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Marruecos fortalece sus nexos con América Latina y el Caribe
El lunes 13 de julio de 2020, el Secretario General de la Comunidad Andina (CAN), Jorge Hernando Pedraza, anunció que sus países miembros aprobaron la Decisión 862, la cual otorga el estatus de Observador al Reino de Marruecos.
El 26 de mayo de 1969, se suscribió el Acuerdo de Cartagena, Tratado Constitutivo que fija los objetivos de la integración andina, define su sistema institucional y establece mecanismos y políticas que deben ser desarrolladas por los órganos comunitarios. De esa manera, se puso en marcha el proceso andino de integración conocido, en ese entonces como Pacto Andino. La CAN está integrada por Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia; Chile, Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay son países asociados; y, hasta ahora, sólo España figuraba como país Observador.
Con esta adhesión, Marruecos, el país amigo -africano, de mayoría árabe y de religión musulmana- extiende sus lazos de amistad y cooperación con América Latina y el Caribe (ALC) en este Siglo XXI.
¿Regreso al pasado? ¿Reencuentro entre África y las Américas?
En la actualidad, los investigadores e historiadores han centrado su atención en el segundo viaje de Cristóbal Colón. Refiere Colón en sus notas el encuentro en la isla de Guanahaní, hoy Haití, con personas étnicamente diferentes a los pueblos originarios americanos, con rasgos de poblaciones africanas. Colón narra que podrían ser descendientes de náufragos africanos provenientes del sur o del sureste de Guanahaní. Los investigadores igualmente señalan a árabes como miembros de la tripulación de los viajes de Vasco de Gama. En específico, se señala a uno de los pilotos del viaje a la India como el árabe Ahmad Ibn Majid. Este piloto habría sido el autor de tres documentos náuticos en los que mostró su conocimiento sobre las rutas de los océanos Atlántico e Índico. No menos sorprendente, para el mundo mediterráneo de aquel entonces, es la identificación de Luis de Torres, tripulante del primer viaje de Colón, quien poseía un manejo superlativo de idiomas, como un descendiente judío bautizado niño como Yosef Ben Ha Levy Haivri (“Joseph, hijo de Levy el hebreo”).
En las olas más deshumanizantes de esclavitud por europeos contra africanos, particularmente durante el Siglo XVIII, se cuentan varios miles de africanos del norte del continente. Otras investigaciones refieren que esas olas de esclavitud habrían movilizado a cientos de norafricanos hasta las plantaciones del sur de Estados Unidos. Difícilmente, podríamos descartar entre esos esclavos, a personas oriundas de Marruecos pues los historiadores estadounidenses han esclarecido la identidad de varios combatientes entre las filas de George Washington: Bampett Muhammad, quien formó parte del contingente aportado por el estado de Virginia entre 1775 y 1783; Yusuf Ben Ali, quien aparece registrado con su nombre de esclavo Joseph Benhaley, un descendiente de árabes norafricanos que sirvió como ayudante del general Thomas Sumter en Carolina del Sur; entre otros.
Ajeno a estos protagonismos personales, el Reino de Marruecos mantuvo durante esos siglos de globalización y de esclavitud una dramática resiliencia ante las grandes potencias de la época. Por ello, es proverbial que Marruecos fuera quien primero reconoció al Estados Unidos independiente de 1777. Diez años después, en 1787, fue ratificado por el senado estadounidense el Tratado de Paz y de Amistad firmado en 1786 entre los dos países, tratado que fue renegociado en 1836 y que sigue en vigor. Ese fue el primer tratado que firmó Estados Unidos con una nación extranjera.
La ola de movilidad árabe hacia ALC a finales del Siglo XIX y principios del Siglo XX comprendió a decenas de ciudadanos marroquíes. Fue la erróneamente denominada “migración turca” que reflejó el hecho de que una mayoría de árabes bajo el yugo otomano lograban cruzar el Atlántico con un pasaporte del entonces imperio.
Estos hechos, no concatenados entre sí, constituyen el telón de fondo de la valiente posición de Marruecos durante las dos Guerras Mundiales en el Siglo XX. Pero, paradójicamente, la intervención de España y Francia socavó la independencia de Marruecos hasta 1956 cuando el Rey Mohamed V retorna de su exilio en Madagascar.
La Guerra Fría como mecanismo de control internacional hizo lo propio entre ALC y África, en términos de separar los continentes, exceptuando las nada honorables aventuras belicistas de Cuba -apadrinadas por Moscú- en las décadas sesenta y setenta en el Congo, Angola, Etiopía y Argelia, entre las intervenciones cubanas más sonoras. La aventura en Argelia es de nuestro especial interés pues las tropas cubanas estuvieron a punto de combatir contra tropas de Marruecos en el marco de la intervención de Argelia en el Sáhara, intervención argelina que sigue vigente hasta nuestros días, y a la que pasaremos revista más adelante. Hemos de señalar que, finalmente, los soldados cubanos se retiraron del Norte de África sin ninguna baja a diferencia de Angola, en el sur del continente, donde se cuentan cientos de cubanos fallecidos. Como algunos expertos indican, Angola fue, lamentablemente, el “Vietnam cubano”.
Del fin de la Guerra Fría a la actualidad
El Reino de Marruecos inició un singular acercamiento diplomático y a la vez comercial con ALC antes de la conclusión de la Guerra Fría. Por ello, esta adhesión al esquema andino de integración es la coronación de un largo y progresivo mutuo reconocimiento. A guisa de ejemplo, veamos la relación bilateral Colombia-Marruecos: Marruecos abrió su embajada en Bogotá en 1986 y Colombia instaló su embajada en Rabat en 1990. Además de la cooperación entre Colombia y Marruecos en materia de lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado, los dos países registran: el Acuerdo de Cooperación Turística de marzo de 2000; el Acuerdo sobre Supresión de Visas para Pasaportes Diplomáticos, Oficiales y de Servicio de 1997; el Acuerdo Comercial de junio de 1995; el Acuerdo de Cooperación Técnica y Científica, de octubre de 1992, y el Acuerdo Cultural de diciembre de 1991.
La adhesión de Marruecos a la CAN tiene como uno de sus pilares que las exportaciones de los cuatro países del CAN a Marruecos, el año 2019, alcanzaron los US$ 41 millones siendo los principales productos exportados: hulla bituminosa, plátanos tipo “cavendish valery” frescos, calamares y potas; preparaciones y conservas de camarones, langostinos y crustáceos pelados, vivos, frescos, refrigerados y congelados. En tanto, las importaciones desde Marruecos hacia los países andinos tuvieron un valor de US$ 102 millones, siendo los principales productos importados: grasas y aceites de pescado, fosfato de calcio natural, camisas, blusas y camiseras para mujeres o niñas de fibras sintéticas o artificiales, partes para acondicionadores de aire, sardinas, sardinelas y espadines congelados.
Estoy convencido que la adhesión del Reino de Marruecos al esquema regional centroamericano fue un eslabón en este fortalecimiento de nexos de Rabat con ALC. Hito al que me he referido en repetidas ocasiones durante esta segunda década del Siglo XXI que estamos a punto de concluir con este terrible episodio del COVID-19. Pero, igualmente, me he referido a la reciprocidad necesaria en apuntalar diplomáticamente el responsable plan de paz presentado por el Reino de Marruecos el año 2007 con el título de “Iniciativa Marroquí para la Negociación de un Estatuto de Autonomía para el Sáhara”.
Como latinoamericanos y caribeños, en el marco de la Organización de Naciones Unidas, debemos respaldar este esfuerzo de paz que pasa por la democratización de Argelia pues el régimen militarista hace suyo el tema del Sáhara apuntalando la descomposición histórica de lo que un día fue el Frente Polisario reconocido por las mismas Naciones Unidas y en la Iniciativa Marroquí de paz del 2007 como un interlocutor -si bien no el único- de las comunidades saharauis.
En las últimas dos décadas diversas organizaciones humanitarias y la prensa internacional (entre las que se cuentan Agence France Press -AFP-, la web EUtoday.net y la Alternative Press Agency) han estado denunciando los delitos de lesa humanidad vinculados al sistemático robo de ayuda humanitaria que lleva a cabo el Frente Polisario con la participación y complicidad del gobierno de Argelia.
A estas denuncias se han sumado organizaciones como la ONG Organización Acción Internacional para el Desarrollo en la Región de los Grandes Lagos (AIPD), con sede en Ginebra, y la European Strategic Intelligence and Security Center (ESISC), entre otras entidades. Desde que se conocen las pruebas documentales recopiladas desde 2003 por la Oficina Antifraude de la Unión Europea (OLAF) y que tomaron forma en un informe fechado en 2007, se sabe con certeza que los altos mandos del Polisario con el apoyo de funcionarios argelinos desvían parte de los productos alimenticios y sanitarios enviados a cubrir las necesidades de la población marroquí retenida, desde hace más de cuarenta años, en los campamentos de Tindouf, en el sur de Argelia.
Estos productos, que en general están envasados y etiquetados como “ayuda humanitaria no comercializable” son ilegalmente comercializados más tarde, a través de las mafias internacionales que controlan los tráficos ilícitos en el Sahel, en los mercados informales de Mauritania, Mali, Chad y Nigeria. El desvío de ayuda humanitaria es posible porque los administradores de los campos, es decir, el frente Polisario y el Ejército de Argelia, informan de la existencia de un número mayor de pobladores de los que realmente existen para recibir un mayor volumen de productos de los que realmente necesitan.
Los países de ALC deben prestar atención al naciente “Movimiento Saharauis por la Paz”. Varios miembros de este movimiento intentaron reformas democratizadoras dentro del Polisario, pero la cúpula las paralizó, de allí procedieron a lanzar el Movimiento que rápidamente gana reconocimiento internacional. Respaldar su participación en futuros diálogos sería clave para la resolución negociada del conflicto en complemento a que la comunidad africana, Europa y Estados Unidos, logren una transición política para el pueblo de Argelia que sigue en las calles reclamando el respeto a los Derechos Humanos y el fin del militarismo y el saqueo de las riquezas naturales del país.
El líder del movimiento, Hach Ahmed, envió una carta el 12/05/2020 a la ONU en la que ofreció “contribuir a la reactivación de toda dinámica que pueda conducir a la culminación pronta y exitosa de los esfuerzos” por la resolución del conflicto, resolución “política, justa, perdurable y que sobre todo proporcione un desenlace feliz y digno al largo y penoso drama de nuestro pueblo”. Ahmed afirmó: “buscamos solución y paz como el sediento que busca agua en el desierto. Es una oportunidad para el pueblo saharaui. Después de medio siglo de guerra, exilio, dificultades y muros, tiene derecho a un período de tranquilidad. La paz rompe los muros militares, reabre fronteras y reúne familias divididas y, por supuesto, traerá prosperidad y bienestar al pueblo saharaui. También es el fin del exilio, el ejercicio y el pleno disfrute de sus derechos. Creo que es hora de que cambie el destino del pueblo saharaui”.
Reflexión final
En la Política Internacional no existen líneas rectas. El tránsito ida y vuelta entre el conflicto y la paz, entre la guerra y la concordia, algunas veces es un circuito reverberante, otras es un conjunto de bajas y altas. El resultado es el que al final importa: construir regiones y sociedades pacíficas, democráticas, menos violentas, en las cuales impere el Estado de Derecho y los tratados internacionales de amistad y cooperación entre las naciones y los bloques de países.
Algunos historiadores africanos y europeos no cesan en sus investigaciones para encontrar evidencias sobre los navegantes del Norte y el Occidente de África que habrían logrado cruzar el Atlántico antes de 1492 y alcanzado las tierras que un día serían llamadas América. Después de 1492, la civilización norafricana vino con los europeos en las lenguas castellana y portuguesa, en las matemáticas y calendarios, en la ciencia árabe aplicada al diario vivir de personas e instituciones.
ALC tiene mucho por aportar, por colaborar, a que la paz reine más temprano que tarde en el Sáhara con un Marruecos integrado y soberano. No tengo duda que la mayor y mejor presencia de Marruecos en ALC es un presagio tangible de que el Siglo XXI es un nuevo tiempo para las relaciones entre nuestros dos continentes. Tras 37 años de ruptura, Marruecos reabrió su embajada en La Habana, dejando atrás las heridas dejadas por la aventura cubana en Argelia a la que nos referimos antes. Del reencuentro caminamos a la reconciliación, ambas dinámicas imprescindibles para la construcción y la consolidación de la paz mundial.
Por: Napoleón Campos.
Especialista en Integración Regional y Temas Internacionales.
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¿Qué fue de la izquierda?- Lisandro Prieto Femenía
«En la misma medida en que sea abolida la explotación de un individuo por otro, será abolida la explotación de una nación por otra. Al mismo tiempo que el antagonismo de las clases en el interior de las naciones, desaparecerá la hostilidad de las naciones entre sí.»
Karl Marx
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que, si bien es evidente, se discute y analiza precariamente desde los medios masivos de comunicación: la pérdida de representatividad popular de la izquierda en occidente. Esta disociación con la realidad del pueblo, que no ha pasado desapercibida para los analistas políticos, los movimientos sociales y los resultados electorales, pone de manifiesto el cambio profundo en las prioridades y estrategias de un espectro político que, históricamente, había sido el portavoz de las clases trabajadoras.
A pesar de ésto, hoy parece haber reorientado sus esfuerzos hacia otras «luchas», dejando en el camino una parte significativa de sus bases tradicionales: este desplazamiento nos ha suscitado preguntas fundamentales: ¿Cuáles son las causas de este alejamiento? ¿Cómo ha impactado en la relación de la izquierda con sus bases tradicionales? Y, sobre todo, ¿qué implica esta transformación para el futuro de los movimientos progresistas en un mundo que sigue estando marcado por la desigualdad y la fragmentación social?
Todos hemos sido testigos en los últimos años de un desplazamiento en las prioridades y bases sociales de la izquierda política: tradicionalmente arraigada en la defensa de las clases trabajadoras y las luchas por la justicia social, la izquierda posmoderna ha decidido centrar gran parte de su energía- por no decir toda- en causas asociadas a agendas corporativas y globalistas más preocupadas por el uso del «elle» que por la remuneración digna, el acceso a la vivienda, a la salud pública y a la educación de calidad para todos. Este mandato cultural incluye cuestiones de identidad de género, diversidades sexuales, diversidad cultural, campañas referidas a la legalización del aborto, la posibilidad de hormonar niños para su cambio de género, al cambio climático y un enfoque bastante precario desde el punto de vista crítico hacia la historia y los privilegios sociales.
Aunque estas agendas pueden tener, para algunos, una relevancia indiscutible, su adopción y importación por bastantes países occidentales ha generado tensiones internas y una desconexión total con las demandas materiales de las bases tradicionales de la izquierda, como la lucha contra la precariedad laboral, el avasallamiento de los derechos que protegen la dignidad humana y las desigualdades económicas.
Ahora bien, es preciso que, desde la filosofía, nos preguntemos: ¿Cómo pasamos de Marx a Greta Thunberg? Esta pregunta es esencial, dado que Karl Marx, en su «Manifiesto del Partido Comunista» afirmaba que «la historia de todas las sociedades, hasta nuestros días, es la historia de la lucha de clases» (Marx & Engels, 1848/2009, p. 14). En su visión, el proletariado constituía el sujeto histórico destinado a transformar el sistema capitalista. Sin embargo, en el contexto actual, la narrativa de la izquierda se ha fragmentado-por no decir diluido- hacia una pluralidad de demandas identitarias minoritarias, un giro que autores como Nancy Frases han descrito como un «capitalismo progresista» (The Old Is Dying and the New Cannot Be Born, 2019) mientras que en Argentina les decimos «hippies con OSDE», es decir, chicos bien acomodados, burgueses bien comidos que jamás pasaron necesidades, pero que militan, desde una izquierda falopa, agendas foráneas en lugar de intentar transformar la realidad de su propio barrio.
Esta transición ha aniquilado el eje central de la lucha de clases, reemplazandolo por una multiplicidad de pseudo-luchas que, si bien serán importantes para algunas minorías, no siempre abordan directamente las desigualdades económicas estructurales que nos afectan a todos por igual. Reflexionar sobre este cambio implica considerar las tensiones entre una perspectiva universalista que cree en los unicornios y las demandas particulares que caracterizan las políticas actuales.
Aquellas «luchas de clase» han sido progresivamente eclipsadas por debates culturales que no siempre se relacionan con la explotación económica y la injusticia naturalizada. Este fenómeno fue abordado por Wolfgang Streeck, quien en su obra How Will Capitalism End? (2016) indica que la fragmentación de los intereses colectivos ha debilitado la capacidad de la izquierda para movilizarse contra el capitalismo global. Más aún, todo pareciera indicar que dicha lucha no tiene asidero para una clase política que se ve más concentrada en implementar el uso de una letra determinada para llamar a un masculino, un femenino o un no binario que para defender derechos fundamentales que siguen siendo pisoteados, pero tapados, por una ola de humo verde y multicolor.
A esta crítica se suma también Slavoj Žižek, quien en Like a Thief in Broad Daylight (2018) nos advierte que el énfasis en las políticas identitarias a menudo conduce a una especie de «fetichismo ideológico», desviando el foco de atención de las dinámicas estructurales del poder económico. En otras palabras, queridos lectores, mientras que el legislador de izquierda, que entró al Congreso por cupo y no por cantidad de votos, está concentrado en «preocupaciones» que le impone George Soros desde un penthouse de Nueva York al mismo tiempo que en su país hay una cantidad considerable de niños que no cenaron anoche.
Por su parte, y retomando a Fraser, esta «deriva» de la nueva izquierda rotulada como «capitalistas progresistas», ha permitido al neoliberalismo absorber y cooptar las demandas culturales de las minorías presentándolas como sustitutos de la justicia social. Desde este punto de vista, el neoliberalismo habría logrado convertir estas pseudo-demandas de la sociedad en «mercancías culturales», es decir, en productos que pueden ser consumidos sin cuestionar las bases estructurales de la desigualdad. Un ejemplo de ello es la promoción de la diversidad en las corporaciones, que a menudo se limita a iniciativas superficiales que no afectan en absoluto los sistemas de explotación laboral: este fenómeno no hace otra cosa que reforzar el capitalismo al presentar un rostro inclusivo mientras que sigue perpetuando las desigualdades económicas subyacentes.
Complementariamente, Mark Fisher, en su obra «Capitalist Realism» (2009), sostiene que el capitalismo tiene una habilidad excepcional para integrar y neutralizar las críticas culturales, convirtiéndolas en parte de su maquinaria. Desde esta perspectiva, las iniciativas que promueven una inclusión direccionada a minorías elitistas, pueden ser absorbidas por el sistema como «marcas del progreso», desviando así la atención de las dinámicas estructurales del poder económico y reduciendo las luchas sociales a propaganda de Disney. Este proceso es particularmente evidente en la industria del entretenimiento, donde las narrativas sobre diversidad racial y sexual suelen servir más como estrategias de marketing que como herramientas para un cambio social auténtico.
Por último, al menos en este aspecto que venimos desarrollando, tenemos los aportes de Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio, 2010), que no ha parado de señalar cómo el individualismo promovido por el neoliberalismo, con la total anuencia de la izquierda progresista, fragmenta las luchas colectivas, debilitando la capacidad de ciertas minorías para articular demandas estructurales. Han argumenta que la obsesión posmoderna con la auto-optimización y el éxito personal mediante la auto-explotación, refuerza esta lógica, dejando poco espacio para cuestionamientos sistémicos. La izquierda, en lugar de percibir este modo decadente de vida y criticarlo, ha decidido inclinarse por demandas culturales de minúsculos reductos snob que las transforma en opciones de consumo individual, desactivando su potencial pretendidamente disruptivo.
Esta involución ha generado tensiones y un distanciamiento de las bases tradicionales de la izquierda, que se sienten abandonadas frente a problemas materiales concretos como el desempleo, la precariedad laboral, la pésima calidad de los servicios públicos y la insoportable desigualdad económica. Tal como sostenía David Harvey, «el neoliberalismo ha redefinido nuestras prioridades, de modo que las luchas por la justicia económica se diluyen en el océano de la política cultural» (A Brief History of Neoliberalism, 2005). Esto quiere decir que, mientras los movimientos progresistas celebran «logros» en su agenda cultural, una parte significativa de la población sigue enfrentándose a la inseguridad económica y a la pérdida de derechos y garantías básicos que, históricamente, habían sido el centro de las reivindicaciones de una izquierda que miraba más a las fábricas que a las estrellas de Hollywood.
En este punto del debate, es preciso que nos preguntemos: ¿Cuáles son las consecuencias de la desconexión de la izquierda con la realidad fáctica? Pues bien, la consecuencia más visible de este cambio es el aumento del apoyo a partidos populistas de derecha, que han logrado captar a sectores tradicionalmente identificados con la izquierda. Queda claro también que el abandono de la lucha por la verdadera justicia social por parte de la izquierda ha dejado un vacío que los partidos de la nueva derecha han explotado al prometer soluciones más concretas a los problemas reales por los que atraviesan las clases trabajadoras.
En fin, somos conscientes acerca de la profundidad de este dislocamiento intencional que la izquierda enfrenta, desde hace mucho tiempo, lo cual la llama hacia un desafío histórico: reconciliar su tradición de lucha por los derechos de los trabajadores con las demandas de una sociedad cuyo problema esencial no es su creciente «diversidad», sino un sinnúmero de derechos que antes protegían la dignidad de los pueblos y ahora son considerados un lujo por parte de los defensores de la política del «sálvese quién pueda».
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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¿Por qué los envidiosos son infelices?
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Por: Lisandro Prieto Femenía
«Una sociedad no puede ser completamente ‘sitiada’ sin destruirse a sí misma. La solución no es aislarse de los demás, sino buscar maneras de integrar el bienestar colectivo como un imperativo ético y social»
Bauman, Z. (2002). La sociedad sitiada
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre ese oscuro resentimiento que emerge de la comparación permanente con los otros, que ha sido un tema recurrente tanto para la filosofía, la teología, la psicología e incluso la sociología, a saber, la envidia. Identificada desde la antigüedad como un vicio corrosivo, la envidia no solo se encarga de minar las posibilidades de la felicidad individual auténtica, sino que también socava las bases de la convivencia ética y social. La idea de hoy es que podamos pensar sobre el por qué de la envidia en tanto un modo de vida penoso y decadente, a los fines prácticos de resaltar la importancia de la superación de esta emoción mezquina en pro de una vida moralmente digna y humanamente plena.
Como siempre sostenemos, nada viene de la nada, motivo por el cual no podemos obviar que en la tradición judeocristiana, la envidia es uno de los siete pecados capitales más reprobables. Santo Tomás de Aquino llega a definirla como la «tristeza por el bien del prójimo» (Summa Theologiae, II-II, q. 36), indicando con ello su carácter preponderantemente destructivo en tanto que no sólo daña al individuo que la experimenta, sino que también atenta contra la comunidad al instaurar un modo de vida social individualista y mala leche, naturalizado por doquier por una ética asquerosamente mezquina que se sustenta en el lema «te quiero ver bien, pero nunca mejor que yo».
Complementariamente, esta conceptualización teológica puede enriquecerse con perspectivas filosóficas como, por ejemplo, la de Nietzsche, quien en su «Genealogía de la moral» sostiene que la envidia puede adoptar formas de resentimiento en sociedades débiles que no buscan superar sus propias limitaciones, sino que pretenden rebajar a aquellos que consideran superiores. Esta actitud, para éste autor, se trata de una clara renuncia a la vida auténtica y a la afirmación de uno mismo: «necesito que te vaya mal para que no se note lo mediocre que soy», sería su traducción al criollo.
Asimismo, desde una perspectiva existencialista, podríamos indicar que se trata de un modo de alienación. Al respecto, Sartre explica, en su obra «El ser y la nada», que vivir en función de la mirada del otro nos condena a una estado de «mala fe»: envidiar lo que el otro tiene es, en última instancia, una negación de nuestra propia libertad y capacidad de crear sentido. Desde este enfoque, queda claro que la vida del envidioso se encuentra vacía de proyecto personal puesto que su existencia gira, tristemente, en torno a lo que carece, a lo que no puede ser y a la frustración que les causa que para otros, sí sea. Tampoco podemos olvidar al gran Aristóteles, quien también advirtió sobre este sentimiento en su «Ética a Nicómaco», clasificándolo como una pasión que no contribuye en absoluto a la virtud, sino al vicio decadente. Tengamos en cuenta que para este filósofo, la virtud de la magnanimidad, en cambio, consiste en alegrarse del éxito ajeno y desear el bien común, una postura que enriquece tanto al individuo como a la sociedad en general.
En términos estrictamente sociales, la envidia no hace otra cosa que perpetuar dinámicas de desigualdad, inequidad, injusticias y conflictos. Sobre esto en particular, Slavoj Žižek reflexionó en sus análisis exhaustivos sobre el capitalismo, señalando que la cultura contemporánea exacerba la envidia al fomentar una competencia desmedida y pornográficamente exhibicionista. Junto con este aporte, recordemos el concepto de «sociedad del espectáculo» de Guy Debord, quien acertadamente sostenía que esa forma de vida convierte la felicidad y el éxito ajenos en objetos de consumo visual que, paradójicamente, generan frustración, resentimiento y odio por aquellos ciudadanos que andan flojos de papeles morales y éticos.
Consecuentemente, desde una perspectiva política, la envidia es un peligro porque puede convertirse en una herramienta de manipulación. Recordemos también el aporte de George Orwell en su «Rebelión en la granja», donde muestra cómo los líderes autoritarios explotan el resentimiento de las masas ignorantes y violentas hacia los más afortunados para consolidar su poder. En este sentido, la envidia no es solamente un sentimiento corrosivo per se, sino un arma de control social al servicio del tirano mediocre de turno. Frente a esta oscura emoción, y las consecuencias que hemos intentado ilustrar lo más sintéticamente posible, Baruch Spinoza en su «Ética» propone superar los efectos negativos a través de la razón: la envidia es irracional, porque implica desear el mal ajeno, algo que no puede contribuir a nuestro propio bienestar. Por el contrario, la alegría y el amor hacia el otro generan una expansión del ser y una armonía con la naturaleza misma de nuestra existencia.
Lejos de ser una suma cero, el éxito de los demás y el propio pueden, y deben, contribuir al progreso colectivo. La envidia surge, justamente y en gran medida, de la percepción errónea de que el bienestar es un recurso limitado y que el éxito de otros se logra a expensas del nuestro. Sin embargo, tanto la filosofía como el análisis social crítico y económico desmienten esta noción, mostrando que una sociedad prospera cuando más individuos alcanzan sus metas y se convierten en agentes activos del desarrollo. En términos filosóficos, John Rawls, en su «Teoría de la justicia», sostiene que una sociedad justa es aquella en la que las instituciones están diseñadas para beneficiar a todos, especialmente a los menos favorecidos: este principio implica que el éxito de unos no debe construirse a partir de la explotación o el sacrificio de otros, sino que debe contribuir al fortalecimiento del tejido social. En este sentido, el progreso individual tiene un carácter relacional: la mejora de una persona puede crear condiciones que favorezcan la mejora de otras.
Desde un punto de vista económico, Amartya Sen sostiene, en su obra titulada «Desarrollo como libertad», que el desarrollo no debe medirse en términos de riqueza acumulada, sino en la expansión de las capacidades humanas. Desde esta perspectiva, cuando los individuos prosperan, no sólo aumentan sus propias posibilidades, sino que también generan un gran impacto en su entorno, ya sea a través del empleo que crean, las ideas que promueven o los recursos que se comparten. Evidentemente, la interdependencia en ese modelo, es clave. En una sociedad donde más personas logran un éxito genuino, se generan redes de cooperación que fortalecen la estabilidad y la resiliencia colectiva. Esto es evidente en el aspecto educativo: un sistema que fomenta el aprendizaje de calidad para todos, no sólo beneficia a los estudiantes en curso, sino que produce ciudadanos más críticos y productivo, lo cual fortalece la democracia y la economía.
Llegando a este punto, es preciso reflexionar sobre la falacia del éxito que se realiza en detrimento del otro: el pensamiento de que unos solo pueden triunfar a costa de otros, proviene en parte, de ideologías de la escasez. Thomas Hobbes, en su obra monumental titulada «El Leviatán», describe al ser humano como un animal intrínsecamente competitivo, en una lucha constante por los recursos limitados: sin embargo, esta perspectiva individualista se contrapone a visiones más colaborativas. Un ejemplo de ellas proviene de Adam Smith, quien en su obra «La riqueza de las naciones», sostiene que el bienestar general surge cuando los individuos persiguen su propio interés de manera ética, contribuyendo involuntariamente al bienestar de la sociedad: para esta perspectiva, el éxito personal, lejos de ser perjudicial, puede generar riqueza compartida si de encuadra dentro de principios jurídicos, morales y sociales.
Por último, queridos lectores, es crucial reconocer que el éxito y la felicidad ajenos no deben perturbarnos, sino más bien alegrarnos porque, como indica Martin Buber, la verdadera relación «Yo-Tú» implica reconocer en el otro su plenitud y celebrar su existencia. Sólo así es posible que podamos construir una sociedad basada en el respeto, la solidaridad y la admiración mutua. Celebrar el éxito ajeno no sólo es un asunto ético, sino que también se trata de un acto profundamente racional: reconocer que el bienestar de otros suma al bienestar colectivo nos libera de la prisión de la envidia y nos permite participar activamente en la construcción de una sociedad más justa y solidaria. Al intentarlo, o al hacerlo, no sólo contribuimos a nuestra propia felicidad, sino también a la de todos aquellos que nos rodean.
Está claro que vivir con la angustia de la comparación constante es vivir encadenado a una de las más penosas ilusiones: la envidia es, en el fondo, un grito de impotencia ante nuestra incapacidad de aceptar y transformar nuestra propia realidad, con la cual, el envidioso evidentemente no es feliz. Superarla no sólo es un acto de sabiduría filosófica, sino un paso necesario hacia una vida moralmente digna y humanamente enriquecedora para todos. En este mundo, donde el éxito ajeno se exhibe en los anaqueles de las redes sociales constantemente, es más urgente que nunca recordarnos que la felicidad no se construye a partir de lo que le falta al otro, sino de lo que podemos aportar desde nuestra singularidad y recién ahí, y sólo ahí, podremos liberarnos del peso de la envidia y abrazar la auténtica alegría de vivir (sin joder a nadie, mientras tanto).
Lisandro Prieto Femenía
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Despreciando el culto a la ignorancia
Por: Lisandro Prieto Femenía
Para comprender cabalmente el sentido del título del presente ensayo, es preciso remontarnos al año 1985, cuando el escritor y científico Isaac Asimov alertaba sobre un fenómeno alarmante que ya se venía gestando en la sociedad, particularmente en occidente: el culto a la ignorancia. Esta denuncia de Asimov, lejos de ser una mera observación anecdótica relatada por un comentarista de noticias decadentes, se ha demostrado ser una crítica bastante acertada de las tendencias que han ido permeando en nuestra cultura, especialmente en la era de la información y la híper-conexión.
Es cierto, vivimos en un momento histórico donde la información nunca ha estado tan accesible, pero también donde la desinformación y la superficialidad del conocimiento se han propagado con una rapidez alarmante. El culto a la ignorancia, en su forma más nociva, no es simplemente la carencia de ciertos conocimientos, sino una actitud activa de desprecio hacia la experticia, la ciencia y el conocimiento profundo.
Pues bien, una de las características más inquietantes del culto a la estupidez es la tendencia a considerar que todas las opiniones tienen un mismo valor, sin importar la formación, el estudio o la experiencia detrás de ellas. La paradoja radica justamente en esto: vivimos en un mundo donde las redes sociales permiten que cualquier persona exprese su opinión, generando así una apariencia de igualdad superficial de voces que ha llevado a una visión distorsionada de la democracia.
La democracia, como sistema político, ahora es vista como un sinónimo de “todas las opiniones tienen el mismo peso”, lo cual nos ha traído a este pozo decadente desde un punto de vista moral, cultural y científico. Pues no, la democracia es otra cosa, más parecida a un espacio donde se valora la deliberación informada, el diálogo basado en hechos y la toma de decisiones fundamentadas y, particularmente, la democracia moderna, depende de la participación activa de los ciudadanos, pero esta participación no debería estar basada en la ignorancia ni en el desconocimiento de los temas fundamentales.
Los científicos, los expertos, los estudiosos en general, desempeñan un papel crucial en la construcción de una sociedad más justa y racional, contrariamente a lo que creen los patéticos terraplanistas y clientes de las constelaciones familiares del Siglo XXI. El trabajo de los especialistas no es sólo un asunto técnico, sino que tiene implicaciones profundas que repercuten en nuestra calidad de vida y en la toma de decisiones que nos afectan a todos por igual.
En este contexto, la ciencia es un producto del pensamiento crítico y de la evidencia, motivo por el cual los científicos no son infalibles, pero el proceso de investigación científica está diseñado para corregir errores, cuestionar hipótesis y construir un conocimiento que se aproxima cada vez más a la realidad, contrariamente a los aportes que podría brindar un youtuber o una señora que se llama Marta, leyendo la borra del café de la mañana. En este sentido, los expertos sí tienen un valor esencial que no debería ser ignorado: a lo largo de la historia, los avances científicos han permitido que la humanidad alcance logros impensables, desde el control de enfermedades hasta el descubrimiento de muchas leyes fundamentales del universo.
Contrariamente al pensamiento oscurantista postmoderno, la ciencia no es un conocimiento “elitista”, sino más bien una herramienta que nos permite mejorar nuestra calidad de vida y superar innumerables desafíos: desde la medicina hasta la tecnología, la ciencia está en el corazón de muchos de los avances que han transformado nuestra sociedad. Sin embargo, en estos tiempos patéticos, somos testigos de un creciente escepticismo hacia la ciencia, alimentado por una desinformación adaptada al intelecto del consumidor promedio que se difunde con extrema rapidez. Este fenómeno no sólo pone en peligro la integridad de nuestras instituciones, sino que también amenaza con nuestra capacidad para abordar tanto problemas domésticos como globales, como la violencia intrafamiliar o el cambio climático, las pandemias y las crisis políticas.
Lo precedentemente enunciado no es otra cosa que el peligro que implica la simplificación atroz del pensamiento y la innecesaria importancia que se le está dando a la nefasta «opinión popular». Es cierto, vivimos en un mundo saturado de información que no sirve para nada, más la tendencia a simplificar los problemas complejos y buscar respuestas fáciles y rápidas son parte del paquete perezoso reinante del ciudadano promedio. Las plataformas de redes sociales dan lugar a lo que podríamos llamar «opinión pública», en la cual las personas, sin la formación adecuada, se sienten habilitadas para opinar sobre temas complejos sin considerar las implicaciones de su falta de conocimiento.
Este fenómeno tan triste, se ve reflejado en el desprecio por los expertos, la promoción de teorías conspirativas delirantes y el rechazo de la evidencia científica en favor de creencias populares de muy dudosa procedencia y credibilidad. En definitiva, el culto a la ignorancia se manifiesta también en la exaltación de la institución frente al conocimiento riguroso en sí: la creencia de que la experiencia personal o la «sabiduría común» son más valiosas que el conocimiento organizado y acumulado con rigurosidad a lo largo de de los años de estudios autorizados, es una falacia peligrosa. Y sí, amigos míos, aunque sea políticamente incorrecto, hay que decirlo, la ignorancia es atrevida, y mucho más cuando es considerada una forma legítima de conocimiento, junto con las opiniones que no deberían ser tenidas en cuenta sólo por su volumen de seguidores o por el ruido que generan en los medios masivos de distracción, mal llamados «de comunicación».
Ante semejante panorama, es necesario que nos preguntemos: ¿Qué responsabilidad nos cabe como sociedad, ante la decadencia sin precedentes del conocimiento? Pues bien, se supone que en una sociedad democrática, el conocimiento debe ser respetado y protegido, y los expertos deben tener el espacio necesario para comunicar sus hallazgos y reflexiones sin temor a ser descalificados por opiniones infundadas de ignotos adictos a la estupidez. En este sentido, los ciudadanos tenemos la responsabilidad- aunque no quieran asumirla- de educarnos y buscar fuentes confiables de información, en lugar de sucumbir a la tentación de confiar en «opiniones populares» que no están fundamentadas en el conocimiento profundo de los temas.
En definitiva, el verdadero reto al que nos enfrentamos es el de crear una sociedad que deje de aplaudir el oscurantismo anticientífico y anti-racional y reconozca la importancia de los expertos en la toma de decisiones. Esto no significa que los ciudadanos deban rendirse ante el autoritarismo científico, sino que deben estar dispuestos a aprender, a cuestionar de manera crítica y a distinguir entre lo que está fundamentado en evidencia y lo que es simplemente un delirio ridículo de redes sociales. No se trata, solamente, de una cuestión intelectual o epistemológica, sino de un asunto extremadamente importante desde un punto de vista político: una sociedad mediocre, inculta, orgullosa de ser ignorante y pedante, no puede exigir tener funcionarios con un desempeño ético e intelectual superior al que ella detenta. Es injusto que en cargos de toma de decisiones científicas e industriales se encuentren pigmeos de extrema ignorancia y de muy baja capacidad intelectual para realizar un verdadero aporte al progreso de la sociedad (motivo por el cual les estamos pagando, en vano, con nuestros impuestos).
En fin, queridos lectores, creo que tenemos que apuntar hacia una sociedad informada y más crítica. El culto a la estupidez, al «se dice que», a la ignorancia, es una amenaza real para el progreso y el bienestar colectivo. La ciencia, la investigación rigurosa y la experticia son esenciales para abordar los desafíos de este presente decadente que ya tiene la forma de una «edad oscura». Es crucial que, como sociedad, aprendamos a reconocer el valor del conocimiento y a no permitir que las opiniones ridículas sin fundamento eclipsen las voces de quienes sí han dedicado sus vidas a estudiar y a comprender el mundo. Solo a través del respeto al conocimiento exhaustivo, podemos avanzar de manera responsable hacia un futuro menos idiota, más justo y equitativo, en el cual los que más saben no tengan vergüenza de hablar ni pudor para aportar soluciones a lo que más abunda, a saber, problemas que requieren una urgente solución.