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¡Necesitamos Un Nayib Bukele!: Mi Viaje A El Salvador

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Por David Fernández
Abogado, Teólogo y Periodista Bilingüe

En junio de 2024 tuve la experiencia que millones de latinoamericanos y ciudadanos del resto del mundo desean tener: visitar a El Salvador del Presidente Nayib Bukele, ¡y vaya que me gocé esa experiencia!

Amigos, conocidos y hasta desconocidos en mis redes sociales me enviaban sus comentarios con una envidia de la buena. De hecho, todavía me sorprenden la cantidad de reacciones que tuvieron mis fotos posteadas desde ese hermoso país, y al final casi todos los comentarios incluían la pregunta, ¿son ahora realmente seguras las calles en El Salvador? ¿Es verdad lo que se dice de ese país internacionalmente? Y mi respuesta contundente y con una sonrisa siempre fue: es cierto, es realmente seguro andar por las calles de cualquiera de los municipios de El Salvador, y ojalá este bien nunca cambie. Y eso es mucho decir, en particular de parte de este ciudadano de origen colombiano.

Mi país es conocido internacionalmente por muchísimas cosas buenas, pero también por otras nada aplaudibles, siendo la violencia una de esas. Además, después de haber estado en 14 países en 3 continentes, y ver la difícil realidad que se vive en muchos lugares de mi país, y compararlo con otros lugares pacíficos en los que he estado, siempre me daba curiosidad confirmar esa nueva realidad en El Salvador. Claro que ese país tiene varios retos, como todos, y los está enfrentando, pero el terrible cáncer de la violencia ya fue conquistado, y por ello me uno a cientos de millones de voces de alrededor del mundo que afirman, “¡necesitamos un Nayib Bukele en mi país!”.

Me encantó ver a los turistas, tanto en el aeropuerto en San Salvador como en un paso fronterizo por el que crucé para ir a Guatemala, detenerse para tomar fotos ante el retrato de tan celebrado presidente junto con la bandera de ese gran país; por mi parte, con gusto me tomé las mías. También, era una alegría para mí caminar por tantas calles de varios municipios (incluyendo alrededor de la nueva biblioteca BINAES, construida en el centro de la capital por el gobierno de China) donde las maras y los criminales en general les habían quitado la paz a los ciudadanos de todas las edades, pero que ahora todos, incluidos los extranjeros, podíamos caminar sin miedo al crimen las 24 horas del día. ¡Y esto cuánto lo deseamos los ciudadanos de todo el mundo que también suceda en nuestros países!

También, fue fascinante conocer al alto Comisionado Nacional de Valores de El Salvador, el Dr. Edgardo Cardoza, del círculo inmediato del Presidente Bukele, quien a nombre del mandatario saludó a la delegación de 52 personas de 7 países que estuvimos visitando esa nación por un evento de la organización internacional Vuelve A Casa – Conquistando Naciones. Conocimos detalles de los cambios y retos desde el punto de vista de la administración pública, y cómo diferentes sectores de la sociedad, entre ellos el de la gente de fe, están contribuyendo para lograrlos. Enfatizó la fe cristiana evangélica del Presidente, y cómo ella le motiva a crear un mejor país para todos los salvadoreños, y ahora para los visitantes extranjeros también. (Hace 5 años nuestra visita y los desplazamientos hubieran sido prácticamente imposibles.)

Sabemos que varios miembros de la comunidad internacional le dijeron al Presidente Bukele que la eliminación de la violencia en su país tomaría alrededor de 50 años con los programas que ellos ofrecían, pero admiro el valor del mandatario para decirles en su cara que no se iba a regir por la agenda global al respecto. En mi país, el presidente (un exguerrillero), algunos miembros del congreso (algunos exguerrilleros y otros políticos conocidos por ser corruptos) y ministros del gabinete nacional, infortunadamente todos fieles seguidores de la agenda globalista, han declarado que no harán nuevas cárceles, y así se burlan de la justicia. Por lo tanto, ellos no lograrán darles a sus conciudadanos el milagro que Bukele les dio a los salvadoreños, ni replicar el mismo ejemplo que él le dio al mundo entero.

La Biblia afirma que “el efecto de la justicia será la paz; y el producto de la rectitud, tranquilidad y seguridad para siempre”. El Presidente Bukele, quien siempre invoca a Dios en sus discursos, tiene varios retos, incluyendo el de la economía dolarizada, pero como le dije a varios salvadoreños, ‘lo más importante es la paz, sin ella nada se disfruta, ni siquiera los mejores y más grandes lujos; y aunque las cosas estén un poco costosas, es mejor así por ahora, que las cosas baratas pero sin paz’. Y vaya que necesitamos la verdadera justicia para que haya verdadera paz en nuestras naciones, y así luego poder disfrutar de todo lo bueno en la vida.

Entonces a mis lectores les digo, tal y como les dije a mis amigos, conocidos y desconocidos que respondieron en mis redes sociales con respecto a mi visita a El Salvador: vayan a ese hermoso y pacífico país, que goza de una buena infraestructura (buenas carreteras de doble carril por vía), que busca inversionistas, que ofrece una seguridad jurídica para las empresas (hasta Google inauguró su nuevo edificio allí), cuya gente es amable (aprovecho para dar un saludo a todos mis amigos salvadoreños, entre ellos Amabilex Rodríguez y Luis Trejo), con un clima agradable, con olas geniales para los surfistas, y hasta con una acogedora biblioteca abierta las 24 horas que vale la pena visitar ¡aún a las 2 de la mañana!.

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El valor de ser uno mismo

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Por: Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

«Es muy aventurado ser uno mismo. Es más fácil y seguro ser como los otros, convertirse en una imitación, en un número en una cifra de la multitud» : Søren Kierkegaard

Hoy quisiéramos invitarlos a reflexionar sobre un asunto que siempre es actual, no importa la época en la que estemos parados, a saber, la búsqueda de la autenticidad que se enfrenta crudamente con la tendencia constante de masificarse en una sociedad enferma, sólo para encajar. En otras palabras, amigos míos, hoy trataremos de pensar si realmente vale la pena ser uno mismo cuando nadie quiere conocerse a sí mismo.

Las palabras de Kierkegaard citadas precedentemente señalan la esencia de una lucha existencial que enfrenta el individuo (que decide pensar) en su búsqueda de la autenticidad. El filósofo danés, considerado como uno de los padres del existencialismo, nos desafía a confrontar la difícil (pero hermosa y digna) tarea de descubrir y vivir conforme a nuestra verdadera esencia, una labor que, según él, implica un riesgo considerable. Pero, ¿por qué es peligroso conocerse a uno mismo, querido Søren? Pues bien, el mundo fue siempre un lugar donde la presión social y las expectativas externas son excesivamente abrumadoras y, en medio de esa tormenta, optar por ser uno mismo, es un acto de valentía que pocos se atreven a realizar.

Evidentemente, esta reflexión se centra en la autenticidad como concepto estrictamente existencialista, motivo por el cual vamos a recurrir, en primer lugar, a Jean-Paul Sartre, otro destacado pensador de esta corriente que reflexiona sobre la importancia de no ser un zoquete servil a la masa atontada. En su célebre obra denominada “El ser y la nada”, Sartre sostuvo que muchas personas prefieren vivir según los roles sociales predeterminados en lugar de asumir la responsabilidad de crear su propio sentido de ser. Visto así el asunto, la libertad de ser uno mismo está indisolublemente ligada a la acción consciente y responsable, lo que implicaría un rechazo activo de la conformidad pasiva que nos quieren vender permanentemente como ideal de pertenencia.

«No existe más realidad que en la acción» (Sartre, 1943, p. 88).

En pocas palabras, según Sartre, uno es libre cuando se atreve a actuar conforme a su reconocimiento. En este sentido, es preciso recordar que en el prólogo de “Los condenados de la tierra”, de Frantz Fanon, Jean Paul escribe: “Soy lo que hago, con lo que hicieron de mí”, frase que encapsula la idea de que, aunque las circunstancias nos moldean, no estamos completamente determinados por ellas, puesto que la autenticidad reside en reconocer nuestra situación real no idealizada, nuestras limitaciones concretas y, aún así, elegir cómo responder a la vida con ellas a cuestas. No somos mero producto de nuestra infancia, familia, tradición, historia o de las expectativas sociales y culturales, puesto que tenemos una capacidad (siempre limitada adrede) de transformar nuestra existencia a través de nuestras decisiones libres. Así, ser uno mismo, en el pensamiento del francés que mientras lee, repasa, es un acto de creación continua puesto que asumimos la responsabilidad de nuestras elecciones y, por ende, de nuestro ser.

Sobre el enunciado “soy lo que hago, con lo que hicieron de mí”, aparte, podemos desglosar dos cuestiones más. La primera, muy común lamentablemente, es la tendencia despreciable que tienen tantas personas emocionalmente mezquinas que en lugar de hacerse responsables de su formas patéticas de actuar, pensar y hablar, siempre se justifican diciendo una de las frases más violentas que puedan llegar a existir: “yo soy así, al que le guste bien y al que no, también”. Pues no, ser un cretino no es “ser uno mismo” justamente porque en este caso particular se está utilizando el argumento se un ser pre-moldeado que es incapaz de actuar interpretando el medio que lo rodea. Absolutamente nadie tiene derecho de culpar a otros por lo que uno es: sí, nuestra crianza nos marca, nos delinea, pero es sólo la base desde la cual nos empezamos a elevar cuando tenemos mayoría de edad mental. Así que ya saben, amados lectores, cuando alguien les conteste así, ya tienen en el bolsillo una respuesta demoledora de patanes negadores de sus decisiones.

El segundo aspecto que vale la pena analizar del “soy lo hago con lo que hicieron de mí” es algo que, en lo particular, me parte al medio siempre, sobre todo cuando escucho a un niño decirse a sí mismo “es que soy tonto”, “es que soy torpe”, “es que soy un inútil”. Es fatal justamente porque el infante, en su precoz proceso de autorreflexión existencia, considera que aquello que le dicen los padres, los abuelos, los tíos o cualquier referente familiar o de autoridad, es un reflejo de la realidad, cuando en el fondo, no es otra cosa que un maltrato innecesario ejecutado por personas despreciables que necesitan menospreciar la autoestima de un niño como metodología de crianza mezquina. Ante estas situaciones, los seres humanos normales, deberían interrumpir ese acto de auto-desprecio que realiza el niño y recordarle que absolutamente todo lo que le han dicho de sí mismo son patrañas, que quienes se lo han inculcado son imbéciles y que él, con sus defectos y virtudes, es un ser maravilloso plagado de infinitas posibilidades de cara a una vida feliz.

Continuando con el análisis de “ser uno mismo”, es momento de preguntarnos, entonces, ¿qué papel juega la presión y la conformidad de la sociedad? En este sentido, nos viene genial recurrir a Nietzsche, un crítico feroz de la moralidad tradicional y de la cultura occidental judeo-cristiana ante la cual, por motivos personales, estaba completamente resentido. En su obra “Así habló Zaratustra” criticó a aquellos que siguen ciegamente las normas sociales y se “conforman” con las expectativas de los demás, catalogando esa clase de personas como “el último hombre”, “el más despreciable, el que ni siquiera se desprecia a sí mismo” (Nietzsche, 1883, p.10). Como contraparte, nuestro filósofo bigotón y enojón aboga por el desarrollo del «Übermensch» (superhombre), que vendría a ser un individuo que trasciende la moral convencional para crear sus propios valores y vivir según ellos: este súper-hombre no se conforma con ser parte de la masa, sino que busca continuamente su propia transformación y superación.

Paralelamente, introduce la idea del “eterno retorno”, una concepción filosófica que desafía al individuo a imaginar que cada momento de su vida debe ser vivido una y otra vez, eternamente. Según Nietzsche, esta idea es la prueba suprema de la autenticidad: ser uno mismo implica aceptar la vida tal como es, con todas sus alegrías y sufrimientos, y desear vivirla de nuevo sin arrepentirse de nada. Justamente por eso es importante que no temamos ser auténticos: la aceptación del eterno retorno de lo mismo no es sólo un acto de coraje, sino de total afirmación de la vida ya que se es uno mismo cuando asumimos nuestro destino con tal intensidad que estaríamos dispuestos a repetir nuestra vida eternamente. Esto lo podemos apreciar, en todo su esplendor y belleza, cuando nos encontramos con ancianos y les preguntamos “¿de qué te arrepientes, abuelo?” y te contestan “de absolutamente nada”. Qué fantástica y hermosa forma de haber vivido, ¿verdad?

«¿Cómo te sentirías si un día o una noche un demonio se colara furtivamente en tu más solitaria soledad y te dijera: ‘Esta vida, tal como la vives ahora y tal como la has vivido, tendrás que vivirla una vez más y una infinidad de veces más’?» (La gaya ciencia, 1882, §341).

Por último, y no por ello menos importante, no podemos dejar de lado a Martin Heidegger, quien influenciado por Kierkegaard, también exploró el concepto de autenticidad en su célebre obra “Ser y tiempo”. Recordemos que Heidegger utiliza el término “inautenticidad” para referirse a la existencia de aquellos que viven según las expectativas de la “gente” (das Man), o como siempre enunciamos, en el mundo del “se dice”, perdiendo así la singularidad y la libertad.

«La inautenticidad es la caída en el mundo y el olvido del ser» (Heidegger, 1927, p. 220).

Todos somos conscientes de lo marcada que está la vida cotidiana por aquello que Heidegger denominaba “ser-en-el-mundo”, donde el individuo se encuentra inmerso en las actividades y preocupaciones diarias, a menudo bajo la influencia del consumo desproporcionado de noticias intrascendentes o de modas y estilos de vida banales y vacíos que le dan importancia a cosas que, en el fondo, no la tienen. Esta es la condición de inautenticidad, en la que el Dasein (el “ser-ahí”, o sea, nosotros) se pierde en el mundo de las expectativas sociales, viviendo de manera hueca, impersonal y conformista.

Pero, seguramente usted se estará preguntando ¿pero qué es ser auténtico? Pues bien, según Heidegger la autenticidad surge cuando nos enfrentamos a la pregunta fundamental por nuestro propio ser. Esto ocurre principalmente a través de la confrontación con la muerte, que Heidegger llama “ser-para-la-muerte”: la muerte es el horizonte final que da sentido a nuestra existencia, y es sólo en la comprensión de nuestra finitud que podemos alcanzar una vida auténtica. Así, pues, la autenticidad radica en el reconocimiento de nuestra extremadamente limitada temporalidad y en la decisión de vivir de acuerdo con nuestra posibilidad de ser, en lugar de dejarnos guiar por las payasadas propias del mundo del “se dice” o por los valores preestablecidos por la moda circunstancial de la época en la que nos tocó vivir.

El Dasein, el ser-ahí, o sea, el único ser que se pregunta por su ser, se abre a la posibilidad de una existencia auténtica cuando “ha comprendido su propia existencia en su posibilidad más extrema, es decir, en su ser-para-la-muerte» (Ser y tiempo, 1927, p. 299). Cuidado amigos, esta comprensión no es un simple conocimiento intelectual, sino una experiencia vivida que transforma la manera en que nos relacionamos con nuestro propio ser y con el mundo: hagan la prueba ustedes mismos, noten cuál es la actitud ante la vida de alguien que niega la posibilidad de su muerte y contrasten con aquellos que abrazan abiertamente la idea de la finitud.

Lamento recordarles nuevamente que esto es filosofía, acá se mastica mucho el problema y no se regalan, al estilo de autoayuda exprés, ninguna solución simplona. La autenticidad, por lo tanto, no es un estado permanente, como tampoco lo es la felicidad, sino que se trata de una tarea constante, una manera de vivir que implica estar siempre consciente de nuestra propia finitud y de las posibilidades que tenemos de ser. En esta perspectiva, “ser uno mismo” es la capacidad de “estar resuelto”, según Heidegger, que no es otra cosa que vivir de acuerdo con nuestra propia comprensión del ser, a pesar de las inevitables distracciones y tentaciones de la estúpida y sensual inautenticidad.

En fin, amigos míos, propender a “ser uno mismo” es un desafío constante y una lucha contra la tendencia a la unificación, a la masa y a la conformidad vacía. Vivir de manera auténtica no es hacerse el rock-star o el rebelde sin causa, para nada, sino que requiere de un compromiso con la libertad y la responsabilidad personal, lo cual es un acto radical en un mundo que a menudo valora que seamos todos iguales e individualmente no seamos nada. En este fango en el que vivimos, entonces, la autenticidad no es una cuestión de descubrir quiénes somos, sino de atrevernos a serlo, a pesar de los riesgos y las incertidumbres que esto conlleva. Pero, ¡carajo que vale la pena intentarlo!

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“Ame a sus hijos, no críe imbéciles”- Lisandro Prieto Femenía

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“No puede haber una revelación más intensa del alma de una sociedad que la forma en que se trata a sus niños”

Nelson Mandela

En un mundo atravesado por la perversa idea de que “sobra gente” en este planeta junto con la irracional decisión de considerar a los hijos como un estorbo en el camino del “progreso” y del “éxito” personal, quisiéramos detenernos un segundo a reflexionar acerca del amor auténtico hacia los hijos, entendido como una experiencia humana que ya no es, pero sí ha sido objeto de reflexión en diversas disciplinas, principalmente la filosofía, la psicología e incluso la tan bastardeada teología. Es evidente que este tipo de amor se caracteriza, cuando es sano, por su profundidad, incondicionalidad y por ser el motor fundamental en la formación de todos los individuos.

En la historia de la filosofía occidental, el amor ha sido considerado un principio fundamental que ha permitido guiar las relaciones humanas hacia la búsqueda de un sentido auténtico, que ni la materialidad, la riqueza, el supuesto éxito individual e incluso la fama pueden brindar. Aristóteles (384 a.C.–322 a.C.), en su obra “Ética a Nicómaco” describió el amor como una virtud que se desarrolla en la amistad, y argumenta que el amor a los hijos es una forma muy peculiar de amistad, en la que el bienestar del descendiente es visto como un fin en sí mismo. Esta relación se basa principalmente en una reciprocidad natural, que refleja el ideal de la “philia”, es decir, una forma de amor que busca siempre el bien del otro como si fuera propio: un padre o una madre, que no sea capaz de alegrarse por la felicidad de un hijo, ya sea por mezquindad o por estupidez, no es digno de ser considerado como tal, puesto que, al fin y al cabo, el objetivo de todos los que somos papás no es que nuestros hijos ganen siete balones de oro, sino que sean felices con lo que sea que hayan decidido hacer.

«Los padres aman a sus hijos como parte de ellos mismos, mientras que los hijos aman a sus padres como el origen de su ser» (Ética a Nicómaco, VIII.12, 1161b)

Por su parte, el filósofo Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), en su obra “Emilio” o “De la educación” (1762), enfatiza puntualmente en la importancia del amor y la libertad en el proceso educativo de los hijos. Para él, el amor paternal debe guiar la educación, no imponiendo con autoridad violenta, sino permitiendo que el niño desarrolle sus propias capacidades y juicio crítico. Al sostener que “el amor a los hijos no consiste en hacer todo por ellos, sino en prepararlos para que ellos mismos puedan enfrentarse al mundo (Emilio o De la educación, Libro I)., subraya la necesidad de equilibrar el amor con la autonomía, promoviendo una crianza que respete las capacidades del niño sin ahogarlas en el conformismo constante de satisfacer todas sus necesidades y caprichos: a veces, saber decir “No”, es una de las decisiones de formación en la autosuficiencia más importantes que un niño puede recibir.

Desde un punto de vista psicológico, el amor a los hijos ha sido estudiado como un vínculo esencial para el desarrollo psíquico y emocional de los infantes. Particularmente sobre este asunto, el psicoanalista británico Donald Winnicott (1896-1971) introdujo el concepto de la “madre suficientemente buena”, donde el amor y el cuidado que un padre ofrece permiten que el niño desarrolle una sensación de seguridad plena y de confianza en el mundo que lo rodea. Según Winnicott, “es en la relación amorosa y estable con la madre o el cuidador primario, que el niño aprende a sentirse real y a confiar en su entorno” (The Child, the Family, and the Outside World, 1964). No nos queda la menor duda que este vínculo, cuando no es enfermizo y no está atravesado por la violencia y la mediocridad, no sólo es fundamental para el desarrollo del niño, sino que también influye en la capacidad del sujeto para formar relaciones saludables posteriormente, en su vida adulta. Por supuesto, existen adultos rotos, que han sido criados con amor y cariño, pero generalmente la regla se da a la inversa: no es casual que veamos un aumento significativo y sistemático de episodios violentos, cada vez más procaces, en niños, adolescentes, jóvenes y adultos si apreciamos que la constante presente en la mayoría de las crianzas es la desatención, la educación en valores detestables y la crianza que disfraza malcriados con el velo del apego y consentimiento a caprichos permanentemente.

Ya desde una consideración puntualmente teológica, debemos recordar que en la tradición occidental (judeo-cristiana) el amor de los padres hacia sus hijos es visto directamente como una extensión del amor divino. En sus “Confesiones” (398 d.C.) San Agustín de Hipona reflexionó sobre el amor como un don de Dios que se manifiesta en las relaciones humanas, puesto que “nadie ama verdaderamente si no ama a Dios, y ese amor se refleja en el amor a los demás, comenzando por los más cercanos, como los hijos” (Confesiones, XIII.9). Entendido de esta manera, el amor filial se convierte en un acto de responsabilidad y cuidado que imita y participa la idea de sumo bien, o del creador y sustentador, a saber, la idea de Dios. Como podrán apreciar, desde esta perspectiva teológica, el amor a los hijos no es simplemente una responsabilidad natural, sino lisa y llanamente un camino de santificación: se trata de un vínculo totalmente sagrado que invita a los padres a participar en el amor de un creador y a reflejar su amor en la vida cotidiana. Este amor, que es al mismo tiempo sacrificial y generador, no solo nutre a los hijos en su crecimiento físico y emocional, sino que también los acompaña en su desarrollo espiritual. El reconocimiento de la sacralidad del vínculo entre padres e hijos ofrece una visión más profunda del amor filial, que va más allá de las mera obligaciones materiales y se convierte en una forma de participación con la trascendencia: este amor, cuando se vive plenamente, no sólo fortalece la relación familiar, sino que también contribuye al crecimiento espiritual de todos los miembros de la familia, conduciéndolos hacia un modelo de vida en el que “estar juntos” es un bastión en medio de la batalla permanente de un mundo que nos invita a la soledad permanente como “método” en la búsqueda del “éxito” individual.

«El amor a los hijos, cuando es verdadero, es un reflejo del amor que Dios tiene por nosotros, un amor que no busca lo suyo, sino el bien del otro» (Confesiones, XIII.9).

Basta ya de tanta reflexión bonita y procedamos apresuradamente a preguntarnos lo siguiente: ¿Qué sentido tiene, cuál es la intención, para qué se le entrega, a un infante, un dispositivo móvil? Pues bien amigos míos, el acto de entregar este narcótico de dopamina a un niño se sustenta en la necesidad de muchísimos padres de mantenerlo entretenido para así no proveer del insumo fundamental de la interacción humana. En lugar de dedicar tiempo a formarlo, a dialogar o simplemente estar presentes y atentos con el niño, muchos recurren a la tecnología como una manera rápida y fácil de “calmar” la inquietud infantil. Este comportamiento puede ser interpretado como una clara señal de desinterés en las experiencias y necesidades reales del infante, dejando de lado la oportunidad de desarrollar un vínculo mucho más profundo y significativo.

Este problema es global y responde, en términos psicológicos, a la falta de interacción significativa entre padres e hijos que termina mostrando consecuencias a corto y largo plazo en el desarrollo emocional, intelectual y social del niño. En este sentido, el psicólogo John Bowlby (1907-1990), en su “teoría del apego”, hace hincapié en la importancia de la presencia y la atención de los padres para el desarrollo de un apego seguro, que es esencial para la salud emocional del infante. El uso excesivo, e innecesario, del dispositivo móvil puede interrumpir este proceso, creando una distancia emocional que lleva directamente a problemas de confianza y seguridad del sujeto a lo largo de su vida.

«La disponibilidad de una figura de apego que sea sensible y responsiva a las necesidades de un niño proporciona la base para el desarrollo de la seguridad y la confianza en uno mismo» (Attachment and Loss, 1982, p. 201).

Retornando a Rousseau, en la obra precitada, advierte de los peligros que acarrea delegar la responsabilidad parental en terceros o, peor, en objetos. Aunque en su tiempo esto se refería más bien a la delegación en criados o tutores, la idea puede tranquilamente extrapolarse a la actualidad, donde el teléfono celular se termina convirtiendo en un “tutor digital” nefasto. Recordemos que para Rousseau es fundamental una educación que esté directamente ligada al amor y a la atención personal, donde el padre o la madre sean los principales responsables de guiar al niño en su desarrollo: al entregar un dispositivo en lugar de interactuar como seres humanos normales, los padres están, en cierto modo, renunciando a su papel activo en la educación y el desarrollo de la personita que decidieron traer al mundo.

Como podrán apreciar, caros lectores, el problema del desinterés colisiona con el beneficio del amor auténtico de la crianza responsable ya que, en el acto mismo de la entrega del móvil se está abriendo la puerta a problemas de atención, dificultades para establecer vínculos sociales normales y cordiales y, lo que es peor, se está creando una adicción temprana a la tecnología. Además, el niño, que no es estúpido por naturaleza, sino que es idiotizado por su entorno, se puede dar cuenta o puede internalizar la idea de que su presencia es una molestia, lo cual puede afectar seriamente su autoestima y la percepción de su valor en la relación con sus padres en la niñez, pero con el mundo en su adultez: después se burlan y se asombran cuando los llaman “generación de cristal”, ¿por qué será, no?

Complementariamente a esto, el filósofo Martin Buber (1878-1965), en su obra “Yo y tú” (1923), destacó la importancia del encuentro genuino entre dos personas, lo que él llama la relación “Yo-Tú”, en contraste con la relación “Yo-Eso”, donde el otro es visto como objeto (ente-útil), objeto o herramienta. Al tratar al niño como un problema a ser resuelto mediante la tecnología, se establece una relación fría y triste de esclavitud “Yo-Eso”, donde el niño no es visto como un ser humano en sí, con necesidades y emociones propias, sino como un obstáculo a ser gestionado por sujetos patéticos que tienen hijos y no saben para qué los tienen. Este tipo de dinámicas personales, propiamente en la paternidad, erosiona la calidad de la relación y priva al niño de la experiencia de ser reconocido plenamente como una persona con la cual vale la pena pasar el tiempo.

«Cuando alguien ve a un ser como un Tú, no lo ve como un objeto, ni siquiera como un punto en el espacio y el tiempo. En la relación Yo-Tú, ambos se ven involucrados en su totalidad y no son solo ‘cosas’ una para la otra» (Yo y Tú, 1923, p. 32).

En fin, la tendencia de utilizar dispositivos como herramienta para “callar” a los niños es un reflejo de un problema mucho más profundo que venimos metiendo debajo de la alfombra hace demasiado tiempo: desinterés y desconexión emocional en un vínculo concreto que necesita, para sobrevivir, interés y conexión total. La humanidad no llegó al siglo XXI ignorando por completo a los niños, o consintiendolos con chorradas intrascendentes que les queman la cabeza, no: es fundamental que quienes decidieron traer gente al mundo reflexionen sobre las implicaciones de este comportamiento y se esfuercen por cultivar una relación más cercana, basada en la atención, la escucha y el amor incondicional que nunca falla, traducido en el tiempo, que es sagrado por ser tan escaso, y la presencia compartida que no sólo enriquece la relación padres-hijos, sino que también son la esencia del desarrollo saludable y equilibrado del niño en todos los aspectos de su vida.

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Desentrañando el imperio de la banalidad y la trivialidad- Lisandro Prieto Femenía

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“Todos vamos a morir, todos, ¡que espectáculo! Eso solo, nos debería motivar a amarnos unos a otros, pero no sucede así. Somos aterrorizados y aplastados por trivialidades, somos engullidos por nada.”

Charles Bukowski

Es sabido por muchos, aunque al parecer le importa a pocos, que en nuestro tiempo los conceptos de banalidad y trivialidad han adquirido una relevancia singular, reflejando un cambio profundo en la manera en que se experimenta la vida cotidiana y se construyen los valores culturales. Nuestro era, con su énfasis puesto siempre en la fragmentación, el relativismo, la virtualidad y su correspondiente ilusión de hiperrealidad, han permitido que lo banal y lo trivial se conviertan en características definitorias del modo de existir contemporáneo. Intentaremos reflexionar sobre cómo estos patéticos pero tan rentables fenómenos se manifiestan y las implicaciones filosóficas que conlleva de cara a un futuro bastante incierto, por no decir, totalmente deshumanizado.

Entendemos por “banalidad” a la falta de profundidad o importancia en las actividades y contenidos culturales que afectan directamente el modo en que vivimos. Hannah Arendt le dedicó una porción significativa de su carrera académica y casi toda su vida al análisis de la banalidad, aunque particularmente lo expresó con excelencia en su obra “Eichmann en Jerusalén”, en la cual introduce el concepto de “banalidad del mal” para describir cómo la maldad puede manifestarse en formas comunes y ordinarias. Aunque Arendt se refiere particularmente al contexto de la burocracia propia del aparato asesino de los nazis, su concepto puede extenderse a la banalización de las experiencias y valores en la era posmoderna.

Según sostuvimos en la introducción, la banalidad se manifiesta en la cultura popular y en el consumo masivo de contenidos proporcionados por los gigantes mediáticos que instalan las industrias culturales y sus correspondientes agendas. En este sentido, el filósofo Jean Baudrillard, en su obra “Simulacros y Simulación” (1994), argumenta que la hiperrealidad y la proliferación de imágenes y símbolos han llevado a una saturación que reduce la capacidad de las personas para experimentar auténticamente la vida. La realidad, desde este punto de vista, se convierte en una simulación de sí misma, en la que lo banal prevalece sobre lo significativo. En este contexto, la banalidad se convierte en una característica inevitable de una cultura saturada de imágenes y simulacros, donde el valor se ha vuelto efímero y el significado de las cosas parece claramente diluido.

Ahora bien, usted se preguntará, querido lector, ¿qué tiene que ver la banalidad con la trivialidad? Pues, si consideramos que la trivialidad es la preocupación por asuntos de escasa importancia, podrá comprender a qué me refiero. Marshall McLuhan, en Comprender los medios de comunicación (1964), realizó un análisis meticuloso acerca de cómo los medios de comunicación afectan la percepción de la realidad, sugiriendo que los “informativos”, en ese momento, radio y televisión, hoy en todos los dispositivos digitales con acceso a internet, promueven una forma de conocimiento tremendamente superficial y trivial. Cuando McLuhan afirmó que “el medio es el mensaje”, nos estaba indicando que la forma en que se transmite la información (a través de medios que trivializan todos los mensajes) afecta la forma en que se recibe y se valora. En otras palabras, está claro que la sobreabundancia de información trivial contribuye significativamente a la fragmentación del conocimiento y a la pérdida de un sentido profundo de las experiencias vitales y valores, a la vez que trastoca seriamente el principio de realidad de aquellos seres humanos que han abandonado la posibilidad de pensar por su cuenta al punto tal que en vez de decir “yo pienso que” dicen “yo vi que en la televisión dicen que”. Patético.

No sólo afecta cognitivamente nuestro pensar, sino que el reinado de la banalidad y la trivialidad trasciende el fenómeno cultural del consumo de bienes y servicios masivos y se instala en los modos de vida propiamente. En este sentido, un gran servidor de la posmo-ética, a saber, Zygmunt Bauman, en su obra “Modernidad Líquida” (2000) señaló cómo la fluidez, la superficialidad y la falta total de solidez en la vida moderna nos han llevado a una existencia marcada por lo trivial e innecesario, argumentando que la incertidumbre y la falta de compromiso profundo en las relaciones humanas reflejan una cultura que adora lo efímero y lo banal Cuando Bauman escribe que “en esta modernidad líquida, la durabilidad y el compromiso profundo han sido reemplazados por la flexibilidad y la capacidad de adaptación a lo fugaz” está subrayando que “ser triviales” se ha convertido en un modo de vida esencial, donde las conexiones con otros seres humanos, sean de nuestra familia o no, pasan a ser totalmente pasajeras mientras que lo que realmente prevalece en el tiempo es el deseo de consumo constante.

Bastantes años previos a Bauman y su descripción tardía de lo obvio, Martin Heidegger había señalado una serie de peligros propios de una vida que se abrace a la “avidez de novedades”. Consideramos mucho más atinado y profundo el planteo de Heidegger justamente porque es un pensar previo a la catástrofe moral, cultural y económica en la que nos ha sumergido el imperio de la técnica en servicio de la estupidización masiva de los seres humanos como negocio rentable para cuatro o cinco vivos en detrimento de ocho mil millones de consumidores cautivos. En la filosofía de Heidegger, la “avidez de novedades” es un aspecto crucial para que podamos comprender la superficialidad y la trivialidad de una vida inauténtica. En su obra “Ser y tiempo” (1927/2014) examinó cómo la vida cotidiana de los individuos se ve dominada por una constante búsqueda de nuevas experiencias y estímulos, un fenómeno que él denomina “tendencia a la novedad”, comparable con la ridícula adicción actual a las reacciones de otros usuarios a nuestras publicaciones en redes sociales, o el modo de vida mimético traslúcido en personas que no se avergüenzan en absoluto por adoptar una forma de vida copiada de la manera más fiel posible de algún referente del pensamiento intrascendente de moda.

Este impulso compulsivo, en lugar de llevarnos a una comprensión más profunda de nuestro ser, se convierte en una forma de evasión de la realidad mediante un escudo robusto de superficialidad seductora. Heidegger critica esta actitud como una manifestación de existencia sin autenticidad, donde el individuo se distrae con lo efímero y lo trivial para evitar enfrentar la verdadera esencia de su ser. Este impulso, en lugar de llevar a una comprensión más profunda del ser, se convierte en una forma de evasión y superficialidad. Heidegger critica esta actitud como una manifestación de la existencia inauténtica, donde el individuo se distrae con lo efímero y lo trivial para evitar enfrentar la verdadera esencia de su ser. En este contexto, la “avidez” de novedades refleja una forma de vida que prioriza lo superficial, la forma y nunca el fondo, contribuyendo a una experiencia de vida muy vacía, casi carente de sentido.

 «La existencia inauténtica se caracteriza por la obsesión con las novedades, en una constante búsqueda de distracciones que desvían a los individuos de la confrontación con la finitud y el sentido auténtico de su existencia».

A pesar del lúgubre panorama planteado precedentemente, a saber, el predominio de la banalidad y la trivialidad en nuestro mundo post-verdad, la filosofía y la educación nos pueden abrir la puerta a posibilidades y caminos valiosos para enfrentar y superar semejante decadencia intelectual, ética y moral. Sí, es cierto, la progresía nos ha llevado a una cultura de estímulos efímeros, contenidos triviales y vínculos personales descartables, pero esto no debe ser un obstáculo insuperable. Bien sabemos que la filosofía, con su capacidad para profundizar en la comprensión del ser, del mundo y de nosotros mismos, nos invita a cuestionar y a redescubrir lo que realmente es esencial, necesario y valedero.

Una educación integral que contemple una buena formación en asuntos esenciales como la capacidad de lecto-comprensión, la resolución de problemas y el pensamiento crítico jugaría un papel crucial en la preparación de individuos reflexivos que participen activamente en sus comunidades. Promover este tipo de educación, que valore no sólo la adquisición de conocimientos técnicos, sino también la capacidad de pensar críticamente (tener criterio propio, o sea, no repetir como loros) y de buscar significado y sentido a la vida, puede contrarrestar significativamente la superficialidad imperante que tanto daño nos está haciendo. Este enfoque educativo que aquí proponemos no es imposible, puesto que contamos con todos los recursos para fomentar la reflexión filosófica, la apreciación de la belleza y la comprensión profunda de la condición humana para cultivar una vida individual más rica y significativa y una vida colectiva menos egoísta y ensimismada.

En fin, como podrán apreciar, la búsqueda de sentido no es una tarea simple, tampoco es una receta que nos pueden dar los diletantes gurúes del coach ontológico, pero sí es una forma de vida que vale la pena vivir, porque vivir con propósito implica enfrentar la banalidad con una actitud de profundidad y autenticidad que nos protege de caer en las garras patéticas de la existencia vacía al servicio de unos pocos que lucran con nuestro desinterés. El comprometernos con la filosofía, abrazar el aprendizaje constante y el buscar significado en nuestras experiencias vitales cotidianas sirve, sin duda, para transformar nuestra existencia y encontrar una vida que no sólo sea vivida, sino también experimentada con plenitud y dignidad. En este sentido, la superficialidad y la trivialidad pueden ser desafíos formidables, pero con la guía de una educación y un compromiso cívico que apunte a la formación significativa de sujetos libres para poder construir, todos juntos, un modo de vida más consciente y enriquecedora.

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