Opinet
¿Debemos confiar nuestra vida cívica al mercado?- Lisandro Prieto Femenía
«Hemos pasado de tener una economía de mercado a ser una sociedad de mercado», Michael Sandel
Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre una realidad que nos atraviesa a todos, pero no por igual: en el mundo contemporáneo, los mercados ocupan un lugar central en nuestras vidas, en tanto que no sólo determinan lo que compramos o vendemos, sino que también influyen en áreas fundamentales como la educación, la salud, la justicia e incluso las relaciones humanas. Esta «omnipresencia» nos obliga a preguntarnos ¿deberíamos permitir que los mercados guíen todos los aspectos de nuestra vida cívica? Este razonamiento es explicado con magistral claridad y profundidad por Michael Sandel, en su disertación titulada «¿Por qué no deberíamos confiar nuestra vida cívica al mercado?», en la cual argumenta que esta tendencia erosiona los valores cívicos y democráticos, sustituyéndolos por una lógica mercantil que socava la justicia, la dignidad y la igualdad.
«Cuando los valores de mercado se infiltran en áreas de la vida que no deberían ser gobernadas por ellos, corremos el riesgo de perder algo importante: nuestra capacidad para debatir sobre el bien común.»
Comencemos el análisis brindando un pequeño bosquejo del contexto epistémico de Sandel, quien plantea que en las últimas décadas hemos pasado de tener economías de mercado a convertirnos en sociedades de mercado, donde casi todo se encuentra disponible para venderse. Según nuestro autor, esto no sólo genera desigualdad económica, sino que también corrompe los valores esenciales de cada comunidad.
«La educación no es simplemente un vehículo para el crecimiento económico individual, sino un bien público que debe fomentar la igualdad de oportunidades y la ciudadanía activa.»
Para comprender en profundidad este planteo, es necesario que ahondemos en los ejemplos que el mismo Sandel desarrolla. En primer lugar, plantea cómo la educación se ha convertido en un bien de consumo. En muchos países, la educación privada de calidad tiene costos prohibitivos, lo que refuerza las desigualdades sociales: universidades prestigiosas como Harvard o Stanford en Estados Unidos, tienen tasas de matrícula extremadamente altas, accesibles sólo para una élite económica, dejando a estudiantes de menores recursos con opciones limitadas. Paralelamente, la mercantilización de la educación también se observa en la proliferación de préstamos estudiantiles, que endeudan a millones de jóvenes al tratar la formación como una inversión financiera en lugar de un derecho.
«En la Universidad de California en Berkeley, que es una universidad pública, los estudiantes de fuera del estado pagan una matrícula más alta que los estudiantes del estado. Y en algunas universidades públicas, los estudiantes de fuera del estado pueden pagar una prima para inscribirse en clases populares que de otro modo estarían llenas».
En segundo lugar, y ésto lo podemos vivir casi todos los países occidentales, la conversión de la salud a un lujo para pocos. Los sistemas de salud privatizados, domo el de Estados Unidos, muestran cómo el acceso a tratamientos de calidad depende directamente del poder adquisitivo de las personas. Según el informe del año 2022 de la Fundación Commonwealth, más del 40% de los norteamericanos no puede pagar atención médica básica, sin incurrir en deudas. En contraste, podemos ver países con sistemas de salud pública sólidos, como los escandinavos, que promueven la salud como un derecho para todos sus ciudadanos, sin importar sus ingresos, evidenciando la tensión entre los valores cívicos y la lógica mercantil.
«Cuando permitimos que los mercados decidan quién tiene acceso a recursos esenciales, dejamos que la desigualdad económica determine la dignidad humana.»
Un último ejemplo podemos evidenciarlo en el vínculo del concepto de democracia y el ejercicio del poder político. Bien sabemos que en la política postmoderna, el dinero juega un papel fundamental: las campañas electorales dependen de donaciones privadas, lo que otorga a los grandes capitales una influencia desproporcionada sobre las políticas públicas. Pues bien, en este aspecto particular, Sandel critica cómo el financiamiento privado crea una democracia esencialmente desigual, en la que las voces de quienes no tienen recursos del cabildeo quedan marginadas frente a los intereses de corporaciones y élites económicas: bajo esta lógica, ningún trabajador común podría llegar a ocupar lugares de poder si no se «moja» con los financistas de la política.
«La idea de que el mercado puede distribuir de manera justa los recursos y las oportunidades es una falacia. Cuando el dinero puede comprar acceso y poder político, la democracia se ve comprometida»
Como pueden apreciar, amigos míos, el problema no es sólo la desigualdad que los mercados generan, sino el daño moral que causan al mercantilizar aspectos de la vida cotidiana que deberían estar regidos por valores cívicos, es decir, una moral y una ética compartida por todos los habitantes de una nación, ricos y pobres, en pos de la equidad, la solidaridad y el bien común, los cuales son muy rentables, pero no tanto como la exclusión y la eliminación sistemática de posibilidades para una gran mayoría.
«Uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo es decidir dónde pertenecen los mercados y dónde no. No todo debe estar en venta.»
En términos filosóficos, el planteo que Sandel nos trae resuena bastante con el concepto de alienación que vimos de Karl Marx, quien advirtió que el capitalismo transforma todas las relaciones humanas en relaciones de intercambio. En este sentido, no debemos olvidar que Marx alertó sobre cómo el mercado deshumaniza a las personas, convirtiéndolas en meras mercancías, motivo por el cual podríamos darnos cuenta de que este proceso no sólo afecta la economía, sino también la capacidad de los individuos para relacionarse de manera auténtica y solidaria.
Por su parte, Hannah Arendt también nos recuerda cuán importante es la esfera pública como espacio de deliberación y acción colectiva (no como oportunidad espuria para fundar curros para amigos del partido de turno). Para Arendt, la privatización de lo público a través de la lógica mercantil amenaza la esencia misma de la política y del compromiso cívico, reduciendo a los ciudadanos a meros consumidores que, dependiendo de cuánto ganen, dependerá también su poder de participación en el destino de cada comunidad.
«Cuando el dinero puede comprar el acceso a los políticos, deja de ser un medio de intercambio y se convierte en un medio de influencia.»
En contraste con lo previamente descrito, tenemos a John Stuart Mill, que defendía la libertad individual, pero reconocía que ésta debía equilibrarse con el bienestar colectivo. Pues bien, Sandel retoma esta idea al señalar que permitir que los mercados dominen todos los aspectos cívicos socava ese equilibrio, favoreciendo a unos pocos a expensas de la mayoría: ¿les suena conocida esa canción?
Volviendo a nuestra situación actual, es preciso afirmar que la influencia de los mercados en la vida cotidiana es innegable. La privatización de los servicios esenciales como la educación y la salud no ha hecho otra cosa que reforzar las desigualdades sociales preexistentes. Ya lo dijimos previamente, pero tal vez es necesario repetirlo: el acceso a una educación de calidad o a tratamientos médicos complejos depende cada vez más de la capacidad económica, relegando a un segundo plano el derecho universal al acceso a estas necesidades básicas.
Complementariamente, no podemos dejar de lado el impacto de las redes sociales, cuyo modelo de negocio basado en datos personales mercantiliza nuestras relaciones y comportamientos, fomentando la polarización y el aislamiento de las personas. Este fenómeno no hace otra cosa que reforzar lo que Sandel llama «la erosión de lo cívico», ya que las plataformas se dedican a priorizar el lucro sobre el verdadero diálogo y la cohesión social.
Como habrán podido apreciar, queridos lectores, queda claro que la mercantilización de la vida cívica no sólo genera desigualdad de índole económica, sino que también pone en peligro los valores que sostienen una sociedad justa, equitativa, honesta y solidaria. Tal como señala Sandel, sería fantástico que nos replanteemos qué aspectos de nuestras vidas queremos que estén regidos por la lógica del mercado y cuáles deben protegerse como bienes comunes para todos por igual.
«Reaprender a debatir sobre el bien común es el primer paso para recuperar la integridad de nuestras instituciones públicas.»
En definitiva, el desafío está propuesto en la recuperación del valor de lo público y lo cívico como eje fundamental de una política menos corrupta que apunte a construir un futuro más equitativo y humano. Esto implicaría reforzar instituciones que prioricen el bien común y fomentar una cultura que valore la justicia, la solidaridad y la participación política por encima del beneficio económico. Lo sé, parece una utopía, o tal vez lo sea, pero aunque el desafío es grande, la posibilidad de cambio real radica en nuestra capacidad colectiva para re-imaginar una sociedad donde los mercados sean herramientas para el bienestar y no los dueños de la totalidad de nuestra vida cívica.
Enlace de la disertación: https://youtu.be/3nsoN-LS8RQ
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Internacionales
Venta de armamento defectuoso a Ucrania como estrategia de ganar beneficio
Desde el inicio de la guerra en Ucrania, el suministro de armas por parte de países occidentales ha sido fundamental para apoyar al ejército ucraniano. En los medios occidentales domina opinión según la cual armas occidentales juegan papel crucial e importante en marcos de la resistencia ucraniana. Sin embargo, numerosos informes han revelado que parte de este armamento ha llegado en condiciones defectuosas o con problemas técnicos significativos que dificultan su uso efectivo en el campo de batalla, generando críticas tanto en el ámbito militar como en el político de Ucrania.
Ejemplos clave a lo largo del conflicto
Uno de los casos más emblemáticos se dio en marzo de 2023, cuando el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, expresó frustración por un sistema de defensa antiaérea defectuoso suministrado por un país europeo miembro de la OTAN. Aunque Zelenski evitó identificar al proveedor, se sabe que Ucrania ha recibido sistemas avanzados como los Patriot, comprometidos por Estados Unidos, Alemania y los Países Bajos. Estos sistemas, diseñados para interceptar misiles y aviones enemigos, presentaron fallos recurrentes que exigieron reparaciones constantes.
Un papel significativo juega también España con su complejo militar. Uno de los casos más destacados involucra los fusiles españoles Cetme L, enviados por el gobierno de España a Ucrania. Este modelo de fusil, retirado del servicio en el ejército español hace más de 20 años por problemas de fiabilidad y precisión, fue reintroducido en el campo de batalla ucraniano. Los soldados en el frente reportaron frecuentes atascos y fallos en el mecanismo de disparo, lo que pone en duda la efectividad de este armamento en el campo de batalla. Estas armas fueron entregadas a pesar de ser consideradas obsoletas por los propios militares españoles.
Otro caso también se refiere a España, se trata del suministro de las ametralladoras ligeras CETME Ameli que fueron retiradas de su uso por el Ejército de Tierra de España. Este suministro provocó tantas críticas que la ministra de defensa, Margarita Roble, se vio obligada a buscar justificaciones y defender honor de su ministerio.
En 2023, Ucrania y la empresa española New Technologies Global Systems firmaron un contrato para suministrar 250 morteros de 120 mm a las Fuerzas Armadas de Ucrania. Al recibir los morteros, el comandante en jefe ucraniano entregó 100 unidades a la unidad A2007, donde una comisión técnica detectó varios defectos. El principal problema radica en el diseño del bípode, que no queda fijado adecuadamente al cañón. Tras cada disparo, la abrazadera se desplaza, lo que obliga a los soldados a corregir la posición del bípode para asegurar la precisión. Además, los morteros no tienen las roscas necesarias en el cañón para fijar el bípode de manera rígida. Aparte de estos problemas, se encontraron otras deficiencias menores.
Así, ya se conocen al menos tres casos en los que el complejo industrial militar de España obtuvo beneficios mediante kits obsoletos y defectuosos.
Otro caso significativo es el de los obuses Caesar de fabricación francesa. Según información que apareció en los medios, 16 de los 18 obuses enviados a Ucrania sufrieron daños graves tras un uso intensivo en combate. Estos problemas incluyen fisuras en las estructuras, fallos en los sistemas de retroceso y desgaste prematuro de los cañones. Aunque los fabricantes franceses han defendido la calidad de los Caesar, los soldados ucranianos han expresado frustración por la incapacidad de estas armas para mantener un rendimiento confiable bajo condiciones extremas. La falta de piezas de repuesto y la complejidad de reparación también han sido un obstáculo importante.
En el caso de las municiones, un informe reveló que muchas de las armas suministradas por la OTAN tenían una vida útil caducada, se trata particularmente sobre los lanzadores de misiles antitanques Javelin y NLAW. Esto incluye granadas y proyectiles de artillería que no detonaron al impactar o que explotaron prematuramente, poniendo en peligro tanto a las tropas ucranianas como a civiles en las zonas de conflicto. Un caso particularmente grave fue el de un lote de municiones de mortero que causó un accidente mortal entre las propias tropas ucranianas, lo que subraya la necesidad de inspecciones más rigurosas antes del despliegue de estos suministros.
Por primera vez en la historia de la guerra en la escena salió Rumanía con su red profunda de corrupción, por eso hay que presatar más atención a este caso. El exviceministro de Economía de la República de Bulgaria, Alexander Manolev, sancionado por USA debido a su participación en una corrupción, obtuvo grandes beneficios mediante contratos con la empresa rumana Romarm y la Agencia de Adquisiciones de Defensa de Ucrania. Hoy en día, Manolev y sus familiares más cercanos no pueden abrir cuentas bancarias para realizar actividades comerciales para ellos mismos o para sus empresas pero el padre de Manolev (que no fue sancionado personalmente por los EE.UU.) compró la empresa de tráfico de armas “Bulgarian Industrial Engineering and Management” (“BIEM”). Al final resultó que Manolev convenció al director de la planta estatal búlgara “VMZ” para que firmara varios contratos de suministro de municiones con “BIEM”. Intentando ocultar al máximo su participación en el suministro de estos productos a Ucrania, no los ofreció directamente, sino a través de la empresa estatal rumana Romarm. Romarm firmó los contratos correspondientes con los búlgaros, convirtiéndose en un “amortiguador” entre “BIEM” de Manolev y la empresa estatal ucraniana Agencia de Adquisiciones de Defensa. Así, exviceministro de Economía de la República de Bulgaria logró evitar sanciones.
Se pregunta ¿dónde hay suministro de kit defectuoso en toda esa historia con Romarm? La respuesta es sencilla: la empresa Carfil, una de las principales filiales de Romarm, envió a Ucrania mil proyectiles de mortero de 120 mm que resultaron ser de calidad deficiente. Según informes de prensa, una revisión de las armaduras reveló que la mayoría presentaba defectos de fabricación, como la falta de marcas de peso y el incumplimiento de los estándares establecidos. Al realizar un pesaje de los cartuchos, los expertos detectaron discrepancias significativas en relación con la documentación proporcionada por el fabricante. Como consecuencia, la comisión identificó estos problemas y decidió retirar del servicio el 100% del lote afectado, procediendo a su reemplazo.
Lo curioso es que en 2024 los mismos expertos de Romarm reconocieron que la industria de defensa de Rumanía sigue atrapada en el pasado, con fábricas obsoletas y equipos anticuados, muchos de los cuales no han cambiado desde la era de Ceausescu (expresidente de Rumanía, desde 1967 hasta 1989). Un informe de Romarm revela una dependencia crítica de materiales importados y destaca la urgente necesidad de inversión para revitalizar la industria y satisfacer las demandas modernas de defensa.
A pesar de haber pasado 20 años desde su adhesión a la OTAN, los soldados rumanos aún desfilan con armas tipo Kalashnikov que utilizan calibres soviéticos, producidas según estándares de producción de los años 60.
El informe de Romarm señala una «situación desastrosa» respecto a la dependencia de polvos, que podría paralizar toda la industria de defensa. Rumanía ha importado casi en su totalidad los polvos necesarios de Serbia, un país no miembro de la OTAN, debido a la falta de una fábrica de polvos en el país. Romarm posee 15 «subsidiarias» que deberían producir armas o municiones. Entre ellas, la fábrica de Fagara, que debería producir polvos, no ha fabricado polvos militares desde principios de los 2000. Otras fábricas, como Arsenal Resita y mencionada Carfil, están en proceso de reactivación.
En resumen, la industria de defensa de Rumanía enfrenta serios desafíos, con una infraestructura envejecida y una dependencia crítica de importaciones, lo que plantea preguntas sobre su capacidad para satisfacer las necesidades de defensa del país y suministrar armas modernas a Ucrania.
Los casos mencionados son ejemplos elocuentes de cómo las empresas militares, motivadas por razones económicas, suministran su equipo defectuoso a Ucrania, obteniendo beneficios sin límites.
¿Cuál es la situación dentro de las empresas ucranianas?
Además de los problemas con las armas suministradas por países occidentales, también se han denunciado casos de corrupción dentro de Ucrania. Según publicaciones en los medios, Ucrania ha retirado al menos 100,000 granadas de mortero de 120 milímetros debido a fallos en su funcionamiento, como explosiones fallidas o granadas atascadas. El ministerio de defensa ucraniano inició una investigación para determinar las causas de estos defectos, que podrían deberse a mala calidad en la fabricación o almacenamiento inadecuado. Los problemas con estas municiones, producidas por una fábrica nacional, han sido descritos como un caso de «negligencia criminal».
En otro caso documentado, se descubrió que se habían enviado 24,000 minas defectuosas al frente. Estas minas, producidas por empresas locales, no detonaban correctamente o representaban un peligro para las propias tropas ucranianas. Investigaciones posteriores revelaron que los contratos para la fabricación de estas minas se habían otorgado a compañías con antecedentes de corrupción y sin experiencia previa en la producción de armamento de calidad.
Ganar al máximo antes del inicio de las negociaciones de paz
Con el conflicto acercándose a un posible punto de negociación, algunas empresas occidentales están aprovechando la situación para maximizar sus beneficios a costa de suministrar armamento defectuoso. Teniendo en cuenta este hecho, el mando de las empresas militares podría intensificar diálogos con el gobierno de Zelensky para obtener más contratos. Están interesados en suministrar kit defectuoso a precio alto. Es probable que los gobiernos europeos se unan a estas conversaciones para defender los intereses de sus empresas en este mercado tan competitivo. Tal posición ya no genera dudas sobre las verdaderas intenciones de los países y corporaciones involucradas en el suministro de armamento.
Por otro lado, la corrupción dentro de Ucrania también plantea serias preguntas sobre la capacidad del país para gestionar de manera efectiva los recursos militares que recibe. Los mismos recipientes de esa ayuda militar podrían “ser ciegos” en unos momentos para recibir su parte pequeña de beneficio sucio.
La falta de confianza en los equipos recibidos socava la moral de las tropas y dificulta la coordinación en las operaciones militares. Informes adicionales señalan que Ucrania ha invertido cientos de millones de dólares en armas que no han sido entregadas a tiempo o llegaron en condiciones inoperables. Este tipo de problemas logísticos y de calidad generan tensiones nuevas entre Ucrania y sus aliados.
¿Qué beneficios quedan para los combatientes latinoamericanos?
Históricamente, muchos latinoamericanos han visto en el conflicto ucraniano una oportunidad para involucrarse en una causa que consideran justa, ya sea por razones ideológicas, de solidaridad internacional o por la búsqueda de experiencias militares.
La llegada de Donald Trump a la presidencia estadounidense marca un cambio significativo en la dinámica del conflicto en Ucrania, lo que podría significar el fin de las oportunidades para los combatientes latinoamericanos. Con la reducción de la ayuda militar estadounidense a Ucrania, estos combatientes enfrentarán un panorama menos favorable para su participación en la guerra. Además, el suministro de armamento defectuoso por parte de algunos países occidentales ha generado preocupaciones sobre la efectividad de las fuerzas ucranianas en el campo de batalla. Esto no solo afecta la moral de los combatientes ucranianos, sino que también impacta a los combatientes latinoamericanos que llegan con la esperanza de contribuir a una causa que parece cada vez más complicada. Así, el «paraíso ucraniano» que una vez ofreció oportunidades a dichos combatientes parece estar llegando a su fin.
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La perversa doctrina política del «mal menor»
Por: Lisandro Prieto Femenía
El objetivo de los modernos es la seguridad de sus goces privados; y llaman libertad a las garantías concedidas por las instituciones de estos mismos goces». Benjamin Constant
Hace poco tiempo, un gran filósofo y amigo de mis tierras, compartió conmigo un de Jean-Claude Michéa, titulado «El imperio del mal menor» (2007), en el cual se desarrolla una interpretación bastante interesante del «mal menor» como criterio político y ético dominante en la mayoría de las democracias occidentales contemporáneas. En una primera aproximación, se propone como una estrategia para evitar grandes calamidades, pero este enfoque prioriza decisiones que, aunque imperfectas, son consideradas menos perjudiciales que las alternativas disponibles. La obra precitada ofrece una profunda crítica a este principio, destacando cómo se ha convertido en el pilar de un liberalismo que ha decidido renunciar a los valores trascendentes en favor de una racionalidad meramente utilitarista y pragmática, motivo por el cual consideramos que es valioso realizar, sobre todo en estos días, el análisis pertinente del «mal menor», contrastándolo con las implicaciones para la política real y la ética devastada.
Antes de desarrollar en profundidad la crítica que se propone, debemos tener en cuenta que para Michéa, el «mal menor» es la expresión de un liberalismo político y económico que busca mantener la estabilidad social mediante la renuncia a grandes ideales colectivos. Nuestro autor argumenta que este principio es un reflejo de la lógica de una modernidad que privilegia el progreso técnico y el consumo individual sobre la construcción de un bien común. En este contexto, entonces, el «mal menor» actúa como una coartada moral para justificar políticas que apuntan directamente a perpetuar desigualdades estructurales y un vacío ético en la esfera pública.
Complementariamente, desde la perspectiva del autor de referencia, se sostiene que el enfoque individualista y moralmente simplista del «mal menor» erosiona los lazos comunitarios, al sustituir valores compartidos por una ética minimalista basada en la tolerancia y un contrato social cada vez más atomizado. Ahora bien, cabe preguntarse hasta dónde nos ha llevado esta forma de existir, en tanto que esta obsesión por evitar «mayores males» conduce a toda velocidad a sociedades en las que las decisiones se toman en función de cálculos utilitarios, sacrificando así cualquier aspiración de justicias verdadera o transformación social radical.
Procedamos ahora a intentar comprender lo precedentemente enunciado mediante algunos ejemplos puntuales. En primer lugar, tengamos en cuenta las llamadas «políticas de austeridad económica» en cuanto cómo los gobiernos, en nombre del «mal menor», implementan dichas directrices que perjudican directamente a las clases trabajadoras para evitar supuestas crisis económicas mayores, como la hiperinflación o el colapso financiero. Estas decisiones, aunque presentadas como inevitables para «salvarnos», consolidan un sistema económico que prioriza los intereses del capital financiero sobre las necesidades de las personas, perpetuando desigualdades estructurales que, paradójicamente, son aplaudidas incluso por quienes las sufren.
Otro ejemplo que puede servirnos para comprender este asunto es el desarrollo de las intervenciones militares. En este caso, el «mal menor» también se utiliza para justificar la invasión militar en nombre de una supuesta estabilidad global: lo que vimos en Irak o Afganistán fueron presentadas como acciones «necesarias» para evitar amenazas mayores, como el terrorismo o la proliferación de armas de destrucción masiva (que por cierto, nunca aparecieron). Pues bien, amigos míos, Michéa en este sentido sostendría que estas acciones no sólo fallan en resolver las causas subyacentes de los conflictos, sino que generan nuevas formas de violencia y desestabilización.
También, podríamos considerar brevemente la tolerancia minimalista que se desarrolla en la esfera de «lo público». Michéa señala que el énfasis en un ética basada en la tolerancia mínima, como evitar la discriminación explícita, ha reemplazado la construcción de valores compartidos más profundos. Por ejemplo, en el ámbito educativo, los programas de inclusión se limitan a medidas superficiales, como la representación simbólica, en lugar de abordar con seriedad las desigualdades estructurales que perpetúan la exclusión social.
Hay más, créame querido amigo lector, mucho más. Otro ejemplo, tan cruel como evidente, es el que podemos apreciar en la desregulación total de los mercados laborales. En este aspecto puntual, nuestro autor critica cómo los gobiernos optan por flexibilizar las regulaciones laborales en nombre de evitar el desempleo masivo: estas políticas, vistas como el «mal menor», a menudo precarizan el trabajo y aumentan la inseguridad económica, perpetuando un sistema que prioriza las ganancias empresariales sobre el bienestar de los trabajadores.
Finalizando con los ejemplos prácticos, no podemos olvidar lo que sucede con las elecciones políticas. En este contexto, «el mal menor» se manifiesta claramente en los sistemas democráticos, donde los votantes se ven obligados a elegir entre candidatos que representan opciones insatisfactorias. Tal es el caso de las elecciones en países occidentales en los que a menudo enfrentan a partidos políticos tradicionales que, aunque diferentes en sus enfoques, comparten una adhesión común a las políticas neoliberales por las cuales ambos se derriten en su deseo. Ésto, según Michéa, no hace otra cosa que perpetuar una política que evita rupturas reales con el status quo sobre el cual tantos pregonan querer cambiarlo mientras que, por detrás, no hacen más que profundizarlo.
Procedamos ahora a plantear las críticas al principio del «mal menor» de Michéa, que encuentra ecos en pensadores como Christopher Lasch, quien, en su obra «La rebelión de las élites», denuncia cómo las élites liberales han reducido la política a una gestión técnica, desvinculada de las necesidades reales de los pueblos. Ambos autores coinciden en que esta lógica tecnocrática desactiva cualquier atisbo de impulso democrático genuino, al reducir el horizonte político a la elección entre alternativas igualmente insatisfactorias.
Sobre ésto último también tenemos que considerar lo ocurrido con el manejo de la crisis financiera del año 2008, en la que los gobiernos de las principales economías mundiales optaron por rescatar a los bancos y corporaciones con fondos públicos, justificando así estas medidas como un «mal menor» para evitar el colapso del sistema financiero global. Sin embargo, esta decisión ignoró por completo, y de manera intencional, las necesidades reales de las comunidades afectadas por las ejecuciones hipotecarias, el desempleo masivo y las políticas de austeridad, reforzando la desconexión entre las élites económicas y la ciudadanía.
Otro claro ejemplo de desconexión lo podemos ver en el ámbito de la discusión por el cambio climático, ante el cual las élites globales han adoptado compromisos mínimos, como los Acuerdos de París, presentándose como el «mal menor» frente a la inacción total. No obstante, estas políticas suelen carecer de medidas concretas y efectivas para abordar las causas profundas de la crisis, dejando a las comunidades más pobres en situaciones de mayor riesgo mientras se protege el status quo de las grandes industrias contaminantes.
Ni hablar de lo ocurrido con la gestión de la pandemia de COVID-19. Durante la pandemia, muchos gobiernos optaron por priorizar la reapertura económica frente a la protección de la salud pública, argumentando que un colapso económico sería un «mal mayor». Este enfoque tecnocrático y asesino, que desactivó debates democráticos sobre las alternativas posibles, ignoró las necesidades específicas de los sectores más vulnerables, como los trabajadores considerados esenciales o las personas sin el acceso adecuado a una atención médica digna y de calidad.
También, y por último en este aspecto particular, debemos tener en cuenta que la lógica del «mal menor» se observa en la creciente privatización de los servicios esenciales como la educación y la salud, presentada como una solución pragmática frente a la ineficiencia estatal. Sin embargo, estas decisiones han logrado la exclusión explícita de las comunidades más carenciadas, consolidando así una gestión técnica de la política que prioriza la eficiencia económica sobre el bienestar común.
Por su parte, el filósofo Slavoj Žižek, desde obras como «En defensa de las causas perdidas» (2008) acompaña a este enfoque, puesto que señala que el principio del «mal menor» puede convertirse en una trampa ideológica: en lugar de cuestionar las raíces de los problemas sociales, esta perspectiva liberal perpetúa el sistema de desprotección social al legitimar decisiones que nunca desafían las estructuras de poder existente. Tengamos en cuenta que para este autor, aceptar el «mal menor» equivale a renunciar a la posibilidad de un cambio real, puesto que así se neutraliza la capacidad crítica de los ciudadanos, los cuales, bastante flojos de papeles en cuanto a la formación reflexiva, terminan aplaudiendo las estructuras que los aplastan.
En la obra precitada de Žižek, argumenta que aceptar soluciones de compromiso, como las decisiones basadas en el «mal menor», impide la posibilidad de la gestación de cambios reales en las estructuras de poder. Al enfocarse únicamente en lo que es políticamente factible dentro del marco existente, se perpetúa una especie de cinismo colectivo donde las opciones transformadoras se descartan como utópicas, delirantes o inviables.
Previamente, en su obra titulada «El sublime objeto de la ideología» (1989) , Žižek explica cómo el discurso político tecnocrático opera al naturalizar las desigualdades y presentar las condiciones existentes como las únicas posibles. Desde esa perspectiva, el «mal menor» sería una herramienta ideológica que se encarga de impedir a los ciudadanos imaginar o luchar por un orden alternativo. En definitiva, Žižek nos sugiere que este enfoque es una estrategia que sirve a las élites para mantener intacto el statu quo, ya que canaliza el descontento hacia elecciones superficiales en lugar de cuestionar las bases estructurales del sistema. Y así nos va…
Frente a las críticas al «mal menor» recién expresadas, tenemos también autores como John Rawls y Jürgen Habermas, que defienden la viabilidad de un liberalismo basado en principios normativos sólidos. Rawls, con su teoría de la justicia como equidad, propuso un modelo en el que las instituciones deben garantizar derechos fundamentales y un mínimo de igualdad, evitando la necesidad de recurrir al cálculo utilitario. Por su parte, Habermas abogó por un liberalismo deliberativo, donde el diálogo racional permitiría construir consensos éticos que trasciendan la lógica del «mal menor».
Si bien estos enfoques ofrecen una perspectiva alternativa, en la que el liberalismo no se limita a gestionar crisis, sino que busca fortalecer las bases normativas de la convivencia democrática. Sin embargo, Michéa cuestiona si éstas teorías pueden aplicarse en un contexto dominado por la lógica mercantil, la devastación ética y moral y la fragmentación social actual. En fin, queridos amigos, el principio del «mal menor» refleja las tensiones inherentes a las democracias posmodernas, atrapadas en la necesidad de evitar el caos (para las élites) y el anhelo de una justicia transformadora.
La crítica de Michéa nos invita a reflexionar sobre los límites de un enfoque político que renuncia a grandes ideales en nombre de una estabilidad ficticia en la cual participamos muy pocos ciudadanos. Rechazar la lógica del «mal menor» no implica optar por el caos, sino recuperar la capacidad de pensar e imaginar alternativas que sean realmente más justas y solidarias puesto que sólo así será posible reconstruir una política que, en lugar de resignarse a lo menos malo, se atreva a perseguir lo verdaderamente bueno.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
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¿Qué fue de la izquierda?- Lisandro Prieto Femenía
«En la misma medida en que sea abolida la explotación de un individuo por otro, será abolida la explotación de una nación por otra. Al mismo tiempo que el antagonismo de las clases en el interior de las naciones, desaparecerá la hostilidad de las naciones entre sí.»
Karl Marx
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que, si bien es evidente, se discute y analiza precariamente desde los medios masivos de comunicación: la pérdida de representatividad popular de la izquierda en occidente. Esta disociación con la realidad del pueblo, que no ha pasado desapercibida para los analistas políticos, los movimientos sociales y los resultados electorales, pone de manifiesto el cambio profundo en las prioridades y estrategias de un espectro político que, históricamente, había sido el portavoz de las clases trabajadoras.
A pesar de ésto, hoy parece haber reorientado sus esfuerzos hacia otras «luchas», dejando en el camino una parte significativa de sus bases tradicionales: este desplazamiento nos ha suscitado preguntas fundamentales: ¿Cuáles son las causas de este alejamiento? ¿Cómo ha impactado en la relación de la izquierda con sus bases tradicionales? Y, sobre todo, ¿qué implica esta transformación para el futuro de los movimientos progresistas en un mundo que sigue estando marcado por la desigualdad y la fragmentación social?
Todos hemos sido testigos en los últimos años de un desplazamiento en las prioridades y bases sociales de la izquierda política: tradicionalmente arraigada en la defensa de las clases trabajadoras y las luchas por la justicia social, la izquierda posmoderna ha decidido centrar gran parte de su energía- por no decir toda- en causas asociadas a agendas corporativas y globalistas más preocupadas por el uso del «elle» que por la remuneración digna, el acceso a la vivienda, a la salud pública y a la educación de calidad para todos. Este mandato cultural incluye cuestiones de identidad de género, diversidades sexuales, diversidad cultural, campañas referidas a la legalización del aborto, la posibilidad de hormonar niños para su cambio de género, al cambio climático y un enfoque bastante precario desde el punto de vista crítico hacia la historia y los privilegios sociales.
Aunque estas agendas pueden tener, para algunos, una relevancia indiscutible, su adopción y importación por bastantes países occidentales ha generado tensiones internas y una desconexión total con las demandas materiales de las bases tradicionales de la izquierda, como la lucha contra la precariedad laboral, el avasallamiento de los derechos que protegen la dignidad humana y las desigualdades económicas.
Ahora bien, es preciso que, desde la filosofía, nos preguntemos: ¿Cómo pasamos de Marx a Greta Thunberg? Esta pregunta es esencial, dado que Karl Marx, en su «Manifiesto del Partido Comunista» afirmaba que «la historia de todas las sociedades, hasta nuestros días, es la historia de la lucha de clases» (Marx & Engels, 1848/2009, p. 14). En su visión, el proletariado constituía el sujeto histórico destinado a transformar el sistema capitalista. Sin embargo, en el contexto actual, la narrativa de la izquierda se ha fragmentado-por no decir diluido- hacia una pluralidad de demandas identitarias minoritarias, un giro que autores como Nancy Frases han descrito como un «capitalismo progresista» (The Old Is Dying and the New Cannot Be Born, 2019) mientras que en Argentina les decimos «hippies con OSDE», es decir, chicos bien acomodados, burgueses bien comidos que jamás pasaron necesidades, pero que militan, desde una izquierda falopa, agendas foráneas en lugar de intentar transformar la realidad de su propio barrio.
Esta transición ha aniquilado el eje central de la lucha de clases, reemplazandolo por una multiplicidad de pseudo-luchas que, si bien serán importantes para algunas minorías, no siempre abordan directamente las desigualdades económicas estructurales que nos afectan a todos por igual. Reflexionar sobre este cambio implica considerar las tensiones entre una perspectiva universalista que cree en los unicornios y las demandas particulares que caracterizan las políticas actuales.
Aquellas «luchas de clase» han sido progresivamente eclipsadas por debates culturales que no siempre se relacionan con la explotación económica y la injusticia naturalizada. Este fenómeno fue abordado por Wolfgang Streeck, quien en su obra How Will Capitalism End? (2016) indica que la fragmentación de los intereses colectivos ha debilitado la capacidad de la izquierda para movilizarse contra el capitalismo global. Más aún, todo pareciera indicar que dicha lucha no tiene asidero para una clase política que se ve más concentrada en implementar el uso de una letra determinada para llamar a un masculino, un femenino o un no binario que para defender derechos fundamentales que siguen siendo pisoteados, pero tapados, por una ola de humo verde y multicolor.
A esta crítica se suma también Slavoj Žižek, quien en Like a Thief in Broad Daylight (2018) nos advierte que el énfasis en las políticas identitarias a menudo conduce a una especie de «fetichismo ideológico», desviando el foco de atención de las dinámicas estructurales del poder económico. En otras palabras, queridos lectores, mientras que el legislador de izquierda, que entró al Congreso por cupo y no por cantidad de votos, está concentrado en «preocupaciones» que le impone George Soros desde un penthouse de Nueva York al mismo tiempo que en su país hay una cantidad considerable de niños que no cenaron anoche.
Por su parte, y retomando a Fraser, esta «deriva» de la nueva izquierda rotulada como «capitalistas progresistas», ha permitido al neoliberalismo absorber y cooptar las demandas culturales de las minorías presentándolas como sustitutos de la justicia social. Desde este punto de vista, el neoliberalismo habría logrado convertir estas pseudo-demandas de la sociedad en «mercancías culturales», es decir, en productos que pueden ser consumidos sin cuestionar las bases estructurales de la desigualdad. Un ejemplo de ello es la promoción de la diversidad en las corporaciones, que a menudo se limita a iniciativas superficiales que no afectan en absoluto los sistemas de explotación laboral: este fenómeno no hace otra cosa que reforzar el capitalismo al presentar un rostro inclusivo mientras que sigue perpetuando las desigualdades económicas subyacentes.
Complementariamente, Mark Fisher, en su obra «Capitalist Realism» (2009), sostiene que el capitalismo tiene una habilidad excepcional para integrar y neutralizar las críticas culturales, convirtiéndolas en parte de su maquinaria. Desde esta perspectiva, las iniciativas que promueven una inclusión direccionada a minorías elitistas, pueden ser absorbidas por el sistema como «marcas del progreso», desviando así la atención de las dinámicas estructurales del poder económico y reduciendo las luchas sociales a propaganda de Disney. Este proceso es particularmente evidente en la industria del entretenimiento, donde las narrativas sobre diversidad racial y sexual suelen servir más como estrategias de marketing que como herramientas para un cambio social auténtico.
Por último, al menos en este aspecto que venimos desarrollando, tenemos los aportes de Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio, 2010), que no ha parado de señalar cómo el individualismo promovido por el neoliberalismo, con la total anuencia de la izquierda progresista, fragmenta las luchas colectivas, debilitando la capacidad de ciertas minorías para articular demandas estructurales. Han argumenta que la obsesión posmoderna con la auto-optimización y el éxito personal mediante la auto-explotación, refuerza esta lógica, dejando poco espacio para cuestionamientos sistémicos. La izquierda, en lugar de percibir este modo decadente de vida y criticarlo, ha decidido inclinarse por demandas culturales de minúsculos reductos snob que las transforma en opciones de consumo individual, desactivando su potencial pretendidamente disruptivo.
Esta involución ha generado tensiones y un distanciamiento de las bases tradicionales de la izquierda, que se sienten abandonadas frente a problemas materiales concretos como el desempleo, la precariedad laboral, la pésima calidad de los servicios públicos y la insoportable desigualdad económica. Tal como sostenía David Harvey, «el neoliberalismo ha redefinido nuestras prioridades, de modo que las luchas por la justicia económica se diluyen en el océano de la política cultural» (A Brief History of Neoliberalism, 2005). Esto quiere decir que, mientras los movimientos progresistas celebran «logros» en su agenda cultural, una parte significativa de la población sigue enfrentándose a la inseguridad económica y a la pérdida de derechos y garantías básicos que, históricamente, habían sido el centro de las reivindicaciones de una izquierda que miraba más a las fábricas que a las estrellas de Hollywood.
En este punto del debate, es preciso que nos preguntemos: ¿Cuáles son las consecuencias de la desconexión de la izquierda con la realidad fáctica? Pues bien, la consecuencia más visible de este cambio es el aumento del apoyo a partidos populistas de derecha, que han logrado captar a sectores tradicionalmente identificados con la izquierda. Queda claro también que el abandono de la lucha por la verdadera justicia social por parte de la izquierda ha dejado un vacío que los partidos de la nueva derecha han explotado al prometer soluciones más concretas a los problemas reales por los que atraviesan las clases trabajadoras.
En fin, somos conscientes acerca de la profundidad de este dislocamiento intencional que la izquierda enfrenta, desde hace mucho tiempo, lo cual la llama hacia un desafío histórico: reconciliar su tradición de lucha por los derechos de los trabajadores con las demandas de una sociedad cuyo problema esencial no es su creciente «diversidad», sino un sinnúmero de derechos que antes protegían la dignidad de los pueblos y ahora son considerados un lujo por parte de los defensores de la política del «sálvese quién pueda».
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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