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¿Y si renunciamos a la esclavitud voluntaria?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«¡Parecería que consideráis como una gran dicha el que se os permita gozar de vuestra propiedad, de vuestras familias y de vuestras vidas; y todo este estrago, estas desgracias, esta ruina, os vienen, no de los enemigos, sino ciertamente del enemigo, de aquel a quien vosotros mismos hacéis tan poderoso, por quien vais a la guerra, por quien vais a la muerte.»

Étienne de La Boétie, “Discurso de la servidumbre voluntaria”, 1549).

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que, si bien data desde que la humanidad existe, hoy tiene unos matices bastantes perversos, a saber, el de la servidumbre voluntaria en una era de la promoción de la autoexplotación. En 1549, Étienne de La Boétie en su obra titulada “Discurso de la servidumbre voluntaria” planteó una pregunta bastante inquietante: ¿por qué los pueblos se someten voluntariamente a la tiranía? Su respuesta, que resuena a través de los siglos, fue que la servidumbre no se impone únicamente por la fuerza, sino que se cultiva a través de la costumbre, el miedo y la complacencia. En este siglo, esta reflexión adquiere una nueva dimensión, ya que la servidumbre voluntaria se manifiesta en formas sutiles y sofisticadas, especialmente en la moda del hombre que se explota así mismo.

La Boétie argumentaba que la tiranía sólo puede sostenerse mediante la complicidad de los súbditos, quienes deciden renunciar a su libertad a cambio de seguridad, estabilidad y comodidad. En la actualidad, esta “gente” de la que hablaba el autor somos nosotros mismos, y el “tirano” es nuestro propio deseo de éxito y reconocimiento, transparentado en una existencia de la exhibición permanente de lo que hacemos, decimos, comemos, visitamos, etcétera. Ya nadie tiene que violar nuestra intimidad, puesto que hemos decidido exponerla voluntariamente y gratuitamente en redes sociales.

«Es, pues, la gente misma la que se permite, o mejor dicho, la que se hace ensartar, ya que con sólo que cesara de servir, se vería libre. Es el pueblo el que se somete y se corta el cuello; el que, pudiendo elegir entre ser siervo y ser libre, repudia la libertad y abraza la servidumbre.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).

La autoexplotación se manifiesta en esta obsesión por la productividad, la perfección, la buena apariencia ante el público y el rendimiento. Nos hemos convertido en esclavos de nuestras propias expectativas banales, trabajando incansablemente no para ser felices, sino para alcanzar metas inalcanzables impuestas por la agenda de moda del momento. Esta forma de servidumbre se nutre de una cultura del emprendimiento en solitario y el individualismo, que nos impulsa a convertirnos en “marcas personales” y a monetizar cada aspecto de nuestras miserables vidas.

«De ahí viene que los tiranos siempre hayan empleado todos sus esfuerzos en acostumbrar a los pueblos, no sólo a la obediencia y a la servidumbre, sino también a la devoción.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).

Como decíamos previamente, en la era digital, la autoexplotación se intensifica gracias al panóptico instalado por nosotros mismos, a saber, las redes sociales que nos permiten exponernos constantemente a la comparación y la competencia. Quienes están muy flojos de papeles, o sea, la mayoría de los usuarios, se sienten obligados a proyectar una imagen de perfección, de éxito y felicidad, lo que los lleva a trabajar aún más duro para mantener las apariencias.

«Los tiranos, para consolidar su poder, procuran que los hombres se embrutezcan y pierdan hasta el uso del juicio y la capacidad de quejarse.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).

Este tipo de servidumbre que se manifiesta en la necesidad de aparentar en las redes sociales es una clara forma de opresión sutil pero poderosa, digna de un análisis filosófico profundo. En ese espacio virtual, la identidad se convierte en una mercancía expuesta para la valoración de una legión de idiotas, un producto lastimosamente elaborado con mucho cuidado para obtener la validación de gente que realmente no conocemos. La búsqueda de “likes” y de seguidores comentando lo que hacemos, se termina convirtiendo en una adicción, una necesidad constante de reafirmación externa que nos aleja de nuestra propia autenticidad y de la gente de carne y hueso que nos acompañan a diario.

«El teatro, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales extraños, las medallas, los cuadros y otras bagatelas eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).

Esta dinámica, nos ha llevado a construir una fachada, una versión idealizada de nosotros mismos que rara vez coincide con la realidad. Así, nos convertimos en esclavos de nuestra propia imagen, atrapados en un bucle interminable de comparación y competencia banal. Esa presión de mantener las apariencias, nos obliga a vivir constantemente en alerta, ocultando nuestras “imperfecciones” y debilidades ante el ojo ajeno. En este teatro virtual, la honestidad y la vulnerabilidad se consideran debilidades, mientras que la estética dictaminada por la moda estúpida de turno se convierte en el único valor aceptado masivamente.

«No es creíble que un hombre solo pueda maltratar a una ciudad entera, si ésta no quiere; ni es posible que pueda oprimir a todo un pueblo, si éste no consiente en ser oprimido.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).

Ante esto, la filosofía puede ayudarnos a comprender esta forma de servidumbre, al analizar cómo la tecnología moldea nuestra percepción de la realidad y nuestra relación con nosotros mismos. Podemos cuestionar la ética de la cultura de la imagen, reflexionando sobre la responsabilidad que tienen los creadores de contenido y las plataformas de redes sociales. Además, la psicología social también nos brinda herramientas para comprender los efectos de la comparación y la validación extrema en nuestra autoestima y bienestar emocional. Al comprender los mecanismos de esta servidumbre, podemos empezar a liberarnos de sus cadenas e intentar recuperar nuestra autenticidad y dignidad.

«Los tiranos, cuanto más roban, más exigen; cuanto más arruinan y destruyen, más dan y favorecen; y cuanto más se debilitan y arruinan, más se fortalecen y hacen poderosos.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).

En términos estrictamente políticos, la servidumbre voluntaria se manifiesta en la apatía, la desconfianza injustificada y la falta de participación ciudadana. Cuando las personas abandonan su capacidad crítica y su responsabilidad cívica, abren la puerta a la manipulación y el abuso de poder sistemático. No es casual que la democracia, que en teoría se basa en la participación activa y consciente de los ciudadanos, se vea amenazada por la pasividad insoportable y la complacencia cómplice de una incontable lista de atropellos a los derechos y garantías de todos que se realizan a diario.

«Para los tiranos, el pueblo es un rebaño de ganado que hay que esquilar o degollar según convenga.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).

También, la servidumbre política se alimenta de otros factores como la desinformación y la propaganda, difundidas a través de los medios masivos de comunicación y redes sociales, los cuales distorsionan la realidad con la intención de manipular la opinión pública. El miedo a la inestabilidad y la incertidumbre nos lleva a aceptar líderes impresentables y autoritarios que prometen seguridad a cambio de libertad. Pues bien, esta polarización y división social diseñada con intenciones muy puntuales, no hacen otra cosa que debilitar nuestra capacidad de acción colectiva y de participación mancomunada al servicio de un bien común que parece haber quedado en desuso.

«La libertad es el único bien que los hombres no desean, porque si la desearan, la tendrían.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).

Este tipo de fenómenos acontecen en el marco de una globalización en la que la servidumbre política se intensifica por la complejidad de los problemas y la sensación de impotencia individual: los ciudadanos se sienten abrumados por la magnitud de los desafíos y renunciar a su capacidad de influencia ante la falta de transparencia de una clase dirigente totalmente corrompida que genera desconfianza en las institucional al mismo tiempo que desincentiva cualquier atisbo de participación cívica.

«El trabajo es el instrumento de la vida, no su fin.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).

Dicho esto, es necesario aclarar que esta servidumbre política no es inevitable. La educación cívica de calidad, el acceso irrestricto a la información veraz y la promoción del pensamiento crítico son herramientas fundamentales para fortalecer a la democracia. La participación activa en organizaciones sociales no corrompidas por los punteros de la política, el ejercicio del derecho a votar y la defensa permanente de los derechos humanos son simplemente algunas formas de resistencia contra esta servidumbre abúlica imperante.

«La costumbre es la nodriza de la servidumbre.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).

La filosofía política nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del poder y la responsabilidad que tenemos todos los ciudadanos, recordándonos que la democracia no es un regalo, sino una conquista que requiere vigilancia y participación constante, sin confundir por “participación” el estar militando en un espacio político con el único fin de conseguir un cargo en el Estado, lugar en el que estaremos atornillados toda la vida. No, se trata de cultivar mediante los majestuosos pero inútiles sistemas educativos una conciencia crítica para fortalecer nuestra capacidad de acción colectiva, para así resistir la servidumbre que aplaude la ilegalidad y construir una sociedad más justa y libre.

Por último, es también pertinente analizar el vínculo entre la servidumbre voluntaria en el laberinto del mundo laboral, haciéndonos la siguiente pregunta: ¿cuál es el verdadero fin del trabajo? Más allá de la disponibilidad constante y la hiperconexión que mencionamos previamente, la servidumbre en este aspecto laboral se manifiesta en la aceptación tácita de un paradigma donde el trabajo se convierte en un fin en sí mismo, en lugar de un medio para alcanzar una vida digna. Esta distorsión del propósito laboral se alimenta de una serie de factores que anestesian nuestra capacidad de pensar y nos convierten en cómplices de nuestra propia opresión.

«La libertad es el único bien que los hombres no desean, porque si la desearan, la tendrían.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).

La sociedad posmoderna nos inculca la idea de que el valor de una persona se mide por la cantidad de dinero que gana y la calidad de los bienes y servicios que consume. Nos hemos convertido en esclavos de nuestras propias ambiciones, sacrificando nuestro tiempo, salud y bienestar en aras de ascender en la escala corporativa o alcanzar el reconocimiento público. Esta búsqueda hueca e incesante de validación nos aleja de nuestra propia esencia y nos impide cuestionar la verdadera finalidad del trabajo en sí.

«Resolvamos no servir más y estaremos libres.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).

Como bien señaló el gran La Boétie, la servidumbre se sostiene gracias a la costumbre y la complacencia. Nos hemos acostumbrado a largas jornadas laborales, a llevarnos trabajo a casa, a la presión constante y a la falta de equilibrio entre oficio y vida personal. Tristemente, hemos aceptado estas condiciones como inevitables, sin cuestionar si realmente contribuyen a nuestro bienestar y al de la sociedad en su conjunto.

En este aspecto particular, la filosofía nos invita a reflexionar sobre el verdadero significado del trabajo. ¿Es simplemente un medio para obtener ingresos y consumir bienes y servicios? ¿O debería ser una actividad que nos permita desarrollar nuestro potencial, contribuir al bien común y encontrar sentido a nuestra existencia? Pese a estas preguntas, las cuales carecen de interés para la gran mayoría, la sociedad actual ha convertido el trabajo en una forma de servidumbre legalizada, donde los individuos se someten a condiciones laborales alienantes y explotadoras a cambio de la ilusión de seguridad y reconocimiento. Esta forma de servidumbre se gesta de una cultura del consumismo y el individualismo que nos interpela a buscar la satisfacción material y el éxito personal a cualquier costo.

«Determinémonos a no servir más, y he aquí que somos libres. No quiero que ataquéis al tirano, sino que dejéis de sostenerlo.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).

Para liberarnos de esta servidumbre, debemos cuestionar el paradigma dominante y recuperar el verdadero sentido del trabajo. Debemos exigir condiciones laborales más justas y humanas, que nos permitan conciliar el esfuerzo laboral con el desarrollo de una vida personal sin abandonar la pretensión de desarrollar nuestro potencial. Por esto, es preciso recordar que el trabajo no es otra cosa que un medio para alcanzar una vida plena, no un fin en sí mismo. Ya que vivimos en una época en la que se pregona tanto «la libertad», retomar el pensamiento de La Boétie nos permite comprender que dicha libertad no se mendiga ni se consigue poniéndose debajo de una cascada que la derrama, sino que se conquista. No se trata aquí de derrocar a un tirano externo, que lo hay, sino de liberarnos del tirano interno que nos impide vivir plenamente, es decir, pensar por nosotros mismos y actuar en consecuencia.

La reflexión que La Boétie nos regala sirve para cuestionar nuestras propias decisiones y a resistir estas nuevas formas de opresión, tanto aquellas que son evidentes como las encubiertas. En esta era de autoexplotación, debemos recuperar nuestra autonomía y establecer límites saludables entre trabajo, tiempo libre, tiempo en soledad y tiempo con las personas que decimos apreciar en redes sociales. Para ello, debemos recordar que la verdadera libertad no se encuentra en la búsqueda incesante de la aprobación virtual de otros usuarios, también entendida como “éxito”, sino en la capacidad de vivir una vida realmente plena y significativa.

Comenzar este camino de liberación de la servidumbre voluntaria no es tarea fácil, pero debemos al menos intentar cultivar la conciencia crítica y la solidaridad, cuestionando las modas y las leyes caprichosas, como también las expectativas que nos condicionan mientras construimos una sociedad que valore sinceramente el bienestar común y la justicia por encima del rendimiento, la apariencia y el consumo.

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina

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«Miércoles Santo: entre la traición y el anuncio de la gracia»

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«Ella ha hecho lo que podía; se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura.» Jesucristo (Marcos 14:8)

Continuando con nuestra saga de reflexiones pascuales para este 2025, hoy reflexionaremos sobre el Miércoles Santo, día que se erige en el corazón de la Semana Santa con una profunda ambivalencia simbólica, marcado por la sombría realidad de la traición y, paradójicamente, por la luminosa anticipación de la gracia redentora. Lejos de tratarse de un mero preludio a los eventos culminantes del Triduo Pascual, este día nos invita a una análisis filosófico-teológico sobre la naturaleza de la condición humana, también del mal y de la inescrutable gratuidad del amor divino.

La tradición cristiana centra la atención del Miércoles Santo en la figura de Judas Iscariote y su infame pacto con los sumos sacerdotes para entregar a Jesús (Mt 26:14-16). Este acto, narrado con sobriedad en los evangelios sinópticos, no es simplemente un hecho histórico relevante, sino un paradigma de la libertad humana confrontada con la posibilidad del mal. Desde una perspectiva filosófica, la traición de Judas nos interpela a pensar sobre la naturaleza de la voluntad y su capacidad de elegir la oscuridad, a pesar de la proximidad de la luz. Nos lleva también a preguntar si ¿fue acaso la avaricia, como sugieren algunos pasajes bíblicos (Juan 12:6), la única motivación de su acto? ¿O debemos considerar, como apunta el Papa Benedicto XVI, la posible influencia de fuerzas “tenebrosas” que seducen la libertad humana? (Benedicto XVI, Audiencia General, 18 de octubre de 2006).

En su catequesis del día 18 de octubre de 2006, dedicada a la figura de los Apóstoles, el Papa precitado ofreció una profunda reflexión sobre la enigmática traición de Judas Iscariote. Reconociendo la complejidad de las motivaciones que pudieron llevar a este discípulo cercano a entregar a su Maestro, el Pontífice no eludió la dimensión espiritual y la posible influencia de fuerzas oscuras en su decisión. Su análisis, caracterizado por una aguda sensibilidad teológica y un respeto profundo por la libertad humana, ilumina un aspecto crucial de este dramático evento del Miércoles Santo.

Benedicto comienza su reflexión admitiendo la dificultad de penetrar completamente el misterio del corazón de Judas: “Judas es un caso problemático. Jesús mismo le había elegido; sin embargo, Judas al final traiciona a su Maestro. Se plantea la pregunta de cómo pudo llegar a una traición semejante. Algunos consideran la avaricia como la motivación principal; otros remiten a una decepción respecto al modo de actuar de Jesús, que no desencadenó una liberación política como él esperaba” (Benedicto XVI, Audiencia General, 18 de octubre de 2006).

El Papa reconoce las explicaciones más comunes que se han ofrecido para comprender la traición: la codicia por las treinta monedas de plata y la posible frustración ante la naturaleza espiritual del reino anunciado por Jesús, que no se correspondía con las expectativas de una liberación terrenal y política. Sin embargo, Benedicto dirige su atención hacia una dimensión más profunda, presente en los relatos evangélicos: “En realidad, los textos evangélicos insisten en otro aspecto: en un cierto punto, Satanás se apoderó de él (cf. Lc 22, 3; Jn 13,27). Esto nos lleva a reflexionar sobre el misterio del mal y sobre las terribles posibilidades de la libertad humana cuando se deja seducir por las fuerzas tenebrosas” (ibíd.).

Esta cita es fundamental para comprender la perspectiva que ofrece el Pontífice. Al señalar las referencias evangélicas donde se menciona la intervención de Satanás en la decisión de Judas (Lucas 22:3: “Entonces Satanás entro en Judas, llamado Iscariote, que era uno de los doce”; Juan 13:27: “Apenas Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”), Benedicto XVI introduce la dimensión de la influencia espiritual maligna. No obstante, es crucial notar que el Papa no exime a Judas de su responsabilidad. La frase “terribles posibilidades de la libertad humana cuando se deja seducir por las fuerzas tenebrosas” remarca que, si bien existe una influencia externa, la decisión final de traicionar a Jesús reside en la voluntad libre de Judas.

Consecuentemente, el Pontífice continúa su reflexión extrayendo una lección universal de este oscuro episodio, al sostener que “la posibilidad de esta traición permanece siempre presente en la historia humana. Incluso después de dos mil años, después de haber conocido a Cristo, de haber sido bautizados, de participar en la Eucaristía, nunca desaparece para el creyente el peligro de ceder a la lógica del mundo, a las motivaciones egoístas, a una visión cínica, pensando a veces que el dinero puede resolverlo todo. Por eso, la vigilancia es siempre necesaria, para que Satanás no encuentre la puerta de nuestro corazón abierta” (Ibíd.).

Con estas palabras, Benedicto trasciende el caso particular de Judas y advierte sobre la perenne amenaza de las “fuerzas tenebrosas” que buscan seducir el corazón humano, incluso dentro de la comunidad de creyentes. La “lógica del mundo”, las “motivaciones egoístas” y una “visión cínica” son presentadas como herramientas sutiles del mal que puede que pueden desviar a los individuos del buen camino, el del Evangelio. La referencia al dinero como falsa solución universal resuena directamente con la motivación de la avaricia atribuida a Judas en algunos relatos.

Finalmente, el Papa concluye su reflexión sobre Judas con una llamada a la vigilancia espiritual: “Así, las páginas oscuras de la traición de Judas son una invitación para cada uno de nosotros a ser vigilantes, evitando ceder a la tentación del mal, y permaneciendo siempre fieles a Jesús” (Ibíd.). La figura de Judas, en su trágica elección se convierte en un memento mori espiritual, un recodatorio permanente del peligro que acarrea apartarse de la fidelidad de Cristo. La influencia de esas “fuerzas tenebrosas” no se presenta como una excusa para el pecado, sino como un factor real que explota las debilidades y las inclinaciones egoístas del corazón humano. La respuesta cristiana, según Benedicto XVI, reside en permanecer atentos constantemente y en una adhesión inquebrantable a Jesús.

La reflexión teológica, tal como se expresa en el Catecismo (CIC, 1868), hace hincapié en la naturaleza personal del pecado y la responsabilidad individual en las propias acciones, así como en la cooperación con el mal ajeno. Si bien el misterio del corazón de Judas permanece opaco, la tradición cristiana consistentemente lo ha visto como un ejemplo trágico del mal uso de la libertad, una elección que se aparta del amor ofrecido por Jesús. Al respecto, San Agustín, al comentar el Evangelio de Juan, reconoce la complejidad de sus motivaciones, pero no atenúa la gravedad de su decisión (“Tratados sobre el Evangelio de Juan”, Tratado LXII, 2). La traición se convierte así en un recordatorio sombrío de la fragilidad de la lealtad humana y la constante amenaza del pecado.
San Agustín aborda la figura de Judas con una mezcla de asombro, tristeza y una profunda conciencia del misterio de la iniquidad. Su análisis no busca simplificar las motivaciones de Judas, sino más bien explorar las complejidades de su corazón a la luz de la Escritura y de su comprensión de la gracia y el pecado.

En el Tratado LXII, al comentar el versículo de Juan 13:2 (“Ya había el diablo puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón”, que le entregase”), Agustín se detiene en la relación entre la influencia diabólica y la voluntad de Judas. Él no presenta al traidor como un mero títere de satanás, sino que explora cómo el diablo opera dentro del corazón humano: “No es que el diablo le obligara a traicionar a Cristo contra su voluntad, sino que consintió a la sugestión del diablo, y su voluntad se inclinó hacia ese crimen. Porque el diablo puede sugerir, pero no obligar a nadie a pecar, si la voluntad no consiente” (“Tratados sobre el Evangelio de Juan, Tratado LXII, 1).

Aquí, Agustín pone énfasis en la importancia de la voluntad libre. Aunque reconoce la influencia del diablo como una fuerza sugestiva, insiste en que el pecado es, en última instancia, un acto de consentimiento de la voluntad humana. Judas no fue forzado, sino que eligió ceder a la tentación. Más adelante, en el mismo tratado, al comentar el versículo de Juan 13:27 (“Apenas judas tomó el bocado, Satanás entró en él”), Agustín profundiza en la naturaleza de esa “entrada”: “Judas, pues, recibió aquel bocado, no para su bien, sino para su perdición, porque al recibirlo, el diablo entró en él. No es que antes no estuviera en él, sino que entonces entró de una manera más plena y eficaz para llevar a cabo su malvado propósito. Porque así como el Señor entró en los corazones de los discípulos para que tuvieran paz, así también el diablo entró en el corazón de Judas para que concibiera la traición” (Ibíd. 2).

Lo que el Santo de Hipona está sugiriendo es un paralelismo entre la entrada de Jesús en los corazones de sus discípulos para dar paz y la entrada de Satanás en el corazón de Judas para instigar la traición. Esta analogía no implica una igualdad de poder, sino que ilustra cómo ambas influencias pueden operar en el alma humana: la “entrada” del diablo se describe como un fortalecimiento de su propósito malvado, aprovechándose de las inclinaciones previas que Judas tenía.

Y aquí entramos en una duda en la que muchos cristianos se han sumergido eventualmente en su recorrido de la fe, a saber, ¿por qué Jesús, conociendo el futuro, eligió a un traidor como uno de sus doce apóstoles? Pues bien, Agustín aborda esta cuestión destacando la soberanía divina y el misterioso plan de Dios: “El Señor eligió a Judas, no por sus méritos, que no los tenía, sino por su propio designio, para que se cumplieran las Escrituras. Porque estaba escrito que uno de sus propios discípulos lo entregaría” (Ibíd., 4). Para nuestro santo, la traición de Judas, aunque un acto pecaminoso y libre, se inscribe dentro del plan divino para la redención de la humanidad. Esto no justifica el pecado de Judas, pero ayuda a comprender cómo Dios puede extraer bien incluso del mal.

Sin embargo, la liturgia y la tradición también asocian el Miércoles Santo con el evento de la unción en Betania (Juan 12: 1-8; Mateo 26:6-13; Marcos 14; 3-9), un acto que se presenta, aparentemente contrastante con la traición, porque irrumpe como un signo profético de amor y reconocimiento. La mujer, identificada a menudo con María, hermana de Lázaro, unge la cabeza y los pies de Jesús con un perfume de gran valor, un gesto que Jesús mismo interpreta como una preparación para su propia sepultura (Marcos 14:8).

Desde una perspectiva filosófica, la unción en Betania trasciende su dimensión estrictamente ritual, para convertirse en una poderosa expresión de amor gratuito y reconocimiento de la singularidad de Jesús. El derramamiento del perfume costoso, un acto que a los ojos de algunos discípulos parece un desperdicio, revela una lógica del don que desafía el cálculo utilitarista y mezquino. Evidentemente, entonces, este acto de entrega sin expectativa de retorno manifiesta una comprensión profunda del valor intrínseco del otro.

Teológicamente, la unción también anticipa la gracia redentora que emanará del sacrificio de Cristo. El “buen perfume” (Juan 12:3) con el que Jesús es ungido puede interpretarse como un preludio del sacrificio perfecto que se ofrecerá por la humanidad. Como señaló San Juan Pablo II en “Dives in Misericordia” (8), la cruz de Cristo es la “elocuencia más profunda del amor del Padre” y la “prueba suprema de su justicia y de su misericordia”. La unción, en este sentido, se convierte en una respuesta anticipada a este amor misericordioso, un reconocimiento profético de la sacrificialidad inherente a la misión Jesús.

Para concluir, estimados lectores, es preciso indicar que el Miércoles Santo nos sitúa en la encrucijada entre la oscuridad de la traición y la promesa luminosa de la gracia. La figura de Judas nos confronta con nuestra capacidad humana de elegir el mal, incluso estando en la proximidad del bien. El acto de la unción en Betania, por su parte, nos revela la fuerza que tiene el amor gratuito y la anticipación del sacrificio redentor. La tensión entre estos dos polos nos invita a una profunda reflexión teológico-filosófica sobre la libertad, el pecado, el amor y la inescrutable gratuidad de la gracia divina que se derrama incluso en medio de la oscuridad más profunda. Este día, por lo tanto, no es solo un recuerdo histórico, sino una convocatoria a examinar nuestras propias vidas a la luz de estas verdades fundamentales, de las cuales boca hacia afuera decimos creer, pero en la práctica comprendemos con deficiencia y negligencia.

Lisandro Prieto Femenía       
Docente. Escritor. Filósofo       
San Juan – Argentina       

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«Lunes Santo: la simbología del templo corrompido»- Lisandro Prieto Femenía

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«Mi casa será llamada casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones» Jesucristo (Mateo 21,13).

Continuamos con la saga de artículos alusivos a la reflexión teológico-filosófica de los simbolismos propios de la Semana Santa. Hoy quiero invitarlos a profundizar sobre el lunes santo, que representa un momento de ruptura y confrontación: a diferencia del entusiasmo expuesto en el Domingo de Ramos, donde Jesús es aclamado por las multitudes, el lunes se torno más tenso, porque Jesús entra en el Templo y, al encontrarlo convertido en un mercado, vuelca las mesas de los cambistas y expulsa a quienes comercializaban allí. Este gesto profético- contundente, incómodo, cargado de simbolismo- ha sido interpretado a lo largo de los siglos no sólo como una denuncia religiosa, sino como una interpretación ética profunda sobre la corrupción, la autenticidad y el lugar de lo sagrado en la vida humana.

El precitado acto disruptivo tampoco es una simple reacción impulsiva. Se trata más bien de una expresión deliberada de la fidelidad de Jesús a la verdad, un rechazo frontal a la hipocresía religiosa. Desde un punto de vista teológico, este episodio no sólo apunta al deterioro institucional del culto, sino a una más honda profanación del corazón humano, convertido también en mercado cuando se subordina lo sagrado al interés.

Como primer signo, podríamos interpretar al templo como símbolo del alma. Al respecto, San Agustín de Hipona, en su exégesis espiritual del Evangelio de Juan, ofrece una clave para comprender esta escena como una metáfora del interior del ser humano: «El templo de Dios es santo, y ese templo son ustedes» (1 Cor, 17). […] «Si Cristo entró en el templo y echó afuera a los vendedores, ¿qué hará en tu corazón si lo halla lleno de avaricia?» (S. Agustín, Homilía sobre el Evangelio de Juan, 10,5).

El gesto de Jesús anticipa una transformación interior: limpiar el templo es purificar el alma, desterrar las falsedades, la codicia y las simulaciones que hacen inhabitable la morada de Dios en el hombre. Desde este punto de vista, el Lunes Santo nos enfrenta a una verdad que resulta bastante incómoda: incluso lo más sagrado puede ser pervertido cuando pierde su orientación hacia la verdad y el amor.

Consecuentemente, nos encontramos con otra paradoja en el simbolismo, a saber, la autenticidad frente a la flagrante corrupción. El filósofo danés Søren Kierkegaard advirtió con lucidez sobre el peligro que representa una fe exterior (de carcasa) sin una verdad interior. En su obra titulada «La enfermedad mortal» nos dice que «la desesperación es la enfermedad de no querer ser uno mismo; es la fuga del yo verdadero hacia una imagen falsa construida por el mundo» (S. Kierkegaard, 1849). Visto el símbolo con estas gafas filosóficas, podemos apreciar que la acción de Jesús en el Templo revela esa tensión: un espacio que debía ser morada de Dios se ha convertido en escenario de apariencia y de negocio. El Lunes Santo se nos presenta, entonces, como un llamado a la coherencia existencial, es decir, a reconciliar lo que decimos creer con lo que realmente somos.

Otro aspecto que no podemos ignorar en esta lectura es la crítica profética al poder religioso institucional Queda claro que Jesús no es apolítico en absoluto: al denunciar la corrupción del culto, confronta también a las élites religiosas y sus alianzas con el poder económico y romano. En este sentido, recordemos lo que el Papa Benedicto XVI señaló sobre el gesto profético de Jesús al expresar que «La expulsión de los vendedores del templo no fue una simple purificación ritual, sino una reivindicación radical de la santidad, una protesta contra la religión vaciada de Dios» (Ratzinger, J. (2007), «Jesús de Nazaret», vol. 1. Madrid: Ed. Encuentro, p. 66).

Este acto de rebeldía denuncia una religión instrumentalizada, vaciada de trascendencia, convertida en fachada para intereses estrictamente humanos. No se trata una simple «reforma litúrgica», sino de una recuperación de lo esencial: que el culto ha de estar enraizado en la verdad, y que toda estructura religiosa debe custodiar-no manipular- lo sagrado.

El Lunes Santo, entonces, es una vigilia de la lucidez, porque invita al creyente a mirar hacia adentro, a revisar si su templo interior está abierto a la verdad o si se ha llenado de ruido, de utilitarismo y de máscaras. Como también nos advirtió el filósofo Romano Guardini, «la autenticidad no es una perfección moral, sino una fidelidad radical al ser que uno es ante Dios»(Guardini, R. «El Señor», Ed. Cristiandad, 1954, p. 204).

Dado que la filosofía que evade la crítica sólo sirve de retórica rentada para defender ciertos intereses direccionados, es preciso tomarnos un momento para interpretar a la Iglesia misma como un templo herido, es decir, realizar una lectura desde la crisis imposible de esconder en nuestros días. El gesto de Jesús al expulsar a los mercaderes del Templo no pertenece sólo al pasado: resuena como una parábola viva en la conciencia contemporánea, particularmente cuando se la observa a la luz de las heridas visibles de la Iglesia actual.

No se trata aquí de un juicio externo, sino de una llamada interior a la tan necesaria conversión eclesial: el Templo, que según san Pablo somos también nosotros (cf. 1 Cor 3,16-17), no solo alude al alma individual, sino también a la Iglesia como cuerpo colectivo. ¿Qué ocurre cuando ese cuerpo, lejos de ser un lugar de comunicación, contención, aprendizaje y transparencia, se convierte en un espacio de ocultamiento, desprecio, privilegio o transacción?

Numerosos pensadores han advertido que la institución eclesial puede caer (y, sin dudas, ha caído) en una forma de autosuficiencia estructural, perdiendo el centro vital del Evangelio. Sobre este asunto en particular, el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar escribió con aguda honestidad: «La Iglesia lleva siempre consigo algo que ha de ser purificado. Y cuanto más lo oculta, más lo acumula; cuanto más lo reprime, más lo traiciona» (Von Balthasar, H.U. (1985). «Veritá del mondo». Milano: Jaca Book, p.232).

Esta afirmación no pretende dinamitar a la Iglesia desde dentro, sino llamarla a la verdad de sí misma. El templo de piedra que Cristo purifica es imagen de una estructura espiritual que puede degenerar en idolatría institucional, en burocracia de lo sagrado, o en connivencia con poderes que contradicen el Evangelio.

Por su parte, el Papa Benedicto XVI, con el peso de quien conocía a la Iglesia desde sus mismísimas entrañas, declaró con una franqueza inusual que «el mayor daño a la Iglesia no proviene de los enemigos externo, sino del pecado que hay dentro de ella» (Benedicto XVI, «Carta al Pueblo de Dios», 19 de marzo de 2010).

El Lunes Santo, entonces, se abre también como un espejo para la Iglesia que debería plantearse preguntas como ¿dónde ha instalado ella sus propios «puestos de cambio»? ¿Qué mesas necesita revolear para recuperar su misión apostólica y profética? La venta de indulgencias en el pasado, los abusos silenciados por décadas, el clericalismo autorreferencial, el negocio de las espiritualidades rápidas y el abandono por el estudio filosófico y teológico exhaustivo ha terminado de configurar un nuevo mercado donde Dios ya no es el centro, sino el pretexto.

Desde una perspectiva filosófica, Simone Weil – judía convertida al cristianismo, profundamente crítica con las instituciones religiosas- aseveró con crudeza que «la Iglesia ha recibido el Evangelio, pero lo ha encadenado. Lo que era fuerza viva lo ha vuelto aparato» (Weil, S. (1951) «Attente de Dieu». París: Fayard, p.115). Aquí Weil no está negando el valor del cristianismo, sino que denuncia el riesgo constante de que el misterio se ahogue en la estructura. Su crítica no es destructiva, sino más bien penitencial: invita a redescubrir la fragilidad como vía hacia lo esencial.

Este día de la pascua, no sólo nos prueba individualmente; también confronta a la Iglesia, que debe reconocerse de una vez por todas como templo herido, necesitado de limpieza y renovación. El mismísimo Papa Francisco expresó que «la Iglesia no es una fortaleza, sino una tienda que se despliega para acoger. Si no se deja purificar por el Señor, corre el riesgo de convertirse en una ONG piadosa» (Francisco, Homilía del 13 de marzo de 2013).

Para cerrar con este último asunto, es necesario que comprendamos que la purificación del templo no es una escena de violencia, sino un acto de verdad desvergonzada. Lo mismo estamos esperando hoy: no una demolición, sino una reforma que devuelva el alma al cuerpo eclesial, una que nazca del dolor, la humildad y el deseo de volver a ser casa de oración, y no cueva de intereses.

Como habrán podido apreciar, queridos lectores, el Lunes Santo no es un día de dulzura ni de consuelo fácil. Es un día en que la verdad resulta incómoda, en que Cristo, profeta y juez, sacude nuestras zonas de confort espiritual. No alcanza con creer; es necesario convertirse, es decir, vaciar el templo interior de todo lo que impide que Dios habite verdaderamente con nosotros, tal como lo expresó el Papa Francisco al sostener que «la verdadera reforma comienza por el corazón. Cada uno de nosotros debe preguntarse: ¿qué debo expulsar del templo de mi alma para que Cristo reine en ella?» (Francisco, Homilía del Lunes Santo, 26 de marzo de 2018). Por último, es indispensable tener en cuenta que este Lunes Santo nos recuerda que la fe no es evasión, sino confrontación con la verdad y que la verdad, cuando llega, no siempre acaricia: a veces, como Jesús en el Templo, derriba las mesas para reconstruir el alma.

 

Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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¿Estamos atravesando el post-globalismo?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

«La única defensa para imponer derechos protectores, es cuando son impuestos temporalmente en la esperanza de naturalizar una industria en particular, que se supone perfectamente adecuada para el país, con la condición de que estos derechos sean retirados tan pronto como la industria haya sido capaz de sostener la competencia sin ellos.»

John Stuart Mill, Principios de Economía Política, Libro V, Capítulo X.

Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre el renacimiento de los nacionalismos proteccionistas y su correspondiente economía del miedo, tomando como objeto de análisis el caso de los Estados Unidos desde una mirada crítica, filosófico-política.

En los últimos años, el escenario internacional ha mostrado un resurgimiento de los nacionalismos proteccionistas, en un giro que muchos pensadores no dudan en calificar como un retroceso frente al ideario postmoderno cosmopolita y globalizador que dominó las últimas décadas del siglo XX. Bien sabemos que los Estados Unidos, antiguo representante del libre comercio, encabeza hoy esta nueva oleada mediante políticas económicas restrictivas, entre las cuales se destacan la imposición de aranceles salvajes y trabas a las importaciones que repercuten a todo el mundo. Ahora bien, ¿qué hay detrás de este fenómeno? ¿Es sólo una cuestión económica o encierra una mutación más profunda de la racionalidad política contemporánea?

Para comprender el retorno de los proteccionismos como síntoma político, vamos a acudir al filósofo esloveno Slavoj Žižek, quien viene advirtiendo hace rato que la crisis del capitalismo globalizado no ha dado paso a una alternativa superadora o emancipadora, sino más bien a un atroz repliegue identitario. En esta lógica, el proteccionismo económico es una forma de blindaje simbólico: la protección de las fronteras económicas también viene acompañada del cierre cultural y político progresista.

«Cuando el sistema tambalea, no se lo cuestiona: se busca un Otro a quien culpar» (Žižek, S. ,2018, Like a thief in broad daylight: Power in the era of post-human capitalism.)

Desde esta perspectiva, la política arancelaria que promueve Estados Unidos- particularmente bajo las presidencias de Donald Trump y su continuidad parcial en las políticas del decrépito Biden- no puede entenderse sólo como una defensa del mercado interno. Es, ante todo, una forma de afirmar soberanía en un mundo que se está percibiendo, cada vez más, como amenazante. El retorno de la consigna «America first» («Estados Unidos primero»), expresa esta voluntad de priorizar lo nacional, incluso a costa del ya resquebrajado equilibrio global.

Para comprender mejor este fenómeno, que no es una novedad en la historia de la humanidad, es preciso que indaguemos por el sentido de la lógica política del Estado-nación frente a la idea de globalización. Sobre este asunto en particular, el politólogo Dani Rodrik ha sido uno de los teóricos más lúcidos al señalar las tensiones existentes entre la globalización comercial y la soberanía nacional. En su obra «La paradoja de la globalización» (2011), sostiene que no se puede tener simultáneamente democracia nacionalista, soberanía y globalización económica al mismo tiempo sin perjudicar, al menos, a alguno de esos pilares. La imposición de aranceles- como los recientes del 100% anunciados por Estados Unidos sobre vehículos eléctricos chinos en 2024, entre otros productos- es un ejemplo concreto de esta tensión: para proteger la industria nacional, se sacrifica el libre comercio. Y esto no es retórico, sino totalmente real porque, por ejemplo, para un parisino, comprar un automóvil americano representa una operación comercial complicada y absurda, mientras que para un neoyorquino comprar un vehículo francés es algo normal.

Asimismo, si acudimos a los datos del Departamento de Comercio estadounidense, en 2023, se puede apreciar que el déficit comercial de bienes fue aproximadamente de 1.06 billones de dólares, lo que refuerza la narrativa de un país que «pierde» frente al mundo. Sin embargo, esa lectura también olvida que el déficit no es necesariamente negativo, porque muchas veces es el reflejo de una economía con alta demanda interna y moneda fuerte (convengamos que con, o sin déficit, todos acuden a los bonos del tesoro norteamericano).

Visto este panorama, es momento de centrarnos en los riesgos del cierre, no como asunto económico per se, sino como la utilización de la economía como política del miedo. Como hemos señalado varias veces, el sociólogo Zygmunt Bauman analizó cómo la postmodernidad convirtió al miedo en un recurso político sumamente eficaz. En este contexto, los nacionalismos proteccionistas se amparan en la necesidad de protección, pero terminan alimentando un círculo violento de hostilidad y fragmentación.

«El miedo es el terreno fértil para promesas de seguridad que se compran con libertades» (2006)

La imposición de aranceles, lejos de resolver los problemas estructurales de una economía desigual, puede terminar encareciendo los productos básicos, generando represalias comerciales de otros gigantes y debilitando alianzas geopolíticas que, si bien están debilitadas hace décadas, la solución no es quebrarlas sino mejorarlas. No es casual que China, la Unión Europea o México hayan respondido con medidas similares, reavivando guerras comerciales que afectan principalmente a los sectores más vulnerables.

Desde una mirada filosófica del comercio, también debemos analizar la clásica dicotomía de cosmopolitismo versus el tribalismo. Al respecto, vale recordar que Immanuel Kant, en su «Idea de una historia universal con propósito cosmopolita» (1784), concebía al comercio como un factor civilizatorio que obligaba a los pueblos a establecer relaciones pacíficas y racionales. En su célebre proyecto de paz perpetua, el comercio cumplía un rol central para evitar guerras, no sólo como intercambio económico sino como principio de apertura.

Frente a esto, el cierre proteccionista encarna una forma de tribalismo moderno, donde el Estado-nación se convierte en el nuevo tótem de seguridad. Para entender ésto de manera cabal, el filósofo italiano Roberto Esposito señaló que, en tiempos de crisis, el cuerpo político se vuelve «inmunológico», es decir, se defiende de todo lo que le parezca extraño, es decir, lo extranjero o lo impredecible. El arancel es, en esta lógica, una forma de vacuna simbólica frente al constructo mediático y económico de un «contagio global» que conlleva, aparentemente, consecuencias atroces y nocivas.

Ahora, la pregunta de cierre que podemos hacernos ante este fenómeno «novedoso» de los muchachos del norte es, ¿se viene un mundo post-global? La pregunta tiene sentido si pensamos que, lejos de ser una simple medida económica, el reciente proteccionismo estadounidense debe entenderse como parte de una mutación más profunda en el modo en que los Estados se relacionan con el resto del mundo. Así como usted, amado lector, ya ni siquiera se saluda con los miembros de las familias que viven al lado de su casa en su barrio, en el planeta las relaciones geopolíticas se han tornado un poco más decadentes y complejas. Si bien la crítica a la globalización injusta y progre es legítima, el repliegue nacionalista, por el momento, no está ofreciendo un horizonte emancipador, sino que parece estar reforzando las desigualdades internas, erosionando algunos derechos universales (al obligar a países pobres a tener más inflación para que se aprecie la moneda del imperio) y debilitando la cooperación internacional.

La filosofía política, no conducida por mercenarios contratados por organismos internacionales, sino por gente que quiere pensar el mundo tal como es para poder mejorarlo, tiene el desafío de pensar una nueva forma de comunidad que no recaiga ni en el individualismo neoliberal ni en el tribalismo proteccionista cavernícola. Como recordaba Jürgen Habermas, sólo en un mundo donde todos puedan hablar y ser escuchados, tiene sentido hablar de democracia. Y para eso, no alcanzan ni los muros, ni los aranceles, ni el falso pluralismo explotador del progresismo salvaje.

Lisandro Prieto Femenía.       
Docente. Escritor. Filósofo       
San Juan – Argentina       

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