Opinet
¿Por qué los envidiosos son infelices?
Imagen de referencia
Por: Lisandro Prieto Femenía
«Una sociedad no puede ser completamente ‘sitiada’ sin destruirse a sí misma. La solución no es aislarse de los demás, sino buscar maneras de integrar el bienestar colectivo como un imperativo ético y social»
Bauman, Z. (2002). La sociedad sitiada
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre ese oscuro resentimiento que emerge de la comparación permanente con los otros, que ha sido un tema recurrente tanto para la filosofía, la teología, la psicología e incluso la sociología, a saber, la envidia. Identificada desde la antigüedad como un vicio corrosivo, la envidia no solo se encarga de minar las posibilidades de la felicidad individual auténtica, sino que también socava las bases de la convivencia ética y social. La idea de hoy es que podamos pensar sobre el por qué de la envidia en tanto un modo de vida penoso y decadente, a los fines prácticos de resaltar la importancia de la superación de esta emoción mezquina en pro de una vida moralmente digna y humanamente plena.
Como siempre sostenemos, nada viene de la nada, motivo por el cual no podemos obviar que en la tradición judeocristiana, la envidia es uno de los siete pecados capitales más reprobables. Santo Tomás de Aquino llega a definirla como la «tristeza por el bien del prójimo» (Summa Theologiae, II-II, q. 36), indicando con ello su carácter preponderantemente destructivo en tanto que no sólo daña al individuo que la experimenta, sino que también atenta contra la comunidad al instaurar un modo de vida social individualista y mala leche, naturalizado por doquier por una ética asquerosamente mezquina que se sustenta en el lema «te quiero ver bien, pero nunca mejor que yo».
Complementariamente, esta conceptualización teológica puede enriquecerse con perspectivas filosóficas como, por ejemplo, la de Nietzsche, quien en su «Genealogía de la moral» sostiene que la envidia puede adoptar formas de resentimiento en sociedades débiles que no buscan superar sus propias limitaciones, sino que pretenden rebajar a aquellos que consideran superiores. Esta actitud, para éste autor, se trata de una clara renuncia a la vida auténtica y a la afirmación de uno mismo: «necesito que te vaya mal para que no se note lo mediocre que soy», sería su traducción al criollo.
Asimismo, desde una perspectiva existencialista, podríamos indicar que se trata de un modo de alienación. Al respecto, Sartre explica, en su obra «El ser y la nada», que vivir en función de la mirada del otro nos condena a una estado de «mala fe»: envidiar lo que el otro tiene es, en última instancia, una negación de nuestra propia libertad y capacidad de crear sentido. Desde este enfoque, queda claro que la vida del envidioso se encuentra vacía de proyecto personal puesto que su existencia gira, tristemente, en torno a lo que carece, a lo que no puede ser y a la frustración que les causa que para otros, sí sea. Tampoco podemos olvidar al gran Aristóteles, quien también advirtió sobre este sentimiento en su «Ética a Nicómaco», clasificándolo como una pasión que no contribuye en absoluto a la virtud, sino al vicio decadente. Tengamos en cuenta que para este filósofo, la virtud de la magnanimidad, en cambio, consiste en alegrarse del éxito ajeno y desear el bien común, una postura que enriquece tanto al individuo como a la sociedad en general.
En términos estrictamente sociales, la envidia no hace otra cosa que perpetuar dinámicas de desigualdad, inequidad, injusticias y conflictos. Sobre esto en particular, Slavoj Žižek reflexionó en sus análisis exhaustivos sobre el capitalismo, señalando que la cultura contemporánea exacerba la envidia al fomentar una competencia desmedida y pornográficamente exhibicionista. Junto con este aporte, recordemos el concepto de «sociedad del espectáculo» de Guy Debord, quien acertadamente sostenía que esa forma de vida convierte la felicidad y el éxito ajenos en objetos de consumo visual que, paradójicamente, generan frustración, resentimiento y odio por aquellos ciudadanos que andan flojos de papeles morales y éticos.
Consecuentemente, desde una perspectiva política, la envidia es un peligro porque puede convertirse en una herramienta de manipulación. Recordemos también el aporte de George Orwell en su «Rebelión en la granja», donde muestra cómo los líderes autoritarios explotan el resentimiento de las masas ignorantes y violentas hacia los más afortunados para consolidar su poder. En este sentido, la envidia no es solamente un sentimiento corrosivo per se, sino un arma de control social al servicio del tirano mediocre de turno. Frente a esta oscura emoción, y las consecuencias que hemos intentado ilustrar lo más sintéticamente posible, Baruch Spinoza en su «Ética» propone superar los efectos negativos a través de la razón: la envidia es irracional, porque implica desear el mal ajeno, algo que no puede contribuir a nuestro propio bienestar. Por el contrario, la alegría y el amor hacia el otro generan una expansión del ser y una armonía con la naturaleza misma de nuestra existencia.
Lejos de ser una suma cero, el éxito de los demás y el propio pueden, y deben, contribuir al progreso colectivo. La envidia surge, justamente y en gran medida, de la percepción errónea de que el bienestar es un recurso limitado y que el éxito de otros se logra a expensas del nuestro. Sin embargo, tanto la filosofía como el análisis social crítico y económico desmienten esta noción, mostrando que una sociedad prospera cuando más individuos alcanzan sus metas y se convierten en agentes activos del desarrollo. En términos filosóficos, John Rawls, en su «Teoría de la justicia», sostiene que una sociedad justa es aquella en la que las instituciones están diseñadas para beneficiar a todos, especialmente a los menos favorecidos: este principio implica que el éxito de unos no debe construirse a partir de la explotación o el sacrificio de otros, sino que debe contribuir al fortalecimiento del tejido social. En este sentido, el progreso individual tiene un carácter relacional: la mejora de una persona puede crear condiciones que favorezcan la mejora de otras.
Desde un punto de vista económico, Amartya Sen sostiene, en su obra titulada «Desarrollo como libertad», que el desarrollo no debe medirse en términos de riqueza acumulada, sino en la expansión de las capacidades humanas. Desde esta perspectiva, cuando los individuos prosperan, no sólo aumentan sus propias posibilidades, sino que también generan un gran impacto en su entorno, ya sea a través del empleo que crean, las ideas que promueven o los recursos que se comparten. Evidentemente, la interdependencia en ese modelo, es clave. En una sociedad donde más personas logran un éxito genuino, se generan redes de cooperación que fortalecen la estabilidad y la resiliencia colectiva. Esto es evidente en el aspecto educativo: un sistema que fomenta el aprendizaje de calidad para todos, no sólo beneficia a los estudiantes en curso, sino que produce ciudadanos más críticos y productivo, lo cual fortalece la democracia y la economía.
Llegando a este punto, es preciso reflexionar sobre la falacia del éxito que se realiza en detrimento del otro: el pensamiento de que unos solo pueden triunfar a costa de otros, proviene en parte, de ideologías de la escasez. Thomas Hobbes, en su obra monumental titulada «El Leviatán», describe al ser humano como un animal intrínsecamente competitivo, en una lucha constante por los recursos limitados: sin embargo, esta perspectiva individualista se contrapone a visiones más colaborativas. Un ejemplo de ellas proviene de Adam Smith, quien en su obra «La riqueza de las naciones», sostiene que el bienestar general surge cuando los individuos persiguen su propio interés de manera ética, contribuyendo involuntariamente al bienestar de la sociedad: para esta perspectiva, el éxito personal, lejos de ser perjudicial, puede generar riqueza compartida si de encuadra dentro de principios jurídicos, morales y sociales.
Por último, queridos lectores, es crucial reconocer que el éxito y la felicidad ajenos no deben perturbarnos, sino más bien alegrarnos porque, como indica Martin Buber, la verdadera relación «Yo-Tú» implica reconocer en el otro su plenitud y celebrar su existencia. Sólo así es posible que podamos construir una sociedad basada en el respeto, la solidaridad y la admiración mutua. Celebrar el éxito ajeno no sólo es un asunto ético, sino que también se trata de un acto profundamente racional: reconocer que el bienestar de otros suma al bienestar colectivo nos libera de la prisión de la envidia y nos permite participar activamente en la construcción de una sociedad más justa y solidaria. Al intentarlo, o al hacerlo, no sólo contribuimos a nuestra propia felicidad, sino también a la de todos aquellos que nos rodean.
Está claro que vivir con la angustia de la comparación constante es vivir encadenado a una de las más penosas ilusiones: la envidia es, en el fondo, un grito de impotencia ante nuestra incapacidad de aceptar y transformar nuestra propia realidad, con la cual, el envidioso evidentemente no es feliz. Superarla no sólo es un acto de sabiduría filosófica, sino un paso necesario hacia una vida moralmente digna y humanamente enriquecedora para todos. En este mundo, donde el éxito ajeno se exhibe en los anaqueles de las redes sociales constantemente, es más urgente que nunca recordarnos que la felicidad no se construye a partir de lo que le falta al otro, sino de lo que podemos aportar desde nuestra singularidad y recién ahí, y sólo ahí, podremos liberarnos del peso de la envidia y abrazar la auténtica alegría de vivir (sin joder a nadie, mientras tanto).
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
DATOS DE CONTACTO
- Correo electrónico: lisiprieto@hotmail.com lisiprieto87@gmail.com
- Instagram: https://www.instagram.com/lisandroprietofem?igsh=aDVrcXo1NDBlZWl0
- What’sApp: +54 9 2645316668
- Blog personal: www.lisandroprieto.blogspot.com
- Facebook: https://www.facebook.com/lisandro.prieto
- X: @LichoPrieto
- Threads: https://www.threads.net/@lisandroprietofem
- LinkedIn: https://www.linkedin.com/in/lisandro-prieto-femen%C3%ADa-647109214
- Donaciones (opcionales) vía PayPal: https://www.paypal.me/lisandroprieto
Opinet
Despreciando el culto a la ignorancia
Por: Lisandro Prieto Femenía
Para comprender cabalmente el sentido del título del presente ensayo, es preciso remontarnos al año 1985, cuando el escritor y científico Isaac Asimov alertaba sobre un fenómeno alarmante que ya se venía gestando en la sociedad, particularmente en occidente: el culto a la ignorancia. Esta denuncia de Asimov, lejos de ser una mera observación anecdótica relatada por un comentarista de noticias decadentes, se ha demostrado ser una crítica bastante acertada de las tendencias que han ido permeando en nuestra cultura, especialmente en la era de la información y la híper-conexión.
Es cierto, vivimos en un momento histórico donde la información nunca ha estado tan accesible, pero también donde la desinformación y la superficialidad del conocimiento se han propagado con una rapidez alarmante. El culto a la ignorancia, en su forma más nociva, no es simplemente la carencia de ciertos conocimientos, sino una actitud activa de desprecio hacia la experticia, la ciencia y el conocimiento profundo.
Pues bien, una de las características más inquietantes del culto a la estupidez es la tendencia a considerar que todas las opiniones tienen un mismo valor, sin importar la formación, el estudio o la experiencia detrás de ellas. La paradoja radica justamente en esto: vivimos en un mundo donde las redes sociales permiten que cualquier persona exprese su opinión, generando así una apariencia de igualdad superficial de voces que ha llevado a una visión distorsionada de la democracia.
La democracia, como sistema político, ahora es vista como un sinónimo de “todas las opiniones tienen el mismo peso”, lo cual nos ha traído a este pozo decadente desde un punto de vista moral, cultural y científico. Pues no, la democracia es otra cosa, más parecida a un espacio donde se valora la deliberación informada, el diálogo basado en hechos y la toma de decisiones fundamentadas y, particularmente, la democracia moderna, depende de la participación activa de los ciudadanos, pero esta participación no debería estar basada en la ignorancia ni en el desconocimiento de los temas fundamentales.
Los científicos, los expertos, los estudiosos en general, desempeñan un papel crucial en la construcción de una sociedad más justa y racional, contrariamente a lo que creen los patéticos terraplanistas y clientes de las constelaciones familiares del Siglo XXI. El trabajo de los especialistas no es sólo un asunto técnico, sino que tiene implicaciones profundas que repercuten en nuestra calidad de vida y en la toma de decisiones que nos afectan a todos por igual.
En este contexto, la ciencia es un producto del pensamiento crítico y de la evidencia, motivo por el cual los científicos no son infalibles, pero el proceso de investigación científica está diseñado para corregir errores, cuestionar hipótesis y construir un conocimiento que se aproxima cada vez más a la realidad, contrariamente a los aportes que podría brindar un youtuber o una señora que se llama Marta, leyendo la borra del café de la mañana. En este sentido, los expertos sí tienen un valor esencial que no debería ser ignorado: a lo largo de la historia, los avances científicos han permitido que la humanidad alcance logros impensables, desde el control de enfermedades hasta el descubrimiento de muchas leyes fundamentales del universo.
Contrariamente al pensamiento oscurantista postmoderno, la ciencia no es un conocimiento “elitista”, sino más bien una herramienta que nos permite mejorar nuestra calidad de vida y superar innumerables desafíos: desde la medicina hasta la tecnología, la ciencia está en el corazón de muchos de los avances que han transformado nuestra sociedad. Sin embargo, en estos tiempos patéticos, somos testigos de un creciente escepticismo hacia la ciencia, alimentado por una desinformación adaptada al intelecto del consumidor promedio que se difunde con extrema rapidez. Este fenómeno no sólo pone en peligro la integridad de nuestras instituciones, sino que también amenaza con nuestra capacidad para abordar tanto problemas domésticos como globales, como la violencia intrafamiliar o el cambio climático, las pandemias y las crisis políticas.
Lo precedentemente enunciado no es otra cosa que el peligro que implica la simplificación atroz del pensamiento y la innecesaria importancia que se le está dando a la nefasta «opinión popular». Es cierto, vivimos en un mundo saturado de información que no sirve para nada, más la tendencia a simplificar los problemas complejos y buscar respuestas fáciles y rápidas son parte del paquete perezoso reinante del ciudadano promedio. Las plataformas de redes sociales dan lugar a lo que podríamos llamar «opinión pública», en la cual las personas, sin la formación adecuada, se sienten habilitadas para opinar sobre temas complejos sin considerar las implicaciones de su falta de conocimiento.
Este fenómeno tan triste, se ve reflejado en el desprecio por los expertos, la promoción de teorías conspirativas delirantes y el rechazo de la evidencia científica en favor de creencias populares de muy dudosa procedencia y credibilidad. En definitiva, el culto a la ignorancia se manifiesta también en la exaltación de la institución frente al conocimiento riguroso en sí: la creencia de que la experiencia personal o la «sabiduría común» son más valiosas que el conocimiento organizado y acumulado con rigurosidad a lo largo de de los años de estudios autorizados, es una falacia peligrosa. Y sí, amigos míos, aunque sea políticamente incorrecto, hay que decirlo, la ignorancia es atrevida, y mucho más cuando es considerada una forma legítima de conocimiento, junto con las opiniones que no deberían ser tenidas en cuenta sólo por su volumen de seguidores o por el ruido que generan en los medios masivos de distracción, mal llamados «de comunicación».
Ante semejante panorama, es necesario que nos preguntemos: ¿Qué responsabilidad nos cabe como sociedad, ante la decadencia sin precedentes del conocimiento? Pues bien, se supone que en una sociedad democrática, el conocimiento debe ser respetado y protegido, y los expertos deben tener el espacio necesario para comunicar sus hallazgos y reflexiones sin temor a ser descalificados por opiniones infundadas de ignotos adictos a la estupidez. En este sentido, los ciudadanos tenemos la responsabilidad- aunque no quieran asumirla- de educarnos y buscar fuentes confiables de información, en lugar de sucumbir a la tentación de confiar en «opiniones populares» que no están fundamentadas en el conocimiento profundo de los temas.
En definitiva, el verdadero reto al que nos enfrentamos es el de crear una sociedad que deje de aplaudir el oscurantismo anticientífico y anti-racional y reconozca la importancia de los expertos en la toma de decisiones. Esto no significa que los ciudadanos deban rendirse ante el autoritarismo científico, sino que deben estar dispuestos a aprender, a cuestionar de manera crítica y a distinguir entre lo que está fundamentado en evidencia y lo que es simplemente un delirio ridículo de redes sociales. No se trata, solamente, de una cuestión intelectual o epistemológica, sino de un asunto extremadamente importante desde un punto de vista político: una sociedad mediocre, inculta, orgullosa de ser ignorante y pedante, no puede exigir tener funcionarios con un desempeño ético e intelectual superior al que ella detenta. Es injusto que en cargos de toma de decisiones científicas e industriales se encuentren pigmeos de extrema ignorancia y de muy baja capacidad intelectual para realizar un verdadero aporte al progreso de la sociedad (motivo por el cual les estamos pagando, en vano, con nuestros impuestos).
En fin, queridos lectores, creo que tenemos que apuntar hacia una sociedad informada y más crítica. El culto a la estupidez, al «se dice que», a la ignorancia, es una amenaza real para el progreso y el bienestar colectivo. La ciencia, la investigación rigurosa y la experticia son esenciales para abordar los desafíos de este presente decadente que ya tiene la forma de una «edad oscura». Es crucial que, como sociedad, aprendamos a reconocer el valor del conocimiento y a no permitir que las opiniones ridículas sin fundamento eclipsen las voces de quienes sí han dedicado sus vidas a estudiar y a comprender el mundo. Solo a través del respeto al conocimiento exhaustivo, podemos avanzar de manera responsable hacia un futuro menos idiota, más justo y equitativo, en el cual los que más saben no tengan vergüenza de hablar ni pudor para aportar soluciones a lo que más abunda, a saber, problemas que requieren una urgente solución.
Opinet
La temporalidad de la navidad: tiempo sagrado y profano
Lisandro Prieto Femenía
«El tiempo mítico es el tiempo sagrado, el tiempo que permite volver a los orígenes y restablecer el orden primordial»
Mircea Eliade, “Lo sagrado y lo profano”
Continuando con la saga “El sentido de la navidad”, hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre la paradoja temporal única que introduce la navidad, como celebración religiosa y cultural. En un contexto de consumismo desenfrenado y rutinas repetitivas y vacías, surge un momento de ruptura en el flujo ordinario del tiempo: el tiempo sagrado. Esta festividad, centrada en la conmemoración del nacimiento de Jesús, invita a los creyentes y no creyentes a reflexionar sobre el significado del tiempo y la eternidad, porque la navidad no sólo nos ofrece una oportunidad para la celebración material, sino también para una reflexión profunda sobre cómo el ser humano percibe y experimenta la temporalidad.
Cuando hablamos de “tiempo profano” nos referimos al tiempo ordinario, el que transcurre sin ceremonias ni interrupciones, marcado por el calendario y las tareas diarias. En nuestra vida cotidiana, el tiempo parece seguir un ritmo imparable, en el que cada momento se mide en función de la productividad, el trabajo, las demandas de nuestros vínculos y demás actividades mundanas. Pues bien, las festividades, como la navidad, interrumpen temporalmente este flujo, creando una pausa que puede ser tanto un alivio como una carga, dependiendo del contexto.
Sin embargo, el tiempo profano no está completamente desligado del tiempo sagrado: la navidad, a pesar de su carácter profundamente religioso, es también un fenómeno cultural que ha sido absorbido por la lógica del consumo y las tradiciones seculares. Las luces, los regalos y la comida festiva son expresiones de la misma sociedad que vive el tiempo profano, pero esta celebración en particular tiene la capacidad de transitar entre lo material y lo espiritual. Conviene aquí hacer un paréntesis y preguntar ¿qué tiene que ver la natividad de Cristo en un pesebre con las cenas pomposas y apoteósicas dignas de emperadores romanos?
Por su parte, el tiempo sagrado es aquel que se percibe como distinto, marcado por un propósito trascendental. La navidad, al conmemorar el nacimiento de Jesús, nos invita a entrar en una experiencia temporal distinta: un tiempo de espera y esperanza, un tiempo de reflexión, reconciliación, renovación y paz interior. Se trata de una temporalidad que trasciende las preocupaciones cotidianas, un tiempo que remite a lo eterno. Tengamos en cuenta que en las liturgias religiosas y las ceremonias, el tiempo se dilata y el hombre siente una conexión especial con lo divino, porque este tiempo sagrado tiene una característica muy particular: no está sometido a la misma lógica del reloj o del calendario. A través del ritual y la meditación, podemos incluso sentir que el tiempo se detiene, es decir, que entra en un estado de suspensión que trasciende las limitaciones propias del tiempo físico. En este sentido, la navidad es un “espacio-tiempo”, donde lo finito se encuentra con lo eterno, lo humano con lo divino.
Podríamos afirmar, entonces, que la navidad se convierte, así, en un puente entre el tiempo sagrado y el profano: por un lado, es una festividad religiosa que marca la llegada de lo divino al mundo humano pero, por otro lado, en su manifestación cultural y social, se convierte en una celebración compartida por todos, independientemente de la fe religiosa de cada persona. Es en esta dualidad donde la navidad se toma un espacio de reflexión profunda sobre la naturaleza del tiempo.
El tiempo de la navidad no sólo es especial por su dimensión religiosa, sino también porque invita a todos a realizar una pausa, un “respiro” en medio del constante fluir del tiempo profano y sus presiones cotidianas. Es más, la natividad puede ser vista como un recordatorio de que la temporalidad humana no es absoluta, es decir, que hay momentos de la vida que convocan a la trascendencia, a mirar más allá del presente y conectar con algo más profundo.
Ahora bien, tendríamos que pensar cómo conviven esos “dos tiempos” en nuestra contemporaneidad, puesto que hoy en día el desafío radica en cómo vivimos la navidad. La sociedad postmoderna a menudo se ve atrapada en el consumo y la superficialidad de las festividades, lo que puede hacer que el tiempo sagrado se diluya completamente en el ruido del tiempo profano. Sin embargo, existe una invitación a que todos los individuos podamos rescatar la dimensión espiritual de la navidad, al experimentar ese “tiempo suspendido” que nos permite un encuentro genuino con el misterio de la vida, el amor y la esperanza.
«Lo sagrado, al ser atemporal, se encuentra fuera de las medidas del tiempo cronológico.»
Mircea Eliade, Óp. Cit.
En este contexto, la reflexión filosófica sobre el tiempo sagrado y profano nos permitiría cuestionar cómo concebimos nuestra relación con la temporalidad- ¿Es el tiempo simplemente un recurso que utilizamos para alcanzar nuestros objetivos, o hay en él un misterio que invita a la contemplación, el asombro y la trascendencia?
La diferencia entre el tiempo “sagrado” (kairos) y el tiempo “secular” (chronos) es una distinción fundamental en la reflexión filosófica y teológica, particularmente desde el pensamiento de San Agustín de Hipona en sus “Confesiones”, puesto que proporciona un marco ideal para profundizar en esta temática. En contraste con el tiempo profano, el “kairos” no es medido por el reloj, sino por la calidad del momento, por lo trascendente que ocurre en él. En la teología cristiana, este concepto se asocia con los momentos en los que lo divino irrumpe en el tiempo humano, ofreciendo una posibilidad de salvación o de transformación.
La navidad, como la conmemoración del nacimiento de Cristo, es un ejemplo del “kairos”, es decir, un tiempo que no sólo marca cronológicamente los tiempos, sino un evento que tiene un significado simbólico profundo y eterno. Aquí es, justamente, donde entra en juego la reflexión de San Agustín de Hipona, quien en sus “Confesiones”, abordó magistralmente el concepto del tiempo, haciendo una distinción fundamental entre el tiempo terrenal, limitado y cambiante, y la eternidad divina, inmutable. Según Agustín, el “chronos” es el tiempo de los seres humanos, el que percibimos a través de los sentidos y el que nos arrastra a la acción. Sin embargo, este tiempo no tiene existencia real en Dios, quien habita en la eternidad. Recordemos que para este santo y filósofo, el tiempo es una construcción humana, una medida que solo existe porque nosotros, los seres finitos, necesitamos marcarlo, medirlo, etcétera. En cambio, Dios, en su eternidad, no está sometido al flujo de nuestro tiempo, sino que lo ve en su totalidad, como una eternidad presente.
«¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pregunta, no lo sé.»
San Agustín, “Confesiones”, Libro XI
También, en la obra precitada, Agustín realiza una reflexión filosófica sobre el tiempo al sostener que el pasado ya no existe, el futuro aún no ha llegado y sólo tiene cierta “existencia” el presente, aunque es fugaz y casi imposible de captar. El hombre vive atrapado en la temporalidad, pero su corazón está orientado hacia una eternidad que no se ajusta a las reglas del tiempo cronológico. La navidad, como la irrupción del misterio divino en la historia, se convierte en una epifanía de esta tensión entre la temporalidad humana y la eternidad divina. Es más, de acuerdo con Agustín, el tiempo es una creación de Dios que sólo cobra sentido en relación con la eternidad, por lo que el “kairos” es el tiempo de la salvación, un tiempo suspendido, lleno de significado y trascendencia, que irrumpe en la vida humana en momentos especiales. En el caso puntual de la celebración de la natividad de Cristo, ese momento “kairos” es el nacimiento del enviado, el cual marca un antes y un después en la historia, un “tiempo sagrado” que se inserta en el flujo del “chronos”. Lo que festejamos el 25 de diciembre, entonces, no sólo es una celebración de un evento pasado, sino una oportunidad de entrar en un “kairos” personal, de experimentar un momento de conexión con lo eterno a través del ritual y la reflexión.
«El pasado ya no es, el futuro aún no es, y el presente es solo un punto de transición.»
San Agustín, “Confesiones”, Libro XI
Como mencionamos previamente al pasar, la navidad representa el puente entre el “chronos” y el “kairos”, en tanto que al igual que otras festividades religiosas, tiene la capacidad de convertir el tiempo ordinario en un tiempo sagrado. A pesar de estar inserta en un contexto de consumo innecesario y rutina desenfrenada y agobiante, la verdadera celebración de la navidad nos invita a un “kairos”, un tiempo especial, donde lo sagrado irrumpe en el flujo del tiempo profano. Es el momento en el que los cristianos recordamos el misterio de la Encarnación: Dios hecho hombre en un tiempo determinado de la historia, pero con una significación que trasciende ese momento específico, convirtiéndose así en una invitación a escapar del ritmo frenético de nuestro tiempo y adentrarse en un espacio donde lo sagrado nos recuerda la posibilidad de lo eterno, en nuestra vida finita.
En conclusión, queridos lectores, el desafío en nuestro tiempo ha quedado planteado: recuperar el “kairos” en la navidad en medio de la presión del “chronos”. El consumismo, las expectativas sociales y el ritmo acelerado de la vida postmoderna apuntan directamente a la disolución de la dimensión espiritual ancestral profunda de la navidad. Sin embargo, la invitación está siempre presente a todos, creyentes y no creyentes, a rescatar el tiempo sagrado como oportunidad de entrar en un espacio de pausa, reflexión y espera que nos conecta con lo eterno. En otras palabras, amigos míos, recuperar el “kairos” de la navidad es permitir que el tiempo, aunque limitado, nos ofrezca una experiencia espiritual profunda, una oportunidad de autoconocimiento y transformación.
La reflexión sobre la temporalidad en el contexto de la navidad nos lleva a pensar en la dualidad del “chronos” y el “kairos”, que representan dos modos de vivir: uno, marcado por la rutina y medición constante, el otro, por la trascendencia y el misterio; uno que se nos escurre entre los dedo, otro que parece ser atemporal y siempre presente. La presente reflexión ha intentado, con suma humildad, comprender cómo el tiempo, aunque es una construcción humana limitada, puede convertirse en un espacio para lo eterno: la navidad, como celebración de la Encarnación, nos convoca a vivir nuestra temporalidad de manera diferente, a experimentar un “kairos” personal y familiar que nos conecta con lo divino y nos brinda la preciosa oportunidad de, como decimos en Argentina, parar la pelota y pensar.
Opinet
El sentido de la navidad: nacimiento y renovación
Por: Lisandro Prieto Femenía
“El nacimiento es la única ocasión de la que tenemos una garantía absoluta de que, por un instante, el ser humano ha sido un verdadero milagro”
Simone Weil, “La gravedad y la gracia”, 1947.
La presente es la primera entrega de la saga “El sentido de la navidad”, en la cual reflexionaremos sobre el simbolismo del nacimiento y la renovación, más allá de su dimensión festiva o religiosa, puesto que se trata de una celebración que invita a la reflexión de la existencia humana en general. En el corazón de la natividad, se encuentra un símbolo poderosísimo: el poder del nacimiento. Se trata de un sentido profundo, ya que la Navidad no solo conmemora un parto que da inicio a una figura histórica, sino que nos recuerda que, en cada ciclo de la vida, existe la posibilidad de un renacer.
Evidentemente, es un momento que, cargado de simbolismo, nos plantea la pregunta de si, como humanidad, estamos dispuestos a renovarnos, es decir, a reescribir nuestros propios destinos y a redescubrirnos en lo más esencial de nuestro ser. Este tiempo de celebración parece detener el curso incesante de la rutina cotidiana, invitándonos a detenernos, mirar hacia adentro y considerar el significado que le estamos dando a nuestra vida y reevaluar si es o no necesario un nuevo comienzo. Tengamos en cuenta que un bebé recién nacido es, en su fragilidad y potencialidad, un recordatorio de que cada nacimiento no solo trae consigo una nueva vida, sino también la promesa de renovación y cambio.
“El hombre ha nacido para vivir con humildad, como el niño en la cuna, sin dejar de buscar lo que lo eleva hacia el amor divino”, San Agustín “Confesiones”, 397.
La navidad, entonces, se convierte en un momento propicio para pensar sobre el ciclo de la existencia, sobre cómo cada día, cada año, nos brinda la oportunidad de empezar nuevamente, de reconfigurar nuestra existencia y, tal vez, de encontrar un significado más profundo en lo que hacemos y en cómo nos relacionamos con los demás. Es en este contexto que podemos explorar el simbolismo del nacimiento, no como un evento puntual, sino como un principio que atraviesa toda nuestra vida, desafiándonos a mirar más allá de las apariencias y a cuestionar las estructuras que nos condicionan y, en algunos casos, definen. En la fragilidad del nacimiento, la filosofía nos invitará a reconocer que, a pesar de las dificultades y las sombras que a menudo oscurecen nuestro camino, siempre hay espacio para la luz, la esperanza y la transformación.
“El valor de la vida no está en lo que se ha logrado, sino en lo que se es capaz de empezar”, S. Kierkegaard (Diario, 1849)
El nacimiento, en su pureza, nos invita a pensar en este “nuevo comienzo”, que se refiere al inicio de la aventura de vivir y a la posibilidad que se extiende hacia el futuro. En nuestra tradición teológica cristiana, el nacimiento de Jesús simboliza la llegada de la gracia divina, un punto de partida que transforma el curso de la humanidad. Este nacimiento concreto es un acto de redención, un mensaje de esperanza para una humanidad sufriente, sugiriendo que, independientemente de nuestros errores y limitaciones, siempre existe la posibilidad de renacer mediante la reconciliación con lo divino. El niño recién nacido es la encarnación de una promesa: que la renovación es posible, incluso en los momentos más trágicos y barbáricos: desde esta perspectiva teológica, el nacimiento es la manifestación de un “comienzo divino”, una gracia que se ofrece sin condiciones, un perdón que nos permite reconfigurarnos. En este sentido, la navidad no solo conmemora un acontecimiento histórico, sino que se convierte en una ocasión anual para la reflexión sobre la posibilidad de empezar de nuevo, de acercarnos a lo trascendental, de asumir el reto de renovarnos en lo espiritual y en lo moral.
Por otro lado, el nacimiento, como concepto filosófico, adquiere también una dimensión profundamente existencialista, particularmente si lo analizamos desde la obra de Martin Heidegger. Para él, el “ser-ahí” (“Dasein”), es la condición humana básica, una existencia abierta al futuro, un “ser-en-el-mundo” que, en cada momento, se enfrenta a la posibilidad de reinventarse. En su obra emblemática “Ser y Tiempo”, Heidegger nos invita a reconocer que la existencia es fundamentalmente finita y que el futuro es aquello que define nuestro ser, porque no es simplemente una extensión lineal del pasado, sino un campo abierto de posibilidades donde el individuo puede proyectarse y, en cada instante, elegir su camino.
“El ser humano no es, sino que está en el mundo, es decir, proyectado hacia el futuro.” Martin Heidegger- “Ser y tiempo”, 1927.
El nacimiento, visto desde esta óptica, puede interpretarse como la apertura al futuro incierto, cargado de posibilidades que, lejos de ser predecibles, nos desafían a crear, a decidir, a tomar parte activa en la configuración de nuestro ser. El “ser-ahí” heideggeriano no es un ser estático ni determinado por lo que ya ha ocurrido, sino un ser que siempre está en el proceso de hacerse, de proyectarse hacia lo que aún no ha sucedido. Así, cada “nacimiento” puede verse como una nueva apertura al futuro, una nueva oportunidad para redirigir a nuestra existencia hacia un horizonte inexplorado. En este sentido, la navidad se presenta como un recordatorio de la existencia: en cada ciclo de la vida, cada año, cada día, hay un potencial renovador, porque nada está dicho de ahora y para siempre. Si bien el nacimiento de un niño es un recordatorio evidente de la fragilidad y la maravilla de la vida, también es una convocatoria para que cada uno de nosotros reflexionemos sobre cómo podemos “nacer” nuevamente en nuestro propio ser, independientemente de las cargas que llevemos o de los errores que cometamos. Al igual que el bebé que llega al mundo sin pasado, sin definiciones previas, estamos llamados a una continua apertura hacia lo que podemos ser, a tomar riendas de nuestra propia existencia y a proyectarnos hacia un futuro lleno de posibilidades.
Procedamos ahora a interpretar un aspecto que es fundamental en el simbolismo que venimos analizando: la fragilidad y la humildad del comienzo, mirando el nacimiento de Jesús en un pesebre como una metáfora majestuosa del poder transformador. Es que el nacimiento, en su expresión más pura, nos confronta con una realidad fundamental: la fragilidad. Un recién nacido, sin fuerzas, sin historia y sin poder, depende completamente de su madre para sobrevivir. Esta vulnerabilidad intrínseca no es solo un recordatorio de lo efímera que es nuestra existencia, sino una invitación a reflexionar sobre el valor de lo pequeño y lo aparentemente insignificante en un mundo que exalta exactamente todo lo contrario: lo grandioso, lo imponente, lo exitoso.
“El que tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo.”– F. Nietzsche, “El crepúsculo de los ídolos”, 1888.
El nacimiento de Jesús en un establo es, en este sentido, una de las imágenes más poderosas de nuestra tradición cristiana: en lugar de llegar al mundo en el esplendor de un palacio real, Jesús nace en la humildad del pesebre, rodeado de animales y con pocos testigos. Esta imagen de un niño recién nacido, acompañado de lo simple y lo marginal, se convierte justamente en un acto subversivo. La llegada de Dios a la humanidad no se da en la grandeza de un imperio exuberante, sino en lo humilde, en lo vulnerable y pequeño. Ese resguardo en el campo, se convierte en el lugar donde lo divino se manifiesta de la manera más inesperada, desafiando la idea de que lo grande y lo poderoso son los únicos lugares donde puede encontrarse un sentido verdaderamente profundo. Esta lección sobre humildad del nacimiento resuena también en la filosofía de Hannah Arendt, quien introduce el concepto de “natalidad” en su obra titulada “La condición humana”.
Para Arendt, la natalidad no sólo se refiere al acto físico de nacer, sino a la capacidad que tenemos los seres humanos de comenzar algo nuevo. El nacimiento, en este sentido, es un principio de la acción, un comienzo radical que está marcado por la capacidad de transformar el mundo. Tengamos en cuenta que para nuestra filósofa, el nacimiento está ligado a la libertad humana, a la capacidad de inaugurar lo impredecible, lo inesperado. El ser humano, al nacer, se encuentra ante un futuro totalmente abierto, libre para actuar y modificar su entorno, pero siempre desde una posición de vulnerabilidad: es el acto de nacer lo que posibilita la apertura al mundo y a nuevas formas de acción, un constante empezar de nuevo.
“La natalidad es el poder de comenzar algo nuevo, el poder de introducir lo inesperado, de transformar la condición humana.” H. Arendt, “La condición humana”, 1958.
Lo que Hannah Arendt nos está enseñando en este sentido, es que cada nacimiento no solo es el comienzo de una vida puntual, sino el comienzo de una historia, de una intervención en el mundo. La fragilidad de ese inicio es, paradójicamente, su mayor fuerza porque en un contexto donde predominan los valores de poder, éxito y conquista, la natalidad humana- es decir, la capacidad de comenzar una y otra vez- es una fuente de transformación constante. Éste es el poder que se oculta en lo pequeño y humilde, en la precariedad de un niño en un pesebre, que tiene el potencial de cambiar la historia y modificar las estructuras de todas las dinámicas del mundo hasta ese entonces conocido.
En un mundo banal que celebra siempre lo grandilocuente y lo evidente, donde lo excepcional se convierte en la medida del éxito, la navidad nos recuerda que lo más importante a menudo se encuentra en lo más pequeño, en lo más sencillo, en aquello que pasa desapercibido. Así, como el nacimiento de Jesús en su pesebre no requiere de grandes demostraciones de poder, cada acto de “natalidad”- cada nuevo comienzo- está cargado de un potencial transformador, por más humilde que sea su origen. En este contexto puntual, la fragilidad del nacimiento es, en última instancia, lo que le confiere justamente su poder: la capacidad de reinventar, de dar paso a lo nuevo, de ofrecer un horizonte infinito de posibilidades. La navidad, por lo tanto, no sólo celebra el nacimiento de un niño, sino también el renacer de la humanidad en cada uno de nosotros, invitándonos a reconocer que en los momentos más sencillos y vulnerables de la vida se encuentra la semilla fundamental de la transformación.
Por último, nos queda pensar en el aspecto puntual de la “renovación”, conectada fuertemente con el simbolismo del nacimiento como punto de partida para un proceso de cambio interior. Bien sabemos que la navidad, más allá de ser una celebración colectiva, se ofrece como un espacio para la renovación personal mediante una invitación a la introspección espiritual. Si entendemos el nacimiento como un símbolo de nuevas posibilidades, cada navidad nos invita a volver a nacer, a empezar de nuevo, a encontrar en nosotros mismos la capacidad de transformar nuestra vida. El acto de celebrar el nacimiento de Jesús no sólo es un recordatorio de un evento histórico, sino una ocasión para revisar nuestra propia existencia y preguntarnos qué aspectos de nuestra vida necesitan ser renovados, qué creencias o actitudes pueden ser transformadas.
En una sociedad que parece cada vez más enfocada en el progreso material y en una falsa idea banal del éxito, la navidad nos ofrece la oportunidad de desconectarnos de las presiones del mundo y regresar a lo esencial. La fragilidad y humildad del nacimiento, como hemos visto, nos muestran que lo más importante en la vida no reside en las grandes conquistas, sino en los pequeños actos de amor, compasión y dedicación hacia los demás y hacia nosotros mismos. Este tipo de renovación es el que podemos buscar cada año: no sólo un cambio superficial de imagen o de camisa floreada para la cena de nochebuena, sino una transformación interna, una nueva configuración de nuestros valores y nuestras prioridades.
“No hay que hacer grandes cosas para amar a Dios; basta con ser pequeños y humildes, como un niño”– Teresa de Lisieux
Este proceso de renovación puede entenderse, con los lentes de la filosofía, como un acto existencial, al estilo de lo que propone el filósofo Jean-Paul Sartre en su concepción de la libertad. En esta perspectiva, somos responsables de nuestra propia existencia y, por ende, de nuestra capacidad de cambiar: cada navidad nos recuerda que, al igual que el nacimiento, siempre hay una oportunidad para empezar de nuevo, para reescribir nuestra historia, para vivir más auténticamente. No importa, realmente, cuántos fracasos o limitaciones nos acompañen: la navidad nos invita a liberarnos de los lastres del pasado y a proyectarnos hacia un futuro con la misma esperanza y apertura con la que un niño llega al mundo.
Al igual que Heidegger, Sartre remarca que el “ser-ahí” está siempre abierto a la posibilidad del futuro, coincidente con nuestra visión de una natividad que nos enseña que, aunque el pasado nos haya marcado, siempre podemos optar por una nueva forma de ser, sin dejar de ser nosotros mismos. Y si el nacimiento de Jesús simboliza la gracia y el perdón divinos, también nos muestra que la verdadera renovación es un acto de compasión, tanto hacia con los demás como hacia uno mismo, porque renovarse no significa rechazar el pasado, sino reinterpretarlo, darle nuevo significado y, a partir de ahí, dar paso a un futuro distinto, lleno de nuevas posibilidades.
En definitiva, queridos lectores, el nacimiento, con su promesa eterna de lo nuevo, nos desafía a no quedarnos atrapados en las estructuras pasadas, sino a abrazar la posibilidad de un futuro lleno de potencial, al mismo tiempo que nos invita a mirar dentro de nosotros mismos y a reconocer que, al igual que el niño en el pesebre, siempre estamos en capacidad de redimirnos, levantarnos, sacudirnos el polvo, y comenzar otra vez. En vista de lo analizado previamente, podemos concluir que la verdadera transformación no viene de los logros externos o de la apariencia virtual que queremos mostrar a los demás, sino de la capacidad de reconocer lo que es esencial en lo cotidiano, de renovar nuestros valores y nuestra forma de relacionarnos con el mundo que nos cobijó y al que eventualmente dejaremos a los niños que acaban de nacer. En esta instancia de reflexión, podemos preguntarnos: ¿qué necesitamos dejar atrás para poder avanzar? ¿Cómo podemos renacer en nuestra forma de ser y vivir? Pues bien, cada navidad es una excusa perfecta para abrazar nuestra fragilidad y recordar que, en cualquier momento, nuestro futuro está repleto de nuevas posibilidades y esperanzas: no es casual ni accidental que sigamos diciendo “dar a luz”.