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¿Y si dejamos de premiar a los mediocres?

Por: Lisandro Prieto Femenía
«La mediocridad, al instalarse como norma, convierte a las sociedades en sumas de hombres clónicos, incapaces de reaccionar ante los desafíos», José Ortega y Gasset “La rebelión de las masas”, 1929.
La mezquindad y la mediocridad no son simples defectos morales individuales, sino que son fuerzas corrosivas que pueden fragmentar severamente el tejido social, minar el potencial colectivo y fomentar la alienación de las personas. Estas actitudes, al arraigarse en las relaciones humanas, bloquean todo tipo de cooperación puesto que desconfían del mérito de quienes puedan llegar a tener algún talento real que no sea chupar medias mientras que perpetúan sistemas de exclusión y envidia que atentan contra la convivencia armónica y el desarrollo comunitario.
Entendemos la mezquindad como la incapacidad de compartir bienes materiales, intelectuales o espirituales con generosidad, muy propio de la gente que es profundamente antisocial. Aristóteles ya nos advertía que la virtud de la magnanimidad es esencial para el bienestar colectivo. Desde su perspectiva, el mezquino no solo daña a otros, sino que se niega a sí mismo la posibilidad de trascender en comunidad: en su expresión más extrema, se convierte en una forma de egoísmo que erosiona la confianza y dificulta la solidaridad.
Para ilustrar el modo de vida mediocre y mezquino, podemos recurrir a la mitología, particularmente al mito que dio nombre al síndrome de Procusto, una metáfora tomada de los griegos antiguos que describe una actitud común en sociedades donde la miseria humana predomina por sobre el bien común. Procusto, reiteramos, un personaje mitológico, era un posadero que ajustaba a la fuerza a sus huéspedes al tamaño de su cama: si eran demasiado altos, les amputaba las extremidades; si eran demasiado bajos, los estiraba. En términos sociales, este síndrome alude a la tendencia de algunas personas a rechazar o limitar a aquellos que destacan o son diferentes, por temor a que su talento, virtudes o capacidades superiores los eclipsen.
El precitado fenómeno se observa con frecuencia en contextos laborales, educativos y comunitarios, donde el talento o la excelencia son percibidos no como recursos para el beneficio común, sino como amenazas al statu quo. Al respecto, el filósofo y sociólogo Max Scheler indicó que “la envidia social es la forma más tóxica de la mediocridad, pues busca nivelar a todos hacia abajo, impidiendo que los mejores se desarrollen” (“El resentimiento en la moral”, 1912). En este sentido, el síndrome de Procusto no sólo perjudica a los individuos talentosos, sino que también estanca el progreso colectivo al suprimir la diversidad y la innovación.
Pues bien amigos, en nuestra era de redes sociales, el síndrome de Procusto se manifiesta en linchamientos digitales o en críticas desmesuradas hacia quienes sobresalen en cualquier aspecto de la vida. El anonimato cobarde y la dinámica de la virtualidad no hacen otra cosa que amplificar el miedo al talento ajeno, transformando las diferencias en un objeto de burla o ataque violento. Sobre este asunto en particular, Slavoj Žižek indicaba que “el éxito de una sociedad marcada por la envidia y el resentimiento no sólo es difícil de alcanzar, sino que se convierte en una carga, ya que provoca el rechazo sistemático de aquellos que se sienten amenazados por el cambio” (“Living in the End Times”, 2010).
En contraposición a la mezquindad, la magnanimidad aristotélica se presenta como antídoto: la reflexión de Aristóteles sobre esta actitud en su “Ética a Nicómaco” sitúa esta virtud como una cualidad central para el florecimiento personal y social. Es que el magnánimo aspira siempre a cosas grandes, pero lo hace desde el conocimiento propio de su valor, evitando tanto la mezquindad como la vanagloria. Este equilibrio es esencial para Aristóteles, pues considera que sólo quien comprende su dignidad, puede aspirar a lo elevado sin caer en los excesos ni en las pretensiones vacías.
Aristóteles describe al magnánimo como alguien digno de honores, pero no como un buscador de reconocimiento a cualquier costo. La magnanimidad es, en este sentido, opuesta a la mezquindad, que se manifiesta en el rechazo a reconocer el valor propio o ajeno, y al mismo tiempo, contraria a la mediocridad, que evita aspirar a lo grandioso por temor al esfuerzo o al fracaso. Así, el magnánimo se presenta como una figura ideal de la ética aristotélica, capaz de armonizar la virtud personal con el impacto positivo en la comunidad.
En una sociedad marcada por la mezquindad, la magnanimidad actúa como contrapeso necesario. Aristóteles sugiere que el magnánimo, al conocer su valor, no necesita despreciar a otros ni competir desde la envidia. Por el contrario, su aspiración a lo elevado inspira y eleva a quienes lo rodean y acompañan. Esto, que parece ancestral y pasado de moda, tiene profundas implicaciones sociales: un tejido social sano requiere de individuos que no teman reconocer las capacidades ajenas, sino que sepan valorarlas y cooperar para alcanzar metas comunes.
«El magnánimo parece ser alguien digno de honores, porque aspira a las cosas grandes con base en su mérito, pero no las busca con mezquindad, pues conoce su propio valor» (Aristóteles, “Ética a Nicómaco”, IV, 3).
La carencia de magnanimidad en una comunidad, entonces, da lugar a dinámicas destructivas, como el resentimiento y el rechazo a la excelencia. Nietzsche, por ejemplo, al analizar esta misma idea desde una perspectiva crítica, sostenía que “lo que no aprendimos de los griegos fue la capacidad de admirar sin destruir; hoy la grandeza suele verse como una amenaza que debe ser nivelada” (Más allá del bien y del mal”, 1886). Evidentemente, Nietzsche ya notaba la tremenda dificultad que tiene la sociedad de reconocer la grandeza de otros sin que ello genere rechazo o envidia, una dificultad que la magnanimidad sí busca resolver.
“La masa odia al individuo que la ilumina, porque éste le muestra la mediocridad de la que ella se alimenta” (F. Nietzsche “Así habló Zaratustra”, 1883).
Por su parte, la reflexión de Hannah Arendt sobre la desintegración del mundo común está profundamente ligada a su análisis del egoísmo y la mezquindad como actitudes que minan el tejido social y la convivencia política. En “La condición humana” (1958), Arendt observa que la esfera política no es únicamente el espacio de la acción colectiva, sino también el lugar donde los individuos se encuentran como iguales y diferentes al mismo tiempo, compartiendo un mundo que los trasciende. Cuando señala que la desintegración del mundo común está precedida por una actitud mezquina que convierte al prójimo en un enemigo, Arendt está describiendo cómo el egoísmo exacerbado rompe el equilibrio entre el interés personal y el interés colectivo. En su análisis, la mezquindad no se limita al ámbito material, sino que incluye una incapacidad para reconocer al otro como un igual digno de derechos, perspectivas y contribuciones.
Recordemos que, para Arendt, la política se fundamenta en la pluralidad, es decir, la capacidad de los individuos para actuar juntos y deliberar sobre asuntos que afectan al bien común. El egoísmo llevado a su extremo, asociado siempre a la mezquindad, despoja a los ciudadanos de esta capacidad de privilegiar los intereses individuales por encima de los colectivos.
En un contexto como el nuestro, donde predomina esta actitud, el prójimo ya no es percibido como un compañero en la construcción del mundo común, sino como una amenaza o un competidor. Este proceso conduce a lo que Arendt describe como la “atomización” de la sociedad: un estado en el que los individuos pierden el sentido de comunidad y solidaridad, volviéndose aislados y desconfiados. La consecuencia de esta forma miserable de vida es la desintegración del espacio público, el ámbito donde las diferencias pueden ser negociadas y las acciones colectivas llevadas a cabo. Sin este espacio compartido, las sociedades se fragmentan en intereses caprichosos, incapaces de articular una visión de futuro común.
En el enfoque arendtiano, la mezquindad no sólo bloquea la capacidad de acción colectiva, sino que también destruye el carácter de acción misma, en tanto que la acción política es intrínsecamente generativa, es decir, tiene el potencial de crear algo nuevo y de transformar las estructuras existentes. Sin embargo, una actitud mezquina, al convertir al prójimo en enemigo, paraliza esta capacidad creadora y perpetúa la mediocridad, la inercia y el estancamiento. En este sentido, Arendt también conecta esta actitud con la crisis de responsabilidad en las sociedades modernas: cuando los individuos dejan de percibirse como corresponsables del mundo común, el espacio público se vacía, y las decisiones quedan en manos de sistemas burocráticos o autoritarios que no reflejan la voluntad colectiva. Este vacío, queridos amigos, es una puerta abierta a la naturalización de la tiranía.
“La desintegración del mundo común está precedida por una actitud mezquina que convierte al prójimo en un enemigo” (H. Arendt “La condición humana”, 1958).
Por último, es necesario que analicemos cómo la mediocridad social instituida estructuralmente ha establecido el precitado sistema moral improductivo del “nivelemos para abajo”. En sociedades donde la mediocridad es premiada y predomina como norma, el talento, la excelencia, la habilidad y la inteligencia son percibidas como severas amenazas en lugar de oportunidades. Este fenómeno no sólo refleja una incapacidad para gestionar la diversidad, sino también un miedo subyacente al cambio y a lo desconocido. El resultado evidente, es una cultura que castiga la innovación, la crítica racional y la distinción, prefiriendo la uniformidad por sobre la capacidad.
Recordemos brevemente al filósofo danés Søren Kierkegaard, quien al referirse al concepto de la “nivelación” en su obra “La enfermedad mortal” (1849) sostenía que “la nivelación es una victoria del hombre común, que busca destruir todo lo que sobresale, no por envidia manifiesta, sino por una indiferencia que niega el valor de lo extraordinario”. Este proceso de decadencia moral y cultural no sólo empobrece la creatividad y la capacidad de transformación de las comunidades, sino que también ha logrado perpetuar un estado de conformismo, donde la mediocridad se establece como un estándar incuestionable: si no me creen, fíjense ustedes mismos el nivel de nuestros gobernantes.
La dinámica instituida de la “nivelación hacia abajo” implica, evidentemente, un castigo implícito al talento y a la innovación, en tanto que aquellos que sobresalen son muchas veces objeto de exclusión, burla, crítica o sabotaje, lo que no sólo afecta su desarrollo individual, sino que priva a su comunidad de las posibles contribuciones que estas personas podrían ofrecer. Al respecto, recordemos lo que mencionamos líneas atrás sobre Žižek, quien anuncia que “en las sociedades donde la mediocridad predomina, el talento es desactivado no a través de la exclusión abierta y frontal, sino por la marginación sutil que trivializa cualquier intento de transformación” (“Living in the End Times”, 2010).
El miedo al talento es, claramente, un reflejo del temor de los mediocres a enfrentar sus propias carencias. En una cultura donde la banalidad es la reina y rectora de la cultura y la política, la diferencia se interpreta como una amenaza porque evidencia las limitaciones de aquellos que se conforman con lo indiscutido, es decir, con lo establecido. Este miedo, en lugar de motivar a la mejor, no hace otra cosa que reforzar una estructura social que desincentiva hasta el hastío la superación personal y colectiva, consiguiendo que miles de personas a diario sostengan la tan lamentable frase: “para qué me voy a esforzar, si es lo mismo, nadie lo nota, nadie lo valora”. Grave error.
Nuestro desafío es, evidentemente, superar esa realidad de la nivelación mediocre, mediante la construcción de una cultura del reconocimiento que aniquile el individualismo violento, señale sin pudor la inutilidad y la mala leche y proponga un nuevo esquema de valores donde se valore y potencie el esfuerzo y el talento. Esto requiere una reconfiguración de las dinámicas sociales, donde la diferencia no se perciba como amenaza, sino como una oportunidad para el aprendizaje y el crecimiento colectivo, puesto que el verdadero progreso social sólo es posible cuando tenemos la capacidad de reconocer el talento de cada individuo como un recurso compartido que apunta a enriquecernos a todos, si lo aprovechamos adecuadamente.
Cierro con esto: la solidaridad y el reconocimiento mutuo no son, solamente, principios éticos y morales valiosos, sino también estrategias prácticas (educativas, políticas y económicas) que fortalecen el desarrollo comunitario sostenido. La patética nivelación para abajo es un síntoma de una sociedad que le tiene miedo a la grandeza y a la excelencia, porque no sabe cómo integrarlas en su visión de futuro, básicamente, porque no quieren tener futuro. Superar esta triste dinámica social naturalizada exige una transformación cultural que fomente el respeto por la inteligencia, la capacidad práctica, la creatividad y el talento al servicio de la cooperación colectiva.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Sarmiento: el legado educativo de un “Cuyano alborotador”

Por: Lisandro Prieto Femenía
“La instrucción es la madre de la moralidad pública, y la República es la hija de la instrucción”: Domingo Faustino Sarmiento, De la educación popular (1849)
La figura de Domingo Faustino Sarmiento, a menudo reducida a la estatua o al bronce, adquiere una resonancia particular al momento de examinar su proyecto educativo. La conmemoración del día 11 de septiembre, día del maestro en su honor, trasciende el acto protocolar y se convierte en una invitación a la reflexión crítica sobre los cimientos de la educación moderna en Argentina y, por extensión, en gran parte de Hispanoamérica.
Para comprender la magnitud de su visión, es imperativo sumergirse en el contexto de su vida, marcado por un dinamismo constante, exilios, confrontaciones y proyectos que moldearon su pensamiento. El historiador José Ignacio García Hamilton, en su biografía titulada “Cuyano alborotador. La vida de Sarmiento” (1997), ofrece una perspectiva detallada del precitado periplo. Sarmiento no provenía de las élites tradicionales, lo que le dio una visión aguda de las diferencias entre el interior y la capital. Su juventud estuvo signada por exilios en Chile, donde, como señala García Hamilton, el destierro era para los sarmientinos “una forma de vida” (1997, p. 57). En Chile, el contacto con sistemas educativos más avanzados sembró en él la semilla de la reforma pedagógica al punto tal que su célebre enfrentamiento con Juan Manuel de Rosas, plasmado en su monumental obra “Facundo”, fue una batalla ideológica por la civilización contra la barbarie. En este sentido, la vida de Sarmiento es la prueba de que sus convicciones no eran abstractas, sino que nacían de una experiencia vital intensa, pues “había visto de cerca la ignorancia y la miseria, y por eso la educación no era para él una mera teoría, sino una necesidad urgente” (1997, p. 120).
Como bien sabemos, Sarmiento concibió la escuela no sólo como un espacio de instrucción, sino como un dispositivo civilizatorio fundamental para la consolidación del Estado-Nación. Para él, el analfabetismo representaba una barrera insalvable para la democracia y el progreso. En su obra “De la educación popular” (1849), argumentó que la ignorancia “no se extirpa por medio del látigo o la amenaza, sino por medio de la enseñanza”. Queda claro, entonces, que la educación se presentaba como el antídoto contra la barbarie, un concepto que en su pluma se asociaba a las costumbres anárquicas del campo, los caudillos violentos y la ausencia de leyes.
Esta perspectiva, si bien impulsó la alfabetización masiva, encierra una tensión intrínseca que invita a una lectura más matizada. Aunque historiadoras postmodernas y porteñas como Adriana Puiggrós han señalado que “la escuela argentina se construyó sobre la base de un fuerte proyecto de homogeneización cultural” (1990), esta lectura no agota la complejidad del pensamiento sarmientino. Un análisis más profundo de su obra, en particular de “Facundo” (1845), revela que Sarmiento no buscaba aniquilar la diversidad, sino apropiarla y hacerla parte de un proyecto nacional común. Sus detalladas descripciones de arquetipos rurales como el rastreador, el baqueano o el gaucho demuestran un profundo conocimiento y, en cierto modo, una fascinación por las cualidades y habilidades de esas figuras. Del rastreador, por ejemplo, señala que “es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones gozan en el pueblo de una autoridad incuestionable”. Evidentemente, Sarmiento no desvaloriza estas capacidades innatas sino que, más bien, lamenta que no estuvieran al servicio de un proyecto civilizatorio mayor. Su modelo, por tanto, no era la destrucción de las particularidades locales, sino su integración en una estructura nacional que las dotara de un propósito moderno. Es decir, la estandarización no era la erradicación de las diferencias, sino su encauzamiento hacia un ideal de progreso centralizado.
Ahora bien, la visión como educador de Sarmiento se materializa en su decisión de traer maestras de los Estados Unidos, un acto que revela la profundidad de su proyecto pedagógico. La escritora Laura Ramos, en su obra “Las señoritas. Historia de las maestras estadounidenses que Sarmiento trajo a la Argentina en el siglo XIX” (2021), reconstruye este episodio desde una perspectiva íntima y personal. Sarmiento no sólo buscaba importar un modelo educativo, sino un paradigma cultural y social. La figura de la maestra estadounidense, tal como la describe Ramos, encarnaba los valores que él anhelaba para la nueva nación: el laicismo, el rigor académico y la independencia femenina.
Asimismo, Ramos se sumerge en los diarios, cartas y testimonios de estas 61 maestras y demuestra que su llegada fue un acto de audacia política y pedagógica: “Sarmiento no traía sólo maestras. Traía otra cosa. Traía mujeres que pensaban, que viajaban solas, que no querían casarse y que trabajaban” (Ramos, 2021). Su presencia en un país aún dominado por las costumbres tradicionales fue una lección en acción. Ramos subraya que estas mujeres no sólo se enfrentaron a las precarias condiciones de las escuelas, sino también a la resistencia de la sociedad conservadora. Este enfoque se aleja bastante de una mera importación de conocimientos y se adentra en un proyecto de ingeniería social, donde la educación no sólo debía alfabetizar, sino forjar un nuevo tipo de ciudadano: independiente, laborioso y, en el caso de las mujeres, capaz de salir del rol doméstico para convertirse en un agente activo en la construcción de la nación.
En este punto, es preciso señalar que la visión de Domingo Faustino Sarmiento como educador está intrínsecamente ligada a su accionar político y a su proyecto de país. Daniel Balmaceda, en su libro “Sarmiento, el presidente que cambió la Argentina” (2023), intenta alejarse del retrato escolar para mostrar la figura de un estadista pragmático y visionario, que enfrentó las contradicciones de su tiempo con una tenaz voluntad de cambio. Su gestión presidencial (1868-1874) se caracterizó por una modernización acelerada que buscaba equiparar al país con las naciones más desarrolladas de ese momento.
Puntualmente, Balmaceda destaca la capacidad de Sarmiento para proyectar a la Argentina hacia el futuro, basándose en la ciencia y el progreso. Su gestión se caracterizó por la extensión del ferrocarril y el telégrafo, la promoción de la ciencia y la tecnología, el incentivo de la maquinaria agrícola y la concreción del primer censo nacional. Estas iniciativas no eran hechos aislados, sino que respondían a una misma concepción: la de un país que debía superar el salvajismo de los caudillos y el aislamiento para integrarse al concierto de las naciones civilizadas. La obra de Balmaceda nos permite entender que la presidencia de Sarmiento no fue un simple ejercicio de poder, sino la puesta en práctica de un programa que había madurado durante toda su vida. La educación, en este marco, era el pilar fundamental para lograr los cambios que él concebía fundamentales para la República Argentina.
Procedamos ahora a analizar la célebre frase “las ideas no se matan”, pronunciada por Sarmiento en el cementerio de San Juan en 1839, durante la exhumación de los restos de los caídos en la batalla de la Ciudadela. Claramente, se trata de un lema que supera la simple divisa política, porque representa una declaración de principios filosófica que define su concepción del progreso y de la condición humana. El contexto de la frase es una respuesta a la represión ejercida por las fuerzas federales de Rosas, pero su significado trasciende dicha coyuntura: la idea central es que, si bien se puede asesinar a un hombre y acallar su voz, el pensamiento que él encarna, la fuerza de su intelecto y sus propuestas, permanecen inalterables. Como lo manifestó en su discurso, “se puede degollar a los mártires, se pueden incendiar los libros que los han hecho tales; pero las ideas no se matan, y los principios que han hecho marchar a la humanidad no se acallarán” (citado por J. J. Hernández Arregui, 1960).
Esta premisa no sólo se aplica a un modelo de país, sino que se extiende a un modelo de humanidad. Sarmiento creía en la capacidad transformadora del intelecto y en el poder inherente de la razón para moldear la realidad. En su visión, la historia no era un ciclo de repeticiones trágicas, sino un camino de progreso impulsado por la fuerza de las ideas. Un ser humano, en esta perspectiva, no se define por su origen social o su linaje, sino por su capacidad para pensar y para actuar en consecuencia. El idealismo de esta frase es el motor que lo llevó a fundar escuelas, a traer maestras extranjeras y a luchar por el ferrocarril en un país que, hasta ese momento, estaba casi totalmente desconectado. Para él, la barbarie no era una condición inherente al ser humano, sino una consecuencia de la ignorancia, y la civilización, por lo tanto, no era un privilegio de unos pocos, sino un estado que se alcanzaba a través del conocimiento que debería estar a disposición de todos. Este modelo, aunque a menudo criticado por su eurocentrismo y su supuesto desprecio por las culturas autóctonas, evidencia una fe inquebrantable en el poder de la mente para superar la violencia y el atraso.
La trascendencia de Sarmiento tampoco se limita a las fronteras argentinas. Su pensamiento y su labor son objeto de reconocimiento en el ámbito global, lo que evidencia la universalidad de su proyecto. En Estados Unidos, por ejemplo, donde pasó parte de su vida en el exilio y como embajador, su figura es recordada con muchísimo respeto. La relación que mantuvo con el pedagogo Horace Mann fue clave, en tanto que Sarmiento lo consideraba su mentor y la fuente de inspiración para la creación de las escuelas normales en Argentina. Su legado en Norteamérica se materializa en el busco que se encuentra en la Plaza Panamericana de Washington D.C., un homenaje a su labor como embajador y promotor de la educación.
En Europa, su figura también ha recibido honores. La ciudad de Bérgamo, en Italia, rinde homenaje al maestro con una placa conmemorativa en la casa donde vivió en 1888. Estos gestos, aparentemente menores, confirman que su legado trasciende el nacionalismo. Sarmiento no fue sólo un prócer argentino, sino un pensador universal que creyó en la educación como herramienta para erradicar la pobreza y la ignorancia en cualquier parte del mundo. Su obra y sus ideas, traducidas a diferentes idiomas, han sido estudiadas en universidades de todo el mundo como un ejemplo de cómo un proyecto educativo puede sentar las bases para la construcción de una nación moderna, libre y próspera.
El legado de Sarmiento nos exige una reflexión que integre las luces y sombras de su proyecto, especialmente ante la emergencia de narrativas históricas simplistas. Es inevitable confrontar el discurso de historiadores mediáticos, como Felipe Pigna, que, en su afán por construir una historia de buenos y malos, incurren en el error de los anacronismos. Al juzgar a Sarmiento con la moral del siglo XXI, se lo condena por expresiones sobre los gauchos o los pueblos originarios sin contextualizar el pensamiento liberal y positivista del siglo XIX. Estas críticas, a menudo infundadas, ignoran la complejidad del hombre y su tiempo, reduciendo su figura a un arquetipo de la “civilización” opresora. Sarmiento, en cambio, operaba bajo una visión que, si bien controvertida, estaba guiada por una fe absoluta en el progreso a través de la educación y el trabajo.
En este marco, la vigencia del proyecto sarmientino se manifiesta en la severa crítica que él mismo realizaría al estado actual de la educación. El padre de la escuela moderna vería con horror la devaluación educativa de Occidente, donde la falta de rigor, la fragmentación de los saberes y la precariedad del magisterio han devaluado el conocimiento y el pensamiento crítico. La educación, en su concepción, no era un espacio de libertad sin disciplina, sino un bastión de la razón y el método. Hoy, la escuela que él concibió como una herramienta de progreso se enfrenta a un desafío existencial: en un mundo global y digital, ¿cómo se puede reconstruir una educación que no sólo alfabetice, sino que también forme ciudadanos con la capacidad crítica para discernir y actuar? Pues bien, queridos lectores, la vigencia de Sarmiento reside en la potencia de estas preguntas que, lejos de ser resueltas, nos interpelan de manera urgente.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Analizando el poder del lenguaje

Por: Lisandro Prieto Femenía
«Una relación humana se puede destruir con una palabra incorrecta, una sola palabra puede abrir una inmensa oscuridad. El lenguaje es el instrumento de la gracia y de la destrucción del ser humano.»: George Steiner
La reflexión que encabeza el artículo de hoy, encapsulando la visión de George Steiner sobre la naturaleza ambivalente del lenguaje, no es un mero aforismo. Se trata, en esencia, de la tesis central de gran parte de su obra, una exploración incesante de cómo el lenguaje, esa capacidad distintiva que nos define como seres humanos, no es simplemente un vehículo de comunicación, sino el motor mismo de nuestra existencia. Para Steiner, el acto de hablar es inherentemente riesgoso, cargado de una potencia dual: la de erigir lo más sublimes puentes de comprensión y afecto, y la de cavar abismos de oscuridad y destrucción: justamente por ello, es peligroso cuando los idiotas tienen la palabra. Si bien es la quintaesencia de nuestra capacidad de construir sentido, de articular mundos y de forjar lazos, es, al mismo tiempo, un agente de una potencia destructiva inaudita. Esta dualidad inherente exige una indagación filosófica sobre el poder constitutivo y destructivo de las palabras, así como sobre la imperativa responsabilidad ética que recae sobre quien las pronuncia o las silencia.
Para comprender la esencia del poder del lenguaje, es imperativo partir de la visión steineriana de su inherente dualidad. Steiner, en obras cruciales como “Después de Babel” y “Lenguaje y silencio”, no concibe el lenguaje como un simple vehículo de comunicación, sino como la expresión más profunda de la existencia humana, un campo de fuerzas donde se libran batallas por el sentido y la moralidad. Es el “instrumento de la gracia” porque sólo a través de él podemos nombrar lo sagrado, articular la poesía, consolar el dolor y construir los complejos andamiajes de la civilización y el afecto.
La palabra, en su formulación precisa y empática, puede erigir puentes de entendimiento, generar empatía y facilitar la catarsis. En el ámbito interpersonal, una disculpa sincera, un reconocimiento oportuno o una expresión de afecto profundo tienen el poder de restaurar, sanar y fortalecer los vínculos, operando como verdaderos actos de gracia. El lenguaje se convierte así en el medio a través del cual compartimos nuestras vulnerabilidades y nuestras fortalezas, tejiendo la compleja trama de la intersubjetividad. Al respecto, Ludwig Wittgenstein, en sus “Investigaciones filosóficas”, señalaba que “comprender una oración quiere decir comprender un lenguaje. Comprender un lenguaje quiere decir dominar una técnica” (Wittgenstein, 1953, §199). Esta «técnica» no solo nos permite describir, sino también nombrar, clasificar y, en última instancia, constituir la realidad social y personal, posibilitando esa gracia.
Sin embargo, es la otra cara de esa moneda- su capacidad de destrucción- lo que obsesionó a Steiner. La misma potencia que permite la construcción habilita también la devastación. Para él, la atrocidad del siglo XX, particularmente el Holocausto, puso de manifiesto cómo el lenguaje puede ser corrompido, vaciado de su significado y utilizado para justificar lo inhumano. Nuestro autor se preguntó si, tras Auschwitz, el lenguaje mismo no había quedado permanentemente herido, si algunas palabras no habían perdido su inocencia para siempre, en tanto que la capacidad de las palabras para despojar al otro de su humanidad es una de las facetas más aterradoras de su poder destructivo.
Esta preocupación conecta directamente con el análisis que Hannah Arendt realiza en su obra “Eichmann en Jerusalén: un informe sobre la banalidad del mal”, donde nos muestra cómo la ejecución de la burocracia desprovista de pensamiento crítico y saturada de un lenguaje técnico, impersonal y estandarizado, permitió a Eichmann y a otros funcionarios a realizar actos de barbarie inimaginable sin percibir la monstruosidad moral de sus acciones. Al expresar que “el ideal de la burocracia es la eliminación de la persona, del sujeto de las órdenes” (Arendt, 1963, p. 119), está revelando cómo la abstracción lingüística y la deshumanización de los términos facilitaron una ceguera moral que fue fundamental para el Holocausto. La calumnia, la difamación, el discurso de odio y la retórica deslegitimadora, al igual que el lenguaje burocrático analizado por Arendt, tienen la capacidad de corroer la reputación, desatar la violencia y fracturar comunidades enteras.
También, Michel Foucault señaló en su obra “El orden del discurso” que “todo sistema de educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los saberes y los poderes que implican” (Foucault, 1970, p. 11). Dicho control sobre el discurso y la manipulación del lenguaje son, por ende, instrumentos de dominación y, potencialmente, de aniquilación social o moral. La palabra injuriosa no sólo daña al receptor, sino que también corrompe al emisor y contamina el espacio comunicativo compartido por todos. Pues bien, para Steiner, esta corrupción del lenguaje es el preludio de la barbarie.
En este punto de la reflexión, es preciso, entonces, revisar las trampas del lenguaje y la fragilidad de la ciudadanía, porque la dualidad constitutiva del lenguaje, tan enfatizada por Steiner y puesta de manifiesto en las reflexiones de Arendt, nos impone una responsabilidad ética de magnitudes considerables. Caer en dichas trampas implica una falta de conciencia crítica sobre su funcionamiento y los alcances de su impacto. Esto se manifiesta en el uso de un lenguaje vago o ambiguo que, de forma deliberada o no, puede servir para evadir responsabilidades, manipular percepciones o sembrar confusión, impidiendo la claridad necesaria para el juicio moral y la acción justa.
La riqueza del lenguaje radica en su capacidad para articular matices, expresar la complejidad de las emociones y el pensamiento, como también nombrar las infinitas gradaciones de la experiencia humana. Sin embargo, presenciamos una preocupante tendencia hacia la trivialización intencional y el uso indiscriminado de clichés vacíos, fenómenos que despojan a las palabras de su verdadero poder significativo. Cuando el vocabulario se reduce a un puñado de términos “comodín”, el diálogo se empobrece y la capacidad de reflexión profunda se ve anestesiada. Pensemos, por ejemplo, en la omnipresencia de adjetivos como “cool” o “mala onda” para describir una gama inmensa de situaciones, desde una obra de arte hasta una noticia impactante o una experiencia personal. Un concierto que nos conmocionó, una conversación trascendente o un momento de angustia existencial quedan reducidos a una etiqueta genérica, vacía de contenido. Este uso perezoso del lenguaje no sólo limita nuestra capacidad de expresión, sino que también nos impide percibir la singularidad de cada evento, aplanando la rica textura de la realidad. Si nos conformamos con clichés como “y así son las cosas” o “está todo bien”, cerramos la puerta a la verdadera indagación, a la pregunta incómoda y a la posibilidad de nombrar aquello que es verdaderamente significativo, dejando que la superficialidad se instale en el centro de nuestra comunicación y por ende, de nuestra comprensión del mundo.
A menudo, pensamos en el lenguaje como un acto explícito, en las palabras que se dicen. Pero su poder, y también su peligro, reside igualmente en lo que se calla. El silencio cómplice no es una ausencia inofensiva; es, de hecho, una forma activa de destrucción, tan potente como la palabra mal intencionada. Cuando la verdad se oculta detrás del mutismo, se imposibilita el diálogo necesario, ese espacio fundamental donde las diferencias se confrontan, las heridas se reconocen y las soluciones se gestan. Pensemos en una situación hipotética de acoso laboral: la víctima sufre, pero si los compañeros, por miedo o por indiferencia, guardan silencio, su mutismo está validando una injusticia mientras que profundiza el aislamiento de quien la padece. Este silencio se convierte en un consentimiento tácito, una aceptación pasiva de aquello que debería ser desafiado. La ausencia de las palabras justas- un “lo siento”, un “no estoy de acuerdo”, un “esto es inaceptable”- puede dejar cicatrices tan profundas como un insulto o una calumnia. Es, como bien lo expresó Edmund Burke, que “lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada”. Y ese “no hacer nada” incluye, de forma crucial, la negación de la palabra cuando ésta es indispensable para confrontar la injusticia y preservar la integridad.
También, es indispensable que pensemos en la deshumanización del lenguaje en la era digital en la que nos encontramos. Ahora, la comunicación se ha acelerado a límites insospechados, pero a menudo a costa de su profundidad. El lenguaje está corriendo el riesgo de ser reducido a una llana transmisión de información, como un código binario desprovisto de alma. Esta visión utilitaria ignora por completo las riquísimas dimensiones esenciales de las palabras, a saber, como dijimos recientemente, su carácter performativo, afectivo y ético. No se trata sólo de que las palabras describan la realidad, sino que la crean. Cuando alguien pronuncia un “sí, acepto” en una boda, no solo informa de su consentimiento, sino que está contrayendo un compromiso que transforma su estado civil y su vida. De la misma manera, una “promesa” establece una obligación futura, un “lo siento” busca reparar un daño y una amenaza puede infundir el terror y modificar el comportamiento. Si reducimos el lenguaje a datos fríos, perdemos la capacidad de comprender cómo las palabras construyen confianza, cómo destrozan vínculos, cómo reconcilian diferencias o cómo infligen heridas profundas. La prisa, la superficialidad de los caracteres limitados y la ausencia de contacto humano en muchas interacciones digitales nos hacen olvidar que detrás de cada mensaje hay una intención, un impacto y una responsabilidad. Ignorar estas capas vitales es despojar al lenguaje de su poder más fundamental y, con ello, deshumanizar nuestra propia forma de interactuar con el mundo y con los otros.
No obstante, la capacidad de discernir estas trampas y de ejercer una responsabilidad lingüística genuina se ve profundamente comprometida por la crisis educativa contemporánea. Si la libertad ciudadana se cimienta en la habilidad de interpretar críticamente el mundo, de comprender los discursos que nos atraviesan y de participar activamente en la conversación pública, ¿cómo es posible alcanzarla cuando el nivel de alfabetización crítica y el aprendizaje del lenguaje en las instituciones educativas muestran un deterioro preocupante? Un sistema educativo que no provee las herramientas para un manejo sofisticado del lenguaje está condenando a los individuos a la pasividad frente a la manipulación retórica y a la incapacidad de articular su propia visión del mundo. La precariedad en el dominio de la lectura, la escritura y el pensamiento crítico produce ciudadanos más vulnerables a la propaganda, menos capaces de diferenciar el argumento falaz y, en última instancia, menos libres en un sentido existencial y político. La calidad del lenguaje es, pues, un pilar insoslayable de la democracia y la autonomía personal, y su erosión representa una amenaza directa a la posibilidad de una ciudadanía verdaderamente libre y consciente. Sí, lo estoy diciendo con claridad: si se habla mal, se lee mal, se escribe mal, indefectiblemente, se piensa mal.
La agudeza en el manejo del lenguaje, por lo tanto, no es una mera habilidad retórica, sino una competencia filosófica, ética y política. Exige una constante introspección sobre la intención detrás de cada expresión, una atención rigurosa a la forma en que nuestras palabras son recibidas y una humildad intelectual para reconocer sus límites y sus posibles malinterpretaciones. Hans-Georg Gadamer, en “Verdad y método”, enfatizó la naturaleza dialógica de la comprensión, afirmando que “la hermenéutica exige que nos abramos al pensamiento del otro y que nos permitamos la posibilidad de que sus palabras nos digan algo” (Gadamer, 1960, p. 293). Como podrán apreciar, queridos lectores, esto implica escuchar, no sólo para responder, sino para comprender verdaderamente, reconociendo que el significado siempre es una construcción compartida y frágil.
El lenguaje es, en última instancia, el espejo y el forjador de nuestra condición humana. Su potencia para la gracia y para la destrucción exige que el hablante no sea un autómata que emite sonidos, sino un agente consciente y responsable de su impacto. La frase que hemos tomado como epígrafe nos impele a reconocer que una sola palabra tiene la capacidad de abrir tanto la luz de la comprensión como la oscuridad del abismo. El desafío ético-filosófico de nuestro tiempo no es sólo dominar el lenguaje en su gramática y léxico, sino también, crucialmente, comprender su poder intrínseco para construir o demoler, y elegir, en cada acto del habla, el camino de la gracia. Sólo así podremos aspirar a que el instrumento más poderoso de la humanidad sea un vehículo para su elevación, y no para su propia aniquilación.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Opinet
Analista Mauricio Rodríguez: «Las pandillas fueron el caudal político del bipartidismo»

Las pandillas representaron un caudal político-electoral para los partidos ARENA y FMLN; por lo tanto, en sus gobiernos —de 1989 a 2019— no combatieron a los grupos delincuenciales responsables de hechos como los homicidios, las extorsiones y las desapariciones forzadas, aseguró el sociólogo y analista Mauricio Rodríguez.
«Engañaron a la población con los planes de Mano Dura y Súper Mano Dura, y todos los que vinieron con los gobiernos del FMLN, y que realmente nunca resolvieron de raíz el problema, por una sencilla razón: porque las pandillas siempre significaron un capital político, un ejército electoral para estos partidos», aseguró el sociólogo.
Los planes de manodurismo fueron impulsados por Francisco Flores y Elías Antonio Saca, tercero y cuarto presidente de la república con la bandera de ARENA. En el caso del FMLN, su primer Gobierno —dirigido por Mauricio Funes— entabló una tregua con las pandillas.
Para el también sociólogo René Martínez, la situación de inseguridad cambió a partir de 2019, cuando las elecciones presidenciales las ganó Nayib Bukele, quien tiene «un liderazgo político sólido» no solo a escala nacional, sino internacional.
«Los opositores ya no tienen argumentos, no pueden negar que ha disminuido la tasa de homicidios, no pueden negar que la población aprueba y está contenta con los resultados que se están viendo en seguridad pública», valoró Martínez.
Opinión | Mauricio Rodríguez
Sociólogo y Analista
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.