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¿Cómo podemos, como individuos y sociedad, fomentar una cultura que valore la verdad y el pensamiento crítico en un entorno cada vez más propenso a la desinformación y las realidades subjetivas, y así reconstruir la confianza en la palabra?

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Está claro que vivimos en un mundo donde la información fluye sin cesar y la opinión a menudo se confunde con el hecho, emergiendo así un fenómeno que al menos a mí me resulta inquietante: la mitomanía social, la creación y adhesión a realidades fabricadas, cimentadas en la mentira. Este no es un mero capricho individual, sino un síntoma alarmante de una crisis más profunda: la devaluación de la verdad en la era patética de las post verdad. Nos encontramos en un precipicio donde el subjetivismo extremo y el relativismo absurdo amenazan con desintegrar los cimientos de la comprensión compartida, erosionando con ello el valor intrínseco de la palabra.

La mentira, junto con su contraparte, la verdad, ha sido una preocupación central para la filosofía desde su nacimiento. Platón, en su diálogo “La República”, ya nos advertía sobre los peligros de la falsedad, especialmente cuando se disfraza de verdad para manipular la opinión pública. Para él, la verdad no es un constructo subjetivo del lenguaje, sino una realidad trascendente, accesible a través de la razón. En contraste, la mentira nos aleja de esa realidad, sumiéndonos en un mundo de sombras y engaños. Concretamente, en la obra precitada, afirma que “si alguien es capaz de percibir lo bello en sí mismo, y de percibir todas las cosas que participan de lo bello, sin confundir lo bello en sí con lo que participa de lo bello, ni lo que participa de lo bello con lo bello en sí, ¿no diremos que éste es un hombre despierto, y no un soñador?” (Platón, La República, Libro V, 476c). Así, Platón está marcando la distinción entre realidad y apariencias, una demarcación fundamental para la comprensión de la verdad y la falsedad.

Ahora bien, es preciso que pensemos en la era de la post verdad como un fertilizante para la fábrica de mentiras masivas y la normalización y trivialización de la mentira como estilo de vida cotidiano. Nuestra contemporaneidad ha exacerbado esta problemática al promover una suerte de licencia para la invención: el sentimiento y la emoción priman sobre la evidencia, y la resonancia con las creencias preexistentes se vuelve más valiosa que la veracidad de los hechos. Como señala Harry Frankfurt en su ensayo titulado “Sobre la Falsedad” (traducción de On Bullshit, 2005), la mentira no es lo mismo que la “patraña”. Mientras que el mentiroso busca deliberadamente ocultar la verdad, el que profiere patrañas “no se preocupa en absoluto por la verdad. Ni siquiera miente, porque al mentir la verdad le importa. Simplemente está inventando cosas”, o sea, es un patán. En este escenario, la indiferencia hacia la verdad es quizás más peligrosa que la propia falsedad, pues anula cualquier incentivo para su búsqueda y defensa. Frankfurt lo explica con precisión al indicar que “la ‘patraña’ no es una mentira. El mentiroso y el que dice ‘patrañas’ pretenden que su discurso represente las cosas como son, y por lo tanto, ambos engañan. Pero lo hacen de diferentes maneras: el mentiroso intenta que sus afirmaciones sean creídas por su audiencia, mientras que el patán que dice ‘patrañas’ no se preocupa en absoluto por la verdad” (Op. cit., 2005, p. 55).

Este relativismo desenfrenado, donde “mi verdad” es tan válida como “tu verdad”, sin importar la evidencia empírica o la coherencia lógica, es una afrenta directa a la tradición filosófica que ha buscado un fundamento sólido para el conocimiento. Aristóteles, en su “Metafísica”, sostenía que “decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, es falso, mientras que decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es, es verdadero” (Aristóteles, Metafísica, Libro IV, Capítulo 7, 1011b26-27).

Tengamos en cuenta que la concepción clásica de la verdad como correspondencia con la realidad ha sido el ancla de nuestra capacidad de discernir y construir conocimiento de manera colectiva. No es una simple aseveración, es, de hecho, el pilar sobre el que se erigió y se sigue sosteniendo el edificio de la ciencia moderna. Esta idea, que la verdad de una proposición radica en su adecuación a los hechos o a un estado de cosas en el mundo, es el fundamento metodológico que distingue el conocimiento científico de otras formas de saber.

Desde sus inicios, la ciencia occidental ha operado bajo la premisa de que existe una realidad externa, independiente de nuestra percepción, y que el objetivo del conocimiento científico es describir, explicar y predecir esa realidad de la manera más precisa posible: este principio se traduce en la búsqueda de la objetividad. No se trata de lo que creemos que es verdad, ni de lo que sentimos que es verdad, sino de lo que es verdad en un sentido verificable y contrastable.

La ciencia, en su esencia, es un proceso de observación empírica y experimentación. Cada experimento, cada medición, cada hipótesis puesta a prueba, busca determinar si una afirmación (una teoría, una ley) se corresponde o no con lo que ocurre en el mundo real. Cuando un científico formula una hipótesis, está proponiendo una posible correspondencia entre una idea y un fenómeno. El proceso científico subsiguiente- la recopilación de datos, el análisis, la replicación de experimentos por otros investigadores- es un esfuerzo colectivo para verificar si esa correspondencia se mantiene.

Por ejemplo, cuando el gran Isaac Newton formuló sus leyes del movimiento y gravitación universal, no las propuso como meras ideas agradables y convenientes. Las postuló como descripciones de cómo el universo realmente funciona. La validez de estas leyes se estableció a través de su capacidad para predecir con exactitud el comportamiento de los objetos celestes y terrestres, es decir, por su correspondencia con la realidad observable. Si las predicciones de las leyes de Newton no se hubieran correspondido con las observaciones astronómicas o los experimentos en la Tierra, habrían sido descartadas o modificadas.

De igual manera, en la medicina, cuando se desarrolla un nuevo fármaco, su eficacia no se basa en la fe o en la buena voluntad, sino en ensayos clínicos rigurosos. Estos experimentos buscan establecer una correspondencia verificable entre la administración del fármaco y un efecto medible en la salud del paciente. Si esta correspondencia no se demuestra con datos empíricos, el fármaco directamente es desaprobado.

Como hemos intentado demostrar, la concepción de la verdad como correspondencia es, en definitiva, lo que permite que la ciencia sea acumulativa y autocorrectiva. Los descubrimientos anteriores sirven de base para nuevas investigaciones porque se asume que las verdades establecidas se corresponden a aspectos fiables de la realidad. Cuando nuevas evidencias sugieren una falta de correspondencia, las teorías se revisan, se mejoran o se reemplazan. Este mecanismo de autocorrección es vital y se apoya en la premisa de que hay una realidad objetiva a la que nuestras teorías deben adaptarse, y no a la inversa. Sin esta concepción fundacional, la ciencia se disolvería en un mar de opiniones y narrativas subjetivas; si la verdad fuera meramente un constructo social sin anclaje en lo empírico, no habría forma de distinguir una teoría científica de una creencia pseudocientífica o de una invención personal. Así, la objetividad y la intersubjetividad, cruciales para que el conocimiento científico sea compartido y validado por una comunidad global de investigadores, dependen intrínsecamente de la búsqueda de esa correspondencia.

Volviendo a nuestro problema, lo que más nos preocupa de esta coyuntura es la lamentable tolerancia que tenemos los seres humanos hacia la mentira. Pareciera que ser mentiroso hoy en día no es un problema, un estigma, sino un rasgo más de la personalidad, o incluso una habilidad estratégica en ciertos ámbitos. La desvergüenza y el engaño se han normalizado y el juicio social hacia quienes operan en la falsedad ha disminuido drásticamente. El problema no es sólo que se mienta, sino que a menudo el mentiroso sale impune, e incluso es recompensado, lo que refuerza este ciclo pernicioso. Esta promoción del subjetivismo, donde cada quien fabrica su “propia verdad” sin anclaje en lo verificable, desdibuja los límites entre lo real y lo ficticio, haciendo que la deshonestidad se perciba como una simple diferencia de perspectiva moral.

Tengamos en cuenta que cuando cada individuo se convierte en el arquitecto de su propia realidad, la palabra, el vehículo fundamental de la comunicación y el entendimiento mutuo, pierde su peso. Si lo que se dice no tiene una conexión con la realidad verificable, ¿qué valor posee? La promesa, el juramento, el testimonio, todos los pilares de la convivencia social y jurídica, se desmoronan cuando la palabra se vacía de su contenido verídico.

En este punto, las reflexiones de Friedrich Nietzsche se vuelven particularmente pertinentes. En su obra titulada “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral” (1873), intentó desafiar la noción tradicional de una verdad universal y objetiva: para él, la verdad no es un descubrimiento, sino una invención humana, una “armada de metáforas, metonimias, antropomorfismos”. La verdad, en el sentido en que la entiende Nietzsche, es el resultado de un acuerdo social para la supervivencia y la convivencia, una convención lingüística que nos permite vivir en sociedad: “¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en suma, un cúmulo de relaciones humanas que han sido realzadas, transferidas y adornadas poéticamente y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible; monedas que han perdido su troquelado y ahora son consideradas como metal y no ya como monedas” (Nietzsche, F.,1873).

La perspectiva nietzscheana, a menudo malinterpretada como un cheque en blanco para el relativismo absurdo, es en realidad una hermosa y profunda crítica a la ingenuidad con la que se asume la objetividad de la verdad. Sin embargo, en la era de la post verdad, esta crítica puede ser peligrosamente tergiversada para justificar la proliferación de la mitomanía. Si “toda verdad es una ilusión”, entonces ¿por qué no crear nuestras propias ilusiones, nuestras propias “realidades” a la medida de nuestros deseos? La respuesta de Nietzsche a esto no es un nihilismo que anule toda validez, sino un llamado a la honestidad intelectual y a la voluntad de poder que busca la superación y la creación de valores vitales, no el autoengaño cómodo. La mitomanía, al fabricar realidades cómodas y sin fundamento, es precisamente lo contrario de esa voluntad de poder que se atreve a enfrentar la dureza de lo real. El problema no es Nietzsche, son los nietzscheanos.

Frente a esta marea de subjetivismo y patrañas naturalizadas, la filosofía tiene un papel crucial. No se trata de regresar a dogmas inamovibles, sino de reafirmar la importancia del rigor intelectual, el pensamiento crítico y la búsqueda honesta de la verdad. Como diría Kant, la razón debe ser nuestra guía, instándonos a “pensar por uno mismo” y no aceptar verdades prefabricadas sin un examen crítico. La ética de la creencia, es decir, la responsabilidad moral que tenemos al formar y mantener nuestras creencias, se vuelve más urgente que nunca. Recordemos que en su ensayo titulado “¿Qué es la Ilustración”, Kant exhorta: «¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!» (Kant, I. (1784), convirtiéndose así en un llamado perenne a la autonomía intelectual frente a la heteronomía del pensamiento ajeno o la ceguera autoimpuesta por la creencia infundada.

En fin, queridos lectores, la mitomanía social no es un simple problema psicológico de los tantos patanes que nos rodean, sino que se trata de un síntoma de una sociedad que ha comenzado a perder su ancla en la realidad compartida. Reafirmar el valor de la verdad, la importancia de la evidencia y la necesidad de un lenguaje que aspire a la precisión y no a la manipulación, es una tarea filosófica, educativa y cívica impostergable. Solo así podremos reconstruir los puentes del entendimiento y evitar que la realidad se disuelva en un mar de invenciones y caprichos personales.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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El Eternauta: la esperanza ante la erosión de la comunidad

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«‘Nadie se salva solo.'» – El Eternauta

Tuve que esperar un tiempo prudencial para pronunciarme al respecto de la nieve mortal que cae sobre Buenos Aires en “El Eternauta”. No se trata solamente de un fenómeno meteorológico catastrófico, sino que es una metáfora escalofriante de una crisis mucho más profunda y real: la erosión de los valores que cimentan la comunidad y la esperanza. La obra maestra de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, representa una distopía que ha trascendido generaciones y que nos invita a reflexionar sobre la fragilidad de los lazos sociales y la imperante necesidad de reavivar los códigos morales que nos definen como humanidad. La reciente adaptación de Netflix, aunque con sus propias interpretaciones, no hace sino subrayar la vigencia de esta reflexión en un mundo que a menudo, sin importar la época, parece caminar al borde del abismo.

En el corazón de la narrativa del Eternauta yace la desintegración de lo familiar y lo social. La invasión alienígena, lejos de ser un mero telón de fondo de ciencia ficción, actúa como un catalizador que expone las fisuras preexistentes en el tejido social argentino de los años 50’ y 60’, y por extensión, en cualquier sociedad presa de la indiferencia y el egoísmo exacerbado. La figura del “hombre-robot”, despojado de su voluntad y convertido en un instrumento de la voluntad ajena, no es una simple creación fantástica, sino que simboliza el eco de una humanidad que, en su desorientación y apatía, renuncia a su propia autonomía y a su capacidad de empatizar. Es, en definitiva, una advertencia que rige hasta nuestros días, en un mundo donde la polarización y la desinformación amenazan con transformar a los individuos en patéticos autómatas al servicio de intereses ajenos.

Oesterheld, un autor indiscutiblemente comprometido con su tiempo, no escatimó en la crítica social. Su visión de la resistencia, encarnada en Juan Salvo y sus compañeros, no es la de héroes invencibles, sino la de personas comunes que, a pesar de sus miedos y debilidades, eligen la solidaridad frente a la desesperación. Es en este punto donde la obra se eleva del ámbito de la mera aventura para convertirse en un tratado filosófico sobre la ética de la supervivencia y la importancia de la acción colectiva. Como señaló oportunamente Ricardo Piglia en su ensayo titulado “El último lector”, Oesterheld “propone una lectura de la historia argentina como un drama colectivo, donde el individuo es una parte de un todo, y su destino está ligado al destino de la comunidad” (Piglia, 2000, p. 115). Desde esta perspectiva, la lucha de Salvo no es por la gloria personal, sino por la supervivencia de su familia y, por extensión, de la humanidad.

La crisis de valores se manifiesta en la obra a través de la fragilidad de las instituciones y la ceguera ante el peligro inminente. La inacción inicial, la incredulidad ante la amenaza, la falta de una respuesta unificada, son reflejos de una sociedad que, sumida en sus propias trivialidades e intereses mezquinos, ignora las señales de alerta. Esta analogía es dolorosamente pertinente en nuestro presente, donde la negación de los problemas globales como el impacto de nuestra forma de vida en el ambiente, las desigualdades socioeconómicas o la polarización política, parece ser una constante. La “nieve” de la indiferencia y el individualismo, como en la historieta, amenaza con sepultarnos a todos bajo su manto gélido e incompasivo.

Sin embargo, “El Eternauta” no es una obra apocalíptica. A pesar de la sombría atmósfera, Oesterheld introduce la chispa de la resistencia y la solidaridad. La unión de Salvo con Favalli, Lucas y el resto de los supervivientes es la demostración palpable de que la cooperación y la confianza son los únicos antídotos contra la desintegración. La reconstrucción de la comunidad, aunque sea en un escenario terrible, se convierte en el motor de la supervivencia. Es un llamado a la acción muy potente, pero también, terriblemente olvidado permanentemente: “nadie se salva sólo”.

La hermosa obra de arte precitada, más allá de su envoltorio de ciencia ficción, nos confronta con interrogantes filosóficos fundamentales sobre la naturaleza humana, la ética de la supervivencia y la disolución de los lazos comunitarios. Repito, la “nieve” no sólo destruye lo físico, sino que corroe la confianza y la solidaridad, dejando al descubierto la precariedad de una sociedad que, quizás, ya venía resquebrajándose.

Esta idea de que la crisis externa revela una crisis interna no es nueva en el pensamiento filosófico. Hannah Arendt, al analizar el fenómeno del totalitarismo, advertía sobre la “banalidad del mal” y cómo la pérdida de la capacidad de juicio moral individual puede conducir a la deshumanización. Si bien el contexto del Eternauta es distinto, la pasividad inicial ante la amenaza y la tendencia a la obediencia ciega en algunos “hombres-robot” se asemejan al consejo de Arendt sobre la erosión de la responsabilidad personal en la esfera pública. Con una actualidad extrema, nuestra autora postula en su obra “Eichmann en Jerusalén” (2003) que “la incapacidad de pensar no es una estupidez, es una ausencia de pensar, de la actividad de reflexionar sobre los propios actos y las propias palabras. Esto es lo que hace posible que hombres comunes hagan cosas extraordinarias en contextos perversos” (p. 287). Esta ausencia de pensar es, precisamente, lo que hace vulnerable a la comunidad ante la manipulación, sea alienígena o ideológica, y lo que socava la resistencia colectiva.

Por su parte, Zygmunt Bauman analiza la fragilidad de la comunidad frente al individualismo y a la indiferencia en su concepto de “modernidad líquida”, mediante el cual describe una sociedad donde los lazos sociales son efímeros y la solidaridad se disuelve en favor de una búsqueda individual de seguridad y placer. La atomización social que precede y acompaña a la invasión en el Eternauta, puede verse como un reflejo de esta liquidez, plasmada con claridad por nuestro autor al señalar “en la modernidad líquida, la lealtad es un bien escaso y la comunidad es más un proyecto de consumo que una red de obligaciones mutuas. Los lazos humanos se diluyen en relaciones de “red”, donde la conexión es temporal y fácilmente desechable” (Modernidad líquida, p. 15). Esta descripción de Bauman capta la esencia de una comunidad quebrada moralmente, donde la falta de compromiso mutuo se convierte en el talón de Aquiles ante cualquier adversidad.

También, es justo remarcar que la narrativa de Oesterheld nos ofrece la esperanza de una reconstrucción, un renacimiento de lazos a partir de la adversidad. La emergencia del grupo de Juan Salvo como un núcleo de resistencia y apoyo mutuo encarna la idea aristotélica de que el ser humano es un “animal político”, cuya plenitud se alcanza en la polis, en la vida en común. La lucha de Salvo no es sólo por la supervivencia física, sino por la reafirmación de la humanidad a través de la solidaridad y el sacrificio por el otro. En palabras del mismísimo Aristóteles en su “Política”, “el hombre es por naturaleza un animal social; y el que vive fuera de la sociedad por organización y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre (un animal, o un Dios)” (1253a).

La acción de Salvo y su grupo de amigos y compañeros es una encarnación de esta necesidad intrínseca de comunidad, incluso en las condiciones más extremas. Es en la acción colectiva donde se recupera el sentido de la dignidad y se reconstruyen las normas morales que la crisis había desdibujado. La lección del Eternauta, leída a través de estas lentes filosóficas, es que la esperanza no es un sentimiento pasivo, sino un imperativo moral que se actualiza en el compromiso activo con el otro y en la reafirmación constante de la comunidad como el único refugio frente a la deshumanización.

La cruda observación de Aldous Huxley que versa: “Quizá la única lección que nos enseña la historia es que los seres humanos no aprendemos nada de las lecciones que nos da la historia”, replica con inquietante precisión al trazar un paralelismo entre la crisis expuesta en el Eternauta y la reciente pandemia de COVID-19. La frase encapsula una verdad incómoda sobre nuestra capacidad colectiva para extraer sabiduría de la experiencia, especialmente ante catástrofes que exponen nuestras vulnerabilidades y fallas estructurales.

En el Eternauta, la nieve mortífera es el catalizador de una crisis que, como ya exploramos, revela la fragilidad de los lazos comunitarios y la ceguera ante la amenaza. La desconfianza e incredulidad, la desorganización y la búsqueda de soluciones individuales, como también la manipulación de la información por parte de los “Ellos”, tienen ecos perturbadores en nuestra experiencia pandémica. Al principio, la ignorancia, incredulidad y subestimación del virus fueron patentes. Las respuestas fragmentadas, a nivel global, revelaron la debilidad de ciertas estructuras de cooperación internacional y la primacía de intereses particulares sobre el bien común.

Recordemos las primeras semanas de la pandemia: la escasez de equipos de protección, la saturación de los sistemas sanitarios, la desinformación campante y la polarización social que a menudo dificultaba la implementación de medidas de salud pública. Este escenario evoca claramente la parálisis y el desconcierto que vivieron los personajes de Oesterheld. La cita de Huxley tiene relevancia justamente aquí: a pesar de las lecciones de epidemias pasadas- desde la Peste Negra hasta la Gripe Española-, la humanidad pareció tropezar con muchas de las mismas piedras, enfrentando desafíos similares en la coordinación, la comunicación y la priorización de la vida sobre la economía o la política.

Es que la tentación de mirar hacia otro lado, de negar la magnitud de la amenaza, o de buscar chivos expiatorios en lugar de dar soluciones colectivas, es una constante que el Eternauta ilustra de manera vívida y que la pandemia puso de manifiesto. Si bien hubieron ejemplos extraordinarios de solidaridad y sacrificio durante la crisis del COVID-19- análogos a la resistencia de Juan Salvo y su grupo-, también presenciamos la exacerbación de divisiones y la desintegración de la confianza en las instituciones y entre los ciudadanos.

El paralelismo se extiende a la capacidad de aprendizaje post-crisis. Tras la pandemia, surgieron promesas de fortalecimiento de los sistemas de salud, de mayor inversión en investigación científica y de una mejor preparación para futuras emergencias. Sin embargo, el tiempo dirá si estas promesas se traducen en un cambio duradero o si, siguiendo la máxima de Huxley, volveremos a caer en la amnesia colectiva, olvidando las duras lecciones en cuanto la amenaza se desvanece del primer plano mediático. Justamente, la historia del Eternauta nos advierte que el olvido y la negación de los problemas latentes sólo preparan el terreno para futuras y más devastadoras catástrofes. La esperanza reside, entonces, en romper ese ciclo huxleyano, en hacer de la memoria histórica un pilar fundamental para la construcción de una comunidad más resiliente y solidaria.

En la fantástica adaptación cinematográfica, aunque la atmósfera puede variar, la esencia de esta lucha por la comunidad se mantiene. La desesperación y la pérdida se contrastan con actos de valentía y sacrificio, remarcando la universalidad del mensaje de Oesterheld, aplicable a cualquier época y lugar. La serie, al actualizar el contexto visual y narrativo, no hace otra cosa que reforzar la idea de que la lucha por los valores humanos es un desafío atemporal: “lo viejo funciona, Juan”, y sí, siempre funciona, sólo alcanza con no olvidarlo y ponerlo en práctica.

En conclusión, queridos lectores, la nieve del Eternauta nos invita a una introspección profunda sobre algo que supera el relato de invasiones alienígenas y se centra en la advertencia siempre vigente del desmoronamiento social y las ansias de esperanza. La crisis de valores que pareciera comer los cimientos de nuestra sociedad no es una sentencia ineludible: las ruinas de Buenos Aires oesterheldiana son un espejo de nuestra propia vulnerabilidad, pero también un lienzo sobre el cual se puede dibujar un futuro distinto. La recuperación de los códigos morales que cohesionan a la comunidad no es una tarea titánica reservada a héroes míticos, sino una labor cotidiana, un compromiso con el otro, una decisión consciente de reconstruir los puentes que la indiferencia ha derrumbado. Porque si la historia del Eternauta nos enseña algo, es que la supervivencia no es un acto individual, sino una sinfonía de manos que se unen en la oscuridad, una prueba irrefutable de que, incluso cuando la nieve amenaza con enterrarnos, la luz de la esperanza aún puede encenderse en la solidaridad y el abrazo. El tiempo para la indiferencia debe terminar, es hora de recordar que sólo juntos, podemos deshacer el manto de oscuridad que ciega nuestras almas y nos conduce inexorablemente a la perdición.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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El Salvador avanza como destino académico gracias a mejoras en seguridad, según Christian Aparicio

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Foto: Cortesía

El director nacional de Educación Superior, Christian Aparicio, afirmó este miércoles que El Salvador está en proceso de consolidarse como un destino académico regional, gracias al impacto positivo de la política de seguridad impulsada por el presidente Nayib Bukele.

Durante su participación en la entrevista, Aparicio explicó que este año se ha registrado un aumento significativo en las inscripciones universitarias. Tras un diagnóstico institucional, se determinó que uno de los factores clave en este repunte es la percepción de seguridad en el país.

“La gente tiene más confianza”, señaló el funcionario, al destacar que las condiciones actuales están permitiendo que estudiantes extranjeros elijan El Salvador para cursar estudios superiores. Como ejemplo, mencionó que este mismo día llegará un grupo de jóvenes procedentes de Costa Rica para iniciar sus estudios en instituciones locales.

Aparicio subrayó que El Salvador ya está atrayendo a estudiantes internacionales interesados en programas especializados, como el diseño de prótesis en la Universidad Don Bosco. Además, adelantó que se incorporarán nuevas carreras únicas en la región, lo cual posicionará aún más al país como referente en educación superior.

Entre las novedades para 2026, destacó la creación de una maestría y un doctorado en gestión de la educación superior, que serán únicos en Iberoamérica, así como el lanzamiento de la carrera de Ingeniería en Programación de Habilidades Humanas para la Inteligencia Artificial.

El titular también resaltó el rol que desempeñan los programas de becas del gobierno en la promoción del acceso a la universidad. Aseguró que iniciativas como “Súmate a la U”, y las becas otorgadas por diversas entidades públicas y privadas, han generado un mayor interés por parte de jóvenes que antes no contemplaban cursar estudios superiores.

“El Salvador está poniendo la nota a nivel global en materia de educación superior”, concluyó Aparicio.

Opinión | Christian Aparicio
Director nacional de Educación Superior
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.

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Analizando el vértigo de la venganza: Irán, Israel y el mundo también

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Po: Lisandro Prieto Femenía

«No sé cómo será la Tercera Guerra Mundial, pero sí sé que la Cuarta Guerra Mundial será con palos y piedras.»
Albert Einstein

Otra vez, la sombra de una gran guerra se cierne sobre el Medio Oriente, una región que parece estar condenada a un ciclo interminable de violencia y tensión. Los recientes intercambios de ataques directos entre Israel e Irán han encendido todas las alarmas globales, llevando a la comunidad internacional al borde de un abismo cuya profundidad y consecuencias aún son incalculables. Lo que hasta hace poco se manifestaba a través de guerras subsidiarias y enfrentamientos asimétricos, ha escalado a una confrontación abierta que redefine el tablero geopolítico y exige una profunda reflexión sobre las verdaderas causas y los devastadores efectos de semejante beligerancia.

La situación actual es de una volatilidad extrema. Tras el ataque israelí a un consulado iraní en Damasco, al que siguió una represalia iraní con drones y misiles, y una posterior respuesta israelí sobre objetivos militares de inteligencia dentro de Irán, la región se encuentra en un punto de inflexión. Cada acción parece estar generando una reacción, tejiendo una red de represalias que amenaza con arrastrar a más actores a un conflicto a gran escala. Las informaciones de inteligencia y los análisis militares se centran en la capacidad de disuasión de cada parte, en la precisión de sus armamentos y en la contención- o la falta de ella- de sus aliados internacionales. Sin embargo, más allá de la fría lógica estratégica, subyace una serie de interrogantes que, desde una perspectiva filosófica y crítica, resultan ineludibles.

En este ciclo de venganza interminable, ¿a quién le sirve realmente este conflicto? ¿Quiénes son los verdaderos artífices de esta espiral de violencia y quiénes se benefician de la inestabilidad perpetua en una región tan rica en recursos y tan vital estratégicamente? En contrapartida, ¿quiénes son los grandes perdedores, aquellos que pagarán el precio más alto por decisiones tomadas en despachos y palacios lejanos o en la euforia del fervor imperial o nacionalista?

Este tipo de preguntas no circulan en ningún medio de comunicación ni salen de la boca de ningún comunicador del prime time, justamente porque nos obligan a pensar, es decir, ir más allá de la mera descripción de los eventos y a indagar en las capas más profundas de poder, interés y sufrimiento humano. La geopolítica nos ofrece un marco para entender las dinámicas de poder entre Estados, las alianzas cambiantes y la lucha por la hegemonía regional. Pero la filosofía nos interpela sobre la ética de la guerra, la responsabilidad de los líderes y el valor intrínseco de la vida humana.

La retórica del “ojo por ojo” que ha dominado estas últimas semanas de confrontación directa entre Israel e Irán ha cristalizado en acciones militares muy precisas y calculadas, pero de un riesgo incalculable. Los ataques iraníes, que incluyeron el lanzamiento de cientos de drones y misiles hacia el territorio israelí, fueron presentados como una respuesta directa al bombardeo de un anexo consular iraní en Damasco que resultó en la muerte de altos mandos de la Guardia Revolucionaria. La defensa israelí, apoyada por una coalición internacional liderada por Estados Unidos, logró interceptar la vasta mayoría de estos proyectiles, minimizando los daños materiales y, crucialmente, evitando víctimas mortales significativas. Sin embargo, la posterior respuesta de Israel sobre objetivos militares y de inteligencia en Isfahán, Irán, aunque de alcance limitado y con aparente intención de enviar un mensaje de capacidad más que de aniquilación, mantuvo viva la llama de la tensión.

Detrás de los titulares sobre interceptores y drones, la verdadera tragedia se desarrolla lejos de los cálculos estratégicos. Son los civiles, de ambos lados y en toda la región, quienes se encuentran atrapados en la encrucijada de esta peligrosa escalada. En Israel, la población vivió horas de incertidumbre bajo la amenaza de los misiles, con el trauma latente de la guerra. En Irán, la noticia de los bombardeos, aunque minimizada oficialmente, alimenta el temor a una confrontación abierta que podría devastar la infraestructura y la vida cotidiana. Como señalaba el filósofo Immanuel Kant en su ensayo titulado “Sobre la paz perpetua”, “el estado de paz entre los hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza… el estado de paz debe ser establecido”. La realidad de hoy dista mucho de esta visión kantiana, con la seguridad de los ciudadanos constantemente en vilo, y la esperanza de una vida normal sacrificada en el altar de las ambiciones geopolíticas de dos o tres degenerados que deciden por ellos y sobre ellos. Las familias se preparan para lo peor, los niños crecen bajo la sombra de la amenaza constante, y la vida se convierte en una serie de pausas entre alarmas y ataques de noticias. Las economías locales, ya frágiles, se resienten aún más, y la inversión en armas desvía recursos que podrían destinarse a producción, salud, educación o desarrollo social.

En el tablero de este conflicto, los actores principales se encuentran impulsados por su propia percepción de seguridad existencial y ambiciones regionales. Teherán, con su teocracia y una Guardia Revolucionaria que extiende su influencia más allá de sus fronteras, busca consolidar su poder en el “eje de la resistencia”, desafiando la hegemonía regional y protegiendo sus intereses, incluyendo sus programas nucleares y de misiles.

Del otro lado, Jerusalén, con un gobierno que prioriza la protección de su población y su territorio, percibe la expansión iraní y su retórica como una amenaza directa a su supervivencia, lo que pareciera justificar sus acciones preventivas y reactivas.

Pero esta confrontación no se limita a dos capitales. Se extiende como una vasta red de intereses y alianzas, donde los actores indirectos ejercen una influencia considerable. Grupos como Hezbollah en Líbano, Hamas en Gaza o los Hutíes en Yemen operan como brazos armados de la proyección de poder iraní, capaces de abrir múltiples frentes y desestabilizar rutas comerciales vitales. Del lado israelí, el apoyo inquebrantable de los Estados Unidos ha sido un pilar fundamental en la disuasión y defensa, con Washington actuando como garante de seguridad y, a su vez, como mediador para evitar una escalada incontrolable. Sin embargo, el rol de Estados Unidos no es ajeno a sus propios intereses estratégicos en el control del flujo energético global y la contención de rivales.

Mientras tanto, potencias como Rusia y China observan con cautela, buscando proteger sus propias esferas de influencia y sus relaciones con todos los actores, a menudo utilizando su peso diplomático para oponerse a intervenciones occidentales o para abogar por una estabilidad que favorezca sus intereses económicos. Los países árabes moderados, como Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos, aunque comparten la preocupación por la influencia iraní, temen ser arrastrados a una guerra regional que devastaría sus economías y sociedades. Europa, por su parte, clama por la desescalada, consciente de las ramificaciones económicas, energéticas y migratorias de un conflicto ampliado.

Así, las posibilidades futuras se mueven en una cuerda floja, tensa entre el estallido total y la precaria esperanza de un cese el fuego. La doctrina actual parece ser una disuasión mutua, donde ambos bandos calibran sus golpes para enviar un mensaje de capacidad y voluntad sin provocar una guerra abierta que, dadas las consecuencias catastróficas, ninguno parece desear plenamente. Pero esta línea es peligrosamente fina. Cualquier error de cálculo, cualquier ataque no intencionado o cualquier acción percibida como una humillación insoportable, podría romper el delicado equilibrio y desencadenar un conflicto a gran escala con ramificaciones globales.

La búsqueda de un acuerdo de paz o un cese el fuego requeriría una diplomacia hoy inexistente, es decir, exhaustiva y multifacética, involucrando a potencias globales y regionales. Sería necesario abordar las causas subyacentes de la desconfianza y la hostilidad, incluyendo las ambiciones nucleares de Irán, la cuestión palestina, la seguridad de Israel y la influencia iraní en la región a través de sus proxies. Como argumenta el teórico político John Mearsheimer en su obra “La tragedia de la política de las grandes potencias”, los Estados “están condenados a competir por el poder, porque el sistema internacional es anárquico y las capacidades militares son los medios con los que los Estados pueden sobrevivir”. Superar esta lógica de suma cero requeriría un cambio paradigmático en la percepción de seguridad y una voluntad genuina de compromiso. Básicamente, un milagro.

No obstante, la historia nos enseña que, incluso en los escenarios más sombríos, la diplomacia y el diálogo pueden abrir brechas hacia la desescalada. El cese el fuego, por más precario que sea, es siempre preferible a la anarquía de la guerra, ofreciendo un respiro a los civiles y una oportunidad para la razón y la sensatez.

Más allá de las fronteras de Oriente Medio, la escalada actual entre Israel e Irán proyecta una sombra ominosa sobre el orden mundial. Como dijimos previamente, las ramificaciones económicas son inmediatas y profundas: la interrupción del suministro de petróleo a través del Estrecho de Ormuz, una arteria vital para el comercio global, disparará los precios energéticos a niveles insostenibles, desestabilizando los mercados y las economías ya fragilizadas. Las cadenas de suministro globales, aún recuperándose de crisis anteriores, se verían severamente afectadas, impactando desde la producción industrial hasta el coste de vida de millones de personas en cada rincón del planeta.

En el ámbito político, un conflicto abierto desafiaría la ya patética y erosionada arquitectura de la gobernanza actual. Las organizaciones internacionales y el derecho internacional, también en terapia intensiva hace años, se verían aún más debilitados si las potencias no logran contener la beligerancia. Se intensificarían las divisiones entre bloques, con el riesgo de acudir a una nueva Guerra Fría que polarice aún más las relaciones internacionales, desviando la atención y los recursos de desafíos globales apremiantes como las pandemias, la desigualdad y la pobreza. La proliferación nuclear, ya una preocupación latente, está cobrando una urgencia aterradora, ya que la inestabilidad puede incentivar a otros Estados a buscar capacidades atómicas como medida de seguridad.

Los grandes perdedores, en última instancia, somos todos los seres humanos que no tenemos acceso a la protección total de los jefes de Estado. La guerra, en su esencia, es un fracaso de la razón y la empatía. Cada explosión, cada vida perdida, cada desplazamiento forzado no es sólo una estadística, sino una herida en el tejido colectivo de nuestra ya vapuleada civilización. Este conflicto, como tantos otros, revela la cruda realidad de que la seguridad de una nación a menudo se persigue a expensas de la seguridad y el bienestar de otras, creando así un círculo vicioso de miedo, agresión y muerte masiva.

Frente a este panorama espantoso, nuestra postura no puede ser otra que la de una neutralidad activa en favor de la paz. No se trata de culpar a unos u otros, sino de reconocer la complejidad histórica y las múltiples capas de agravios que alimentan esta confrontación. La paz, sin embargo, no es la ausencia de conflicto, sino la capacidad de resolverlo sin recurrir a la violencia, a través del diálogo, la negociación y el respeto mutuo. Es imperativo que la comunidad internacional abandone la red social X y redoble sus esfuerzos diplomáticos. La presión concentrada sobre todos los actores, directos e indirectos, para que se abstengan de nuevas acciones militares y se sienten a la mesa de negociaciones es crucial. Se necesitan garantes confiables y marcos robustos que permitan una desescalada sostenida y el inicio de un proceso de construcción de confianza a largo plazo.

Por último, queridos lectores, es preciso indicar que el cese el fuego no es sólo una tregua militar, sino un imperativo moral. Es la única vía para romper el interminable ciclo de venganza, para sanar las heridas, para reconstruir las sociedades y para que las futuras generaciones no sigan heredando un legado de odio, resentimiento y destrucción. Es hora ya de que la razón sensata guíe la geopolítica, y que la humanidad elija el camino de la ardua concordia sobre el abismo de la exterminación.

Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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