ENTREGA ESPECIAL
Las claves históricas detrás de la obsesión de Vladimir Putin con Ucrania

Rusia invadió Ucrania. Según Vladimir Putin se trata de una misión especial con el objetivo de desmilitarizar al país vecino, destruir armamento e infraestructura militar y dejar a Ucrania sin posibilidades de defensa o de contraataque.
Una vez que se alcancen esos objetivos, Rusia retrocedería. Al menos esa es la lógica de Moscú. Pero el contexto es muy amplio, no se limita a las últimas horas o semanas, sino que tiene antecedentes importantes a tener en cuenta.
En principio, Putin ha repetido a lo largo del último año que occidente no debería cruzar “líneas rojas” y más recientemente ha explicitado sus demandas: compromiso por parte de la OTAN de no expansión hacia el este, a países como Ucrania, pero también Georgia o Moldavia; y retiro de armamento de países que ya son miembros, pero que están demasiado cerca de las fronteras rusas, especialmente Lituania, Letonia y Estonia.
La falta de concesiones a los reclamos de Moscú es ahora la excusa para iniciar un ataque que Putin considera preventivo. Es decir, atacar a Ucrania antes de que Ucrania ataque a poblaciones rusas del Donbass, región oriental de este país.
Ucrania es un territorio fundamental para Rusia, no sólo porque fuera durante buena parte del siglo XX una de las repúblicas socialistas soviéticas más grandes y desarrolladas. También es relevante porque forma parte de un colchón de seguridad, una barrera geográfica que separa al gigantesco país euroasiático de la OTAN, la alianza militar de occidente a la que Moscú se enfrentó durante la Guerra Fría. Exactamente lo mismo sucede con Bielorrusia, pero la diferencia radica en que Alexander Lukashenko, presidente de facto, es un gran aliado del Kremlin.
En ese sentido, Ucrania no es para Rusia más que una herramienta geopolítica que debiera formar parte de su esfera de influencia por motivos pragmáticos, pero también por razones históricas, políticas y culturales. Mantener a este territorio y a su gente cerca de Moscú es casi una obsesión. No es casualidad entonces que el presidente ruso Vladimir Putin en julio pasado que rusos y ucranianos son un sólo pueblo, un conjunto único. Como si debieran estar en el mismo bando.

Ambos países tienen como origen común el Estado medieval del Rus de Kiev, del que derivan los nombres de Rusia y Bielorrusia. El territorio actual de Ucrania luego fue parte de diferentes Estados hasta que pasó a la órbita imperial de Moscú en un avance de oriente a occidente a partir del siglo XVII y hasta mediados del XIX. La Revolución de Octubre, en 1917, fue la oportunidad única de consolidar una Ucrania completamente independiente. Pero los apenas dos años de independencia fueron caóticos e implicaron guerras entre zaristas, bolcheviques y anarquistas. Para 1920 todo el territorio volvió al control ruso, esta vez bolchevique, no zarista. Es decir que, desde el siglo XVII y hasta la disolución soviética de 1991, Ucrania dependió prácticamente siempre de Moscú.
A lo largo de ese extenso periodo, la identidad ucraniana fue suprimida lentamente y se impulsó el uso del idioma ruso en detrimento del ucraniano. Si bien cada república federal de la URSS se basaba en un principio de nacionalidad territorial, a lo largo de la etapa soviética se reprimió fuertemente toda expresión de nacionalismo autónomo que contradijera las ideas y proyectos del Partido Comunista Soviético, especialmente durante el mandato de Iósif Stalin, desde 1924 a su muerte en 1953.
El objetivo consistía no sólo en evitar revueltas al interior de la unión y posibles secesiones, sino también impedir que los diversos grupos culturales minoritarios colaboraran con invasores extranjeros. Al día de hoy, más del 30% de los ciudadanos de Ucrania habla ruso como idioma nativo, aunque en ciertas regiones del este y del sur se supera el 90%.

Para fines del siglo XVIII ya existía en la península de Crimea la base naval rusa de Sebastopol, aún hoy la más importante de Rusia en el Mar Negro. Poco cambió cuando, en 1954, el líder soviético Nikita Jrushchov decidió transferir la soberanía de esta región a la República Socialista Soviética de Ucrania. Existe el mito, tan popular como incomprobable, de que tomó esta decisión durante una noche de borrachera. Tanto Rusia como Ucrania eran parte de la misma Unión Soviética y es por eso que el traspaso resultaba meramente simbólico. Hasta 1991. A partir de entonces Rusia debió bajar la cabeza, aceptar la pérdida de soberanía y alquilar la base al Estado ucraniano.
Una serie de importantes protestas a fines de 2013 y principios de 2014 llevó a la caída del presidente Víktor Yanukovich, que provenía de la región oriental del país y mantenía una gran relación con Rusia. Putin temió entonces que el cambio de rumbo político en Ucrania, con nuevas fuerzas que miraran a la Unión Europea y a la OTAN, pudiera significar el fin del acuerdo de arrendamiento de la base. El resultado fue la anexión de toda la península por parte de Rusia en marzo de 2014, aunque Moscú utilice el término “recuperación”, como si, seis décadas más tarde, al fin se hubiera corregido aquel error de Jrushchov. Desde entonces Ucrania reclama internacionalmente por la recuperación de un territorio que Rusia controla de facto.
Al mismo tiempo se inició una guerra en el oriente del país entre grupos armados prorrusos y organizaciones paramilitares nacionalistas junto a un diezmado ejército ucraniano. Casi un cuarto de siglo sin mayores inversiones en materia de seguridad y defensa habían dejado unas fuerzas armadas raquíticas. Rusia como Estado y los rusos como pueblo, incluso los civiles, se convirtieron en los nuevos villanos de Ucrania, en los invasores, los terroristas, aquellos en los que no se debe confiar. La hermandad entre ambos pueblos eslavos estaba gravemente herida.
Ese año fue un punto de quiebre para Ucrania. No sólo cambió de gobierno, sino también su visión geopolítica, su percepción respecto al lugar que le correspondía en la arena internacional. Dejó de lado a Rusia, hasta entonces su principal socio comercial, y firmó un Acuerdo de Asociación con la Unión Europea que implicaba el establecimiento de una zona de libre comercio, garantizando mayor acceso de productos ucranianos al mercado europeo occidental. Si bien el nuevo rumbo aún no ha logrado compensar las pérdidas, hay ciertos datos positivos y existe la posibilidad de un crecimiento económico sostenido a futuro.
A partir de 2019, a cinco años de aquella ruptura, la nueva versión de la Constitución Nacional plasmó el cambio de rumbo. El preámbulo afirma “la identidad europea del pueblo ucraniano y la irreversibilidad del curso europeo y euroatlántico de Ucrania”. Asimismo, el artículo 102 establece que “el presidente de Ucrania es garante de la implementación del curso estratégico del Estado para obtener la membresía de pleno derecho de Ucrania en la Unión Europea y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)”. Es decir que existe un mandato constitucional de acercamiento a occidente, más allá de quién gane elecciones.
En el mismo proceso aparece el cisma de fines de 2018 que separó, después de tres siglos, a la iglesia ortodoxa ucraniana de la rusa. La ruptura fue presentada por el gobierno ucraniano como un paso más hacia el fin de la subordinación política, económica y religiosa a Rusia. Pero para Moscú representó un alerta: la posibilidad de perder poder e influencia en un país con alrededor de 30 millones de fieles, el segundo con más ortodoxos detrás de la misma Rusia.
En este momento vale preguntarse si la OTAN realmente pretende incorporar a Ucrania, si los temores, las obsesiones o la paranoia del Kremlin se justifican. Esta posibilidad significaría continuar un proceso de cercamiento al extremo occidental de Rusia iniciado en 1999 con la incorporación de los ex miembros del Pacto de Varsovia Polonia, Hungría y la República Checa. Además en 2004 se sumaron otros tres ex aliados de la Unión Soviética: Rumania, Bulgaria y Eslovaquia; y, por primera vez, ex repúblicas soviéticas: Estonia, Lituania y Letonia. La base de la alianza militar es que si un miembro es atacado, todos los demás deben defenderlo. Es decir que, si Ucrania fuera parte, la organización noratlántica estaría obligada a atacar a Rusia porque Kiev lo considera oficialmente un Estado agresor.
Un enfrentamiento abierto de este tipo, entre el armamento estadounidense y el arsenal nuclear ruso, sería catastrófico ¿Y a cambio de qué? Ucrania es el país más pobre de Europa en términos de PBI per cápita, no puede sostener sus propias fuerzas armadas sin aportes extranjeros y, como si fuera poco, está en guerra desde hace casi ocho años. Sumarlo a la OTAN no parece una opción tentadora ni probable.

Pero Rusia teme. En muy poco tiempo perdió a un importante aliado político y económico, pero también a un pueblo con el que comparte orígenes y aspectos identitarios. Y, claro, también perdió a un fragmento indispensable de su colchón de seguridad, de su separación terrestre con los miembros de la OTAN. Ahora ve su seguridad amenazada, pero no tanto como su capacidad de influencia y su orgullo. El temor tácito es volver a los 90, a esa terrible década en la que Rusia no fue Rusia, cuando aquel poder del imperio y de la potencia soviética se desplomó y ya no hubo más que crisis.
Desde su asunción en 2000, Putin logró recuperar parte de la relevancia internacional perdida y llevó a su país a ocupar un sitio político preponderante e influyente. Incluso logró un importante crecimiento económico, en parte gracias al aumento de precios de hidrocarburos a nivel mundial en la primera década del siglo. El ver cómo Ucrania se aleja cada día un poco más atrae a los viejos fantasmas. Rusia no puede permitirse retroceder. Putin no puede permitirse retroceder.
Si la movilización de tropas hacia las fronteras de Ucrania era una extorsión en el marco de disputas diplomáticas, ahora Putin ha llevado esta lógica al extremo. Si occidente no cede, Rusia invade. Esa parece ser la lógica. Una advertencia para la OTAN, pero también para toda Europa. Ya no se trata de una amenaza solamente a la soberanía e integridad territorial de Ucrania. Rusia busca imponer sus demandas a la fuerza. Cueste lo que cueste.
Por: Ignacio Hutin
Infobae.
ENTREGA ESPECIAL
Ella es Rute Cardoso, la esposa del futbolista Diogo Jota y madre de sus tres hijos: así fue su historia de amor

Rute Cardoso, esposa del futbolista portugués Diogo Jota y madre de sus tres hijos, ha sido una figura clave en la vida del jugador del Liverpool, con quien compartió más de una década de relación. La pareja comenzó su historia de amor en 2013, cuando ambos eran estudiantes en Portugal, y desde entonces construyeron una sólida relación basada en el apoyo mutuo.
En 2017, Rute se trasladó con Jota a Inglaterra tras su fichaje por el Wolverhampton Wanderers, acompañándolo en su carrera profesional. Tras nueve años de relación, el futbolista le propuso matrimonio en 2022 y, finalmente, se casaron en junio de 2025, apenas unas semanas antes de la tragedia que acabó con su vida.
La pareja ya había formado una familia: su primer hijo nació en 2021, el segundo en 2023 y una hija en noviembre de 2024. A pesar de sus compromisos deportivos, Diogo Jota se destacó por su dedicación como padre y esposo. En una de sus últimas publicaciones, compartió un video con imágenes de su boda, acompañado por el mensaje: “Un día que nunca olvidaremos”.
El futbolista falleció este jueves 3 de julio, a los 28 años, en un accidente de tránsito ocurrido en la provincia de Zamora, España, donde también perdió la vida su hermano menor, André Silva. La noticia ha conmocionado al mundo del deporte y ha dejado un vacío profundo en su familia y seguidores.
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FOTOS | Se cumplen 17 años de la tragedia de la Málaga que cobró la vida de 32 personas de la iglesia Elim

Este 3 de julio se conmemoran 17 años de una de las tragedias más dolorosas provocadas por la naturaleza en la historia reciente de El Salvador: el arrastre de un autobús por la repunta del río Arenal de Monserrat, en las cercanías de la colonia La Málaga, que dejó 32 víctimas mortales.
El suceso ocurrió la noche del jueves 3 de julio de 2008, cuando un autobús con 33 miembros de la Iglesia Misión Cristiana Elim retornaba a sus hogares tras una actividad religiosa. Cerca de las 8:00 p. m., la repentina crecida del río alcanzó al vehículo, provocando que el motor se apagara y quedara a merced de la corriente.
En el bus viajaban niños, mujeres y adultos mayores. En medio del caos, dos jóvenes intentaron escapar trepando al techo del autobús, pero solo uno de ellos, Fabricio Montoya, logró sobrevivir gracias a un lazo que un vecino le lanzó desde un punto seguro.
El resto de los ocupantes fueron arrastrados por la fuerte corriente. El primer día solo se recuperaron la mitad de los cuerpos, mientras que las demás víctimas fueron encontradas en los días siguientes, en distintos puntos a lo largo del cauce del río y sus afluentes.
La tragedia de La Málaga se convirtió en un símbolo del riesgo que representan las lluvias intensas para comunidades asentadas cerca de ríos y quebradas. Años después, sigue siendo un recordatorio de la importancia de la prevención y la respuesta rápida ante emergencias de origen natural.
ENTREGA ESPECIAL
15 años del horror en Mejicanos: la masacre del microbús que marcó a El Salvador

Foto: Cortesía
Este 20 de junio se cumplen 15 años de la masacre del microbús en Mejicanos, uno de los ataques más atroces perpetrados por las pandillas en la historia moderna de El Salvador. En la tarde de 2010, miembros de la Mara 18 secuestraron la ruta 47, la desviaron hacia la colonia Jardín, dispararon contra los pasajeros y luego incendiaron el vehículo con gasolina, dejando a decenas atrapados.

Carlos Oswaldo Alvarado, uno de los pandilleros que incendió el microbús de la ruta 47 para vengar el asesinato de uno de sus hermanos, fue condenado a 410 años de prisión, en marzo de 2016. Foto EDH/ Archivo
La tarde se tiñó de horror: al menos 17 personas murieron calcinadas, 15 quedaron heridas —muchas con quemaduras severas de tercer grado— y otras huyeron baleadas mientras intentaban escapar. Testimonios desgarradores narran el sacrificio de madres intentando salvar a sus hijos, solo para que los agresores les dispararan impunemente .

En septiembre de 2013, el pandillero Gustavo Ernesto López Huezo fue condenado a 66 años por ser el autor intelectual de la quema del microbús con 17 personas adentro. Foto EDH/ Archivo

Foto: Cortesía
El presidente de entonces, Mauricio Funes, calificó los hechos como “terrorismo puro” y subrayó la necesidad de reforzar la seguridad nacional. Las autoridades apresaron a ocho pandilleros, incluido el autor intelectual, y tras largos juicios fueron condenados a penas mayores de 66 a 400 años de cárcel.

Foto: Cortesía

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Este ataque no ocurrió en el vacío, sino dentro de un ciclo de violencia entre pandillas —Mara 18 y MS‑13— que marcó a El Salvador desde los años 90, cuando esos grupos se afianzaron tras la guerra civil y las deportaciones desde Estados Unidos.

Foto: Cortesía

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En los últimos 30 años, las pandillas han dejado una enorme huella de dolor: se estima que entre 1992 y 2022, El Salvador sufrió cientos de miles de asesinatos violentos, muchos directamente relacionados con estas estructuras criminales. La tasa de homicidios alcanzó un pico de más de 140 por cada 100 000 habitantes en 1995 y luego un segundo pico en 2015 con 105 por cada 100 000, sumando alrededor de 7 977 y 6 656 homicidios en esos años, respectivamente.
Hoy se cumplen 15 años de uno de los peores atentados terroristas de las maras. Les dejo el testimonio de este milagro de vida de 3 sobrevivientes. 💙
Porque hoy es tiempo de ver, oír y hablar para nunca regresar al pasado.
🔗 Video completo 👇https://t.co/J0s5znBt9b pic.twitter.com/vxsx980QE6
— Christian Guevara 🇸🇻 (@ChrisGuevaraG) June 20, 2025

Foto: Cortesía
Desde 2019, bajo la gestión de Nayib Bukele con el Plan de Control Territorial y regímenes de excepción, las cifras de homicidios se desplomaron: de 52 por 100 000 en 2018 a menos de 8 en 2022, y un récord histórico de 114 homicidios totales en 2024 (1.9 por 100 000), el menor nivel desde los Acuerdos de Paz.
Sin embargo, el contraste entre la actualidad y aquel pasado atroz no debe ocultar que la violencia estructural persiste. La imposición de Estados de excepción ha implicado arrestos masivos (más de 78 000 sospechosos detenidos entre 2022 y 2024), y ha habido denuncias por derechos humanos . La derrota visible de las pandillas plantea ahora el desafío de una seguridad sostenible y respetuosa del Estado de Derecho.
Hoy, la conciencia social exige recordar el horror de Mejicanos no como un capítulo aislado, sino como una advertencia: sin inversión en educación, reconciliación comunitaria y oportunidades, la estructura delincuencial podría resurgir. El dolor de aquellas familias –en algunos casos apelando al perdón, en otros pidiendo justicia– vive en nuestra memoria colectiva .
A 15 años, las heridas siguen abiertas. Los rostros de los 17 muertos y de sus seres cercanos piden nuevas generaciones de salvadoreños que no se acostumbren a un ambiente de miedo. La esperanza radica en un país que vea la seguridad no solo como la ausencia de violencia, sino como la presencia de oportunidades para todos.
Que este aniversario renueve el compromiso: no solo con la memoria, sino con una sociedad que impida que hechos iguales o peores vuelvan a repetirse.