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Expertos destacan impacto internacional del modelo de seguridad de Nayib Bukele

Analistas nacionales coinciden en que la política de seguridad implementada por el presidente Nayib Bukele no solo ha logrado una histórica reducción de homicidios y extorsiones en El Salvador, sino que también se ha convertido en un referente internacional para otros gobiernos que enfrentan altos niveles de criminalidad.
El analista Francisco Góchez aseguró que la estrategia salvadoreña, encabezada por el Plan Control Territorial (PCT), ha captado la atención mundial por su efectividad. “Ha logrado desarticular a las pandillas que, durante décadas, causaron sufrimiento a la población”, señaló. Góchez destacó que la baja sostenida en delitos como homicidios y extorsiones es “un logro objetivo e innegable” que podría ser adaptado por otras naciones.
Como parte del interés internacional, recientemente una delegación de funcionarios de Ecuador visitó El Salvador para conocer de cerca el modelo de seguridad salvadoreño. Además, países como Honduras, Chile y el mismo Ecuador han optado por implementar estados de excepción como medida para enfrentar el crimen organizado, inspirados en parte en la experiencia salvadoreña.
Desde marzo de 2022, el Gobierno salvadoreño ha mantenido vigente el régimen de excepción como complemento al PCT, con el respaldo mayoritario de los partidos Nuevas Ideas, PCN y PDC en la Asamblea Legislativa. Según cifras oficiales, la medida ha permitido la captura de más de 85,900 presuntos pandilleros. Sin embargo, diputadas y diputados de ARENA y VAMOS han votado sistemáticamente en contra de su aprobación y prórrogas.
Para el sociólogo René Martínez, el modelo de seguridad de Bukele es ya un punto obligado en cualquier debate global sobre seguridad pública. “No se puede obviar el impacto de esta estrategia en foros internacionales”, expresó. Martínez también afirmó que Bukele es visto por muchos como un modelo de liderazgo político efectivo. “Es el tipo de mandatario que otros pueblos quisieran tener para resolver los problemas que los aquejan”, opinó.
Ambos expertos coinciden en que el enfoque del Gobierno salvadoreño prioriza los derechos de las víctimas por encima de los de los victimarios, un enfoque que ha marcado una diferencia sustancial respecto a políticas de seguridad anteriores en la región.
Retomado de Diario El Salvador
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«Oposición trata de cubrir delitos de las ONG»: analista político

Los analistas políticos Nelson Flores y Mauricio Rodríguez señalaron que ahora El Salvador es un país donde se respetan las leyes, y por ese motivo la oposición política trata de cubrir los delitos que cometen miembros de organizaciones no gubernamentales (ONG) de fachada.
La corrupción cometida por ONG que recibían fondos públicos, procedentes principalmente del presupuesto general de la nación, fue investigada por la legislatura anterior, y todo el expediente fue remitido a la Fiscalía General de la República (FGR) para que judicialice los casos.
«A ellos no se les persigue por posturas políticas, se les persigue porque ha habido una investigación muy robusta de un delito y deben comparecer ante los tribunales. Es ahí donde deben demostrar su inocencia, no vociferando en las calles con discursos inventados», expresó Flores, quien también es especialista en administración pública.
Los fundadores y directivos de algunas de las ONG que recibían fondos públicos, según la investigación realizada por la legislatura anterior, son exdiputados y exfuncionarios de ARENA y del FMLN, quienes incluso votaron por las asignaciones para sus ONG o de sus allegados.
«Somos un país de leyes, y nadie está sobre esas leyes. Ellos tratan de cubrir sus delitos en las ONG de fachada porque saben muy bien que se beneficiaron con ese modelo sistémico de corrupción que diseñaron los gobiernos del FMLN y de ARENA cuando estuvieron en el poder», añadió Flores.
Para Rodríguez, dichos partidos tienen como «estrategia mediática» que las investigaciones de las autoridades sobre casos de corrupción parezcan como persecución política contra opositores.
«Todos los casos los están matizando de persecución política. ARENA y el FMLN recurren a este tipo de acciones para tratar de buscar un mártir», consideró Rodríguez, sociólogo de profesión.
Opinión | Nelson Flores y Mauricio Rodríguez
Analistas Políticos
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.
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León XIV ante un mundo en guerra

Por: Lisandro Prieto Femenía
«¡Cristo no cesa de llamar, no cesa de indicar el camino hacia aquellos ‘altos ideales’ de los que hablaba el poeta! ¡No cesa de pedir un testimonio de la conciencia, de la vida! ¡Pide ‘hombres de espíritu’, pide ‘corazones puros’! ¡Pide hombres que sean hermanos, que sepan construir sobre la tierra ‘puentes’ y no ‘muros’!»
Juan Pablo II. (1979). Discurso a los jóvenes en el estadio de Cracovia.
La ascensión de León XIV al trono de Pedro acontece en un momento histórico marcado por la persistente sombra de la guerra. Los conflictos en Ucrania, con su estela de destrucción y desplazamiento, y la desgarradora situación en Gaza, crisol de tensiones ancestrales y reciente devastación, claman por una intervención que trascienda la mera condena en un mensaje misal. Ante este panorama desolador, los católicos nos preguntamos con apremio: ¿qué posibilidades reales ostenta el nuevo pontífice para erigirse como un agente efectivo de paz en estos escenarios de profunda fractura?
Para abordar esta cuestión con la seriedad que amerita, es imprescindible que recurramos a voces medianamente autorizadas que han dedicado su vida a la reflexión del intrincado vínculo entre la fe, la ética y la política internacional. Hans Küng, con su visión ecuménica y su llamado a una “ética global”, nos recuerda que la paz duradera entre las naciones se cimienta en la paz entre las religiones, un diálogo sincero que desentrañe los fundamentos de cada credo para construir puentes de entendimiento mutuo. En este sentido, la figura del Papa, investido de una autoridad moral que resuena más allá de las fronteras confesionales, podría erigirse en un catalizador de encuentros interreligiosos de alto nivel, siguiendo la senda trazada por sus predecesores. En su “Proyecto de una ética mundial”, Küng afirmó que “no habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones. No habrá diálogo entre las religiones sin investigación de los fundamentos de cada una de ellas” (Küng, H., 1991, p.21). Pues bien, esta convocatoria a líderes ortodoxos rusos y representantes del mundo islámico para explorar vías de diálogo sobre la sacralidad de la vida y la urgencia de la justicia podría sembrar semillas de esperanza en terrenos áridos por la desconfianza, la violencia innecesaria y el resentimiento.
Sin embargo, tampoco podemos obviar las limitaciones inherentes al poder terrenal de la Santa Sede. Como lúcidamente señala George Weigel en “La revolución católica” (2005), la Iglesia no dispone de ejércitos ni de la capacidad coercitiva de los Estados-Nación. Su influencia radica en la persuasión moral e intelectual, cuya eficacia depende, en última instancia, de la voluntad de otros actores para escuchar y responder. En los conflictos que nos ocupan, los intereses geopolíticos en pugna, las narrativas históricas profundamente arraigadas y la escalada de la violencia dificultan de sobremanera cualquier tipo de mediación externa. La intervención papal, por elocuente y bienintencionada que sea, corre el riesgo de ser percibida como un actor más en un tablero de ajedrez donde las piezas se mueven impulsadas por la lógica del poder militar y la seguridad nacional. Esta observación nos recuerda, entonces, que la influencia del papado se ejerce principalmente a través de las “armas” de la persuasión moral y la diplomacia, herramientas en desuso extremo, al menos, desde la incursión de Estados Unidos en Medio Oriente a partir del año 2003.
No obstante, la historia nos ofrece destellos de la capacidad de la Iglesia para influir positivamente en la resolución de conflictos. Recordemos brevemente la mediación de Juan Pablo II en la disputa del Beagle entre Argentina y Chile a finales de la década de 1970 y concluida en 1984 mediante la firma del Tratado de Paz, como claro ejemplo paradigmático. Ante la inminente amenaza de guerra, el Santo Padre ofreció su mediación, enviando al Cardenal Antonio Samoré como su enviado especial: en un mensaje crucial dirigido a los presidentes de facto Jorge Rafael Videla de Argentina y Augusto Pinochet Ugarte de Chile, Juan Pablo II declaró el 232 de diciembre de 1978: “Hago un llamamiento apremiante a la cordura y a la reflexión para que, superadas las actuales dificultades, se prosiga con ánimo renovado por el camino del diálogo y de la negociación, buscando soluciones justas y pacíficas que eviten a las queridas poblaciones de Argentina y Chile los horrores de una contienda fraticida” (Juan Pablo II. ,1978, Mensaje a los Presidentes de Argentina y Chile. Libreria Editrice Vaticana).Esta firme exhortación, sumada a la paciente labor diplomática del precitado Cardenal, creó un espacio para la negociación y finalmente condujo a la firma del Tratado de Paz y Amistad en 1984, evitando un conflicto bélico de graves consecuencias para la región.
Si bien reconocemos el potencial de diversos actores en la búsqueda de la paz, la Iglesia Católica se distingue por una serie de factores que le otorgan una relevancia singular en el contexto de los conflictos en Ucrania y Gaza. Su estructura jerárquica y su presencia global le permiten mantener canales de comunicación con una amplia gama de actores, incluyendo gobiernos, organizaciones internacionales y comunidades locales. Como explicita Weigel, esta red extensa facilita una diplomacia discreta y la posibilidad de ofrecer espacios neutrales para el diálogo (Weigel, G. (2005). La Revolución Católica, p. 317). Consiguientemente, la larga tradición de la Iglesia en la defensa de la justicia y la paz, articulada en su doctrina social, le confiere una autoridad moral reconocida incluso por aquellos que no comparten su fe. Sus llamados permanentes a la protección de los derechos humanos, al respeto del derecho internacional y a la búsqueda de soluciones negociadas resuenan con una fuerza particular en un mundo marcado por la avaricia, la violencia y la injusticia naturalizada.
Desde su influyente obra titulada “El testimonio político de la Iglesia”, John Howard Yoder ofrece una perspectiva distintiva sobre cómo la comunidad cristiana debe interactuar con el poder y la violencia en el mundo. Su argumento central radica en que la Iglesia, moldeada según la vida, muerte y resurrección de Jesús, está llamada a ser una comunidad de resistencia no violenta y un signo profético de la paz de Dios en un mundo marcado por la injusticia y la guerra. Para Yoder, la ética cristiana no se reduce a principios abstractos, sino que se encarna en la vida concreta de una comunidad que vive de manera alternativa al modus operandi del corrupto poder terrenal.
En el contexto de la mediación y la búsqueda de la paz, el aporte de Yoder pone el foco en que la Iglesia no debe aspirar primariamente a ejercer influencia a través de los mecanismos del poder político convencional, sino que su poder radica en su testimonio fiel al Evangelio de la paz. Esto implica una crítica radical a la lógica de la violencia y una demostración práctica de formas alternativas de resolución de conflictos basadas en el amor al enemigo, el perdón y la justicia restaurativa.
Así, la relevancia del pensamiento de Yoder para la posible intervención del Papa León XIV radica en que la autoridad de su Iglesia no se basa en su capacidad de ejercer presiones políticas o económicas, sino en la coherencia entre su mensaje y su práctica. Si la Iglesia aboga por la paz, debe también ser una comunidad que vive esa paz internamente y la irradia hacia afuera, incluso en medio de la hostilidad. Su testimonio de no-violencia activa y de solidaridad con las víctimas de la injusticia es, sin duda alguna, una fuerza transformadora que interpela las conciencias y abre caminos inesperados hacia la reconciliación. En lugar de buscar el poder para imponer la paz, la Iglesia, según Yoder, está llamada a ser un signo del Reino de Dios, donde la paz y la justicia se abrazan, ofreciendo así una visión esperanzadora y una práctica alternativa a la espiral de la violencia. Su “testimonio político”, entonces, no es una estrategia de poder, sino una fidelidad radical al Señorío de Cristo y a su mandato de amar a todos, incluso y sobre todo, a los enemigos.
Conjuntamente, es innegable que la presencia de numerosas organizaciones católicas dedicadas a la ayuda humanitaria y al trabajo por la paz en las zonas de conflicto le otorga a la Iglesia un conocimiento profundo de las dinámicas locales y la posibilidad de construir puentes de confianza con las comunidades afectadas. Esta capilaridad y su compromiso a largo plazo con las víctimas de la guerra, mal que les pese a varios, la convierten en un actor clave para la reconstrucción del tejido social y la promoción de la reconciliación.
En este punto, entonces, es crucial discernir la naturaleza fundamentalmente diferente de los conflictos precitados, pues esta distinción impacta directamente en las posibilidades y estrategias de mediación. La guerra en Ucrania, si bien con profundas raíces históricas y geopolíticas, se desarrolla principalmente entre naciones de tradición cristiana, aunque con identidades nacionales y lealtades estatales claramente diferenciadas. Las afinidades culturales y religiosas, paradójicamente, no han evitado la escalada de la violencia, pero podrían ofrecer ciertos puntos de anclaje para un futuro diálogo, apelando a valores cristianos compartidos de paz y fraternidad, como sugiere la ética global de Küng.
En contraste, el conflicto entre Israel y el mundo islámico en torno a Gaza posee una dimensión religiosa y territorial intrínsecamente entrelazada. Las disputas por la tierra están profundamente imbuidas de narrativas religiosas e identidades colectivas moldeadas por siglos de historia y fe. En este contexto, la presencia cristiana en Jerusalén, lugar sagrado para las tres religiones abrahámicas, puede ser vista como la de un pueblo que vive “en medio” de árabes y hebreos. Esta posición única, aunque históricamente marcada por la vulnerabilidad, también ofrece un potencial para el entendimiento y la mediación, al compartir lazos históricos y geográficos con ambas partes.
Como argumenta Küng, el diálogo interreligioso informado y respetuoso es fundamental para abordar los conflictos con raíces religiosas tan profundas. La Iglesia católica, con su presencia histórica en Tierra Santa y sus relaciones con líderes religiosos de ambas partes, podría desempeñar un rol facilitador en la creación de espacios de encuentro y diálogo que trasciendan las narrativas de confrontación, tan promocionadas por los rentados medios de comunicación.
Ante este intrincado panorama, León XIV podría considerar una estrategia multifacética. En primer lugar, intensificar los llamados a un cese al fuego inmediato y a la protección de la población civil, elevando su voz contra la barbarie de la guerra sin reglas que se está llevando a cabo en estos días. En segundo lugar, ofrecer los buenos oficios de la Santa Sede como espacio neutral para el diálogo entre las partes en conflicto, explorando canales diplomáticos discretos que permitan construir confianza y buscar puntos de encuentro. En tercer lugar, es crucial fortalecer la red de organizaciones católicas presentes en el terreno, brindando ayuda humanitaria y acompañamiento a las víctimas, testimoniando así el rostro compasivo de la tradición eclesial. Finalmente, se podría impulsar iniciativas de diálogo interreligioso a nivel local e internacional, buscando aliados en otras tradiciones de fe para construir un frente común por la paz, recordando la premisa de Küng sobre la interconexión entre la paz religiosa y la paz mundial.
Sin embargo, queridos lectores, está claro que la efectividad de esas posibles acciones dependerá crucialmente de la receptividad de los líderes políticos y de la voluntad de las partes en conflicto para trascender sus intereses particulares en aras de un bien mayor. La tarea que aguarda a León XIV es ardua y desafiante, pero la autoridad moral que todavía encarna y la tradición de búsqueda de la paz de la Iglesia le otorgan una ventana de oportunidad para sembrar la esperanza en un mundo quebrado por la violencia. Su voz, clamando por la justicia y la reconciliación, puede resonar en las conciencias y recordar a la humanidad su vocación fundamental a la fraternidad y a la construcción de un futuro donde la paz no sea una utopía, sino una realidad tangible que todos, en cualquier punto del globo, nos merecemos.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Revelando las falacias del debate cotidiano

Por: Lisandro Prieto Femenía
«Las palabras son como hojas; donde más abundan, menos fruto se encuentra.» Alexander Pope, Ensayo sobre crítica (1711), Parte III, verso 309.
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que puede parecerles académico o excesivamente formal, pero que tiene que ver con la intrincada danza del discurso y la confrontación de ideas: las falacias argumentativas, las cuales se erigen como trampas sutiles, desvíos lógicos que, a menudo inadvertidos, socavan la solidez de nuestros razonamientos y envenenan el intercambio comunicacional constructivo.
Lejos de ser meros errores académicos, estas artimañas del lenguaje se infiltran en nuestra cotidianidad, moldeando opiniones, polarizando debates y, en última instancia, erosionando la posibilidad de un entendimiento mutuo. Pues bien, la reflexión filosófica sobre estas falencias es mucho más que un ejercicio abstracto, es una necesidad apremiante en un mundo donde la información fluye torrencialmente y la manipulación discursiva acecha a la vuelta de la esquina.
Una de las falacias más recurrentes, y a menudo insidiosas por su aparente simplicidad, es el falso dilema o falsa dicotomía. Esta falacia constriñe la complejidad de un problema a una elección binaria excluyente, ignorando la existencia de alternativas válidas. Como señala Aristóteles en sus “Refutaciones sofísticas”, “deducir la contradicción a una alternativa es una táctica de aquellos que se ven acorralados en la discusión” (Aristóteles, op. Cit. 167b25-27). En la vida diaria, la escuchamos resonar en frases como “o estas con nosotros o estás contra nosotros”, obliterando la posibilidad de posturas intermedias o perspectivas matizadas. Esta simplificación forzada no sólo empobrece el debate, sino que también fomenta la polarización al presentar opciones irreconciliables donde podría haber puntos de encuentro.
También, en el acalorado debate sobre la política económica actual en Argentina, a menudo se nos presenta un falso dilema: “o se implementan medidas de ajuste drásticas para reducir el déficit fiscal, o el país se encamina a una hiperinflación descontrolada”. Pues bien, se trata de una simplificación binaria que ignora la posibilidad de implementar estrategias graduales iguales de efectivas, combinaciones de políticas fiscales y monetarias, o incluso la exploración de alternativas que prioricen el crecimiento económico a la par de la estabilidad del ciudadano de a pie. Ni hablar de lo que sucede en las discusiones sobre seguridad ciudadana que proliferan en las redes sociales, en las cuales es común escuchar el falso dilema de “mano dura” contra la delincuencia o permisividad total. Esta dicotomía forzada pasa por alto la complejidad del problema, obviando la necesidad de políticas integrales que aborden al delito en sí y a sus causas subyacentes, la importancia de la prevención, la reforma del sistema penitenciario, la inversión en educación y la necesaria purga en la mafia judicial vigente.
Otra estrategia falaz común es la del espantapájaros. En lugar de refutar el argumento real del oponente, esta falacia consiste en caricaturizarlo, deformarlo hasta convertirlo en una versión débil y fácilmente atacable. Al distorsionar la posición ajena, el falaz argumentador se enfrenta a una sombra de su adversario, logrando una victoria ilusoria. Como bien explica Schopenhauer en “El arte de tener razón”, esta táctica busca “extender la afirmación del adversario más allá de sus límites naturales, interpretarla de la manera más general posible y exagerarla” (Schopenhauer, “El arte de tener razón”, Estratagema 1). Un ejemplo cotidiano sería responder a la crítica de una política económica argumentando que el crítico “quiere destruir la economía del país”, una exageración que ignora por completo, y a propósito, los puntos específicos del argumento original.
También, tenemos la falacia de la pendiente resbaladiza, que nos advierte, sin justificación suficiente, que un paso inicial inevitablemente conducirá a una cadena de consecuencias negativas. Se argumenta que aceptar una premisa o tomar una acción desencadenará una serie de eventos catastróficos, a menudo sin presentar evidencia sólida de esta inevitabilidad. Esta falacia juega con el miedo y la anticipación de resultados indeseables. Como indica Douglas Walton en su análisis de esta falacia, “la pendiente resbaladiza es un argumento en el que si se da un paso inicial, inevitablemente se producirá una secuencia de pasos posteriores, cada uno de los cuales conducirá a un resultado inaceptable” (Walton, “Slippery Slope Arguments”, p.1). Un ejemplo muy común de esta falacia la podemos detectar en afirmaciones tales como “si legalizamos la marihuana medicinal, pronto legalizaremos todas las drogas duras”.
Consiguientemente, nos encontramos con la falacia de falsa causa, también conocida como post hoc ergo propter hoc (“después de esto, por lo tanto, a causa de esto”), la cual establece una conexión causal entre dos eventos basándose únicamente en su secuencia temporal. El hecho de que un evento suceda después de otro no implica necesariamente que el primero sea la causa del segundo. Como supo advertir el filósofo David Hume, la causalidad no es una conexión necesaria observable, sino una inferencia que realizamos basada en la conjunción constante de eventos. En su “Investigación sobre el entendimiento humano”, Hume cuestiona la validez de inferir causalidad a partir de la mera sucesión temporal, por ejemplo, cuando se culpa a un cambio de gobierno por una crisis económica que ya se estaba gestando previamente.
Por último, y no por ello menos importante, nos encontramos con una de las falacias más utilizadas, tanto en la opinión de café, como del telediario y en todas las redes sociales, a saber, la falacia ad hominem (ataque al hombre), la cual evade la discusión del argumento central al dirigir la crítica hacia la persona que lo formula. En lugar de refutar las ideas presentadas, se ataca el carácter, la motivación o las circunstancias del oponente. Esta táctica busca desacreditar al argumentador para invalidar su argumento, mientras que ignora la validez intrínseca de las ideas concretas. Como señala Irving Copi en su “Introducción a la lógica”, esta falacia “dirige un ataque no contra la conclusión del oponente, sino contra la persona del oponente” (Copi, Op. Cit. p.97). Un ejemplo común se presenta cuando se descalifica la opinión de un científico sobre el cambio climático, argumentando que trabaja para una organización ecologista.
Ahora bien, una vez expuestas algunas de las falacias más utilizadas, es preciso dar un paso más, a saber, analizar la urgencia de un lenguaje veraz y responsable. La proliferación de estas falacias en el discurso público contemporáneo no es un asunto menor: en un clima social marcado por la polarización, la inmediatez de las redes sociales y la búsqueda permanente de la confrontación, el uso desmedido o intencionado de estas trampas argumentativas exacerba las divisiones y dificulta la construcción de consensos. Por ello, es fundamental aprender a identificar y evitar estas falacias, no desde una mera exigencia académica, sino que se trata de un acto de responsabilidad ética y cívica.
Recordemos que Hannah Arendt argumentaba, en su obra “La condición humana”, que el lenguaje es el medio fundamental a través del cual se construye y se mantiene la esfera pública. Un lenguaje impreciso, manipulador o falaz no hace otra cosa que erosionar la confianza, dificultar la deliberación informada y, en última instancia, debilitar el tejido social. La violencia verbal, la descalificación sistemática del otro y la simplificación burda de los problemas complejos, son síntomas de una cultura del debate empobrecida y embrutecida, donde la razón termina cediendo terreno a la emoción y la retórica engañosa.
En este contexto, la adopción de un lenguaje preciso, riguroso y respetuoso no es sólo una cuestión de corrección gramatical o lógica formal, sino un imperativo ético y político fundamental. Expresarnos con propiedad implica un compromiso con la claridad, la honestidad intelectual y el reconocimiento de la complejidad inherente a muchos de los problemas que enfrentamos. Significa, también, resistir a la tentación de la simplificación excesiva, el ataque personal y la descalificación gratuita, tan utilizados por la legión de opinadores seriales en redes como por presidentes.
Como habrán podido apreciar, nuestra arena política postmoderna y decadente está caracterizada por la primacía de la imagen, la inmediatez de las redes y la fragmentación de las narrativas, convirtiéndose en un territorio fértil para la proliferación de falacias argumentativas que, no sólo casi nadie nota, sino que son militadas y defendidas. Es común ver hoy políticos que priorizan la adhesión emocional sobre la argumentación sólida, por lo que recurren a estas tácticas retóricas para movilizar a sus bases, desviar la atención de problemas complejos y deslegitimar violentamente a sus oponentes. El análisis que hemos propuesto sobre las falacias más frecuentes revela una preocupante tendencia de la humanidad hacia la simplificación, la polarización y el abandono del debate racional (es decir, el abandono del pensar).
El uso sistemático de estas falacias por parte de la mayoría de los actores políticos, tampoco debe confundirse como un mero error de argumentación: siempre responde a una estrategia deliberada de manipular la opinión pública, evitar la rendición de cuentas y socavar la calidad del debate democrático. En un entorno mediático saturado de información y donde la atención es un bien escaso, las falacias ofrecen atajos retóricos que apelan a las emociones y a los prejuicios, evitando la necesidad de presentar argumentos sólidos y bien razonados.
La identificación y el análisis crítico de estas falacias en el discurso político postmoderno se convierten, por lo tanto, en una herramienta indispensable para el ciudadano informado. Desenmascarar estas trampas del lenguaje no sólo nos permite evaluar con mayor rigor las propuestas y los argumentos de los líderes políticos, sino que también fortalece nuestra capacidad para participar en un debate público más honesto, constructivo y orientado hacia la búsqueda de soluciones reales a los desafíos que enfrentamos como sociedad.
En definitiva, queridos lectores, queremos dejar este mensaje: cultivar un debate público informado y constructivo exige un esfuerzo consciente por desterrar las falacias argumentativas de nuestro discurso cotidiano. Esta tarea no es exclusiva de académicos o expertos, sino que concierne a cada ciudadano que aspire a una sociedad más justa, racional y pacífica. Aprender a argumentar con solidez y a escuchar con atención y respeto son pilares fundamentales para construir puentes de entendimiento en un mundo que pide a gritos diálogo significativo y civilidad.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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