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¡Necesitamos Un Nayib Bukele!: Mi Viaje A El Salvador
Por David Fernández
Abogado, Teólogo y Periodista Bilingüe
En junio de 2024 tuve la experiencia que millones de latinoamericanos y ciudadanos del resto del mundo desean tener: visitar a El Salvador del Presidente Nayib Bukele, ¡y vaya que me gocé esa experiencia!
Amigos, conocidos y hasta desconocidos en mis redes sociales me enviaban sus comentarios con una envidia de la buena. De hecho, todavía me sorprenden la cantidad de reacciones que tuvieron mis fotos posteadas desde ese hermoso país, y al final casi todos los comentarios incluían la pregunta, ¿son ahora realmente seguras las calles en El Salvador? ¿Es verdad lo que se dice de ese país internacionalmente? Y mi respuesta contundente y con una sonrisa siempre fue: es cierto, es realmente seguro andar por las calles de cualquiera de los municipios de El Salvador, y ojalá este bien nunca cambie. Y eso es mucho decir, en particular de parte de este ciudadano de origen colombiano.
Mi país es conocido internacionalmente por muchísimas cosas buenas, pero también por otras nada aplaudibles, siendo la violencia una de esas. Además, después de haber estado en 14 países en 3 continentes, y ver la difícil realidad que se vive en muchos lugares de mi país, y compararlo con otros lugares pacíficos en los que he estado, siempre me daba curiosidad confirmar esa nueva realidad en El Salvador. Claro que ese país tiene varios retos, como todos, y los está enfrentando, pero el terrible cáncer de la violencia ya fue conquistado, y por ello me uno a cientos de millones de voces de alrededor del mundo que afirman, “¡necesitamos un Nayib Bukele en mi país!”.
Me encantó ver a los turistas, tanto en el aeropuerto en San Salvador como en un paso fronterizo por el que crucé para ir a Guatemala, detenerse para tomar fotos ante el retrato de tan celebrado presidente junto con la bandera de ese gran país; por mi parte, con gusto me tomé las mías. También, era una alegría para mí caminar por tantas calles de varios municipios (incluyendo alrededor de la nueva biblioteca BINAES, construida en el centro de la capital por el gobierno de China) donde las maras y los criminales en general les habían quitado la paz a los ciudadanos de todas las edades, pero que ahora todos, incluidos los extranjeros, podíamos caminar sin miedo al crimen las 24 horas del día. ¡Y esto cuánto lo deseamos los ciudadanos de todo el mundo que también suceda en nuestros países!
También, fue fascinante conocer al alto Comisionado Nacional de Valores de El Salvador, el Dr. Edgardo Cardoza, del círculo inmediato del Presidente Bukele, quien a nombre del mandatario saludó a la delegación de 52 personas de 7 países que estuvimos visitando esa nación por un evento de la organización internacional Vuelve A Casa – Conquistando Naciones. Conocimos detalles de los cambios y retos desde el punto de vista de la administración pública, y cómo diferentes sectores de la sociedad, entre ellos el de la gente de fe, están contribuyendo para lograrlos. Enfatizó la fe cristiana evangélica del Presidente, y cómo ella le motiva a crear un mejor país para todos los salvadoreños, y ahora para los visitantes extranjeros también. (Hace 5 años nuestra visita y los desplazamientos hubieran sido prácticamente imposibles.)
Sabemos que varios miembros de la comunidad internacional le dijeron al Presidente Bukele que la eliminación de la violencia en su país tomaría alrededor de 50 años con los programas que ellos ofrecían, pero admiro el valor del mandatario para decirles en su cara que no se iba a regir por la agenda global al respecto. En mi país, el presidente (un exguerrillero), algunos miembros del congreso (algunos exguerrilleros y otros políticos conocidos por ser corruptos) y ministros del gabinete nacional, infortunadamente todos fieles seguidores de la agenda globalista, han declarado que no harán nuevas cárceles, y así se burlan de la justicia. Por lo tanto, ellos no lograrán darles a sus conciudadanos el milagro que Bukele les dio a los salvadoreños, ni replicar el mismo ejemplo que él le dio al mundo entero.
La Biblia afirma que “el efecto de la justicia será la paz; y el producto de la rectitud, tranquilidad y seguridad para siempre”. El Presidente Bukele, quien siempre invoca a Dios en sus discursos, tiene varios retos, incluyendo el de la economía dolarizada, pero como le dije a varios salvadoreños, ‘lo más importante es la paz, sin ella nada se disfruta, ni siquiera los mejores y más grandes lujos; y aunque las cosas estén un poco costosas, es mejor así por ahora, que las cosas baratas pero sin paz’. Y vaya que necesitamos la verdadera justicia para que haya verdadera paz en nuestras naciones, y así luego poder disfrutar de todo lo bueno en la vida.
Entonces a mis lectores les digo, tal y como les dije a mis amigos, conocidos y desconocidos que respondieron en mis redes sociales con respecto a mi visita a El Salvador: vayan a ese hermoso y pacífico país, que goza de una buena infraestructura (buenas carreteras de doble carril por vía), que busca inversionistas, que ofrece una seguridad jurídica para las empresas (hasta Google inauguró su nuevo edificio allí), cuya gente es amable (aprovecho para dar un saludo a todos mis amigos salvadoreños, entre ellos Amabilex Rodríguez y Luis Trejo), con un clima agradable, con olas geniales para los surfistas, y hasta con una acogedora biblioteca abierta las 24 horas que vale la pena visitar ¡aún a las 2 de la mañana!.


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El pesebre ante la sombra de la intolerancia salvaje- Lisandro Prieto Femenía
«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria».
Juan 1:14, Biblia de Jerusalén, 2009, Bilbao: Desclée de Brouwer, p. 1532.
La controversia pública que ha permeado las recientes semanas se manifiesta como un fenómeno poliédrico que desafía la estabilidad simbólica y la paz social de Europa- Los hechos registrados por medios internacionales como Euronews, Swissinfo, Infobae, NationalGeographic, Gaceta y ABC no pueden ser despachados como meras anécdotas aisladas.
«No hay coacción en la religión.» (Corán 2:256).
La instalación de un belén compuesto por figuras sin rostro en la Grand-Place de Bruselas, calificado bajo el patético eufemismo de “inclusivo” pero percibido como una profanación de la identidad iconográfica, el asedio a los grandes almacenes en París que se han visto imposibilitados de instalar decorados navideños por presiones sociales, la cancelación de mercadillos históricos en el sur de Francia y el alarmante debate en Alemania sobre la incapacidad policial para garantizar la integridad de los asistentes frente a la amenaza terrorista, configuran un mapa de la retirada de Occidente de su propio espacio público.
Ante este escenario, donde figuras políticas “controvertidas” como GiorgiaMeloni reivindican el pesebre de Belén como un emblema irrenunciable de la civilización, surge una pregunta que trasciende la gestión urbana: ¿estamos ante signos de una transformación civilizatoria que obliga a Occidente a mutar su estilo de vida por la fuerza, o ante una serie de fenómenos que hemos apresurado a unificar bajo la metáfora de la invasión? Analizar estos hechos con disciplina interpretativa exige separar lo verificable de la construcción retórica, evaluando las causas múltiples para proponer respuestas racionales y democráticas que no sacrifiquen libertades fundamentales en el altar del miedo.
Para abordar esta complejidad con rigor, debemos alejarnos de la hermenéutica social monocausal que reduce toda tensión a la presencia de un islam violento, pero sin caer en la ceguera de ignorar la voluntad de dominio que se esconde tras la intolerancia radicalizada. Por ejemplo, Hannah Arendt, en su obra “Los orígenes del totalitarismo”, arroja luz sobre el riesgo de las ideologías que anulan el pensamiento individual al señalar que lo que distingue al totalitarismo no es tanto su extremismo cuanto su composición de masas movidas por un ideario que sustituye el pensamiento por la repetición (Arendt, H., 2003, Barcelona: Paidós, p. 412).
No obstante, el rigor analítico nos obliga a confrontar una dialéctica de valores donde la hospitalidad cristiana, raíz de la identidad occidental, se ve hoy asediada por una fuerza que utiliza la fe como instrumento de coacción y profanación. Esta hospitalidad no es una debilidad claudicante ni una tolerancia vacía, sino que se asienta en el mandato del ágape y la «caritas»: una apertura al otro que busca la paz y el reconocimiento de la dignidad. No olvidemos que Joseph Ratzinger (Papa Benedicto XVI)sostenía que la fe cristiana ha creado una cultura de la hospitalidad que permite la existencia del otro en su diferencia, siempre que esta no destruya el fundamento mismo de la convivencia humana (Ratzinger, J., 2005, Madrid: Taurus, p. 89).
«La hospitalidad no es solo una virtud de acogida, sino la esencia misma de una civilización que se reconoce en el amor al prójimo como imagen de lo divino».
(Ratzinger, J., 2005, La fraternidad cristiana, Madrid: Taurus, p. 112).
Ahora bien, centrémonos por un instante en la figura que representa una ofensa para este malón de lúmpenes violentos e ignorantes. En el corazón de esta disputa simbólica, el pesebre emerge no como una estructura de poder o una amenaza identitaria, sino como la manifestación estética de la kenosis divina: un anonadamiento de Dios que se hace pequeño para encontrar al hombre.
Desde una reflexión teológica, el pesebre es un signo potentísimo de humildad que subvierte la lógica del dominio. Tal como señaló Hans Urs von Balthasar en Gloria, la belleza de lo sagrado en el cristianismo no se impone por la fuerza, sino por la irradiación de un amor que se entrega sin condiciones. En este sentido, el pesebre representa la paradoja de un Dios que, lejos de exigir sumisión mediante el terror, se expone en la fragilidad de un recién nacido, ofreciendo un paradigma de perdón y respeto absoluto por la libertad del otro. Esta “debilidad” de Dios es, en realidad, una fortaleza ética que invita a la esperanza y propone una convivencia basada en la vulnerabilidad compartida y no en la hegemonía teocrática.
Complementariamente, RémiBrague, en su obra Europa, la vía romana, refuerza esta idea mediante el concepto de “segundidad”: la esencia de la cultura europea radica en su capacidad de reconocerse heredera de una alteridad. El pesebre es el símbolo máximo de esa segundidad, pues presenta a un dios que “viene de fuera” para habitar lo cotidiano. Sin embargo, esta apertura entra en colisión directa con la violencia intolerante musulmana que, en sus vertientes extremas, se presenta como una cultura de “primariedad” absoluta, buscando la sustitución totalitaria del espacio sagrado del anfitrión.
Esta categoría (secondarité) describe la experiencia de quien se sabe heredero de una fuente anterior a la que no puede sustituir, sino que debe interpretar y transmitir. Europa es “romana” en el sentido de que Roma no inventó sus contenidos culturales (que eran, en su gran mayoría, griegos), sino que se posicionó como el puente que permitió su pervivencia. En su obra fundamental, Brague define esta estructura de la siguiente manera:“Ser «romano» es tener la conciencia de que lo que se transmite no nos pertenece, de que somos los segundos con respecto a una fuente que es mayor que nosotros mismos y que nos precede en dignidad”(Brague, R., 2005, Europa, la vía romana, Madrid: Editorial Gredos, p. 54).
Esta disposición ontológica explica por qué la hospitalidad cristiana y la apertura de occidente no ha sido, históricamente, signo de debilidad, sino la manifestación de una cultura que sabe que su supervivencia depende de su capacidad de acoger una alteridad fundante. Sin embargo, la crisis actual en ciudades europeas surge cuando esta “segundidad”, totalmente desvirtuada por la agenda posmo-progre decadente, se enfrenta con la cosmovisión extremista, la cual no se presenta como interlocutor legítimo, sino que buscan la sustitución totalitaria de la memoria del país que los acogió.
«Si no puedes cambiar la dirección del viento, ajusta las velas de tu barco», escribió Epicteto, pero la época exige saber si acaso no nos piden que quememos la embarcación. (Epicteto, Manual, traducción castellana, p. 42, 2008).
La resistencia simbólica- la defensa del rostro en el Belén o la persistencia de los mercados navideños- no es, desde la perspectiva de Brague, una cerrazón chovinista. Es, por el contrario, la defensa de la “segundidad” misma: el derecho a seguir siendo el cauce de una herencia que se reconoce limitada pero valiosa. Pues bien, si Europa renuncia a sus símbolos por miedo o por una malentendida neutralidad, no está siendo más inclusiva, sino que está traicionando la estructura romana que le permitía, precisamente, ser el espacio de encuentro para lo diferente. La capitulación ante la intolerancia radicalizada significaría el fin de la vía romana y el inicio de un tiempo donde la “primariedad” del más fuerte borraría el derecho a ser “segundo”, es decir, el derecho a heredar y respetar una historia que nos precede y nos constituye.
La resistencia simbólica en las capitales europeas frente a la mutilación de los belenes no es un acto de exclusión, sino la defensa de un símbolo que predica la humildad frente a la soberbia del fanatismo. La figura borrada de Bruselas es una afrenta a la visibilidad de la encarnación, esa verdad teológica que afirma que lo divino tiene un rostro humano y, por tanto, merece respeto y no ocultamiento.
Por su parte, San Agustín de Hipona nos ofrece una clave fundamental para entender este conflicto al definir la paz como la tranquillitas ordinis o la tranquilidad del orden, es decir, una disposición de las cosas que atribuye a cada una su lugar justo (Agustín de Hipona, 2007, Madrid: Gredos, p. 543). En la Europa posmoderna, la seguridad debe ser la protección de este orden que permite a la cultura de la hospitalidad y al signo del pesebre sobrevivir sin ser desplazados por la amenaza. Cuando los Estados cancelan un rito para evitar ofensas, rompen la tranquillitas ordinis y permite que la intolerancia ignorante y violenta dicte la forma de nuestra vida común.
«La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden; y el orden es la distribución de los seres iguales y desiguales, que da a cada uno su lugar».
(Agustín de Hipona, 2007, La ciudad de Dios, Madrid: Editorial Gredos, p. 542).
Esta tensión pone en jaque, también, el principio de John Stuart Mill, quien sostiene que la única finalidad del poder es prevenir el daño a otros (Mill, J. S., 1999, Madrid: Alianza Editorial, p. 78). Queda claro que el daño, hoy, se manifiesta en la erosión progresiva del espacio simbólico. Paralelamente, George Orwell nos avisó que si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper al pensamiento (Orwell, G., 1996, Madrid: Alianza Editorial, p. 252): llamar “inclusión” a la eliminación de los rostros en un pesebre es una clara perversión semántica que oculta la capitulación progre ante la intolerancia que no soporta la humildad del signo cristiano.
La “plaza” sin adornos que hoy vemos transformada es el reflejo de una sociedad que ha comenzado a dudar de su propia legitimidad moral frente al salvajismo intolerante. Si el pesebre es, como hemos argumentado, un signo de esperanza y perdón, ¿qué mensaje enviamos al futuro al permitir que sea profanado o escondido por miedo a quienes sólo conocen el lenguaje de la imposición barbárica? Resulta imperativo reflexionar si una democracia puede sobrevivir si confunde la tolerancia con el renunciamiento ante quienes desprecian sus símbolos más profundos y sagrados, permitiendo que el espacio común sea despojado de su rostro por el simple hecho de no ofender a la violencia.
¿Hasta qué punto la autonegación de lo sagrado en nombre de una supuesta neutralidad pluralista no es, en realidad, una invitación directa a la ocupación cultural por parte de quienes no respetan la diversidad de la hospitalidad cristiana? Debemos cuestionarnos con urgencia cómo evitaremos que la política del miedo nos transforme finalmente en extranjeros en nuestra propia tierra, limitando nuestra existencia a una supervivencia biológica despojada del espíritu que el rito y la historia otorgan a nuestras vidas.
Por último, queridos lectores, ¿es el pesebre una amenaza para la paz, o es acaso la última frontera de una paz verdadera que se niega a ser sustituida por la tranquilidad de los cementerios?. ¿Estamos aún a tiempo de defender la tranquilidad del orden que nos permite ser nosotros mismos, o hemos aceptado ya que la figura borrada del belén de Bruselas sea el único espejo donde nos atrevemos a mirarnos?
Referencias Bibliográficas (APA 7)
Agustín de Hipona. (2007). La ciudad de Dios. Madrid: Editorial Gredos.
Arendt, H. (2003). Los orígenes del totalitarismo. Barcelona: Editorial Paidós.
Balthasar, H. U. (1985). Gloria: Una estética teológica. Madrid: Encuentro.
Benjamin, W. (2003). Sobre el concepto de historia. En Obras escogidas. Madrid: Editorial Akal.
Biblia de Jerusalén. (2009). Bilbao: Desclée de Brouwer.
Brague, R. (2005). Europa, la vía romana. Madrid: Gredos.
Corán. (s. f.). El Noble Corán (traducción al español). Verso 2:256.
Mill, J. S. (1999). Sobre la libertad. Madrid: Alianza Editorial.
Orwell, G. (1996). 1984. Madrid: Alianza Editorial.
Ratzinger, J. (2005). La fraternidad cristiana. Madrid: Taurus.
Weil, S. (1993). La persona y lo sagrado. Valencia: Editorial Pre-Textos.
Fuentes de Información
ABC. (10 de diciembre de 2025). GiorgiaMeloni reivindica belén como símbolo de Navidad.
Euronews. (3 de diciembre de 2025). Figuras sin rostro y «Jesús robado»: por qué es tan polémico el belén de Bruselas.
Gaceta.es. (14 de octubre de 2025). Alemania planea cancelar la mayoría de los mercados navideños porque la policía no puede garantizar la seguridad.
Infobae. (19 de noviembre de 2025). Unos grandes almacenes de París se quedan sin poder instalar decorados navideños en la vía pública.
NationalGeographic Viajes. (2025). Confirmado: se cancela el mercadillo de Navidad más icónico del sur de Francia.
Swissinfo. (2025). Polémica en Bruselas por un belén «inclusivo» compuesto de figuras sin rostro.
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Australia sufre las consecuencias de la sumisión progresista – Lisandro Prieto Femenía
La debilidad política es el principal vector de la violencia; es la rendición a los discursos que apaciguan la firmeza ética”
Prieto Femenía, 2025
La irrupción del terror en Sídney obliga a la razón filosófica a trascender el banal estupor mediático y confrontar la naturaleza política del fenómeno. No alcanza con condenar el acto de muerte asociado a una causa religiosa degenerada; es imperativo interrogar las condiciones simbólicas, institucionales y discursivas que permitieron que la violencia se instale en el corazón de la urbe, tensando el pacto social hasta el punto de su ruptura. Este ejercicio de crítica que hoy ofrecemos no busca absolución del perpetrador- un agente moral con responsabilidad indeclinable-, sino el examen de la fragilidad cultural, moral y política que el evento trágico ha puesto de manifiesto, especialmente cuando las advertencias previas parecían augurar la posibilidad del quiebre.
Para comprender la magnitud del atentado, es necesario situarlo en el marco de la teoría política clásica. La violencia se distingue radicalmente del poder, el cual, para Hannah Arendt, emana de la acción y el acuerdo conjunto de la pluralidad de los hombres. La acción perpetrada por individuos nefastos como Naveed Akram representa la forma extrema de la violencia: la voluntad de “uno contra todos” (Arendt, 1970, p. 144), que busca anular el consenso y el diálogo político mediante una acción cobarde y resentida. Como la misma Arendt sentenció, “poder y violencia son contrarios; donde uno gobierna en forma absoluta, el otro está ausente” (Arendt, 1970, p. 157).
Pues bien, en la “trayectoria de aislamiento y radicalización en los últimos años” de Akram (La Nación, 2025), se materializa un fracaso político global: el terrorismo opera como un intento desesperado de sustituir el poder- la capacidad de construir un mundo común- por la coerción brutal, demostrando que “la tiranía, como lo descubrieron los griegos, puede ser un sustituto de la acción” (Arendt, 1970, p. 157).
Además, la práctica de la violencia tiene una cualidad fatalista. Al respecto, Arendt nos advirtió que “la práctica de la violencia, como toda acción, cambia el mundo, pero el cambio más probable es hacia un mundo más violento” (Arendt, 1970, p. 180). Esta sentencia obliga a la prudencia política, puesto que cualquier respuesta estatal que no distinga nítidamente entre la defensa del orden y la generación de una espiral de resentimiento, está condenada a materializar precisamente la profecía de una mayor violencia, debilitando la pluralidad, que es la condición indispensable de la política (Arendt, 1958, p. 200).
La sensación de que el ataque “se veía venir” se sustenta en una ceguera política que, en ocasiones, se disfraza de equidistancia moral. Recordemos brevemente nuestra misma advertencia crítica, cuando realizamos un análisis sobre las consecuencias de la sumisión europea: no se trata de meras profecías, sino de la identificación de una debilidad estructural del Estado democrático en todo occidente. En aquel artículo (2025), señalé, no sólo la “erosión de mecanismos de prevención”, sino también la instalación de una sumisión política que identifico con la inercia institucional que, por apaciguamiento ideológico o incapacidad estratégica, renuncia a la defensa vigorosa de sus propios principios. En pocas palabras, recuerdo haberlo dicho con rigor: “Si las democracias abandonan la claridad de sus principios para apaciguar discursos radicales, lo que se erosionará no será sólo una política, sino la confianza colectiva que sostiene la convivencia” (Prieto Femenía, 2025).
Esta tesis se ve dramáticamente interpelada en el ámbito de la política exterior. La declaración del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, tras el atentado de Sídney, ilustra con precisión esta dialéctica de la violencia. Netanyahu no dudó en aprovechar la situación para vincular el ataque con la postura australiana de solicitar y reconocer un Estado palestino (20minutos.es, 2025), sugiriendo que la concesión de un principio político sensible, a través de una postura bastante posmo-progre en política exterior, es interpretada por los actores radicales como un signo de debilidad y sumisión, una que echa leña al fuego del antisemitismo y, por extensión, a la violencia radicalizada.
La crítica que emerge aquí es que el progresismo endémico occidental, al diluir la claridad de sus fronteras éticas y políticas al ceder principios estratégicos, no entrega a su gente por cobardía, sino por la disolución de su propio poder, permitiendo que la violencia instrumental aproveche la griega, confirmando que “algunas medidas preventivas, correctamente implementadas, podrían haber reducido la probabilidad del ataque” (The Conversation, 2025).
Asimismo, es indispensable destacar que esta crisis política se ancla en una profunda diferencia teológico-política. El pensamiento occidental, moldeado por la tensión entre el César y Dios (Mt. 22:21), ha permitido, tras siglos de conflictos internos, que el catolicismo y el judaísmo convivan con el Estado secular, aceptando la primacía de la ley civil y la libertad religiosa como principio de no-imposición de la fe, un principio defendido, por ejemplo, en la declaración Dignitatis Humanae del Concilio Vaticano II (1965). Ambas tradiciones, aunque con historias diversas, han desarrollado una modulación teológica que permite la soberanía del Estado.
En contraste, la irrupción violenta del Islam radical en occidente, manifiesta en la acción de Sídney y en un impresionante historial reciente de ataques a iglesias católicas a lo largo y ancho de toda Europa, demuestra una cruda realidad de confrontación: no buscan, en absoluto, la adaptación a la vida occidental, sino la conquista, dominación e imposición de una nueva forma de vida incompatible con la democracia en un Estado de derecho.
En esta lectura, la violencia no es un simple acto criminal individual de un par de lúmpenes resentidos, sino una expresión de una teología política que anula la distinción entre lo religioso y lo político, aspirando a que la Ummah (la comunidad de creyentes) sea la única fuente de soberanía y derecho. Esta es la raíz de la tesis del “choque de civilizaciones”: la negativa del fundamentalismo a la secularización del poder y a la aceptación de las normas occidentales, transformando la diferencia cultural y religiosa en un mandato bélico grosero.
Ante esta barbarie, la respuesta individual del héroe civil, que “evitó una tragedia mayor” (La Nación, 2025), y cuyo acto de valor fue definido por sus padres como carente de prejuicios: “No discrimina entre una nacionalidad y otra” (El País, 2025), se erige como una afirmación de la ética de la convivencia. Esta frase obliga a pensar la significación política del coraje humano: no se trata de exaltar la violencia, sino de reconocer que la respuesta noble en situaciones límites puede restituir un sentido de humanidad que el terror desquiciado intenta destruir. Pero cabe preguntar si la celebridad del gesto individual, no encubre, a la vez, fallas sistémicas más profundas en materia de prevención y convivencia. En otras palabras, este acto de coraje es un espejo incómodo que revela una insuficiencia en la seguridad institucional, un quiebre que obligó a la soberanía civil a manifestarse en el límite.
Al examinar la respuesta estatal, la condena internacional fue “inmediata y rotunda” (Deutsche Welle, 2025), pero la filosofía debe examinar las implicaciones de la respuesta de seguridad. Al recurrir al endurecimiento de las medidas de control, el Estado ejerce la violencia conservadora del derecho. Al respecto, Walter Benjamin también nos advirtió sobre la ambigüedad moral de esta violencia: “El derecho considera la violencia en manos de la persona aislada como un peligro o una amenaza de perturbación para el ordenamiento jurídico” (Benjamin, 2001, p. 112). La ética de la seguridad debe integrarse con la ética de la justicia, resistiendo la tentación de la simplificación y evitando que, en el afán por contener el terror, se genere una polarización social al estigmatizar a comunidades enteras por culpa de un puñado de salvajes e inadaptados. En este escenario, la violencia estatal, disfrazada de protección, termina por socavar el tejido social, concediendo al terrorismo una victoria póstuma al anular la verdadera pluralidad, no la payasada que versa la agenda progre de moda.
En definitiva, queridos lectores, el desgarro en el corazón de Sídney impone a la conciencia democrática un ejercicio de reflexión que debe ser, por fuerza, incompleto y radicalmente crítico. El terror no sólo asesina vidas, sino que intenta matar la capacidad de convivencia, y es por ello que no es admisible cerrar el análisis con un juicio final, sino que debemos apelar a la interrogación filosófica, que persiste y obliga al lector a interpelar a sus propios prejuicios e instituciones.
La pregunta fundamental que se nos impone es la siguiente: si las democracias eligen la ceguera política y la sumisión ante la defensa vigorosa de sus principios- tal como lo planteamos en nuestro artículo “Analizando las consecuencias de la sumisión europea”-, ¿hasta qué punto son ellas mismas cómplices en la creación del fatalismo que augura la violencia, al no distinguir entre la convivencia histórica con otras confesiones y la confrontación ideológica con quienes buscan la dominación total de la vida occidental?
El debate sobre la política exterior, y la supuesta entrega de principios ante la amenaza, también nos obliga a preguntar: ¿es posible para el Estado, al recurrir a la violencia legal para conservar el derecho, evitar deslizarse hacia una lógica de la excepción que destruya la pluralidad que le da origen? Y, por último, el llamado ético más difícil: ¿cómo se puede honrar la memoria de las víctimas y la dignidad del héroe civil sin permitir que ese dolor se instrumentalice en un mecanismo de demonización o de exclusión que, a largo plazo, sólo conseguiría la victoria póstuma de la violencia, condenando al mundo a ser cada vez más violento?
Referencias
Arendt, H. (1970). Sobre la violencia (M. González, Trad.). Joaquín Mortiz.
Arendt, H. (1958). La condición humana (R. Gil Novales, Trad.). Paidós.
Benjamin, W. (2001). Para una crítica de la violencia y otros ensayos (B. E. V. de O., Trad.). Taurus.
Concilio Vaticano II. (1965). Declaración Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa. (Se hace referencia al contenido de la declaración).
Deutsche Welle. (2025). Comunidad internacional condena atentado en Sídney. DW.
El País. (15 de diciembre de 2025). Los padres del héroe de los atentados de Sídney: ‘él no discrimina entre una nacionalidad y otra’. El País.
La Nación. (14 de diciembre de 2025). Australia: la heroica acción de un civil que desarmó a uno de los terroristas. La Nación.
La Nación. (14 de diciembre de 2025). ¿Quién es Naveed Akram, uno de los tiradores del atentado en Australia?. La Nación.
Prieto Femenía, L. (2025, 6 de octubre). Analizando las consecuencias de la sumisión europea. El Censor. Cita textual del epígrafe: “La debilidad política es el principal vector de la violencia; es la rendición a los discursos que apaciguan la firmeza ética.” (Prieto Femenía, 2025).
The Conversation. (2025). Australia se está recuperando del peor ataque terrorista sufrido en su territorio; se podría haber evitado. The Conversation.
20minutos.es. (2025, 16 de diciembre). Netanyahu relaciona el ataque de Sídney con que Australia pida un Estado palestino: «Echa leña al fuego del antisemitismo». (Se hace referencia al contenido de la noticia que vincula la postura política de Australia con el aumento del antisemitismo y la violencia, citando a Netanyahu).
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Resistiendo a la obsolescencia de los afectos
Lisandro Prieto Femenía
“Vivimos en la época en que las promesas caducan más rápido que los aparatos” Bauman, Amor líquido, 2003, p. 4.
Seguramente, alguna vez, habrán escuchado el término “obsolescencia programada”, concepto forjado por el ámbito de la ingeniería y la producción industrial para definirla como la determinación deliberada de una vida útil limitada para un producto, forzando su reemplazo prematuro. Este principio marca una ruptura histórica con el antiguo “ethos” industrial, donde la excelencia residía en la durabilidad y longevidad del objeto. Hoy, en cambio, la lógica económica impone un diseño para la caducidad: todo se produce con una fecha de vencimiento preconcebida.
Esta idea trasciende su origen material para ofrecer una perspectiva heurística potente. Su aplicación al análisis de las relaciones humanas no se reduce a una analogía superficial sobre la fugacidad, sino que permite desvelar cómo un conjunto de condiciones económicas, simbólicas y éticas configuran activamente la expectativa de caducidad y reemplazo en la esfera íntima, donde, de manera análoga, la solidez y el compromiso ceden ante la provisionalidad.
Las relaciones se han transfigurado en bienes utilitarios cuya validez se determina por su desempeño inmediato, la gratificación instantánea o su alineamiento circunstancial con el proyecto de vida individual, generando una espiral de deseo insatisfecho y descarte prematuro. Este desplazamiento es inherente a formas de vida contemporáneas donde la fluidez, la provisionalidad y la flexibilidad no son meras características, sino que se elevan a la categoría de virtudes adaptativas, aunque a un terrible costo emocional.
Para comprender la estructura de esta fragilidad, resulta ineludible recurrir a la formulación de la modernidad líquida propuesta por Zygmunt Bauman. El sociólogo polaco identifica cómo el debilitamiento de las instituciones históricas (la familia normativa, la comunidad estable) y de los códigos morales duraderos ha dejado a los afectos desprotegidos ante las dinámicas del mercado. En este contexto de disolución, el lazo se erosiona, pasando de un compromiso ético profundo a un simple contrato tácito susceptible de cancelación si las expectativas no se satisfacen.
La liquidez que promete movilidad y adaptación simultáneamente implica una corrosión de la forma, volviendo el afecto en un objeto volátil, despojado de la densidad de lo duradero. La verdadera tragedia de esta liquidez no es la ausencia de vínculos, sino la angustia constante de su fragilidad, el saber íntimo de que todo puede terminar sin aviso previo, sin causa profunda, sólo por la emergencia de una “mejor oferta” o una menor fricción.
En este contexto, la obsolescencia afectiva se consolida mediante la injerencia directa del capitalismo tardío en la psique y el “ethos” relacional. Al respecto, Eva Illouz, con su concepto de “Capitalismo emocional”, mapea cómo la economía de mercado ha penetrado y racionalizado la esfera íntima. La lógica empresarial y la cultura terapéutica se han incrustado en los vínculos, obligando a los sujetos a ser “gestores” de sus emociones y a evaluar a las parejas bajo criterios de eficiencia, minimización de riesgos y maximización de beneficios. Concretamente, Illouz sostiene que “el capitalismo reorganizó las culturas emotivas e hizo que el individuo económico se volviera emocional y que las emociones se vincularan de manera más estrecha con la acción instrumental” (Illouz, como se cita en Molteni, 2021, p. 78).
La intimidad, antes refugio de lo incondicional, se convierte así en un campo de inversión y riesgo, donde el “fracaso” de una relación se percibe no como una pérdida humana, sino como un mal cálculo de mercado. Esto que acabamos de decir puede parecerles muy teórico, pero les aseguro que en algún momento de sus vidas han escuchado a alguien lamentarse por la insuficiente capacidad productiva y material de su pareja, como si ello implicara una tragedia existencial o una falla en la lógica de la elección de compañía. Esta racionalización del sentimiento nos deja desarmados frente al dolor genuino, al exigirnos una compostura emocional que sólo es compatible con la frialdad utilitaria.
A esta racionalización se suma la crítica eficaz de Byung-Chul Han a la sociedad del rendimiento. Desde su enfoque, nos explica que la exigencia de optimización y auto-explotación instrumentaliza las relaciones, transformándolas en recursos para la productividad psíquica y la visibilidad social. El amor, bajo este esquema perverso, no puede ser una pausa reflexiva o un espacio de vulnerabilidad, sino un motor de autoafirmación del yo. Bajo este imperativo, cualquier vínculo que demande una inversión temporal o un esfuerzo que no aporte un capital afectivo, material o simbólico inmediato es percibido como un lastre, una disfunción que debe ser eliminada. El “otro” se convierte en un elemento funcional dentro de la narrativa del yo emprendedor. Pues bien, el precio de esta celeridad es la pérdida de la profundidad y el asombro ante la alteridad, quedando atrapados en la tautología del yo y sus proyecciones caprichosas.
Además, es necesario explicitar que la fragilidad no es sólo una elección, sino un reflejo de las condiciones materiales impuestas por la precariedad. Sobre este asunto en particular, Richard Sennett, al analizar “la corrosión del carácter”, argumentó que la inestabilidad y la flexibilidad propias del nuevo capitalismo (trabajos de cortísimo plazo, reorganizaciones constantes) no se limitan al ámbito económico, sino que carcomen la capacidad moral para sostener lazos estables. El sujeto precario, obligado a ser maleable y estar listo para el cambio constante, percibe el compromiso duradero con otro como una rigidez peligrosa, un anacronismo que hipoteca la propia adaptabilidad al mercado. Esta tensión entre la necesidad humana de arraigo y la exigencia sistémica de desarraigo genera una fractura profunda en el “yo”, donde la lealtad y la continuidad son sacrificadas en el altar de la supervivencia económica.
Este proceso se intensifica en la posmodernidad, o hipermodernidad, definida por Gilles Lipovetsky como el triunfo del híper-individualismo hedonista. En este marco, la búsqueda de la autonomía y el bienestar individual se erige como un valor supremo que, si bien libera de antiguas coerciones, paradójicamente genera una profunda ansiedad ante la falta de anclajes. El individuo, centrado en su propia realización, prioriza la satisfacción inmediata y la libre disposición de su tiempo y afecto, volviendo la renuncia y la paciencia- elementos intrínsecos del compromiso- cualidades obsoletas. La promesa de disponibilidad perpetua que ofrecen las arquitecturas tecnológicas agrava esta condición, intensificando las comparaciones y la percepción de la propia y ajena reemplazabilidad. La paradoja es bastante cruel: se busca la felicidad a través de la máxima libertad, pero el resultado es una soledad líquida y la incapacidad de construir un mundo compartido.
El punto más crudo y doloroso de esta moral del descarte se halla en la imagen de los hogares de ancianos, o residencias para mayores, que se han convertido en el depósito silencioso de aquello que la sociedad posmoderna etiqueta como “innecesario”, “caduco”, o simplemente “ineficiente”. Estas instituciones se alzan como un testimonio mudo y punzante de la ética de la provisionalidad: la vejez, al requerir compromiso, paciencia, cuidado y una inversión de tiempo sin retorno productivo, se convierte en la antítesis del imperativo de rendimiento. El confinamiento de nuestros mayores es la metáfora última y más cruel de la obsolescencia afectiva, donde el lazo familiar duradero se sustituye por un servicio profesional pagado. En algunos casos puntuales, representa una vergüenza moral de un sistema que, al valorar sólo lo adaptable y lo productivo, ha encontrado un mecanismo para externalizar la obligación más fundamental del cuidado humano, un acto que revela la cifra final del individualismo hedonista.
Ahora bien, a esta densa crítica sociológica y filosófica, la reflexión teológica nos ofrece una perspectiva trascendente que eleva el debate ético al plano de lo incondicional. La fragilidad de los vínculos, vista a través del enfoque del pensamiento cristiano, por ejemplo, se revela como el síntoma de una profunda desorientación antropológica: la reducción del amor a una emoción pasajera o a un cálculo utilitario. En oposición radical a la lógica del descarte y de la satisfacción inmediata, la teología de la caridad, magistralmente desarrollada por Benedicto XVI en su encíclica “Deus Caritas Est” (2005), postula el amor como “ágape”, es decir, una fuerza que demanda sacrificio, purificación y, fundamentalmente, permanencia: “El amor necesita purificación y maduración, lo cual implica también el camino de la renuncia. […] El amor se convierte en ágape precisamente en la medida en que el hombre, para el otro, no busca ya simplemente a sí mismo, sino que se preocupa por el bien del otro, dispuesto al sacrificio: la madurez del amor consiste en esto” (Benedicto XVI, 2005, N. 6).
Como podrán apreciar, esta perspectiva sitúa la madurez afectiva no en la capacidad de “reemplazar” al otro de forma eficiente (lógica de Lipovetsky), sino en la voluntad de “permanecer” con el otro, incluso en la renuncia, trascendiendo el individualismo esclavo del placer personal. Desde esta óptica, la única respuesta a la obsolescencia programada no es la híper-adaptación, sino la reafirmación del valor inalienable de la persona y la vocación al don total y duradero, rescatando el lazo del mero utilitarismo que lo condena a caducar.
La verdadera reflexión crítica emerge cuando confrontamos el vacío punzante que queda tras cada descarte, una grieta que el consumo incesante jamás logra suturar. La tragedia final no es la rotura de un vínculo, sino la corrosión de la capacidad misma de vincularse con profundidad y autenticidad. La obsesión por la eficiencia emocional, ese mal cálculo de mercado que hemos naturalizado, nos condena a una existencia donde la vulnerabilidad es vista como una falla técnica y la inversión de tiempo se percibe como una pérdida de capital personal.
El sujeto híper-adaptable, ese ideal promovido por la flexibilidad laboral, se encuentra al final de su jornada con un “yo” tan maleable que ya es incapaz de sostener la rigidez de una promesa íntima. Ante la evidencia de que esta inestabilidad afectiva es el precio psíquico de la adaptabilidad exigida por el sistema, la pregunta más lacerante se impone: ¿qué queda del ser humano cuando se ha convertido en un bien de usar y tirar, dispuesto a la auto-explotación y al descarte? La única vía para la emancipación de esta lógica no es el retorno nostálgico, sino la articulación de una política de la permanencia donde la paciencia, el compromiso y el cuidado recíproco sean actos de subversión radical contra la tiranía de lo instantáneo. En definitiva, queridos lectores, si no se lucha por la densidad de los afectos, ¿quién luchará por la densidad de nuestra propia vida?
Referencias
- Bauman, Z. (2003). Amor líquido: Acerca de la fragilidad de los lazos humanos. Fondo de Cultura Económica.
- Benedicto XVI. (2005). Deus Caritas Est (Carta Encíclica). Ciudad del Vaticano.
- Han, B.-C. (2014). La sociedad del cansancio. Herder Editorial.
- Illouz, E. (2007). Intimidades congeladas: Las emociones en el capitalismo. Katz Editores.
- Lipovetsky, G. (1983). La Era del Vacío: Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Anagrama.
- Molteni, E. J. (2021). Capitalismo emocional: tensiones y solidaridades entre lo industrial y lo informacional. Revista Hipertextos, 9(16), 77-97.
- Sennett, R. (1998). La corrosión del carácter: Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Anagrama.
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