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¿Y si dejamos de premiar a los mediocres?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«La mediocridad, al instalarse como norma, convierte a las sociedades en sumas de hombres clónicos, incapaces de reaccionar ante los desafíos», José Ortega y Gasset “La rebelión de las masas”, 1929.

La mezquindad y la mediocridad no son simples defectos morales individuales, sino que son fuerzas corrosivas que pueden fragmentar severamente el tejido social, minar el potencial colectivo y fomentar la alienación de las personas. Estas actitudes, al arraigarse en las relaciones humanas, bloquean todo tipo de cooperación puesto que desconfían del mérito de quienes puedan llegar a tener algún talento real que no sea chupar medias mientras que perpetúan sistemas de exclusión y envidia que atentan contra la convivencia armónica y el desarrollo comunitario.

Entendemos la mezquindad como la incapacidad de compartir bienes materiales, intelectuales o espirituales con generosidad, muy propio de la gente que es profundamente antisocial. Aristóteles ya nos advertía que la virtud de la magnanimidad es esencial para el bienestar colectivo. Desde su perspectiva, el mezquino no solo daña a otros, sino que se niega a sí mismo la posibilidad de trascender en comunidad: en su expresión más extrema, se convierte en una forma de egoísmo que erosiona la confianza y dificulta la solidaridad.

Para ilustrar el modo de vida mediocre y mezquino, podemos recurrir a la mitología, particularmente al mito que dio nombre al síndrome de Procusto, una metáfora tomada de los griegos antiguos que describe una actitud común en sociedades donde la miseria humana predomina por sobre el bien común. Procusto, reiteramos, un personaje mitológico, era un posadero que ajustaba a la fuerza a sus huéspedes al tamaño de su cama: si eran demasiado altos, les amputaba las extremidades; si eran demasiado bajos, los estiraba. En términos sociales, este síndrome alude a la tendencia de algunas personas a rechazar o limitar a aquellos que destacan o son diferentes, por temor a que su talento, virtudes o capacidades superiores los eclipsen.

El precitado fenómeno se observa con frecuencia en contextos laborales, educativos y comunitarios, donde el talento o la excelencia son percibidos no como recursos para el beneficio común, sino como amenazas al statu quo. Al respecto, el filósofo y sociólogo Max Scheler indicó que “la envidia social es la forma más tóxica de la mediocridad, pues busca nivelar a todos hacia abajo, impidiendo que los mejores se desarrollen” (“El resentimiento en la moral”, 1912). En este sentido, el síndrome de Procusto no sólo perjudica a los individuos talentosos, sino que también estanca el progreso colectivo al suprimir la diversidad y la innovación.

Pues bien amigos, en nuestra era de redes sociales, el síndrome de Procusto se manifiesta en linchamientos digitales o en críticas desmesuradas hacia quienes sobresalen en cualquier aspecto de la vida. El anonimato cobarde y la dinámica de la virtualidad no hacen otra cosa que amplificar el miedo al talento ajeno, transformando las diferencias en un objeto de burla o ataque violento. Sobre este asunto en particular, Slavoj Žižek indicaba que “el éxito de una sociedad marcada por la envidia y el resentimiento no sólo es difícil de alcanzar, sino que se convierte en una carga, ya que provoca el rechazo sistemático de aquellos que se sienten amenazados por el cambio” (“Living in the End Times”, 2010).

En contraposición a la mezquindad, la magnanimidad aristotélica se presenta como antídoto: la reflexión de Aristóteles sobre esta actitud en su “Ética a Nicómaco” sitúa esta virtud como una cualidad central para el florecimiento personal y social. Es que el magnánimo aspira siempre a cosas grandes, pero lo hace desde el conocimiento propio de su valor, evitando tanto la mezquindad como la vanagloria. Este equilibrio es esencial para Aristóteles, pues considera que sólo quien comprende su dignidad, puede aspirar a lo elevado sin caer en los excesos ni en las pretensiones vacías.

Aristóteles describe al magnánimo como alguien digno de honores, pero no como un buscador de reconocimiento a cualquier costo. La magnanimidad es, en este sentido, opuesta a la mezquindad, que se manifiesta en el rechazo a reconocer el valor propio o ajeno, y al mismo tiempo, contraria a la mediocridad, que evita aspirar a lo grandioso por temor al esfuerzo o al fracaso. Así, el magnánimo se presenta como una figura ideal de la ética aristotélica, capaz de armonizar la virtud personal con el impacto positivo en la comunidad.

En una sociedad marcada por la mezquindad, la magnanimidad actúa como contrapeso necesario. Aristóteles sugiere que el magnánimo, al conocer su valor, no necesita despreciar a otros ni competir desde la envidia. Por el contrario, su aspiración a lo elevado inspira y eleva a quienes lo rodean y acompañan. Esto, que parece ancestral y pasado de moda, tiene profundas implicaciones sociales: un tejido social sano requiere de individuos que no teman reconocer las capacidades ajenas, sino que sepan valorarlas y cooperar para alcanzar metas comunes.

«El magnánimo parece ser alguien digno de honores, porque aspira a las cosas grandes con base en su mérito, pero no las busca con mezquindad, pues conoce su propio valor» (Aristóteles, “Ética a Nicómaco”, IV, 3).

La carencia de magnanimidad en una comunidad, entonces, da lugar a dinámicas destructivas, como el resentimiento y el rechazo a la excelencia. Nietzsche, por ejemplo, al analizar esta misma idea desde una perspectiva crítica, sostenía que “lo que no aprendimos de los griegos fue la capacidad de admirar sin destruir; hoy la grandeza suele verse como una amenaza que debe ser nivelada” (Más allá del bien y del mal”, 1886). Evidentemente, Nietzsche ya notaba la tremenda dificultad que tiene la sociedad de reconocer la grandeza de otros sin que ello genere rechazo o envidia, una dificultad que la magnanimidad sí busca resolver.

“La masa odia al individuo que la ilumina, porque éste le muestra la mediocridad de la que ella se alimenta” (F. Nietzsche “Así habló Zaratustra”, 1883).

Por su parte, la reflexión de Hannah Arendt sobre la desintegración del mundo común está profundamente ligada a su análisis del egoísmo y la mezquindad como actitudes que minan el tejido social y la convivencia política. En “La condición humana” (1958), Arendt observa que la esfera política no es únicamente el espacio de la acción colectiva, sino también el lugar donde los individuos se encuentran como iguales y diferentes al mismo tiempo, compartiendo un mundo que los trasciende. Cuando señala que la desintegración del mundo común está precedida por una actitud mezquina que convierte al prójimo en un enemigo, Arendt está describiendo cómo el egoísmo exacerbado rompe el equilibrio entre el interés personal y el interés colectivo. En su análisis, la mezquindad no se limita al ámbito material, sino que incluye una incapacidad para reconocer al otro como un igual digno de derechos, perspectivas y contribuciones.

Recordemos que, para Arendt, la política se fundamenta en la pluralidad, es decir, la capacidad de los individuos para actuar juntos y deliberar sobre asuntos que afectan al bien común. El egoísmo llevado a su extremo, asociado siempre a la mezquindad, despoja a los ciudadanos de esta capacidad de privilegiar los intereses individuales por encima de los colectivos.

En un contexto como el nuestro, donde predomina esta actitud, el prójimo ya no es percibido como un compañero en la construcción del mundo común, sino como una amenaza o un competidor. Este proceso conduce a lo que Arendt describe como la “atomización” de la sociedad: un estado en el que los individuos pierden el sentido de comunidad y solidaridad, volviéndose aislados y desconfiados. La consecuencia de esta forma miserable de vida es la desintegración del espacio público, el ámbito donde las diferencias pueden ser negociadas y las acciones colectivas llevadas a cabo. Sin este espacio compartido, las sociedades se fragmentan en intereses caprichosos, incapaces de articular una visión de futuro común.

En el enfoque arendtiano, la mezquindad no sólo bloquea la capacidad de acción colectiva, sino que también destruye el carácter de acción misma, en tanto que la acción política es intrínsecamente generativa, es decir, tiene el potencial de crear algo nuevo y de transformar las estructuras existentes. Sin embargo, una actitud mezquina, al convertir al prójimo en enemigo, paraliza esta capacidad creadora y perpetúa la mediocridad, la inercia y el estancamiento. En este sentido, Arendt también conecta esta actitud con la crisis de responsabilidad en las sociedades modernas: cuando los individuos dejan de percibirse como corresponsables del mundo común, el espacio público se vacía, y las decisiones quedan en manos de sistemas burocráticos o autoritarios que no reflejan la voluntad colectiva. Este vacío, queridos amigos, es una puerta abierta a la naturalización de la tiranía.

“La desintegración del mundo común está precedida por una actitud mezquina que convierte al prójimo en un enemigo” (H. Arendt “La condición humana”, 1958).

Por último, es necesario que analicemos cómo la mediocridad social instituida estructuralmente ha establecido el precitado sistema moral improductivo del “nivelemos para abajo”. En sociedades donde la mediocridad es premiada y predomina como norma, el talento, la excelencia, la habilidad y la inteligencia son percibidas como severas amenazas en lugar de oportunidades. Este fenómeno no sólo refleja una incapacidad para gestionar la diversidad, sino también un miedo subyacente al cambio y a lo desconocido. El resultado evidente, es una cultura que castiga la innovación, la crítica racional y la distinción, prefiriendo la uniformidad por sobre la capacidad.

Recordemos brevemente al filósofo danés Søren Kierkegaard, quien al referirse al concepto de la “nivelación” en su obra “La enfermedad mortal” (1849) sostenía que “la nivelación es una victoria del hombre común, que busca destruir todo lo que sobresale, no por envidia manifiesta, sino por una indiferencia que niega el valor de lo extraordinario”. Este proceso de decadencia moral y cultural no sólo empobrece la creatividad y la capacidad de transformación de las comunidades, sino que también ha logrado perpetuar un estado de conformismo, donde la mediocridad se establece como un estándar incuestionable: si no me creen, fíjense ustedes mismos el nivel de nuestros gobernantes.

La dinámica instituida de la “nivelación hacia abajo” implica, evidentemente, un castigo implícito al talento y a la innovación, en tanto que aquellos que sobresalen son muchas veces objeto de exclusión, burla, crítica o sabotaje, lo que no sólo afecta su desarrollo individual, sino que priva a su comunidad de las posibles contribuciones que estas personas podrían ofrecer. Al respecto, recordemos lo que mencionamos líneas atrás sobre Žižek, quien anuncia que “en las sociedades donde la mediocridad predomina, el talento es desactivado no a través de la exclusión abierta y frontal, sino por la marginación sutil que trivializa cualquier intento de transformación” (“Living in the End Times”, 2010).

El miedo al talento es, claramente, un reflejo del temor de los mediocres a enfrentar sus propias carencias. En una cultura donde la banalidad es la reina y rectora de la cultura y la política, la diferencia se interpreta como una amenaza porque evidencia las limitaciones de aquellos que se conforman con lo indiscutido, es decir, con lo establecido. Este miedo, en lugar de motivar a la mejor, no hace otra cosa que reforzar una estructura social que desincentiva hasta el hastío la superación personal y colectiva, consiguiendo que miles de personas a diario sostengan la tan lamentable frase: “para qué me voy a esforzar, si es lo mismo, nadie lo nota, nadie lo valora”. Grave error.

Nuestro desafío es, evidentemente, superar esa realidad de la nivelación mediocre, mediante la construcción de una cultura del reconocimiento que aniquile el individualismo violento, señale sin pudor la inutilidad y la mala leche y proponga un nuevo esquema de valores donde se valore y potencie el esfuerzo y el talento. Esto requiere una reconfiguración de las dinámicas sociales, donde la diferencia no se perciba como amenaza, sino como una oportunidad para el aprendizaje y el crecimiento colectivo, puesto que el verdadero progreso social sólo es posible cuando tenemos la capacidad de reconocer el talento de cada individuo como un recurso compartido que apunta a enriquecernos a todos, si lo aprovechamos adecuadamente.

Cierro con esto: la solidaridad y el reconocimiento mutuo no son, solamente, principios éticos y morales valiosos, sino también estrategias prácticas (educativas, políticas y económicas) que fortalecen el desarrollo comunitario sostenido. La patética nivelación para abajo es un síntoma de una sociedad que le tiene miedo a la grandeza y a la excelencia, porque no sabe cómo integrarlas en su visión de futuro, básicamente, porque no quieren tener futuro. Superar esta triste dinámica social naturalizada exige una transformación cultural que fomente el respeto por la inteligencia, la capacidad práctica, la creatividad y el talento al servicio de la cooperación colectiva.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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El desamparo del alma en la espiritualidad postmoderna

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“El hombre moderno vive, para bien o para mal, en un mundo desacralizado, que en cierto modo ha dejado de ser un ‘mundo’. Pues si para el hombre de las civilizaciones arcaicas lo sagrado era la única realidad, hoy la profanidad es el único absoluto” Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano.

Como hemos repetido en incontables oportunidades, está claro que vivimos en una época donde la realidad se ha vuelto maleable al dictado de la emoción, el capricho y el deseo mediante el imperio de una post-verdad que ha corroído los cimientos de la objetividad, incluso en el ámbito de lo sagrado. Lejos de la convicción firme y la comunidad estructurada de la religión tradicional, la sensibilidad contemporánea ha engendrado una espiritualidad “soft” y a la carta, una suerte de bricolaje existencial donde el individuo se erige como arquitecto y legislador de su propio cosmos trascendente. Para discernir la vacuidad de este fenómeno, es menester interrogar la función que la fe, en su forma más arraigada, cumplió a lo largo de la historia, y cómo su pérdida ha dejado al hombre posmo en un estado de profundo desarraigo.

Recordemos la etimología misma de la palabra “religión”, la cual revela una dualidad esencial en su propósito. Si bien para algunos pensadores su raíz se hala en “religare”, en el sentido de “atar” o “vincular” al ser humano con lo divino y sus semejantes, la visión de Cicerón, que la deriva de “religere”, sugiere un matiz distinto: “recoger con cuidado”, “observar meticulosamente”. Esta segunda acepción denota una praxis atenta y un compromiso disciplinado con lo sagrado, más allá de la simple conexión emocional. Precisamente por ello, la religión no es un consuelo trivial, sino un pilar civilizatorio que ha brindado un marco ético y una comprensión del mundo. La fe, en esencia, proporcionó al ser humano una estructura de sentido frente al caos, tal como afirmó Émile Durkheim, al señalar que “una religión es un sistema solidario de creencias y de prácticas relativas a las cosas sagradas… que unen en una misma comunidad moral, llamada Iglesia, a todos aquellos que se adhieren a ellas” (Las formas elementales de la vida religiosa, 1912). De este modo, queridos lectores, podrán apreciar que la fe no es un asunto privado, sino el andamio que sostiene la vida colectiva.

Pues bien, la disolución de este andamio no fue un proceso silencioso, sino un evento sísmico diagnosticado por Friedrich Nietzsche en el siglo XIX. Su provocadora máxima de la “muerte de Dios” no debe interpretarse como una afirmación atea triunfal, sino como un funesto presagio de las consecuencias que acarrearía la pérdida de la creencia. En su obra titulada “La gaya ciencia” (1882), el personaje del “hombre loco” nos interpela diciéndonos: “¿No oyen todavía el estruendo de los sepultureros que están enterrando a Dios? … ¿Acaso hemos de convertirnos nosotros mismos en dioses para parecer dignos de ello?”. Con este grito, Nietzsche no celebraba la desaparición de la figura divina, sino que señalaba la caída del fundamento moral, teológico y ontológico que sostenía la civilización occidental. La muerte de Dios, para él, significaba no sólo el advenimiento del nihilismo individual, sino también la desintegración del lazo social, ya que las comunidades dejarían de estar cohesionadas por un valor trascendente compartido. Es precisamente en este abismo donde florece la espiritualidad ‘a la carta’, como un intento desesperado y, a menudo, trivial, de llenar un vacío existencial que la razón y la ciencia no han podido colmar.

El abandono de la religión como sistema de pensamiento coherente ha conducido a una desidia del pensar que es complementaria a la apertura banal a la novedad pseudo-espiritual. Martin Heidegger, en su crítica a la metafísica occidental, argumentó que la humanidad se había sumergido en un “olvido del ser”, dejando de preguntarse por la cuestión fundamental de la existencia para concentrarse únicamente en los entes o en las cosas particulares. De forma análoga, la espiritualidad liviana ha olvidado la pregunta por el sentido de la religación con lo trascendente y se ha enfocado en los “entes espirituales”: la meditación como técnica de productividad, los cristales como amuletos, o el consumo masivo de las constelaciones familiares como terapias rápidas de dudosa procedencia.

Al respecto, G.K. Chesterton ya había advertido sobre este fenómeno en su obra “Ortodoxia” (1908), donde sostenía que las herejías son “verdades que se han vuelto locas”, es decir, fragmentos de la verdad que, al ser aislados del conjunto, pierden su coherencia y se convierten en falsedades. Así, la espiritualidad a la carta es la herejía definitiva de nuestra era: selecciona fragmentos de la sabiduría de distintas tradiciones y los convierte en verdades aisladas, vacías de contexto. La pereza intelectual, que nos hace rehuir de las preguntas existenciales profundas, nos vuelve susceptibles a los negocios que ofrecen consuelos personales y fáciles. Sobre este asunto puntual, Charles Taylor, en su obra monumental “A secular age” (2007), argumenta que en nuestra era, “la fe ya no es algo autoevidente”, sino una opción entre otras, pero la espiritualidad on demand evita incluso esa elección consciente, picoteando sin esfuerzo. Se consume lo sagrado como si de un commodity se tratara, sin la menor intención de comprometerse con el rigor que dichas prácticas exigen.

Evidentemente, la superficialidad de esta religiosidad se hace aún más patente al contrastarla con la profundidad de la psique humana. El psiquiatra Carl Jung, concibe a la religión no como un dogma externo al sujeto, sino como una función natural del alma humana, una expresión de la necesidad arquetípica de encontrar un significado que trascienda la conciencia. En su texto titulado “Psicología y religión” (1938), Jung afirmaba que “el alma es, por su naturaleza misma, un proceso religioso. Si no se la comprende y se la cultiva, se la reprime”. La espiritualidad posmo, en su afán por ofrecer soluciones mágicas, rápidas y superficiales, evade precisamente esta profunda confrontación con los arquetipos y la “sombra” del inconsciente. Lo que se presenta como un camino de autoconocimiento es, en realidad, una evasión de la verdadera exploración del ser, una trivialización del sagrado y complejo proceso de individuación, que Jung consideraba esencial para la salud psíquica y espiritual.

Esta tendencia se manifiesta en prácticas como las constelaciones familiares, un enfoque que pretende resolver conflictos personales y sistémicos a través de representaciones simbólicas sin sustento científico, teológico, psicológico ni psiquiátrico verificable. De manera similar, la fascinación por las “dietas depurativas” o el uso de minerales con propiedades supuestamente curativas, forman parte de un catálogo de soluciones mágicas que prometen una sanación integral a través de un consumo pasivo, sin exigir el arduo trabajo de introspección ni el compromiso de una fe verdadera. La fe como preocupación última, en palabras del teólogo Paul Tillich, ha sido reemplazada por una fe en la autoayuda, el pensamiento positivo y la solución instantánea, despojando la espiritualidad de su capacidad de enfrentar el dolor y la incertidumbre de la existencia.

Por último, tenemos que analizar una de las causas más graves de esta crisis de la espiritualidad contemporánea, a saber, el profundo extravío de la fe: se ha reemplazado el saber por el mero sentir. La fe, en su sentido más auténtico, nunca fue un acto de credulidad ciega, sino un compromiso que demanda, como afirma San Anselmo de Canterbury, un “creer para entender y entender para creer” (Credo ut intelligam, intelligo ut credam). No obstante, la espiritualidad new age ha promovido un “creer sin saber”, es decir, una rendición voluntaria a la flaqueza intelectual que nos hace susceptibles a cualquier oferta pseudocientífica o esotérica. Esta predisposición a abrazar convicciones sin fundamentos no es exclusiva del nuevo panorama espiritual, sino que se ha infiltrado en las propias religiones monoteístas tradicionales.

En el catolicismo, el judaísmo y el islamismo, se observa una alarmante erosión de la pedagogía y la profundidad doctrinal. La falta de rigor en la formación de sus ministros, aunada a la incapacidad de comunicar con seriedad los principios teológicos al pueblo, ha generado una evidente desconexión entre la fe y el conocimiento. El resultado es un laicado que, a menudo, no comprende los fundamentos de su propia creencia, volviéndose vulnerable a la superficialidad del mundo y a la tentación de sustituir un misterio profundo por una solución trivial propuesta por redes sociales. Se me ocurre como ejemplo, en el ámbito católico, la catequesis que se ha simplificado a tal punto que las nociones básicas de la teología escolástica o de la patrística se han diluido en narrativas moralizantes o en conceptos de autoayuda decadentes.

En el judaísmo, la pérdida de la rigurosidad en el estudio del Talmud y la Halajá ha provocado una brecha generacional de comprensión, reduciendo la religión a un conjunto de rituales y prohibiciones sin la comprensión del “por qué” detrás de ellas. Así, los creyentes, al no saber el origen de una ley o el razonamiento de un debate talmúdico, pueden percibir las prácticas como algo arbitrario o anticuado. De manera similar, en el islam, una interpretación simplista de los textos sagrados, a menudo sin el bagaje del fiqh y la teología clásica, ha llevado a la proliferación de entendimientos dogmáticos y simplistas. Esto se manifiesta en la violencia desmedida de algunos grupos de musulmanes residentes en Europa hacia ciudadanos que perciben como “infieles”. Tal radicalización, que se pretende justificar con pasajes religiosos, ignora siglos de debates teológicos y hermenéuticos que, a través del fiqh y el ijtihad (razonamiento independiente), establecieron complejas reglas para la guerra, la coexistencia y la protección de los no musulmanes. La falta de este bagaje doctrinal permite que interpretaciones literales y simplistas sean instrumentalizadas para fines violentos, despojando a la fe de su complejidad moral e intelectual.

De esta manera, la fe se convierte en un ritual vacío o en un accesorio cultural, perdiendo su capacidad para orientar la vida moral e intelectual. Es que la falta de un conocimiento robusto de la propia tradición deja al creyente desarmado ante las “herejías” de la modernidad, que G.K. Chesterton describió como “verdades que se han vuelto locas”, es decir, fragmentos de un sistema de creencias que, al ser aislados, pierden su coherencia y se convierten en falsedades perniciosas.

En definitiva, queridos lectores, queda claro que cuando la espiritualidad se convierte en un producto de consumo y la verdad en una experiencia caprichosa subjetiva, es inevitable que el individuo se enfrente a un vacío existencial disfrazado de libertad y autonomía. Ante esto, es necesario preguntarse: ¿puede una fe construida sobre cimientos tan dispersos ofrecer un verdadero refugio ante la adversidad, o es sólo un adorno para la vida cotidiana, desechable cuando el sufrimiento se torna real? Si la búsqueda de lo sagrado se privatiza, transformándose en una herramienta para el bienestar personal, ¿dónde quedan la ética social y la responsabilidad por el prójimo que las religiones tradicionales, con todas sus imperfecciones, procuran cimentar? Esta espiritualidad a la carta, ¿nos libera de la tiranía dogmática o nos encierra en una jaula dorada de narcisismo, prometiendo una trascendencia que, en el fondo, sólo refleja nuestra propia imagen?

Lisandro Prieto Femenía
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La infancia como fundamento ontológico

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La medida de una sociedad se halla en cómo trata a sus niños”: Fyodor Dostoevsky

Este domingo, al menos en Argentina, festejamos el “Día del niño” y me parece oportuno invitarlos a realizar una introspección filosófica, a trascender la simple celebración para comprender la niñez como un fundamento de la existencia humana. Este estadio de la vida es más que un preludio de la adultez, en tanto que se ha revelado a lo largo de la historia del pensamiento occidental como una categoría crucial para entender la ética, el conocimiento y la moral.

La historia del pensamiento humano, en su profunda búsqueda de lo inmutable, ha concebido a la niñez no sólo como un estado de desarrollo, sino como un santuario sagrado. Esta perspectiva, arraigada en la teología y la ética, elevó la figura del niño a una condición de pureza y vulnerabilidad que merecía una protección absoluta. El mandato de Jesucristo en el Evangelio de Marcos que versa: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos” (Marcos 10; 14) no es un mero acto de ternura, sino una declaración teológica que indica que la inocencia infantil es un reflejo de la divinidad, un camino hacia la gracia.

Esta idea se consolidó en la moral occidental, donde el niño era visto como un “depósito de gracia” que la sociedad debía proteger de la corrupción del mundo. El gran Santo Tomás de Aquino, aunque centraba su obra en la razón y la fe, reconocía la necesidad de una tutela moral y social de los más jóvenes para guiarlos hacia la virtud, considerándolos esenciales para la perpetuación de una comunidad justa. Su pensamiento, influenciado por Aristóteles, sentó las bases de la ética del cuidado, donde la infancia era un bien social que debía ser protegido por la ley natural y divina.

Filósofos como Platón, en su “República”, ya veían en la educación infantil la llave para forjar ciudadanos virtuosos y, por extensión, una sociedad justa en tanto que, para los griegos, la niñez no era un espacio de pasividad, sino el terreno fértil donde se sembraban las virtudes cardinales que, más tarde, darían forma a la polis. En pocas palabras, la infancia aquí es el “Arjé” (fundamento) de la ética colectiva.

“La educación no se refugia en las academias, tiene vocación y fines políticos. La educación es la llave que permite arribar a una sociedad en la que las virtudes caracterizan a los hombres y al Estado” (Platón, 1949)

La mirada se complejiza con Aristóteles, para quien la formación del carácter moral se iniciaba en esta etapa, a través de la habituación. En su “Ética a Nicómaco” sostuvo que “la educación y las costumbres deben estar ordenadas por las leyes; pues lo que se vuelve habitual no será ya penoso” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 350 a.C.). Como podrán apreciar, esta perspectiva resalta la niñez como el período en el que la costumbre y el entorno se graban en el ser, forjando la inclinación hacia el bien o el mal. Posteriormente, la modernidad, a través de la visión de John Locke, ofreció una nueva metáfora: la “tabula rasa”, en el sentido de que, para él, el niño nacía con una mente en blanco, sin ideas innatas, que se iría llenando a través de la experiencia sensible. Por supuesto, estas ideas confluyeron en la crítica de Jean-Jacques Rousseau, quien en su obra “Emilio” veía en la infancia una pureza intrínseca, una naturaleza no corrompida por la sociedad, y lo expresaba con claridad al indicar que “todo está bien al salir de las manos del autor de la naturaleza; todo degenera en las manos del hombre” (Rousseau, 1762). Desde su enfoque, la niñez era un estado de bondad natural que debía protegerse de las influencias perniciosas del mundo adulto.

También, el aporte de Friedrich Nietzsche en su “Así habló Zaratustra” eleva la imagen del niño a un nivel de trascendencia radical, ubicándolo como la meta final de un proceso de transformación espiritual. En su famosa alegoría de las tres transformaciones del espíritu, Nietzsche describe un camino hacia el Übermensch (superhombre) que culmina en la figura del niño. El niño nietzscheano no es una regresión, sino una superación: representa la inocencia y el olvido, en un “primer movimiento, una rueda que se mueve por sí misma, un santo decir sí” (Nietzsche, 1883). Este niño es un ser creador por excelencia, que no se ata a la moral pasada ni se define por la rebeldía contra ella. Es un jugador libre que crea y destruye sus propios valores sin remordimiento, movido por una pura e inmediata voluntad. En definitiva, el niño es, para Nietzsche, el símbolo del Übermensch, es decir, la encarnación de la voluntad de poder que se afirma a sí misma en el acto de la creación, sin la carga de la historia ni la opresión del deber.

Ahora bien, tras haber echado un breve vistazo a la concepción filosófica de la niñez, es fundamental poner los pies sobre la tierra y pensar en la actual infancia devastada. El contraste entre estos ideales filosóficos y la realidad de la infancia de nuestros días es verdaderamente abrumador. En la postmodernidad, caracterizada por la fragmentación de los grandes relatos y la hiper-mercantilización, la infancia se encuentra en una encrucijada existencial.

Este ideal de una infancia pura o virtuosa se ve desafiado por una realidad global marcada por la desigualdad y la instrumentalización. El hambre y la guerra son fenómenos que despojan a millones de niños de su derecho a la existencia misma. De acuerdo con el Banco Mundial, la “pobreza de aprendizajes” afecta a un 53% de los niños en países de bajos y medianos ingresos, quienes a los 10 años no son capaces de comprender un texto sencillo, una estadística que revela la fractura del tejido educativo global (Banco Mundial, The State of Global Learning Poverty , 2023). Por otra parte, la crueldad de la guerra está desplazando a millones de infantes, quienes, según datos de ACNUR, se ven despojados de su hogar y su seguridad, evidenciando una vulnerabilidad extrema ante los conflictos bélicos dirigidos por degenerados a los cuales no les interesa la vida de los seres humanos más vulnerables del planeta.

A esta crisis material se suma una forma de abandono menos visible, pero igualmente corrosiva: el abandono digital. El otorgamiento de dispositivos móviles, a menudo como un sustituto de la interacción y la presencia afectiva, crea una falsa ilusión de cuidado. Los niños son dejados al amparo de las pantallas, lo que los priva de la interacción social necesaria para el desarrollo emocional y cognitivo. Este fenómeno puede interpretarse como una forma de enajenación, donde la conexión superficial de las redes sociales y los videojuegos sustituye la profunda construcción de vínculos familiares fundamentales. Al respecto, el sociólogo y crítico cultural Neil Postman, en su obra titulada “La desaparición de la infancia” (1982), argumentaba que la televisión, y por extensión la cultura digital posterior, ha borrado la distinción entre la infancia y la adultez. Al exponer a los niños a un mundo de información y problemáticas adultas, la sociedad moderna destruye la inocencia y el espacio protegido que la niñez tradicionalmente representaba.

En este contexto, se evidencia una profunda contradicción: hoy no se promueve la creatividad. Al brindar absolutamente todo “masticado”, resuelto, los niños carecen de la capacidad de invención y se limitan a un rol de consumo. El espíritu nietzscheano del niño como creador se marchita ante la pasividad de una pantalla que representa un mundo ya hecho, donde no hay espacio para el juego libre, la exploración de la realidad o la construcción de significados propios. La niñez de hoy, lejos de ser el niño juguetón y creador que imaginó Nietzsche, es a menudo un ser pasivo, abúlico, bombardeado por estímulos y abandonado a un universo digital que lo despoja de la experiencia del juego libre y del asombro genuino.

La precitada concepción de la niñez como un espacio sacro, intocable e inviolable, contrasta de forma violenta con la cruda realidad precitada. La transición de esta sacralización a la naturalización de su abandono, enfermedad, violencia y muerte constituye una de las mayores crisis de nuestro tiempo. Aquello que en la antigüedad o en la tradición teológica era considerado una profanación que provocaba estupor y castigo, hoy se ha convertido en una estadística que no parece perturbar al mundo. La niñez actual se enfrenta a una debacle donde el ideal de pureza se ve subvertido por un sistema que la devora mientras todos miramos a un costado. Hemos dejado de ver a los niños como la encarnación de la esperanza y los hemos convertido en meros eslabones de una cadena de producción y consumo, en cifras de un informe económico o en víctimas anónimas de conflictos geoestratégicos. La profanación del santuario infantil no es un evento aislado, sino un proceso sistémico que despoja a los niños de su esencia, de su derecho al juego y a la invención, para reducirlos a su existencia material más precaria.

Frente a este escenario, la reflexión filosófica que urge a ir más allá de la lamentación, en tanto que nos obliga a cuestionar las bases de nuestra relación con la infancia. ¿Estamos, como sociedad, reduciendo a los niños a meros receptores pasivos de información y productos, ignorando su necesidad de ser agentes de su propio mundo? ¿Hemos instrumentalizado la tecnología, que podría ser una herramienta de empoderamiento, para convertirla en un mecanismo de control y distracción? Si la niñez es un espejo de la humanidad, ¿qué nos dice de nosotros mismos el reflejo de un niño con hambre, desplazado, amputado o emocionalmente aislado frente a una pantalla? La crisis de la niñez, en última instancia, es la crisis de nuestra propia humanidad y de nuestra capacidad de cuidarnos los unos a los otros.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Exponiendo la quimera del amor sin compromiso

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“En la modernidad líquida, las relaciones, como todo lo demás, están sujetas a la implacable lógica del consumo y la descarte. La fragilidad se convierte en la norma, y la permanencia, en una carga”: Zygmunt Bauman

Antes de zambullirnos en la compleja trama de los vínculos humanos en la era patética de la postmodernidad, resulta ineludible encarar el significado y la esencia misma del amor. La riqueza semántica de esta palabra, que en español aúna múltiples facetas, encuentra su raíz en el latín amor, y su significado ha sido objeto de profunda reflexión desde la antigüedad. Los griegos, con su agudeza filosófica, discernieron distintas modulaciones de este sentimiento, otorgándoles nombres específicos que revelan su intrincada naturaleza. Así, distinguieron entre el eros, un amor apasionado y a menudo posesivo, vinculado al deseo y la atracción física; la philia, un afecto fraternal, de amistad y lealtad, que subyace en la camaradería y el compañerismo y el ágape, un amor incondicional, altruista, que se entrega sin esperar nada a cambio, evocando una dimensión trascendente y universal. En este sentido, Platón nos introduce a una visión jerárquica del eros en su célebre obra titulada “El banquete”, que asciende desde la admiración por la belleza corporal hasta la contemplación de la Belleza en sí, la Idea suprema, inmutable y eterna. Recordemos que para Platón, el amor no era simplemente una emoción, sino una fuerza impulsora que nos eleva hacia el conocimiento y la perfección. La búsqueda de la “media naranja” primigenia, tal como narró Aristófanes en el mismo diálogo, subraya esta añoranza de plenitud y unidad a través del otro.

Sin embargo, en el escenario que nos toca vivir, la posmodernidad, con su descrédito de los grandes relatos, su erosión de las certezas y su entronización del individualismo exacerbado, la concepción platónica del amor, anclada en lo eterno y trascendente, se desvanece en el horizonte de la promocionada volatilidad. La emergencia de la post-verdad, donde la emoción y la creencia personal, a menudo, prevalecen sobre los hechos objetivos y la razón crítica, ha corroído las bases de la confianza y el compromiso, pilares esenciales de cualquier vínculo duradero. En este torbellino de lo efímero, el amor se ha licuado, adoptando formas esporádicas, circunstanciales y, en muchos casos, desechables. La promesa de un vínculo perdurable, forjado en la paciencia y la vulnerabilidad, se ha transmutado en la conveniencia de una conexión utilitaria y momentánea, fácil de establecer y aún más fácil de disolver. Como lúcidamente diagnosticó Zygmunt Bauman en su obra “Amor líquido”, “vivimos en el mundo de ‘conexiones’ en lugar de ‘relaciones’, donde el compromiso se considera una trampa y la ambigüedad una virtud”.

Esta metamorfosis no es accidental, sino el resultado de un proceso de desensibilización que impregna las esferas más íntimas y las más amplias de nuestra vida social. La inmediatez que propugnan las nuevas tecnologías, la cultura del “usar y tirar” trasladada a las emociones, y la constante búsqueda de gratificación instantánea han mermado nuestra capacidad para invertir tiempo, esfuerzo y vulnerabilidad en la construcción de relaciones sólidas y significativas. Los lazos afectivos, lejos de ser refugios de estabilidad y de crecimiento mutuo, se han convertido en plataformas de consumo emocional, donde cada individuo busca satisfacer sus propias necesidades sin la pesada carga de la reciprocidad o el compromiso a largo plazo. En esta lógica, el “otro” no es ya un compañero de viaje en la construcción de una vida compartida, sino una pieza reemplazable en un intrincado juego de utilidades personales. Lo que entendíamos por “amor romántico”, con sus ideales de exclusividad y eternidad, ha cedido su lugar a lo que Eva Illouz denomina “capitalismo emocional” en su obra “El consumo de la utopía romántica”, donde los sentimientos se mercantilizan y las relaciones se evalúan en términos de costo-beneficio, propiciando una instrumentalización del afecto.

Asimismo, esta fragilidad no se limita al ámbito de las parejas. Se extiende, con igual o mayor virulencia, a la totalidad de nuestras relaciones humanas. La pérdida del cariño y el compromiso se manifiesta dolorosamente en las dinámicas familiares: entre padres e hijos, donde la autoridad moral y el afecto incondicional ceden a menudo ante la tiranía de la inmediatez y el distanciamiento emocional, y donde la comunicación se reduce a interacciones superficiales mediadas por pantallas. Los lazos entre familiares en general, antaño pilares de una identidad compartida y un apoyo incondicional, se deshilachan en la indiferencia y la falta de presencia, reemplazados por el contacto esporádico o la ausencia total. La comunidad vecinal, que en épocas no tan lejanas, constituía un microcosmos de apoyo mutuo y solidaridad, se ha fragmentado en una serie de individualidades aisladas, cada una encapsulada en su propio universo digital y ajena al devenir del otro. Este fenómeno no es meramente una cuestión de falta de tiempo, sino una profunda alteración de nuestra disposición a la alteridad, a la co-presencia, a lo que Emmanuel Lévinas llamaría la “responsabilidad infinita” ante el rostro del Otro. El mundo se ha vuelto un conjunto de mónadas leibnizianas, sin ventanas, encerradas en su propia percepción.

Consecuentemente, en el ámbito cívico, la erosión de los vínculos es palpable. La relación entre ciudadanos y gobernantes se ha despojado de la confianza y la responsabilidad mutua, mutando en un espectáculo de desconfianza, cinismo y, a menudo, abierto desprecio. El contrato social, que teóricamente cimentaba la convivencia y el progreso colectivo, se diluye en la percepción de que la política es un juego de intereses particulares, donde la ética y el bien común son meras quimeras, y donde la participación se limita a la expresión de quejas individuales sin articulación colectiva. Como observó el paladín posmoderno Michel Foucault, el poder no sólo reprime, sino que también produce subjetividades. En esta era paupérrima, parece que las subjetividades producidas son aquellas que se retraen al compromiso, que desconfían de la alteridad y que privilegian la seguridad de la soledad autoimpuesta por encima de la rica complejidad de la interdependencia.

Al respecto, Hannah Arendt advirtió, en su obra “Los orígenes del totalitarismo”, sobre la corrosión del espacio público y la desintegración de los lazos sociales como condición para el surgimiento de fenómenos políticos autoritarios. Ante esto, queda preguntarse: ¿Acaso no es esta atomización una forma de control sutil, que nos vuelve maleables y menos propensos a la acción colectiva y al pensamiento crítico, al desactivar la potencia de la solidaridad y el ágape cívico?

Ante este panorama desolador de amores efímeros y vínculos disueltos, ¿estamos condenados a la fragmentación perpetua y a la superficialidad de los encuentros? ¿O existe la posibilidad de reavivar la llama del compromiso y la sensibilidad en un mundo que prioriza la desconexión afectiva? La desensibilización no es nuestro destino ineludible, sino una construcción social que puede ser deconstruida, un hábito cultural que puede ser re-aprendido. ¿Acaso hemos olvidado, en esta vorágine de lo efímero y lo descartable, que la verdadera riqueza reside en la profundidad de los lazos, en la capacidad de construir historias compartidas que trasciendan la fugacidad de lo instantáneo y se anclen en la persistencia del afecto? ¿Es posible que, al abrazar la vulnerabilidad y la paciencia, podamos redescubrir la resistencia inherente a un amor que se atreve a ser permanente, no por obligación o tradición, sino por elección consciente y por la convicción de su valor intrínseco?

Quizá, la clave resida en una revolución silenciosa, que comience en el ámbito individual y familiar, que nos invite a cuestionar la lógica del descarte y a abrazar la complejidad inherente a cualquier vínculo genuino, reconociendo que el conflicto y la diferencia no son razones para la huida, sino oportunidades para el crecimiento. Entonces, ¿podemos, como individuos, resistir la tentación de la inmediatez y apostar por la construcción lenta, a veces dolorosa, pero profundamente gratificante, de lazos duraderos, tanto personales como comunitarios? ¿Es momento de reconocer que la verdadera libertad no radica en la ausencia de ataduras, sino en la elección consciente de aquellas relaciones que nos enriquecen y nos permiten crecer, incluso cuando nos desafían, y que la felicidad no se encuentra en la acumulación de experiencias superficiales, sino en la profundidad de las conexiones?

La reflexión crítica, el pensamiento autónomo y la chispa de un pensar sensible que no se da por vencido son, quizás, las herramientas más poderosas para reclamar el amor de las garras de la liquidez de la moda posmo-progre y su correspondiente post-verdad. Sólo al mirar de frente esta crisis de los lazos, al interrogarnos sobre nuestro propio papel en ella y al atrevernos a redefinir el valor del compromiso, podremos aspirar a reconstruir una sociedad donde el afecto, en todas sus nobles formas, recupere la centralidad y su potencia transformadora. ¿Nos atreveremos a utilizar estas herramientas, a salir de la comodidad de la indiferencia y a asumir el riesgo de volver a amar con profundidad y a construir con permanencia? La pregunta no es menor, y la respuesta, implica un imperativo ético para nuestro tiempo plagado de gente rota que no sabe amar (y tampoco le importa aprender).

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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