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Derechos humanos base fundamental de la democracia

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En El Salvador antes de la llegada de Nayib Bukele como presidente las decenas diarias de asesinatos, violaciones, extorsiones, asaltos, así como las masacres, caravanas de salvadoreños viajando a pie hacia los Estados Unidos eran parte de la realidad nacional salvadoreña, a tal punto, que llegó incluso a verse como “normalidad”, mientras todos estos hechos crueles e inhumanos sucedían contra la ciudadanía salvadoreña, las ONG de derechos humanos nacionales e internacionales, incluida la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, quienes guardaron silencio cómplice, es decir, que para estos progres todo estaba bien.

Entre las mentiras propagadas por las organizaciones progres de derechos humanos están que el Plan Control Territorial y el régimen de excepción son un fracaso, que en los gobiernos de ARENA y el FMLN la población salvadoreña gozaba de seguridad y de democracia, y ahora a la población salvadoreña sufre; esta propaganda mentirosa es despreciada por los salvadoreños y a nivel internacional no tiene eco, no obstante, continúan desprestigiando al país y al gobierno, que es la forma en que se ganan el salario que les proporciona George Soros y compañía.

Como es lógico las organizaciones progres incluidas los medios de desinformación digitales minimizan y menosprecian el excelente trabajo de seguridad que realizan la Fuerza Armada y la Policía Nacional Civil, a quienes la población los considera héroes; esta situación ha sido confirmada en todas las encuestas incluidas las que han realizado la oposición, ambas instituciones que forman el equipo de seguridad gozan del respaldo de más del 90 por ciento de la población.

Las organizaciones progres de derechos humanos y medios digitales de desinformación están en contra de la presencia militar y policial en los que fueron bastiones del crimen organizado, ya no se diga de los cercos militares, obviamente, porque están en contra de la captura de los terroristas, y esa es su forma de defenderlos y protegerlos al calificar de militarización, en cambio, la población de esos antiguos santuarios de los pandilleros se sienten segura y protegida por los cuerpos de seguridad.

La oposición salvadoreña por ser minúscula carece de incidencia, y con el afán de incrementar su diminuto tamaño recurre al desprestigio del gobierno acusándolo de prácticas que realizaban en sus gobiernos de ARENA y el FMLN, y en su intento de engañar y tratar de confundir a la ciudadanía salvadoreña recurre a fuentes ficticias y a rumores.

En los gobiernos anteriores las organizaciones criminales al saber la identidad de las personas que declaraba en juicio significaban pena de muerte para el testigo, porque eran asesinadas y de esa manera eliminaban físicamente la aportación del testimonio y de pruebas, ahora los defensores de los criminales demandan conocer la identidad de los testigos, para volver a las prácticas perversas del pasado.

Las organizaciones defensoras del crimen organizado bajo los subterfugios de defensa de los derechos humanos y de la democracia protestan porque son auditados por las instituciones del Estado, claro, ahora ya no pueden blanquear o lavar dinero proveniente de la criminalidad, asimismo, tienen que declarar quienes son sus patrocinadores y el origen del financiamiento.

Las organizaciones criminales y sus ONG fachadas tienen el serio problema de que en El Salvador ahora existe un Estado de derecho democrático, con sus respectivos pesos y contrapesos formados por un Ejecutivo, Asamblea Legislativa y Judicial poderes independientes, pero que trabajan coordinadamente en beneficio del ciudadano honrado y no de los crimínales, y que obviamente son respetuosos de los derechos humanos.

 

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Exponiendo la quimera del amor sin compromiso

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“En la modernidad líquida, las relaciones, como todo lo demás, están sujetas a la implacable lógica del consumo y la descarte. La fragilidad se convierte en la norma, y la permanencia, en una carga”: Zygmunt Bauman

Antes de zambullirnos en la compleja trama de los vínculos humanos en la era patética de la postmodernidad, resulta ineludible encarar el significado y la esencia misma del amor. La riqueza semántica de esta palabra, que en español aúna múltiples facetas, encuentra su raíz en el latín amor, y su significado ha sido objeto de profunda reflexión desde la antigüedad. Los griegos, con su agudeza filosófica, discernieron distintas modulaciones de este sentimiento, otorgándoles nombres específicos que revelan su intrincada naturaleza. Así, distinguieron entre el eros, un amor apasionado y a menudo posesivo, vinculado al deseo y la atracción física; la philia, un afecto fraternal, de amistad y lealtad, que subyace en la camaradería y el compañerismo y el ágape, un amor incondicional, altruista, que se entrega sin esperar nada a cambio, evocando una dimensión trascendente y universal. En este sentido, Platón nos introduce a una visión jerárquica del eros en su célebre obra titulada “El banquete”, que asciende desde la admiración por la belleza corporal hasta la contemplación de la Belleza en sí, la Idea suprema, inmutable y eterna. Recordemos que para Platón, el amor no era simplemente una emoción, sino una fuerza impulsora que nos eleva hacia el conocimiento y la perfección. La búsqueda de la “media naranja” primigenia, tal como narró Aristófanes en el mismo diálogo, subraya esta añoranza de plenitud y unidad a través del otro.

Sin embargo, en el escenario que nos toca vivir, la posmodernidad, con su descrédito de los grandes relatos, su erosión de las certezas y su entronización del individualismo exacerbado, la concepción platónica del amor, anclada en lo eterno y trascendente, se desvanece en el horizonte de la promocionada volatilidad. La emergencia de la post-verdad, donde la emoción y la creencia personal, a menudo, prevalecen sobre los hechos objetivos y la razón crítica, ha corroído las bases de la confianza y el compromiso, pilares esenciales de cualquier vínculo duradero. En este torbellino de lo efímero, el amor se ha licuado, adoptando formas esporádicas, circunstanciales y, en muchos casos, desechables. La promesa de un vínculo perdurable, forjado en la paciencia y la vulnerabilidad, se ha transmutado en la conveniencia de una conexión utilitaria y momentánea, fácil de establecer y aún más fácil de disolver. Como lúcidamente diagnosticó Zygmunt Bauman en su obra “Amor líquido”, “vivimos en el mundo de ‘conexiones’ en lugar de ‘relaciones’, donde el compromiso se considera una trampa y la ambigüedad una virtud”.

Esta metamorfosis no es accidental, sino el resultado de un proceso de desensibilización que impregna las esferas más íntimas y las más amplias de nuestra vida social. La inmediatez que propugnan las nuevas tecnologías, la cultura del “usar y tirar” trasladada a las emociones, y la constante búsqueda de gratificación instantánea han mermado nuestra capacidad para invertir tiempo, esfuerzo y vulnerabilidad en la construcción de relaciones sólidas y significativas. Los lazos afectivos, lejos de ser refugios de estabilidad y de crecimiento mutuo, se han convertido en plataformas de consumo emocional, donde cada individuo busca satisfacer sus propias necesidades sin la pesada carga de la reciprocidad o el compromiso a largo plazo. En esta lógica, el “otro” no es ya un compañero de viaje en la construcción de una vida compartida, sino una pieza reemplazable en un intrincado juego de utilidades personales. Lo que entendíamos por “amor romántico”, con sus ideales de exclusividad y eternidad, ha cedido su lugar a lo que Eva Illouz denomina “capitalismo emocional” en su obra “El consumo de la utopía romántica”, donde los sentimientos se mercantilizan y las relaciones se evalúan en términos de costo-beneficio, propiciando una instrumentalización del afecto.

Asimismo, esta fragilidad no se limita al ámbito de las parejas. Se extiende, con igual o mayor virulencia, a la totalidad de nuestras relaciones humanas. La pérdida del cariño y el compromiso se manifiesta dolorosamente en las dinámicas familiares: entre padres e hijos, donde la autoridad moral y el afecto incondicional ceden a menudo ante la tiranía de la inmediatez y el distanciamiento emocional, y donde la comunicación se reduce a interacciones superficiales mediadas por pantallas. Los lazos entre familiares en general, antaño pilares de una identidad compartida y un apoyo incondicional, se deshilachan en la indiferencia y la falta de presencia, reemplazados por el contacto esporádico o la ausencia total. La comunidad vecinal, que en épocas no tan lejanas, constituía un microcosmos de apoyo mutuo y solidaridad, se ha fragmentado en una serie de individualidades aisladas, cada una encapsulada en su propio universo digital y ajena al devenir del otro. Este fenómeno no es meramente una cuestión de falta de tiempo, sino una profunda alteración de nuestra disposición a la alteridad, a la co-presencia, a lo que Emmanuel Lévinas llamaría la “responsabilidad infinita” ante el rostro del Otro. El mundo se ha vuelto un conjunto de mónadas leibnizianas, sin ventanas, encerradas en su propia percepción.

Consecuentemente, en el ámbito cívico, la erosión de los vínculos es palpable. La relación entre ciudadanos y gobernantes se ha despojado de la confianza y la responsabilidad mutua, mutando en un espectáculo de desconfianza, cinismo y, a menudo, abierto desprecio. El contrato social, que teóricamente cimentaba la convivencia y el progreso colectivo, se diluye en la percepción de que la política es un juego de intereses particulares, donde la ética y el bien común son meras quimeras, y donde la participación se limita a la expresión de quejas individuales sin articulación colectiva. Como observó el paladín posmoderno Michel Foucault, el poder no sólo reprime, sino que también produce subjetividades. En esta era paupérrima, parece que las subjetividades producidas son aquellas que se retraen al compromiso, que desconfían de la alteridad y que privilegian la seguridad de la soledad autoimpuesta por encima de la rica complejidad de la interdependencia.

Al respecto, Hannah Arendt advirtió, en su obra “Los orígenes del totalitarismo”, sobre la corrosión del espacio público y la desintegración de los lazos sociales como condición para el surgimiento de fenómenos políticos autoritarios. Ante esto, queda preguntarse: ¿Acaso no es esta atomización una forma de control sutil, que nos vuelve maleables y menos propensos a la acción colectiva y al pensamiento crítico, al desactivar la potencia de la solidaridad y el ágape cívico?

Ante este panorama desolador de amores efímeros y vínculos disueltos, ¿estamos condenados a la fragmentación perpetua y a la superficialidad de los encuentros? ¿O existe la posibilidad de reavivar la llama del compromiso y la sensibilidad en un mundo que prioriza la desconexión afectiva? La desensibilización no es nuestro destino ineludible, sino una construcción social que puede ser deconstruida, un hábito cultural que puede ser re-aprendido. ¿Acaso hemos olvidado, en esta vorágine de lo efímero y lo descartable, que la verdadera riqueza reside en la profundidad de los lazos, en la capacidad de construir historias compartidas que trasciendan la fugacidad de lo instantáneo y se anclen en la persistencia del afecto? ¿Es posible que, al abrazar la vulnerabilidad y la paciencia, podamos redescubrir la resistencia inherente a un amor que se atreve a ser permanente, no por obligación o tradición, sino por elección consciente y por la convicción de su valor intrínseco?

Quizá, la clave resida en una revolución silenciosa, que comience en el ámbito individual y familiar, que nos invite a cuestionar la lógica del descarte y a abrazar la complejidad inherente a cualquier vínculo genuino, reconociendo que el conflicto y la diferencia no son razones para la huida, sino oportunidades para el crecimiento. Entonces, ¿podemos, como individuos, resistir la tentación de la inmediatez y apostar por la construcción lenta, a veces dolorosa, pero profundamente gratificante, de lazos duraderos, tanto personales como comunitarios? ¿Es momento de reconocer que la verdadera libertad no radica en la ausencia de ataduras, sino en la elección consciente de aquellas relaciones que nos enriquecen y nos permiten crecer, incluso cuando nos desafían, y que la felicidad no se encuentra en la acumulación de experiencias superficiales, sino en la profundidad de las conexiones?

La reflexión crítica, el pensamiento autónomo y la chispa de un pensar sensible que no se da por vencido son, quizás, las herramientas más poderosas para reclamar el amor de las garras de la liquidez de la moda posmo-progre y su correspondiente post-verdad. Sólo al mirar de frente esta crisis de los lazos, al interrogarnos sobre nuestro propio papel en ella y al atrevernos a redefinir el valor del compromiso, podremos aspirar a reconstruir una sociedad donde el afecto, en todas sus nobles formas, recupere la centralidad y su potencia transformadora. ¿Nos atreveremos a utilizar estas herramientas, a salir de la comodidad de la indiferencia y a asumir el riesgo de volver a amar con profundidad y a construir con permanencia? La pregunta no es menor, y la respuesta, implica un imperativo ético para nuestro tiempo plagado de gente rota que no sabe amar (y tampoco le importa aprender).

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Así fue cómo aniquilaron el principio de presunción de inocencia

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La justicia sin la verdad es como la fe sin obras: muerta”: Arthur Schopenhauer

Hace unos días salió a la luz el caso de Alejandro Otero, el drama de un hombre que estuvo en prisión por una falsa denuncia de su hijo, presionado por su ex esposa. Evidentemente, no es meramente una crónica judicial, sino un síntoma lacerante de una crisis en la administración de justicia y en la comprensión de la verdad. El hecho de que la madre de sus hijos los coaccionara para articular esa nefasta falsa denuncia de abuso infantil no sólo revela la perversidad inherente a tales actos, sino también que expone una alarmante impunidad legal para quienes instrumentalizan el sistema, despojando a un individuo de su libertad, reputación y vínculo familiar más íntimo. Repito, esto suceso, lejos de ser una anomalía, ilustra una preocupante erosión de los principios sobre los que se erige el Estado de Derecho.

Es sabido que la piedra angular de cualquier sistema jurídico que se precie de ser justo y respetable es la presunción de inocencia. El artículo 11 de la Declaración Universal de los Derechos humanos es claro y categórico: “Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa”. Sin embargo, en el contexto de las falsas denuncias, y particularmente en delitos de alto impacto social como el abuso, este principio parece sucumbir ante la presión mediática y una interpretación distorsionada de la protección a la víctima.

El calvario de Otero ilustra vívidamente esta erosión. Fue arrestado en 25 de junio de 2018 y pasó 26 (veintiséis) meses en prisión, sólo para ser declarado inocente después de un proceso judicial que duró 7 (siete) años. El elemento más desgarrador de su caso fue la revelación de que su propia ex-esposa, en el contexto de un conflicto de tenencia, presionó a sus dos hijos, menores de edad, para que lo denunciaran falsamente. A pesar de las inconsistencias en los testimonios infantiles, la falta de pruebas físicas y las múltiples pruebas que sí demostraban su inocencia, el proceso avanzó impulsado por la “credibilidad” inicial de la denuncia. No fue hasta que uno de sus hijos, ya adolescente, declaró en Cámara Gesell que la denuncia había sido fabricada bajo coerción de la madre, que el caso comenzó a desmoronarse. La vida de Alejandro quedó totalmente destrozada: perdió su trabajo, su reputación y, más importante aún, años irrecuperables de cercanía con sus hijos, a quienes la madre les prohibió el contacto. Esta es la cruda realidad cuando la presunción de inocencia cede ante una acusación sin fundamento, mientras las instituciones del Estado, los medios de comunicación y la sociedad toda, mira a un costado.

Históricamente, la carga de la prueba recae sobre el acusador. Como bien señaló el jurista y filósofo del derecho italiano Cesare Beccaria en “De los delitos y las penas” (1764), “la certeza de un castigo, aunque moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más severo, unido a la esperanza de la impunidad”. En este sentido, la impunidad ante la calumnia o la falsa denuncia no solo desequilibra la balanza de la justicia, sino que socava la confianza pública en el sistema. Datos de diversas investigaciones indican que, si bien el porcentaje varía, las denuncias falsas por agresión sexual no son insignificantes. Por ejemplo, estudios de la Universidad de California, Davis, y otras instituciones académicas en EE.UU. han estimado que las tasas de denuncias falsas pueden oscilar entre el 2% y el 10% de todas las denuncias, aunque algunas investigaciones sugieren cifras mayores en contextos específicos. Ignorar esta realidad estadística es ignorar una vulnerabilidad crítica para los derechos fundamentales de los acusados, los cuales, mientras dura el proceso, viven un calvario.

Pero más allá de la vulneración jurídica, la falsa acusación conlleva un costo humano devastador, a menudo subestimado, sobre todo por los medios masivos de comunicación. Las consecuencias psicosociales para los injustamente acusados- estigmatización, pérdida del empleo, quiebre familiar y ostracismo social- terminan siendo insoportables. Existen numerosos reportes y estudios que, si bien no ofrecen una estadística global consolidada debido a la dificultad de su rastro y la confidencialidad de los casos, documentan una correlación trágica entre las denuncias falsas y el aumento de los problemas de salud mental, incluyendo la ideación suicida. Organizaciones de apoyo a víctimas de falsas acusaciones, como “Falsely Accused Individuals for Reform (FAIR)» en Estados Unidos o diversas asociaciones de padres separados, han señalado que el suicidio se convierte en una vía de escape para algunos hombres que, tras ser injustamente denunciados, pierden todo apoyo social y legal, encontrándose en una situación de indefensión absoluta. Si bien no se dispone de una cifra exacta de hombres que se han quitado la vida específicamente por esta causa a nivel mundial, la constante aparición de casos individuales en medios de comunicación y en la casuística de estas organizaciones es un sombrío recordatorio de la extrema presión y desesperación que generan estas situaciones. En definitiva, queridos lectores, la vida, la libertad y la dignidad son bienes irrecuperables cuando la justicia falla estrepitosamente.

La precitada crisis de la presunción de inocencia se ve exacerbada por una concepción de la verdad que ha sido profundamente influenciada por la postmodernidad. En la era de las “verdades” subjetivas y las “narrativas” personales, la objetividad procesal corre peligro. Uno de los ideólogos responsables de esta nefasta forma de vida fue Jean-François Lyotard, quien en su patética obra titulada “La condición postmoderna” (1979) diagnosticó la incredulidad con respecto a las metanarrativas, refiriéndose a los grandes relatos que han estructurado nuestra comprensión del mundo, incluyendo la noción de una verdad única y accesible mediante el uso irrestricto de la razón. Esta crítica decadente pretendía liberarnos de dogmas supuestamente opresivos en el ámbito del pensamiento y terminó consolidando consecuencias nefastas en el ámbito judicial.

Cuando la “verdad” de la persona denunciante se impone por mera enunciación, sin la corroboración de pruebas fehacientes, el sistema judicial abandona su rol de árbitro imparcial en la búsqueda de la verdad y de los hechos. Con esta mediocridad moral y esta corrupción política en el seno de la justicia, se ha logrado sustituir la epistemología judicial- basada en la evidencia, la razón y el procedimiento- por una suerte de “razón victimista” que, si bien puede ser legítima en el plano emocional y social para reconocer el sufrimiento, es insuficiente y peligrosa como fundamento para la condena penal. Al respecto, la filósofa española Victoria Camps, en su análisis sobre la ética pública en la obra “El gobierno de las emociones”, ha enfatizado que “la justicia no puede basarse en la merca credibilidad subjetiva, sino en la demostración objetiva de los hechos”, indicando con ello una extinta discusión de la primacía de la razón en la toma de decisiones éticas y políticas frente a la frágil emotividad.

Dicho esto, es pertinente reconocer cuán imperativo es revertir esta deriva asesina. Un sistema jurídico robusto debe proteger a las víctimas genuinas con todos los recursos disponibles, pero no puede hacerlo a expensas de los derechos de los acusados. La victimización automática del denunciante, sin que medie un escrutinio probatorio, no sólo vulnera la presunción de inocencia sino que, paradójicamente, deslegitima las denuncias verdaderas al sembrar dudas sobre la validez de cualquier acusación.

Un aspecto central de esta regresión judicial reside también en la injusta inexistencia o la levedad de las penas para quienes perpetran falsas denuncias. En muchos ordenamientos jurídicos, las consecuencias para el calumniador o el perjuro son mínimas en comparación con el daño irreparable que pueden causar. Esta asimetría punitiva genera un incentivo perverso, a saber, el riesgo de una acusación falsa es bajo para el denunciante, mientras que las repercusiones para el denunciado son máximas. Si, por el contrario, existiera un severo castigo a estas injurias y falsas imputaciones, es razonable inferir que la incidencia en las denuncias infundadas disminuiría drásticamente. La amenaza de una sanción real y proporcional al daño causado, incluyendo la reparación económica a la víctima de la falsa denuncia y penas privativas de libertad en casos de especial gravedad o dolo manifiesto, operaría como un potente disuasivo, restaurando la necesaria prudencia y responsabilidad en el acto de acusar.

No es tan difícil. Volver a un sistema que priorice la prueba tangible es fundamental. Esto implica fortalecer las etapas de investigación preliminar, asegurar que los operadores judiciales no cedan ante la presión mediática o la “cultura de la cancelación” anticipada, y establecer mecanismos efectivos para sancionar las denuncias falsas. Sólo así, se podrá restaurar la confianza en la justicia y proteger a los inocentes de la destrucción de sus vidas a manos de una acusación infundada promocionada por una banda de inútiles y corruptos con poder (periodistas, jueces, fiscales, etcétera).

La angustiosa experiencia de Otero, resonancia de incontables tragedias silenciadas, nos obliga a confrontar una realidad perturbadora: ¿hasta qué punto nuestra sociedad, guiada por una comprensible empatía, ha debilitado las garantías fundamentales del debido proceso en la búsqueda de la justicia? Este dilema hace reflotar una tensión crítica entre la legítima protección a las víctimas y la irrenunciable salvaguarda de la presunción de inocencia, principios constitucionales que, lejos de ser antagónicos, son pilares de un sistema judicial equitativo. La impunidad ante la falsa denuncia no es un mero error procedimental, sino que representa una profunda fractura ética y jurídica que, al corromper la confianza en nuestras instituciones, erosiona los cimientos mismos de la convivencia justa y, en los casos más extremos, empuja a la desesperación y la autoeliminación. En un panorama donde las verdades se fragmentan y las subjetividades caprichosas ganan todos los terrenos, la filosofía del derecho debe reafirmar la necesidad de una verdad procesalmente verificable y de consecuencias reales para la mentira deliberada: no puede seguir siendo gratuito arruinarle la vida a nadie, porque la moda impuesta por la agenda progre del momento no se puede cargar a la verdad ni a la evidencia en el altar de la mera afirmación intencional de dementes con poder de daño. De continuar así, amigos míos, estamos condenados a replicar injusticias en nombre de una justicia mafiosa y malentendida que sólo parece procesar debidamente a delincuentes de guantes blancos, mientras que usted y yo, estaremos desprovistos de cualquier tipo de derecho real.

Lisandro Prieto Femenía
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Con la música actual, la vida es un error

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Lisandro Prieto Femenía

«Sin música, la vida sería un error» Friedrich NietzscheEl crepúsculo de los ídolos

Seguramente se habrán percatado que en redes sociales circula, a modo de meme, una afirmación de Friedrich Nietzsche que versa: “Sin música, la vida sería un error”. Más allá de la banalidad de la circulación de esta frase, lo que allí se está estableciendo es la diferencia de cualquier otro ser en la naturaleza como el único que es capaz de crear obras de arte, y dentro de esa creación, la música ocupa un lugar privilegiado y fundamental. Si la vida sin arte sería una existencia despojada de su máxima expresión, la vida sin música sería, para Nietzsche, un vacío insalvable. Esta cita no es una mera hipérbole, sino una tesis ontológica que eleva  la música al rango de fuerza primordial, un pilar sobre el cual se sostiene la experiencia humana. Pues bien, en esta reflexión intentaremos explorar la centralidad que tiene la música en la filosofía, la conectaremos con pensadores que la han abordado desde diversas perspectivas y la confrontaremos con la degeneración de la creación sonora en la época detestable llamada postmodernidad, un síntoma de un error vital que la música, en su esencia, debería contrarrestar.

Tengamos en cuenta que, para Nietzsche, el lenguaje y la razón, a menudo reductores, intentan encapsular la vastedad de la existencia en conceptos rígidos. La música, en cambio, opera en un plano distinto. Es el lenguaje de la voluntad misma. En su obra “El nacimiento de la tragedia”, Nietzsche sostiene que “el lenguaje de la música es anterior al concepto”, y en una carta a su amigo y confesor Peter Gast en 1877 expresó que “la vida sin la música es sencillamente un error, una fatiga, un exilio”. Esta idea nos indica que la música, al ser un lenguaje de la voluntad, nos permite acceder a la realidad de una manera más directa y auténtica.

Esta perspectiva se entrelaza directamente con la de Arthur Schopenhauer, mentor intelectual de Nietzsche. En su obra titulada “El mundo como voluntad y representación”, Schopenhauer eleva la música por encima de todas las demás artes, argumentando que no es una copia de las ideas del mundo, sino un reflejo directo de la voluntad misma. De hecho, llegó a afirmar allí que “la música no es en absoluto, como las demás artes, una copia de las Ideas, sino una copia de la voluntad misma”, confirmando con ello que la melodía expresa el constante fluir de la voluntad, con sus anhelos insatisfechos y sus penas inherentes, convirtiéndose así en una forma de conocimiento metafísico.

Si bien Nietzsche veía en la música una fuerza de rebeldía dionisíaca, la tradición filosófica griega la entendía como un elemento clave para el orden social y la formación ética. Platón, en su “República”, dedicó un espacio considerable a la música como pilar de la educación de los guardianes. Para él, la música no era un simple pasatiempo, sino una “ley moral” que daba “alma al universo, alas a la mente, vuelos a la imaginación”. Los diferentes modos musicales (escalas) fluían directamente en el carácter de los ciudadanos, y por ello, los modos que promovían la virtud y la moderación debían ser cultivados.

Por su parte, Aristóteles profundizó en la idea de la mímesis (imitación) musical. En su “Política”, sostenía que la música “imita las pasiones mismas” de tal forma que “reproduce” el carácter, y por ello, su importancia en la formación del alma de los jóvenes. La música, además de evocar pasiones, las purifica a través de la catarsis, un concepto central en su “Poética”. De esta manera, la música se convierte en una herramienta para templar el alma y alcanzar el equilibrio emocional fundamental para la vida en la pólis.

Esta idea de un orden subyacente en la música volvería a tener vigencia siglos más tarde en Gottfried Wilhelm Leibniz, quien la definió como “el placer que experimenta la mente humana al contar sin darse cuenta que está contando”. Para el filósofo racionalista, la armonía musical no es casualidad, sino el resultado de complejas relaciones matemáticas que el alma humana percibe de forma inconsciente. En la música, Leibniz veía un reflejo de la armonía preestablecida del universo, una correspondencia entre las leyes que rigen el cosmos y las percepciones de la mente humana.

La visión de los precitados filósofos, que veían en la música la esencia de la voluntad o la armonía del cosmos, se ve desafiada por la decadencia de la calidad del ruido llamado música en la era postmoderna. En el siglo XX, pensadores como Theodor W. Adorno, desde la Escuela de Frankfurt, ya advertía sobre los peligros de la industria cultural. En su ensayo titulado “Sobre el carácter fetichista en la música y la regresión del oído” (1938), Adorno argumenta que la música popular ha sido estandarizada y convertida en una mera mercancía, sosteniendo asimismo que “el valor fetichista de la mercancía penetra hasta en la música popular, y la estandarización de los productos crea una escucha regresiva”. Tengamos en cuenta que, para Adorno, la música de masas ya no es algo que se vive o se siente, sino que se consume de forma pasiva, perdiendo su potencial crítico y transformador.

Esta crítica se profundiza aún más al incorporar la reflexión de Walter Benjamin sobre la pérdida del aura en la obra de arte. En su célebre ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936), Benjamin define el aura como “el aparecimiento único de una lejanía, por cercana que pueda estar”. Se trata de la unicidad de un obra en su “aquí y ahora”, su historia, su autenticidad y su tradición, elementos que le confieren una presencia irrepetible. Pues bien, la reproducción técnica masiva, ya sea a través de la fotografía o, en el caso de la música, de grabaciones y streaming, destruye esa aura: “incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra”. Pobre Walter, si supiera que ahora las personas asisten a los conciertos y, en lugar de mirar y escuchar con atención a los artistas, la totalidad del auditorio está grabando la experiencia con un dispositivo móvil.

En este contexto de crisis de la calidad estética, son muy pocas las voces críticas contemporáneas que se alzan para denunciar la anarquía y la falta de sustancia en el arte posmoderno. Sin ir muy lejos, en diciembre de 2024 publiqué un artículo titulado “Recuperando la distinción entre arte y bodrio”, en el cual planteaba que la cultura actual parece haber abrazado una “cultura de la mediocridad” que ha borrado esta línea entre la creación genuina y el mero simulacro. Así, la música posmoderna, en su búsqueda de lo “plural” y lo “ecléctico”, ha sucumbido a un eclecticismo vacío que mezcla y destruye géneros sin una coherencia interna real. Al respecto, el musicólogo Ramón Barce (1928-2008), crítico de la música de vanguardia, señalaba que esta “patológica necesidad de lo nuevo” conducía a una superficialidad que carecía de la profundidad que, para Nietzsche, era la esencia misma de la música. En la actualidad esta tendencia se agrava con la lógica de las plataformas digitales, donde la música se reduce a clips de segundos, a singles desechables y a algoritmos que dictan lo que el oyente debe consumir. La infinitud de la reproducción digital ha aniquilado el aura. Un concierto en vivo, repito, un vinilo desgastado por la aguja, una grabación con imperfecciones, poseían una historia y una presencia. Hoy, un track digital es una entidad sin historia, sin un “aquí y ahora”, un fetiche estandarizado despojado de su valor cultural. En este contexto, la música ya no es una afirmación de la vida, sino un ruido molesto de fondo que disimula el vacío. Lejos de ser un antídoto contra el nihilismo, se convierte en un síntoma de éste.

Hemos realizado un recorrido, desde la visión nietzscheana de la música como afirmación de la vida hasta su degeneración en la era del consumo masivo. La crítica de Adorno, Benjamin y otras tantas voces contemporáneas nos ha mostrado que el error no es la ausencia de la música, sino la presencia de una música asquerosa, vacía, despojada de su esencia vital y de su aura. La pregunta crucial que nos queda, entonces, no es si la música es necesaria, sino qué tipo de música estamos dispuestos a aceptar en nuestras vidas.

¿Acaso hemos sucumbido al nihilismo que la música, en su esencia dionisíaca, debería contrarrestar? ¿Hemos renunciado a la búsqueda de la belleza en la armonía y la complejidad en favor del ruido estandarizado que nos adormece? La frase inicial de Nietzsche, en este contexto, se convierte en un espejo que debería confrontarnos. Si la vida sin música es un error, ¿qué dice de nosotros el hecho de que elijamos la música que se nos impone, la que nos exige de nosotros ninguna pasión ni compromiso, mucho menos una mínima reflexión, sino sólo una escucha molesta y pasiva? El verdadero error no está en el mundo, sino en nuestra capacidad para dejar de escuchar la melodía del ser y conformarnos con el eco hueco de la industria cultural que nos impone un Bad Bunny mientras nos hace olvidar a Mozart. La interpelación, al final, es personal: ¿qué sinfonía estamos componiendo con nuestras vidas? Y, más importante aún, ¿estamos dispuestos a dejar de escuchar el error para volver a encontrar la verdadera música, esa que representa el lenguaje universal de la humanidad?

Lisandro Prieto Femenía
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