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¿Qué fue de la izquierda?- Lisandro Prieto Femenía

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«En la misma medida en que sea abolida la explotación de un individuo por otro, será abolida la explotación de una nación por otra. Al mismo tiempo que el antagonismo de las clases en el interior de las naciones, desaparecerá la hostilidad de las naciones entre sí.»

Karl Marx

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que, si bien es evidente, se discute y analiza precariamente desde los medios masivos de comunicación: la pérdida de representatividad popular de la izquierda en occidente. Esta disociación con la realidad del pueblo, que no ha pasado desapercibida para los analistas políticos, los movimientos sociales y los resultados electorales, pone de manifiesto el cambio profundo en las prioridades y estrategias de un espectro político que, históricamente, había sido el portavoz de las clases trabajadoras.

A pesar de ésto, hoy parece haber reorientado sus esfuerzos hacia otras «luchas», dejando en el camino una parte significativa de sus bases tradicionales: este desplazamiento nos ha suscitado preguntas fundamentales: ¿Cuáles son las causas de este alejamiento? ¿Cómo ha impactado en la relación de la izquierda con sus bases tradicionales? Y, sobre todo, ¿qué implica esta transformación para el futuro de los movimientos progresistas en un mundo que sigue estando marcado por la desigualdad y la fragmentación social?

Todos hemos sido testigos en los últimos años de un desplazamiento en las prioridades y bases sociales de la izquierda política: tradicionalmente arraigada en la defensa de las clases trabajadoras y las luchas por la justicia social, la izquierda posmoderna ha decidido centrar gran parte de su energía- por no decir toda- en causas asociadas a agendas corporativas y globalistas más preocupadas por el uso del «elle» que por la remuneración digna, el acceso a la vivienda, a la salud pública y a la educación de calidad para todos. Este mandato cultural incluye cuestiones de identidad de género, diversidades sexuales, diversidad cultural, campañas referidas a la legalización del aborto, la posibilidad de hormonar niños para su cambio de género, al cambio climático y un enfoque bastante precario desde el punto de vista crítico hacia la historia y los privilegios sociales.

Aunque estas agendas pueden tener, para algunos, una relevancia indiscutible, su adopción y importación por bastantes países occidentales ha generado tensiones internas y una desconexión total con las demandas materiales de las bases tradicionales de la izquierda, como la lucha contra la precariedad laboral, el avasallamiento de los derechos que protegen la dignidad humana y las desigualdades económicas.

Ahora bien, es preciso que, desde la filosofía, nos preguntemos: ¿Cómo pasamos de Marx a Greta Thunberg? Esta pregunta es esencial, dado que Karl Marx, en su «Manifiesto del Partido Comunista» afirmaba que «la historia de todas las sociedades, hasta nuestros días, es la historia de la lucha de clases» (Marx & Engels, 1848/2009, p. 14). En su visión, el proletariado constituía el sujeto histórico destinado a transformar el sistema capitalista. Sin embargo, en el contexto actual, la narrativa de la izquierda se ha fragmentado-por no decir diluido- hacia una pluralidad de demandas identitarias minoritarias, un giro que autores como Nancy Frases han descrito como un «capitalismo progresista» (The Old Is Dying and the New Cannot Be Born, 2019) mientras que en Argentina les decimos «hippies con OSDE», es decir, chicos bien acomodados, burgueses bien comidos que jamás pasaron necesidades, pero que militan, desde una izquierda falopa, agendas foráneas en lugar de intentar transformar la realidad de su propio barrio.

Esta transición ha aniquilado el eje central de la lucha de clases, reemplazandolo por una multiplicidad de pseudo-luchas que, si bien serán importantes para algunas minorías, no siempre abordan directamente las desigualdades económicas estructurales que nos afectan a todos por igual. Reflexionar sobre este cambio implica considerar las tensiones entre una perspectiva universalista que cree en los unicornios y las demandas particulares que caracterizan las políticas actuales.

Aquellas «luchas de clase» han sido progresivamente eclipsadas por debates culturales que no siempre se relacionan con la explotación económica y la injusticia naturalizada. Este fenómeno fue abordado por Wolfgang Streeck, quien en su obra How Will Capitalism End? (2016) indica que la fragmentación de los intereses colectivos ha debilitado la capacidad de la izquierda para movilizarse contra el capitalismo global. Más aún, todo pareciera indicar que dicha lucha no tiene asidero para una clase política que se ve más concentrada en implementar el uso de una letra determinada para llamar a un masculino, un femenino o un no binario que para defender derechos fundamentales que siguen siendo pisoteados, pero tapados, por una ola de humo verde y multicolor.

A esta crítica se suma también Slavoj Žižek, quien en Like a Thief in Broad Daylight (2018) nos advierte que el énfasis en las políticas identitarias a menudo conduce a una especie de «fetichismo ideológico», desviando el foco de atención de las dinámicas estructurales del poder económico. En otras palabras, queridos lectores, mientras que el legislador de izquierda, que entró al Congreso por cupo y no por cantidad de votos, está concentrado en «preocupaciones» que le impone George Soros desde un penthouse de Nueva York al mismo tiempo que en su país hay una cantidad considerable de niños que no cenaron anoche.

Por su parte, y retomando a Fraser, esta «deriva» de la nueva izquierda rotulada como «capitalistas progresistas», ha permitido al neoliberalismo absorber y cooptar las demandas culturales de las minorías presentándolas como sustitutos de la justicia social. Desde este punto de vista, el neoliberalismo habría logrado convertir estas pseudo-demandas de la sociedad en «mercancías culturales», es decir, en productos que pueden ser consumidos sin cuestionar las bases estructurales de la desigualdad. Un ejemplo de ello es la promoción de la diversidad en las corporaciones, que a menudo se limita a iniciativas superficiales que no afectan en absoluto los sistemas de explotación laboral: este fenómeno no hace otra cosa que reforzar el capitalismo al presentar un rostro inclusivo mientras que sigue perpetuando las desigualdades económicas subyacentes.

Complementariamente, Mark Fisher, en su obra «Capitalist Realism» (2009), sostiene que el capitalismo tiene una habilidad excepcional para integrar y neutralizar las críticas culturales, convirtiéndolas en parte de su maquinaria. Desde esta perspectiva, las iniciativas que promueven una inclusión direccionada a minorías elitistas, pueden ser absorbidas por el sistema como «marcas del progreso», desviando así la atención de las dinámicas estructurales del poder económico y reduciendo las luchas sociales a propaganda de Disney. Este proceso es particularmente evidente en la industria del entretenimiento, donde las narrativas sobre diversidad racial y sexual suelen servir más como estrategias de marketing que como herramientas para un cambio social auténtico.

Por último, al menos en este aspecto que venimos desarrollando, tenemos los aportes de Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio, 2010), que no ha parado de señalar cómo el individualismo promovido por el neoliberalismo, con la total anuencia de la izquierda progresista, fragmenta las luchas colectivas, debilitando la capacidad de ciertas minorías para articular demandas estructurales. Han argumenta que la obsesión posmoderna con la auto-optimización y el éxito personal mediante la auto-explotación, refuerza esta lógica, dejando poco espacio para cuestionamientos sistémicos. La izquierda, en lugar de percibir este modo decadente de vida y criticarlo, ha decidido inclinarse por demandas culturales de minúsculos reductos snob que las transforma en opciones de consumo individual, desactivando su potencial pretendidamente disruptivo.

Esta involución ha generado tensiones y un distanciamiento de las bases tradicionales de la izquierda, que se sienten abandonadas frente a problemas materiales concretos como el desempleo, la precariedad laboral, la pésima calidad de los servicios públicos y la insoportable desigualdad económica. Tal como sostenía David Harvey, «el neoliberalismo ha redefinido nuestras prioridades, de modo que las luchas por la justicia económica se diluyen en el océano de la política cultural» (A Brief History of Neoliberalism, 2005). Esto quiere decir que, mientras los movimientos progresistas celebran «logros» en su agenda cultural, una parte significativa de la población sigue enfrentándose a la inseguridad económica y a la pérdida de derechos y garantías básicos que, históricamente, habían sido el centro de las reivindicaciones de una izquierda que miraba más a las fábricas que a las estrellas de Hollywood.

En este punto del debate, es preciso que nos preguntemos: ¿Cuáles son las consecuencias de la desconexión de la izquierda con la realidad fáctica? Pues bien, la consecuencia más visible de este cambio es el aumento del apoyo a partidos populistas de derecha, que han logrado captar a sectores tradicionalmente identificados con la izquierda. Queda claro también que el abandono de la lucha por la verdadera justicia social por parte de la izquierda ha dejado un vacío que los partidos de la nueva derecha han explotado al prometer soluciones más concretas a los problemas reales por los que atraviesan las clases trabajadoras.

En fin, somos conscientes acerca de la profundidad de este dislocamiento intencional que la izquierda enfrenta, desde hace mucho tiempo, lo cual la llama hacia un desafío histórico: reconciliar su tradición de lucha por los derechos de los trabajadores con las demandas de una sociedad cuyo problema esencial no es su creciente «diversidad», sino un sinnúmero de derechos que antes protegían la dignidad de los pueblos y ahora son considerados un lujo por parte de los defensores de la política del «sálvese quién pueda».

 

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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«Domingo Santo: La esperanza vence a la muerte»- Lisandro Prieto Femenía.

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“Solo donde hay resurrección puede haber esperanza verdadera, y no solo consuelos temporales.”
Benedicto XVI (Introducción al cristianismo, 1968, p. 291)

No es casual que ayer, Sábado Santo, no me haya pronunciado en absoluto. No es olvido ni indiferencia, sino más bien una actitud de espera, luto y fe contenida. Es un día en el que la Iglesia calla, acompaña a María en su dolor indecible, y permanece junto al sepulcro sellado. No se celebra la Eucaristía, no hay palabras de júbilo, no hay predicación, porque el Verbo hecho carne, ha sido entregado al silencio de su muerte terrenal. Por eso, hemos elegido no emitir opinión: cualquier palabra resulta presuntuosa frente al abismo del dolor de la Madre, y a la conmoción del mundo que ha visto morir al Justo.

El Papa Benedicto XVI, en el año 2006, describió este día con excelentísima claridad, al declarar que «el Sábado Santo es el día del escondimiento de Dios, el día de la gran mudez. Dios ha muerto en la carne y ha descendido a los abismos de la muerte. Un silencio nuevo y profundo se ha instaurado, y en ese silencio, Dios ha hablado por medio de su amor» (Benedicto XVI, «Homilía en la Vigilia Pascual, 2006). Se trata de un silencio que no es vacío, porque está completamente cargado de esperanza. Como María, la Iglesia aguarda, guarda y sufre. Pero espera. La espera del Sábado Santo es la matriz que da sentido al Domingo, porque cuando todo parecía consumado, irrumpe la aurora de la Resurrección, y con ella, una luz que ninguna oscuridad ha podido extinguir.

Ante la Madre que ha perdido a su Hijo, las palabras se desvanecen. No hay consuelo humano que alcance. La desmesura del dolor de María al pie de la cruz- como la de tantas madres en la historia- supera todo intento de explicación. Por eso, el Sábado Santo es el día del silencio, porque está recubierto del lenguaje sagrado ante lo indecible.

En este contexto, el silencio es en definitiva el único modo digno de acompañar. Hablar demasiado ante el sufrimiento es una forma de evasión o de irrespetuosa y molesta racionalización, tal como lo explica Romano Guardini cuando expresa que «sólo quien guarda silencio ante lo santo puede escuchar su verdad» («El Señor», 1937). En este marco interpretativo, el silencio se convierte en apertura, espacio donde no imponemos nuestro sentido, sino que nos disponemos a recibirlo. En la tradición cristiana, tampoco es pasividad, sino más bien gestación: María calla, pero su silencio no es de resignación, sino de esperanza desgarrada porque, como muchas madres que me pueden estar leyendo en este instante, el mismo Hijo que ella acunó y vio morir, es el que- por obra del Padre- renacerá.

Una última nota sobre este asunto del silencio de María nos la trae San Bernardo de Claraval, quien decía que «Ella permanecía firme junto a la cruz, con el alma traspasada por la espada del dolor, pero sin una queja. Así participaba del sacrificio, en silencio, con fe» (Homilía De duodecim praerogativis B. Mariae Virginis, n. 14). En ese callar se expresa no la ausencia de sentido, sino su mayor profundidad, porque el misterio nunca se grita, se contempla. El Sábado Santo nos educa, pues, en ese respeto reverente, en esa espera cargada de amor, en esa solidaridad silenciosa que, en lo más hondo, ya presiente la aurora.

Procedamos ahora a intentar comprender con mayor profundidad los momentos del Domingo de Resurrección, episodios que parten del asombro y concluyen en el encuentro. En primer lugar, tenemos que pensar en la piedra removida como signo del límite vencido: «Pasando el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. Y de pronto se produjo un gran temblor: un ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, corrió la piedra y se sentó sobre ella» (Mt 28, 1-2).}

El primer signo no es el cuerpo glorioso del Resucitado, sino el movimiento: la piedra ha sido removida. Este acto no tiene la función de permitir a Cristo salir del sepulcro- pues su cuerpo glorificado no está sujeto a límites materiales-, sino de permitirnos a nosotros mismos mirar dentro, constatar el vacío, comenzar a comprender lo imposible.

La roca corrida es símbolo del límite humano que ha sido quebrado: la muerte, ese muro infranqueable, ha sido traspasado desde dentro. Al respecto, Tomás de Aquino interpreta que la Resurrección no es sólo prueba del poder divino de Cristo, sino causa de nuestra resurrección futura, al indicar que «Cristo resucitado es causa de nuestra resurrección […] porque en la resurrección de Cristo se manifestó su poder, que también nos resucitará a nosotros»(Suma Teológica, III, q. 53, a.1).

Tampoco se trata de una victoria privada de Jesús sobre la muerte, sino más bien de un acto fundante de la fe que transforma el destino de la humanidad: el ángel que corre la piedra no es un simple mensajero, sino un umbral que se abre. Dios, desde dentro del sepulcro, abre un futuro que la humanidad no podría imaginar por sí misma.

Consecuentemente, el próximo signo a analizar es el sepulcro vacío, que representa una ausencia que clama, un silencio que habla profundamente: «Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecho, vestido con una túnica blanca, y se llenaron de temor» (Mc 16,5). Lo que, en primer lugar, encontraron las mujeres no es una presencia, sino una ausencia, es decir, el sepulcro vacío: esta paradoja es central en la experiencia pascual, porque el cristianismo no nace de una aparición deslumbrante, sino de una ausencia que transforma la memora, de una desaparición que sacude la fe.
San Agustín, pensando en esta escena del sepulcro sin el cuerpo, interpreta como nadie la pedagogía divina al expresar que «Dios ha querido que primero creyeran sin ver, para que cuando vieran, entendieran» (In Iohannis Evangelium Tractatus, 121,5). Lo que nuestro santo de Hipona quiere expresar es que la ausencia no niega la presencia, sino que la anuncia de otro modo: en la pedagogía de la fe, Dios se retira para que el corazón aprenda a esperar y leer los signos.

Recordemos que la fe cristiana no siempre se apoya en una evidencia inmediata, sino en la transformación del corazón que ha sido tocado por la gratuidad del un Amor más fuerte que la muerte.

En tercer lugar, pensemos en la voz que llama por el nombre, es decir, el reconocimiento interior: «Jesús le dijo: ¨¡María!¨ Ella se dio vuelta y le dijo en hebreo: ¨Rabbuní¨, que significa: Maestro» (Jn 20,16). El momento del reconocimiento sucede por la voz, no por la vista, porque María Magdalena no reconoce al Señor por sus rasgos, sino cuando Él la llama por su nombre. Es un signo de intimidad absoluta, porque no actúa la visión, sino la escucha, de respuesta personalísima.

Sobre este aspecto en particular, el Papa Francisco señaló con fuerza el carácter transformador de ese encuentro al indicar que «El primer anuncio de la Resurrección no fue una doctrina, sino un encuentro: María Magdalena vio a Jesús vivo, y eso cambió su historia» (Homilía de la Vigilia Pascual, 2021).

El Resucitado es más que una figura ideal o una aparición etérea: es Alguien que llama y espera ser respondido, motivo por el cual María no se convierte en apóstol de un concepto, sino de un encuentro fundante. Ésta es la lógica de la Pascua: Dios llama cada uno por su nombre, no desde el trono, sino desde la experiencia compartida del dolor vencido.

Seguidamente, nos encontramos con el deseo que purifica, traducido en el «no me toques aún»: «Jesús le dijo: ¨No me retengas, porque todavía no he subido al Padre» (Jn 20,17). Este pasaje, enigmático y profundo, encierra una enseñanza sobre la transformación del amor humano ante el misterio divino. Evidentemente, el deseo de María de aferrarse a Cristo- como queriendo que todo vuelva a ser como antes- es detenido por una pedagogía de elevación. El Resucitado ya no pertenece al tiempo ordinario o antiguo: su presencia está inaugurando una nueva forma de relación.

Este acontecimiento es interpretado magistralmente por Benedicto XVI, quien ve este gesto como parte de la purificación del amor que María debía atravesar: «Cristo quiere llevarla más allá del amor sensible, más allá de la posesión, hacia una fe más pura» (Ratzinger, «Jesús de Nazaret», 2001, p.319). En este sentido, es necesario indicar que el amor cristiano, a la luz de la Pascua, no se reduce a lo visible ni a lo poseíble: es una comunión más alta, donde la distancia no separa, sino que contribuye a la madurez de la fe. El Resucitado, entonces, llama a una conversión del corazón, es decir, amar más allá del tacto y confiar más allá de la ausencia física.

En conclusión, queridos lectores, queda claro que el Domingo de Pascua no es un recuerdo piadoso ni una victoria lejana. Es una irrupción que sigue aconteciendo, porque la Resurrección no clausura la historia, sino más bien todo lo contrario, la abre para siempre. En un mundo donde el sinsentido, la desesperanza y la violencia parecen tener la última palabra, la Pascua proclama otra lógica, a saber, la del amor que no muere, la del bien que no es vencido, la de la vida que no se deja reducir al cálculo del poder ni a la estadística del dolor.

La piedra removida del sepulcro es también la piedra que hoy nos oprime: la del miedo, el individualismo, la indiferencia y la espantosa falta de empatía. En este contexto, tengo que recordarles que la Pascua es la promesa de que no hay noche definitiva, tal como lo expresó San Juan Pablo II en uno de los momentos más oscuros de su tiempo: «¡No tengáis miedo! Abrid las puertas a Cristo. Él sabe lo que hay dentro del hombre. Sólo Él lo sabe» («Homilía de inicio de pontificado, 22 de octubre de 1978).

Esta invitación jamás pierda actualidad, porque la Resurrección no es evasión, sino plena transformación. Nos exige a mirar de frente al dolor- como María lo hizo en el Sábado del silencio-, pero sin resignarnos a que sea el dolor quien defina la última palabra. Justamente por ello, la Pascua no niega la cruz, la transforma en símbolo de redención, es decir, la trasciende.

Aquella trascendencia, tampoco es abstracta, porque ocurre en el corazón de lo cotidiano, en cada gesto de compasión que desafía la crueldad, en cada acto de fe que resiste al cinismo, en cada comunidad que se rehúsa abandonar al herido. Sobre este asunto puntual, recordemos algo muy reciente que nos legó el Papa Francisco, al indicar que «la Resurrección no es magia: es un acto de amor. Es la vida que brota allí donde parecía imposible. Y esa vida quiere renacer también en nosotros» («Homilía de la Vigilia Pascual», 2020).

Recordemos entonces, por último, que el cristianismo es, por vocación, testigo de la luz que ha vencido las tinieblas. Por eso, celebrar la Pascua es comprometerse a vivir de tal modo que otros- al ver nuestras obras- puedan intuir que la tumba está vacía y que, aún así, el Amor sigue vivo, por siempre

Lisandro Prieto Femenía.
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“Viernes Santo: una cruz ideada para humillar, transformada para redimir”- Lisandro Prieto Femenía

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«La cruz de Cristo es la palabra con la que Dios ha respondido para siempre al ‘no’ de Adán y al ‘no’ que sigue repitiendo el hombre pecador.»
San Juan Pablo II

Continuando con nuestra saga de artículos dedicados al análisis y reflexión de los símbolos y signos de la Pascua cristiana, presentamos el Viernes Santo, que se caracteriza, litúrgicamente, por la ausencia de la celebración eucarística. Este silencio litúrgico no es un vacío, sino una poderosa elocuencia que nos introduce en la magnitud del significado del sacrificio de Cristo. Como señala Romano Guardini, “el silencio de

Dios es la prueba más terrible, pero también la más elocuente, de su amor” (“El espíritu de la liturgia”). Este silencio nos confronta con la aparente ausencia divina, un tema que resuena en la historia de la filosofía, desde el Deus absconditus pascaliano hasta las reflexiones sobre el silencio ante el sufrimiento inexplicable.

La desolación de este día nos recuerda la experiencia humana del dolor y la soledad, asumida radicalmente por Jesús en la cruz. La teología nos enseña que este abajamiento, esta kenosis de Dios (Filipenses 2, 7), no es un signo de debilidad, sino la máxima expresión de su amor redentor. Para comprender un poco más este asunto particular, es preciso recordar la expresión de San Agustín: “Nos amó hasta el extremo, hasta morir por nosotros” (Tratado sobre el Evangelio de Juan, 13, 1). Este amor, siempre incondicional, se revela en la entrega total de sí mismo.

Analicemos, pues, el signo de contradicción y redención de la cruz. La cruz es el signo central del Viernes Santo: inicialmente, un instrumento de tortura y humillación, se transforma, a través del sacrificio de Cristo, en el símbolo supremo de la redención. Al respecto, Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) sostuvo que “la cruz no es simplemente el final de la vida de Jesús; es el punto culminante de su entrega, el acto por el cual él se dona a sí mismo para elevar al hombre” (“Introducción al Cristianismo”, p.255).

Este símbolo paradójico nos interpela filosóficamente sobre la naturaleza del sufrimiento y su posible trascendencia. La cruz nos muestra que el amor verdadero puede abrazar el dolor y transformarlo en fuente de vida. San Pablo lo expresa con muchísima claridad: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo” (Gálatas 6,14), es decir, que la cruz se convierte así en un punto de inflexión de la historia, un signo de esperanza en medio del calvario.

San Juan Pablo II, a lo largo de su extenso pontificado, ofreció profundas reflexiones sobre el misterio de la cruz, no sólo a través de sus enseñanzas teológicas y encíclicas, sino también mediante el testimonio de su propia vida, marcada por el sufrimiento y la entrega hasta el final de sus días. Su magisterio y su ejemplo personal se entrelazan para ofrecernos una comprensión renovada del significado redentor del Viernes Santo.

En su Encíclica “Salvici Doloris” (1984), dedicada al sentido cristiano del sufrimiento humano, Juan Pablo II profundiza en la participación del hombre en el sufrimiento redentor de Cristo. Citando las palabras de San Pablo (“Completo en mi carne lo que falta en las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia”- Colosenses 1,24), el Pontífice polaco subraya que el sufrimiento, vivido en unión con Cristo, adquiere un valor salvífico: “En la cruz de Cristo no sólo se ha cumplido la Redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano a quedado redimido… Cristo Redentor del mundo, ha sufrido Él mismo, y su sufrimiento ha sido asumido por Él hasta el final, de manera que todo hombre que sufre puede participar en él” (“Salvici Doloris”, 19).

Juan Pablo II no sólo teorizó sobre el valor del sufrimiento, sino que lo vivió en carne propia. A lo largo de su vida, enfrentó numerosas pruebas, desde la pérdida de sus seres queridos en la juventud hasta las secuelas del atentado que sufrió en 1981 y la progresiva manifestación de la enfermedad de Parkinson. A pesar de las limitaciones físicas y el dolor constante, continuó con su ministerio pastoral con una dedicación admirable, convirtiéndose él mismo en un ícono viviente del misterio de la cruz.

Su perseverancia y su manera de afrontar la enfermedad y el declive físico, fueron un sermón silencioso pero elocuente sobre cómo abrazar la cruz personal a la luz del sacrificio de Cristo. En sus últimas apariciones públicas, su fragilidad humana se hizo evidente, pero su mirada transmitía una profunda paz y una inquebrantable fe en el amor redentor de Dios. Como él mismo expresó en diversas ocasiones, el sufrimiento, unido a la cruz de Cristo, se convierte en una fuerza espiritual y apostólica.

Traemos aquí su testimonio porque nos recuerda que el Viernes Santo no sólo es la conmemoración de un evento histórico, sino una invitación a unir nuestros propios sufrimientos al de Cristo, encontrando en esa unión un sentido trascendente. La vida de San Juan Pablo II, marcada por la aceptación serena de su propia “cruz”, se erige entonces como un poderoso ejemplo de cómo el misterio pascual puede iluminar incluso los momentos más oscuros de la existencia humana, transformando el dolor en una oportunidad de gracia y redención. Su legado nos impulsa a no huir del sufrimiento, sino a enfrentarlo estoicamente con la esperanza que brota del corazón de Cristo crucificado y resucitado.

También, los relatos evangélicos nos describen la desnudez de Jesús en la cruz y su grito de sed. Estos detalles, aparentemente menores, encierran una profunda significación teológica y humana. El despojo del ropaje nos recuerda la humillación infligida como alegoría del intento de arrebato de toda dignidad terrenal. Sin embargo, podemos interpretar la desnudez como el despojamiento de su gloria divina, para así identificarse plenamente con la condición humana, incluso en su fragilidad más extrema.

Por su parte, la sed de Jesús (“Tengo sed”- Juan 19, 28), no es sólo una necesidad física, sino que ha sido interpretada por la tradición como una anhelo profundo por la salvación de la humanidad, in deseo ardiente de que todos participen de la vida eterna. Así lo interpretó Santa Teresa de Jesús, al expresar: “Considerad al Señor con tanta sed, que con grandísima pena decía ‘tengo sed’. Esta sed de que todos seamos perfectos y bebamos de aquella agua viva que Él nos dará” (“Camino de perfección”, cap. 26, 5).

Asimismo, el Evangelio de Juan relata que, después de la muerte de Jesús, un soldado le atravesó el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua (Juan 19, 34). Este signo ha sido interpretado por la tradición patrística como el nacimiento de la Iglesia y de los sacramentos: la sangre simboliza la Eucaristía, el nuevo pacto sellado con el sacrificio de Cristo, mientras que el agua representa el Bautismo, la puerta de entrada a la vida cristiana.

Sobre este fenómeno particular, San Agustín sostuvo que “del costado de Cristo dormido en la cruz brotaron los sacramentos de la Iglesia, el agua y la sangre” (“La Ciudad de Dios”, Libro XV, 26). Este evento fundacional también nos recuerda que la Iglesia nace del sacrificio redentor de Cristo, y que los sacramentos son los canales a través de los cuales se nos comunica la gracia divina.

Por una cuestión estrictamente de economía del espacio del artículo, con dolor tendré que dejar de lado algunos significantes esenciales del Viernes Santo. Pero hay algo que no podemos dejar de lado, puesto que fundamental para comprender el misterio de la crucifixión de Cristo, a saber, sus últimas palabras, recogidas de diversas fuentes por los Evangelios:

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23,34). Esta afirmación, pronunciada en medio de un dolor físico extremo y un contexto de pretendida humillación, revela la inmensidad del amor de Cristo, capaz de interceder por sus verdugos. Como indicaba San Agustín, este perdón ofrecido incluso antes de que se lo pidieran, es un ejemplo supremo de caridad y misericordia divina (Sermón 162, 2). Nos invita a reflexionar sobre la necesidad del perdón y la reconciliación, incluso en las situaciones más difíciles.

“¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27,46; Marcos 15, 34). Este grito, eco del Salmo 22, expresa la profunda angustia de Jesús al experimentar la aparente ausencia del Padre. Teológicamente, esta exclamación no implica una separación real entre el Padre y el Hijo, sino la asunción por parte de Jesús de su condición humana en su totalidad, incluyendo la experiencia del abandono y la soledad. Como magistralmente explicó Benedicto XVI, este clamor es “la expresión del dolor del Hijo de Dios que sufre por la lejanía del Padre, que carga sobre sí todo el pecado del mundo” (“Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección”, p. 254.).
“Tengo sed” (Juan 19,28). Como mencionamos anteriormente, esta sed trasciende la necesidad física y se interpreta como el anhelo de la salvación de la humanidad. Es un llamado a reconocer la sed de Dios por el amor y la fe de cada persona.

“Todo está consumado” (Juan 19, 30). Esta declaración marca la culminación de la misión redentora de Jesús. Su sacrificio en la cruz es el acto definitivo de amor que sella la Nueva Alianza entre Dios y la humanidad. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica (n.536), “en la ‘hora’ en que entrega su Espíritu, Jesús manifiesta que lleva a su cumplimiento el plan del amor del Padre”. Asimismo, para Hans Urs von Balthasar, un influyente teólogo del siglo XX, la muerte de Cristo representa la manifestación suprema del amor trinitario. Para él, las palabras “Todo está consumado” señalan que el Hijo ha llevado hasta el extremo su obediencia amorosa al Padre, revelando la profundidad del amor de Dios por el mundo: su muerte es la culminación de su “misión del amor” (“Teodramática Teológica”, Vol. III, Escena del Drama Divino: El Actuar de Dios, p. 318).

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23, 46). Esta última oración, tomada del Salmo 31, es un acto de total confianza y entrega en la voluntad del Padre. Es el ejemplo supremo de cómo vivir y morir en la obediencia y el amor filial. Desde una perspectiva teológica, esta encomienda del espíritu puede interpretarse como un retorno al origen. El espíritu de Jesús, la chispa de vida divina que lo anima, vuelve a las manos del Padre de quien procede. Esta idea se vincula con la comprensión bíblica de que Dios es el dador de la vida y que, al morir, el espíritu regresa a Él (Eclesiastés 12, 7). Sin embargo, en el caso de Jesús, este retorno no es el de una simple criatura, sino el del Hijo que vuelve al seno del Padre, llevando consigo la redención dela humanidad.

En conclusión, queridos lectores, el Viernes Santo nos invita a detenernos ante el misterio del sufrimiento y la muerte de Jesús: a través de sus signos y símbolos, somos confrontados con la radicalidad del amor divino, un amor que se abaja, se entrega y transforma el sufrimiento en fuente de redención. La reflexión filosófico-teológica sobre este día nos ayuda a profundizar en el significado de la cruz, no como un final trágico, sino como el culmen de una vida entregada por amor y el inicio de una nueva esperanza para la humanidad. Al contemplar este misterio, somos llamados a vivir nuestras propias vidas con un amor semejante, un amor capaz de abrazar la cruz cotidiana y transformarla en camino de vida.

Lisandro Prieto Femenía.
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Opinet

«Miércoles Santo: entre la traición y el anuncio de la gracia»

Publicado

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«Ella ha hecho lo que podía; se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura.» Jesucristo (Marcos 14:8)

Continuando con nuestra saga de reflexiones pascuales para este 2025, hoy reflexionaremos sobre el Miércoles Santo, día que se erige en el corazón de la Semana Santa con una profunda ambivalencia simbólica, marcado por la sombría realidad de la traición y, paradójicamente, por la luminosa anticipación de la gracia redentora. Lejos de tratarse de un mero preludio a los eventos culminantes del Triduo Pascual, este día nos invita a una análisis filosófico-teológico sobre la naturaleza de la condición humana, también del mal y de la inescrutable gratuidad del amor divino.

La tradición cristiana centra la atención del Miércoles Santo en la figura de Judas Iscariote y su infame pacto con los sumos sacerdotes para entregar a Jesús (Mt 26:14-16). Este acto, narrado con sobriedad en los evangelios sinópticos, no es simplemente un hecho histórico relevante, sino un paradigma de la libertad humana confrontada con la posibilidad del mal. Desde una perspectiva filosófica, la traición de Judas nos interpela a pensar sobre la naturaleza de la voluntad y su capacidad de elegir la oscuridad, a pesar de la proximidad de la luz. Nos lleva también a preguntar si ¿fue acaso la avaricia, como sugieren algunos pasajes bíblicos (Juan 12:6), la única motivación de su acto? ¿O debemos considerar, como apunta el Papa Benedicto XVI, la posible influencia de fuerzas “tenebrosas” que seducen la libertad humana? (Benedicto XVI, Audiencia General, 18 de octubre de 2006).

En su catequesis del día 18 de octubre de 2006, dedicada a la figura de los Apóstoles, el Papa precitado ofreció una profunda reflexión sobre la enigmática traición de Judas Iscariote. Reconociendo la complejidad de las motivaciones que pudieron llevar a este discípulo cercano a entregar a su Maestro, el Pontífice no eludió la dimensión espiritual y la posible influencia de fuerzas oscuras en su decisión. Su análisis, caracterizado por una aguda sensibilidad teológica y un respeto profundo por la libertad humana, ilumina un aspecto crucial de este dramático evento del Miércoles Santo.

Benedicto comienza su reflexión admitiendo la dificultad de penetrar completamente el misterio del corazón de Judas: “Judas es un caso problemático. Jesús mismo le había elegido; sin embargo, Judas al final traiciona a su Maestro. Se plantea la pregunta de cómo pudo llegar a una traición semejante. Algunos consideran la avaricia como la motivación principal; otros remiten a una decepción respecto al modo de actuar de Jesús, que no desencadenó una liberación política como él esperaba” (Benedicto XVI, Audiencia General, 18 de octubre de 2006).

El Papa reconoce las explicaciones más comunes que se han ofrecido para comprender la traición: la codicia por las treinta monedas de plata y la posible frustración ante la naturaleza espiritual del reino anunciado por Jesús, que no se correspondía con las expectativas de una liberación terrenal y política. Sin embargo, Benedicto dirige su atención hacia una dimensión más profunda, presente en los relatos evangélicos: “En realidad, los textos evangélicos insisten en otro aspecto: en un cierto punto, Satanás se apoderó de él (cf. Lc 22, 3; Jn 13,27). Esto nos lleva a reflexionar sobre el misterio del mal y sobre las terribles posibilidades de la libertad humana cuando se deja seducir por las fuerzas tenebrosas” (ibíd.).

Esta cita es fundamental para comprender la perspectiva que ofrece el Pontífice. Al señalar las referencias evangélicas donde se menciona la intervención de Satanás en la decisión de Judas (Lucas 22:3: “Entonces Satanás entro en Judas, llamado Iscariote, que era uno de los doce”; Juan 13:27: “Apenas Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”), Benedicto XVI introduce la dimensión de la influencia espiritual maligna. No obstante, es crucial notar que el Papa no exime a Judas de su responsabilidad. La frase “terribles posibilidades de la libertad humana cuando se deja seducir por las fuerzas tenebrosas” remarca que, si bien existe una influencia externa, la decisión final de traicionar a Jesús reside en la voluntad libre de Judas.

Consecuentemente, el Pontífice continúa su reflexión extrayendo una lección universal de este oscuro episodio, al sostener que “la posibilidad de esta traición permanece siempre presente en la historia humana. Incluso después de dos mil años, después de haber conocido a Cristo, de haber sido bautizados, de participar en la Eucaristía, nunca desaparece para el creyente el peligro de ceder a la lógica del mundo, a las motivaciones egoístas, a una visión cínica, pensando a veces que el dinero puede resolverlo todo. Por eso, la vigilancia es siempre necesaria, para que Satanás no encuentre la puerta de nuestro corazón abierta” (Ibíd.).

Con estas palabras, Benedicto trasciende el caso particular de Judas y advierte sobre la perenne amenaza de las “fuerzas tenebrosas” que buscan seducir el corazón humano, incluso dentro de la comunidad de creyentes. La “lógica del mundo”, las “motivaciones egoístas” y una “visión cínica” son presentadas como herramientas sutiles del mal que puede que pueden desviar a los individuos del buen camino, el del Evangelio. La referencia al dinero como falsa solución universal resuena directamente con la motivación de la avaricia atribuida a Judas en algunos relatos.

Finalmente, el Papa concluye su reflexión sobre Judas con una llamada a la vigilancia espiritual: “Así, las páginas oscuras de la traición de Judas son una invitación para cada uno de nosotros a ser vigilantes, evitando ceder a la tentación del mal, y permaneciendo siempre fieles a Jesús” (Ibíd.). La figura de Judas, en su trágica elección se convierte en un memento mori espiritual, un recodatorio permanente del peligro que acarrea apartarse de la fidelidad de Cristo. La influencia de esas “fuerzas tenebrosas” no se presenta como una excusa para el pecado, sino como un factor real que explota las debilidades y las inclinaciones egoístas del corazón humano. La respuesta cristiana, según Benedicto XVI, reside en permanecer atentos constantemente y en una adhesión inquebrantable a Jesús.

La reflexión teológica, tal como se expresa en el Catecismo (CIC, 1868), hace hincapié en la naturaleza personal del pecado y la responsabilidad individual en las propias acciones, así como en la cooperación con el mal ajeno. Si bien el misterio del corazón de Judas permanece opaco, la tradición cristiana consistentemente lo ha visto como un ejemplo trágico del mal uso de la libertad, una elección que se aparta del amor ofrecido por Jesús. Al respecto, San Agustín, al comentar el Evangelio de Juan, reconoce la complejidad de sus motivaciones, pero no atenúa la gravedad de su decisión (“Tratados sobre el Evangelio de Juan”, Tratado LXII, 2). La traición se convierte así en un recordatorio sombrío de la fragilidad de la lealtad humana y la constante amenaza del pecado.
San Agustín aborda la figura de Judas con una mezcla de asombro, tristeza y una profunda conciencia del misterio de la iniquidad. Su análisis no busca simplificar las motivaciones de Judas, sino más bien explorar las complejidades de su corazón a la luz de la Escritura y de su comprensión de la gracia y el pecado.

En el Tratado LXII, al comentar el versículo de Juan 13:2 (“Ya había el diablo puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón”, que le entregase”), Agustín se detiene en la relación entre la influencia diabólica y la voluntad de Judas. Él no presenta al traidor como un mero títere de satanás, sino que explora cómo el diablo opera dentro del corazón humano: “No es que el diablo le obligara a traicionar a Cristo contra su voluntad, sino que consintió a la sugestión del diablo, y su voluntad se inclinó hacia ese crimen. Porque el diablo puede sugerir, pero no obligar a nadie a pecar, si la voluntad no consiente” (“Tratados sobre el Evangelio de Juan, Tratado LXII, 1).

Aquí, Agustín pone énfasis en la importancia de la voluntad libre. Aunque reconoce la influencia del diablo como una fuerza sugestiva, insiste en que el pecado es, en última instancia, un acto de consentimiento de la voluntad humana. Judas no fue forzado, sino que eligió ceder a la tentación. Más adelante, en el mismo tratado, al comentar el versículo de Juan 13:27 (“Apenas judas tomó el bocado, Satanás entró en él”), Agustín profundiza en la naturaleza de esa “entrada”: “Judas, pues, recibió aquel bocado, no para su bien, sino para su perdición, porque al recibirlo, el diablo entró en él. No es que antes no estuviera en él, sino que entonces entró de una manera más plena y eficaz para llevar a cabo su malvado propósito. Porque así como el Señor entró en los corazones de los discípulos para que tuvieran paz, así también el diablo entró en el corazón de Judas para que concibiera la traición” (Ibíd. 2).

Lo que el Santo de Hipona está sugiriendo es un paralelismo entre la entrada de Jesús en los corazones de sus discípulos para dar paz y la entrada de Satanás en el corazón de Judas para instigar la traición. Esta analogía no implica una igualdad de poder, sino que ilustra cómo ambas influencias pueden operar en el alma humana: la “entrada” del diablo se describe como un fortalecimiento de su propósito malvado, aprovechándose de las inclinaciones previas que Judas tenía.

Y aquí entramos en una duda en la que muchos cristianos se han sumergido eventualmente en su recorrido de la fe, a saber, ¿por qué Jesús, conociendo el futuro, eligió a un traidor como uno de sus doce apóstoles? Pues bien, Agustín aborda esta cuestión destacando la soberanía divina y el misterioso plan de Dios: “El Señor eligió a Judas, no por sus méritos, que no los tenía, sino por su propio designio, para que se cumplieran las Escrituras. Porque estaba escrito que uno de sus propios discípulos lo entregaría” (Ibíd., 4). Para nuestro santo, la traición de Judas, aunque un acto pecaminoso y libre, se inscribe dentro del plan divino para la redención de la humanidad. Esto no justifica el pecado de Judas, pero ayuda a comprender cómo Dios puede extraer bien incluso del mal.

Sin embargo, la liturgia y la tradición también asocian el Miércoles Santo con el evento de la unción en Betania (Juan 12: 1-8; Mateo 26:6-13; Marcos 14; 3-9), un acto que se presenta, aparentemente contrastante con la traición, porque irrumpe como un signo profético de amor y reconocimiento. La mujer, identificada a menudo con María, hermana de Lázaro, unge la cabeza y los pies de Jesús con un perfume de gran valor, un gesto que Jesús mismo interpreta como una preparación para su propia sepultura (Marcos 14:8).

Desde una perspectiva filosófica, la unción en Betania trasciende su dimensión estrictamente ritual, para convertirse en una poderosa expresión de amor gratuito y reconocimiento de la singularidad de Jesús. El derramamiento del perfume costoso, un acto que a los ojos de algunos discípulos parece un desperdicio, revela una lógica del don que desafía el cálculo utilitarista y mezquino. Evidentemente, entonces, este acto de entrega sin expectativa de retorno manifiesta una comprensión profunda del valor intrínseco del otro.

Teológicamente, la unción también anticipa la gracia redentora que emanará del sacrificio de Cristo. El “buen perfume” (Juan 12:3) con el que Jesús es ungido puede interpretarse como un preludio del sacrificio perfecto que se ofrecerá por la humanidad. Como señaló San Juan Pablo II en “Dives in Misericordia” (8), la cruz de Cristo es la “elocuencia más profunda del amor del Padre” y la “prueba suprema de su justicia y de su misericordia”. La unción, en este sentido, se convierte en una respuesta anticipada a este amor misericordioso, un reconocimiento profético de la sacrificialidad inherente a la misión Jesús.

Para concluir, estimados lectores, es preciso indicar que el Miércoles Santo nos sitúa en la encrucijada entre la oscuridad de la traición y la promesa luminosa de la gracia. La figura de Judas nos confronta con nuestra capacidad humana de elegir el mal, incluso estando en la proximidad del bien. El acto de la unción en Betania, por su parte, nos revela la fuerza que tiene el amor gratuito y la anticipación del sacrificio redentor. La tensión entre estos dos polos nos invita a una profunda reflexión teológico-filosófica sobre la libertad, el pecado, el amor y la inescrutable gratuidad de la gracia divina que se derrama incluso en medio de la oscuridad más profunda. Este día, por lo tanto, no es solo un recuerdo histórico, sino una convocatoria a examinar nuestras propias vidas a la luz de estas verdades fundamentales, de las cuales boca hacia afuera decimos creer, pero en la práctica comprendemos con deficiencia y negligencia.

Lisandro Prieto Femenía       
Docente. Escritor. Filósofo       
San Juan – Argentina       

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