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¿Morir de vida súbita? La tragedia de la existencia inauténtica

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Por: Lisandro Prieto Femenía

“Me olvidé de vivir”- «J’ai oublié de vivre» Pierre Billon y Jacques Revaux, cantada por Julio Iglesias

Bien sabemos que la expresión “muerte súbita” evoca una imagen impactante: el fin abrupto e inesperado de una vida, sin previo aviso ni oportunidad de despedidas. En el ámbito médico, se refiere a un cese repentino e imprevisto de las funciones vitales. Pero, ¿qué pasaría si esta misma brutalidad se aplicase no al final físico, sino al final de una forma de vivir? Pues bien amigos, les propongo la metáfora “morir de vida súbita” para comprender la tragedia que representa una existencia inauténtica, una vida que se desperdicia hasta el punto de que, cuando la conciencia de la inmanencia de la muerte golpea, ya es demasiado tarde para empezar a vivir verdaderamente.

Este tipo de reflexiones, poco comunes en los medios de comunicación tradicionales, nos sumerge en las profundidades de la filosofía existencialista, donde la autenticidad, la conciencia de la finitud y la vivencia del tiempo son pilares fundamentales. Grandes pensadores y filósofos como Heidegger, Sartre y el propio Miguel de Unamuno exploraron con vehemencia la relación entre nuestra existencia y la muerte, no como un evento futuro, sino como una posibilidad que está siempre presente y que configura nuestro ser.

En primer lugar, miremos la inautenticidad como una huida de la angustia mediante una sed de inmortalidad. Para Martin Heidegger, en su obra cumbre “Ser y Tiempo”, la existencia humana es un “ser-para-la-muerte” (Sein zum Tode). Así, la muerte no es simplemente un final, sino una posibilidad ineludible que nos singulariza y nos confronta con la finitud de nuestro ser. Sin embargo, el Dasein (el “ser-ahí”, o sea, nosotros, los seres humanos) tiende a evadir esta confrontación, refugiándose en la existencia banal o inauténtica.

Cuando Heidegger expresa que «la huida ante la muerte es la inautenticidad del Dasein.» (Heidegger, M. Ser y Tiempo. Trad. Jorge Eduardo Rivera. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997, §50, p. 288), nos indica que el Dasein se sumerge en el “uno” (das Man), una forma de existencia impersonal donde las decisiones, los valores y el sentido de la vida son dictados por la masa, por lo que “se dice” o “se hace”. Vivimos conforme a expectativas externas, cumpliendo roles preestablecidos, persiguiendo metas que no son intrínsecamente nuestras. Así, la vida se convierte en una serie de acciones mecánicas, desprovistas de verdadero compromiso y significado personal o colectivo mientras que la angustia, ante la propia singularidad y la responsabilidad de la libertad, se disuelve en la comodidad patética del anonimato colectivo: uno pasa a ser “uno más” entre los demás.

Aquí es donde los ecos del gran Miguel de Unamuno resuenan con fuerza. En su monumental obra titulada “Del sentimiento trágico de la vida”, Unamuno ahonda en la “sed de inmortalidad” como la raíz más profunda de la existencia humana. Para él, la razón nos condena a la finitud, pero el corazón, el sentimiento, se revela contra ella, anhelando la eternidad. Sin embargo, esta sed puede llevar a una vida inauténtica si se convierte en una evasión de la realidad del presente. Unamuno lo plantea con una contundencia desgarradora:

«Y no es la muerte misma lo que más me horroriza, sino la muerte de la vida que me hace creer que no tengo que vivirla, o que la vivo en un sueño, sino el horror de ver que mi vida se me va y se me lleva.» (Unamuno, M. Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. Madrid: Austral, 2011, Cap. I, «El hombre de carne y hueso», p. 19). Esta “muerte de la vida” a la que se refiere el pensador español es la parálisis existencial que produce el miedo a la muerte o, paradójicamente, la negación de su inminencia, lo que nos lleva a posponer la verdadera vivencia.

Por su parte, Jean- Paul Sartre desarrolla el concepto de “mala fe” (mauvaise foi) en su obra “El ser y la nada”. Para él, el ser humano está “condenado a ser libre”, en tanto que somos responsables de nuestras elecciones y de la construcción de nuestro propio sentido. Sin embargo, a menudo intentamos escapar de esta libertad, fingiendo que somos cosas, que estamos determinados por circunstancias externas o por una esencia preexistente a la nuestra.

«El hombre es lo que hace con lo que han hecho de él.» (Sartre, J.-P. Cahiers pour une morale. Trad. Guillermo de la Cruz. Buenos Aires: Losada, 1968, p. 55).

Pues bien, en ese contexto, la mala fe es precisamente el autoengaño, la negación de nuestra absoluta libertad y responsabilidad ante nuestra propia vida. Al vivir en estado de “mala fe”, nos volvemos autómatas, reaccionando a las circunstancias en lugar de actuar desde una conciencia auténtica de nuestra capacidad de elegir en libertad. Posponemos la verdadera vida, convencidos de que “algún día” comenzaremos a vivir plenamente, cuando las condiciones sean adecuadas o perfectas, cuando seamos “suficientemente” esto o aquello.

En medio de todo esto, no podemos olvidar lo esencial, a saber, la temporalidad y su vínculo con la inautenticidad de una vida que pudo ser y no fue. Tengamos en cuenta que la temporalidad es el telón de fondo sobre el cual se desarrolla esta tragedia que llamamos vida: nuestra existencia se despliega en el tiempo, un flujo constante que avanza irreversiblemente, nos guste o no. Sin embargo, la vida inauténtica se caracteriza por abrazar una relación distorsionada con el tiempo: en lugar de vivir plenamente el presente, nos anclamos en un pasado que ya no existe o proyectamos nuestra felicidad a un futuro completamente incierto.

La persona que “muere de vida súbita” es aquella que ha confundido el transcurrir del tiempo con la vivencia del tiempo. Ha permitido que las horas, los días, los meses y los años se sucedan mecánicamente, sin llenarlos de significado, de decisiones auténticas o de experiencias genuinas. La inautenticidad nos impide habitar plenamente nuestro “ahora”, ya sea por la nostalgia de un pasado idealizado o por la expectativa de un futuro que nunca llega a ser presente. Así, el tiempo se convierte en un verdugo silencioso, un río que fluye sin que nos atrevamos a sumergirnos en sus aguas (es decir, propiamente, vivir).

Sobre esta relación con el tiempo, el filósofo romano Séneca nos ofrece una perspectiva contundente en sus “Cartas a Lucilio”- En ellas, deplora la forma en que la mayoría de los hombres desperdician su tiempo, considerándolo una fuente inagotable, en lugar de un recurso escaso y precioso. También, nos advierte contra la procrastinación, ese vicio de posponer permanentemente lo necesario y abocar la vida en orientación hacia un futuro ilusorio:

«La mayor parte de los mortales, oh Lucilio, se lamenta de la maldad de la naturaleza, porque nacemos para un espacio breve de tiempo, y este período, tan limitado, transcurre con tanta rapidez que, excepto muy pocos, el resto abandona la vida cuando apenas se preparaba para vivir.» (Séneca, Lucio Anneo. Cartas a Lucilio. Vol. I, Libro I, Carta 1, «Sobre el aprovechamiento del tiempo». Trad. Vicente Serrano. Madrid: Gredos, 1986, p. 11).

En definitiva, Séneca nos exhorta a vivir cada día como si fuera el último, a tomar conciencia de la finitud del tiempo y a no diferir las acciones que dan sentido a nuestra existencia. La vida inauténtica, en este sentido puntal, es la vida postergada, la vida que se vive “en el futuro”, mientras el presente se escurre inútilmente sin ser habitado.

La metáfora que acuñamos aquí, “morir de vida súbita”, encapsula la tragedia de esta existencia inauténtica. Es el momento en que la conciencia de la propia finitud irrumpe con una brutalidad similar a la de un infarto. De repente, la persona se ve cara a cara con el hecho ineludible de que el tiempo se agota y ve a la muerte, antes un concepto abstracto y lejano, materializada como una realidad inminente.

En ese instante de lucidez, la persona comprende que ha vivido una vida de prórroga, que ha pospuesto la autenticidad, la pasión, la felicidad y la búsqueda de su verdadero ser. Las oportunidades de vivir plenamente se desvanecieron una tras otras, engullidas por la inercia, el miedo, la mediocridad o la distracción. Y lo más desgarrador de todo esto es la constatación de que ya es tarde: el tiempo para rectificar, para experimentar, para ser verdaderamente, se ha agotado y no vuelve más, nunca más. La vida ha pasado, y el arrepentimiento se vuelve una carga insoportable.

Esta experiencia del despertar tardío resuena con la angustia descrita por el gran Sócrates en su defensa ante el tribunal. Aunque no se refería directamente a la muerte súbita, su admonición sobre una vida no examinada subraya la tragedia de una existencia que ha ignorado la reflexión y el autoconocimiento. En la “Apología de Sócrates”, de Platón, Sócrates declara con contundencia que “una vida sin examen no es digna de ser vivida por un hombre”, indicando con ello que la falta de pensamiento, la ausencia de una vida reflexionada y consciente, nos lleva a la inautenticidad más patética: es como haber estado por aquí, en lugar de haber vivido propiamente. En este contexto, “morir de vida súbita” es, en esencia, el momento en que esta falta de examen se revela con su crudeza más dolorosa: la vida ya no tiene remedio, porque nunca fue verdaderamente cuestionada ni vivida a conciencia.

Ahora, cuando la conciencia de la “muerte de vida súbita” golpea, la principal consecuencia es un lamento profundo, una lamentación que no es simplemente tristeza, sino una forma de dolor existencial. No se llora tanto la pérdida de la vida física, sino la pérdida de la vida que pudo haber sido y no fue. Este sentimiento es un reconocimiento amargo de las oportunidades perdidas, las pasiones no perseguidas y la autenticidad sacrificada en el altar de la inercia, la mentecatez y el conformismo chato. Es, en definitiva, la realización de que se ha sido un espectador de la propia existencia, en lugar de ser su protagonista principal.

Este sollozo entronca directamente con las reflexiones de Arthur Schopenhauer sobre el sufrimiento inherente a la existencia humana, aunque él lo abordaba desde una perspectiva más universal. Para Schopenhauer, la vida es oscilación entre el deseo y el aburrimiento, y el dolor surge del deseo insatisfecho. En el contexto de la “vida súbita”, el lamento es el deseo insatisfecho de una vida auténtica, de una existencia plena que se dejó escapar. No es tanto un dolor por lo que hay, sino por lo que no hay y nunca habrá.

Recordemos que Schopenhauer, en su obra “El mundo como voluntad y representación”, argumentaba que el sufrimiento es la esencia de la vida, pero en nuestro caso, este sufrimiento se agudiza por la conciencia de haberlo provocado uno mismo por inacción. Aunque el autor se refiere al dolor de la voluntad en general, su visión de la insatisfacción y el anhelo como fuentes de sufrimiento resuena poderosamente con el lamento de quien se da cuenta que su vida no ha sido vivida. El obstáculo aquí no es externo, sino la propia falta de voluntad para vivir auténticamente.

«El dolor no es algo ajeno a la voluntad, sino que es la voluntad misma, en tanto que es objetivada como cuerpo y en tanto que es afectada por obstáculos.» (Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación. Vol. I, Libro IV, § 56. Trad. Roberto Aramayo. Madrid: Trotta, 2005, p. 376).

Este lamento es un “haber sido sin haber llegado a ser”, es decir, es el eco de las voces internas que fueron silenciadas, de los caminos alternativos que nunca se tomaron. Es una aflicción que consume, ya que se nutre de la certeza de lo irrecuperable. La “muerte de vida súbita” no sólo es un fin abrupto, sino también la condena a un lamento eterno por la existencia que se perdió, no en el morir, sino en el vivir. La inautenticidad nos condena a una existencia fugaz, donde el final llega sin haber habitado plenamente el camino. Sí, lo sé, no es un texto agradable, pero al menos los invita a una reflexión profunda sobre la urgencia de vivir con intensidad y autenticidad cada instante, antes de que “algún día” se convierta en “demasiado tarde”.

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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Del macartismo a la cultura apolítica posmoderna- Lisandro Prieto Femenía

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“La cruzada anticomunista destruyó las libertades civiles, silenció la disidencia y arruinó vidas y carreras” Ellen Schrecker, Muchos son los crímenes (1998, p. 3)

El macartismo, entendido no sólo como un episodio histórico de persecución en los Estados Unidos durante las décadas de 1940 y 1950, sino como un paradigma político-cultural de estigmatización del disenso, ofrece una clave interpretativa fundamental para comprender la génesis y la naturalización del desprecio hacia la participación ciudadana en la política. El fenómeno original- la caza de “subversivos” mediante listados, audiencias y despidos- mostró con brutal eficacia cómo un aparato moral y mediático logra convertir el compromiso ciudadano en sinónimo de peligro social.

A este respecto, la historiadora Ellen Schrecker nos recuerda que la caza de brujas no fue un incidente aislado, tal como lo podemos apreciar en la cita textual del epígrafe del título (Schrecker, 1998, p. 3). Esta observación nos exige reflexionar sobre la continuidad de sus efectos: no sólo el daño inmediato a los perseguidos, sino la sedimentación de una sensibilidad colectiva que, a largo plazo, asocia la acción política al riesgo, peligro, marginalidad y ruina personal.

Si aceptamos la formulación de Schrecker como un diagnóstico de la época, entonces es posible argumentar que el macartismo produjo una externalidad cultural duradera, en tanto normalización de la apoliticidad como mecanismo de autoprotección. Sin embargo, este trasvase no ocurrió por simple inercia histórica puesto que requirió la acción intencional de las instituciones políticas, mediáticas y económicas que vieron en la desmovilización ciudadana una ventaja estratégica para la preservación del statu quo. La apolítica, por consiguiente, no es solamente la ausencia de lo político, sino su desplazamiento hacia una esfera de resignación e indiferencia inducida. Al respecto, el sociólogo Richard Hofstadter, al analizar las corrientes conservadoras americanas, ya nos había advertido que el anticomunismo podía convertirse en una “forma de vida intelectual y política” (Hofstadter, 1964, p. 5), sugiriendo que el efecto perdurable fue la creación de hábitos cognitivos y afectivos que desincentivan la participación crítica.

Trasladada a Hispanoamérica y Europa, esta formación afectiva y normativa experimentó reconfiguraciones específicas, pero mantuvo su lógica esencial: estigmatizar al participante crítico y presentar la abstención como una virtud “prudente”. Así nos fue…

Puntualmente en Hispanoamérica, donde las memorias de represión estatal, golpes de Estado y censura son recientes, la lección fue doblemente severa: participar podía significar persecución directa y muerte. Además, los discursos hegemónicos se encargaron de asociar la politización con el radicalismo o la violencia. Como señaló Boaventura de Sousa Santos respecto a las formas contemporáneas de exclusión, la marginalización política está profundamente entretejida con proyectos epistémicos y sociales que deslegitiman saberes y actores alternativos: “En la modernidad, la exclusión no es solamente política y económica; es también epistémica” (Santos, 2010, p. 15). De esta forma, la apolítica se alimenta tanto de memorias traumáticas como de estrategias discursivas que amplifican temores y consolidan la distancia entre la ciudadanía y la deliberación pública.

En Europa, por su parte, la dinámica fue sutilmente distinta pero afín en el resultado. Tras la Segunda Guerra Mundial, la construcción de la estabilidad democrática implicó el confinamiento del debate público dentro de los parámetros consensuales que excluían alternativas consideradas subversivas. Jürgen Habermas, aún siendo un férreo defensor del espacio público racional, señaló las consecuencias perniciosas de un espacio mediado por intereses económicos que vacían la deliberación ciudadana: la “colonización del mundo de la vida por el sistema” erosiona la capacidad de la sociedad civil para reproducir normas y legitimidad (Habermas, 1987/1992, p. 172). Desde esta perspectiva, la apoliticidad tiene, pues, un origen estructural: no se trata solo de un miedo individual, sino de condiciones materiales y mediáticas que hacen de la abstención la opción más fácil y aparentemente racional.

El efecto más corrosivo de esta cultura apolítica es la exclusión- a menudo deliberada- de ciudadanos capacitados, empáticos y competentes. Este proceso opera mediante una combinación de técnicas: el etiquetado, el desprestigio profesional, la sensación de peligro personal, la mercantilización de los espacios públicos, y la canalización de la educación cívica hacia una gestión técnica y despolitizada de los asuntos comunes. Recordemos que Hannah Arendt, al analizar la esfera pública y la acción, remarcó la naturaleza esencial de la política como el espacio donde la libertad y la pluralidad se realizan: “la política aparece donde los hombres actúan juntos, hablan y actúan en común” (Arendt, 1958/1998, p. 7). Así, la apatía por lo político fragmenta esta acción compartida y relega la labor pública a una tecnocracia dirigida por inútiles que, inevitablemente, vela por la continuidad de estructuras ya existentes, dificultando el acceso de agentes transformadores.

En este punto de la reflexión, tenemos que analizar, entonces, los mecanismos contemporáneos de adoctrinamiento en la apolítica y cómo combinan estrategias institucionales, culturales y afectivas para lograr sus objetivos. En primer lugar, la industria mediática y las plataformas de información tienden a reducir la política a un show o a conflictos personales, desviando la deliberación sobre los fines comunes hacia el consumo de titulares sensacionalistas. Como ha demostrado Robert W. McChesney, la cobertura superficial y centrada en el escándalo y en el espectáculo produce, de hecho, desafección y cinismo (McChesney, 1999).

En segundo lugar, los sistemas educativos que priorizan la instrucción cívica como memorización de reglas institucionales, en lugar de como formación del juicio público, favorecen activamente la pasividad. Sobre este particular, John Dewey sostenía que la democracia exige un tipo de educación que fomente la capacidad de juicio crítico y la cooperación (Dewey, 1916/2010). Por lo tanto, cuando la pedagogía falla, la política se experimenta como un terreno ajeno.

En tercer lugar, la fragmentación laboral y las exigencias de la vida cotidiana transforman la participación en un coste personal desproporcionado en términos de tiempo, seguridad laboral y reputación expresándose en lastimosas letanías como: “estoy tan ocupado con mi vida privada que no tengo tiempo de ocuparme de los asuntos públicos”. Finalmente, las campañas de desprestigio y las legislaciones punitivas- herederas directas de prácticas macartistas- persisten en formas más sutiles, como listas negras informales, vetos profesionales, descréditos en redes sociales y presiones institucionales, lo que refuerza la narrativa de que la participación es arriesgada y poco rentable.

A esto, debemos añadir una dimensión que es crucial: la emocional. El odio inoculado al activismo no es únicamente una cuestión de miedo, sino que se trata de un afecto dirigido y cultivado que amalgama el desprecio por el otro, el temor a la diferencia y una aspiración a una paz social mantenida a cualquier precio. En este sentido, Martha Nussbaum ha demostrado con rigor cómo las emociones públicas moldean las instituciones y las políticas, y cómo las narrativas del miedo y el desprecio facilitan exclusiones morales (Nussbaum, 2013). De ahí que la despolitización arraigue también cuando la afectividad colectiva privilegia la calma aparente sobre la justicia distributiva y la confrontación ética.

Frente a este diagnóstico, se impone una crítica normativa: la participación política debe ser considerada no sólo como un deber formal, sino una condición ética indispensable para la justicia y la realización de la vida comunitaria. Si aceptamos, siguiendo a Arendt, que la pluralidad y la acción son constitutivas de la vida política, entonces la cultura apolítica constituye una forma de pobreza humana y cívica que empobrece tanto a las comunidades como a los individuos por igual. Además, la exclusión de quienes están capacitados para el bien común vulnera la legitimidad misma de las instituciones: cuando los mejores (entendidos como aquellos con capacidades prácticas y morales para el bien común) son mantenidos al margen mediante mecanismos de estigmatización, las instituciones quedan a merced de intereses particulares, mafias decadentes de inútiles totalmente corrompidos y de burocracias despolitizadas.

La pregunta práctica que nos podríamos hacer aquí es la siguiente: ¿cómo contrarrestar la herencia macartista y la carencia de participación política actual sin recurrir a una pura retórica de exhortación? La respuesta requiere un planteamiento integrado. En primer lugar, transformar la educación cívica hacia prácticas deliberativas que cultiven la argumentación, la escucha y la responsabilidad compartida. En segundo lugar, reformar los mediadores públicos para priorizar la deliberación de calidad, fomentando el periodismo investigativo y limitando la mercantilización de la agenda pública. En tercer lugar, diseñar estrategias institucionales que apunten a la protección de la pluralidad real y que reduzcan los costos personales en la participación política: leyes anti-discriminación política en el empleo, mecanismos de protección para denunciantes de atropellos y marcos de seguridad social que amorticen los riesgos asociados al activismo cívico. Es cierto, querido lector, estas propuestas no eliminan la dificultad de la acción política, pero al menos se atreven a sugerir una reducción a la eficacia del miedo y del desprestigio como herramientas de exclusión en manos de degenerados con poder perenne.

No obstante, es necesario señalar que la crítica debe mantenerse atenta frente a una tentación autoritaria: el elogio de la participación tampoco puede transformarse en una coacción moral que atosigue a quienes legítimamente eligen otros modos de vida político-culturales. La distinción entre la abulia cívica inducida (producto del miedo y la manipulación) y la apolítica reflexiva (una elección consciente) es crucial. Una democracia madura debe tolerar el retiro crítico, pero distinguirlo siempre de la desmovilización promovida por estrategias de poder.

La herencia del macartismo revela que el combate contra la apolítica no es solo técnico o estructural, sino ético y estético, justamente porque requiere reconstruir imaginarios de lo público en los que la acción conjunta aparezca como valiosa, digna y posible. En suma, resultan imprescindibles prácticas culturales que re-humanicen el debate, que transformen la enemistad en desacuerdo argumentado y que desafíen los relatos que asocian peligro a la diferencia.

Ante este panorama, la tarea normativa es doble: desmantelar los mecanismos de exclusión y cultivar instituciones y prácticas que hagan la participación atractiva y segura. La reflexión final se impone, no como un resumen, sino como una apertura a la acción ética. La primera tarea que le cabe al ciudadano consciente es la de afinar el juicio para distinguir en la comunidad inmediata entre una retirada política que es legítima y aquella apolítica que es inducida por el miedo o la coacción sistémica. ¿Cómo asegurar, de hecho, que la desmovilización masiva no sea el resultado de un terrorismo suave y estructural, y que la abstención sea una elección crítica y no una rendición? El desafío ético se complejiza al enfrentar el futuro de la acción cívica: ¿es posible que la imaginación política construya formas de participación que no reproduzcan los antagonismos profundos y destructivos, pero que al mismo tiempo garanticen la justicia distributiva y la pluralidad irrenunciable en el espacio público?

También, es preciso interrogar si los cambios concretos en la educación y en el ecosistema mediático que hemos propuesto precedentemente serían, en efecto, suficientes para revertir décadas de desmovilización sin caer en la instrumentalización de la ciudadanía para fines partidistas. Más aún, la fragilidad de la reputación digital y la persistencia de mecanismos informales de desprestigio obligan a la sociedad a pensar en las garantías institucionales necesarias para que quienes hoy son excluidos por su activismo puedan incorporarse efectivamente a la vida pública sin sufrir represalias o ruina profesional. La superación del legado macartista, en definitiva, demanda una acción tan profunda en las estructuras como en las subjetividades.

Referencias

Arendt, H. (1998). La condición humana (2.ª ed.). Paidós. (Obra original publicada en 1958). Dewey, J. (2010). Democracia y educación. Morata. (Obra original publicada en 1916). Habermas, J. (1992). Teoría de la acción comunicativa. Vol. 2: Crítica de la razón funcionalista. Taurus. (Obra original publicada en 1987). Hofstadter, R. (2009). El estilo paranoico en la política estadounidense. Anagrama. (Obra original publicada en 1964). McChesney, R. W. (1999). Rich media, poor democracy: Communication politics in dubious times. University of Illinois Press. Nussbaum, M. (2013). Emociones políticas: ¿Por qué el amor importa para la justicia? Paidós. Santos, B. de S. (2010). Descolonizar el saber, reinventar el poder. CLACSO. Schrecker, E. (1998). Many are the crimes: McCarthyism in America. Little, Brown and Company. Sunstein, C. R. (2011). República.com 2.0. Ariel. (Obra original publicada en 2009). Walzer, M. (1984). Esferas de la justicia: Una defensa del pluralismo y la igualdad. Cátedra. (Obra original publicada en 1983). Young, I. M. (2002). Inclusión y democracia. Alianza. (Obra original publicada en 2000).

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Mientras Maduro baila, la soberanía venezolana se estremece- Lisandro Prieto Femenía

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“La apuesta a la dominación mundial es fundamental para el grupo dominante norteamericano. Y hay varias apuestas contenidas en la actual coyuntura”

Noam Chomsky, Hegemonía o supervivencia: La estrategia imperialista de Estados Unidos (2016, p. 19).

El drama que hoy se despliega en el Caribe, con Venezuela como centro del huracán geopolítico, no es sólo una disputa entre administraciones contrapuestas sino la tragedia de un Estado cuya soberanía se encuentra sitiada por dos fuerzas destructivas: la pulsión hegemónica de una potencia externa y la ilegitimidad intrínseca de un poder interno ejercido de forma tiránica.

La retórica de intervención por parte de Estados Unidos, sumada a la profunda crisis institucional y humanitaria generada por el degenerado régimen de Nicolás Maduro, dibuja un escenario donde el derecho internacional y la voluntad popular son doblemente vulnerados. En este punto de inflexión, la filosofía política debe interpelar la naturaleza de la amenaza: la violencia imperial se nutre de la debilidad y el autoritarismo doméstico para justificar sus acciones, mientras que el tirano bananero utiliza la amenaza externa como coartada para recrudecer su represión interna.

Desde una perspectiva crítica, los movimientos de presión de Estados Unidos se inscriben perfectamente en la estrategia de dominación global que Noam Chomsky ha diseccionado a lo largo de toda su obra. El objetivo del imperio no es la “estabilidad” democrática de Venezuela, sino la eliminación de cualquier proyecto que encarne la “amenaza de un buen ejemplo” o, en su defecto, la neutralización de un territorio clave. Cuando Chomsky afirma que “la apuesta a la dominación mundial es fundamental para el grupo dominante norteamericano” (2016, p. 19), se refiere puntualmente a casos como esta crisis, la cual se revela como una de esas “apuestas” clave, necesaria para confirmar el destino del hemisferio sigue siendo unipolar y que Hispanoamérica, tal como se acordó tras terminar la Segunda Guerra Mundial, seguirá siendo territorio dominado por intereses norteamericanos.

No obstante, la crítica al imperialismo pierde su rigor moral si se omite el análisis de la figura que hoy ocupa ilegalmente la jefatura del Estado. Nicolás Maduro, a través de la manipulación electoral y la represión sistemática, representa un caso paradigmático de autoritarismo posmoderno. Al respecto, el politólogo Juan Linz, al definir los regímenes autoritarios, señala que estos se caracterizan por contar con un “pluralismo político limitado, no responsable” y una “mentalidad” que sustituye a la ideología, permitiendo a un líder o a un pequeño grupo de sátrapas ejercer el poder dentro de límites formalmente mal definidos (Linz, 1975, p. 176).

El régimen venezolano encaja en esta descripción: si bien conserva una fachada institucional (asambleas y elecciones, de dudosa procedencia), la realidad es que el ejercicio del poder es totalmente arbitrario. Las elecciones, como las presidenciales del 2024, han sido cuestionadas por observadores internacionales y la oposición, que denuncian la falta de transparencia, la inhabilitación arbitraria de candidatos y la omisión de las auditorías de ley. Más grave aún, la Misión Internacional Independiente de determinación de los hechos sobre Venezuela, un organismo de la ONU, ha documentado que las autoridades estatales han cometido “crímenes de lesa humanidad” para reprimir la disidencia, incluyendo ejecuciones extrajudiciales, torturas y detenciones arbitrarias, revelando un patrón de represión coordinado y respaldado por altos funcionarios del gobierno y las fuerzas armadas (ONU, 2020). En este marco, la figura de Maduro no es la de un líder desafiante, sino la de un dictador mediocre cuya ilegitimidad política y violencia sistemática proveen el pretexto ideal para la injerencia externa de los golosos del norte.

A esta reflexión, se suma la perspectiva del clásico Thomas Hobbes, cuyo marco teórico ofrece una clave para comprender la patología de las relaciones internacionales. A pesar de la existencia de organizaciones supranacionales, las grandes potencias operan de facto en un “estado de naturaleza” global.

En este escenario, la potencia dominante se comporta como un individuo sin un Leviatán que lo contenga, donde la única ley es la propia conservación y la conquista del dominio. La amenaza de intervención no es, por tanto, una desviación del orden, sino la manifestación brutal de este orden anárquico subyacente. Estados Unidos, al actuar sin sujeción a un poder superior, ejerce su propia “razón natural” para eliminar cualquier obstáculo a su seguridad percibida, relegando a Venezuela, y a cualquier Estado que se encuentre en debilidad de condiciones, al destino de la “guerra” definida por la potencia que detenta la espada más grande.

La inminencia de la incursión militar nos obliga a meditar sobre la diferencia esencial entre poder y violencia, una distinción crucial que Hannah Arendt postuló para comprender la vida política. La violencia, en su sentido más puro, es siempre instrumental. Es revelador que la acción militar, la forma extrema de la violencia, sea esgrimida cuando los mecanismos diplomáticos y económicos no han logrado el colapso deseado. Por ello, Arendt en su fundamental obra titulada “Sobre la violencia”, remarca la antítesis al afirmar que «el poder es siempre potencial, inherente a un grupo, y desaparece cuando el grupo se disuelve. La violencia, por el contrario, es instrumental. Si no hay poder que la guíe, la violencia es perfectamente estéril” (1970, p. 56).

Desde esta última perspectiva podemos afirmar que la intervención militar, al depender de las herramientas (bombas, portaaviones, misiles, aviones, soldado, etc.) y no del acuerdo humano (el pueblo venezolano o la comunidad internacional), sólo produce una destrucción que requiere una justificación extrínseca a la política misma. De igual forma, el régimen decadente de Maduro, al depender de la violencia de los cuerpos de seguridad y no del consenso electoral, revela su carencia de poder genuino, evidenciando que su autoridad se sostiene únicamente mediante la coerción instrumental.

Esta justificación moralizante es el campo de estudio de Michel Foucault, para quien el poder no es meramente represivo, sino profundamente productivo a través del poder-saber. La amenaza de intervención no es sólo un acto de fuerza, sino un complejo dispositivo discursivo que produce la “verdad” necesaria para su ejecución. En este sentido, Foucault nos advierte que “no es posible que el poder se ejerza sin el saber, es imposible que el saber no engendre poder” (1977, p. 76). En la crisis venezolana, la retórica de la “crisis humanitaria” o la “restauración democrática” se erige como ese “saber” que legitima la injerencia. Al mismo tiempo, el régimen chavista utiliza la retórica antiimperialista como su propio “saber” que justifica la supresión de la disidencia interna, configurando el espacio geopolítico y estableciendo, mediante la difusión masiva de esa narrativa, los límites de lo tolerable para la comunidad internacional.

Adicionalmente, la situación de amenaza constante resucita la lógica de la política como campo de batalla existencial, un concepto central en el pensamiento de Carl Schmitt. Para él, la esencia de lo político reside en la distinción decisiva entre amigo y enemigo. La inminente incursión militar de Estados Unidos, al ser una “decisión” soberana de una potencia sobre un país quebrado, desmantela cualquier ilusión de neutralidad jurídica y revela la política en su forma más pura: la posibilidad real de la guerra. El enemigo, para Schmitt, no es simplemente un competidor, sino “el otro, el extraño, con el que se está combatiendo en una extrema posibilidad, existencialmente” (2009, p. 56). Así, la escalada militar norteamericana transforma la disputa ideológica en una hostilidad existencial, forzando a Venezuela a asumir la única posición que la lógica schmittiana le permite: la de enemigo absoluto.

Ahora bien, no podemos concluir esta reflexión sin enfocarnos en un aspecto que es crucial: la amenaza de acción militar en el Caribe no es un evento anómalo dentro de la política exterior estadounidense, sino la reconfirmación de un patrón histórico donde la soberanía del “hegemón” se ejercerse como una autoridad que suspende la ley cuando ésta interfiere con sus intereses. Este historial está marcado por intervenciones militares directas que carecieron del mandato explícito del Consejo de Seguridad de las inútiles Naciones Unidas, operando bajo la justificación de la “autodefensa” o la “promoción de la democracia”, conceptos que actúan como sustitutos políticos de la verdadera voluntad política.

Un ejemplo paradigmático lo encontramos en la invasión de Panamá en 1989 (Operación Causa Justa), lanzada para deponer y capturar a Manuel Noriega, bajo pretextos que incluyeron la protección de ciudadanos estadounidenses y la restauración democrática. A pesar de que la inservible Asamblea General de la ONU condenó la acción como una “flagrante violación del derecho internacional”, Estados Unidos procedió unilateralmente. Este episodio ilustra cómo el poder decide cuándo aplicar o ignorar las normas globales, actuando como el soberano schmittiano que define la excepción a la regla. De modo similar, la invasión de Iraq en 2003, bajo el pretexto de las armas de destrucción masiva que nunca se encontraron, se llevó a cabo sin una resolución específica del Consejo de Seguridad que la autorizara. Estos precedentes documentados establecen una peligrosa tradición de la suspensión legal que normaliza la coerción y sienta las bases para justificar futuras injerencias, incluyendo la actual crisis venezolana.

Al contemplar el telón de fondo de esta crisis, la reflexión filosófica no se puede contentar con la crónica de los hechos o la mera denuncia virtual, sino que debe enfrentar la doble moralidad que representa este conflicto. La tragedia de Venezuela es la de la soberanía capturada: comprometida externamente por la ambición hegemónica y carcomida internamente por la tiranía de los simios con navajas que administran hace décadas la miseria y el terror.

Si la ilegitimidad de Maduro es evidente, y sus acciones constituyen crímenes de lesa humanidad documentados por la ONU, ¿qué implicaciones tiene para el derecho internacional el hecho de que la superpotencia utilice precisamente esta criminalidad como una herramienta de justificación para su propia violación del principio de no intervención?

Y a la inversa, si la acción militar se basa, como argumenta Arendt, en la esterilidad de la violencia para generar poder político, ¿cuál es el verdadero objetivo de la dictadura venezolana al utilizar la amenaza externa como un simulacro de guerra para mantener la cohesión interna y justificar la represión?

La tarea urgente, entonces, reside en desmantelar el dispositivo de poder-saber foucaultiano para construir una verdad sobre Venezuela que sea autónoma de los intereses hegemónicos y, a su vez, que denuncie sin ambages la naturaleza autoritaria y criminal del régimen interno. La única conclusión digna de este conflicto es la urgencia moral de restablecer la primacía del derecho internacional para todos los Estados, al tiempo que se exige la rendición de cuentas a los tiranos que han hecho de la soberanía un simple instrumento de su perpetuación en el poder.

Referencias

Arendt, H. (1970). Sobre la violencia (M. González, Trad.). Joaquín Mortiz.

Chomsky, N. (2016). Hegemonía o supervivencia: La estrategia imperialista de Estados Unidos (3.a ed.). Ediciones B.

Foucault, M. (1977). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión (A. Garzón del Camino, Trad.). Siglo XXI Editores.

Hobbes, T. (2005). Leviatán: La materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil (A. Escohotado, Trad.). Gredos.

Linz, J. J. (1975). Totalitarian and Authoritarian Regimes. En F. I. Greenstein & N. Polsby (Comps.), Handbook of Political Science. Volume 3: Macropolitical Theory. Addison-Wesley.

ONU. Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela. (2020). Informe sobre violaciones graves de los derechos humanos en Venezuela. [Referencia documental sobre crímenes de lesa humanidad].

Schmitt, C. (2009). El concepto de lo político (R. Agapito, Trad.). Alianza Editorial.

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La Navidad del alma salvadoreña

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En pleno siglo XXI, pocos países han logrado levantarse con tanta fuerza después de la tormenta. Cuando el mundo entero tambaleaba bajo el peso de la pandemia, El Salvador (pequeño como una hormiga, pero incansable como el sol) se alzó como un rayo de luz en medio de una América oscurecida por la pandemia. Mientras otros miraban hacia dentro, este país miró hacia adelante. Se reconstruyó paso a paso, sin disonancia, con una determinación casi silenciosa, hasta que el mundo, sorprendido, volvió a pronunciar su nombre con respeto y admiración.

Tras la oscuridad de la pandemia, cuando el mundo entero tambaleó, fue El Salvador el país que se levantó con paso firme, sorprendiendo a propios y extraños. Su nombre comenzó a viajar de boca en boca; se convirtió en tema de conversación, en ejemplo, en curiosidad. De pronto, todos querían saber qué ocurría en este rincón del mapa donde el miedo se había rendido y la esperanza había vuelto a ocupar las calles.

Y mientras el mundo observa, asombrado por este renacimiento, los salvadoreños se reconocen unos a otros con una mezcla de incredulidad, alegría y gratitud.

Hoy no existe rincón del planeta donde no se escuche hablar de El Salvador. Desde las grandes capitales hasta los pueblos más remotos, su nombre resuena con una mezcla de asombro y admiración. Pero lo más hermoso ocurre dentro de sus propias fronteras: en los mercados, en los parques, en los cafés del centro histórico, se escuchan voces en inglés, en francés, en alemán… acentos que viajan desde lejos para descubrir lo que los salvadoreños siempre supieron: que esta tierra tiene un alma invencible.

Desde las playas del Pacífico hasta el Volcán de Santa Ana, cada año, el país se siente “más” y “más” distinto: más suyo y más abierto, más seguro y más soñador. No ha cambiado su paisaje, sino su espíritu.

Y cuando cae la tarde sobre San Salvador y los primeros cohetes anuncian la llegada de diciembre, el aire mismo parece iluminarse. Es la misma ciudad, pero respira distinto. Una brisa suave huele a pan dulce, a pólvora festiva, a pupusas recién salidas de la plancha.

En esas pupusas humeantes que se sirven en las esquinas, en las guirnaldas que cuelgan de algunas casas, en el brillo de las luces verde y rojo, se percibe algo más que decoración navideña: se percibe orgullo.

El Centro Histórico, aquel corazón que por años estuvo apagado, late otra vez con fuerza. Donde antes reinaba la sombra, hoy relucen miles de luces que se entrelazan entre los balcones coloniales y cafés restaurados. Las Plazas están llenas de vida. La Catedral se viste de reflejos dorados. Familias enteras pasean sin prisa: niños con helados, abuelos tomados de la mano, jóvenes llenos de vida… inundan las calles con una alegría que parecía haber estado esperando décadas para renacer.

Los ojos se llenan de destellos. Las calles se llenan de villancicos, risas y un sentimiento difícil de nombrar, pero fácil de reconocer: esperanza.

Y vuelven, también, los que un día partieron. Los hijos que crecieron lejos, los que hablan con acento ajeno, los que soñaban con volver y por fin pueden hacerlo. Regresan con maletas llenas de recuerdos y con los ojos humedecidos por la emoción: buscando los patios de su infancia, el nacimiento que la abuela aún arma con las mismas figuras de siempre. En esos reencuentros que cruzan océanos y generaciones, en ese abrazo que une generaciones separadas, El Salvador se reconcilia consigo mismo.

En la plaza Gerardo Barrios, bajo el resplandor de las luces de navidad, una niña sostiene la mano de su madre y mira hacia arriba. Las luces la deslumbran, los cohetes dibujan estrellas fugaces en el cielo, y en sus ojos se refleja el país entero: un país pequeño que ha vuelto a soñar en grande.
Esa mirada resume todo lo que somos. Resume los años de dolor y de esperanza, silencios y canciones, despedidas y regresos. Resume lo que significa ser salvadoreño en esta época: haber atravesado la sombra para volver a brillar.

En apenas pocos años, El Salvador se ha revelado al mundo. El país del que nadie se acordaba ahora ilumina su propio camino. Y en su resplandor, el mundo se detiene a mirar… y a admirar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Randa Hasfura Anastas, abogada y diplomática

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