Connect with us

Opinet

¿Se volverá a poner de moda decir la verdad?

Publicado

el

Por: Lisandro Prieto Femenía

“La verdad es lo que es, y sigue siendo verdad aunque se piense al revés”: Antonio Machado (1875-1939)

Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un asunto que ya pasó de moda hace rato, a saber, la verdad. No siempre existió este modelo actual de relativizar absolutamente todo al punto de que cualquier afirmación es digna de ser considerada verdadera o certera porque, en el afán de un falso pluralismo intelectual, se quiere aceptar cualquier postulado, venga de quien venga. A esta etapa nefasta, muchos filósofos contemporáneos lo llaman “la post-verdad”, es decir, la era posterior a la era en la cual se podía decir “esto es verdad”, sin que nadie se ofenda.

Nuestra filosofía occidental ha colocado históricamente a la verdad como uno de sus conceptos fundamentales, inseparable de la búsqueda del conocimiento, la justicia y el sentido de la existencia humana. Desde los diálogos de Platón, en los cuales la verdad era la esencia que iluminaba la realidad más allá de las sombras de las apariencias, hasta las reflexiones de Aristóteles, sobre la verdad como correspondencia entre el pensamiento y lo real, este concepto ha sido tratado como un horizonte universal que pretendía otorgar coherencia al pensamiento humano.

Sin embargo, en la era contemporánea, especialmente bajo el influjo de la postmodernidad y el auge de su “post-verdad”, el significado de la verdad ha sufrido un desprestigio sin precedentes, al punto de llegar a absurdos totalmente irracionales. Ya no se presenta como un ideal absoluto para conocer, sino como algo moldeado por contextos, perspectivas y discursos. En un mundo que celebra la subjetividad y desconfía de los grandes relatos universales, las afirmaciones de verdad han pasado a depender más de la resonancia emocional y del impacto mediático que de un vínculo con la realidad objetiva.

El concepto mismo de “post-verdad”, popularizado en su máximo auge en nuestro siglo XXI, describe una realidad cultural en la que los hechos objetivos son relegados en favor de apelaciones a la sensación de cada persona o a creencias subjetivas e individuales. Esta postura se encuentra en tensión con el pensamiento clásico, que buscaba fundamentos sólidos para el conocimiento, y plantea desafíos éticos y filosóficos realmente profundos: ¿Es posible hablar, en este mundo de desquiciados, de una verdad común? ¿Estamos condenados a soportar esta supuesta multiplicidad de perspectivas irreconciliables en pos de una tolerancia que, en el fondo, no existe? ¿Cómo fue que pasamos de “pienso luego existo” de Descartes, a “estudiar demasiado estupidiza ya que nos coloca en una distancia polémica con el sentido común” de Darío Z?

En este contexto, resulta necesario que recuperemos la reflexión filosófica sobre la verdad que trascienda las posturas extremas: por un lado, el relativismo o equivocismo absoluto, que equipara cualquier afirmación subjetiva con una verdad válida; por otro, el univocismo dogmático que impone una única interpretación como legítima. Entre ambos polos, surge una postura intermedia y prudente: la hermenéutica analógica, que propone un diálogo entre perspectivas, sin renunciar a la búsqueda de consensos significativos.

En definitiva, amigos lectores, la idea es que exploremos juntos cómo se entiende “la verdad” en la filosofía clásica, cómo se desplazó su centralidad con el auge de la cultura de la justificación de la mentira y cómo la propuesta de la hermenéutica analógica ofrece una vía para reconciliar la multiplicidad con la necesidad de sentido y racionalidad compartida.

Es preciso, entonces, que comencemos analizando la era previa a la postmodernidad: cuando la verdad tenía sentido. Antes del advenimiento de la presente decadencia cultural, la verdad se concebía como un eje fundamental del pensamiento, la cultura y la vida política. Esta visión persiste a lo largo de la modernidad, cuando la razón y la ciencia, lejos de cuestionar la existencia de la verdad, la consolidaron como una aspiración universal.

Aunque los enfoques sobre la verdad han variado, desde los ideales ilustrados hasta las narrativas de la filosofía moderna, su sentido nunca se puso en duda. Recordemos que el período llamado Ilustración, del siglo XVIII, representó uno de los momentos de mayor exaltación de la verdad, puesto que se afirmaba que el uso correcto de nuestra razón podría liberar a la humanidad de la ignorancia y la superstición. La verdad no sólo era accesible, sino que constituía la clave del progreso humano. Evidentemente, algo falló, puesto que la idea de progreso se consolidó en dos Guerras Mundiales, un holocausto, dos bombas atómicas, miles de atrocidades de ese calibre y, como si eso no fuese suficiente, gente que todavía cree que la tierra es plaza y confía en cartas astrales y constelaciones familiares.

Kant, en su célebre ensayo titulado “¿Qué es la Ilustración?” expresa que esta etapa es la salida del hombre de su minoría de edad, de su inmadurez intelectual, por lo cual nos invitaba a los gritos diciendo: “¡Ten valor de servirte de tu propia razón!” (1784). Esta verdad ilustrada no era simplemente una construcción teórica, sino que debía traducirse en la reforma de las instituciones políticas, educativas y sociales. Esta idea se materializó en movimientos políticos históricos como la Revolución Francesa, la revolución industrial y el desarrollo de las ciencias naturales, que buscaban fundamentarse en principios racionales y verificables.

Durante la modernidad, las grandes narrativas filosóficas y científicas reforzaron el papel central de la verdad como base de la cohesión social y la legitimidad política. En este período, ideologías como el liberalismo, el marxismo y el positivismo ofrecieron relatos unificados del mundo, basados en principios que pretendían ser universales y verdaderos. Por ejemplo, Hegel, concibió la historia como un proceso racional en el que la verdad absoluta se despliega gradualmente a través del tiempo, indicando que “todo lo real es racional, y todo lo racional es real” (“Fenomenología del Espíritu”, 1807).

Este “optimismo” respecto a la verdad alimentó la confianza en que el conocimiento humano podría resolver los problemas fundamentales de nuestra existencia, desde el ámbito técnico hasta el ético, moral y político. Tengamos en cuenta que la revolución científica y el positivismo fortalecieron aún más la idea de verdad objetiva, en comunión con el método científico el que, con su insistencia en la observación empírica y repetibilidad, se convirtió en el paradigma de la búsqueda de la verdad. Esta concepción de la verdad como algo verificable y objetivo tuvo un impacto muy profundo, no sólo en las ciencias naturales, sino también en las ciencias sociales y en la filosofía misma, que en ese entonces, intentaba imitar este rigor.

Pero también, más allá del ámbito científico, la verdad tuvo un papel crucial en la configuración de los valores éticos y políticos. Las nociones de justicia, derechos humanos y libertad se basaban en la creencia de que ciertas verdades eran universales e inalienables. No es casual, por ejemplo, que en la Declaración de Independencia de EEUU se afirme: “Sostenemos estas verdades como evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales…” (1776), aunque se haya demorado hasta la década de 1960 para permitir a los afroamericanos asistir a escuelas y universidades que hasta ese entonces, eran para blancos. Linda declaración, tarde la aplicación. Más allá de las incoherencias, estas afirmaciones reflejaban la confianza en que la verdad podría proporcionar un fundamento firme para las instituciones humanas y los derechos universales.

La era previa a la postmodernidad estuvo marcada por esa confianza generalizada en la verdad como principio rector del conocimiento y la acción. Aunque las perspectivas sobre qué constituía “la verdad” variaba, existía un acuerdo implícito en que era un ideal necesario para lograr la coherencia del sentido de nuestro mundo. Esta convicción sería profundamente cuestionada posteriormente, a veces con razón, aunque se pasó de creer en verdades universales indiscutibles a considerar que cualquier pavada es verdad. ¿Qué pasó, entonces?

El paso de la confianza moderna en la verdad a la incertidumbre total de la era postmoderna no fue un cambio súbito, sino el resultado de complejos procesos históricos, filosóficos y culturales que minaron las bases de los ideales ilustrados. Este giro, que comienza a esbozarse en el siglo XIX y se consolida en el XX, señala un cambio de paradigma: la verdad deja de ser vista como un principio universal y objetivo para considerarse relativa, fragmentaria y dependiente del sujeto y el contexto.

El modelo moderno, basado en la razón, la ciencia y el progreso, comenzó a resquebrajarse por varias razones. En primer lugar, se dio una crítica filosófica en la que filósofos como Nietzsche cuestionaron los cimientos de esa era, denunciando que la “verdad” no era más que una construcción cultural destinada a ejercer poder. Concretamente en su texto “La Gaya Ciencia”, Nietzsche proclama la famosa sentencia: «¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! Y nosotros lo hemos matado» (Nietzsche, 1882, aforismo 125). Esta declaración no solo rechaza la verdad divina, sino también la idea de verdades absolutas, puesto que para él la modernidad se construyó sobre valores que, al perder su fundamento trascendental, quedaron vacíos. Este nihilismo puso en duda no solo a la religión, sino a todas las grandes narrativas que pretendían poseer “la verdad”.

En segundo lugar, los avances científicos que sostenían la verdad moderna comenzaron a desestabilizarla. La física cuántica y la teoría de la relatividad desafiaron las concepciones clásicas del espacio, el tiempo y la causalidad, sugiriendo que el conocimiento humano era limitado y dependiente de marcos observacionales, o como decía Werner Heisenberg, “lo que observamos no es la naturaleza en sí misma, sino la naturaleza expuesta a nuestro método de cuestionamiento” (“El principio de incertidumbre”, 1927). La ciencia, que parecía ofrecer todas las certezas, reveló sus propios límites, abriendo paso a un escepticismo del cual el postmodernismo se aprovecharía y le sacaría todo el jugo posible.

En tercer lugar, como dijimos al pasar recién, las Guerras Mundiales y las crisis del siglo XX erosionaron la confianza en los ideales de progreso y racionalidad. Los dos ejemplos que mencionamos, Auschwitz e Hiroshima y Nagasaki se convirtieron en símbolos de cómo la ciencia y la razón pueden instrumentar el horror, deslegitimando la idea de que la verdad y el progreso garantizaban un mundo mejor.

La postmodernidad emerge explícitamente con la reacción al fracaso de los ideales modernos que enumeramos precedentemente. El primero en anotarse en esta fiesta fue Jean-François Lyotard, que definió esta etapa como una incredulidad hacia los grandes relatos (La condición postmoderna, 1979). Esta desconfianza a la racionalidad rechaza las narrativas totalizadoras, ya sean religiosas, científicas o políticas que pretenden explicar la realidad desde un único punto de vista. En su lugar, el postmoderno propone, en primer lugar, un relativismo cultural y subjetivo en el que la verdad deja de ser universal y pasa a ser local, contingente y subjetiva: lo verdadero ya no depende de su correspondencia con la realidad, sino de su aceptación dentro de un contexto cultural o lingüístico. Al respecto, Michel Foucault sostuvo que cada sociedad tiene su propio régimen de verdad, sus políticas generales de la verdad (“La arqueología del saber”, 1969), indicando con ello que la verdad no se descubre, sino que se produce, se fabrica, mediante relaciones de discurso y de poder.

En segundo lugar, se realizó una fragmentación total del sujeto y del conocimiento. Jacques Derrida, con su famosa, malinterpretada y convertida en moda vacía teoría de la deconstrucción, desmanteló la idea de que los textos o los discursos tienen significados estables o verdades únicas. Según él, no hay nada fuera del texto (“De la gramatología”, 1967), indicando con ello no una negación de la realidad, pero sí una sugerencia de que cualquier interpretación de la verdad está mediada por el lenguaje, que es inestable y múltiple.

En tercer y último lugar, la creación de una cultura del simulacro, que Jean Baudrillard explica al argumentar que, en la era contemporánea, las imágenes y los símbolos han reemplazado a la realidad, creando “simulacros” que ya no representan nada real. El autor sostuvo que “la simulación no es ya un territorio, un referente, una sustancia. Es la generación de modelos de los real sin origen ni realidad: un hiperreal” (“Simulacros y simulación”, 1981). Esta es la antesala de fenómenos como las fake news como producto cultural de la post-verdad, donde las narrativas no se evalúan por su correspondencia con la realidad, sino por su impacto emocional o político.

Evidentemente, amigos míos, el colapso de los fundamentos modernos de la verdad no fue provocado, solamente, por crisis filosóficas y científicas, sino también por cambios culturales y tecnológicos. En la era en la que vivimos, la verdad es reemplazada por narrativas supuestamente pluralistas y contingentes, dejando un vacío que la post-verdad ha llenado con relatos caprichosos y emocionales, manipulativos y desprovistos de rigor. La pregunta que debemos hacernos, llegados a este momento es ¿cómo recuperar una concepción prudente de la verdad sin caer en los excesos del dogmatismo o relativismo absoluto?

Lisandro Prieto Femenía
Docente – Escritor – Filósofo
San Juan – Argentina

Continuar Leyendo
PUBLICIDAD
Publicidad

Opinet

“Cuando el silencio indiferente es cómplice del mal”- Lisandro Prieto Femenía

Publicado

el

«El mal que hay en el mundo casi siempre viene de la ignorancia, y la buena voluntad sin lucidez puede ocasionar tantos desastres como la maldad.»

Albert Camus, La Peste (1947).

Bien sabemos que la historia de la humanidad está escrita con tinta de dolor, pero también con el borrador implacable de la indiferencia. Hay momentos en que el estruendo de la barbarie es tan abrumador que el silencio global que le sigue se vuelve un eco aún más ensordecedor, una complicidad tácita que corroe los cimientos de la ética y la justicia. En la actualidad, el mundo observa con una mezcla de horror y parálisis dos realidades que, si bien distintas en su origen, convergen en una misma verdad innegable: la atroz responsabilidad del silencio ante la injusticia. Hoy nos referiremos puntualmente a los crímenes abominables perpetrados por Hamás contra el pueblo de Israel y la devastación sin límites que el Estado de Israel está infligiendo a diario en lo que queda de la Franja de Gaza. Ambos episodios, lamentablemente, debería dolernos por igual, pues son una clara demostración del fracaso rotundo de la razón en pos del bien común, de la diplomacia internacional y de la justicia global.

¿Ante qué horror nos estamos paralizando? El día 7 de octubre de 2023, la incursión de un grupo detestable de lúmpenes de Hamás, financiados por degenerados palaciegos, en territorio israelí reveló una faceta brutal de la capacidad humana para la crueldad. Los asesinatos, secuestros y la violencia indiscriminada contra civiles, incluidos nuños y ancianos, conmocionaron al mundo. Sin embargo, la respuesta global, aunque inicialmente enérgica en la condena, pareció desvanecerse en la medida en que la escalada de violencia tomaba una dirección aún más devastadora. Este silencio selectivo ante la barbarie es lo que el filósofo Theodor W. Adorno, en su reflexión sobre lo acontecido en Auschwitz, nos instaría a cuestionar: no se trata sólo de la incapacidad de comprender el mal, sino de la facilidad con la que la conciencia moral se adormece. Como él mismo afirmó en su “Dialéctica negativa”, “después de Auschwitz, la poesía no es posible”. Si bien la magnitud de los eventos no es la misma, la esencia de la atrocidad nos obliga a un examen de conciencia similar. El silencio ante el terror de Hamás, una vez consumado, es una forma de normalizar lo inaceptable.

Paralelamente, la respuesta de Israel en Gaza ha desatado una catástrofe humanitaria de proporciones inimaginables. El asedio, los bombardeos indiscriminados y la destrucción de infraestructuras vitales han dejado un rastro de muerte, desplazamiento y desesperación para millones de palestinos. Ante esta devastación, el silencio de gran parte de la comunidad internacional se torna aún más inquietante. ¿Cómo es posible que las imágenes de niños famélicos y mutilados, hospitales destruidos y familias enteras diezmadas no logren despertar una acción contundente? La indiferencia, sobre todo por parte de los organismos internacionales inútiles, en este contexto, no es sólo una falta de empatía, sino una clara complicidad activa con la aniquilación y la injusticia.

Aquí, la voz de Hannah Arendt se vuelve crucial: en su obra titulada “Eichmann en Jerusalén”, introdujo el concepto de la “banalidad del mal”, refiriéndose a cómo los grandes crímenes pueden ser cometidos por personas “normales” que simplemente cumplen órdenes, sin una malicia intrínseca. Sin embargo, su obra también nos invita a reflexionar sobre la responsabilidad individual de resistir y hablar: el silencio de la mayoría no es una exculpación para la barbarie. Arendt nos enseña que el mal no siempre se presenta con un rostro temerario y monstruoso, sino que a menudo se esconde detrás de un escritorio, en la obediencia o, en nuestro caso, en el mutismo complaciente. El silencio ante la degeneración humana que representan los perversos miembros de Hamás como también los responsables de la devastación en Gaza es, en esencia, la banalización del sufrimiento humano.

También, la filosofía de Immanuel Kant nos ofrece un marco para comprender la responsabilidad moral que recae en cada individuo y sobre la comunidad internacional. Su imperativo categórico, que nos insta a actuar de tal manera que nuestra máxima de acción pueda convertirse en una ley universal, nos exige que no permanezcamos pasivos ante el sufrimiento ajeno. Si universalizamos el silencio ante la injusticia, estamos permitiendo que la barbarie se convierta en la norma. Así, Kant nos invita a preguntarnos: ¿quisiéramos vivir en un mundo donde el genocidio o los crímenes de guerra fueran aceptados por la inacción global? La respuesta de la gente sensata sería un rotundo ¡NO! Por lo tanto, el imperativo hoy es actuar, aunque sea levantando la voz o publicando un artículo de reflexión filosófica en una época donde la gente prefiere ver reels de veinte segundos y le tiene alergia a la lectura.

Recapitulando, ambos episodios presentados, es decir, la atrocidad de los salvajes de Hamás y la aniquilación indetenible en Gaza, son la clara demostración del fracaso de la razón en pos del bien común. La razón, que debería ser la brújula para la coexistencia pacífica y la resolución de conflictos, ha sido secuestrada por la avaricia, la venganza, el odio y el interés político. La diplomacia internacional, el instrumento por excelencia para la prevención y resolución de conflictos, se ha mostrado claramente impotente, atascada en vetos, intereses geopolíticos y una falta de voluntad política para imponer el respeto por la vida humana.

Consecuentemente, el silencio ante estas realidades tan crudas, pone en tela de juicio la misma noción de justicia global. Si la justicia es ciega ante el sufrimiento de unos, pero ve con claridad el de otros, entonces no es justicia, sino un mecanismo de poder al servicio de un puñado de detestables. La justicia, en su esencia, exige una respuesta equitativa ante la violación de los derechos humanos, sin importar la identidad de las víctimas o de los perpetradores.

En medio de la polarización intencionada de los capitales que sostienen a los medios masivos de comunicación, como también la retórica deshumanizadora impulsada por ellos, es vital recordar otra verdad fundamental: el sufrimiento no tiene nacionalidad ni afiliación política. La antigua máxima del dramaturgo romano Terencio, “Homo sum, humani nihil a me alienum puto”, es decir, “Soy humano, y nada de lo humano me es ajeno”, la recupero hoy con urgencia desgarradora, porque esta sentencia filosófica nos convoca a reconocer nuestra inherente conexión con la condición humana, a sentir como propio el dolor del otro, sin importar su origen o las etiquetas que se le impongan.

Cuando observamos el salvajismo en los crímenes de Hamás, los niños israelíes secuestrados y asesinados, nos confrontamos con la cruda realidad de la pérdida de la inocencia. Son víctimas de un odio que no les pertenece, de una violencia que trasciende cualquier justificación. De la misma manera, el exterminio en Gaza nos muestra niños y bebés asesinados, heridos, traumatizados y hambrientos, cuyas vidas han sido irremediablemente truncadas por un conflicto que no eligieron. Ellos no son responsables de la violencia, ni de las decisiones de sus líderes, ni de las políticas de un Estado. En pocas palabras, caros lectores: ningún niño palestino es terrorista, como tampoco ningún niño secuestrado por Hamás es sionista. Son, simplemente, niños.

Callar ante el sufrimiento de cualquiera de estas criaturas inocentes es una abdicación de nuestra propia humanidad. Se los digo con los ojos vidriosos, porque yo también soy papá: si el dolor de un niño israelí nos estremece, el dolor de un niño palestino debería hacerlo con exactamente la misma intensidad. Si condenamos la barbarie de un ataque, debemos condenar con igual vehemencia la devastación que se carga de a miles vidas inocentes. La capacidad de discernir la injusticia, de sentir empatía por la víctima, sin importar de qué lado de la frontera se encuentre, es la piedra angular de cualquier ética que aspire a la universalidad. El lema precitado “nada de lo humano me es ajeno” nos interpela a trascender las narrativas simplistas y a reconocer en cada víctima, sea israelí o palestina, el reflejo de nuestra propia vulnerabilidad y la urgencia de nuestra responsabilidad colectiva.

Por último, es preciso exponer la tiranía de la polarización generada por el silencio forzado de la patética era de la post-verdad. En este tiempo, donde la inmediatez de las redes sociales y la fragmentación de la información dictan gran parte del discurso público, la búsqueda de la verdad y la expresión genuina de la compasión se encuentran sitiadas por una nueva forma de censura: la cultura de la cancelación, la imposición de lo que se considera “políticamente correcto”. Esta dinámica tóxica ha convertido el debate sobre el conflicto israelo-palestino en un campo minado moral, donde cualquier matiz es aplastado por la exigencia de una lealtad absoluta.

Si uno osa expresar compasión por las víctimas palestinas, la acusación inmediata es la de ser un justificador del terrorismo o un antisemita. El dolor de Gaza se reduce a una “narrativa” subjetiva que debe ser desacreditada si se quiere mantener una postura “aceptable”. Por el contrario, si se manifiesta solidaridad con las víctimas israelíes y se condena la barbarie de Hamás, el señalamiento es el de ser un “sionista”, un “asesino” o un cómplice de la opresión. La empatía se convierte en un arma arrojadiza, un test de lealtad que no permite la simultaneidad de sentimientos humanos.

Esta grieta, creada intencionalmente, no sólo silencia las voces, sino que también atrofia la capacidad de discernimiento moral. La complejidad de la tragedia se reduce a un juego banal de “buenos y malos”, donde no hay espacio para el luto compartido o la condena universal a la violencia. Al respecto, una filósofa que no es de mi agrado, Judith Butler, sostiene algo digno de recuperar, a saber, que no debemos avalar los regímenes mediáticos y políticos que determinan qué vidas son “dignas de luto” y cuáles no. En nuestro caso, la cultura de la cancelación impone un marco que castiga a quienes se atreven a lamentar todas las vidas perdidas por igual. El resultado es un silencio forzado, no por indiferencia, sino por el miedo a ser estigmatizado, a perder la reputación o incluso el sustento. En este clima, la voz de la razón y la empatía se ahoga en el ruido de las acusaciones triviales mutuas, y el imperativo ético de alzar la voz ante la injusticia se ve comprometido por la tiranía de la post-verdad.

Espero que haya quedado claro, queridos lectores: el silencio nunca es neutral. El silencio es un eco ensordecedor que avala la injusticia, una grieta en la moralidad humana que permite que la barbarie prospere. Tanto los crímenes de Hamás como el plan de devastación en Gaza deberían confrontarnos con una única verdad incómoda: somos responsables no sólo de lo que hacemos, sino también de lo que permitimos que suceda al guardar silencio.

Es imperativo que, como individuos y como comunidad global, nos neguemos a ser cómplices de la indiferencia asesina. Es hora de que el estruendo de la barbarie sea respondido con el clamor unánime por la justicia, la paz y el respeto por la dignidad humana de todos. En definitiva, queridos amigos, el precio de nuestro silencio es la deshumanización de todos.

 

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

DATOS DE CONTACTO:
-Correos electrónicos de contacto:
lisiprieto@hotmail.com
lisiprieto87@gmail.com
-Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
-What’sApp: +54 9 2645316668
-Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
-Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
-Twitter: @LichoPrieto
-Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
-LinkedIn:https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
-Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
-Donaciones (opcionales) vía Mercado Pago: +5492645316668

Continuar Leyendo

Opinet

Cuentos de camino real de la oposición política

Publicado

el

Por: Mauricio Rodríguez

Hablar de cuentos de camino real, para quienes pasamos de los 50 o 60 años, nos evoca a una época de infancia, en la que nuestros abuelos nos entretenían por las noches con narrativas inventadas, muchas veces de forma espontánea. Eran los llamados «cuentos de camino real», que de realidad solo tenían el nombre, más bien eran formas de hacernos creer en un mundo que solo existía en sus mentes.

En nuestro país hay un grupo de personas que —por ponerle nombre, llamaré «oposición política», en alusión a una sociedad democrática donde debe existir— difiere con la forma de pensar de quien gobierna. No son propositivas e inteligentes, lo cual se nota hasta en sus discursos públicos. Esos conceptos están muy, pero muy lejos de que lo que ahora existe en nuestro país. Más bien son grupos dispersos de opositores políticos que evocan a un pasado que a la mayoría de la población salvadoreña duele recordar, pues es un período histórico agudizado por los gobiernos de ARENA y FMLN que se escribió con sangre, luto y dolor de quienes fueron víctimas de estos partidos que se desarrollaron pactando con pandillas, cuyos miembros utilizaron los polígonos de tiros de las fuerzas del orden para entrenar y luego asesinar a nuestra gente, quienes violaron a nuestras niñas, jóvenes y adolescentes, extorsionaron, cortaron cabezas, rentearon y humillaron a nuestra gente.

Esos no son cuentos de camino real; es tan verídico como la paz que ahora experimentamos en nuestro país, lo cual es innegable, pues ya se cuenta con más de 900 días sin homicidios, y eso de verdad les cala profundo a los opositores salvadoreños, pues solo se han quedado a publicar cuentos de camino real, cosas que existen en su imaginario, que les hace creer que pueden volver a acceder al poder político. Imaginan que la gente les cree. Solo el hecho de recordar que tanto ARENA como el FMLN junto con las pandillas generaron caos y terror, hasta llegar a ser reconocidos como el país más violento del mundo.

En pocos años, el presidente Bukele nos convierte en el país más seguro del hemisferio occidental, eso les duele, y en actos desesperados recurren a publicar cuentos de camino real; y detallo algunos: presos en Cecot del Tren de Aragua, minería, bitcóin, derechos humanos, salario mínimo, cierre de escuelas, declaraciones de un sociópata (el Charly), la construcción en Los Chorros, etcétera, y podría seguir presentando la larga lista de cuentos de camino real que solo existe en el mundo y en las mentes de quienes fanáticamente siguen creyendo que pueden detentar el poder político por medio del chantaje, la mentira, la difamación y la injuria.

Se puede uno encontrar con una jauría de personajes que en el pasado no dejaron un buen legado para el país; sin embargo, ahora los vemos rasgarse las vestiduras y llenándose la boca de buenas intenciones; más bien, dándose baños de pureza, sobre la base de la difamación. Es importante dejar claro que existen medios digitales con este tipo de agendas, que no son ocultas, más bien pretenden provocar a un gobierno que se mantiene incólume ante los embates de sus cuentos de camino real y pretendiendo victimizarse de ser perseguidos políticos. Nada más ridículo que eso es imposible.

Los sueños húmedos de la oposición política solo llegan a eso, y estos grupúsculos los narran como cuentos de camino real, esperando que alguien les crea, pero este pueblo, nuestra gente, las víctimas de las pandillas, saben que no podemos volver al pasado, pues pasaría lo de la estatua de sal. Estamos frente a una bestia herida que respira por esa herida.

Opinión | Mauricio Rodríguez
Sociólogo y analista

Continuar Leyendo

Opinet

«El proyecto Sitramss del FMLN fue emblemático, pero en materia de corrupción»: sociólogo Mauricio Rodríguez

Publicado

el

Hace 10 años, el Gobierno de Salvador Sánchez Cerén, el segundo del FMLN, anunciaba el inicio de operaciones del Sistema Integrado de Transporte del Área Metropolitana de San Salvador (Sitramss), un proyecto que para los sociólogos Mauricio Rodríguez y René Martínez y el politólogo Óscar Peñate no modernizó el transporte masivo de pasajeros, sino que, por el contrario, representó «corrupción, mala administración pública y botar» sobre el pavimento $45 millones adquiridos mediante un crédito internacional.

El Sitramss inició operaciones con pasajeros formalmente el 12 de mayo de 2015, con una tarifa de $0.33 por un recorrido de casi seis kilómetros en carriles segregados construidos sobre el bulevar del Ejército y la alameda Juan Pablo II, que partían desde la terminal en Soyapango y llegaban hasta el hospital Médico Quirúrgico del Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS), en San Salvador.

Mauricio Rodríguez, sociólogo que fungió como diputado en la Asamblea Legislativa cuando se debatía el proyecto, recuerda que previo a aprobarse el préstamo de $45 millones para el Sitramss hubo una oferta en México hacia el Gobierno de El Salvador para impulsar otro modelo de transporte de pasajeros en el Área Metropolitana de San Salvador (AMSS), que fue rechazada por el Gobierno de Mauricio Funes.

«Casualmente yo tuve acceso, en un viaje que se hizo a Cancún, de un proyecto que fue ofrecido en México a El Salvador. Se llamaba Convenio de Yucatán», afirma Rodríguez, quien siendo legislador integró la comisión de obras públicas, transporte y vivienda de la Asamblea, mesa que siguió antes, durante y después el proyecto de transporte insigne de los gobiernos farabundistas.

El exdiputado recuerda que por medio del convenio se ofreció un préstamo por $40 millones, que al suscribirse se condonaba el 50 %, es decir, que «solo se pagarían $20 millones del monto con la única condición de que la flota de autobuses se comprara en México y se les diera a los transportistas».

El convenio, financiado por medio del Fondo de Yucatán, nació para mejorar la conectividad, el comercio y la competitividad de la región; sin embargo, Rodríguez asegura que «el FMLN ya tenía en su haber el negocio con Brasil […] y lo que hicieron fue endeudar al país con $45 millones y ofrecer muchas cosas. El negocio ya lo tenían hecho. No quisieron escuchar otras voces. Ya tenían los votos».

Fue en noviembre de 2011 cuando el congreso salvadoreño autorizó al Gobierno de Funes suscribir con el Banco Internacional de Desarrollo (BID) un contrato de préstamo por los $45 millones para financiar el Programa de Transporte del Área Metropolitana de San Salvador, crédito que fue ratificado en enero de 2012.

«Ese sistema fracasó aparatosamente porque, desde el principio, fue visto por la dirigencia del FMLN como otra forma de corrupción y favoritismo político con sus allegados, dentro de los cuales estaban los empresarios más voraces del transporte público», recuerda, por su parte, el sociólogo René Martínez.

El proyecto inició su construcción durante la administración Funes, y previo a su operación oficial tuvo dos etapas: sin pasajeros, del 11 al 20 de enero de 2015, y con usuarios y pasaje gratis del 21 de enero al 21 de febrero de 2015. Más tarde el Sitramss amplió su recorrido hasta la Plaza Salvador del Mundo, al poniente de San Salvador, usando la red vial ya existente.

Según lo planteado en el programa del proyecto de movilidad masiva, se buscaba «mejorar las condiciones del transporte público de pasajeros y el tránsito en general en el Área Metropolitana de San Salvador».

Para Martínez, aquello que se pudo considerar como «buena idea» para mejorar la movilidad «terminó siendo un botín de $45 millones para los corruptos, razón por la que el proyecto del FMLN terminó siendo emblemático, pero en materia de corrupción».

Los gobiernos farabundistas buscaban con el Sitramss «estructurar una ciudad competitiva, eficiente y equitativa, que ofreciera oportunidades de movilidad sostenible a la población de menores recursos y facilitar el transporte hacia las oportunidades de trabajo y desarrollo económico y social», según la teoría sobre el proyecto.

El politólogo Óscar Peñate recuerda que al «proyecto Sipago-Sitramss se le considera, después de la represa El Chaparral, el segundo gran monumento a la corrupción cometida por altos funcionarios del Ministerio de Obras Públicas y del Viceministerio de Transporte de los gobiernos de FMLN».

La Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia emitió fallos sobre el Sitramss, que iban desde abrir el carril segregado a vehículos particulares, declarar inconstitucional el uso del carril segregado y dar un plazo de un año a la Asamblea Legislativa para que regulara la licitación y explotación de la obra, lo que no se cumplió.

Hoy, luego de 10 años del primer recorrido, el Sitramss tiene con juicios a varios exfuncionarios y empresarios relacionados con el proyecto, así como a su flota de autobuses articulados y «padrones», y sus estaciones de servicio (paradas) en completo abandono y deterioro por el correr del tiempo.

Opinión | Mauricio Rodríguez, Sociólogo y analista
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.

Continuar Leyendo

Publicidad

Lo Más Leído