uno mismo” justamente porque en este caso particular se está utilizando el argumento se un ser pre-moldeado que es incapaz de actuar interpretando el medio que lo rodea. Absolutamente nadie tiene derecho de culpar a otros por lo que uno es: sí, nuestra crianza nos marca, nos delinea, pero es sólo la base desde la cual nos empezamos a elevar cuando tenemos mayoría de edad mental. Así que ya saben, amados lectores, cuando alguien les conteste así, ya tienen en el bolsillo una respuesta demoledora de patanes negadores de sus decisiones.
El segundo aspecto que vale la pena analizar del “soy lo hago con lo que hicieron de mí” es algo que, en lo particular, me parte al medio siempre, sobre todo cuando escucho a un niño decirse a sí mismo “es que soy tonto”, “es que soy torpe”, “es que soy un inútil”. Es fatal justamente porque el infante, en su precoz proceso de autorreflexión existencia, considera que aquello que le dicen los padres, los abuelos, los tíos o cualquier referente familiar o de autoridad, es un reflejo de la realidad, cuando en el fondo, no es otra cosa que un maltrato innecesario ejecutado por personas despreciables que necesitan menospreciar la autoestima de un niño como metodología de crianza mezquina. Ante estas situaciones, los seres humanos normales, deberían interrumpir ese acto de auto-desprecio que realiza el niño y recordarle que absolutamente todo lo que le han dicho de sí mismo son patrañas, que quienes se lo han inculcado son imbéciles y que él, con sus defectos y virtudes, es un ser maravilloso plagado de infinitas posibilidades de cara a una vida feliz.
Continuando con el análisis de “ser uno mismo”, es momento de preguntarnos, entonces, ¿qué papel juega la presión y la conformidad de la sociedad? En este sentido, nos viene genial recurrir a Nietzsche, un crítico feroz de la moralidad tradicional y de la cultura occidental judeo-cristiana ante la cual, por motivos personales, estaba completamente resentido. En su obra “Así habló Zaratustra” criticó a aquellos que siguen ciegamente las normas sociales y se “conforman” con las expectativas de los demás, catalogando esa clase de personas como “el último hombre”, “el más despreciable, el que ni siquiera se desprecia a sí mismo” (Nietzsche, 1883, p.10). Como contraparte, nuestro filósofo bigotón y enojón aboga por el desarrollo del «Übermensch» (superhombre), que vendría a ser un individuo que trasciende la moral convencional para crear sus propios valores y vivir según ellos: este súper-hombre no se conforma con ser parte de la masa, sino que busca continuamente su propia transformación y superación.
Paralelamente, introduce la idea del “eterno retorno”, una concepción filosófica que desafía al individuo a imaginar que cada momento de su vida debe ser vivido una y otra vez, eternamente. Según Nietzsche, esta idea es la prueba suprema de la autenticidad: ser uno mismo implica aceptar la vida tal como es, con todas sus alegrías y sufrimientos, y desear vivirla de nuevo sin arrepentirse de nada. Justamente por eso es importante que no temamos ser auténticos: la aceptación del eterno retorno de lo mismo no es sólo un acto de coraje, sino de total afirmación de la vida ya que se es uno mismo cuando asumimos nuestro destino con tal intensidad que estaríamos dispuestos a repetir nuestra vida eternamente. Esto lo podemos apreciar, en todo su esplendor y belleza, cuando nos encontramos con ancianos y les preguntamos “¿de qué te arrepientes, abuelo?” y te contestan “de absolutamente nada”. Qué fantástica y hermosa forma de haber vivido, ¿verdad?
«¿Cómo te sentirías si un día o una noche un demonio se colara furtivamente en tu más solitaria soledad y te dijera: ‘Esta vida, tal como la vives ahora y tal como la has vivido, tendrás que vivirla una vez más y una infinidad de veces más’?» (La gaya ciencia, 1882, §341).
Por último, y no por ello menos importante, no podemos dejar de lado a Martin Heidegger, quien influenciado por Kierkegaard, también exploró el concepto de autenticidad en su célebre obra “Ser y tiempo”. Recordemos que Heidegger utiliza el término “inautenticidad” para referirse a la existencia de aquellos que viven según las expectativas de la “gente” (das Man), o como siempre enunciamos, en el mundo del “se dice”, perdiendo así la singularidad y la libertad.
«La inautenticidad es la caída en el mundo y el olvido del ser» (Heidegger, 1927, p. 220).
Todos somos conscientes de lo marcada que está la vida cotidiana por aquello que Heidegger denominaba “ser-en-el-mundo”, donde el individuo se encuentra inmerso en las actividades y preocupaciones diarias, a menudo bajo la influencia del consumo desproporcionado de noticias intrascendentes o de modas y estilos de vida banales y vacíos que le dan importancia a cosas que, en el fondo, no la tienen. Esta es la condición de inautenticidad, en la que el Dasein (el “ser-ahí”, o sea, nosotros) se pierde en el mundo de las expectativas sociales, viviendo de manera hueca, impersonal y conformista.
Pero, seguramente usted se estará preguntando ¿pero qué es ser auténtico? Pues bien, según Heidegger la autenticidad surge cuando nos enfrentamos a la pregunta fundamental por nuestro propio ser. Esto ocurre principalmente a través de la confrontación con la muerte, que Heidegger llama “ser-para-la-muerte”: la muerte es el horizonte final que da sentido a nuestra existencia, y es sólo en la comprensión de nuestra finitud que podemos alcanzar una vida auténtica. Así, pues, la autenticidad radica en el reconocimiento de nuestra extremadamente limitada temporalidad y en la decisión de vivir de acuerdo con nuestra posibilidad de ser, en lugar de dejarnos guiar por las payasadas propias del mundo del “se dice” o por los valores preestablecidos por la moda circunstancial de la época en la que nos tocó vivir.
El Dasein, el ser-ahí, o sea, el único ser que se pregunta por su ser, se abre a la posibilidad de una existencia auténtica cuando “ha comprendido su propia existencia en su posibilidad más extrema, es decir, en su ser-para-la-muerte» (Ser y tiempo, 1927, p. 299). Cuidado amigos, esta comprensión no es un simple conocimiento intelectual, sino una experiencia vivida que transforma la manera en que nos relacionamos con nuestro propio ser y con el mundo: hagan la prueba ustedes mismos, noten cuál es la actitud ante la vida de alguien que niega la posibilidad de su muerte y contrasten con aquellos que abrazan abiertamente la idea de la finitud.
Lamento recordarles nuevamente que esto es filosofía, acá se mastica mucho el problema y no se regalan, al estilo de autoayuda exprés, ninguna solución simplona. La autenticidad, por lo tanto, no es un estado permanente, como tampoco lo es la felicidad, sino que se trata de una tarea constante, una manera de vivir que implica estar siempre consciente de nuestra propia finitud y de las posibilidades que tenemos de ser. En esta perspectiva, “ser uno mismo” es la capacidad de “estar resuelto”, según Heidegger, que no es otra cosa que vivir de acuerdo con nuestra propia comprensión del ser, a pesar de las inevitables distracciones y tentaciones de la estúpida y sensual inautenticidad.
En fin, amigos míos, propender a “ser uno mismo” es un desafío constante y una lucha contra la tendencia a la unificación, a la masa y a la conformidad vacía. Vivir de manera auténtica no es hacerse el rock-star o el rebelde sin causa, para nada, sino que requiere de un compromiso con la libertad y la responsabilidad personal, lo cual es un acto radical en un mundo que a menudo valora que seamos todos iguales e individualmente no seamos nada. En este fango en el que vivimos, entonces, la autenticidad no es una cuestión de descubrir quiénes somos, sino de atrevernos a serlo, a pesar de los riesgos y las incertidumbres que esto conlleva. Pero, ¡carajo que vale la pena intentarlo!
Opinet
Reforma laboral, entre justicia y vulnerabilidad digital
Por: Lisandro Prieto Femenía
«La función social del trabajo exige que no sea un mero bien de mercado»: Karl Polanyi, La gran transformación: Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo (1944/2001, p. 70).
En los pliegues de la modernidad occidental se ha tejido una convicción que sostiene la organización política y económica de nuestras sociedades: el trabajo trasciende el ámbito de la transacción económica. Es la matriz a partir de la cual se configuran la dignidad, la autonomía y el reconocimiento social de las personas. Cuando la mercancía del trabajo se deja sin mediaciones institucionales protectoras, esas dimensiones constitutivas se ven severamente corrompidas. Por ello, la discusión sobre la reforma laboral excede el instrumental tecnocrático del crecimiento económico y entra de lleno en el terreno de la justicia política.
Tomar en serio la afirmación de Polanyi- quien advirtió que “la función social del trabajo exige que no sea un mero bien de mercado”- obliga a una pregunta nodal: ¿cómo actualizar las normas que regulan el trabajo sin convertir la modernización en sinónimo de despojo social? Esta pregunta adquiere una presión inédita debido a la conjunción de la globalización, la fragmentación productiva y la automatización tecnológica, factores que han vuelto problemáticas las categorías tradicionales del derecho laboral. Las transformaciones en la forma de producir no sólo reestructuran empleos, sino que recomponen sustancialmente la relación de poder entre quien ordena la tarea y quien la ejecuta. Al respecto, Martha Nussbaum señalaba que las instituciones económicas deben ser juzgadas por su capacidad de sostener las capacidades humanas básicas. En ausencia de tales salvaguardas, la eficiencia económica resulta moralmente insuficiente. Si este criterio se adopta como orientador, la reformulación normativa debe ser evaluada por su capacidad para preservar condiciones de vida mínimas y oportunidades reales de desarrollo, más que por su aptitud a reducir costos empresariales.
Ahora bien, el caso argentino ilustra con claridad las tensiones dialécticas entre la norma y la realidad. La Ley de Contrato de Trabajo (LCT), Ley N.º 20.744, sancionada en el año 1974, ha permanecido como el núcleo del derecho laboral formal durante décadas. Sin embargo, la persistencia de un texto no basta para avalar su actualidad normativa, en tanto que la LCT fue diseñada para relaciones laborales típicas de una economía industrial, caracterizadas por trabajos estables, jornadas definidas y empleadores identificables. Hoy, en contraste, muchas relaciones se mediatizan por plataformas digitales, contratos por proyecto y cadenas de subcontratación que desplazan la subordinación a ámbitos menos visibles. Este desfase entre el diseño normativo y las prácticas económicas facilita formas de precariedad que la letra de la ley, si bien vigente, no logra capturar ni remediar eficazmente.
Esa debilidad se traduce en indicadores sociales que muestran la magnitud del problema. El Instituto Nacional de Estadística y Censos (IDEC) reportó en su última serie que una fracción sustantiva de la población ocupada se encuentra en condiciones de informalidad y subempleo, con particular incidencia en los sectores de comercio y construcción (INDEC, 2025). A su vez, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) advierte que la coexistencia de un sector formal con extensos cinturones de precariedad es una característica persistente de las economías “en desarrollo”, y que las transformaciones tecnológicas pueden agudizar esta dualidad si las políticas públicas no articulan medidas redistributivas y de protección (OIT, 2021, p. 12). Estas evidencias confirman una intuición filosófica central: la justicia laboral no se garantiza por declaraciones abstractas cuando las prácticas sociales y las tecnologías permiten eludir el cumplimiento material de los derechos.
El análisis filosófico exige, además, una crítica de legitimidad. Por ejemplo, John Rawls propone que las instituciones justas son aquellas que organizan las desigualdades de modo que favorezcan a los menos aventajados. Desde esa perspectiva, cualquier reforma que aumente la vulnerabilidad de los trabajadores más frágiles vulnera la equidad institucional. (Rawls, 1971/1999, p. 52). Del mismo modo, la tradición republicana nos recuerda, a través de Philip Pettit, que la ausencia de controles frente a autoridades económicas que actúan con arbitrariedad configura situaciones de dominación que impiden la libertad no dominada de los ciudadanos (Pettit, 1997, p. 37). Aplicada al ámbito laboral, esta reflexión nos sugiere que la protección no sólo es un beneficio material, sino también una condición de autonomía y de ciudadanía efectiva: sin derechos laborales aplicables y verificables, la persona queda a merced de potencias organizativas que limitan su capacidad de planificación y su esfera de autodeterminación.
La incorporación de inteligencia artificial y algoritmos de gestión añade una dimensión de urgencia práctica y normativa ineludible. Cuando los sistemas automatizados determinan asignaciones, evaluaciones y ritmos de trabajo, la subordinación adopta formas tecnológicas que escapan a las categorías tradicionales de una ley escrita hace 51 años. Sobre este aspecto en particular, Richard Susskind y Daniel Susskind señalan que la tecnología no sólo sustituye labores, sino que transforma las estructuras de autoridad profesional y reconfigura las relaciones de confianza entre organizaciones y trabajadores (Susskind & Susskind, 2015, p. 9). Ante esta nueva manifestación de poder, la normativa no puede permanecer pasiva, sino que debe transitar la simple visibilidad jurídica de la relación a la trazabilidad ética del control. La nueva ley debe exigir la transparencia algorítmica de las decisiones que afectan la vida laboral, proveer mecanismos efectivos de impugnación de decisiones automatizadas y establecer criterios claros de responsabilidad cuando la plataforma o el sistema tecnológico median funciones esenciales de gestión. Estas exigencias no deben interpretarse como un gesto de sabotaje a la innovación, sino, por el contrario, como condiciones de legitimidad ineludibles para que dicha innovación sea social y éticamente sostenible. La prudencia aquí reside en reconocer la eficiencia potencial de los algoritmos, pero someter su potestad disciplinaria a un escrutinio que preserve el derecho fundamental del trabajador a comprender y refutar aquello que rige su destino laboral.
El desafío filosófico y jurídico más acuciante reside en redimensionar la arquitectura jurídica del vínculo laboral, hallando un punto medio que abrace las formas flexibles del presente y del futuro sin disolver el principio innegociable de la dignidad humana. La reforma debe sostener, por un lado, una tarea de cierre de brechas legales que permita la externalización del riesgo y la ocultación sistemática de las relaciones de subordinación. Esto requiere trascender la noción clásica de “dependencia” y redimensionarla para que se incluya aquellas subordinaciones mediadas por la tecnología y las nuevas dependencias económicas de plataformas y estructuras productivas fragmentadas. La clave para un equilibrio prudente no es prohibir las nuevas formas de trabajo, sino definir figuras de responsabilidad solidaria que alcancen a la totalidad de los actores que se benefician de tales estructuras productivas: esto garantiza que la flexibilidad del modelo de negocio no se traduzca en la rigidez de la precariedad para el trabajador. La segunda tarea se debería centrar en la construcción de políticas públicas que acompañen los procesos de transición laboral, exigiendo la implementación de redes de transición concretas, tales como programas de formación profesional, seguros de ingreso temporales y políticas activas de empleo que mitiguen los costos sociales de la reconversión productiva.
En este sentido, la OIT sintetiza esta tríada fundamental en su insistencia sobre la necesidad de políticas que atiendan, simultáneamente, la creación de empleo, la protección social y el diálogo social (OIT, 2019, p. 4), una orientación que enlaza intrínsecamente la eficacia económica con la legitimidad democrática. Siguiendo esta línea de razonamiento, es evidente que se debería rechazar categóricamente la falsa dicotomía entre protección y competitividad, la cual se sustenta también en experiencias comparadas. Modelos que combinan una flexibilidad operativa con fuertes redes de protección social- sumados a sistemas robustos de diálogo social y políticas activas- han demostrado que es perfectamente posible lograr tasas de reempleo elevadas sin sacrificar los estándares esenciales de seguridad laboral (Madsen, 2006, p. 18). Es importante que esto se entienda con claridad: proteger no impide innovar, sino que, más bien, exige una arquitectura institucional robusta que facilite los procesos de adaptación menos traumáticos y socialmente más equitativos.
La exigencia ética que subyace a la defensa de una reforma protectora remite, en última instancia, a la concepción del trabajo como práctica valorativa y constitutiva de la vida buena. Privar de protecciones a quienes sostienen la reproducción social es, en términos morales, una forma inaceptable de deshumanización institucional y de explotación encubierta. Además, es imperativo que los procedimientos de la reforma sean democráticos y deliberativos. La legitimidad de los cambios normativos se afianza cuando los grupos afectados participan activamente en la definición de las reglas que regirán su vida laboral. Esta es una exigencia de justicia procedimental tan relevante como la justicia distributiva, pues sólo procedimientos inclusivos pueden generar normas que sean efectivamente aplicables y percibidas como legítimas.
Desde la perspectiva normativa, conviene insistir en la necesidad de salvaguardas mínimas que actúen como umbrales no negociables. Estas protecciones deben garantizar los aportes previsionales y la cobertura de salud, asegurar indemnizaciones razonables, reconocer firmemente los derechos de licencia y la negociación colectiva y, de manera crítica, habilitar vías rápidas y eficaces de reclamo frente a las decisiones algorítmicas. Polanyi nos recuerda que las protecciones sociales no son simples añadidos sino condiciones esenciales de la cohesión social frente al poder expansivo y desregulador del mercado (Polanyi, 1944/2001, p. 3). Así, la concreción de estas protecciones no es una concesión filantrópica sino el requisito fundamental para que la economía produzca legitimidad y estabilidad.
La reforma debe ser concebida, en última instancia, como un proyecto de reconstrucción del pacto social en torno al trabajo. No se tratará de una operación técnica, sino de una deliberación política profunda que reconozca la densidad moral del trabajo y su centralidad en la reproducción de la vida en comunidad. Implementar reformas que modernicen sin desproteger es elegir un horizonte de sociedad que priorice la equidad, la autonomía y el respeto a la condición humana frente a la tentación de convertir la innovación en pretexto para descargar costos sociales sobre los más vulnerables.
Si la modernidad occidental tuvo la virtud de articular derechos en torno al trabajo, la tarea pendiente es actualizar esa articulación para la era digital sin renunciar a sus conquistas fundamentales: la protección social, el reconocimiento y la capacidad real de las personas para proyectar sus vidas.
El debate sobre la reforma laboral se enfrenta, en su núcleo, a la tensión entre la obsolescencia de las herramientas legales petrificadas y la imperiosa necesidad ética de reconfigurar la justicia en la esfera del trabajo digital. La respuesta no se encuentra en la supresión de las protecciones históricamente conquistadas, sino, por el contrario, en su profunda sofisticación filosófica y jurídica. Es menester interrogar al presente con cierto rigor: ¿Cómo puede el derecho laboral, tradicionalmente anclado en la subordinación jurídica visible propia del taller y la fábrica, lograr la arquitectura conceptual y normativa para capturar y sancionar la subordinación algorítmica que se ejerce de forma opaca a través de plataformas digitales y sistemas de gestión automatizada?
Del mismo modo, si la justicia institucional se define por su capacidad irrenunciable para proteger a los menos aventajados, como argumenta Rawls, surge la pregunta crítica sobre los parámetros normativos concretos que deberían establecerse para medir, con precisión empírica, si una reforma laboral ha disminuido o aumentado la vulnerabilidad de los trabajadores informales y subempleados. A ello se suma la exigencia republicana de la libertad como no dominación, según Pettit, lo cual nos obliga a inquirir: ¿qué mecanismos de control democrático, sindical y legal son verdaderamente necesarios para garantizar que la eficiencia tecnológica, son su capacidad de arbitrio automatizado, no se convierta en una nueva fuente de poder caprichoso y arbitrario sobre la vida y el destino laboral del trabajador, limitando así su autonomía?
Por último, frente a los modelos comparados de flexiguridad (Madsen) y la insistencia persistente de la OIT en el diálogo social como eje rector, la cuestión política fundamental es esta: ¿Qué pasos institucionales y políticos son indispensables para construir un consenso tripartito- involucrando al Estado, a los empleadores y a los trabajadores- que, con legitimidad robusta, pueda sostener una reforma que equilibre la competitividad económica con las garantías mínimas innegociables para la dignidad humana?
Referencias
- INDEC — Instituto Nacional de Estadística y Censos. (2025). Encuesta Permanente de Hogares, tercer trimestre 2025. Buenos Aires: INDEC.
- Madsen, P. K. (2006). Flexiguridad: Una nueva perspectiva sobre la política del mercado laboral en Dinamarca. En J. Miles (Ed.), Cambio en el mercado laboral: Políticas y prácticas en Europa (pp. 15–32). Oxford University Press.
- Nussbaum, M. (2011). Creando capacidades: El enfoque de desarrollo humano. Harvard University Press.
- OIT — Organización Internacional del Trabajo. (2019). Trabajo decente y economía del cuidado. Ginebra: OIT.
- OIT — Organización Internacional del Trabajo. (2021). Panorama Mundial del Empleo y la Protección Social 2021: El papel de las plataformas digitales de trabajo. Ginebra: OIT.
- Pettit, P. (1997). Republicanismo: Una teoría de la libertad y el gobierno. Oxford University Press.
- Polanyi, K. (2001). La gran transformación: Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo (2ª ed.; traducción española revisada). Beacon Press. (Obra original publicada en 1944).
- Rawls, J. (1999). Teoría de la Justicia (edición revisada). Harvard University Press. (Obra original publicada en 1971).
- República Argentina. Ley N.º 20.744, Régimen del Contrato de Trabajo. Sancionada 11 de septiembre de 1974; promulgada 20 de septiembre de 1974. Texto ordenado por Decreto 390/1976.
- Susskind, R., & Susskind, D. (2015). El futuro de las profesiones: Cómo la tecnología transformará el trabajo de los expertos humanos. Oxford University Press.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
DATOS DE CONTACTO
- Correos electrónicos de contacto: lisiprieto@hotmail.com lisiprieto87@gmail.com
- Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
- What’sApp: +54 9 2645316668
- Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
- Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
- Twitter: @LichoPrieto
- Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
- LinkedIn:https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
- Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
- Donaciones (opcionales) vía Mercado Pago: +5492645316668
Opinet
¿Por qué ya nada nos asombra?
Por: Lisandro Prieto Femenía
“El hombre, que ha perdido la capacidad de admirarse, ya no es un hombre, es una pieza del engranaje” – Carl Gustav Jung
En su aceleración perpetua y vacía, el mundo parece haber expropiado la capacidad de asombro. La mirada infantil, antaño una ventana a lo inusitado, se ha vuelto un reflejo de pantallas donde todo lo que existe parece una réplica digital de lo ya conocido, lo ya consumido. Ante este panorama, les pregunto, ¿es posible, entonces, asombrarse aún, o la pérdida de esta facultad ha mutado en una condición existencial de la niñez abúlica postmoderna?
Bien sabemos que el asombro (thaumázein) ha sido, desde los albores del pensamiento occidental, el motor que impulsa la búsqueda de la sabiduría. Ojo, no se confundan, no se trata de un simple sentimiento de sorpresa, sino una disposición intelectual y emocional que nos confronta con el misterio de nuestra existencia. Es la inquietud ante lo evidente, la pregunta sobre lo que se da por sentado. Esta forma de interpretar el asombro no nació con la globalización, sino que encuentra sus raíces en los filósofos presocráticos, que se maravillaban ante los fenómenos naturales, buscando un principio o fundamento (arkhé) que explicara la pluralidad del mundo.
Platón, en el diálogo “Teeteto”, pone en boca de Sócrates una afirmación que establece el asombro como la piedra angular del pensamiento. Sócrates, al hablar de la perplejidad de Teeteto, declara: “Pues este, el asombrarse, es lo que constituye la pasión de un filósofo; de ninguna otra manera ha nacido la filosofía que no sea de esta manera” (Teeteto. 155d). Desde esta perspectiva, el asombro es la emoción que nos saca del estado de la opinión (doxa) y nos impulsa hacia la búsqueda de la verdad, confrontándonos con la aporía o la ausencia de respuestas definitivas. Este sentimiento, en definitiva, no es una finalidad en sí misma, sino el punto de partida que inaugura el camino del conocimiento verdadero.
Por su parte, Aristóteles en su “Metafísica”, retoma este mismo principio con una claridad que ha resonado por milenios. El estagirita afirmó: “Pues de la admiración es de donde los hombres, ahora y al principio, comenzaron a filosofar” (Metafísica. Libro I, Capítulo 2, 982b12-13), indicando con ello que el asombro surge de la conciencia de la ignorancia. Nos maravillamos ante lo que no entendemos, ya sea un eclipse lunar o la inmensidad del universo. Pues bien, este reconocimiento de nuestra falta de conocimiento representa el punto de partida de toda investigación filosófica y científica. No se trata de un estado pasivo, sino de un impulso activo hacia el deseo de comprensión (justamente por eso, a los necios nada les sorprende).
Sin embargo, para Arthur Schopenhauer, el asombro posee una dimensión más profunda y melancólica. Mientras Platón y Aristóteles concibieron el asombro como el motor que nos lleva a buscar la armonía del cosmos, Schopenhauer lo entendía como la conmoción metafísica ante la vanidad y el sufrimiento que causa existir. En su obra cumbre titulada “El mundo como voluntad y representación”, afirmó que “es la admiración ante el mundo y el ser lo que se constituye la disposición de ánimo del filósofo y su punto de partida. Pues, por lo común, las cosas más importantes y sublimes pasan sin que se repare en ellas” (El mundo como voluntad y representación. Libro I, Capítulo 1). Este asombro no nos eleva a las Ideas, sino que nos sumerge en la cruda realidad del sinsentido que la mayoría de las personas evaden al estar inmersas en el servicio a la voluntad de vivir. En este sentido, la pérdida del asombro actual es la atrofia de la capacidad para confrontar las preguntas más fundamentales y dolorosas, un síntoma de una apatía metafísica que nos ha dejado en este nivel de desamparo intelectual sin precedentes.
Complementariamente, el psiquiatra y psicólogo (y para mí, gran filósofo) Carl Gustav Jung abordó el asombro desde una perspectiva psíquica, considerándolo esencial para la vitalidad de la psique humana. Para él, la pérdida de la conexión con lo inconsciente y la anulación de lo simbólico son síntomas de una modernidad que ha decidido privilegiar lo racional y lo material. La incapacidad para maravillarse es, en este sentido, un empobrecimiento de la vida interior. Jung sostiene que la psique necesita del misterio y de lo irracional para mantenerse sana, y que la ciencia, por sí sola, no puede satisfacer esta necesidad. Si le prestamos atención a la cita que utilizamos en el epígrafe, “el hombre, que ha perdido la capacidad de admirarse, ya no es un hombre, es una pieza del engranaje” (El hombre y sus símbolos. Editorial Paidós, 1964, p. 256), encapsula la idea de que la atrofia del asombro nos reduce a una mera función dentro de un sistema productivo, despojándonos de nuestra humanidad.
Ahora, si analizamos el presente con la lente crítica, nos podríamos percatar que la tesis platónica de la contemplación de las Ideas, en la cual el ser humano accede al verdadero conocimiento a través de la reminiscencia, podría encontrar en la era digital una nueva y perversa antítesis. En lugar de una intuición de lo trascendente, la mente infantil se enfrenta a un bombardeo incesante de imágenes, sonidos y estímulos que no requieren una búsqueda, sino una constante recepción pasiva. El asombro, de esta manera, no es ya un descubrimiento, sino una reacción programada por algoritmos meticulosamente diseñados.
Sobre este asunto en particular, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en su obra titulada “La sociedad del cansancio”, describe cómo la “sociedad del rendimiento” anula todo tipo de posibilidad de la contemplación y, por ende, del asombro. Han sostiene que “la positividad del poder-hacer conduce a una hiperactividad y a una híper-atención que terminan por generar una falta de atención y un agotamiento crónicos” (La sociedad del cansancio. Herder Editorial, 2012, p. 25). Esta obsesión de autoexplotarse mediante esta hiperactividad, traducida al ámbito digital, se manifiesta en la gratificación instantánea, en el scroll infinito que desplaza la sorpresa por la siguiente novedad. La maravilla se ha vuelto un bien de consumo, una mercancía que se agota tan pronto como se descarga o se comparte, logrando así que la realidad no pueda ser contemplada, sino navegada. Y, en esta navegación sin timón, la profundidad se sustituye por una superficie caracterizada por olas y mareas de banalidad y trivialidad.
También, esta hiperconectividad ha traído consigo una supuesta “democratización” del conocimiento y de la experiencia. Cualquier lugar, cualquier fenómeno, es accesible a través de una búsqueda. La imagen del cosmos, que en épocas anteriores requería de un telescopio y una noche despejada, está ahora en la palma de la mano, banalizada por su disponibilidad inmediata. Este acceso ilimitado, paradójicamente, genera una pérdida de valor.
Edmund Husserl, en su fenomenología, retoma y vitaliza la idea del asombro a través del método de la “suspensión del juicio” (époché). Este consiste en poner entre paréntesis nuestras presuposiciones sobre la realidad para poder captar la esencia de las cosas en su pura manifestación en la conciencia. En su obra “Meditaciones cartesianas”, Husserl subraya la necesidad de contar con una actitud que nos permita “suspender el juicio sobre la existencia del mundo externo para concentrarse en la experiencia pura de la conciencia” (Meditaciones cartesianas. Fondo de Cultura Económica, 2013, p. 19). Para la mente contemporánea, saturada de información basura y certezas prefabricadas, la époché podría ser el antídoto contra la banalización de todo lo que acontece en este mundo, dado que se trata de un ejercicio para recuperar la capacidad de maravillarse ante lo que consideramos “ordinario”. Al suspender la funcionalidad de un objeto, por ejemplo, podemos contemplarlo en su pura materialidad o forma, redescubriendo su misterio. Eso sí, para que este ejercicio filosófico sea eficaz, debemos bloquear la pantalla del dispositivo móvil y apagar el televisor.
Si tomamos, por ejemplo, el acto de jugar, que otrora era un ejercicio de imaginación y creatividad, se ha transformado en la replicación de patrones preestablecidos en videojuegos o en la manipulación de juguetes con funciones definidas. La espontaneidad cede su lugar a la instrucción. Lo ordinario no se transfigura en extraordinario, porque lo extraordinario ya ha sido catalogado y archivado en un disco duro. En este sentido, la pérdida del asombro en nuestros niños no es sólo la ausencia de una emoción, sino la incapacidad de ejercer una actitud filosófica puesto que la filosofía, como la práctica de la admiración, nos invita a detenernos, a cuestionar y a re-encantar el mundo.
La cuestión de si la pérdida del asombro es una simple adaptación o una merma fundamental de nuestro ser nos obliga a realizar un diagnóstico más agudo. Una adaptación funcional permite la supervivencia y la eficiencia mientras que la atrofia de una facultad como el asombro no parece un simple ajuste, sino una mutilación existencial. Sí, dije “amputación”, porque al igual que el sistema inmunitario se debilita por la falta de exposición a patógenos, la psique se empobrece cuando no se le permite confrontar lo desconocido, lo inefable. La pérdida del asombro es, en última instancia, una pérdida de potencialidad, un cierre prematuro de los horizontes de la curiosidad y de la creatividad que solían definirnos como seres humanos.
Reintegrar el valor de la lentitud y la contemplación en un mundo que celebra la velocidad es un desafío que va más allá de la disciplina individual. Se trata de un proyecto cultural que debe resistir la lógica de la hiperproductividad. Necesariamente, ello implica crear espacios de silencio y de vacío- físicos y mentales- donde la mente pueda vagar sin un propósito netamente utilitario. La contemplación, a diferencia del consumo, no busca un fin, porque su recompensa es el acto mismo de mirar. La lucha por el asombro es, en este sentido, una batalla por la soberanía de nuestra atención y por la autonomía de nuestra conciencia frente a las demandas del mercado y del algoritmo.
Aunque la tecnología ha sido señalada como la principal causa de esta atrofia, es crucial discernir su papel. Un martillo no es, en sí mismo, bueno ni malo; su bondad o maldad depende de la mano que lo use. La tecnología, de manera similar, no es intrínsecamente un destructor de las maravillas de la vida. Podría, por el contrario, ofrecer una nueva fuente de asombro. Un programador que se maravilla ante la elegancia de un algoritmo o un científico de datos que contempla patrones ocultos en la inmensidad de la información experimentan una forma de asombro ante la complejidad y la interconexión. Este asombro no es el de la naturaleza primigenia, sino el de la inteligencia humana y la estructura del conocimiento que hemos creado. Es un asombro sintético, pero no por ello menos profundo.
Finalmente, queridos lectores, en un mundo saturado de simulacros y réplicas, la pregunta se torna aún más crucial: ¿el asombro reside en el objeto o en el sujeto? La verdadera maravilla, como sugiere la fenomenología, no es algo que se encuentra “ahí fuera”, sino una actitud que se cultiva “aquí dentro”. El asombro genuino no depende de lo extraordinario del mundo, sino de la capacidad de nuestra mirada de revelar la extrañeza en lo cotidiano. Es la capacidad de ver la complejidad del patrón de una hoja, de escuchar la narrativa del silencio de una habitación o de sentir la gravedad en la simple caída de una gota de agua. El re-encantamiento del mundo no es una promesa que la tecnología o el progreso puedan darnos a precios módicos, sino que se trata de un acto de voluntad filosófica, un retorno a nosotros mismos a través de una mirada- sin cataratas- de la realidad.
Referencias bibliográficas
Platón. Teeteto. 155d.
Aristóteles. Metafísica. Libro I, Capítulo 2, 982b12-13.
Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación. Libro I, Capítulo 1.
Jung, Carl Gustav. El hombre y sus símbolos. Editorial Paidós, 1964, p. 256.
Han, Byung-Chul. La sociedad del cansancio. Herder Editorial, 2012, p. 25.
Husserl, Edmund. Meditaciones cartesianas. Fondo de Cultura Económica, 2013, p. 19.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
DATOS DE CONTACTO
-Correos electrónicos de contacto:
lisiprieto@hotmail.com
lisiprieto87@gmail.com
-Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
-What’sApp: +54 9 2645316668
-Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
-Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
-Twitter: @LichoPrieto
-Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
-LinkedIn:https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
-Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
-Donaciones (opcionales) vía Mercado Pago: +5492645316668
Opinet
Analizando la brecha entre la ciudadanía y el poder
Por: Lisandro Prieto Femenía
“La acción política requiere de un ‘espacio de aparición’ donde los individuos pueden influir en la esfera pública”: Arendt, H. (1958). La condición humana.
La tradición del pensamiento político, desde sus albores en la polis griega, ha estado obsesionada con una pregunta que persiste en el corazón de nuestras democracias contemporáneas: ¿por qué la gran mayoría de los hombres y mujeres comunes, aquellos que sostienen la estructura productiva y social, se encuentran sistemáticamente excluidos de los niveles más altos de la administración estatal? La disparidad entre el pueblo y la élite gobernante no puede ser reducida a la narrativa simplista de una “conspiración de casta”.
Es, en rigor, el resultado de una compleja amalgama de factores estructurales, psicológicos y morales que, aunque a veces culminan en la corrupción manifiesta, revelan limitaciones profundas inherentes tanto a la naturaleza humana como al diseño de las instituciones que deberían contenerla. Pues bien, amigos míos, hoy los invito a explorar las raíces de este vacío, zambulléndonos en los mecanismos teóricos que lo explican y en la corrosión ética que lo perpetúa.
El distanciamiento comienza con la arquitectura misma del poder. En 1911, Robert Michels, a través de su obra fundacional titulada “Los partidos políticos”, enunció la “ley de hierro de la oligarquía”. Nuestro autor sostenía que, ineludiblemente, cualquier organización de gran escala, incluso aquellas nacidas de la más ferviente vocación democrática, debe desarrollar una burocracia técnica y directiva para funcionar.
Esta necesidad práctica de gestión profesionaliza a los líderes, quienes eventualmente se separan de la base, buscando perpetuarse, creando una élite que se autorrefuerza. La complejidad de las democracias modernas, con sus estructuras partidarias, sus requerimientos financieros y sus sofisticados canales de comunicación, opera como un filtro implacable que favorece al profesional de la política, excluyendo a la mayoría que carece del tiempo, el capital o la habilidad de chupar medias para navegar en dicha arena.
Asimismo, este mecanismo estructural se ve legitimado por el discurso de la meritocracia, elogiado en la retórica oficial como el garante de la igualdad de oportunidades. Sin embargo, la meritocracia funciona a menudo como un sofisticado velo que disimula la reproducción del privilegio. Tal como anticipó Michael Young en “The rise of the meritocracy” (1958), un sistema que promete justicia puede degenerar fácilmente en una “nueva aristocracia basada en la educación y el capital cultural”. La selección de cuadros políticos, en la práctica, prioriza la experiencia en redes de influencia, la pericia en la negociación de élite y la destreza para moverse en las reglas no escritas del juego, actuando como barreras insalvables para la clase trabajadora que no posee dichas credenciales ni el capital social para adquirirlas.
Ahora bien, este vacío no es solo un problema de acceso estructural, sino también una profunda crisis de la relación ética y psicológica del individuo con el Estado. La filosofía política encuentra la raíz del distanciamiento en la alienación. Recordemos que Karl Marx describió esta condición como la “falta de reconocimiento de la propia actividad en los productos sociales” (Marx & Engels, 1848). En definitiva, el ciudadano común percibe hoy que la política, como producto de su esfuerzo y de su vida en comunidad, no le pertenece, puesto que se siente ajeno y traicionado por un ámbito que considera “sucio” y distante de las realidades de la desigualdad cotidiana.
Esta alienación se agrava por el vaciamiento de sentido del espacio público. Al respecto, Hannah Arendt enfatizó en su obra “La condición humana” (1958) que la política es la esfera de la “acción”, intrínseca a un “espacio de aparición” donde los individuos se manifiestan y ejercen influencia. Pero la moderna tecnificación de la gestión y la delegación de decisiones en comités técnicos- fenómeno bien analizado por la ciencia política- han reducido drásticamente este espacio. El ciudadano queda relegado a la pasividad del voto periódico, disminuyendo su sentido de eficacia hasta convencerlo de que debe callar. Si el ámbito público no permite la acción, la única respuesta racional del ciudadano desengañado es la resistencia pasiva o la apatía, lo que cimienta una cultura del desinterés que favorece a la minoría ya instalada.
Por su parte, la sociología de la cultura añade una capa que es crucial: Pierre Bourdieu, en su obra “La distinción: criterio y bases sociales del gusto” (1979), nos legó el concepto de “capital cultural”. Las clases dominantes reproducen su posición transmitiendo códigos, lenguajes y saberes que no son accesibles a la mayoría. La política, por lo tanto, no sólo exige enormes recursos económicos, sino también un tipo específico de capital cultural que refuerza la narrativa de que el ámbito público no es para cualquier ciudadanos de a pie, consolidando así la autoexclusión.
La brecha entre la ciudadanía y el poder se convierte en un círculo vicioso que se autoalimenta con combustible moral. La percepción de la política como un ámbito reservado a los sátrapas y corruptos provoca el repliegue ético de aquellos individuos que poseen capital moral y social, negándose a participar en una arena que consideran tóxica y peligrosa. Es la gente de bien, la que cumple con sus obligaciones, la que se auto-excluye.
Este abandono moral por sostener el “espacio de aparición” pavimenta el camino para la perpetuación de la élite que se critica a diario. El vacío dejado por el ciudadano desengañado, es ocupado de inmediato por la lógica patrimonial del poder, descrita por Max Weber (1922), donde el dominio de la autoridad tradicional se basa en la lealtad personal y no en la competencia técnica. Los líderes establecen círculos de confianza incondicional, donde la corrupción se vuelve un mecanismo de supervivencia política para asegurar la cohesión del grupo gobernante. Irónicamente, la exclusión moral y la alienación ciudadana terminan por reforzar la “ley de hierro de la oligarquía” (Michels, 1911), confirmando la profecía inicial que llevó a la retirada de los hombres y mujeres comunes. La no-participación se erige, entonces, como el mecanismo más eficaz para la autorregulación y supervivencia de la élite.
La fractura de este circulo vicioso exige la movilización de la voluntad colectiva, una voluntad que no va a surgir por sí sola, sino que debe ser cultivada. Aquí reside el rol fundamental de la educación cívica, entendida no como la simple instrucción pasiva y de pésima calidad sobre leyes y fechas históricas, sino como una pedagogía crítica de la polis. En este punto, no es casual que cualquier profesional con título habilitante, llámese profesor en ciencias de la educación o abogado, pueda dictar en los colegios una materia tan crucial como formación ética y ciudadana.
La participación política, para ser efectiva, debe estar informada por un profundo sentido de la justicia. Este sentido no es innato, sino que debe ser cultivado mediante la reflexión crítica sobre los principios que rigen la sociedad. Sobre este asunto en particular, John Rawls, en su obra “Teoría de la justicia” (1971), enfatizó que un sistema justo requiere que los ciudadanos desarrollen un “sentido de la justicia” que motive la obediencia a las instituciones equitativas, pero también la crítica informada cuando éstas fallan.
Por lo tanto, la educación cívica es el vehículo para dotar a los ciudadanos de las herramientas para reconocer y recuperar el “espacio de aparición” de Arendt. Un sistema educativo serio debe enseñar a actuar políticamente, no sólo a votar, puesto que debe desmitificar los códigos culturales que usa la élite (Bourdieu), y debe empoderar al individuo para que reconozca su propia actividad en los productos sociales (Marx). Una ciudadanía formada es la única barrera real contra la consolidación de “castas”, pues sólo ella puede revertir la alienación y transformar la resistencia pasiva en acción política consciente y bien dirigida.
Tampoco podemos dejar de lado el asunto del mecanismo de la corrupción y el nombramiento “a dedo”, que se consolidan como transgresiones directas a la base ética de la democracia. Al operar sobre la lealtad y el clientelismo, estos actos se convierten en una desigualdad estructural que garantiza la exclusión de la clase trabajadora, violando el principio de “igualdad de oportunidades” que Rawls defendió como un pilar de la justicia social.
Es necesario decirlo sin tapujos: la corrupción no es un exceso, sino una falla inherente al diseño que prioriza las relaciones personales sobre el mérito transparente. El acceso a cargos gubernamentales está fuertemente vinculado a las redes clientelares y a la capacidad de financiar campañas, elementos que escapan al alcance de la mayoría. Al socavar la fe en la posibilidad de ascenso por eficacia, el sistema político genera una profunda desesperanza mientras que valida la percepción de que la esfera pública es un coto privado, alimentando el círculo vicioso de la apatía de los buenos ciudadanos.
La falaz narrativa de la meritocracia persiste como una capa de legitimación, manteniendo viva la falsa esperanza de que el esfuerzo individual sea el único factor determinante. No obstante, una crítica filosófica honesta nos exige complejizar esta percepción. La existencia innegable de políticos comprometidos y honestos coexiste con la de los corruptos, revelando que los sistemas políticos son escenarios de una “complejidad” donde se mezclan motivaciones altruistas y egoístas, y no sólo la maldad.
Ante este panorama de exclusión sistémica, la filosofía no ofrece fórmulas mágicas, sino la obligatoriedad de interrogar lo que parece inmutable, abriendo el debate hacia la acción. En esta línea, cabe cuestionar si una reforma institucional que garantice la rotación periódica de cargos y una transparencia rigurosa en la selección de funcionarios tendría la fuerza suficiente para fracturar el núcleo de la “ley de hierro de la oligarquía”. Más aún, se hace imperativo explorar en qué medida una profunda y crítica educación cívica -una pedagogía de la polis dictada por filósofos-, junto con la creación de nuevos espacios de participación directa, podría realmente contrarrestar la alienación y devolver al ciudadano común la capacidad efectiva de influir en la esfera pública.
Finalmente, la reflexión más aguda nos lleva a inquirir: ¿es factible concebir un modelo de meritocracia que reconozca y valore el capital social y cultural de la clase trabajadora, sin que este se vea reducido, una vez más, a una simple herramienta de selección elitista? Estas interrogantes no buscan la clausura del debate, sino abrir nuevas vías de pensamiento. La filosofía, al desafiar las certezas y exponer las tensiones internas de nuestras instituciones, nos recuerda que la búsqueda de una política inclusiva es un proceso continuo, alimentado por la crítica y la voluntad colectiva de transformar lo que hoy parece inmutable.
Referencias
Arendt, H. (1958). La condición humana. Barcelona: Editorial Crítica.
Bourdieu, P. (1979). La distinción: criterio y bases sociales del gusto. Barcelona: Editorial Gedisa.
Marx, K., & Engels, F. (1848). Manifiesto del Partido Comunista.
Michels, R. (1911). Los partidos políticos. Leipzig: Duncker & Humblot.
Rawls, J. (1971). Teoría de la justicia. Madrid: Alianza Editorial.
Weber, M. (1922). Economía y sociedad. (J. H. H. Weiner, Trans.). México: Fondo de Cultura Económica.
Young, M. (1958). The Rise of the Meritocracy. London: Penguin Books.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
DATOS DE CONTACTO
-Correos electrónicos de contacto:
lisiprieto@hotmail.com
lisiprieto87@gmail.com
-Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
-What’sApp: +54 9 2645316668
-Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
-Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
-Twitter: @LichoPrieto
-Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
-LinkedIn:https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
-Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
-Donaciones (opcionales) vía Mercado Pago: +5492645316668







