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Derechos humanos base fundamental de la democracia
En El Salvador antes de la llegada de Nayib Bukele como presidente las decenas diarias de asesinatos, violaciones, extorsiones, asaltos, así como las masacres, caravanas de salvadoreños viajando a pie hacia los Estados Unidos eran parte de la realidad nacional salvadoreña, a tal punto, que llegó incluso a verse como “normalidad”, mientras todos estos hechos crueles e inhumanos sucedían contra la ciudadanía salvadoreña, las ONG de derechos humanos nacionales e internacionales, incluida la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, quienes guardaron silencio cómplice, es decir, que para estos progres todo estaba bien.
Entre las mentiras propagadas por las organizaciones progres de derechos humanos están que el Plan Control Territorial y el régimen de excepción son un fracaso, que en los gobiernos de ARENA y el FMLN la población salvadoreña gozaba de seguridad y de democracia, y ahora a la población salvadoreña sufre; esta propaganda mentirosa es despreciada por los salvadoreños y a nivel internacional no tiene eco, no obstante, continúan desprestigiando al país y al gobierno, que es la forma en que se ganan el salario que les proporciona George Soros y compañía.
Como es lógico las organizaciones progres incluidas los medios de desinformación digitales minimizan y menosprecian el excelente trabajo de seguridad que realizan la Fuerza Armada y la Policía Nacional Civil, a quienes la población los considera héroes; esta situación ha sido confirmada en todas las encuestas incluidas las que han realizado la oposición, ambas instituciones que forman el equipo de seguridad gozan del respaldo de más del 90 por ciento de la población.
Las organizaciones progres de derechos humanos y medios digitales de desinformación están en contra de la presencia militar y policial en los que fueron bastiones del crimen organizado, ya no se diga de los cercos militares, obviamente, porque están en contra de la captura de los terroristas, y esa es su forma de defenderlos y protegerlos al calificar de militarización, en cambio, la población de esos antiguos santuarios de los pandilleros se sienten segura y protegida por los cuerpos de seguridad.
La oposición salvadoreña por ser minúscula carece de incidencia, y con el afán de incrementar su diminuto tamaño recurre al desprestigio del gobierno acusándolo de prácticas que realizaban en sus gobiernos de ARENA y el FMLN, y en su intento de engañar y tratar de confundir a la ciudadanía salvadoreña recurre a fuentes ficticias y a rumores.
En los gobiernos anteriores las organizaciones criminales al saber la identidad de las personas que declaraba en juicio significaban pena de muerte para el testigo, porque eran asesinadas y de esa manera eliminaban físicamente la aportación del testimonio y de pruebas, ahora los defensores de los criminales demandan conocer la identidad de los testigos, para volver a las prácticas perversas del pasado.
Las organizaciones defensoras del crimen organizado bajo los subterfugios de defensa de los derechos humanos y de la democracia protestan porque son auditados por las instituciones del Estado, claro, ahora ya no pueden blanquear o lavar dinero proveniente de la criminalidad, asimismo, tienen que declarar quienes son sus patrocinadores y el origen del financiamiento.
Las organizaciones criminales y sus ONG fachadas tienen el serio problema de que en El Salvador ahora existe un Estado de derecho democrático, con sus respectivos pesos y contrapesos formados por un Ejecutivo, Asamblea Legislativa y Judicial poderes independientes, pero que trabajan coordinadamente en beneficio del ciudadano honrado y no de los crimínales, y que obviamente son respetuosos de los derechos humanos.
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El hambre como herramienta de dominación
“El mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y desapareció la injusticia, hizo otro gesto y se acabó la guerra. El político hizo un gesto y desapareció el mago”
Woody Allen
Tal vez muchos de los que estén leyendo esto no tienen la menor idea de lo que es sentir hambre, pero hambre de verdad. No se trata simplemente de la manifestación fisiológica propia del cuerpo cuando han pasado muchas horas desde la última ingesta de alimentos, sino algo peor, que remite a la desesperación que emana de la insondable fuente de injusticia en la que estamos inmersos. Hace dos mil y pico de años, en alguna montaña de Medio Oriente, Jesús de Nazaret habló de “hambre y sed de justicia”, refiriéndose a los bienaventurados que, por pasarla tan mal en este mundo, recibirán su recompensa en el paraíso. Si bien “hambre” y “sed” se utilizan allí como metáforas para expresar una necesidad urgente e inaplazable de justicia, no se refiere estrictamente al sentido legal, sino a uno más amplio que abarca la rectitud moral y ética necesaria para que dejemos de hacernos los ciegos.
Comencemos dando un breve panorama estadístico de la situación. El hambre y la inseguridad alimentaria son problemas críticos a nivel mundial, aunque es evidente que la piña se siente más fuerte en unos costados y no tanto en otros. Según los datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) expuestos en “The State of Food Security and Nutrition in the World 2022” y el Programa Mundial de Alimentos (WFP) en su reporte “Global Report on Food Crises”, aproximadamente 828 millones de personas sufrieron hambre en el año 2021, un incremento aproximado de 250 millones desde el año 2019, debido a una combinación de factores como la pandemia de COVID-19, conflictos armados y los efectos cada vez más graves del cambio climático (FAO, 2022).
Puntualmente, África sigue siendo la región más afectada, con casi una de cada cinco personas enfrentando a diario inseguridad alimentaria severa. La FAO estima que alrededor del 20% de la población en África subsahariana carece del acceso adecuado a alimentos, con un aumento de casi el 6% desde el año 2019 (FAO, 2022). En Asia, aunque hubo avances, cerca del 9% de la población sigue sin tener acceso a una alimentación adecuada. Los países del sur de Asia, especialmente la India, Pakistán y Bangladesh, enfrentan todavía altos índices de desnutrición infantil y carencias alimentarias crónicas (WFP, 2022). Por su parte, en Hispanoamérica y el Caribe, la inseguridad alimentaria se ha incrementado considerablemente en los últimos años. Se estima que más de 56 millones de personas en esta región experimentaron hambre en 2021, debido en parte a crisis económicas, desigualdades sociales y crisis políticas en países como Venezuela y Haití (FAO, 2022).
Evidentemente, el hambre es un problema multidimensional que involucra no sólo la falta de acceso a los alimentos básicos, sino también a inconvenientes de distribución, desigualdades económicas y factores preponderantemente políticos. Tampoco podemos hacernos los ciegos respecto del cambio climático, por ejemplo, que ha tenido un efecto devastador en la producción agrícola, evidenciándose en sequías interminables, inundaciones y patrones climatológicos irregulares que afectan a países con poca infraestructura para adaptarse a dichos cambios. Adicionalmente a todo lo anteriormente enumerado, tenemos que tener en cuenta que los conflictos armados en países como Siria, Yemen y Etiopía han desplazado a millones de personas, exacerbando la escasez de alimentos y elevando los índices de hambre en las comunidades implicadas.
Ahora es preciso que nos preguntemos ¿qué rol juegan los gobiernos? O mejor, ¿qué tiene que ver el hambre con la existencia de dinámicas de poder reales que propician las hambrunas? Todos sabemos que el hambre y la inseguridad alimentaria están profundamente entrelazadas con las políticas de los gobiernos, tanto de las potencias mundiales como de los mal llamados “periféricos”, puesto que juegan un papel fundamental en la perpetuación intencional del problema que hoy nos convoca.
Para que podamos comprender cómo se configura esta relación, es esencial que primero examinemos los aspectos políticos y económicos que contribuyen al genocidio mediante hambre a nivel global. En una primera instancia, tenemos que mencionar a las políticas agrícolas, que en muchos países desarrollados están diseñadas para beneficiar a grandes corporaciones mediante subsidios que favorecen la producción masiva de ciertos cultivos como el maíz y la soja. Pues bien, estos aportes económicos al precitado sector productivo suelen distorsionar los precios globales, lo que dificulta bastante a los pequeños agricultores de países en vía de desarrollo competir en el mercado. Esta práctica, junto con la liberalización de los mercados en países emergentes, ha generado que la producción local de alimentos se vuelva menos rentable, llevando a muchos agricultores a abandonar sus tierras o a cambiar sus cultivos tradicionales por monocultivos de exportación.
Este tipo de políticas no nacen de un repollo, o una col de Bruselas, ni mucho menos de una lechuga, sino más bien de instituciones concretas como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, que han impulsado a muchos países pobres a adoptar medidas de extrema austeridad y privatización. Estas políticas, que se implementan bajo la promesa de fomentar el crecimiento económico, a menudo resultan en recortes en los servicios públicos y en la reducción de inversiones específicas como agricultura, educación y salud. Evidentemente, esto afecta directamente la capacidad de estos países para asegurar el acceso a la alimentación para toda la población, puesto que el ajuste estructural que implica la apertura de los mercados a la competencia extranjera afecta negativamente a los productores locales, quienes ven cómo sus productos van siendo desplazados por importaciones mucho más “atractivas”, o sea, baratas.
Los conflictos armados también son parte del problema, sobre todo en Medio Oriente y África Subsahariana, ya que no solo causan desplazamientos masivos, sino que también destruyen infraestructuras críticas para la producción y distribución de alimentos. En lugares como Yemen, Siria y Sudán del Sur, los gobiernos y los grupos armados han utilizado el hambre como un arma de guerra, bloqueando el acceso a alimentos y agua potable como también la ayuda humanitaria, con el fin de someter a las poblaciones.
Al parecer, empobrecer y hambrear a un país, no es tan difícil como nos quieren hacer creer, puesto que muchos países en vías de desarrollo están atrapados en una telaraña que implica el ciclo de deuda externa que limita siempre su capacidad de invertir en seguridad alimentaria. La deuda, contraída a menudo con condiciones estrictas, obliga a los países a destinar una parte significativa de sus recursos al pago de los intereses de la misma, en lugar de invertir en el desarrollo sustentable o en mejorar la infraestructura educativa y agrícola. Esta dinámica perversa, tan común en estas latitudes, perpetúa la dependencia de estos países hacia las naciones más ricas, que controlan los flujos de ayudas y financiamiento, y que a menudo dictan cómo deben ser las políticas de sus socios endeudados. Otro factor crucial en este contexto es la conducta de ciertos gobernantes corruptos que, buscando beneficios personales, comprometen los recursos del país mediante la toma de préstamos que saben perfectamente que no podrán pagar. Estos líderes mediocres y delincuentes, al priorizar el porcentaje que les corresponde a ellos por endeudar su país, agravan severamente la dependencia financiera y dejan a la nación atada a pagos de deuda que ahogan por décadas a su economía, limitando la inversión en producción alimentaria y desarrollo: con esta recetas, las arcas nacionales quedan prácticamente vacías, mientras la carga de intereses de la deuda recae en sucesivas generaciones de la población, perpetuando el ciclo de pobreza y hambre.
Respecto a las desigualdades que se producen en las campañas de “ayuda” internacional, nos queda decir que si bien estas entidades buscan aliviar las crisis alimentarias en los lugares más afectados, a menudo estas contribuciones están condicionadas y responden a intereses políticos de los países donantes. Además, la asistencia no siempre llega a los más necesitados: en muchos casos, la ayuda alimentaria sirva para consolidar alianzas políticas o para influir en la economía y la política de los países receptores, teniendo efectos devastadores a largo plazo, puesto que se desincentiva la producción local y se aumenta la dependencia en lugar de resolverse las causas subyacentes del hambre.
Procedamos ahora a pensar críticamente desde la filosofía este problema tan acuciante. El hambre en el mundo no es solo un problema de falta de alimentos, es también una manifestación de la profunda inequidad estructural que caracteriza a nuestras sociedades. En su obra “Pobreza y hambrunas” (1981), Amartya Sen planteó que el hambre no es necesariamente resultado de la escasez, sino de la falta de acceso a los alimentos. Según Sen, los sistemas de derechos de propiedad y las estructuras de poder determinan quién tiene acceso a los recursos, y son estas mismas estructuras las que crean las condiciones del hambre. Generalmente, los individuos en situación de pobreza extrema carecen de derechos de propiedad suficientes para asegurar su subsistencia, lo que los convierte en víctimas de sistemas económicos y políticos que priorizan el capital por encima de la dignidad humana.
Por su parte, Thomas Pogge en su obra “Pobreza mundial y Derechos Humanos” (2008), señala que los países más ricos contribuyen a la perpetuación del hambre al imponer políticas comerciales y sistemas de deuda que explotan a las naciones más vulnerables. Para Pogge, el hambre es una forma concreta de violencia estructural, una consecuencia inevitable de un sistema global que le da prioridad a las ganancias de unos pocos sobre las necesidades de muchos. Su propuesta, en pocas palabras, es clara: para combatir el hambre, se requiere de una reforma profunda de las estructuras de poder a nivel global.
Zygmunt Bauman, en su análisis de la modernidad líquida, examinó también cómo la lógica del consumo ha transformado nuestras relaciones y valores, generando un mundo donde la solidaridad se ha convertido en una preocupación secundaria. Asimismo, Bauman describió cómo el sistema capitalista ha impulsado la mercantilización de todo, incluido el bienestar humano. En este contexto, el hambre se convierte en un problema invisible para aquellos que están en posición de privilegio, ya que la atención se centra en el consumo personal y en la situación individual de cada cual. En otras palabras, la modernidad líquida fomenta la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno, permitiendo que la inequidad siga aumentando.
Desde un punto de vista estrictamente ético, Martha Nussbaum propone en su teoría de la capacidad que todos los seres humanos deben tener la oportunidad de llevar una vida digna, lo cual incluye evidentemente el acceso a los alimentos adecuados. Concretamente, en su obra “Fronteras de la justicia” (2006), sostuvo que una sociedad justa es aquella que permite a todos sus miembros desarrollar sus capacidades básicas, entre las cuales se encuentra la alimentación y la salud (si se me permite una intrusión, yo incluiría de manera indisociable, también, a la educación de buena calidad).Nussbaum ha criticado también la falta de voluntad política para asegurar que las precitadas necesidades estén cubiertas universalmente, por lo que nos advierte que la pobreza y el hambre no solo reflejan fallas en la economía, sino también en la ética y en la política, que deben ser abordadas mediante políticas de desarrollo que garanticen el acceso masivo a los recursos básicos.
A la luz de lo expuesto anteriormente, es preciso que pensemos al hambre como una injusticia social profunda, arraigada en un sistema que permite que unos pocos tengan todo mientras que millones carecen de lo necesario para sobrevivir. Los autores que hemos citado coinciden en que la solución al hambre no se encuentra en la provisión de alimentos, sino en una reestructuración del orden social, económico, político y ético que rige nuestro mundo. Abordar el hambre exige un compromiso moral y político con la idea de equidad, intentando materializarla mediante acciones globales orientadas a la transformación de las estructuras de poder que se benefician de la exclusión y la pobreza, mientras dicen combatirlas.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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El Bukelismo es la ideología de la democracia
· Por: Oscar Martínez Peñate
Según los manuales sobre ideologías la tipificación de un sistema político se realiza de acuerdo con las coincidencias de las prácticas o hechos económicos, políticos y sociales con las tipologías existentes, el dilema se plantea cuando un gobierno como el salvadoreño los académicos, políticos y periodistas presentan dificultad para calificarlo porque no calza con ninguna ideología actual o pasad.
Para el gobierno salvadoreño la importancia la tiene el ciudadano, y no los intereses de los empresarios, empresarios, transnacionales, organismos mundiales o internacionales de comercio o financieros, tampoco los intereses de otros países o bloques económicos-políticos extranjeros, por lo tanto, no es neoliberal.
En El Salvador no existe un nacionalismo exacerbado, al contrario, es abierto a los extranjeros, tanto que es considerado un país de anfitriones, no emplea la violencia ni conculca los derechos económicos, civiles y políticos, por lo tanto, no es nacionalista ni fascista. En este país se respeta y garantiza la propiedad privada, la inversión nacional y extrajera, es decir, no es una sociedad socialista mucho menos comunista.
El gobierno salvadoreño no tiene un discurso antiimperialista pero no acepta órdenes de ningún país extranjero, es soberano y goza de autodeterminación; no es anti-oligarca, pero le eliminó los privilegios e inmunidades a esta élite; le da prioridad a la familia y no reconoce la ideología de género; no hay persecución contra la izquierda progre o woke, prensa de oposición ni contra los detractores del gobierno.
La ideología del modelo Bukele rompió con el pasado de forma pacífica, es decir, no es conservadora, después de haber finiquitado el primer quinquenio, se piensa continuar con la modernización de las instituciones públicas en el contexto de la refundación del Estado, por lo tanto, no es de ideología reaccionaria, tampoco se puede considerar revolucionaria porque no es el resultado de ninguna lucha de guerrillas, revolución, conflicto armado, guerra civil, ni de alguna insurrección.
En El Salvador se comenzó como una utopía, porque parecía imposible cambiar el país en tan corto tiempo, o sea, que en el momento que se planteó la idea de crear un nuevo país parecía absurdo, sobre todo porque el cambio significaba más que una reforma profunda una restructuración del antiguo régimen, es decir, darle vuelta, poner la pirámide a la inversa, lo que significó, que el poder se le dio a la ciudadanía sin importar la ideología, religión, extracción social o económica, la cúpula de la pirámide constituida por la élite económica sus miembros pasaron a formar parte dentro de la pirámide como cualquier ciudadano.
Nayib Bukele en su primer discurso como presidente de El Salvador, el 1 de junio de 2019, dejó en claro que este gobierno no sería de los grandes empresarios como lo habían hecho los partidos de derecha, tampoco de los proletarios como los partidos de izquierda, sino que será en función y beneficio del ciudadano.
De ahora en adelante el poder está en todos nosotros, en cada uno de nosotros, en las manos de nuestros profesionales, en las manos de nuestros estudiantes, en las manos de nuestros comerciantes, en las manos de nuestros escritores, en las manos de nuestros artistas (…), en las manos de cada uno de los salvadoreños, porque hoy tenemos un gobierno del pueblo para el pueblo.
Tenemos cinco años para hacer de El Salvador un ejemplo para el mundo.
Tenemos que heredar un mejor país para las nuevas generaciones. ¿acaso no merece lo mejor para su futuro? ¿Acaso no merece la mejor educación, la mejor salud, tener seguridad, poder caminar libre en las calles? ¿Acaso no merece tener un país del que se pueda sentir orgulloso?
El Salvador va a volver a ser el líder en la pujanza y en la innovación en Centroamérica.
Tenemos que invertir en los niños para que, en el futuro, a largo plazo, tengamos el país que todos queremos. También vamos a invertir en megaproyectos, vamos a pensar en grande y en ejecutar en grande. Vamos a pensar en largo plazo y vamos a dejarle un legado al pueblo salvadoreño, un legado que no se borre con la historia.
Este conjunto de idas sirvió de base ideológica para construir un nuevo El Salvador, es decir, de la transformación, partiendo que había que derrotar el pasado y el presente, y sobre esos escombros sentar bases sólidas para construir con la coparticipación de la ciudadanía, el país del cual cada salvadoreño no solo se sintiera orgulloso de su nacionalidad, sino que además la presumiera. Es explicar en el presente lo que será el futuro en contra de todo obstáculo y desafío, es trabajar desde ese mismo instante en función de esa proyección considerada como idealista, platónica, sueño o utopía.
Estas ideas generadoras tipo macro se convirtieron en un compromiso ideológico con la población, asimismo, una bitácora que orientó el camino a seguir por la ciudadanía y por los tres Poderes del Estado, lo que permitió una coordinación sistémica y sistemática entre ellos, superaron la concepción pretérita y simple de la independencia entre el Ejecutivo, Legislativo y Judicial, en que cada uno tira por un lado distinto, se convierten en opuestos y contradictorios. El elemento que le dio cohesión a los Poderes del Estado fue el único y exclusivo interés de buscar el bienestar del ciudadano y de El Salvador como Estado soberano.
El Salvador cambió gracias al liderazgo del presidente Nayib Bukele, y no hay que olvidar que la frase consigna que lo volvió viral, así como la revolución francesa tuvo sus frases célebres de “libertad, igualdad y fraternidad”, la revolución mexicana de “tierra y libertad”, en El Salvador la frase célebre fue “el dinero alcanza cuando nadie roba”, y esa fue la que aglutinó en un movimiento social a la ciudadanía salvadoreña y se insurreccionó electoralmente dos veces dándole la victoria contundente al Nayib Bukele, para la transformación de El Salvador en el 2019 y en el 2024.
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Analizando el flagelo del analfabetismo funcional
“Los analfabetos del siglo XXI no serán aquellos que no sepan leer y escribir, sino aquellos que no sepan aprender, desaprender y reaprender”
Alvin Toffler
Hoy quisiera invitarlos a reflexionar en torno a un fenómeno que, aunque es menos visible que el analfabetismo absoluto, tiene profundas consecuencias para los individuos y la sociedad. El analfabetismo funcional podría definirse por la capacidad de saber leer y escribir, sin poder comprender o interpretar adecuadamente lo que se lee y se escribe. Pues bien, en un mundo donde la información y el conocimiento están, supuestamente, al alcance de la mano de cualquiera, esta incapacidad para procesar y reflexionar sobre los textos podría convertir el juicio de los ciudadanos en algo endeble, susceptible de manipulación. En ese sentido, José Saramago, reconocido escritor, Premio Nobel de Literatura, abordó este problema en la sociedad moderna, destacando cómo el simple hecho de saber leer no significa tener una comprensión profunda. Para Saramago, esta falta de comprensión se convierte en un obstáculo para el desarrollo de la democracia puesto que afecta directamente a una ciudadanía, cada vez más inactiva e inconsciente del panorama político en el que está inmersa. En sus propias palabras, aludió a la existencia de “analfabetos que saben leer”, un término que resuena hoy más que nunca en un contexto mundial donde la manipulación informativa y la desinformación intencional están a la orden del día moldeando conciencias cada vez más abúlicas. Pues bien amigos, lo que hoy queremos intentar junto a ustedes es explorar el problema precitado, no sólo desde una perspectiva analítica y educativa, sino también como un obstáculo para el desarrollo de una sociedad políticamente consciente y capaz de ejercer una democracia real.
Para que podamos comprender la magnitud del analfabetismo funcional, es esencial que revisemos algunas estadísticas recientes: a nivel global, el problema afecta a millones de personas, y aunque los números varían por país y región, los datos son alarmantes. De acuerdo con la UNESCO, cerca de 773 millones de adultos en el mundo, todavía carecen de habilidades básicas de lectura y escritura, y mucho más son considerados analfabetos funcionales, es decir, pueden seguir la lectura en textos simples, pero no comprenden plenamente el sentido de los mismos. En Hispanoamérica, los datos también son preocupantes: según el informe de la “Encuesta Nacional de Lectura y Escritura”, elaborado por el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), un alto porcentaje de los estudiantes de Nivel Secundario no es capaz de comprender textos de nivel de dificultad “medio”. De igual manera, el estudio PISA (Programme for International Student Assessment) del año 2018 reveló que más del 50% de los estudiantes de 15 años de edad en los países hispanoamericanos evaluados tienen dificultades significativas para comprender textos complejos, un indicador de analfabetismo funcional a nivel estudiantil que con frecuencia se traslada a la vida adulta. Además, algunos datos del Banco Mundial sugieren que este tipo de analfabetismo repercute en múltiples aspectos del desarrollo social y económico, puesto que las personas que no comprenden completamente lo que leen tienden a tener menos acceso a oportunidades de empleo, como también un menos compromiso cívico y social, y una mayor vulnerabilidad a la manipulación mediática. Estas cifras y conclusiones subrayan que el analfabetismo funcional no es solamente un problema individual, sino un desafío colectivo que afecta la capacidad de los ciudadanos para participar activa y coherentemente en la sociedad y en la toma de decisiones.
A la luz de lo precedentemente expresado, es preciso que analicemos las consecuencias sociales y políticas del analfabetismo funcional porque tiene un profundo impacto en la vida social y en la política de cualquier comunidad. Como bien señalaba José Saramago, cuando las personas no pueden comprender el contenido de lo que están leyendo, se vuelven susceptibles a la manipulación y al engaño. Esto es especialmente preocupante en el ámbito político, ya que un pueblo que no comprende cabalmente lo que lee carece de la capacidad de tomar decisiones informadas, de evaluar críticamente a sus líderes y de comprender las complejidades de los asuntos públicos que los afectan.
“Nosotros hemos creado una especie de analfabetismo de vuelta. Hoy tenemos personas que saben leer pero no entienden lo que leen. Ese es un analfabetismo peligroso, porque tienen la ilusión de saber, cuando en realidad no saben nada.” Saramago, J. (2007). Entrevista con Jesús Quintero en «El Loco de la Colina». RTVE.
En este sentido, el filósofo y pedagogo brasilero Paulo Freire en su obra “Pedagogía del oprimido”, analizó cómo la falta de educación crítica y reflexiva perpetúa sistemas de opresión vigentes, es decir, que si una persona que no ha desarrollado la capacidad de interpretar y cuestionar los textos que lee está en desventaja para comprender la realidad política y social en la que vive. La educación, según él, debe ser un acto de libertad, y sólo mediante una alfabetización crítica es posible que los ciudadanos se empoderen para transformar su entorno y ejercer sus derechos cívicos. En otras palabras, queridos lectores, lo ideal sería que los cambios, las transformaciones e incluso las revoluciones las lleven a cabo personas que no sean idiotas.
“La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra. En ese sentido, el analfabetismo funcional se convierte en una herramienta de opresión; las personas que no pueden interpretar lo que leen son fácilmente manipulables.”
Freire, P. (1970). “Pedagogía del oprimido”. Siglo XXI Editores.
Por su parte, Hannah Arendt reflexionó sobre la importancia de una ciudadanía informada y educada en el marco de su análisis del totalitarismo. Para ella, la ignorancia y la incapacidad de comprensión hacen que los individuos sean más vulnerables a los regímenes totalitarios y opresivos. Un pueblo que no entiende los fundamentos de sus propios derechos y obligaciones es menos probable que los defienda activamente o que reclame ante alguna irregularidad. Así, el analfabetismo funcional representa un obstáculo para la democracia, ya que limita la capacidad de las personas para poder tomar decisiones correctas, participar activamente en el debate público sin agredir y cuestionar a las autoridades cuando éstas no estén cumpliendo con sus obligaciones correspondientes.
La verdadera impotencia radica en la ignorancia, en la imposibilidad de pensar críticamente. En sociedades sin educación cívica, las personas no ven ni entienden los signos de su opresión.”
Arendt, H. (1951). “Los orígenes del totalitarismo”
También, la filósofa Martha Nussbaum ha destacado la importancia que tiene la educación para el desarrollo de una ciudadanía empática y responsable. En su libro “Sin fines de lucro: por qué la democracia necesita de las humanidades”, Nussbaum sostiene que una educación orientada exclusivamente a la adquisición de habilidades técnicas, sin promover el pensamiento crítico y la comprensión de textos complejos, genera individuos que pueden ser altamente especializados, pero carentes de una verdadera conciencia cívica. Asimismo, argumenta que se debe permitir a las personas desarrollar la empatía y el razonamiento crítico, herramientas fundamentales para la vida en democracia y para evitar el aislamiento intelectual y emocional.
“Una democracia que no fomenta en sus ciudadanos la capacidad de pensar críticamente y de comprender lo que leen, está destinada a fracasar. La educación en humanidades es, por tanto, una condición necesaria para una ciudadanía informada.”
Nussbaum, M. C. (2010). “Sin fines de lucro: Por qué la democracia necesita de las humanidades”
Hasta aquí, creo que ha quedado claro cuál es el problema. Ahora bien, es necesario que nos preguntemos ¿cómo fue que llegamos hasta aquí? Hasta donde yo sé, los analfabetos funcionales no nacieron con esa “incapacidad”, sino que fue fruto de una decadencia política, cultural, educativa y moral que progresivamente fue licuando, poco a poco, nuestra capacidad de pensar. El crecimiento del analfabetismo funcional en las últimas décadas puede atribuirse a diversos factores y, aunque existen múltiples hipótesis, algunas de las causas más destacadas incluyen, en primer lugar, las desigualdades en el acceso a una educación de calidad, puesto que en muchos países, especialmente en comunidades de bajos recursos, el sistema educativo enfrenta problemas como la falta de financiamiento, infraestructura deficiente y escasez de docentes capacitados: todo esto, da lugar a una enseñanza que se centra en aprender mecánicamente a leer y escribir, sin fomentar ningún desarrollo de habilidades críticas y de comprensión profunda.
En segundo lugar, los enfoques educativos decadentes y totalmente desactualizados que revelan métodos de enseñanza centrados en la memorización de datos, dejando de lado la interpretación de los mismos. A esto se refería Freire cuando hablaba de la “educación bancaria”, en la cual los estudiantes son tratados como recipientes vacíos y pasivos: este modelo no permite que los chicos interactúen con el contenido, lo que lleva a una comprensión banal y superficial, dificultando su capacidad para analizar textos complejos o desarrollar opiniones informadas y bien argumentadas.
En tercer lugar, tenemos que volver a destacar la influencia de los medios de comunicación y la cultura digital, en los que el consumo masivo de información fragmentada de dudosa procedencia proyectada con rapidez ha modificado radicalmente la manera en que las personas interactuamos con el conocimiento mismo. Los seres humanos ahora tienden a leer titulares y a consumir información ya masticada y simplificada, lo cual contribuye a la superficialidad en la comprensión y a la reducción de la capacidad de análisis: este cambio de hábitos lectivos y cognitivos afecta la profundidad de la lectura y contribuye al crecimiento del analfabetismo funcional porque busca la inmediatez de la imagen antes que la comprensión cabal de cualquier problema digno de solución.
En cuarto lugar, tenemos que mencionar al nefasto desinterés y la falta de estímulos en pos de aprender desde la infancia. Cuando los niños no tienen acceso a libros o a espacios de discusión que fomenten la interpretación y el análisis, es más probable que crezcan con escasas habilidades de comprensión: es tan triste saber que la gran mayoría de los hogares cuentan con más dispositivos móviles que libros. En línea con ello, los sistemas educativos en los que se descuida la literatura y las humanidades, tal como señaló Nussbaum, limitan el desarrollo integral y crítico de los estudiantes, convirtiendo a la educación en un simple medio de transmisión de habilidades básicas, pero no de construcción de ciudadanos pensantes.
En quinto y último lugar, también tenemos que considerar el impacto de la globalización y la cultura del consumismo, que ha promovido una mentalidad utilitaria de la educación, priorizando las habilidades técnicas por sobre las humanísticas: este enfoque nos ha llevado a la minimización de materias como filosofía y literatura en espacios curriculares, promoviendo una formación orientada a la productividad técnica en lugar de la comprensión. Esta tendencia, además de limitar severamente la capacidad crítica, ha reforzado el analfabetismo funcional al reducir la enseñanza a lo estrictamente pragmático, excluyendo temas que podrían inspirar una comprensión más profunda y compleja de la sociedad.
Las causas precedentemente enunciadas, no sólo contribuyen al analfabetismo funcional, sino que también dejan en evidencia una crisis de valores y objetivos que los sistemas educativos actuales han decidido abandonar sin tapujos. En lugar de formar ciudadanos comprometidos y pensantes, muchos de estos sistemas producen individuos con habilidades precarias de lectura, pero sin la capacidad de cuestionar ni de participar enérgicamente en la sociedad en la que viven. Este contexto patético nos lleva a cuestionar qué tipo de educación es la que queremos para las futuras generaciones, y a intentar pensar sobre las reformas necesarias para revertir esta preocupante tendencia que no ha hecho otra cosa que generar zombies con titulaciones.
Dicho esto, queda claro que combatir el analfabetismo funcional es, en última instancia, una tarea de empoderamiento y emancipación, ya que al proporcionar herramientas que permitan a los individuos interpretar el mundo que los rodea, no solo mejoramos sus oportunidades personales, sino que fortalecemos el tejido social y fomentamos una cultura democrática más sólida y consciente. Lejos de hacernos los indignados para la foto, es hora de reconocer el papel fundamental de una educación que enseñe a pensar de verdad, no a repetir como loritos contenidos que en breve se olvidan, puesto que eso exige el desarrollo de una ciudadanía libre, empática y capaz de hacerse cargo de la realidad que construye a diario y que merece ser radicalmente transformada para abandonar el actual paradigma de la reproducción sistemática de esclavos funcionales.
Lisandro Prieto Femenía
Docente – Escritor – Filósofo
San Juan – Argentina