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“Viernes Santo: una cruz ideada para humillar, transformada para redimir”- Lisandro Prieto Femenía

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«La cruz de Cristo es la palabra con la que Dios ha respondido para siempre al ‘no’ de Adán y al ‘no’ que sigue repitiendo el hombre pecador.»
San Juan Pablo II

Continuando con nuestra saga de artículos dedicados al análisis y reflexión de los símbolos y signos de la Pascua cristiana, presentamos el Viernes Santo, que se caracteriza, litúrgicamente, por la ausencia de la celebración eucarística. Este silencio litúrgico no es un vacío, sino una poderosa elocuencia que nos introduce en la magnitud del significado del sacrificio de Cristo. Como señala Romano Guardini, “el silencio de

Dios es la prueba más terrible, pero también la más elocuente, de su amor” (“El espíritu de la liturgia”). Este silencio nos confronta con la aparente ausencia divina, un tema que resuena en la historia de la filosofía, desde el Deus absconditus pascaliano hasta las reflexiones sobre el silencio ante el sufrimiento inexplicable.

La desolación de este día nos recuerda la experiencia humana del dolor y la soledad, asumida radicalmente por Jesús en la cruz. La teología nos enseña que este abajamiento, esta kenosis de Dios (Filipenses 2, 7), no es un signo de debilidad, sino la máxima expresión de su amor redentor. Para comprender un poco más este asunto particular, es preciso recordar la expresión de San Agustín: “Nos amó hasta el extremo, hasta morir por nosotros” (Tratado sobre el Evangelio de Juan, 13, 1). Este amor, siempre incondicional, se revela en la entrega total de sí mismo.

Analicemos, pues, el signo de contradicción y redención de la cruz. La cruz es el signo central del Viernes Santo: inicialmente, un instrumento de tortura y humillación, se transforma, a través del sacrificio de Cristo, en el símbolo supremo de la redención. Al respecto, Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) sostuvo que “la cruz no es simplemente el final de la vida de Jesús; es el punto culminante de su entrega, el acto por el cual él se dona a sí mismo para elevar al hombre” (“Introducción al Cristianismo”, p.255).

Este símbolo paradójico nos interpela filosóficamente sobre la naturaleza del sufrimiento y su posible trascendencia. La cruz nos muestra que el amor verdadero puede abrazar el dolor y transformarlo en fuente de vida. San Pablo lo expresa con muchísima claridad: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo” (Gálatas 6,14), es decir, que la cruz se convierte así en un punto de inflexión de la historia, un signo de esperanza en medio del calvario.

San Juan Pablo II, a lo largo de su extenso pontificado, ofreció profundas reflexiones sobre el misterio de la cruz, no sólo a través de sus enseñanzas teológicas y encíclicas, sino también mediante el testimonio de su propia vida, marcada por el sufrimiento y la entrega hasta el final de sus días. Su magisterio y su ejemplo personal se entrelazan para ofrecernos una comprensión renovada del significado redentor del Viernes Santo.

En su Encíclica “Salvici Doloris” (1984), dedicada al sentido cristiano del sufrimiento humano, Juan Pablo II profundiza en la participación del hombre en el sufrimiento redentor de Cristo. Citando las palabras de San Pablo (“Completo en mi carne lo que falta en las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia”- Colosenses 1,24), el Pontífice polaco subraya que el sufrimiento, vivido en unión con Cristo, adquiere un valor salvífico: “En la cruz de Cristo no sólo se ha cumplido la Redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano a quedado redimido… Cristo Redentor del mundo, ha sufrido Él mismo, y su sufrimiento ha sido asumido por Él hasta el final, de manera que todo hombre que sufre puede participar en él” (“Salvici Doloris”, 19).

Juan Pablo II no sólo teorizó sobre el valor del sufrimiento, sino que lo vivió en carne propia. A lo largo de su vida, enfrentó numerosas pruebas, desde la pérdida de sus seres queridos en la juventud hasta las secuelas del atentado que sufrió en 1981 y la progresiva manifestación de la enfermedad de Parkinson. A pesar de las limitaciones físicas y el dolor constante, continuó con su ministerio pastoral con una dedicación admirable, convirtiéndose él mismo en un ícono viviente del misterio de la cruz.

Su perseverancia y su manera de afrontar la enfermedad y el declive físico, fueron un sermón silencioso pero elocuente sobre cómo abrazar la cruz personal a la luz del sacrificio de Cristo. En sus últimas apariciones públicas, su fragilidad humana se hizo evidente, pero su mirada transmitía una profunda paz y una inquebrantable fe en el amor redentor de Dios. Como él mismo expresó en diversas ocasiones, el sufrimiento, unido a la cruz de Cristo, se convierte en una fuerza espiritual y apostólica.

Traemos aquí su testimonio porque nos recuerda que el Viernes Santo no sólo es la conmemoración de un evento histórico, sino una invitación a unir nuestros propios sufrimientos al de Cristo, encontrando en esa unión un sentido trascendente. La vida de San Juan Pablo II, marcada por la aceptación serena de su propia “cruz”, se erige entonces como un poderoso ejemplo de cómo el misterio pascual puede iluminar incluso los momentos más oscuros de la existencia humana, transformando el dolor en una oportunidad de gracia y redención. Su legado nos impulsa a no huir del sufrimiento, sino a enfrentarlo estoicamente con la esperanza que brota del corazón de Cristo crucificado y resucitado.

También, los relatos evangélicos nos describen la desnudez de Jesús en la cruz y su grito de sed. Estos detalles, aparentemente menores, encierran una profunda significación teológica y humana. El despojo del ropaje nos recuerda la humillación infligida como alegoría del intento de arrebato de toda dignidad terrenal. Sin embargo, podemos interpretar la desnudez como el despojamiento de su gloria divina, para así identificarse plenamente con la condición humana, incluso en su fragilidad más extrema.

Por su parte, la sed de Jesús (“Tengo sed”- Juan 19, 28), no es sólo una necesidad física, sino que ha sido interpretada por la tradición como una anhelo profundo por la salvación de la humanidad, in deseo ardiente de que todos participen de la vida eterna. Así lo interpretó Santa Teresa de Jesús, al expresar: “Considerad al Señor con tanta sed, que con grandísima pena decía ‘tengo sed’. Esta sed de que todos seamos perfectos y bebamos de aquella agua viva que Él nos dará” (“Camino de perfección”, cap. 26, 5).

Asimismo, el Evangelio de Juan relata que, después de la muerte de Jesús, un soldado le atravesó el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua (Juan 19, 34). Este signo ha sido interpretado por la tradición patrística como el nacimiento de la Iglesia y de los sacramentos: la sangre simboliza la Eucaristía, el nuevo pacto sellado con el sacrificio de Cristo, mientras que el agua representa el Bautismo, la puerta de entrada a la vida cristiana.

Sobre este fenómeno particular, San Agustín sostuvo que “del costado de Cristo dormido en la cruz brotaron los sacramentos de la Iglesia, el agua y la sangre” (“La Ciudad de Dios”, Libro XV, 26). Este evento fundacional también nos recuerda que la Iglesia nace del sacrificio redentor de Cristo, y que los sacramentos son los canales a través de los cuales se nos comunica la gracia divina.

Por una cuestión estrictamente de economía del espacio del artículo, con dolor tendré que dejar de lado algunos significantes esenciales del Viernes Santo. Pero hay algo que no podemos dejar de lado, puesto que fundamental para comprender el misterio de la crucifixión de Cristo, a saber, sus últimas palabras, recogidas de diversas fuentes por los Evangelios:

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23,34). Esta afirmación, pronunciada en medio de un dolor físico extremo y un contexto de pretendida humillación, revela la inmensidad del amor de Cristo, capaz de interceder por sus verdugos. Como indicaba San Agustín, este perdón ofrecido incluso antes de que se lo pidieran, es un ejemplo supremo de caridad y misericordia divina (Sermón 162, 2). Nos invita a reflexionar sobre la necesidad del perdón y la reconciliación, incluso en las situaciones más difíciles.

“¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27,46; Marcos 15, 34). Este grito, eco del Salmo 22, expresa la profunda angustia de Jesús al experimentar la aparente ausencia del Padre. Teológicamente, esta exclamación no implica una separación real entre el Padre y el Hijo, sino la asunción por parte de Jesús de su condición humana en su totalidad, incluyendo la experiencia del abandono y la soledad. Como magistralmente explicó Benedicto XVI, este clamor es “la expresión del dolor del Hijo de Dios que sufre por la lejanía del Padre, que carga sobre sí todo el pecado del mundo” (“Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección”, p. 254.).
“Tengo sed” (Juan 19,28). Como mencionamos anteriormente, esta sed trasciende la necesidad física y se interpreta como el anhelo de la salvación de la humanidad. Es un llamado a reconocer la sed de Dios por el amor y la fe de cada persona.

“Todo está consumado” (Juan 19, 30). Esta declaración marca la culminación de la misión redentora de Jesús. Su sacrificio en la cruz es el acto definitivo de amor que sella la Nueva Alianza entre Dios y la humanidad. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica (n.536), “en la ‘hora’ en que entrega su Espíritu, Jesús manifiesta que lleva a su cumplimiento el plan del amor del Padre”. Asimismo, para Hans Urs von Balthasar, un influyente teólogo del siglo XX, la muerte de Cristo representa la manifestación suprema del amor trinitario. Para él, las palabras “Todo está consumado” señalan que el Hijo ha llevado hasta el extremo su obediencia amorosa al Padre, revelando la profundidad del amor de Dios por el mundo: su muerte es la culminación de su “misión del amor” (“Teodramática Teológica”, Vol. III, Escena del Drama Divino: El Actuar de Dios, p. 318).

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23, 46). Esta última oración, tomada del Salmo 31, es un acto de total confianza y entrega en la voluntad del Padre. Es el ejemplo supremo de cómo vivir y morir en la obediencia y el amor filial. Desde una perspectiva teológica, esta encomienda del espíritu puede interpretarse como un retorno al origen. El espíritu de Jesús, la chispa de vida divina que lo anima, vuelve a las manos del Padre de quien procede. Esta idea se vincula con la comprensión bíblica de que Dios es el dador de la vida y que, al morir, el espíritu regresa a Él (Eclesiastés 12, 7). Sin embargo, en el caso de Jesús, este retorno no es el de una simple criatura, sino el del Hijo que vuelve al seno del Padre, llevando consigo la redención dela humanidad.

En conclusión, queridos lectores, el Viernes Santo nos invita a detenernos ante el misterio del sufrimiento y la muerte de Jesús: a través de sus signos y símbolos, somos confrontados con la radicalidad del amor divino, un amor que se abaja, se entrega y transforma el sufrimiento en fuente de redención. La reflexión filosófico-teológica sobre este día nos ayuda a profundizar en el significado de la cruz, no como un final trágico, sino como el culmen de una vida entregada por amor y el inicio de una nueva esperanza para la humanidad. Al contemplar este misterio, somos llamados a vivir nuestras propias vidas con un amor semejante, un amor capaz de abrazar la cruz cotidiana y transformarla en camino de vida.

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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La urna en disputa: cuando votar no implica cambio alguno

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«Una de las penas por rehusarse a participar en política es que terminarás siendo gobernado por tus inferiores.»
Platón, La República, Libro I

Hoy quiero invitarlos a reflexionar en torno a un fenómeno recurrente en las democracias occidentales, a saber, la ilusión de una política decadente que ha logrado con éxito que ningún voto rompa ninguna cadena. La creencia inquebrantable en el sufragio como catalizar de un cambio profundo define una de las grandes ficciones perversas de nuestro tiempo. En los gobiernos no dictatoriales, millones de ciudadanos acuden a las urnas con la esperanza de que su voto, individual o colectivo, transforme las estructuras de poder y mejore sus vidas. Sin embargo, un examen crítico de las últimas décadas revela una realidad desoladora: los problemas estructurales persisten y, en muchos casos, se agudizan, independientemente de quién sea el degenerado de turno al que le toque asumir el poder. Esta desconexión entre la expectativa democrática y la realidad política nos invita a una profunda crítica filosófica sobre la naturaleza de nuestra participación cívica y la verdadera capacidad de incidencia del voto en un sistema que, lejos de evolucionar, parece haberse instalado en una decadencia persistente y cada vez más putrefacta.

Tengamos en cuenta que el acto de votar se ha consolidado como un ritual sagrado, una catarsis colectiva que valida la legitimidad de un sistema. Desde la niñez, se nos inculca que la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, y que nuestra participación electoral es la máxima expresión de soberanía. Pues bien, amigos míos, esa narrativa oculta una trampa fundamental: la reducción de la política a la mera gestión administrativa y la perpetuación de un statu quo que beneficia única y exclusivamente a las élites.

Ya en la antigüedad, Platón nos advertía sobre las consecuencias de la apatía política. En su célebre obra La República, si bien criticaba a la democracia ateniense por sus excesos y su susceptibilidad a la demagogia, también subrayaba la responsabilidad de los ciudadanos. A él se le atribuye la sentencia que versa: “Una de las penas por rehusarse a participar en política es que terminarás siendo gobernado por tus inferiores” (Platón, La República, Libro I, 347c). La ausencia de ciudadanos virtuosos en la vida pública, para Platón, abre la puerta al ascenso de aquellos menos capacitados o éticos, nada más cercano a lo que podemos observar en la actualidad, donde nos encontramos con bestias analfabetas y bruscas ocupando ministerios, secretarías y, en más de una ocasión, gobernaciones e incluso presidencias de la Nación.

Por su parte, Sheldon Wolin en su obra fundamental Democracy Incorporated (2008), argumenta que la democracia moderna ha evolucionado hacia un “totalitarismo invertido”. A diferencia de los totalitarismos clásicos basados en la movilización masiva y la represión abierta, el totalitarismo invertido opera a través de la despolitización de la ciudadanía y la integración del poder corporativo en el Estado. En sus palabras, también sostiene que “las grandes empresas dominan el Estado y moldean la política en interés propio, mientras que la participación pública se limita a ritos electorales cuidadosamente coreografiados» (Wolin, S., 2008, p. 25). En este escenario, el acto de votar se convierte en una distracción, una coartada para la inacción y la resignación frente a los problemas fundamentales, desviando la atención de las verdaderas palancas del poder. Así, la apatía que Platón lamentaba se ha transformado en una política educativa de despolitización estructural cuyo único objetivo es mantener al ciudadano entretenido pero políticamente inactivo.

La alternancia entre partidos políticos de distintas ideologías ha sido una constante en el panorama político occidental, muy valorada por los medios masivos de comunicación. Ahora bien, los problemas estructurales que aquejan a nuestras sociedades, como la creciente desigualdad económica, la atroz precarización laboral, el abandono de los sistemas públicos de salud y educación y la corrupción endémica, persisten y se intensifican, con la total anuencia de los gobiernos de turno.

Al respecto, en su obra Deshaciendo el demos: La revolución silenciosa del neoliberalismo (2015), Wendy Brown analiza cómo el neoliberalismo ha desmantelado la noción misma de ciudadanía democrática, transformándola en una figura de “consumidor” o “capital humano”. La democracia, bajo esta lógica, se mercantiliza y se subordina a los imperativos económicos de un puñado de empresas y de funcionarios corruptos que no trabajan para usted, querido lector, sino para ellos mismos. Brown incluso afirma que “la razón neoliberal no es la forma de racionalidad económica entre otras, sino una forma de racionalidad totalitaria (Brown, W., 2015, p. 17), indicando con ello que, al pervertir los valores democráticos y reducir la vida a una lógica de mercado, se anula la capacidad de los ciudadanos para incidir en las políticas públicas de manera significativa. Las promesas de campaña se diluyen en la vorágine de intereses corporativos y financieros que operan por encima de cualquier voluntad popular expresada en las urnas. Asimismo, la despolitización inherente a esta lógica no sólo perpetúa las desigualdades, sino que socava la soberanía popular y la capacidad de los gobiernos para actuar en favor del bien común.

Complementariamente, bien sabemos que la desilusión política no es un fenómeno reciente. La burocratización creciente de los Estados modernos, por ejemplos, ya era una preocupación central para Max Weber quien, en su ensayo titulado La política como vocación (1919) describe la política moderna como un campo dominado por la burocracia, donde los partidos políticos se transforman en “máquinas” gestionadas por profesionales. Esta racionalización y especialización de la política terminó conduciendo a una pérdida de la pasión y el propósito original del bien común. En torno a esto, el mismo Weber nos advierte sobre la naturaleza coercitiva y despersonalizada de las estructuras de poder, señalando que “la burocracia es la forma más racional y eficiente de dominación, pero también una ‘jaula de hierro’ donde el individuo queda atrapado en una rutina racionalizada y deshumanizada” (Weber, M. ,1919, Escritos políticos, p. 86). Estas advertencias de Weber, junto a los análisis proporcionados por la Escuela de Frankfurt sobre la industria cultural y la manipulación de las masas, han alertado sobre los peligros de una democracia desprovista de sustancia, tal como hoy la podemos vivenciar.

Sin embargo, la particularidad de la decadencia política actual reside en la sofisticación de la ilusión. La posibilidad de “cambiar” cada cierto tiempo, a través del voto, ofrece una válvula de escape para la frustración social, evitando así rupturas más profundas con el sistema. Se promete un futuro mejor, se señalan chivos expiatorios y se manipulan las esperanzas de la ciudadanía, solo para que, una vez en el poder, los nuevos “salvadores” sigan el guión preestablecido por las fuerzas económicas y mediáticas que realmente ostentan el poder. Esta dinámica convierte las elecciones en un mero espectáculo, un circo que distrae a la ciudadanía de las agendas impuestas por los verdaderos portadores del poder.
Consecuentemente, la persistente creencia de que el voto es el instrumento supremo para un cambio genuino, a pesar de la evidencia abrumadora de lo contrario, nos sumerge en un ciclo perpetuo de esperanza y desilusión. La alternancia de gobierno no ha logrado desmantelar las estructuras de poder que consolidan la desigualdad, precarizan la vida y ponen en jaque el futuro de la gran mayoría de los habitantes de este planeta. La política decadente no es sólo una simple disfunción, sino una ilusión cuidadosamente construida que nos mantiene cautivos en un juego predeterminado que nos separa mediante grietas ficticias que sólo le sirve a la demagógica para mantener sus negocios, por izquierda y por derecha por igual.

En este panorama, la pregunta fundamental ya no es “a quién votar”, sino ¿cómo podemos desmantelar las estructuras que perpetúan esta ilusión y recuperar la política como un espacio de verdadera transformación? Si el voto, tal como se lo concibe hoy, no es la herramienta para romper las cadenas, ¿qué formas de acción cívica y comunitaria debemos construir para resistir la mercantilización de la vida y la despolitización de la ciudadanía?

Además, frente a la desilusión y la apatía, urge la siguiente reflexión: ¿Será que la decadencia política se alimenta de la retirada de las mentes más sensatas y éticas de la arena pública? Si, como intuía el gran Platón, la ausencia de los mejores en la política condena a la sociedad a ser gobernada por los peores, entonces, ¿cuál es nuestra responsabilidad individual y social para incentivar la participación de aquellos ciudadanos con vocación de servicio, visión crítica y compromiso genuino con el bien común? ¿Estamos dispuestos a ir más allá de la urna, a enfrentar la incomodidad de la acción directa y la construcción de alternativas por fuera de los circuitos de poder establecidos, o seguiremos atrapados en el ciclo de la ilusión y la inacción? El despertar de esta ficción exige no sólo una crítica aguda, sino también una profunda revalorización de la política como esfera de acción transformadora, impulsada por la participación consciente y sensata de todos, sí, todos, porque mientras uno cede a la desidia, los delincuentes acceden al poder.

Lisandro Prieto Femenía
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Cuando la tibieza eclesiástica es funcional al genocidio

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“La Iglesia no es de este mundo, pero está en este mundo para transformarlo” Jaques Maritain, Humanismo Integral, 1936, p. 250

Cuando hace apenas unos días exploramos la ficticia posibilidad de una “potente interposición sacra” por parte del Sumo Pontífice León XVI en la zona del conflicto bélico, nos adentramos en el reino de lo trascendente, en la esperanza de que lo divino pudiera manifestarse con fuerza transformadora en el curso de los eventos humanos. Hoy, esta noble aspiración se estrella contra la brutal realidad de Gaza. El bombardeo de la única iglesia católica, la Iglesia de la Sagrada Familia, que ofrecía refugio a inocentes- cristianos y musulmanes por igual-, no es meramente un acto de violencia bélica sino que se trata de una afrenta directa al corazón de la fe, una herida abierta al cuerpo místico de la Iglesia y un desafío a la misma noción de interposición política por parte de la actual cúpula del Vaticano.

El testimonio lacerante del sacerdote argentino Gabriel Romanelli, sobreviviente de este ataque infame, nos arrastra a la médula de la inhumanidad. Su relato de la metralla irrumpiendo en un santuario, las muertes de ancianas y el sufrimiento de los heridos, no sólo expone la crueldad de la guerra, sino que obliga a cuestionar la presencia misma de Dios en medio de semejante calvario. “¿Por qué el mal?”, se preguntó en su momento San Agustín en su búsqueda por comprender la malicia en un mundo creado por un Dios bueno y afirmando que el mal no tiene una existencia sustantiva propia, sino que es una privación del bien, una ausencia. Sin embargo, en Gaza, esta “privación” se manifiesta con una materialidad devastadora, revelando una abismal carencia de humanidad y de toda forma de bien. Las acciones del Estado de Israel, lejos de estar enfocadas en un conflicto puntualizado, se han expandido hacia una violencia indiscriminada que golpea a la población civil, incluyendo a la comunidad cristiana, la cual, lejos de ser un “enemigo”, es un eslabón vital de la presencia milenaria de la fe en Tierra Santa.

Ante esta calamidad impune, la respuesta de las jerarquías eclesiásticas se convierte en un foco de dolorosa reflexión. Concretamente, la tibieza del Cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado del Vaticano, es dolorosamente palpable. Sus declaraciones, que describen la situación como “insostenible” y una “guerra sin límites”, aunque correctas en su diagnóstico, carecen de la indignación moral y la contundencia profética que la ocasión exige. Abogar por “aclaraciones” y condicionar una mediación de “ambas partes” en medio de un genocidio en ciernes, puede interpretarse como una claudicación ante la realpolitik que ignora el imperativo evangélico. En este punto, traemos la reflexión de Jacques Maritain, quien, al hablar de la acción cristiana en el mundo, insistía en que la Iglesia no podía ser ajena a las cuestiones temporales, sino que debía actuar como fermento de la justicia. La “interposición sacra”, en este contexto, demanda una voz que no sólo pronuncie una tenue lamentación, sino que condene y actúe.

Aún más inquietante resulta la percibida confusa postura del Papa León XIV. Si bien un gesto pastoral como el intento de contacto con el padre Romanelli es un bálsamo, la ausencia de una denuncia explícita, directa y enérgica por parte del Sumo Pontífice ante un ataque tan flagrante al catolicismo y a la vida de sus fieles en la cuna de la cristiandad, es motivo de profunda perplejidad. En momentos de persecución y masacre, la historia de la Iglesia ha visto a los Pontífices levantar su voz sin temor. La teología moral católica ha desarrollado el concepto de la “guerra justa”, la cual impone severas restricciones. Puntualmente, Santo Tomás de Aquino, siguiendo a San Agustín, estableció criterios como la causa justa, la autoridad legítima y la recta intención. Evidentemente, el bombardeo caprichoso y matón de una iglesia que alberga civiles desarmados no cumple con ninguno de estos principios, siendo un acto de barbarie incompatible con cualquier noción de justicia. En este contexto, la “interposición sacra” debería ser una fuerza moral que se alce con la misma vehemencia con la que Cristo expulsó a los mercaderes del templo, una fuerza que no tolere el asesinato de inocente ni la destrucción de lo sagrado.

Por su parte, el comportamiento del Estado de Israel en el conflicto actual, que se despliega con una postura avasallante, exige una denuncia que entrelace las dimensiones política, filosófica y teológica sin concesiones. Desde una perspectiva política y jurídica, la conducta de Israel en Gaza representa una flagrante violación de las normas básicas del derecho internacional humanitario y de los crímenes de guerra. La Convención de Ginebra IV (1949), en su artículo 18, establece claramente la protección de hospitales y lugares de culto al indicar que “los hospitales civiles no podrán en ningún caso ser objeto de ataque. Los lugares de culto y los establecimientos destinados exclusivamente a fines de caridad, ciencia o artes, los monumentos históricos y las obras de arte, no serán objeto de ataque”. Pues bien, el bombardeo de la Iglesia de la Sagrada Familia, que albergaba a cientos de civiles desplazados, no es más que una contravención directa al precitado principio.

Más allá de este incidente específico, la magnitud de la destrucción en Gaza, la estrategia de “castigo colectivo” mediante el bloqueo y la limitación de recursos esenciales, y el altísimo número de víctimas civiles- incluidos niños, mujeres y ancianos-, evocan las definiciones de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad tipificadas en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (1998), que criminaliza la “dirigida intencionalmente ataques contra edificios dedicados a la religión, la educación, el arte, la ciencia o con fines de beneficencia, o monumentos históricos, a condición de que no sean objetivos militares” (Artículo 8.2. b. ix). La persistencia de estas acciones, a pesar de las condenas internacionales y las advertencias de organismos como la ONU, revela una política bravucona que se posiciona por encima de la legalidad global, socavando el sistema de justicia internacional y estableciendo un peligroso antecedente de impunidad.

Desde un punto de vista filosófico, esta conducta expone un colapso de la moralidad universal. La razón práctica kantiana postula el imperativo categórico, que exige actuar de modo que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley universal. Un Estado que arrasa con cientos de miles de civiles inocentes, destruye infraestructura vital y bombardea lugares de culto, no puede esperar que su conducta sea universalizable sin sumir al mundo en la anarquía y en la barbarie. Pensadores de la ética de guerra como Michael Walzer, en su obra “Guerras justas e injustas” (1977), establecen límites estrictos a la conducción de la guerra (jus in bello). La distinción entre combatientes y no combatientes es fundamental, y el principio de la “inmunidad de los no combatientes” es la piedra angular de cualquier moralidad bélica. Puntualmente, Walzer afirma que “es una regla que los no combatientes no deben ser atacados intencionalmente” (Walzer, Guerras justas e injustas, 1977, p. 147). Así, el patrón de la destrucción en Gaza, con miles de muertes civiles, sugiere que esta inmunidad ha sido sistemáticamente ignorada, cuando no directamente atacada. La justificación de tales acciones bajo la retórica de la “seguridad” o la “legítima defensa” se desmorona ante la desproporción y el carácter indiscriminado del uso de la fuerza letal. La lógica que subyace a estas acciones parece ser una de aniquilación, donde la vida del “otro” es desvalorizada completamente y el imperativo moral de proteger al inocente es relegado a una conveniencia táctica.

Desde una perspectiva teológica, la postura del Estado de Israel, al arrasar con civiles y sitios sagrados, representa una profunda profanación de la creación y una afrenta directa a la imagen de Dios en el ser humano. Para las tres religiones abrahámicas, la vida humana es sagrada, un don de Dios. El Antiguo Testamento, la base de la fe judía, contiene mandatos explícitos contra el asesinato de inocentes (Éxodo 20:13: «No matarás»). El principio de Pikuach Nefesh en el judaísmo, que valora la vida por encima de casi todas las demás leyes, es traicionado cuando las acciones militares resultan en la masacre indiscriminada. La destrucción de lugares de culto, como la Iglesia de la Sagrada Familia, no es solo un daño material, sino un claro acto de desacralización. Estos espacios son considerados morada de lo divino, puntos de encuentro entre el cielo y la tierra.

La teología cristiana, en particular, ve a cada persona como imagen y semejanza de Dios (Imago Dei). Atacar al inocente es atacar al propio Dios. Al respecto, el Cardenal Carlo Maria Martini, jesuita y erudito bíblico, en sus reflexiones sobre la paz, a menudo enfatizaba que “la paz no es sólo la ausencia de guerra, sino la obra de la justicia” (Martini, Conversaciones nocturnas en Jerusalén, 2008). Las acciones en Gaza, al estar desprovistas de justicia y caridad, no solo impiden la paz, sino que generan una espiral de odio que niega cualquier posibilidad de redención o reconciliación en el futuro. La promesa de la Tierra Santa como lugar de bendición se convierte, por la acción humana, en un valle de lágrimas y una blasfemia contra la misma voluntad divina.

La paz, en este panorama desolador, no puede ser un mero deseo piadoso. Debe ser una demanda vehemente, basada en la justicia y en la protección incondicional de la dignidad de cada ser humano. La “interposición sacra” que en mi artículo anterior imaginaba no puede ser un concepto pasivo o etéreo, sino que debe encarnarse en la voz de aquellos que tienen la autoridad moral para denunciar la iniquidad, en la acción valiente de quienes extienden su mano a los sufrientes, y en la conciencia colectiva que se niega a la indiferencia banal y cómplice del mal. Sólo así, levantando nuestra voz contra la barbarie y exigiendo responsabilidad a quienes la perpetraron, podremos aspirar a que la paz no sea un sueño distante, sino una realidad palpable para los habitantes de Gaza y para todos aquellos que sufren bajo el yugo de la injusticia y la violencia.

Lisandro Prieto Femenía
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Irán e Israel: ¿hay lugar para el perdón?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«El único camino para escapar de esta irrevocabilidad de la acción y la irreversibilidad de todo lo que sucede es la facultad de perdonar” Hannah Arendt, La condición humana, 2005, p 287.

Es sabido que la capacidad de perdonar, y de ser perdonado, se ha erigido a lo largo de la historia como una de las virtudes humanas más complejas y, a menudo, más esquivas. Antes de que la filosofía moderna se adentrara en sus profundidades, las tradiciones religiosas ya habían establecido el perdón como un pilar fundamental de la ética y la coexistencia. En la concepción judeocristiana, el perdón no es meramente una opción, sino un imperativo que conecta lo divino con lo humano de manera inexorable, nos guste o no.

Puntualmente, en el judaísmo, la teshuvá (el arrepentimiento y el retorno) es un proceso activo que culmina en la búsqueda del perdón, tanto de Dios como de la persona agraviada. El Yom Kipur (“Día de la Expiación”), es la expresión cúlmine de esta búsqueda personal y colectiva de reconciliación. Por su parte, el cristianismo eleva el perdón a la piedra angular de su mensaje: la figura de Jesús de Nazaret enfatiza no sólo la gracia divina del perdón, sino también el mandato ineludible de perdonar al prójimo, incluso a quienes nos han infligido un daño profundo. La oración del Padre Nuestro, en su súplica “perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, encapsula esta interdependencia existencial. Pues bien, en estas tradiciones el perdón es visto como un acto de liberación del rencor y una vía para la restauración de la comunidad y del individuo con lo trascendente.

Ahora bien, más allá del precitado significado teológico, el perdón posee una densidad filosófica que Hannah Arendt explora con particular agudeza, muy pertinente para nuestro contexto actual en el cual el perdón ya no es solamente una cuestión moral o religiosa, sino una facultad para la supervivencia de la acción humana y la posibilidad de un futuro. Recordemos que en su obra seminal titulada “La condición humana” (1958), analiza la condición humana a través de las categorías de labor, trabajo y acción.

Es en el ámbito de la acción donde el perdón adquiere su relevancia más critica, en tanto que es, para Arendt, la facultad específicamente humana de iniciar algo nuevo, de irrumpir en el mundo con lo inesperado. Sin embargo, esta misma cualidad de la acción- su imprevisibilidad y su irreversibilidad- la convierte en algo inherentemente peligroso. Una vez que actuamos, no podemos “deshacer” lo hecho, y las consecuencias de nuestras acciones se propagan de manera incontrolable, creando una red de relaciones y obligaciones que pueden atraparnos.

En sus palabras, Arendt afirma con contundencia que “la incapacidad para perdonar es en realidad la incapacidad para deshacer lo que ha sido hecho, y de este modo, sin importar lo que el resultado pueda ser, la incapacidad para liberarse de sus consecuencias” (La condición humana, 2005, p. 287). Aquí radica la importancia cardinal del perdón: es la única “llave” capaz de desbloquear las consecuencias ineludibles de la acción. Si no hubiera perdón, la acción humana estaría condenada a una especie de fatalismo, donde cada acto, por más pequeño que fuera, generaría una cadena interminable de retribuciones y resentimiento, impidiendo cualquier nuevo comienzo.

La venganza, consecuentemente, nos mantiene atados al pasado, perpetuando así el ciclo de la ofensa y la represalia. Como señala Arendt, “el único camino para escapar de esta irrevocabilidad de la acción y la irreversibilidad de todo lo que sucede es la facultad de perdonar” (La condición humana, 2005, p. 287). Desde esta perspectiva, entonces, el perdón no borra el evento, pero sí libera al actor y al ofendido de las consecuencias punitivas e interminables que dicho evento podría generar.

Junto con la facultad de perdonar, nuestra autora introduce la de “prometer” como los dos grandes “liberadores” que hacen posible la vida humana en común. Mientras el perdón lidia con el pasado irreversible, la promesa se ocupa del futuro impredecible. Ambos son esenciales para mantener la “red de las relaciones humanas” y permitir que la acción política y social continúe. Conforme a su propuesta interpretativa, Arendt indica que “el perdón sirve para deshacer lo hecho, y la promesa sirve para atar al actor en la imprevisibilidad del futuro” (La condición humana, 2005, p. 289). Ambos mecanismos permiten a los seres humanos ejercer su libertad y su capacidad de iniciar, sin ser aplastados por la carga del pasado o la incertidumbre del futuro. El perdón es, en este sentido, un acto de libertad recíproca: libera al que perdona del resentimiento y al perdonado de la culpa y de las consecuencias vengativas.

Aunque Arendt primariamente sitúa el perdón en la esfera de las relaciones interpersonales, su relevancia se extiende a la esfera política, especialmente tras los horrores del totalitarismo. En su obra “Eichmann en Jerusalén” (1963), reflexiona sobre la naturaleza de la culpa y la responsabilidad en crímenes masivos de lesa humanidad y, si bien el libro no se centra en una teoría del perdón, sí plantea indirectamente sus límites y posibilidades. La “banalidad del mal” de Eichmann no exige la necesidad de juicio y justicia, pero sí plantea interrogantes sobre la naturaleza del arrepentimiento y la capacidad de perdón ante faltas de tal magnitud.

En definitiva, para nuestra autora el perdón siempre es un acto personal, dirigido a una persona específica por una ofensa concreta. Esto genera una tensión cuando se trata de crímenes masivos o sistemas de opresión, abriendo la puerta a la pregunta: ¿Puede una sociedad “perdonar” crímenes que afectan a la humanidad en su conjunto? Arendt parece sugerir que el perdón político, en el sentido de una amnistía que borra la memoria y la justicia, es peligroso. La justicia debe administrarse para restaurar el orden legal y moral, pero la posibilidad de la reconciliación y de la reanudación de la vida política entre los afectados, una vez que la justicia ha sido servida, sí demanda una forma de liberación del ciclo de la venganza.

No es casual que justamente hoy traigamos este asunto a la discusión, porque las reflexiones de Arendt sobre la irreversibilidad de la acción y la necesidad del perdón y la promesa para la continuidad de la vida humana adquieren un sentido particular en escenarios de conflicto prolongado, donde el peso del pasado parece dictar las reglas al futuro. La compleja y volátil relación entre Israel e Irán, con sus raíces históricas, ideológicas y geopolíticas, ofrece un campo de estudio paradigmático para examinar la ausencia de estas facultades arendtianas y sus devastadoras consecuencias.

En este conflicto, la memoria de ofensas pasadas y la percepción de amenazas existenciales mutuas parecen imposibilitar el acto de “deshacer lo hecho” a través del perdón. Desde la perspectiva iraní, se percibe una injerencia histórica y una amenaza constante a su soberanía y seguridad, a menudo anclada en eventos que datan de décadas, incluso siglos (y de ayer a la noche también). Desde la perspectiva israelí, la retórica agresiva de Irán, su programa nuclear y el apoyo a grupos militantes en la región son vistos como amenazas existenciales directas, ecos de persecuciones históricas y la necesidad de autodefensa.

Arendt nos recordaría que la venganza, en lugar de liberar, nos encadena, porque “la venganza, que es la reacción más natural, sólo sirve para atar al ofensor a la ofensa, y al ofendido a la venganza misma” (La condición humana, 2005, p. 288). En el caso de Israel e Irán, se observa con claridad una escalada de acciones y reacciones que, lejos de resolver el conflicto, lo perpetúan y profundizan. Cada ataque, cada sanción, cada declaración beligerante, se convierte en un nuevo eslabón en una cadena de eventos irreversibles que consolidan el resentimiento y la desconfianza mutua.

La “promesa”, como facultad de iniciar algo nuevo y de forjar un futuro compartido, se ve igualmente anulada. La incapacidad de ambas partes para proyectar un futuro que no sea una simple continuación o escalada de sus antagonismos presentes, demuestra la parálisis que la ausencia de perdón genera. No hay espacio para la creación de “islas de predictibilidad” a través de acuerdos o lazos de confianza, pues el peso de las acciones pasadas y presentes y la anticipación del daño futuro impiden la articulación de cualquier esbozo de promesa genuina de coexistencia: a la luz de los acontecimientos, ambos están decididos a borrar del mapa al otro.

La dificultad se agrava porque, como Arendt observó en “Eichmann en Jerusalén”, el perdón en el ámbito político colectivo es intrínsecamente problemático. No se trata sólo de la ofensa de un individuo a otro, sino de percepciones de daño existencial entre entidades políticas y culturales, o sea, naciones completas. ¿Quién perdona y quién es perdonado en un conflicto donde la narrativa histórica y la identidad nacional están profundamente entrelazadas con el agravio? La justicia, que Arendt defendía como necesaria antes de cualquier reconciliación, a menudo es interpretada de forma radicalmente opuesta por cada bando, impidiendo cualquier terreno común para encarar el proceso de “deshacer lo hecho”.

Así, la reflexión nos invita a ver el conflicto entre Israel e irán no sólo como un choque de intereses geopolíticos, sino como un trágico ejemplo de cómo la negación o la imposibilidad de aplicar las facultades humanas del perdón y la promesa, conducen a una espiral de irreversibilidad que amenaza con devorar cualquier posibilidad de un nuevo comienzo y de una acción verdaderamente liberadora.

Si bien Arendt enfatizó sobre la funcionalidad del perdón para la acción y la liberación, otros pensadores han explorado su naturaleza paradójica. Jacques Derrida, por ejemplo, en obras como “Del perdón” (2000), lleva el análisis a una aporía fundamental, en tanto que para él el perdón “puro” o “incondicional” es el perdón de lo imperdonable, de aquello que por su magnitud o su naturaleza parece exceder cualquier posibilidad de expiación o reparación: «El perdón, si lo hay, debe perdonar lo imperdonable.» (Derrida, J. Sobre el Cosmopolitismo y el Perdón, 2005, p. 57).

Esta noción derridiana del perdón como un acto que trasciende la razón instrumental y el cálculo de la culpa, se complementa con la visión arendtiana. Mientras que ella se enfoca en cómo el perdón permite la continuidad de la acción y la vida pública, Derrida se adentra en la ética radical del perdón que desafía los límites de lo concebible. Juntos, nos obligan a considerar que la importancia del perdón no solo reside en su utilidad para la vida práctica, sino también en su capacidad de trascender el mero cálculo de la justicia y la retribución, abriendo la puerta a lo verdaderamente nuevo y liberador.

Tras haber explorado el perdón desde sus raíces teológicas hasta algunas elaboraciones filosóficas, destacando el papel de facultad liberadora de la irreversibilidad de la acción, hemos visto cómo, junto con la promesa, también es la herramienta que permite a la humanidad iniciar nuevos comienzos y construir un futuro no predeterminado por el peso de lo ya acontecido. La ausencia de estas facultades, como ejemplifica la persistente tensión entre Israel e Irán, condena a las sociedades a una espiral de resentimiento y reactividad, donde el pasado se niega a ceder su tiranía sobre el presente y el futuro.

Pero la reflexión no termina aquí. ¿Es el perdón siempre posible, o incluso deseable? ¿Existen actos tan atroces que desafíen cualquier noción de misericordia, no solo desde la perspectiva de la víctima, sino desde la de la propia humanidad? Si el perdón, como sostiene Derrida, debe perdonar lo imperdonable para ser “puro”, ¿significa esto que en la esfera de lo político y lo colectivo, donde las heridas son profundas y a menudo generacionales, el perdón es una aspiración utópica o una peligrosa amnistía que disuelve la memoria y la justicia?

La verdadera importancia del perdón, quizá, no reside en su simple aplicación, sino en el incesante desafío filosófico que nos plantea. Nos obliga a confrontar los límites de nuestra capacidad para trascender el daño, la venganza y el miedo. Nos fuerza a preguntarnos si la renuncia al resentimiento es un acto de debilidad o, por el contrario, la manifestación más radical de la libertad humana y política. En un mundo donde la irreversibilidad de la acción se siente cada vez más abrumadora, la cuestión del perdón nos empuja a considerar si, a pesar de todo, aún podemos imaginar y construir un futuro donde la capacidad de empezar de nuevo, de perdonar y prometer, prevalezca sobre el peso implacable de lo que ha sido. Cierro: ¿estamos, como especie, a la altura de este desafío?.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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