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Cuando la tibieza eclesiástica es funcional al genocidio

Por: Lisandro Prieto Femenía
“La Iglesia no es de este mundo, pero está en este mundo para transformarlo” Jaques Maritain, Humanismo Integral, 1936, p. 250
Cuando hace apenas unos días exploramos la ficticia posibilidad de una “potente interposición sacra” por parte del Sumo Pontífice León XVI en la zona del conflicto bélico, nos adentramos en el reino de lo trascendente, en la esperanza de que lo divino pudiera manifestarse con fuerza transformadora en el curso de los eventos humanos. Hoy, esta noble aspiración se estrella contra la brutal realidad de Gaza. El bombardeo de la única iglesia católica, la Iglesia de la Sagrada Familia, que ofrecía refugio a inocentes- cristianos y musulmanes por igual-, no es meramente un acto de violencia bélica sino que se trata de una afrenta directa al corazón de la fe, una herida abierta al cuerpo místico de la Iglesia y un desafío a la misma noción de interposición política por parte de la actual cúpula del Vaticano.
El testimonio lacerante del sacerdote argentino Gabriel Romanelli, sobreviviente de este ataque infame, nos arrastra a la médula de la inhumanidad. Su relato de la metralla irrumpiendo en un santuario, las muertes de ancianas y el sufrimiento de los heridos, no sólo expone la crueldad de la guerra, sino que obliga a cuestionar la presencia misma de Dios en medio de semejante calvario. “¿Por qué el mal?”, se preguntó en su momento San Agustín en su búsqueda por comprender la malicia en un mundo creado por un Dios bueno y afirmando que el mal no tiene una existencia sustantiva propia, sino que es una privación del bien, una ausencia. Sin embargo, en Gaza, esta “privación” se manifiesta con una materialidad devastadora, revelando una abismal carencia de humanidad y de toda forma de bien. Las acciones del Estado de Israel, lejos de estar enfocadas en un conflicto puntualizado, se han expandido hacia una violencia indiscriminada que golpea a la población civil, incluyendo a la comunidad cristiana, la cual, lejos de ser un “enemigo”, es un eslabón vital de la presencia milenaria de la fe en Tierra Santa.
Ante esta calamidad impune, la respuesta de las jerarquías eclesiásticas se convierte en un foco de dolorosa reflexión. Concretamente, la tibieza del Cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado del Vaticano, es dolorosamente palpable. Sus declaraciones, que describen la situación como “insostenible” y una “guerra sin límites”, aunque correctas en su diagnóstico, carecen de la indignación moral y la contundencia profética que la ocasión exige. Abogar por “aclaraciones” y condicionar una mediación de “ambas partes” en medio de un genocidio en ciernes, puede interpretarse como una claudicación ante la realpolitik que ignora el imperativo evangélico. En este punto, traemos la reflexión de Jacques Maritain, quien, al hablar de la acción cristiana en el mundo, insistía en que la Iglesia no podía ser ajena a las cuestiones temporales, sino que debía actuar como fermento de la justicia. La “interposición sacra”, en este contexto, demanda una voz que no sólo pronuncie una tenue lamentación, sino que condene y actúe.
Aún más inquietante resulta la percibida confusa postura del Papa León XIV. Si bien un gesto pastoral como el intento de contacto con el padre Romanelli es un bálsamo, la ausencia de una denuncia explícita, directa y enérgica por parte del Sumo Pontífice ante un ataque tan flagrante al catolicismo y a la vida de sus fieles en la cuna de la cristiandad, es motivo de profunda perplejidad. En momentos de persecución y masacre, la historia de la Iglesia ha visto a los Pontífices levantar su voz sin temor. La teología moral católica ha desarrollado el concepto de la “guerra justa”, la cual impone severas restricciones. Puntualmente, Santo Tomás de Aquino, siguiendo a San Agustín, estableció criterios como la causa justa, la autoridad legítima y la recta intención. Evidentemente, el bombardeo caprichoso y matón de una iglesia que alberga civiles desarmados no cumple con ninguno de estos principios, siendo un acto de barbarie incompatible con cualquier noción de justicia. En este contexto, la “interposición sacra” debería ser una fuerza moral que se alce con la misma vehemencia con la que Cristo expulsó a los mercaderes del templo, una fuerza que no tolere el asesinato de inocente ni la destrucción de lo sagrado.
Por su parte, el comportamiento del Estado de Israel en el conflicto actual, que se despliega con una postura avasallante, exige una denuncia que entrelace las dimensiones política, filosófica y teológica sin concesiones. Desde una perspectiva política y jurídica, la conducta de Israel en Gaza representa una flagrante violación de las normas básicas del derecho internacional humanitario y de los crímenes de guerra. La Convención de Ginebra IV (1949), en su artículo 18, establece claramente la protección de hospitales y lugares de culto al indicar que “los hospitales civiles no podrán en ningún caso ser objeto de ataque. Los lugares de culto y los establecimientos destinados exclusivamente a fines de caridad, ciencia o artes, los monumentos históricos y las obras de arte, no serán objeto de ataque”. Pues bien, el bombardeo de la Iglesia de la Sagrada Familia, que albergaba a cientos de civiles desplazados, no es más que una contravención directa al precitado principio.
Más allá de este incidente específico, la magnitud de la destrucción en Gaza, la estrategia de “castigo colectivo” mediante el bloqueo y la limitación de recursos esenciales, y el altísimo número de víctimas civiles- incluidos niños, mujeres y ancianos-, evocan las definiciones de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad tipificadas en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (1998), que criminaliza la “dirigida intencionalmente ataques contra edificios dedicados a la religión, la educación, el arte, la ciencia o con fines de beneficencia, o monumentos históricos, a condición de que no sean objetivos militares” (Artículo 8.2. b. ix). La persistencia de estas acciones, a pesar de las condenas internacionales y las advertencias de organismos como la ONU, revela una política bravucona que se posiciona por encima de la legalidad global, socavando el sistema de justicia internacional y estableciendo un peligroso antecedente de impunidad.
Desde un punto de vista filosófico, esta conducta expone un colapso de la moralidad universal. La razón práctica kantiana postula el imperativo categórico, que exige actuar de modo que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley universal. Un Estado que arrasa con cientos de miles de civiles inocentes, destruye infraestructura vital y bombardea lugares de culto, no puede esperar que su conducta sea universalizable sin sumir al mundo en la anarquía y en la barbarie. Pensadores de la ética de guerra como Michael Walzer, en su obra “Guerras justas e injustas” (1977), establecen límites estrictos a la conducción de la guerra (jus in bello). La distinción entre combatientes y no combatientes es fundamental, y el principio de la “inmunidad de los no combatientes” es la piedra angular de cualquier moralidad bélica. Puntualmente, Walzer afirma que “es una regla que los no combatientes no deben ser atacados intencionalmente” (Walzer, Guerras justas e injustas, 1977, p. 147). Así, el patrón de la destrucción en Gaza, con miles de muertes civiles, sugiere que esta inmunidad ha sido sistemáticamente ignorada, cuando no directamente atacada. La justificación de tales acciones bajo la retórica de la “seguridad” o la “legítima defensa” se desmorona ante la desproporción y el carácter indiscriminado del uso de la fuerza letal. La lógica que subyace a estas acciones parece ser una de aniquilación, donde la vida del “otro” es desvalorizada completamente y el imperativo moral de proteger al inocente es relegado a una conveniencia táctica.
Desde una perspectiva teológica, la postura del Estado de Israel, al arrasar con civiles y sitios sagrados, representa una profunda profanación de la creación y una afrenta directa a la imagen de Dios en el ser humano. Para las tres religiones abrahámicas, la vida humana es sagrada, un don de Dios. El Antiguo Testamento, la base de la fe judía, contiene mandatos explícitos contra el asesinato de inocentes (Éxodo 20:13: «No matarás»). El principio de Pikuach Nefesh en el judaísmo, que valora la vida por encima de casi todas las demás leyes, es traicionado cuando las acciones militares resultan en la masacre indiscriminada. La destrucción de lugares de culto, como la Iglesia de la Sagrada Familia, no es solo un daño material, sino un claro acto de desacralización. Estos espacios son considerados morada de lo divino, puntos de encuentro entre el cielo y la tierra.
La teología cristiana, en particular, ve a cada persona como imagen y semejanza de Dios (Imago Dei). Atacar al inocente es atacar al propio Dios. Al respecto, el Cardenal Carlo Maria Martini, jesuita y erudito bíblico, en sus reflexiones sobre la paz, a menudo enfatizaba que “la paz no es sólo la ausencia de guerra, sino la obra de la justicia” (Martini, Conversaciones nocturnas en Jerusalén, 2008). Las acciones en Gaza, al estar desprovistas de justicia y caridad, no solo impiden la paz, sino que generan una espiral de odio que niega cualquier posibilidad de redención o reconciliación en el futuro. La promesa de la Tierra Santa como lugar de bendición se convierte, por la acción humana, en un valle de lágrimas y una blasfemia contra la misma voluntad divina.
La paz, en este panorama desolador, no puede ser un mero deseo piadoso. Debe ser una demanda vehemente, basada en la justicia y en la protección incondicional de la dignidad de cada ser humano. La “interposición sacra” que en mi artículo anterior imaginaba no puede ser un concepto pasivo o etéreo, sino que debe encarnarse en la voz de aquellos que tienen la autoridad moral para denunciar la iniquidad, en la acción valiente de quienes extienden su mano a los sufrientes, y en la conciencia colectiva que se niega a la indiferencia banal y cómplice del mal. Sólo así, levantando nuestra voz contra la barbarie y exigiendo responsabilidad a quienes la perpetraron, podremos aspirar a que la paz no sea un sueño distante, sino una realidad palpable para los habitantes de Gaza y para todos aquellos que sufren bajo el yugo de la injusticia y la violencia.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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“Desmontando la Leyenda Negra”- Lisandro Prieto Femenía

“El historiador debe tener la libertad de buscar la verdad sin temor a la censura o a las presiones ideológicas, desmontando las leyendas, vengan de donde vengan”
Gustavo Bueno, España frente a Europa (1999), p. 23.
La historia es un campo de batalla donde se libran luchas por la hegemonía de la verdad y de ciertos relatos. Entre las narrativas más arraigadas y, a la vez, más distorsionadas, se encuentra la que demoniza la conquista española, presentándola como un acto de genocidio desmedido. Esta visión, conocida como la “leyenda negra”, ha permeado el imaginario colectivo, convirtiéndose en un dogma incuestionable en muchos sistemas educativos y culturales como también en los debates públicos. Sin embargo, una mirada crítica y documentada a los hechos nos invita a cuestionar esta imposición y a reevaluar el legado de España en América. No se trata de negar los sufrimientos inherentes a todo proceso de conquista, sino de desentrañar la intencionalidad de un mito que ha opacado la complejidad y las vastas contribuciones de la Hispanidad.
La gestación y difusión de la leyenda negra no fue un proceso espontáneo, sino una estrategia deliberada, principalmente orquestada por potencias rivales del Imperio Español. Al respecto, Marcelo Gullo, en su obra “Madre Patria”, señala con agudeza que “la Leyenda Negra es el relato con el cual se deslegitimó a España y se justificó la expansión de las nuevas potencias europeas en América” (Gullo, 2021, p. 45). Esta deslegitimación no sólo buscaba socavar la influencia española, sino también justificar sus propias incursiones coloniales, presentándolas como una alternativa moralmente superior. No es accidental que la difusión de relatos exagerados sobre crueldades y la omisión de los logros civilizatorios de España terminaran siendo herramientas clave en este proceso.
Contrariamente a la imagen de exterminio sistemático que nos vienen vendiendo hace siglos, la presencia española en Hispanoamérica se caracterizó por una empresa de fundación y mestizaje sin precedentes en la historia de la humanidad. Mientras que otras potencias coloniales priorizaron la explotación y el desplazamiento de las poblaciones nativas, España se abocó a la integración, si bien imperfecta y con algunos conflictos, de los pueblos originarios en una nueva sociedad. Uno de los pilares de esta integración fue la fundación de ciudades y la creación de instituciones educativas. Desde los primeros años de la conquista, se erigieron universidades, hospitales y escuelas, a las que tuvieron acceso no sólo los españoles, sino también los indígenas y mestizos. La Real y Pontificia Universidad de México, fundada en 1551, y la Universidad Mayor de San Marcos en Lima, establecida el mismo año, son ejemplos tempranos de este compromiso con el conocimiento y la sociedad establecida en lazos mancomunados.
Más allá de la educación, el reconocimiento de la humanidad y de los derechos de los indígenas fue un debate central en la Corona española, algo impensable en otras latitudes coloniales. Las Leyes Nuevas de 1542, promulgadas por Carlos I, son una muestra fehaciente de este esfuerzo legislativo por proteger a los nativos del abuso de los encomenderos. Bartolomé de las Casas, figura crucial en este proceso, jugó un papel fundamental en la denuncia de las injusticias, lo que llevó a la Corona a tomar medidas sumamente eficaces para la época. Es crucial entender que, a diferencia de otras potencias, España incorporó a los pueblos indígenas a su legislación, otorgándoles derechos y, en la mayoría de los casos, permitiendo el matrimonio mixto, lo que derivó en un rico proceso de mestizaje cultural. Tal como sostiene María Elvira Roca Barea en “Imperiofobia y Leyenda Negra” que “la Monarquía Hispánica fue la única de las potencias europeas que estableció leyes para la protección de los indígenas y debatió moralmente sobre la legitimidad de su dominio” (Roca Barea, 2016, p. 215). Evidentemente, esta preocupación por la legitimidad y la moralidad, aunque no siempre se tradujo en una aplicación perfecta, es un rasgo distintivo de la empresa española.
Ahora bien, la narrativa de la leyenda negra cobra aún más matices cuando se la contrasta con las acciones de otras potencias coloniales, particularmente el Imperio Inglés en Norteamérica. Mientras que España fundaba ciudades y promovía el mestizaje, los colonos ingleses, en su mayoría protestantes con una visión segregacionista, implementaron políticas de exterminio y desplazamiento de las poblaciones nativas. La idea de una “tierra vacía” (terra nullius) sirvió de justificación para la apropiación violenta de vastos territorios. No hubo en las colonias inglesas universidades para los nativos, ni leyes que los protegieran, ni un debate moral profundo sobre su estatus. Las guerras indígenas en América del Norte, como las Guerras Indias, resultaron en la aniquilación completa de tribus enteras y su confinamiento en reservas.
El contraste es palpable. Mientras los españoles se mezclaban, dando origen a una nueva raza y cultura, los ingleses mantenían una estricta separación, viendo a los nativos como un obstáculo a ser eliminado o segregado. Como afirmó Ricardo Levene, “los españoles vinieron a poblar y a fundar. Los anglosajones vinieron a destruir lo que encontraban en su camino y a expulsar a los nativos” (Levene, 1957, p. 125). Este diferencial en el enfoque, que no se enseña en casi ninguna escuela o universidad de Hispanoamérica, desmantela la visión simplista y unilateral que propone la paradójicamente anglosajona “Leyenda Negra”.
Para comprender la verdadera dimensión del encuentro entre España y las civilizaciones precolombinas, es imperativo que nos despojemos de visiones idílicas que a menudo ignoran las complejidades y, en ocasiones, las brutalidades inherentes a las estructuras políticas y religiosas de estas sociedades. Contrario a la imagen de un paraíso terrenal invadido, imperios como el Azteca y el Inca habían forjado vastas hegemonías a través de la conquista y la imposición tributaria sobre los pueblos sometidos. La dominación azteca, por ejemplo, se sustentaba en un sistema donde las guerras floridas no sólo buscaban expandir el poder territorial, sino también asegurar un flujo constante de cautivos destinados a los sacrificios humanos. El Templo Mayor de Tenochtitlán, tal como lo describen las crónicas y lo ha confirmado la arqueología moderna, era el escenario de rituales donde la extracción de corazones y el autosacrificio eran prácticas centrales para el mantenimiento del orden cósmico y político. Como señaló el historiador mexicano Miguel León-Portilla, refiriéndose a la cosmovisión náhuatl, “la sangre era el alimento divino por excelencia; el sol, Huitzilopochtli, requería de este ‘líquido precioso’ para continuar su curso diario y evitar el fin del mundo” (León-Portilla, 1959, p. 118). Esta concepción religiosa justificaba una violencia ritual que asombró y horrorizó a los conquistadores españoles y parece haber sido olvidada en los relatos posmo-progres que muestran ese panorama como el Jardín del Edén.
Del mismo modo, el Imperio Inca, si bien con otras particularidades, ejerció una dominación que incorporaba la reubicación forzada de poblaciones (mitimaes) y un estricto control sobre los recursos y la mano de obra de los pueblos subyugados. Aunque los sacrificios humanos incas, conocidos como Capacocha, no alcanzaron la escala de los aztecas, sí implicaban la ofrenda de niños y jóvenes elegidos por su pureza y su belleza en cumbres andinas, como lo evidencian los hallazgos de momias como la “Niña de Ampato”. Al respecto, la historiadora María Rostworowski de Diez Canseco ha documentado la compleja relación entre religión, poder y sacrificio en el Tahuantinsuyo, destacando que “estas ceremonias tenían un profundo significado político y religioso, buscando la comunión con los dioses para asegurar la prosperidad del imperio y la legitimidad del Inca” (Rostworowski, 1988, p. 195). Así, la llegada española no se produjo en un vacío de violencia o dominación, sino en un continente donde imperios preexistentes ejercían su propio control con prácticas que contrastaban fuertemente con los valores de la cristiandad.
Pues bien, la persistencia en el precitado mito nefasto y falso en la cultura americana contemporánea es una de sus consecuencias más perniciosas. Los sistemas educativos, a menudo, reproducen acríticamente los postulados de esta quimera, generando en las nuevas generaciones una visión sesgada y, en muchos casos, un sentimiento de culpa infundado. Esta narrativa ha sido instrumentalizada para fines políticos, alimentando divisiones y dificultando una comprensión integral de nuestra herencia cultural. Al desconocer los matices y las complejidades de la Conquista, se pierde la oportunidad de entender la riqueza del mestizaje y la impronta de la cultura hispánica en el continente.
La desinformación histórica, que es intencional, no sólo empobrece nuestra comprensión del pasado, sino que también dificulta la construcción de un futuro más cohesionado. Las consecuencias de esta narrativa falaz se manifiestan en la negación de los profundos lazos culturales y lingüísticos que nos unen, y en una persistente autoflagelación innecesaria que impide valorar la vastedad y la profundidad de la civilización que se gestó a partir del encuentro de dos mundos.
Frente a este panorama, la tarea no es la negación de la historia, sino su revisión crítica y sincera, despojada de prejuicios y manipulaciones. Es imperativo que la reflexión filosófica y la investigación histórica nos permitan trascender las narrativas simplistas y comprender la complejidad de los procesos que nos han configurado. La persistencia de la leyenda negra nos ha privado de una visión completa, oscureciendo, por ejemplo, el hecho que mientras en los virreinatos hispanoamericanos la Corona Española promovía el acceso de nativos y mestizos a universidades y escuelas desde el siglo XVI, la plena integración de la población afroamericana en el sistema educativo estadounidense, junto a los blancos, no se concretaría, y de manera muy precaria, sino hasta la década de 1950 y 1960. Este contraste no es menor, porque revela una idiosincrasia profunda en la concepción de la inclusión y la dignidad humana por parte de ambos imperios.
¿Es posible, entonces, liberarse de las cadenas de una historia contada por otros, y abrazar esa visión más matizada de nuestro pasado? ¿Podemos, como pueblos hispanoamericanos, reconciliarnos con la totalidad de nuestra herencia, incluyendo sus luces y sombras, sin caer en la dicotomía estéril de víctimas y victimarios absolutos? A pesar de la sombra que aún proyecta la leyenda negra, existe una esperanza. La creciente disponibilidad de información, el surgimiento de nuevas voces y la voluntad de muchos investigadores de desenterrar la verdad, nos permiten vislumbrar un futuro donde la historia se cuente con mayor rigor y honestidad. Es en este reconocimiento de nuestra compleja identidad, forjada a partir de la mezcla de culturas, de la lucha y la colaboración, donde reside la clave para construir sociedades más justas y conscientes. La revisión del pasado no es un ejercicio del rencor, sino una oportunidad para la comprensión y, en última instancia, para la reconciliación con nosotros mismos y con nuestra herencia compartida, de la cual, no tenemos nada de qué avergonzarnos o pedir perdón alguno.
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Desenmascarando la figura del intelectual rentado

Por: Lisandro Prieto Femenía
«Quien no se rebela se hace cómplice. Y esta complicidad no es cómoda, porque exige que se dé constantemente la razón a lo irracional»: Camus, A., Cartas a un amigo alemán, 1943
El ideal de la filosofía supo ser, desde sus albores en la Grecia clásica, la búsqueda desinteresada de la verdad. No obstante, esta noble empresa se ha visto secularmente acechada por la sombra de la conveniencia, la servidumbre y el rédito. En el escenario contemporáneo, la figura del intelectual rentado- aquel cuyo discurso no es la conclusión de un proceso racional autónomo, sino el apéndice apologético de una agenda cultural, política o económica- plantea una crisis radical al concepto mismo de autonomía intelectual. Pues bien amigos, hoy analizaremos este fenómeno, que trasciende la traición personal a la razón, puesto que es la claudicación de la función crítica de la filosofía en el espacio público.
La lucha por la independencia del pensamiento no es nueva. Fue el conflicto fundacional de la filosofía occidental desde sus orígenes. En la Atenas del siglo V a.C., la figura del sofista representaba al experto en retórica que venía su habilidad para hacer prevalecer cualquier argumento, sin importar su veracidad: ellos hacían de la doxa (opinión) una mercancía. Sobre este asunto en particular, Protágoras, con su famoso aforismo, resumía este espíritu de relativismo y utilitarismo: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, y de las que no son en cuanto que no son”. Este principio justificaba que la oratoria se vendiera al mejor postor para fines prácticos, desvinculando la elocuencia de la verdad moral. Y tal vez, usted se preguntará “¿qué tiene eso de malo?”. Ya lo descubrirá a lo largo del texto, pero le regalo un adelanto: este tipo de argumentaciones todavía se utilizan hoy para sostener que “un feto humano no es una persona” y que “ese señor, Carlos, que se autopercibe foca, es efectivamente una foca”.
Frente a esta transacción del logos, se alzó el maestro Sócrates. Él detestaba la venta del saber, pues creía que el ejercicio filosófico era una vocación que obligaba al alma a examinarse a sí misma en pos de la verdad objetiva. El compromiso socrático no era con un partido político o una fortuna de un mecenas, sino con la razón. En su juicio, tal como lo narra Platón, Sócrates deja clara la diferencia abismal entre el ejercicio retórico y el filosófico, argumentando que la única vida digna de ser vivida es aquella dedicada al análisis implacable de las propias creencias y de la realidad. Con una rotundidad que resuena aún hoy como el mayor desafío a la mediocridad intelectual, afirmó: “Y ahora, como estoy convencido de que no he hecho mal a nadie, me encuentro muy lejos de hacer mal a un hombre por miedo de esto y de arriesgarme a algo que sé que es malo. La vida sin examen no es digna de ser vivida por el hombre” (Platón, Apología de Sócrates, 38a).
La independencia del filósofo se mide, en esta tradición, por su disposición a afrontar el descrédito antes que vender o silenciar la conclusión de su examen racional. En pocas palabras, su única patria es la verdad. Para que tengamos un panorama gráfico sobre este asunto, es crucial encarar la dialéctica entre el sofista y el filósofo, que halla su máxima expresión alegórica en el “Mito de la caverna” de Platón. En él, la ascensión del prisionero liberado hacia la luz representa la conquista de la autonomía racional- el acceso a las Ideas o a la verdad objetiva superando las sombras de la doxa que confina a las mayorías. Sin embargo, la parte crucial del mito, y la que resulta más incómoda para el intelectual contratado de nuestros días, es el deber del retorno.
El filósofo, una vez liberado y tras haber contemplado el sol (la Idea de Bien), no es moralmente libre de quedarse en la contemplación egoísta. Su obligación es descender de nuevo a la oscuridad para educar a los que siguen encadenados en el fondo de la cueva. Esta tarea es peligrosa y desagradable, pues los prisioneros (apegados a sus sombras y dogmas) lo rechazarán y querrán incluso matarlo. El intelectual rentado, por el contrario, ha decidido que su “luz”- o el dinero que obtiene por ella”- vale más que la verdad de sus conciudadanos.
En este sentido, para Platón, la vocación política del filósofo es irrenunciable, incluso si es forzada por la justicia. En su obra “La República”, se establece claramente esta obligación moral y cívica al afirmar: “Pero a ti no se te puede permitir que permanezcas allí y te niegues a descender de nuevo a la morada de aquellos prisioneros ni a participar en sus trabajos y honores, sean más bajos o más altos” (Platón, República, VII, 520d).La figura detestable del intelectual militante, en cambio, encuentra esta tarea innecesaria o incluso contraproducente, pues su comodidad se basa precisamente en validar las sombras de la caverna que le otorgan prestigio y posición. Él prefiere usar su intelecto para diseñar sombras más atractivas y persuasivas, consolidando así el cautiverio en general.
La historia moderna ofrece ejemplos claros de cómo el pensamiento, aún el más elevado, puede ser cooptado para servir a estructuras de poder. La figura del filósofo de la corte o del pensador oficial es, para mí, la antítesis del socrático que vive en la incomodidad de la verdad en un mundo que abraza con amor, a diario, la mentira. Este principio, al ser adoptado por la burocracia y la academia, sirvió para desalentar la crítica fundamental y establecer una renta moral para aquellos que se dedicaran a exponer la racionalidad inherente al sistema. En el siglo XX, la figura del intelectual rentado-militante como Jean-Paul Sartre mostró cómo la elección de una agenda política (en su caso, el comunismo) podía llevar a la negación de cierta autonomía racional. Sartre, al abrazar el engagement total, asumió el costo de excusar o minimizar las atrocidades del estalinismo, juzgando que la utilidad política de la causa superaba el deber ético de la verdad. Su postura, si bien buscaba la liberación humana, terminó sacrificando la independencia intelectual en el altar de la brillantina partidaria. Para Sartre, la no-acción era también una elección, pero la acción elegida fue la que le costó el silencio crítico ante la barbarie: «… el escritor se encuentra en la sociedad. Está «comprometido» en ella y sus escritos están «comprometidos» en ella, aun en la no acción» (Sartre, J. P., ¿Qué es la Literatura? [Publicado en Situaciones, II]).
El problema radica en que el “compromiso” exigido por la agenda moderna- ya sea de un partido político o de una corporación que financia ciertos estudios culturales- es a menudo el de la obediencia y la obsecuencia, no el del análisis. Así, el intelectual recibe una renta justamente por no pensar, y para poder coincidir.
Ahora bien, el problema de la autonomía se complejiza al examinar las motivaciones profundas que llevan al filósofo a la servidumbre. En su “Genealogía de la moral”, Friedrich Nietzsche cuestionó la supuesta neutralidad y el “ascetismo” de la búsqueda de la verdad, pero su crítica sirve paradójicamente para iluminar el vicio del pensador rentado. Nietzsche advierte que todo juicio proviene de una “perspectiva” y está ligado a una voluntad de poder. Sin embargo, la rendición ante el poder externo (partido político, dinero, agenda) es la negación del espíritu libre que él mismo idolatraba.
El sofista rentado no ejerce una voluntad de poder propia, sino una servil voluntad de aprobación. Se convierte en lo que Nietzsche llamaría un “animal de rebaño”, sacrificando la rara virtud de la independencia en aras de la seguridad del grupo o del patrocinador de turno. En este sentido, el filósofo pierde su capacidad de ser el martillo crítico de su época y se vuelve una herramienta más de propaganda. El intelectual claudicante utiliza la sutileza del conocimiento no para descubrir, sino para legitimar una mentira conveniente o una verdad parcial, en tanto que su autonomía queda hipotecada por el temor a ser excluido de los circuitos de visibilidad y poder, demostrando la vigencia del diagnóstico de Immanuel Kant.
En su llamado a la Ilustración, Kant identificó la pereza y la cobardía como las razones primordiales de la heteronomía del pensamiento. El intelectual que se pliega a una línea preestablecida lo hace, en última instancia, por comodidad y por miedo a la exclusión. Ante ello, Kant le grita: «Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón! Tal es el lema de la Ilustración» (Kant, I., Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?, 1784).
Esta “propia razón” es precisamente lo que se anula cuando los diletantes académicos asumen la tarea de sostener narrativas políticas o culturales a cambio de renta, visibilidad, fama y aprobación. El discurso ya no es un acto de descubrimiento, sino una representación teatral. En la actualidad, esta servidumbre se manifiesta en la figura del pseudo-intelectual militante que, bajo la bandera de la libertad de expresión, en realidad sólo posee la libertad de repetir el guión preestablecido por las agendas que lo están financiando, sean éstas ideológicas, mediáticas, políticas o académicas. En este sentido, la mayor amenaza a la libertad de pensamiento no es la censura explícita, sino la creación de un clima intelectual donde sólo ciertas narrativas son financiadas, celebradas y permitidas. Esto, evidentemente, restringe la verdadera libertad y autonomía racional, al moldear el pensamiento desde las esferas del poder.
La crítica más lacerante debe centrarse en cómo la renta de mercaderes de discursos se traduce en la destrucción de la autonomía en la educación. Cuando ciertos discursos, a menudo etiquetados como progresistas y liberales (o sea, posmodernos), degeneran en formas de relativismo moral dogmático y se utilizan como arietes para desmantelar la capacidad de pensamiento crítico en los centros educativos.
Desde nuestra perspectiva, el objetivo de la educación es formar personas libres y autónomas que tengan la capacidad de enfrentar la vida examinada. Sin embargo, la actual servidumbre voluntaria de los académicos se extiende a aquellos que diseñan currículos que buscan formar “militantes” para una causa, y no ciudadanos capaces de pensar por sí mismos. Frente a este nefasto panorama, proponemos una filosofía para la libertad, en tanto capacidad de trascender el propio contexto y las propias pasiones para buscar una verdad común. Al contrario, el académico partidario y rentado enseña que el pensamiento crítico debe detenerse justo donde comienza la doctrina de la agenda cultural que lo sostiene. Este acto de clausura del horizonte de la razón es la forma más insidiosa de tiranía intelectual, pues se ejerce bajo el disfraz de la liberación y de la justicia social. El resultado, a la vista de todos ya, es el desarme pedagógico del individuo frente a la propaganda, impidiéndole desarrollar la armadura de la crítica racional, lo cual es, en esencia, la destrucción de la persona libre.
En fin, caros lectores, la autonomía del filósofo no es un lujo, sino la condición sine qua non de su existencia. Cuando la filosofía se somete a la utilidad inmediata, a la agenda cultural de moda o al presupuesto estatal, deja de ser philosophia (amor a la sabiduría) para convertirse en sophistica (habilidad para convencer). Hemos llegado a un momento en que el coraje intelectual- la voluntad de ir en contra de la marea de la opinión financiada- es la forma más alta de honestidad. La figura del filósofo verdaderamente independiente es hoy una verdadera anomalía, o peor aún, una amenaza al consenso prefabricado, precisamente porque no se alinea a ninguna causa rentable (y racionalmente sostenible). Si la labor del intelectual posmoderno es simplemente la de proveer una justificación sofisticada para el statu quo de su tribu ideológica, la sociedad pierde a su conciencia crítica. Ahora bien: ¿cómo podemos, entonces, pasar de ser simples reproductores de narrativas a verdaderos artesanos del pensamiento? ¿Y cuál es el precio, en la actualidad, que el intelectual está dispuesto a pagar por su propia autonomía?.
Lisandro Prieto Femenía
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Opinet
Instagram y su nefasto mecanismo de censura

Por: Lisandro Prieto Femenía
Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión vale poco: José Luis Sampedro
La promesa de las grandes plataformas digitales fue simple y seductora: restaurar la palabra pública, democratizar la difusión, dar voz a quien antes carecía de tribuna. Instagram, en particular, se presentó como un ágora visual donde la creatividad y la expresión personal florecían sin intermediarios. Pues bien, hoy esa promesa aparece totalmente corroída por una doble realidad: por un lado, la red social tolera y a menudo amplifica imágenes y relatos de violencia, pornografía y todo tipo de atrocidades; por otro, castiga e invisibiliza sistemáticamente voces que promueven la concientización, el cuidado, el amor a la familia o posiciones discordantes con ciertas corrientes culturales posmodernas. Entre la retórica de la libertad y la práctica de la moderación se ha instalado una hipocresía patética que merece ser confrontada filosóficamente.
Bien sabemos que la hipocresía no es un fallo técnico accidental, sino la clara manifestación lógica de una arquitectura institucional y económica. Las decisiones de qué puede permanecer visible y qué debe ser suprimido no nacen en un vacío moral, sino que responde a intereses, incentivos y diseños que priorizan la captura de atención y la extracción masiva de datos de todos los usuarios. En lugar de una ética coherente de la palabra pública, lo que está rigiendo es una economía de la atención que recompensa solamente lo sensacional, lo inmediato y lo emotivo. Las imágenes que escandalizan atraen miradas y likes mientras que los relatos serenos de aprendizaje, sensatez, cordura o crítica reflexiva atraen menos y, por tanto, quedan penalizados por un algoritmo cuya función primera es maximizar retención y retorno publicitario. Así, la plataforma enseña su clara moral: la visibilidad se paga en tiempo de atención y la censura se impone cuando el discurso no resulta rentable o resulta políticamente incómodo.
La precitada economía no actúa sola: la moderación se externaliza a sistemas mixtos de aprendizaje automático y denuncias humanas, ambos cargados de sesgos de dudosa procedencia. Los modelos se entrenan con datos que reproducen prejuicios: léxico marcado como “peligroso”, imágenes etiquetadas como “sensibles”, comunidades etiquetadas como de alto riesgo. El resultado es un sistema que discrimina no sólo por el contenido sino por el estilo, vocabulario y afiliación. Es fácil ignorar o retrasar la retirada de material explícito que atrae audiencia; es mucho más sencillo y barato sancionar a usuarios que comparten testimonios incómodos para las narrativas patéticas dominantes. La hipótesis es inquietante pero totalmente verosímil: la censura no castiga únicamente por daño, sino también por incomodidad y por riesgo reputacional para la plataforma, ya comprometida con ciertos intereses.
Ahora bien, contrastemos la retórica y la praxis mediante ejemplos concretos. Incidentes en los que asesinatos han sido transmitidos o difundidos en vivo, y han circulado durante horas antes de su eliminación, muestran un fracaso institucional para priorizar la protección de las víctimas por sobre la viralidad. En paralelo, hay múltiples relatos periodísticos e investigaciones que denuncian cierres de cuentas y eliminación de contenidos destinados a la prevención y cuidado o a la crítica social, alegando siempre “violaciones de políticas” de la empresa- “contenido sensible”, “desinformación”, “discurso de odio”- con criterios vagos y aplicaciones erráticas. Estos patrones, repetidos en distintos contextos, delinean una práctica nefasta: contenidos gráficos que alimentan la máquina de la atención perviven mientras que las voces que desestabilizan narrativas cómodas se silencian con rapidez.
Para comprender la mecánica de este fenómeno, conviene apoyarse en algunos marcos teóricos contemporáneos. Shoshana Zuboff ha mostrado cómo las plataformas convierten la conducta en datos y luego en ganancias mediante la vigilancia, que es la materia prima de un negocio que no sólo vende atención sino que moldea sujetos. Por su parte, Eli Pariser advirtió la creación de “burbujas de filtro”, entornos que homogeneizan la información y restringen la pluralidad real. Simultáneamente, Tarleton Gillespie describe a las empresas tecnológicas como “custodios de internet”, es decir, actores privados que, sin legitimidad democrática, toman decisiones de alcance público. Por último, Safiya Noble expuso cómo los sesgos tecnológicos reproducen y amplifican ciertas injusticias. Todos estos aportes coinciden en un punto crucial: las decisiones de “moderación” en las redes no son neutrales, sino que son políticas enmascaradas de técnicas.
De aquí se desprende una tensión filosófica central, puesto que la supuesta libertad de expresión que proclaman estas redes sociales es, en el mejor de los casos, una libertad condicionada por el acceso y la visibilidad. No basta con la posibilidad de hablar, porque la libertad real exige ser realmente escuchado. La famosa técnica del “shadowbanning”, la degradación algorítmica y los sistemas opacos de apelación ilustran con claridad cómo la supresión puede ser más efectiva cuando es invisible, es decir, que la voz no es silenciada por eliminación directa sino por la negación de audiencia. La privatización de la jurisdicción comunicativa despoja a la esfera pública de mecanismos democráticos de resolución de conflictos, a saber, normas esenciales para la convivencia digital pasan ahora por equipos internos de moderación, políticas de empresa y modelos entrenados (entidades que no rinden cuentas a los ciudadanos). Sin ir más lejos, hace un año, Instagram decidió eliminar mi cuenta, la cual tenía 1,4 millones de seguidores, sin mediar explicación alguna y sin permitirme atisbo de apelación. ¿Democrático no?
La censura selectiva plantea también una cuestión ética sobre la correspondencia entre intención y efecto. Muchos contenidos removidos por “desinformación” o por violaciones a términos ambiguos escritos por un degenerado desconocido en Los Ángeles son, en realidad, esfuerzos de concientización o testimonios personales. Penalizar una crítica por el uso de lenguaje desacomodado a la moda posmo-progre o por documentación cruda- por ejemplo, materiales destinados a sensibilizar sobre riesgos o a documentar violencia para pedir justicia- equivale a castigar la posibilidad misma de narrar la experiencia. Así, se produce un doble daño perverso: las víctimas pierden voz y la sociedad pierde información crítica para poder deliberar con autonomía.
Tampoco puede soslayarse la dimensión de la vulgar vigilancia de datos. Instagram no sólo decide qué verás, sino que también perfila quién eres ante los demás. Cada “me gusta”, cada tiempo de visionado, cada comentario alimentan modelos que categorizan usuarios en función de su capacidad de retención, su propensión a reaccionar emocionalmente y su capacidad de monetización. Estos perfiles determinan tratamientos claramente diferenciales: exposición priorizada, relegación o supresión. La instrumentación de datos para moderación de contenidos convierte la privacidad en un vector de control porque el historial de interacciones define si una voz será amplificada o enterrada en el olvido. Además, la monetización de la atención vuelve la moderación un servicio económicamente rentable ya que las empresas que venden soluciones de verificación se benefician de un mercado de “seguridad” digital que, paradójicamente, es turbio y discrecional.
Las consecuencias sociales son bastante profundas. Primero, la erosión del debate plural que se da cuando ciertas críticas son sistemáticamente invisibilizadas produce un empobrecimiento de la deliberación pública que pierde su capacidad de autocorrección. En segundo lugar, se produce una desigualdad comunicativa peligrosa, porque quienes disponen de recursos- instituciones bien financiadas, influencers alineados con las agendas dominantes- navegan mejor los rigores y las zonas grises de las políticas mientras que los de “abajo”, activistas independientes y comunidades altamente vulnerables, son propensos a sanciones permanentes. En tercer y último lugar, se ejecuta una delegación de la legitimidad: funciones que pertenecen a la esfera pública, como la regulación de discursos nocivos y la protección de derechos, son asumidas por actores privados sin los mecanismos de transparencia y control democrático necesarios. A pesar de que no existe en el mundo un registro internacional de memes o de contenido digital, si uno comparte contenidos que van en contra de las modas, la entidad etérea de Instagram tiene la potestad de acusarte de infringir normas de “derecho de autor”, aunque ese contenido no esté fehacientemente patentado en ninguna parte.
Frente a este cuadro, las respuestas puramente tecnológicas no bastan. Es necesario plantear una reforma que convoque principios de justicia comunicativa que implique cierta transparencia algorítmica real- no meras divulgaciones de marketing-, auditorías independientes de moderación de contenidos, mecanismos de apelación que restituyan no sólo cuentas sino alcance y reparación simbólica, y normas que desincentiven el diseño de productos que premian solamente lo que es nocivo. De igual manera, también es necesario contar con políticas públicas que limiten la externalización de funciones regulatorias a privados y que obliguen a presentar cierta rendición de cuentas, como lo hacen con casi todos los mortales.
El problema es, en último término, filosófico. Se trata de decidir qué tipo de esfera pública queremos. ¿Aceptamos que un puñado minúsculo de empresas privadas, guiadas por incentivos comerciales y criterios nebulosos, definan los límites de lo pensable y lo visible? ¿O reclamaremos una esfera en la que la moderación sea un asunto de derechos, criterios transparentes y supervisión democrática? La respuesta no es una nostalgia idealizada de internet, sino una exigencia para recuperar mecanismos de deliberación y responsabilidad que permitan que la libertad de expresión no sea sólo un eslogan progre sino una práctica efectiva que tenga alcance verdadero para todos.
Si las plataformas se proclaman paladines de la libre expresión, deberán también aceptar las obligaciones que ello implica, a saber: explicitar criterios, proporcionar recursos reales de apelación, someterse a auditorías públicas y desvincular la policía del pensamiento digital de los incentivos que premian lo aberrante. Sin esas condiciones, la declaración de libertad será sólo una mera fachada mientras que la maquinaria seguirá alimentando la visibilidad de lo escandaloso y devorará a quienes practican la palabra como cuidado, denuncia y remedio. Pues bien, queridos lectores, la verdadera libertad de expresión exige más que la posibilidad de publicar pavadas en una red social; requiere también el derecho a ser visibilizado, a ser escuchado y a participar en una esfera pública que no esté en venta. Sólo así, dejarán de florecer los censuradores rapaces bajo la máscara de “pluralistas”.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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