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Analizando el poder del lenguaje
Por: Lisandro Prieto Femenía
«Una relación humana se puede destruir con una palabra incorrecta, una sola palabra puede abrir una inmensa oscuridad. El lenguaje es el instrumento de la gracia y de la destrucción del ser humano.»: George Steiner
La reflexión que encabeza el artículo de hoy, encapsulando la visión de George Steiner sobre la naturaleza ambivalente del lenguaje, no es un mero aforismo. Se trata, en esencia, de la tesis central de gran parte de su obra, una exploración incesante de cómo el lenguaje, esa capacidad distintiva que nos define como seres humanos, no es simplemente un vehículo de comunicación, sino el motor mismo de nuestra existencia. Para Steiner, el acto de hablar es inherentemente riesgoso, cargado de una potencia dual: la de erigir lo más sublimes puentes de comprensión y afecto, y la de cavar abismos de oscuridad y destrucción: justamente por ello, es peligroso cuando los idiotas tienen la palabra. Si bien es la quintaesencia de nuestra capacidad de construir sentido, de articular mundos y de forjar lazos, es, al mismo tiempo, un agente de una potencia destructiva inaudita. Esta dualidad inherente exige una indagación filosófica sobre el poder constitutivo y destructivo de las palabras, así como sobre la imperativa responsabilidad ética que recae sobre quien las pronuncia o las silencia.
Para comprender la esencia del poder del lenguaje, es imperativo partir de la visión steineriana de su inherente dualidad. Steiner, en obras cruciales como “Después de Babel” y “Lenguaje y silencio”, no concibe el lenguaje como un simple vehículo de comunicación, sino como la expresión más profunda de la existencia humana, un campo de fuerzas donde se libran batallas por el sentido y la moralidad. Es el “instrumento de la gracia” porque sólo a través de él podemos nombrar lo sagrado, articular la poesía, consolar el dolor y construir los complejos andamiajes de la civilización y el afecto.
La palabra, en su formulación precisa y empática, puede erigir puentes de entendimiento, generar empatía y facilitar la catarsis. En el ámbito interpersonal, una disculpa sincera, un reconocimiento oportuno o una expresión de afecto profundo tienen el poder de restaurar, sanar y fortalecer los vínculos, operando como verdaderos actos de gracia. El lenguaje se convierte así en el medio a través del cual compartimos nuestras vulnerabilidades y nuestras fortalezas, tejiendo la compleja trama de la intersubjetividad. Al respecto, Ludwig Wittgenstein, en sus “Investigaciones filosóficas”, señalaba que “comprender una oración quiere decir comprender un lenguaje. Comprender un lenguaje quiere decir dominar una técnica” (Wittgenstein, 1953, §199). Esta «técnica» no solo nos permite describir, sino también nombrar, clasificar y, en última instancia, constituir la realidad social y personal, posibilitando esa gracia.
Sin embargo, es la otra cara de esa moneda- su capacidad de destrucción- lo que obsesionó a Steiner. La misma potencia que permite la construcción habilita también la devastación. Para él, la atrocidad del siglo XX, particularmente el Holocausto, puso de manifiesto cómo el lenguaje puede ser corrompido, vaciado de su significado y utilizado para justificar lo inhumano. Nuestro autor se preguntó si, tras Auschwitz, el lenguaje mismo no había quedado permanentemente herido, si algunas palabras no habían perdido su inocencia para siempre, en tanto que la capacidad de las palabras para despojar al otro de su humanidad es una de las facetas más aterradoras de su poder destructivo.
Esta preocupación conecta directamente con el análisis que Hannah Arendt realiza en su obra “Eichmann en Jerusalén: un informe sobre la banalidad del mal”, donde nos muestra cómo la ejecución de la burocracia desprovista de pensamiento crítico y saturada de un lenguaje técnico, impersonal y estandarizado, permitió a Eichmann y a otros funcionarios a realizar actos de barbarie inimaginable sin percibir la monstruosidad moral de sus acciones. Al expresar que “el ideal de la burocracia es la eliminación de la persona, del sujeto de las órdenes” (Arendt, 1963, p. 119), está revelando cómo la abstracción lingüística y la deshumanización de los términos facilitaron una ceguera moral que fue fundamental para el Holocausto. La calumnia, la difamación, el discurso de odio y la retórica deslegitimadora, al igual que el lenguaje burocrático analizado por Arendt, tienen la capacidad de corroer la reputación, desatar la violencia y fracturar comunidades enteras.
También, Michel Foucault señaló en su obra “El orden del discurso” que “todo sistema de educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los saberes y los poderes que implican” (Foucault, 1970, p. 11). Dicho control sobre el discurso y la manipulación del lenguaje son, por ende, instrumentos de dominación y, potencialmente, de aniquilación social o moral. La palabra injuriosa no sólo daña al receptor, sino que también corrompe al emisor y contamina el espacio comunicativo compartido por todos. Pues bien, para Steiner, esta corrupción del lenguaje es el preludio de la barbarie.
En este punto de la reflexión, es preciso, entonces, revisar las trampas del lenguaje y la fragilidad de la ciudadanía, porque la dualidad constitutiva del lenguaje, tan enfatizada por Steiner y puesta de manifiesto en las reflexiones de Arendt, nos impone una responsabilidad ética de magnitudes considerables. Caer en dichas trampas implica una falta de conciencia crítica sobre su funcionamiento y los alcances de su impacto. Esto se manifiesta en el uso de un lenguaje vago o ambiguo que, de forma deliberada o no, puede servir para evadir responsabilidades, manipular percepciones o sembrar confusión, impidiendo la claridad necesaria para el juicio moral y la acción justa.
La riqueza del lenguaje radica en su capacidad para articular matices, expresar la complejidad de las emociones y el pensamiento, como también nombrar las infinitas gradaciones de la experiencia humana. Sin embargo, presenciamos una preocupante tendencia hacia la trivialización intencional y el uso indiscriminado de clichés vacíos, fenómenos que despojan a las palabras de su verdadero poder significativo. Cuando el vocabulario se reduce a un puñado de términos “comodín”, el diálogo se empobrece y la capacidad de reflexión profunda se ve anestesiada. Pensemos, por ejemplo, en la omnipresencia de adjetivos como “cool” o “mala onda” para describir una gama inmensa de situaciones, desde una obra de arte hasta una noticia impactante o una experiencia personal. Un concierto que nos conmocionó, una conversación trascendente o un momento de angustia existencial quedan reducidos a una etiqueta genérica, vacía de contenido. Este uso perezoso del lenguaje no sólo limita nuestra capacidad de expresión, sino que también nos impide percibir la singularidad de cada evento, aplanando la rica textura de la realidad. Si nos conformamos con clichés como “y así son las cosas” o “está todo bien”, cerramos la puerta a la verdadera indagación, a la pregunta incómoda y a la posibilidad de nombrar aquello que es verdaderamente significativo, dejando que la superficialidad se instale en el centro de nuestra comunicación y por ende, de nuestra comprensión del mundo.
A menudo, pensamos en el lenguaje como un acto explícito, en las palabras que se dicen. Pero su poder, y también su peligro, reside igualmente en lo que se calla. El silencio cómplice no es una ausencia inofensiva; es, de hecho, una forma activa de destrucción, tan potente como la palabra mal intencionada. Cuando la verdad se oculta detrás del mutismo, se imposibilita el diálogo necesario, ese espacio fundamental donde las diferencias se confrontan, las heridas se reconocen y las soluciones se gestan. Pensemos en una situación hipotética de acoso laboral: la víctima sufre, pero si los compañeros, por miedo o por indiferencia, guardan silencio, su mutismo está validando una injusticia mientras que profundiza el aislamiento de quien la padece. Este silencio se convierte en un consentimiento tácito, una aceptación pasiva de aquello que debería ser desafiado. La ausencia de las palabras justas- un “lo siento”, un “no estoy de acuerdo”, un “esto es inaceptable”- puede dejar cicatrices tan profundas como un insulto o una calumnia. Es, como bien lo expresó Edmund Burke, que “lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada”. Y ese “no hacer nada” incluye, de forma crucial, la negación de la palabra cuando ésta es indispensable para confrontar la injusticia y preservar la integridad.
También, es indispensable que pensemos en la deshumanización del lenguaje en la era digital en la que nos encontramos. Ahora, la comunicación se ha acelerado a límites insospechados, pero a menudo a costa de su profundidad. El lenguaje está corriendo el riesgo de ser reducido a una llana transmisión de información, como un código binario desprovisto de alma. Esta visión utilitaria ignora por completo las riquísimas dimensiones esenciales de las palabras, a saber, como dijimos recientemente, su carácter performativo, afectivo y ético. No se trata sólo de que las palabras describan la realidad, sino que la crean. Cuando alguien pronuncia un “sí, acepto” en una boda, no solo informa de su consentimiento, sino que está contrayendo un compromiso que transforma su estado civil y su vida. De la misma manera, una “promesa” establece una obligación futura, un “lo siento” busca reparar un daño y una amenaza puede infundir el terror y modificar el comportamiento. Si reducimos el lenguaje a datos fríos, perdemos la capacidad de comprender cómo las palabras construyen confianza, cómo destrozan vínculos, cómo reconcilian diferencias o cómo infligen heridas profundas. La prisa, la superficialidad de los caracteres limitados y la ausencia de contacto humano en muchas interacciones digitales nos hacen olvidar que detrás de cada mensaje hay una intención, un impacto y una responsabilidad. Ignorar estas capas vitales es despojar al lenguaje de su poder más fundamental y, con ello, deshumanizar nuestra propia forma de interactuar con el mundo y con los otros.
No obstante, la capacidad de discernir estas trampas y de ejercer una responsabilidad lingüística genuina se ve profundamente comprometida por la crisis educativa contemporánea. Si la libertad ciudadana se cimienta en la habilidad de interpretar críticamente el mundo, de comprender los discursos que nos atraviesan y de participar activamente en la conversación pública, ¿cómo es posible alcanzarla cuando el nivel de alfabetización crítica y el aprendizaje del lenguaje en las instituciones educativas muestran un deterioro preocupante? Un sistema educativo que no provee las herramientas para un manejo sofisticado del lenguaje está condenando a los individuos a la pasividad frente a la manipulación retórica y a la incapacidad de articular su propia visión del mundo. La precariedad en el dominio de la lectura, la escritura y el pensamiento crítico produce ciudadanos más vulnerables a la propaganda, menos capaces de diferenciar el argumento falaz y, en última instancia, menos libres en un sentido existencial y político. La calidad del lenguaje es, pues, un pilar insoslayable de la democracia y la autonomía personal, y su erosión representa una amenaza directa a la posibilidad de una ciudadanía verdaderamente libre y consciente. Sí, lo estoy diciendo con claridad: si se habla mal, se lee mal, se escribe mal, indefectiblemente, se piensa mal.
La agudeza en el manejo del lenguaje, por lo tanto, no es una mera habilidad retórica, sino una competencia filosófica, ética y política. Exige una constante introspección sobre la intención detrás de cada expresión, una atención rigurosa a la forma en que nuestras palabras son recibidas y una humildad intelectual para reconocer sus límites y sus posibles malinterpretaciones. Hans-Georg Gadamer, en “Verdad y método”, enfatizó la naturaleza dialógica de la comprensión, afirmando que “la hermenéutica exige que nos abramos al pensamiento del otro y que nos permitamos la posibilidad de que sus palabras nos digan algo” (Gadamer, 1960, p. 293). Como podrán apreciar, queridos lectores, esto implica escuchar, no sólo para responder, sino para comprender verdaderamente, reconociendo que el significado siempre es una construcción compartida y frágil.
El lenguaje es, en última instancia, el espejo y el forjador de nuestra condición humana. Su potencia para la gracia y para la destrucción exige que el hablante no sea un autómata que emite sonidos, sino un agente consciente y responsable de su impacto. La frase que hemos tomado como epígrafe nos impele a reconocer que una sola palabra tiene la capacidad de abrir tanto la luz de la comprensión como la oscuridad del abismo. El desafío ético-filosófico de nuestro tiempo no es sólo dominar el lenguaje en su gramática y léxico, sino también, crucialmente, comprender su poder intrínseco para construir o demoler, y elegir, en cada acto del habla, el camino de la gracia. Sólo así podremos aspirar a que el instrumento más poderoso de la humanidad sea un vehículo para su elevación, y no para su propia aniquilación.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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El pesebre ante la sombra de la intolerancia salvaje- Lisandro Prieto Femenía
«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria».
Juan 1:14, Biblia de Jerusalén, 2009, Bilbao: Desclée de Brouwer, p. 1532.
La controversia pública que ha permeado las recientes semanas se manifiesta como un fenómeno poliédrico que desafía la estabilidad simbólica y la paz social de Europa- Los hechos registrados por medios internacionales como Euronews, Swissinfo, Infobae, NationalGeographic, Gaceta y ABC no pueden ser despachados como meras anécdotas aisladas.
«No hay coacción en la religión.» (Corán 2:256).
La instalación de un belén compuesto por figuras sin rostro en la Grand-Place de Bruselas, calificado bajo el patético eufemismo de “inclusivo” pero percibido como una profanación de la identidad iconográfica, el asedio a los grandes almacenes en París que se han visto imposibilitados de instalar decorados navideños por presiones sociales, la cancelación de mercadillos históricos en el sur de Francia y el alarmante debate en Alemania sobre la incapacidad policial para garantizar la integridad de los asistentes frente a la amenaza terrorista, configuran un mapa de la retirada de Occidente de su propio espacio público.
Ante este escenario, donde figuras políticas “controvertidas” como GiorgiaMeloni reivindican el pesebre de Belén como un emblema irrenunciable de la civilización, surge una pregunta que trasciende la gestión urbana: ¿estamos ante signos de una transformación civilizatoria que obliga a Occidente a mutar su estilo de vida por la fuerza, o ante una serie de fenómenos que hemos apresurado a unificar bajo la metáfora de la invasión? Analizar estos hechos con disciplina interpretativa exige separar lo verificable de la construcción retórica, evaluando las causas múltiples para proponer respuestas racionales y democráticas que no sacrifiquen libertades fundamentales en el altar del miedo.
Para abordar esta complejidad con rigor, debemos alejarnos de la hermenéutica social monocausal que reduce toda tensión a la presencia de un islam violento, pero sin caer en la ceguera de ignorar la voluntad de dominio que se esconde tras la intolerancia radicalizada. Por ejemplo, Hannah Arendt, en su obra “Los orígenes del totalitarismo”, arroja luz sobre el riesgo de las ideologías que anulan el pensamiento individual al señalar que lo que distingue al totalitarismo no es tanto su extremismo cuanto su composición de masas movidas por un ideario que sustituye el pensamiento por la repetición (Arendt, H., 2003, Barcelona: Paidós, p. 412).
No obstante, el rigor analítico nos obliga a confrontar una dialéctica de valores donde la hospitalidad cristiana, raíz de la identidad occidental, se ve hoy asediada por una fuerza que utiliza la fe como instrumento de coacción y profanación. Esta hospitalidad no es una debilidad claudicante ni una tolerancia vacía, sino que se asienta en el mandato del ágape y la «caritas»: una apertura al otro que busca la paz y el reconocimiento de la dignidad. No olvidemos que Joseph Ratzinger (Papa Benedicto XVI)sostenía que la fe cristiana ha creado una cultura de la hospitalidad que permite la existencia del otro en su diferencia, siempre que esta no destruya el fundamento mismo de la convivencia humana (Ratzinger, J., 2005, Madrid: Taurus, p. 89).
«La hospitalidad no es solo una virtud de acogida, sino la esencia misma de una civilización que se reconoce en el amor al prójimo como imagen de lo divino».
(Ratzinger, J., 2005, La fraternidad cristiana, Madrid: Taurus, p. 112).
Ahora bien, centrémonos por un instante en la figura que representa una ofensa para este malón de lúmpenes violentos e ignorantes. En el corazón de esta disputa simbólica, el pesebre emerge no como una estructura de poder o una amenaza identitaria, sino como la manifestación estética de la kenosis divina: un anonadamiento de Dios que se hace pequeño para encontrar al hombre.
Desde una reflexión teológica, el pesebre es un signo potentísimo de humildad que subvierte la lógica del dominio. Tal como señaló Hans Urs von Balthasar en Gloria, la belleza de lo sagrado en el cristianismo no se impone por la fuerza, sino por la irradiación de un amor que se entrega sin condiciones. En este sentido, el pesebre representa la paradoja de un Dios que, lejos de exigir sumisión mediante el terror, se expone en la fragilidad de un recién nacido, ofreciendo un paradigma de perdón y respeto absoluto por la libertad del otro. Esta “debilidad” de Dios es, en realidad, una fortaleza ética que invita a la esperanza y propone una convivencia basada en la vulnerabilidad compartida y no en la hegemonía teocrática.
Complementariamente, RémiBrague, en su obra Europa, la vía romana, refuerza esta idea mediante el concepto de “segundidad”: la esencia de la cultura europea radica en su capacidad de reconocerse heredera de una alteridad. El pesebre es el símbolo máximo de esa segundidad, pues presenta a un dios que “viene de fuera” para habitar lo cotidiano. Sin embargo, esta apertura entra en colisión directa con la violencia intolerante musulmana que, en sus vertientes extremas, se presenta como una cultura de “primariedad” absoluta, buscando la sustitución totalitaria del espacio sagrado del anfitrión.
Esta categoría (secondarité) describe la experiencia de quien se sabe heredero de una fuente anterior a la que no puede sustituir, sino que debe interpretar y transmitir. Europa es “romana” en el sentido de que Roma no inventó sus contenidos culturales (que eran, en su gran mayoría, griegos), sino que se posicionó como el puente que permitió su pervivencia. En su obra fundamental, Brague define esta estructura de la siguiente manera:“Ser «romano» es tener la conciencia de que lo que se transmite no nos pertenece, de que somos los segundos con respecto a una fuente que es mayor que nosotros mismos y que nos precede en dignidad”(Brague, R., 2005, Europa, la vía romana, Madrid: Editorial Gredos, p. 54).
Esta disposición ontológica explica por qué la hospitalidad cristiana y la apertura de occidente no ha sido, históricamente, signo de debilidad, sino la manifestación de una cultura que sabe que su supervivencia depende de su capacidad de acoger una alteridad fundante. Sin embargo, la crisis actual en ciudades europeas surge cuando esta “segundidad”, totalmente desvirtuada por la agenda posmo-progre decadente, se enfrenta con la cosmovisión extremista, la cual no se presenta como interlocutor legítimo, sino que buscan la sustitución totalitaria de la memoria del país que los acogió.
«Si no puedes cambiar la dirección del viento, ajusta las velas de tu barco», escribió Epicteto, pero la época exige saber si acaso no nos piden que quememos la embarcación. (Epicteto, Manual, traducción castellana, p. 42, 2008).
La resistencia simbólica- la defensa del rostro en el Belén o la persistencia de los mercados navideños- no es, desde la perspectiva de Brague, una cerrazón chovinista. Es, por el contrario, la defensa de la “segundidad” misma: el derecho a seguir siendo el cauce de una herencia que se reconoce limitada pero valiosa. Pues bien, si Europa renuncia a sus símbolos por miedo o por una malentendida neutralidad, no está siendo más inclusiva, sino que está traicionando la estructura romana que le permitía, precisamente, ser el espacio de encuentro para lo diferente. La capitulación ante la intolerancia radicalizada significaría el fin de la vía romana y el inicio de un tiempo donde la “primariedad” del más fuerte borraría el derecho a ser “segundo”, es decir, el derecho a heredar y respetar una historia que nos precede y nos constituye.
La resistencia simbólica en las capitales europeas frente a la mutilación de los belenes no es un acto de exclusión, sino la defensa de un símbolo que predica la humildad frente a la soberbia del fanatismo. La figura borrada de Bruselas es una afrenta a la visibilidad de la encarnación, esa verdad teológica que afirma que lo divino tiene un rostro humano y, por tanto, merece respeto y no ocultamiento.
Por su parte, San Agustín de Hipona nos ofrece una clave fundamental para entender este conflicto al definir la paz como la tranquillitas ordinis o la tranquilidad del orden, es decir, una disposición de las cosas que atribuye a cada una su lugar justo (Agustín de Hipona, 2007, Madrid: Gredos, p. 543). En la Europa posmoderna, la seguridad debe ser la protección de este orden que permite a la cultura de la hospitalidad y al signo del pesebre sobrevivir sin ser desplazados por la amenaza. Cuando los Estados cancelan un rito para evitar ofensas, rompen la tranquillitas ordinis y permite que la intolerancia ignorante y violenta dicte la forma de nuestra vida común.
«La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden; y el orden es la distribución de los seres iguales y desiguales, que da a cada uno su lugar».
(Agustín de Hipona, 2007, La ciudad de Dios, Madrid: Editorial Gredos, p. 542).
Esta tensión pone en jaque, también, el principio de John Stuart Mill, quien sostiene que la única finalidad del poder es prevenir el daño a otros (Mill, J. S., 1999, Madrid: Alianza Editorial, p. 78). Queda claro que el daño, hoy, se manifiesta en la erosión progresiva del espacio simbólico. Paralelamente, George Orwell nos avisó que si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper al pensamiento (Orwell, G., 1996, Madrid: Alianza Editorial, p. 252): llamar “inclusión” a la eliminación de los rostros en un pesebre es una clara perversión semántica que oculta la capitulación progre ante la intolerancia que no soporta la humildad del signo cristiano.
La “plaza” sin adornos que hoy vemos transformada es el reflejo de una sociedad que ha comenzado a dudar de su propia legitimidad moral frente al salvajismo intolerante. Si el pesebre es, como hemos argumentado, un signo de esperanza y perdón, ¿qué mensaje enviamos al futuro al permitir que sea profanado o escondido por miedo a quienes sólo conocen el lenguaje de la imposición barbárica? Resulta imperativo reflexionar si una democracia puede sobrevivir si confunde la tolerancia con el renunciamiento ante quienes desprecian sus símbolos más profundos y sagrados, permitiendo que el espacio común sea despojado de su rostro por el simple hecho de no ofender a la violencia.
¿Hasta qué punto la autonegación de lo sagrado en nombre de una supuesta neutralidad pluralista no es, en realidad, una invitación directa a la ocupación cultural por parte de quienes no respetan la diversidad de la hospitalidad cristiana? Debemos cuestionarnos con urgencia cómo evitaremos que la política del miedo nos transforme finalmente en extranjeros en nuestra propia tierra, limitando nuestra existencia a una supervivencia biológica despojada del espíritu que el rito y la historia otorgan a nuestras vidas.
Por último, queridos lectores, ¿es el pesebre una amenaza para la paz, o es acaso la última frontera de una paz verdadera que se niega a ser sustituida por la tranquilidad de los cementerios?. ¿Estamos aún a tiempo de defender la tranquilidad del orden que nos permite ser nosotros mismos, o hemos aceptado ya que la figura borrada del belén de Bruselas sea el único espejo donde nos atrevemos a mirarnos?
Referencias Bibliográficas (APA 7)
Agustín de Hipona. (2007). La ciudad de Dios. Madrid: Editorial Gredos.
Arendt, H. (2003). Los orígenes del totalitarismo. Barcelona: Editorial Paidós.
Balthasar, H. U. (1985). Gloria: Una estética teológica. Madrid: Encuentro.
Benjamin, W. (2003). Sobre el concepto de historia. En Obras escogidas. Madrid: Editorial Akal.
Biblia de Jerusalén. (2009). Bilbao: Desclée de Brouwer.
Brague, R. (2005). Europa, la vía romana. Madrid: Gredos.
Corán. (s. f.). El Noble Corán (traducción al español). Verso 2:256.
Mill, J. S. (1999). Sobre la libertad. Madrid: Alianza Editorial.
Orwell, G. (1996). 1984. Madrid: Alianza Editorial.
Ratzinger, J. (2005). La fraternidad cristiana. Madrid: Taurus.
Weil, S. (1993). La persona y lo sagrado. Valencia: Editorial Pre-Textos.
Fuentes de Información
ABC. (10 de diciembre de 2025). GiorgiaMeloni reivindica belén como símbolo de Navidad.
Euronews. (3 de diciembre de 2025). Figuras sin rostro y «Jesús robado»: por qué es tan polémico el belén de Bruselas.
Gaceta.es. (14 de octubre de 2025). Alemania planea cancelar la mayoría de los mercados navideños porque la policía no puede garantizar la seguridad.
Infobae. (19 de noviembre de 2025). Unos grandes almacenes de París se quedan sin poder instalar decorados navideños en la vía pública.
NationalGeographic Viajes. (2025). Confirmado: se cancela el mercadillo de Navidad más icónico del sur de Francia.
Swissinfo. (2025). Polémica en Bruselas por un belén «inclusivo» compuesto de figuras sin rostro.
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Australia sufre las consecuencias de la sumisión progresista – Lisandro Prieto Femenía
La debilidad política es el principal vector de la violencia; es la rendición a los discursos que apaciguan la firmeza ética”
Prieto Femenía, 2025
La irrupción del terror en Sídney obliga a la razón filosófica a trascender el banal estupor mediático y confrontar la naturaleza política del fenómeno. No alcanza con condenar el acto de muerte asociado a una causa religiosa degenerada; es imperativo interrogar las condiciones simbólicas, institucionales y discursivas que permitieron que la violencia se instale en el corazón de la urbe, tensando el pacto social hasta el punto de su ruptura. Este ejercicio de crítica que hoy ofrecemos no busca absolución del perpetrador- un agente moral con responsabilidad indeclinable-, sino el examen de la fragilidad cultural, moral y política que el evento trágico ha puesto de manifiesto, especialmente cuando las advertencias previas parecían augurar la posibilidad del quiebre.
Para comprender la magnitud del atentado, es necesario situarlo en el marco de la teoría política clásica. La violencia se distingue radicalmente del poder, el cual, para Hannah Arendt, emana de la acción y el acuerdo conjunto de la pluralidad de los hombres. La acción perpetrada por individuos nefastos como Naveed Akram representa la forma extrema de la violencia: la voluntad de “uno contra todos” (Arendt, 1970, p. 144), que busca anular el consenso y el diálogo político mediante una acción cobarde y resentida. Como la misma Arendt sentenció, “poder y violencia son contrarios; donde uno gobierna en forma absoluta, el otro está ausente” (Arendt, 1970, p. 157).
Pues bien, en la “trayectoria de aislamiento y radicalización en los últimos años” de Akram (La Nación, 2025), se materializa un fracaso político global: el terrorismo opera como un intento desesperado de sustituir el poder- la capacidad de construir un mundo común- por la coerción brutal, demostrando que “la tiranía, como lo descubrieron los griegos, puede ser un sustituto de la acción” (Arendt, 1970, p. 157).
Además, la práctica de la violencia tiene una cualidad fatalista. Al respecto, Arendt nos advirtió que “la práctica de la violencia, como toda acción, cambia el mundo, pero el cambio más probable es hacia un mundo más violento” (Arendt, 1970, p. 180). Esta sentencia obliga a la prudencia política, puesto que cualquier respuesta estatal que no distinga nítidamente entre la defensa del orden y la generación de una espiral de resentimiento, está condenada a materializar precisamente la profecía de una mayor violencia, debilitando la pluralidad, que es la condición indispensable de la política (Arendt, 1958, p. 200).
La sensación de que el ataque “se veía venir” se sustenta en una ceguera política que, en ocasiones, se disfraza de equidistancia moral. Recordemos brevemente nuestra misma advertencia crítica, cuando realizamos un análisis sobre las consecuencias de la sumisión europea: no se trata de meras profecías, sino de la identificación de una debilidad estructural del Estado democrático en todo occidente. En aquel artículo (2025), señalé, no sólo la “erosión de mecanismos de prevención”, sino también la instalación de una sumisión política que identifico con la inercia institucional que, por apaciguamiento ideológico o incapacidad estratégica, renuncia a la defensa vigorosa de sus propios principios. En pocas palabras, recuerdo haberlo dicho con rigor: “Si las democracias abandonan la claridad de sus principios para apaciguar discursos radicales, lo que se erosionará no será sólo una política, sino la confianza colectiva que sostiene la convivencia” (Prieto Femenía, 2025).
Esta tesis se ve dramáticamente interpelada en el ámbito de la política exterior. La declaración del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, tras el atentado de Sídney, ilustra con precisión esta dialéctica de la violencia. Netanyahu no dudó en aprovechar la situación para vincular el ataque con la postura australiana de solicitar y reconocer un Estado palestino (20minutos.es, 2025), sugiriendo que la concesión de un principio político sensible, a través de una postura bastante posmo-progre en política exterior, es interpretada por los actores radicales como un signo de debilidad y sumisión, una que echa leña al fuego del antisemitismo y, por extensión, a la violencia radicalizada.
La crítica que emerge aquí es que el progresismo endémico occidental, al diluir la claridad de sus fronteras éticas y políticas al ceder principios estratégicos, no entrega a su gente por cobardía, sino por la disolución de su propio poder, permitiendo que la violencia instrumental aproveche la griega, confirmando que “algunas medidas preventivas, correctamente implementadas, podrían haber reducido la probabilidad del ataque” (The Conversation, 2025).
Asimismo, es indispensable destacar que esta crisis política se ancla en una profunda diferencia teológico-política. El pensamiento occidental, moldeado por la tensión entre el César y Dios (Mt. 22:21), ha permitido, tras siglos de conflictos internos, que el catolicismo y el judaísmo convivan con el Estado secular, aceptando la primacía de la ley civil y la libertad religiosa como principio de no-imposición de la fe, un principio defendido, por ejemplo, en la declaración Dignitatis Humanae del Concilio Vaticano II (1965). Ambas tradiciones, aunque con historias diversas, han desarrollado una modulación teológica que permite la soberanía del Estado.
En contraste, la irrupción violenta del Islam radical en occidente, manifiesta en la acción de Sídney y en un impresionante historial reciente de ataques a iglesias católicas a lo largo y ancho de toda Europa, demuestra una cruda realidad de confrontación: no buscan, en absoluto, la adaptación a la vida occidental, sino la conquista, dominación e imposición de una nueva forma de vida incompatible con la democracia en un Estado de derecho.
En esta lectura, la violencia no es un simple acto criminal individual de un par de lúmpenes resentidos, sino una expresión de una teología política que anula la distinción entre lo religioso y lo político, aspirando a que la Ummah (la comunidad de creyentes) sea la única fuente de soberanía y derecho. Esta es la raíz de la tesis del “choque de civilizaciones”: la negativa del fundamentalismo a la secularización del poder y a la aceptación de las normas occidentales, transformando la diferencia cultural y religiosa en un mandato bélico grosero.
Ante esta barbarie, la respuesta individual del héroe civil, que “evitó una tragedia mayor” (La Nación, 2025), y cuyo acto de valor fue definido por sus padres como carente de prejuicios: “No discrimina entre una nacionalidad y otra” (El País, 2025), se erige como una afirmación de la ética de la convivencia. Esta frase obliga a pensar la significación política del coraje humano: no se trata de exaltar la violencia, sino de reconocer que la respuesta noble en situaciones límites puede restituir un sentido de humanidad que el terror desquiciado intenta destruir. Pero cabe preguntar si la celebridad del gesto individual, no encubre, a la vez, fallas sistémicas más profundas en materia de prevención y convivencia. En otras palabras, este acto de coraje es un espejo incómodo que revela una insuficiencia en la seguridad institucional, un quiebre que obligó a la soberanía civil a manifestarse en el límite.
Al examinar la respuesta estatal, la condena internacional fue “inmediata y rotunda” (Deutsche Welle, 2025), pero la filosofía debe examinar las implicaciones de la respuesta de seguridad. Al recurrir al endurecimiento de las medidas de control, el Estado ejerce la violencia conservadora del derecho. Al respecto, Walter Benjamin también nos advirtió sobre la ambigüedad moral de esta violencia: “El derecho considera la violencia en manos de la persona aislada como un peligro o una amenaza de perturbación para el ordenamiento jurídico” (Benjamin, 2001, p. 112). La ética de la seguridad debe integrarse con la ética de la justicia, resistiendo la tentación de la simplificación y evitando que, en el afán por contener el terror, se genere una polarización social al estigmatizar a comunidades enteras por culpa de un puñado de salvajes e inadaptados. En este escenario, la violencia estatal, disfrazada de protección, termina por socavar el tejido social, concediendo al terrorismo una victoria póstuma al anular la verdadera pluralidad, no la payasada que versa la agenda progre de moda.
En definitiva, queridos lectores, el desgarro en el corazón de Sídney impone a la conciencia democrática un ejercicio de reflexión que debe ser, por fuerza, incompleto y radicalmente crítico. El terror no sólo asesina vidas, sino que intenta matar la capacidad de convivencia, y es por ello que no es admisible cerrar el análisis con un juicio final, sino que debemos apelar a la interrogación filosófica, que persiste y obliga al lector a interpelar a sus propios prejuicios e instituciones.
La pregunta fundamental que se nos impone es la siguiente: si las democracias eligen la ceguera política y la sumisión ante la defensa vigorosa de sus principios- tal como lo planteamos en nuestro artículo “Analizando las consecuencias de la sumisión europea”-, ¿hasta qué punto son ellas mismas cómplices en la creación del fatalismo que augura la violencia, al no distinguir entre la convivencia histórica con otras confesiones y la confrontación ideológica con quienes buscan la dominación total de la vida occidental?
El debate sobre la política exterior, y la supuesta entrega de principios ante la amenaza, también nos obliga a preguntar: ¿es posible para el Estado, al recurrir a la violencia legal para conservar el derecho, evitar deslizarse hacia una lógica de la excepción que destruya la pluralidad que le da origen? Y, por último, el llamado ético más difícil: ¿cómo se puede honrar la memoria de las víctimas y la dignidad del héroe civil sin permitir que ese dolor se instrumentalice en un mecanismo de demonización o de exclusión que, a largo plazo, sólo conseguiría la victoria póstuma de la violencia, condenando al mundo a ser cada vez más violento?
Referencias
Arendt, H. (1970). Sobre la violencia (M. González, Trad.). Joaquín Mortiz.
Arendt, H. (1958). La condición humana (R. Gil Novales, Trad.). Paidós.
Benjamin, W. (2001). Para una crítica de la violencia y otros ensayos (B. E. V. de O., Trad.). Taurus.
Concilio Vaticano II. (1965). Declaración Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa. (Se hace referencia al contenido de la declaración).
Deutsche Welle. (2025). Comunidad internacional condena atentado en Sídney. DW.
El País. (15 de diciembre de 2025). Los padres del héroe de los atentados de Sídney: ‘él no discrimina entre una nacionalidad y otra’. El País.
La Nación. (14 de diciembre de 2025). Australia: la heroica acción de un civil que desarmó a uno de los terroristas. La Nación.
La Nación. (14 de diciembre de 2025). ¿Quién es Naveed Akram, uno de los tiradores del atentado en Australia?. La Nación.
Prieto Femenía, L. (2025, 6 de octubre). Analizando las consecuencias de la sumisión europea. El Censor. Cita textual del epígrafe: “La debilidad política es el principal vector de la violencia; es la rendición a los discursos que apaciguan la firmeza ética.” (Prieto Femenía, 2025).
The Conversation. (2025). Australia se está recuperando del peor ataque terrorista sufrido en su territorio; se podría haber evitado. The Conversation.
20minutos.es. (2025, 16 de diciembre). Netanyahu relaciona el ataque de Sídney con que Australia pida un Estado palestino: «Echa leña al fuego del antisemitismo». (Se hace referencia al contenido de la noticia que vincula la postura política de Australia con el aumento del antisemitismo y la violencia, citando a Netanyahu).
Opinet
Resistiendo a la obsolescencia de los afectos
Lisandro Prieto Femenía
“Vivimos en la época en que las promesas caducan más rápido que los aparatos” Bauman, Amor líquido, 2003, p. 4.
Seguramente, alguna vez, habrán escuchado el término “obsolescencia programada”, concepto forjado por el ámbito de la ingeniería y la producción industrial para definirla como la determinación deliberada de una vida útil limitada para un producto, forzando su reemplazo prematuro. Este principio marca una ruptura histórica con el antiguo “ethos” industrial, donde la excelencia residía en la durabilidad y longevidad del objeto. Hoy, en cambio, la lógica económica impone un diseño para la caducidad: todo se produce con una fecha de vencimiento preconcebida.
Esta idea trasciende su origen material para ofrecer una perspectiva heurística potente. Su aplicación al análisis de las relaciones humanas no se reduce a una analogía superficial sobre la fugacidad, sino que permite desvelar cómo un conjunto de condiciones económicas, simbólicas y éticas configuran activamente la expectativa de caducidad y reemplazo en la esfera íntima, donde, de manera análoga, la solidez y el compromiso ceden ante la provisionalidad.
Las relaciones se han transfigurado en bienes utilitarios cuya validez se determina por su desempeño inmediato, la gratificación instantánea o su alineamiento circunstancial con el proyecto de vida individual, generando una espiral de deseo insatisfecho y descarte prematuro. Este desplazamiento es inherente a formas de vida contemporáneas donde la fluidez, la provisionalidad y la flexibilidad no son meras características, sino que se elevan a la categoría de virtudes adaptativas, aunque a un terrible costo emocional.
Para comprender la estructura de esta fragilidad, resulta ineludible recurrir a la formulación de la modernidad líquida propuesta por Zygmunt Bauman. El sociólogo polaco identifica cómo el debilitamiento de las instituciones históricas (la familia normativa, la comunidad estable) y de los códigos morales duraderos ha dejado a los afectos desprotegidos ante las dinámicas del mercado. En este contexto de disolución, el lazo se erosiona, pasando de un compromiso ético profundo a un simple contrato tácito susceptible de cancelación si las expectativas no se satisfacen.
La liquidez que promete movilidad y adaptación simultáneamente implica una corrosión de la forma, volviendo el afecto en un objeto volátil, despojado de la densidad de lo duradero. La verdadera tragedia de esta liquidez no es la ausencia de vínculos, sino la angustia constante de su fragilidad, el saber íntimo de que todo puede terminar sin aviso previo, sin causa profunda, sólo por la emergencia de una “mejor oferta” o una menor fricción.
En este contexto, la obsolescencia afectiva se consolida mediante la injerencia directa del capitalismo tardío en la psique y el “ethos” relacional. Al respecto, Eva Illouz, con su concepto de “Capitalismo emocional”, mapea cómo la economía de mercado ha penetrado y racionalizado la esfera íntima. La lógica empresarial y la cultura terapéutica se han incrustado en los vínculos, obligando a los sujetos a ser “gestores” de sus emociones y a evaluar a las parejas bajo criterios de eficiencia, minimización de riesgos y maximización de beneficios. Concretamente, Illouz sostiene que “el capitalismo reorganizó las culturas emotivas e hizo que el individuo económico se volviera emocional y que las emociones se vincularan de manera más estrecha con la acción instrumental” (Illouz, como se cita en Molteni, 2021, p. 78).
La intimidad, antes refugio de lo incondicional, se convierte así en un campo de inversión y riesgo, donde el “fracaso” de una relación se percibe no como una pérdida humana, sino como un mal cálculo de mercado. Esto que acabamos de decir puede parecerles muy teórico, pero les aseguro que en algún momento de sus vidas han escuchado a alguien lamentarse por la insuficiente capacidad productiva y material de su pareja, como si ello implicara una tragedia existencial o una falla en la lógica de la elección de compañía. Esta racionalización del sentimiento nos deja desarmados frente al dolor genuino, al exigirnos una compostura emocional que sólo es compatible con la frialdad utilitaria.
A esta racionalización se suma la crítica eficaz de Byung-Chul Han a la sociedad del rendimiento. Desde su enfoque, nos explica que la exigencia de optimización y auto-explotación instrumentaliza las relaciones, transformándolas en recursos para la productividad psíquica y la visibilidad social. El amor, bajo este esquema perverso, no puede ser una pausa reflexiva o un espacio de vulnerabilidad, sino un motor de autoafirmación del yo. Bajo este imperativo, cualquier vínculo que demande una inversión temporal o un esfuerzo que no aporte un capital afectivo, material o simbólico inmediato es percibido como un lastre, una disfunción que debe ser eliminada. El “otro” se convierte en un elemento funcional dentro de la narrativa del yo emprendedor. Pues bien, el precio de esta celeridad es la pérdida de la profundidad y el asombro ante la alteridad, quedando atrapados en la tautología del yo y sus proyecciones caprichosas.
Además, es necesario explicitar que la fragilidad no es sólo una elección, sino un reflejo de las condiciones materiales impuestas por la precariedad. Sobre este asunto en particular, Richard Sennett, al analizar “la corrosión del carácter”, argumentó que la inestabilidad y la flexibilidad propias del nuevo capitalismo (trabajos de cortísimo plazo, reorganizaciones constantes) no se limitan al ámbito económico, sino que carcomen la capacidad moral para sostener lazos estables. El sujeto precario, obligado a ser maleable y estar listo para el cambio constante, percibe el compromiso duradero con otro como una rigidez peligrosa, un anacronismo que hipoteca la propia adaptabilidad al mercado. Esta tensión entre la necesidad humana de arraigo y la exigencia sistémica de desarraigo genera una fractura profunda en el “yo”, donde la lealtad y la continuidad son sacrificadas en el altar de la supervivencia económica.
Este proceso se intensifica en la posmodernidad, o hipermodernidad, definida por Gilles Lipovetsky como el triunfo del híper-individualismo hedonista. En este marco, la búsqueda de la autonomía y el bienestar individual se erige como un valor supremo que, si bien libera de antiguas coerciones, paradójicamente genera una profunda ansiedad ante la falta de anclajes. El individuo, centrado en su propia realización, prioriza la satisfacción inmediata y la libre disposición de su tiempo y afecto, volviendo la renuncia y la paciencia- elementos intrínsecos del compromiso- cualidades obsoletas. La promesa de disponibilidad perpetua que ofrecen las arquitecturas tecnológicas agrava esta condición, intensificando las comparaciones y la percepción de la propia y ajena reemplazabilidad. La paradoja es bastante cruel: se busca la felicidad a través de la máxima libertad, pero el resultado es una soledad líquida y la incapacidad de construir un mundo compartido.
El punto más crudo y doloroso de esta moral del descarte se halla en la imagen de los hogares de ancianos, o residencias para mayores, que se han convertido en el depósito silencioso de aquello que la sociedad posmoderna etiqueta como “innecesario”, “caduco”, o simplemente “ineficiente”. Estas instituciones se alzan como un testimonio mudo y punzante de la ética de la provisionalidad: la vejez, al requerir compromiso, paciencia, cuidado y una inversión de tiempo sin retorno productivo, se convierte en la antítesis del imperativo de rendimiento. El confinamiento de nuestros mayores es la metáfora última y más cruel de la obsolescencia afectiva, donde el lazo familiar duradero se sustituye por un servicio profesional pagado. En algunos casos puntuales, representa una vergüenza moral de un sistema que, al valorar sólo lo adaptable y lo productivo, ha encontrado un mecanismo para externalizar la obligación más fundamental del cuidado humano, un acto que revela la cifra final del individualismo hedonista.
Ahora bien, a esta densa crítica sociológica y filosófica, la reflexión teológica nos ofrece una perspectiva trascendente que eleva el debate ético al plano de lo incondicional. La fragilidad de los vínculos, vista a través del enfoque del pensamiento cristiano, por ejemplo, se revela como el síntoma de una profunda desorientación antropológica: la reducción del amor a una emoción pasajera o a un cálculo utilitario. En oposición radical a la lógica del descarte y de la satisfacción inmediata, la teología de la caridad, magistralmente desarrollada por Benedicto XVI en su encíclica “Deus Caritas Est” (2005), postula el amor como “ágape”, es decir, una fuerza que demanda sacrificio, purificación y, fundamentalmente, permanencia: “El amor necesita purificación y maduración, lo cual implica también el camino de la renuncia. […] El amor se convierte en ágape precisamente en la medida en que el hombre, para el otro, no busca ya simplemente a sí mismo, sino que se preocupa por el bien del otro, dispuesto al sacrificio: la madurez del amor consiste en esto” (Benedicto XVI, 2005, N. 6).
Como podrán apreciar, esta perspectiva sitúa la madurez afectiva no en la capacidad de “reemplazar” al otro de forma eficiente (lógica de Lipovetsky), sino en la voluntad de “permanecer” con el otro, incluso en la renuncia, trascendiendo el individualismo esclavo del placer personal. Desde esta óptica, la única respuesta a la obsolescencia programada no es la híper-adaptación, sino la reafirmación del valor inalienable de la persona y la vocación al don total y duradero, rescatando el lazo del mero utilitarismo que lo condena a caducar.
La verdadera reflexión crítica emerge cuando confrontamos el vacío punzante que queda tras cada descarte, una grieta que el consumo incesante jamás logra suturar. La tragedia final no es la rotura de un vínculo, sino la corrosión de la capacidad misma de vincularse con profundidad y autenticidad. La obsesión por la eficiencia emocional, ese mal cálculo de mercado que hemos naturalizado, nos condena a una existencia donde la vulnerabilidad es vista como una falla técnica y la inversión de tiempo se percibe como una pérdida de capital personal.
El sujeto híper-adaptable, ese ideal promovido por la flexibilidad laboral, se encuentra al final de su jornada con un “yo” tan maleable que ya es incapaz de sostener la rigidez de una promesa íntima. Ante la evidencia de que esta inestabilidad afectiva es el precio psíquico de la adaptabilidad exigida por el sistema, la pregunta más lacerante se impone: ¿qué queda del ser humano cuando se ha convertido en un bien de usar y tirar, dispuesto a la auto-explotación y al descarte? La única vía para la emancipación de esta lógica no es el retorno nostálgico, sino la articulación de una política de la permanencia donde la paciencia, el compromiso y el cuidado recíproco sean actos de subversión radical contra la tiranía de lo instantáneo. En definitiva, queridos lectores, si no se lucha por la densidad de los afectos, ¿quién luchará por la densidad de nuestra propia vida?
Referencias
- Bauman, Z. (2003). Amor líquido: Acerca de la fragilidad de los lazos humanos. Fondo de Cultura Económica.
- Benedicto XVI. (2005). Deus Caritas Est (Carta Encíclica). Ciudad del Vaticano.
- Han, B.-C. (2014). La sociedad del cansancio. Herder Editorial.
- Illouz, E. (2007). Intimidades congeladas: Las emociones en el capitalismo. Katz Editores.
- Lipovetsky, G. (1983). La Era del Vacío: Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Anagrama.
- Molteni, E. J. (2021). Capitalismo emocional: tensiones y solidaridades entre lo industrial y lo informacional. Revista Hipertextos, 9(16), 77-97.
- Sennett, R. (1998). La corrosión del carácter: Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Anagrama.
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