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Analizando el poder del lenguaje
Por: Lisandro Prieto Femenía
«Una relación humana se puede destruir con una palabra incorrecta, una sola palabra puede abrir una inmensa oscuridad. El lenguaje es el instrumento de la gracia y de la destrucción del ser humano.»: George Steiner
La reflexión que encabeza el artículo de hoy, encapsulando la visión de George Steiner sobre la naturaleza ambivalente del lenguaje, no es un mero aforismo. Se trata, en esencia, de la tesis central de gran parte de su obra, una exploración incesante de cómo el lenguaje, esa capacidad distintiva que nos define como seres humanos, no es simplemente un vehículo de comunicación, sino el motor mismo de nuestra existencia. Para Steiner, el acto de hablar es inherentemente riesgoso, cargado de una potencia dual: la de erigir lo más sublimes puentes de comprensión y afecto, y la de cavar abismos de oscuridad y destrucción: justamente por ello, es peligroso cuando los idiotas tienen la palabra. Si bien es la quintaesencia de nuestra capacidad de construir sentido, de articular mundos y de forjar lazos, es, al mismo tiempo, un agente de una potencia destructiva inaudita. Esta dualidad inherente exige una indagación filosófica sobre el poder constitutivo y destructivo de las palabras, así como sobre la imperativa responsabilidad ética que recae sobre quien las pronuncia o las silencia.
Para comprender la esencia del poder del lenguaje, es imperativo partir de la visión steineriana de su inherente dualidad. Steiner, en obras cruciales como “Después de Babel” y “Lenguaje y silencio”, no concibe el lenguaje como un simple vehículo de comunicación, sino como la expresión más profunda de la existencia humana, un campo de fuerzas donde se libran batallas por el sentido y la moralidad. Es el “instrumento de la gracia” porque sólo a través de él podemos nombrar lo sagrado, articular la poesía, consolar el dolor y construir los complejos andamiajes de la civilización y el afecto.
La palabra, en su formulación precisa y empática, puede erigir puentes de entendimiento, generar empatía y facilitar la catarsis. En el ámbito interpersonal, una disculpa sincera, un reconocimiento oportuno o una expresión de afecto profundo tienen el poder de restaurar, sanar y fortalecer los vínculos, operando como verdaderos actos de gracia. El lenguaje se convierte así en el medio a través del cual compartimos nuestras vulnerabilidades y nuestras fortalezas, tejiendo la compleja trama de la intersubjetividad. Al respecto, Ludwig Wittgenstein, en sus “Investigaciones filosóficas”, señalaba que “comprender una oración quiere decir comprender un lenguaje. Comprender un lenguaje quiere decir dominar una técnica” (Wittgenstein, 1953, §199). Esta «técnica» no solo nos permite describir, sino también nombrar, clasificar y, en última instancia, constituir la realidad social y personal, posibilitando esa gracia.
Sin embargo, es la otra cara de esa moneda- su capacidad de destrucción- lo que obsesionó a Steiner. La misma potencia que permite la construcción habilita también la devastación. Para él, la atrocidad del siglo XX, particularmente el Holocausto, puso de manifiesto cómo el lenguaje puede ser corrompido, vaciado de su significado y utilizado para justificar lo inhumano. Nuestro autor se preguntó si, tras Auschwitz, el lenguaje mismo no había quedado permanentemente herido, si algunas palabras no habían perdido su inocencia para siempre, en tanto que la capacidad de las palabras para despojar al otro de su humanidad es una de las facetas más aterradoras de su poder destructivo.
Esta preocupación conecta directamente con el análisis que Hannah Arendt realiza en su obra “Eichmann en Jerusalén: un informe sobre la banalidad del mal”, donde nos muestra cómo la ejecución de la burocracia desprovista de pensamiento crítico y saturada de un lenguaje técnico, impersonal y estandarizado, permitió a Eichmann y a otros funcionarios a realizar actos de barbarie inimaginable sin percibir la monstruosidad moral de sus acciones. Al expresar que “el ideal de la burocracia es la eliminación de la persona, del sujeto de las órdenes” (Arendt, 1963, p. 119), está revelando cómo la abstracción lingüística y la deshumanización de los términos facilitaron una ceguera moral que fue fundamental para el Holocausto. La calumnia, la difamación, el discurso de odio y la retórica deslegitimadora, al igual que el lenguaje burocrático analizado por Arendt, tienen la capacidad de corroer la reputación, desatar la violencia y fracturar comunidades enteras.
También, Michel Foucault señaló en su obra “El orden del discurso” que “todo sistema de educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los saberes y los poderes que implican” (Foucault, 1970, p. 11). Dicho control sobre el discurso y la manipulación del lenguaje son, por ende, instrumentos de dominación y, potencialmente, de aniquilación social o moral. La palabra injuriosa no sólo daña al receptor, sino que también corrompe al emisor y contamina el espacio comunicativo compartido por todos. Pues bien, para Steiner, esta corrupción del lenguaje es el preludio de la barbarie.
En este punto de la reflexión, es preciso, entonces, revisar las trampas del lenguaje y la fragilidad de la ciudadanía, porque la dualidad constitutiva del lenguaje, tan enfatizada por Steiner y puesta de manifiesto en las reflexiones de Arendt, nos impone una responsabilidad ética de magnitudes considerables. Caer en dichas trampas implica una falta de conciencia crítica sobre su funcionamiento y los alcances de su impacto. Esto se manifiesta en el uso de un lenguaje vago o ambiguo que, de forma deliberada o no, puede servir para evadir responsabilidades, manipular percepciones o sembrar confusión, impidiendo la claridad necesaria para el juicio moral y la acción justa.
La riqueza del lenguaje radica en su capacidad para articular matices, expresar la complejidad de las emociones y el pensamiento, como también nombrar las infinitas gradaciones de la experiencia humana. Sin embargo, presenciamos una preocupante tendencia hacia la trivialización intencional y el uso indiscriminado de clichés vacíos, fenómenos que despojan a las palabras de su verdadero poder significativo. Cuando el vocabulario se reduce a un puñado de términos “comodín”, el diálogo se empobrece y la capacidad de reflexión profunda se ve anestesiada. Pensemos, por ejemplo, en la omnipresencia de adjetivos como “cool” o “mala onda” para describir una gama inmensa de situaciones, desde una obra de arte hasta una noticia impactante o una experiencia personal. Un concierto que nos conmocionó, una conversación trascendente o un momento de angustia existencial quedan reducidos a una etiqueta genérica, vacía de contenido. Este uso perezoso del lenguaje no sólo limita nuestra capacidad de expresión, sino que también nos impide percibir la singularidad de cada evento, aplanando la rica textura de la realidad. Si nos conformamos con clichés como “y así son las cosas” o “está todo bien”, cerramos la puerta a la verdadera indagación, a la pregunta incómoda y a la posibilidad de nombrar aquello que es verdaderamente significativo, dejando que la superficialidad se instale en el centro de nuestra comunicación y por ende, de nuestra comprensión del mundo.
A menudo, pensamos en el lenguaje como un acto explícito, en las palabras que se dicen. Pero su poder, y también su peligro, reside igualmente en lo que se calla. El silencio cómplice no es una ausencia inofensiva; es, de hecho, una forma activa de destrucción, tan potente como la palabra mal intencionada. Cuando la verdad se oculta detrás del mutismo, se imposibilita el diálogo necesario, ese espacio fundamental donde las diferencias se confrontan, las heridas se reconocen y las soluciones se gestan. Pensemos en una situación hipotética de acoso laboral: la víctima sufre, pero si los compañeros, por miedo o por indiferencia, guardan silencio, su mutismo está validando una injusticia mientras que profundiza el aislamiento de quien la padece. Este silencio se convierte en un consentimiento tácito, una aceptación pasiva de aquello que debería ser desafiado. La ausencia de las palabras justas- un “lo siento”, un “no estoy de acuerdo”, un “esto es inaceptable”- puede dejar cicatrices tan profundas como un insulto o una calumnia. Es, como bien lo expresó Edmund Burke, que “lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada”. Y ese “no hacer nada” incluye, de forma crucial, la negación de la palabra cuando ésta es indispensable para confrontar la injusticia y preservar la integridad.
También, es indispensable que pensemos en la deshumanización del lenguaje en la era digital en la que nos encontramos. Ahora, la comunicación se ha acelerado a límites insospechados, pero a menudo a costa de su profundidad. El lenguaje está corriendo el riesgo de ser reducido a una llana transmisión de información, como un código binario desprovisto de alma. Esta visión utilitaria ignora por completo las riquísimas dimensiones esenciales de las palabras, a saber, como dijimos recientemente, su carácter performativo, afectivo y ético. No se trata sólo de que las palabras describan la realidad, sino que la crean. Cuando alguien pronuncia un “sí, acepto” en una boda, no solo informa de su consentimiento, sino que está contrayendo un compromiso que transforma su estado civil y su vida. De la misma manera, una “promesa” establece una obligación futura, un “lo siento” busca reparar un daño y una amenaza puede infundir el terror y modificar el comportamiento. Si reducimos el lenguaje a datos fríos, perdemos la capacidad de comprender cómo las palabras construyen confianza, cómo destrozan vínculos, cómo reconcilian diferencias o cómo infligen heridas profundas. La prisa, la superficialidad de los caracteres limitados y la ausencia de contacto humano en muchas interacciones digitales nos hacen olvidar que detrás de cada mensaje hay una intención, un impacto y una responsabilidad. Ignorar estas capas vitales es despojar al lenguaje de su poder más fundamental y, con ello, deshumanizar nuestra propia forma de interactuar con el mundo y con los otros.
No obstante, la capacidad de discernir estas trampas y de ejercer una responsabilidad lingüística genuina se ve profundamente comprometida por la crisis educativa contemporánea. Si la libertad ciudadana se cimienta en la habilidad de interpretar críticamente el mundo, de comprender los discursos que nos atraviesan y de participar activamente en la conversación pública, ¿cómo es posible alcanzarla cuando el nivel de alfabetización crítica y el aprendizaje del lenguaje en las instituciones educativas muestran un deterioro preocupante? Un sistema educativo que no provee las herramientas para un manejo sofisticado del lenguaje está condenando a los individuos a la pasividad frente a la manipulación retórica y a la incapacidad de articular su propia visión del mundo. La precariedad en el dominio de la lectura, la escritura y el pensamiento crítico produce ciudadanos más vulnerables a la propaganda, menos capaces de diferenciar el argumento falaz y, en última instancia, menos libres en un sentido existencial y político. La calidad del lenguaje es, pues, un pilar insoslayable de la democracia y la autonomía personal, y su erosión representa una amenaza directa a la posibilidad de una ciudadanía verdaderamente libre y consciente. Sí, lo estoy diciendo con claridad: si se habla mal, se lee mal, se escribe mal, indefectiblemente, se piensa mal.
La agudeza en el manejo del lenguaje, por lo tanto, no es una mera habilidad retórica, sino una competencia filosófica, ética y política. Exige una constante introspección sobre la intención detrás de cada expresión, una atención rigurosa a la forma en que nuestras palabras son recibidas y una humildad intelectual para reconocer sus límites y sus posibles malinterpretaciones. Hans-Georg Gadamer, en “Verdad y método”, enfatizó la naturaleza dialógica de la comprensión, afirmando que “la hermenéutica exige que nos abramos al pensamiento del otro y que nos permitamos la posibilidad de que sus palabras nos digan algo” (Gadamer, 1960, p. 293). Como podrán apreciar, queridos lectores, esto implica escuchar, no sólo para responder, sino para comprender verdaderamente, reconociendo que el significado siempre es una construcción compartida y frágil.
El lenguaje es, en última instancia, el espejo y el forjador de nuestra condición humana. Su potencia para la gracia y para la destrucción exige que el hablante no sea un autómata que emite sonidos, sino un agente consciente y responsable de su impacto. La frase que hemos tomado como epígrafe nos impele a reconocer que una sola palabra tiene la capacidad de abrir tanto la luz de la comprensión como la oscuridad del abismo. El desafío ético-filosófico de nuestro tiempo no es sólo dominar el lenguaje en su gramática y léxico, sino también, crucialmente, comprender su poder intrínseco para construir o demoler, y elegir, en cada acto del habla, el camino de la gracia. Sólo así podremos aspirar a que el instrumento más poderoso de la humanidad sea un vehículo para su elevación, y no para su propia aniquilación.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Analizando la brecha entre la ciudadanía y el poder
Por: Lisandro Prieto Femenía
“La acción política requiere de un ‘espacio de aparición’ donde los individuos pueden influir en la esfera pública”: Arendt, H. (1958). La condición humana.
La tradición del pensamiento político, desde sus albores en la polis griega, ha estado obsesionada con una pregunta que persiste en el corazón de nuestras democracias contemporáneas: ¿por qué la gran mayoría de los hombres y mujeres comunes, aquellos que sostienen la estructura productiva y social, se encuentran sistemáticamente excluidos de los niveles más altos de la administración estatal? La disparidad entre el pueblo y la élite gobernante no puede ser reducida a la narrativa simplista de una “conspiración de casta”.
Es, en rigor, el resultado de una compleja amalgama de factores estructurales, psicológicos y morales que, aunque a veces culminan en la corrupción manifiesta, revelan limitaciones profundas inherentes tanto a la naturaleza humana como al diseño de las instituciones que deberían contenerla. Pues bien, amigos míos, hoy los invito a explorar las raíces de este vacío, zambulléndonos en los mecanismos teóricos que lo explican y en la corrosión ética que lo perpetúa.
El distanciamiento comienza con la arquitectura misma del poder. En 1911, Robert Michels, a través de su obra fundacional titulada “Los partidos políticos”, enunció la “ley de hierro de la oligarquía”. Nuestro autor sostenía que, ineludiblemente, cualquier organización de gran escala, incluso aquellas nacidas de la más ferviente vocación democrática, debe desarrollar una burocracia técnica y directiva para funcionar.
Esta necesidad práctica de gestión profesionaliza a los líderes, quienes eventualmente se separan de la base, buscando perpetuarse, creando una élite que se autorrefuerza. La complejidad de las democracias modernas, con sus estructuras partidarias, sus requerimientos financieros y sus sofisticados canales de comunicación, opera como un filtro implacable que favorece al profesional de la política, excluyendo a la mayoría que carece del tiempo, el capital o la habilidad de chupar medias para navegar en dicha arena.
Asimismo, este mecanismo estructural se ve legitimado por el discurso de la meritocracia, elogiado en la retórica oficial como el garante de la igualdad de oportunidades. Sin embargo, la meritocracia funciona a menudo como un sofisticado velo que disimula la reproducción del privilegio. Tal como anticipó Michael Young en “The rise of the meritocracy” (1958), un sistema que promete justicia puede degenerar fácilmente en una “nueva aristocracia basada en la educación y el capital cultural”. La selección de cuadros políticos, en la práctica, prioriza la experiencia en redes de influencia, la pericia en la negociación de élite y la destreza para moverse en las reglas no escritas del juego, actuando como barreras insalvables para la clase trabajadora que no posee dichas credenciales ni el capital social para adquirirlas.
Ahora bien, este vacío no es solo un problema de acceso estructural, sino también una profunda crisis de la relación ética y psicológica del individuo con el Estado. La filosofía política encuentra la raíz del distanciamiento en la alienación. Recordemos que Karl Marx describió esta condición como la “falta de reconocimiento de la propia actividad en los productos sociales” (Marx & Engels, 1848). En definitiva, el ciudadano común percibe hoy que la política, como producto de su esfuerzo y de su vida en comunidad, no le pertenece, puesto que se siente ajeno y traicionado por un ámbito que considera “sucio” y distante de las realidades de la desigualdad cotidiana.
Esta alienación se agrava por el vaciamiento de sentido del espacio público. Al respecto, Hannah Arendt enfatizó en su obra “La condición humana” (1958) que la política es la esfera de la “acción”, intrínseca a un “espacio de aparición” donde los individuos se manifiestan y ejercen influencia. Pero la moderna tecnificación de la gestión y la delegación de decisiones en comités técnicos- fenómeno bien analizado por la ciencia política- han reducido drásticamente este espacio. El ciudadano queda relegado a la pasividad del voto periódico, disminuyendo su sentido de eficacia hasta convencerlo de que debe callar. Si el ámbito público no permite la acción, la única respuesta racional del ciudadano desengañado es la resistencia pasiva o la apatía, lo que cimienta una cultura del desinterés que favorece a la minoría ya instalada.
Por su parte, la sociología de la cultura añade una capa que es crucial: Pierre Bourdieu, en su obra “La distinción: criterio y bases sociales del gusto” (1979), nos legó el concepto de “capital cultural”. Las clases dominantes reproducen su posición transmitiendo códigos, lenguajes y saberes que no son accesibles a la mayoría. La política, por lo tanto, no sólo exige enormes recursos económicos, sino también un tipo específico de capital cultural que refuerza la narrativa de que el ámbito público no es para cualquier ciudadanos de a pie, consolidando así la autoexclusión.
La brecha entre la ciudadanía y el poder se convierte en un círculo vicioso que se autoalimenta con combustible moral. La percepción de la política como un ámbito reservado a los sátrapas y corruptos provoca el repliegue ético de aquellos individuos que poseen capital moral y social, negándose a participar en una arena que consideran tóxica y peligrosa. Es la gente de bien, la que cumple con sus obligaciones, la que se auto-excluye.
Este abandono moral por sostener el “espacio de aparición” pavimenta el camino para la perpetuación de la élite que se critica a diario. El vacío dejado por el ciudadano desengañado, es ocupado de inmediato por la lógica patrimonial del poder, descrita por Max Weber (1922), donde el dominio de la autoridad tradicional se basa en la lealtad personal y no en la competencia técnica. Los líderes establecen círculos de confianza incondicional, donde la corrupción se vuelve un mecanismo de supervivencia política para asegurar la cohesión del grupo gobernante. Irónicamente, la exclusión moral y la alienación ciudadana terminan por reforzar la “ley de hierro de la oligarquía” (Michels, 1911), confirmando la profecía inicial que llevó a la retirada de los hombres y mujeres comunes. La no-participación se erige, entonces, como el mecanismo más eficaz para la autorregulación y supervivencia de la élite.
La fractura de este circulo vicioso exige la movilización de la voluntad colectiva, una voluntad que no va a surgir por sí sola, sino que debe ser cultivada. Aquí reside el rol fundamental de la educación cívica, entendida no como la simple instrucción pasiva y de pésima calidad sobre leyes y fechas históricas, sino como una pedagogía crítica de la polis. En este punto, no es casual que cualquier profesional con título habilitante, llámese profesor en ciencias de la educación o abogado, pueda dictar en los colegios una materia tan crucial como formación ética y ciudadana.
La participación política, para ser efectiva, debe estar informada por un profundo sentido de la justicia. Este sentido no es innato, sino que debe ser cultivado mediante la reflexión crítica sobre los principios que rigen la sociedad. Sobre este asunto en particular, John Rawls, en su obra “Teoría de la justicia” (1971), enfatizó que un sistema justo requiere que los ciudadanos desarrollen un “sentido de la justicia” que motive la obediencia a las instituciones equitativas, pero también la crítica informada cuando éstas fallan.
Por lo tanto, la educación cívica es el vehículo para dotar a los ciudadanos de las herramientas para reconocer y recuperar el “espacio de aparición” de Arendt. Un sistema educativo serio debe enseñar a actuar políticamente, no sólo a votar, puesto que debe desmitificar los códigos culturales que usa la élite (Bourdieu), y debe empoderar al individuo para que reconozca su propia actividad en los productos sociales (Marx). Una ciudadanía formada es la única barrera real contra la consolidación de “castas”, pues sólo ella puede revertir la alienación y transformar la resistencia pasiva en acción política consciente y bien dirigida.
Tampoco podemos dejar de lado el asunto del mecanismo de la corrupción y el nombramiento “a dedo”, que se consolidan como transgresiones directas a la base ética de la democracia. Al operar sobre la lealtad y el clientelismo, estos actos se convierten en una desigualdad estructural que garantiza la exclusión de la clase trabajadora, violando el principio de “igualdad de oportunidades” que Rawls defendió como un pilar de la justicia social.
Es necesario decirlo sin tapujos: la corrupción no es un exceso, sino una falla inherente al diseño que prioriza las relaciones personales sobre el mérito transparente. El acceso a cargos gubernamentales está fuertemente vinculado a las redes clientelares y a la capacidad de financiar campañas, elementos que escapan al alcance de la mayoría. Al socavar la fe en la posibilidad de ascenso por eficacia, el sistema político genera una profunda desesperanza mientras que valida la percepción de que la esfera pública es un coto privado, alimentando el círculo vicioso de la apatía de los buenos ciudadanos.
La falaz narrativa de la meritocracia persiste como una capa de legitimación, manteniendo viva la falsa esperanza de que el esfuerzo individual sea el único factor determinante. No obstante, una crítica filosófica honesta nos exige complejizar esta percepción. La existencia innegable de políticos comprometidos y honestos coexiste con la de los corruptos, revelando que los sistemas políticos son escenarios de una “complejidad” donde se mezclan motivaciones altruistas y egoístas, y no sólo la maldad.
Ante este panorama de exclusión sistémica, la filosofía no ofrece fórmulas mágicas, sino la obligatoriedad de interrogar lo que parece inmutable, abriendo el debate hacia la acción. En esta línea, cabe cuestionar si una reforma institucional que garantice la rotación periódica de cargos y una transparencia rigurosa en la selección de funcionarios tendría la fuerza suficiente para fracturar el núcleo de la “ley de hierro de la oligarquía”. Más aún, se hace imperativo explorar en qué medida una profunda y crítica educación cívica -una pedagogía de la polis dictada por filósofos-, junto con la creación de nuevos espacios de participación directa, podría realmente contrarrestar la alienación y devolver al ciudadano común la capacidad efectiva de influir en la esfera pública.
Finalmente, la reflexión más aguda nos lleva a inquirir: ¿es factible concebir un modelo de meritocracia que reconozca y valore el capital social y cultural de la clase trabajadora, sin que este se vea reducido, una vez más, a una simple herramienta de selección elitista? Estas interrogantes no buscan la clausura del debate, sino abrir nuevas vías de pensamiento. La filosofía, al desafiar las certezas y exponer las tensiones internas de nuestras instituciones, nos recuerda que la búsqueda de una política inclusiva es un proceso continuo, alimentado por la crítica y la voluntad colectiva de transformar lo que hoy parece inmutable.
Referencias
Arendt, H. (1958). La condición humana. Barcelona: Editorial Crítica.
Bourdieu, P. (1979). La distinción: criterio y bases sociales del gusto. Barcelona: Editorial Gedisa.
Marx, K., & Engels, F. (1848). Manifiesto del Partido Comunista.
Michels, R. (1911). Los partidos políticos. Leipzig: Duncker & Humblot.
Rawls, J. (1971). Teoría de la justicia. Madrid: Alianza Editorial.
Weber, M. (1922). Economía y sociedad. (J. H. H. Weiner, Trans.). México: Fondo de Cultura Económica.
Young, M. (1958). The Rise of the Meritocracy. London: Penguin Books.
Lisandro Prieto Femenía
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Sociólogo René Martínez: «ARENA y FMLN utilizaron el Estado en beneficio propio»
El sociólogo René Martínez recordó que los partidos ARENA y FMLN estuvieron 30 años en el Gobierno y en ese período utilizaron el Estado para beneficio propio e incluso negociaron con las pandillas para seguir en el poder.
«No ejercieron esa labor [de combate contra las pandillas], no porque estuvieran incapacitados o porque no tuvieran los recursos para hacerlo. Deberíamos de hablar de un Gobierno fallido, no de un Estado fallido», explicó el sociólogo en la reciente entrevista Pulso Ciudadano.
Dirigentes de ambos partidos políticos, ahora de oposición, negociaron el apoyo de pandillas para los procesos electorales. En 2014 los ahora condenados y exdiputados del FMLN Benito Lara y Arístides Valencia negociaron el respaldo de las pandillas a la candidatura presidencial de Salvador Sánchez Cerén.
En el caso de ARENA, el ya condenado y exdiputado Ernesto Muyshondt se reunió —junto con el exalcalde tricolor de Ilopango, Salvador Ruano-— con cabecillas de pandillas para pedirles el respaldo en las urnas en favor del candidato presidencial Norman Quijano.
«Esas pandillas y los líderes de las pandillas fueron convertidos por el Gobierno en sujetos políticos, porque se pactaba con ellos. Ellos tenían la capacidad de incidir en las decisiones que se tomaban en el Gobierno», señaló el sociólogo.
Investigaciones de la Fiscalía General de la República han señalado que cabecillas de los grupos terroristas incluso impidieron operativos de la Policía en las comunidades.
Opinión | René Martínez
Sociólogo
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.
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Donde la ley se ausenta, la soberanía se desvanece
Por: Lisandro Prieto Femenía
«Donde la ley se ausenta, la vida cae en la mera supervivencia; la soberanía que no protege se convierte en pura coacción.»: Giorgio Agamben
La reciente masacre en las favelas de Río de Janeiro, un fenómeno crónico de violencia que ha marcado récords de letalidad en la última década- ilustrado por operativos recientes que han dejado más de sesenta muertos en dos favelas, o la Operación de Jacarezinho en 2021 con 28 fallecidos-, y en un contexto donde la ciudad registró aproximadamente 758 muertes por disparos en enfrentamientos armados sólo en el año 2024, debe interpretarse, no como un hecho criminal aislado, sino como un síntoma revelador de una falla política estructural. El problema central es el repliegue intencional del Estado de territorios enteros y la subsecuente colonización de esos vacíos por mafias ligadas al narcotráfico que dispensan “orden” cuando la institucionalidad lo deniega.
Que quede claro, no es sólo la violencia homicida lo que exige una explicación profunda, sino la lógica mediante la cual vastas porciones de la ciudad se convierten en espacios de excepción donde la ley ordinaria se suspende, y donde la autoridad estatal reaparece en estos sitios de manera intermitente y desbocada en episodios de fuerza extrema que no se pueden naturalizar.
Podemos comenzar el análisis revisando la tradición del contrato social. Thomas Hobbes nos recuerda que el pacto político funda su derecho a existir en la capacidad del soberano para garantizar la seguridad. Si el Leviatán claudica en esta tarea, el contrato político se resquebraja: el habitante de la favela vive en una geografía donde este pacto ha sido sistemáticamente ignorado. Hobbes lo articula sin ambages en su majestuosa obra “El Leviatán” al expresar que “la obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos de lo que dure el poder mediante el cual tiene la capacidad para protegerlos”.
Por su parte, Max Weber acuñó el criterio definitorio del Estado moderno, mediante la figura del monopolio de la fuerza legítima. La constatación de que los grupos armados ejercen control territorial y funciones administrativas revela una corrosión tangible de esta condición. Sin embargo, la invocación de este monopolio perdido es insuficiente, en tanto que debemos interrogar la forma concreta en que el poder se reproduce: la favela no es un vacío legal, sino un tejido completo de necesidades insatisfechas y humillaciones cotidianas.
Para entender la experiencia producida por la alternancia de abandono y tragedia, Giorgio Agamben ofrece un concepto clave: el “estado de excepción”. En estos espacios, la norma es suspendida, y la vida queda expuesta a la gestión directa del riesgo, despojada de protecciones constitucionales. La práctica consistente en ingresar por arranques de violencia masiva- operativos concebidos como actos de soberanía que suspenden las garantías- transforma a la población en lo que Agamben denominaría “nuda vida”, es decir, existencias cuya administración se realiza sin mediaciones jurídicas protectoras. El precitado autor profundiza la tesis en “Estado de excepción” indicando que “El estado de excepción no es, por consiguiente, el dictatus de un tirano que actúa contra el derecho, sino un espacio anómico en el que la ley se suspende, permaneciendo sin embargo válida, y el soberano tiene la posibilidad de disponer de ella de múltiples formas”.
La consecuencia de esta brutalidad es, paradójicamente, una demostración de fuerza y una profunda erosión de legitimidad. La fuerza bruta no restituye la autoridad moral y política que el Estado precisa para gobernar, sino que la aniquila. En otras palabras: el mismo Estado que liberó esos territorios para las mafias, por lucrar con ellas, luego actúa de matón contra sus socios retobados. Hannah Arendt lo clarifica al diferenciar el poder de la violencia: el primero emana del consentimiento colectivo, mientras que la segunda es simple instrumentalidad que corroe la posibilidad de una comunidad política. En “Sobre la violencia”, Arendt sostiene que “el poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente, el otro está ausente. La violencia se presenta porque el poder está en peligro, pero dejada a sus propios medios termina por hacer desaparecer al poder”.
Esta violencia estatal, si bien legalmente legítima, es moralmente insostenible. Immanuel Kant obliga a considerar a cada persona como un fin en sí misma. Diseminar cuerpos en plazas y tratarlos como evidencia del control militar es una afrenta salvaje a la dignidad humana que disuelve los fundamentos éticos del actuar estatal. Por su parte, Michel Foucault desplaza la discusión hacia las técnicas de gobierno. La gestión securitaria de las favelas funciona como un dispositivo de biopoder que produce poblaciones administradas por exclusión. No basta con señalar abusos puntuales; es imperativo atender a los dispositivos sociales y administrativos que toleran la precariedad, romantizan la pobreza y, con ello, legitiman soluciones extralegales.
En este sentido, la presencia del narcotráfico no es la criminalidad pura, sino la forma de gubernamentalidad paralela que provee seguridad, empleo y orden simbólico donde el Estado intencionalmente no lo hace. Sobre este aspecto en particular, es interesante el aporte que hacen Loïc Wacquant y Philippe Bourgois, quienes han evidenciado cómo la desposesión urbana crea economías morales alternativas. En su obra “In search of respect”, Bourgois ilustra esta tesis indicando que “la segregación racializada en los mercados laborales y de la vivienda crea una ‘economía del respeto’ alternativa en la que el comercio ilegal de drogas y la violencia son formas funcionales para la supervivencia, la movilidad ascendente y la construcción de un sentido de dignidad”.
Queda claro que una política que aspire a reducir la violencia no puede limitarse a la represión, sino que debe reconstruir capacidades y restituir derechos. En este sentido, John Rawls y Amartya Sen ofrecen recursos normativos para pensar la reparación propuesta: Rawls, en “Una teoría de justicia”, exige que las instituciones se estructuren para beneficiar a los más desfavorecidos: “La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, así como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento”. Asimismo, Sen argumenta que la privación de capacidades- salud, educación, seguridad y empleo- convierte a comunidades enteras en terreno fértil para soluciones ilegales.
La perspectiva precedentemente explicitada se refuerza con el aporte de Martha Nussbaum, quien plantea que la justicia implica promover las capacidades que hacen posible la vida plena y la ciudadanía efectiva: “Una política fundamental de la justicia es garantizar que todos los ciudadanos tengan un umbral mínimo de capacidades humanas básicas para elegir una vida verdaderamente humana, y no sólo una mera supervivencia”. En definitiva, queridos lectores, la restauración de la confianza y de la legitimidad requiere que la acción estatal se replantee desde el principio la dignidad, transformando su presencia de amenaza a “promesa de reconocimiento y oportunidades para los histórica e intencionalmente excluidos».
La reflexión que hemos ofrecido sobre la masacre vivenciada en casi todos los medios de comunicación nos obliga a confrontar la paradoja fundacional de la soberanía. Si la acción estatal se reduce a la fuerza bruta, ¿no está el Estado incurriendo en un acto de autodestrucción política? El soberano, al manifestarse únicamente a través de la coacción desmedida, aniquila la legitimidad moral que necesita para gobernar.
En este último sentido, Arendt nos advirtió que “la violencia no se presenta donde el poder está en peligro, pero dejada a sus propios medios termina por hacer desaparecer al poder”. Ante esto, ¿podemos concebir, entonces, la intervención militarizada como una trágica confesión de la bancarrota política, un grito ensordecedor de un Leviatán que ha roto el pacto hobbesiano, pero que al hacerlo, se desgarra a sí mismo? La restitución de la autoridad, en estos términos, nunca puede ser un ejercicio de fuerza, sino un acto de fe en la justicia.
Esta cuestión se profundiza aún más al considerar el despliegue del biopoder foucaultiano. La ausencia de inversión sostenida en derechos básicos, sumada a la presencia intermitente y letal de la fuerza represiva, no puede interpretarse como una simple insuficiencia burocrática. Al contrario, exige preguntar si este patrón de abandono y castigo no constituye, de hecho, una técnica de gobierno perversamente efectiva. La privación de asfalto, hospitales, comisarías, escuelas y servicios esenciales, como nos han recordado Sen y Nussbaum, convierte a las comunidades “marginales” en el terreno ideal para la promoción de negocios ilegales en los cuales todos los estamentos del Estado están rascando de la lata. Al tolerar el abandono y luego ametrallar sus inevitables secuelas, ¿el Estado no está administrando adrede poblaciones por exclusión, haciendo de la “nuda vida” la condición “normal” de la existencia marginal? La justicia, vista desde el prima del sentido común, debería interpelarnos: ¿la inversión masiva en seguridad represiva, sin inversión paralela en el florecimiento humano, no es una forma sofisticada de biopoder que gestiona la desigualdad como negocio, en lugar de erradicarla?
Finalmente, estimados lectores, la masacre vivenciada hace unas horas en territorio brasilero nos confronta con la ética de la reparación. La geolocalización de la favela es la del estado de excepción normalizado. Tras la ruptura flagrante del contrato social que esta violencia representa, ¿qué forma de justicia puede imponerse? Rawls nos aconseja estructurar las instituciones para el beneficio de los menos favorecidos. El Estado que ha fallado en proteger debe asumir un imperativo ético de restitución.
¿Bastan la investigación rigurosa, las sanciones y la inversión en servicios, o se requiere de un acto político de reconocimiento radical de la dignidad ultrajada a cambio de dinero sangriento? La interpelación final que les propongo se dirige a la conciencia cívica: si el Estado se niega a limitar su capacidad para convertir la excepción en norma y persiste en gobernar para para algunos acomodados, ¿quién o qué puede obligarle a rearticular su presencia como una promesa de justicia para todos por igual?
Referencias Bibliográficas (APA 7)
Agamben, G. (2005). Estado de excepción. Adriana Hidalgo Editora.
Arendt, H. (1970). On Violence. Harcourt.
Bourgois, P. (2003). In Search of Respect: Selling Crack in El Barrio. Cambridge University Press.
Foucault, M. (1976). Vigilar y castigar. Siglo XXI / FCE.
Hobbes, T. (1651/2018). Leviatán.
Kant, I. (1785/1998). Fundamentación de la metafísica de las costumbres.
Nussbaum, M. (2011). Creating Capabilities. Harvard University Press.
Rawls, J. (1971). A Theory of Justice. Harvard University Press.
Sen, A. (1999). Development as Freedom. Oxford University Press.
Walzer, M. (1977). Just and Unjust Wars. Basic Books.
Wacquant, L. (2008). Urban Outcasts. Polity Press.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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