Opinet
¿Y si renunciamos a la esclavitud voluntaria?
Por: Lisandro Prieto Femenía
«¡Parecería que consideráis como una gran dicha el que se os permita gozar de vuestra propiedad, de vuestras familias y de vuestras vidas; y todo este estrago, estas desgracias, esta ruina, os vienen, no de los enemigos, sino ciertamente del enemigo, de aquel a quien vosotros mismos hacéis tan poderoso, por quien vais a la guerra, por quien vais a la muerte.»
Étienne de La Boétie, “Discurso de la servidumbre voluntaria”, 1549).
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que, si bien data desde que la humanidad existe, hoy tiene unos matices bastantes perversos, a saber, el de la servidumbre voluntaria en una era de la promoción de la autoexplotación. En 1549, Étienne de La Boétie en su obra titulada “Discurso de la servidumbre voluntaria” planteó una pregunta bastante inquietante: ¿por qué los pueblos se someten voluntariamente a la tiranía? Su respuesta, que resuena a través de los siglos, fue que la servidumbre no se impone únicamente por la fuerza, sino que se cultiva a través de la costumbre, el miedo y la complacencia. En este siglo, esta reflexión adquiere una nueva dimensión, ya que la servidumbre voluntaria se manifiesta en formas sutiles y sofisticadas, especialmente en la moda del hombre que se explota así mismo.
La Boétie argumentaba que la tiranía sólo puede sostenerse mediante la complicidad de los súbditos, quienes deciden renunciar a su libertad a cambio de seguridad, estabilidad y comodidad. En la actualidad, esta “gente” de la que hablaba el autor somos nosotros mismos, y el “tirano” es nuestro propio deseo de éxito y reconocimiento, transparentado en una existencia de la exhibición permanente de lo que hacemos, decimos, comemos, visitamos, etcétera. Ya nadie tiene que violar nuestra intimidad, puesto que hemos decidido exponerla voluntariamente y gratuitamente en redes sociales.
«Es, pues, la gente misma la que se permite, o mejor dicho, la que se hace ensartar, ya que con sólo que cesara de servir, se vería libre. Es el pueblo el que se somete y se corta el cuello; el que, pudiendo elegir entre ser siervo y ser libre, repudia la libertad y abraza la servidumbre.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
La autoexplotación se manifiesta en esta obsesión por la productividad, la perfección, la buena apariencia ante el público y el rendimiento. Nos hemos convertido en esclavos de nuestras propias expectativas banales, trabajando incansablemente no para ser felices, sino para alcanzar metas inalcanzables impuestas por la agenda de moda del momento. Esta forma de servidumbre se nutre de una cultura del emprendimiento en solitario y el individualismo, que nos impulsa a convertirnos en “marcas personales” y a monetizar cada aspecto de nuestras miserables vidas.
«De ahí viene que los tiranos siempre hayan empleado todos sus esfuerzos en acostumbrar a los pueblos, no sólo a la obediencia y a la servidumbre, sino también a la devoción.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Como decíamos previamente, en la era digital, la autoexplotación se intensifica gracias al panóptico instalado por nosotros mismos, a saber, las redes sociales que nos permiten exponernos constantemente a la comparación y la competencia. Quienes están muy flojos de papeles, o sea, la mayoría de los usuarios, se sienten obligados a proyectar una imagen de perfección, de éxito y felicidad, lo que los lleva a trabajar aún más duro para mantener las apariencias.
«Los tiranos, para consolidar su poder, procuran que los hombres se embrutezcan y pierdan hasta el uso del juicio y la capacidad de quejarse.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Este tipo de servidumbre que se manifiesta en la necesidad de aparentar en las redes sociales es una clara forma de opresión sutil pero poderosa, digna de un análisis filosófico profundo. En ese espacio virtual, la identidad se convierte en una mercancía expuesta para la valoración de una legión de idiotas, un producto lastimosamente elaborado con mucho cuidado para obtener la validación de gente que realmente no conocemos. La búsqueda de “likes” y de seguidores comentando lo que hacemos, se termina convirtiendo en una adicción, una necesidad constante de reafirmación externa que nos aleja de nuestra propia autenticidad y de la gente de carne y hueso que nos acompañan a diario.
«El teatro, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales extraños, las medallas, los cuadros y otras bagatelas eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Esta dinámica, nos ha llevado a construir una fachada, una versión idealizada de nosotros mismos que rara vez coincide con la realidad. Así, nos convertimos en esclavos de nuestra propia imagen, atrapados en un bucle interminable de comparación y competencia banal. Esa presión de mantener las apariencias, nos obliga a vivir constantemente en alerta, ocultando nuestras “imperfecciones” y debilidades ante el ojo ajeno. En este teatro virtual, la honestidad y la vulnerabilidad se consideran debilidades, mientras que la estética dictaminada por la moda estúpida de turno se convierte en el único valor aceptado masivamente.
«No es creíble que un hombre solo pueda maltratar a una ciudad entera, si ésta no quiere; ni es posible que pueda oprimir a todo un pueblo, si éste no consiente en ser oprimido.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Ante esto, la filosofía puede ayudarnos a comprender esta forma de servidumbre, al analizar cómo la tecnología moldea nuestra percepción de la realidad y nuestra relación con nosotros mismos. Podemos cuestionar la ética de la cultura de la imagen, reflexionando sobre la responsabilidad que tienen los creadores de contenido y las plataformas de redes sociales. Además, la psicología social también nos brinda herramientas para comprender los efectos de la comparación y la validación extrema en nuestra autoestima y bienestar emocional. Al comprender los mecanismos de esta servidumbre, podemos empezar a liberarnos de sus cadenas e intentar recuperar nuestra autenticidad y dignidad.
«Los tiranos, cuanto más roban, más exigen; cuanto más arruinan y destruyen, más dan y favorecen; y cuanto más se debilitan y arruinan, más se fortalecen y hacen poderosos.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
En términos estrictamente políticos, la servidumbre voluntaria se manifiesta en la apatía, la desconfianza injustificada y la falta de participación ciudadana. Cuando las personas abandonan su capacidad crítica y su responsabilidad cívica, abren la puerta a la manipulación y el abuso de poder sistemático. No es casual que la democracia, que en teoría se basa en la participación activa y consciente de los ciudadanos, se vea amenazada por la pasividad insoportable y la complacencia cómplice de una incontable lista de atropellos a los derechos y garantías de todos que se realizan a diario.
«Para los tiranos, el pueblo es un rebaño de ganado que hay que esquilar o degollar según convenga.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
También, la servidumbre política se alimenta de otros factores como la desinformación y la propaganda, difundidas a través de los medios masivos de comunicación y redes sociales, los cuales distorsionan la realidad con la intención de manipular la opinión pública. El miedo a la inestabilidad y la incertidumbre nos lleva a aceptar líderes impresentables y autoritarios que prometen seguridad a cambio de libertad. Pues bien, esta polarización y división social diseñada con intenciones muy puntuales, no hacen otra cosa que debilitar nuestra capacidad de acción colectiva y de participación mancomunada al servicio de un bien común que parece haber quedado en desuso.
«La libertad es el único bien que los hombres no desean, porque si la desearan, la tendrían.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Este tipo de fenómenos acontecen en el marco de una globalización en la que la servidumbre política se intensifica por la complejidad de los problemas y la sensación de impotencia individual: los ciudadanos se sienten abrumados por la magnitud de los desafíos y renunciar a su capacidad de influencia ante la falta de transparencia de una clase dirigente totalmente corrompida que genera desconfianza en las institucional al mismo tiempo que desincentiva cualquier atisbo de participación cívica.
«El trabajo es el instrumento de la vida, no su fin.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Dicho esto, es necesario aclarar que esta servidumbre política no es inevitable. La educación cívica de calidad, el acceso irrestricto a la información veraz y la promoción del pensamiento crítico son herramientas fundamentales para fortalecer a la democracia. La participación activa en organizaciones sociales no corrompidas por los punteros de la política, el ejercicio del derecho a votar y la defensa permanente de los derechos humanos son simplemente algunas formas de resistencia contra esta servidumbre abúlica imperante.
«La costumbre es la nodriza de la servidumbre.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
La filosofía política nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del poder y la responsabilidad que tenemos todos los ciudadanos, recordándonos que la democracia no es un regalo, sino una conquista que requiere vigilancia y participación constante, sin confundir por “participación” el estar militando en un espacio político con el único fin de conseguir un cargo en el Estado, lugar en el que estaremos atornillados toda la vida. No, se trata de cultivar mediante los majestuosos pero inútiles sistemas educativos una conciencia crítica para fortalecer nuestra capacidad de acción colectiva, para así resistir la servidumbre que aplaude la ilegalidad y construir una sociedad más justa y libre.
Por último, es también pertinente analizar el vínculo entre la servidumbre voluntaria en el laberinto del mundo laboral, haciéndonos la siguiente pregunta: ¿cuál es el verdadero fin del trabajo? Más allá de la disponibilidad constante y la hiperconexión que mencionamos previamente, la servidumbre en este aspecto laboral se manifiesta en la aceptación tácita de un paradigma donde el trabajo se convierte en un fin en sí mismo, en lugar de un medio para alcanzar una vida digna. Esta distorsión del propósito laboral se alimenta de una serie de factores que anestesian nuestra capacidad de pensar y nos convierten en cómplices de nuestra propia opresión.
«La libertad es el único bien que los hombres no desean, porque si la desearan, la tendrían.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
La sociedad posmoderna nos inculca la idea de que el valor de una persona se mide por la cantidad de dinero que gana y la calidad de los bienes y servicios que consume. Nos hemos convertido en esclavos de nuestras propias ambiciones, sacrificando nuestro tiempo, salud y bienestar en aras de ascender en la escala corporativa o alcanzar el reconocimiento público. Esta búsqueda hueca e incesante de validación nos aleja de nuestra propia esencia y nos impide cuestionar la verdadera finalidad del trabajo en sí.
«Resolvamos no servir más y estaremos libres.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Como bien señaló el gran La Boétie, la servidumbre se sostiene gracias a la costumbre y la complacencia. Nos hemos acostumbrado a largas jornadas laborales, a llevarnos trabajo a casa, a la presión constante y a la falta de equilibrio entre oficio y vida personal. Tristemente, hemos aceptado estas condiciones como inevitables, sin cuestionar si realmente contribuyen a nuestro bienestar y al de la sociedad en su conjunto.
En este aspecto particular, la filosofía nos invita a reflexionar sobre el verdadero significado del trabajo. ¿Es simplemente un medio para obtener ingresos y consumir bienes y servicios? ¿O debería ser una actividad que nos permita desarrollar nuestro potencial, contribuir al bien común y encontrar sentido a nuestra existencia? Pese a estas preguntas, las cuales carecen de interés para la gran mayoría, la sociedad actual ha convertido el trabajo en una forma de servidumbre legalizada, donde los individuos se someten a condiciones laborales alienantes y explotadoras a cambio de la ilusión de seguridad y reconocimiento. Esta forma de servidumbre se gesta de una cultura del consumismo y el individualismo que nos interpela a buscar la satisfacción material y el éxito personal a cualquier costo.
«Determinémonos a no servir más, y he aquí que somos libres. No quiero que ataquéis al tirano, sino que dejéis de sostenerlo.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Para liberarnos de esta servidumbre, debemos cuestionar el paradigma dominante y recuperar el verdadero sentido del trabajo. Debemos exigir condiciones laborales más justas y humanas, que nos permitan conciliar el esfuerzo laboral con el desarrollo de una vida personal sin abandonar la pretensión de desarrollar nuestro potencial. Por esto, es preciso recordar que el trabajo no es otra cosa que un medio para alcanzar una vida plena, no un fin en sí mismo. Ya que vivimos en una época en la que se pregona tanto «la libertad», retomar el pensamiento de La Boétie nos permite comprender que dicha libertad no se mendiga ni se consigue poniéndose debajo de una cascada que la derrama, sino que se conquista. No se trata aquí de derrocar a un tirano externo, que lo hay, sino de liberarnos del tirano interno que nos impide vivir plenamente, es decir, pensar por nosotros mismos y actuar en consecuencia.
La reflexión que La Boétie nos regala sirve para cuestionar nuestras propias decisiones y a resistir estas nuevas formas de opresión, tanto aquellas que son evidentes como las encubiertas. En esta era de autoexplotación, debemos recuperar nuestra autonomía y establecer límites saludables entre trabajo, tiempo libre, tiempo en soledad y tiempo con las personas que decimos apreciar en redes sociales. Para ello, debemos recordar que la verdadera libertad no se encuentra en la búsqueda incesante de la aprobación virtual de otros usuarios, también entendida como “éxito”, sino en la capacidad de vivir una vida realmente plena y significativa.
Comenzar este camino de liberación de la servidumbre voluntaria no es tarea fácil, pero debemos al menos intentar cultivar la conciencia crítica y la solidaridad, cuestionando las modas y las leyes caprichosas, como también las expectativas que nos condicionan mientras construimos una sociedad que valore sinceramente el bienestar común y la justicia por encima del rendimiento, la apariencia y el consumo.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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La Navidad del alma salvadoreña
En pleno siglo XXI, pocos países han logrado levantarse con tanta fuerza después de la tormenta. Cuando el mundo entero tambaleaba bajo el peso de la pandemia, El Salvador (pequeño como una hormiga, pero incansable como el sol) se alzó como un rayo de luz en medio de una América oscurecida por la pandemia. Mientras otros miraban hacia dentro, este país miró hacia adelante. Se reconstruyó paso a paso, sin disonancia, con una determinación casi silenciosa, hasta que el mundo, sorprendido, volvió a pronunciar su nombre con respeto y admiración.
Tras la oscuridad de la pandemia, cuando el mundo entero tambaleó, fue El Salvador el país que se levantó con paso firme, sorprendiendo a propios y extraños. Su nombre comenzó a viajar de boca en boca; se convirtió en tema de conversación, en ejemplo, en curiosidad. De pronto, todos querían saber qué ocurría en este rincón del mapa donde el miedo se había rendido y la esperanza había vuelto a ocupar las calles.
Y mientras el mundo observa, asombrado por este renacimiento, los salvadoreños se reconocen unos a otros con una mezcla de incredulidad, alegría y gratitud.
Hoy no existe rincón del planeta donde no se escuche hablar de El Salvador. Desde las grandes capitales hasta los pueblos más remotos, su nombre resuena con una mezcla de asombro y admiración. Pero lo más hermoso ocurre dentro de sus propias fronteras: en los mercados, en los parques, en los cafés del centro histórico, se escuchan voces en inglés, en francés, en alemán… acentos que viajan desde lejos para descubrir lo que los salvadoreños siempre supieron: que esta tierra tiene un alma invencible.
Desde las playas del Pacífico hasta el Volcán de Santa Ana, cada año, el país se siente “más” y “más” distinto: más suyo y más abierto, más seguro y más soñador. No ha cambiado su paisaje, sino su espíritu.
Y cuando cae la tarde sobre San Salvador y los primeros cohetes anuncian la llegada de diciembre, el aire mismo parece iluminarse. Es la misma ciudad, pero respira distinto. Una brisa suave huele a pan dulce, a pólvora festiva, a pupusas recién salidas de la plancha.
En esas pupusas humeantes que se sirven en las esquinas, en las guirnaldas que cuelgan de algunas casas, en el brillo de las luces verde y rojo, se percibe algo más que decoración navideña: se percibe orgullo.
El Centro Histórico, aquel corazón que por años estuvo apagado, late otra vez con fuerza. Donde antes reinaba la sombra, hoy relucen miles de luces que se entrelazan entre los balcones coloniales y cafés restaurados. Las Plazas están llenas de vida. La Catedral se viste de reflejos dorados. Familias enteras pasean sin prisa: niños con helados, abuelos tomados de la mano, jóvenes llenos de vida… inundan las calles con una alegría que parecía haber estado esperando décadas para renacer.
Los ojos se llenan de destellos. Las calles se llenan de villancicos, risas y un sentimiento difícil de nombrar, pero fácil de reconocer: esperanza.
Y vuelven, también, los que un día partieron. Los hijos que crecieron lejos, los que hablan con acento ajeno, los que soñaban con volver y por fin pueden hacerlo. Regresan con maletas llenas de recuerdos y con los ojos humedecidos por la emoción: buscando los patios de su infancia, el nacimiento que la abuela aún arma con las mismas figuras de siempre. En esos reencuentros que cruzan océanos y generaciones, en ese abrazo que une generaciones separadas, El Salvador se reconcilia consigo mismo.
En la plaza Gerardo Barrios, bajo el resplandor de las luces de navidad, una niña sostiene la mano de su madre y mira hacia arriba. Las luces la deslumbran, los cohetes dibujan estrellas fugaces en el cielo, y en sus ojos se refleja el país entero: un país pequeño que ha vuelto a soñar en grande.
Esa mirada resume todo lo que somos. Resume los años de dolor y de esperanza, silencios y canciones, despedidas y regresos. Resume lo que significa ser salvadoreño en esta época: haber atravesado la sombra para volver a brillar.
En apenas pocos años, El Salvador se ha revelado al mundo. El país del que nadie se acordaba ahora ilumina su propio camino. Y en su resplandor, el mundo se detiene a mirar… y a admirar.

Randa Hasfura Anastas, abogada y diplomática
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El poder no te cambia, sólo muestra quién eres- Lisandro Prieto Femenía
“El problema moral del mal es su ‘trivialidad’, y esta trivialidad, a su vez, está estrechamente ligada a la incapacidad de pensar, de pensar desde la perspectiva de otro”
Arendt, La vida del espíritu, ed. 2002, p. 248
La reflexión sobre el poder como fuerza de desinhibición, más que corruptora, tiene sus cimientos en la filosofía clásica. La interrogación sobre la naturaleza de la justicia, a menudo instrumentalizada por sus beneficios externos, encuentra en el ejercicio del dominio una prueba de fuego para la verdad del carácter. Platón, en su diálogo fundamental “La República”, no lega el ineludible mito del anillo de Giges, precisamente para dirimir esta aporía. El argumento es tan sencillo como demoledor: la invisibilidad que confiere el anillo no inocula un vicio nuevo, sino que suprime la única contención que mantenía a raya una voluntad ya inclinada hacia el exceso. El poder, en esta lectura, no es un factor de cambio, sino el disolvente de los frenos sociales que ocultan una verdad moral latente.
Tal como se examina en el Libro II, el propósito de la fábula es interrogar la relación intrínseca entre el poder y la moralidad, demostrando que la posibilidad de obrar sin ser descubierto sirve de prueba, no de transformación. Aquello que emerge ante la ausencia de visibilidad social no es una nueva disposición moral, sino la manifestación irrefrenable de una “inclinación” que las leyes y el escrutinio público mantenían contenida (Platón, La República, libro II, ed. 2010, pp. 48–54). El poder, en este sentido prístino, no engendra un nuevo carácter, sino que despliega la verdad ontológica del sujeto.
Por su parte, Aristóteles, en una clave complementaria, ofrece una exégesis que enlaza el poder con la ética del hábito. Para el estagirita, la virtud no es un mero estado interior o un conocimiento teórico, sino una disposición estabilizada que se confirma y se verifica en la práctica libre y reiterada. Como afirma en su “´Ética a Nicómaco”, “la virtud moral es un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquello que decidiría el hombre prudente” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro II, ed. 2009, p. 35). Desde esta perspectiva, el poder deviene en el escenario que posibilita la expresión sin el obstáculo de las disposiciones ya asentadas: si el ejercicio del dominio propicia la justicia y la templanza, es la virtud cultivada la que se manifiesta. Si, por el contrario, exacerba la crueldad, es la latencia del vicio la que se actualiza. El poder sólo proporciona la amplitud de la acción, y en estos casos de mediocres, el juicio y el hábito ya estaban fraguados de antemano.
Estas intuiciones clásicas fueron desafiadas por la experiencia histórica moderna, condensada en la célebre máxima de Lord Acton: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Si bien esta sentencia propone una dinámica causal directa- el poder como agente corruptor-, su relectura crítica contemporánea nos invita a sostener una hipótesis más matizada, donde el poder opera primordialmente como una lupa o un catalizador. El poder es una variable contextual que reduce el costo de oportunidad de ser fiel a la propia inclinación. Lo que se constata no es la creación de nuevos deseos, sino la alteración del contexto para que los deseos y disposiciones preexistentes encuentren una resistencia significativamente menor para su expresión.
En este punto, la psicología contemporánea aporta evidencia empírica que enriquece la tesis. Investigadores como Dacher Keltner y su equipo han descrito la “paradoja del poder”: los individuos en posiciones de dominio experimentan una notable reducción de la empatía situacional y una mayor sensación de desinhibición. El poder, por tanto, modula el campo atencional, reduciendo el enfoque en las perspectivas de los otros, lo cual facilita que los rasgos latentes afloren (Keltner et al., 2003; Anderson & Berdahl, 2002). Estos hallazgos no sugieren que el poder sea un demiurgo moral, sino un catalizador que, al atenuar los frenos externos e internos, intensifica las tendencias ya existentes.
Sin embargo, la manifestación más patética de esta revelación se observa en aquellos a quienes la vida o el mérito han dotado de una miserable cuota de poder sin que posean la estatura moral e intelectual para administrarlo: la mediocridad súbitamente investida de autoridad. Lo que en el individuo común era un rasgo de inseguridad o una falta de autoestima, bajo el influjo del poder se transfigura en soberbia. Esta ranciedad ética, lejos de ser un signo de grandeza, opera como una auténtica discapacidad moral que incapacita para la escucha y el juicio prudente. La persona mediocre, al sentir el poder, interpreta la ausencia de consecuencias como una validación de su propio ego inflado, confundiendo la prerrogativa circunstancial con el mérito intrínseco. Así, el poder desvela su insuficiencia, su vacuidad interior, obligándole a compensar la falta de contenido con violencia y arrogancia formal.
Este análisis contextual también encuentra un eco particularmente trágico y profundo en el diagnóstico que Hannah Arendt realiza sobre la “banalidad del mal”. Al estudiar el caso de Eichmann, desvela cómo la obediencia acrítica y la rutina burocrática permiten que los individuos comunes se conviertan en ejecutores de actos atroces. Su tesis no es que la situación invente monstruos, sino que revela la pasividad, la indiferencia y el despojo total de responsabilidad que, bajo la coacción de la estructura administrativa, se vuelven operativas: “cuanto más obediente es el burócrata, cuanto más se olvida de que es un ser humano y un fin en sí mismo, más cruel y criminal se vuelve” (Arendt, Eichmann en Jerusalén, ed. 2005, p. 34). De esta forma, la estructura del poder funciona como un escenario masivo donde las deficiencias del carácter- la incapacidad de pensar y juzgar, o la soberbia compensatoria del mediocre- se despliegan en toda su dimensión. El poder ofrece el pretexto institucional para que el mal, ya trivializado, se ponga en marcha con toda su fuerza.
Ahora bien, tampoco podemos olvidar el análisis correspondiente del rol que juega el desafío de la autoafirmación en consonancia con la responsabilidad. La filosofía de la voluntad y la ética de la responsabilidad profundizan el alcance de esta revelación. Recordemos que Nietzsche nos ofrece una lectura afirmativa al concebir el poder como el espacio para la manifestación del querer, posibilitando la autoafirmación y la creación de valores, lo cual expone de forma sincera la altura moral del sujeto. No obstante, frente a esta autoafirmación, emerge la exigencia de la responsabilidad preventiva.
El pensamiento de Kant exige que la autonomía moral sea una tarea constante, en tanto que la ética requiere formar el carácter mediante el cultivo de la voluntad. Si el poder descorre el velo de lo que somos, entonces la moral kantiana nos impone la obligación de educar el respeto al deber antes de asumir posiciones de dominio (Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, ed. 2014, pp. 45–57). A su vez, Simone Weil advierte sobre el desarraigo ontológico que genera el ejercicio del poder y reclama la atención y la austeridad como antídotos ante la posibilidad de ejercer el dominio (La gravedad y la gracia, ed. 2008, pp. 90–102).
Complementando esta exigencia, la fenomenología de Paul Ricoeur puntualiza la responsabilidad del yo, del “sí mismo”, frente a la acción. La responsabilidad no desaparece al aumentar las prerrogativas del poder, por el contrario, se hace ineludible, pues “la imputabilidad no es sino la proyección sobre la acción de la exigencia de responsabilidad” (Ricoeur, Sí mismo como otro, ed. 1990, pp. 128–140). Desde este enfoque, el poder, al multiplicar el impacto de la acción, amplifica esta exigencia narrativa de quién es el agente que responde por lo obrado. En pocas palabras: si antes eras prudente, ahora que tienes poder, debes ser más prudente aún.
Por último, Foucault desplaza la cuestión del poder desde la simple posesión a las redes de relaciones que disciplinan y producen sujetos. En tanto técnica social, el poder transforma los escenarios en los que las disposiciones latentes se normalizan o se sobreactúan, demostrando que “su luz” no sólo revela, sino que también modula y condiciona la expresión de lo revelado, a veces amplificando las tendencias sociales antes que las individuales (Foucault, Vigilancia y castigo, ed. 1996, pp. 73–89). Es la trama misma del poder la que expone, y a veces deforma, el carácter que se intenta manifestar.
Procedamos, pues, a cerrar este asunto, sobre todo mediante el reto de la deuda moral y el autoconocimiento. La evidencia empírica contemporánea que vincula poder con la reducción de la inhibición permite sostener una tesis ineludible: el poder no corrompe per se, sino que desvela la corrupción ya alojada en la voluntad. Ello remarca que la diferencia entre corrupción y revelación depende de la formación previa del carácter, de las estructuras institucionales que condicionan el ejercicio del poder y, fundamentalmente, de la responsabilidad moral que el sujeto se impone.
Tengamos en cuenta que Søren Kierkegaard, al describir la desesperación como una desconexión del “sí” auténtico, y Heidegger, al distinguir entre la “propiedad” y la “impropiedad” del ser, sugieren que el poder puede funcionar como una experiencia límite que revela dimensiones del yo inaccesibles en la pasividad. El poder es un examen ontológico sin opción a borrador. Tal vez sea posible el pleno autoconocimiento sin la confrontación con la capacidad de acción sin límites que el poder confiere. Sin embargo, ese conocimiento no redime la responsabilidad. Conocer lo propio en la oscuridad del privilegio exige, ineludiblemente, reconocer la deuda con los demás.
Como siempre les digo, queridos lectores, es fundamental cerrar esta humilde reflexión dejándolos en la incomodidad de las preguntas no resueltas. Si la linterna se encenderá inevitablemente al ejercer dominio, ¿preferimos acaso vivir en la ignorancia apacible, sin conocer la verdad sobre la crueldad o la bondad que la desinhibición podría mostrar, o nos comprometemos activamente a forjar un carácter que merezca ser revelado? ¿Cómo podemos desmantelar la ilusión de la soberbia en aquellos que, por su mediocridad, confunden el rango con la grandeza del ser, y que usan la autoridad para proyectar su inseguridad? La soberbia del mediocre, esa patología del poder fugaz, es la prueba de que el ser que se manifiesta estaba vacío. La verdadera tragedia no reside en que el poder corrompa a algunos individuos excepcionales, sino en la inquietante posibilidad de que su posesión revele a muchos ciudadanos comunes, instalados en roles cotidianos, ejerciendo crueldades bajo el manto de una estructura que se lo permite.
Si el poder es, simultáneamente, un espejo ineludible y un escenario amplificador, la deuda moral última del ser no es con la ley externa, sino con el “sí mismo” que el poder nos obliga a confrontar. Y es en esa confrontación donde la esperanza de un ejercicio ético del dominio debe, inexorablemente, comenzar.
Referencias Bibliográficas
Anderson, C., & Berdahl, J. L. (2002). The experience of power: Examining the effects of power on approach and inhibition. Journal of Personality and Social Psychology, 83(6), 1362–1373.
Arendt, H. (2002). La vida del espíritu. (E. García, Trad.). Paidós.
Arendt, H. (2005). Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. (C. W. F. de Rivas, Trad.). Lumen.
Aristóteles. (2009). Ética a Nicómaco. (M. Araujo & J. Marías, Trads.). Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
Foucault, M. (1996). Vigilancia y castigo: Nacimiento de la prisión. (A. G. Morata, Trad.). Siglo XXI Editores.
Kant, I. (2014). Fundamentación de la metafísica de las costumbres. (J. M. G. de la Mora, Trad.). Porrúa.
Keltner, D., Gruenfeld, D. H., & Anderson, C. (2003). Power, approach, and inhibition. Psychological Review, 110(2), 265–284.
Kierkegaard, S. (2007). Temor y temblor. (V. Gutiérrez, Trad.). Tecnos.
Platón. (2010). La República. (C. Eggers Lan, Trad.). Gredos.
Ricoeur, P. (1990). Sí mismo como otro. (A. Neira, Trad.). Siglo XXI Editores.
Weil, S. (2008). La gravedad y la gracia. (M. M. de C. J. A. V. P., Trad.). Trotta.
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Quien vive en paz, no jode a los demás- Lisandro Prieto Femenía
“A las personas no les molestan las cosas, sino las opiniones que les dan a esas cosas”
Epicteto, Enquiridión (Capítulo 5).
El precitado aforismo estoico, que sitúa la fuente de la perturbación no en el mundo externo, sino en el juicio subjetivo que emitimos sobre él, encierra una tesis fundamental para la filosofía: la buena convivencia no primariamente una tarea de diseño social o regulación externa, sino el resultado inevitable de una cierta disposición, de una arquitectura interior armónica. Si la paz con el mundo es un reflejo de la paz consigo mismo, entonces la agresión, la falta de respeto, la irritabilidad y el malestar que proyectamos sobre el entorno no son más que los síntomas de una guerra no resuelta en el fuero interno. Bajo esta luz, la búsqueda de la serenidad se convierte en la primera y más radical responsabilidad cívica.
La filosofía clásica sentó las bases de esta conexión indisoluble entre el orden interno y la acción justa. Para Platón, la justicia misma en la “polis” es una proyección de la justicia del alma. En “La República”, el filósofo ateniense define el alma justa como aquella donde cada una de sus tres partes- la razón (logistikón), el espíritu o ánimo (thymoeidés) y los apetitos (epithymetikón)- cumplen su función armoniosamente. La razón debe gobernar, asistida por el ánimo, para mantener a raya los apetitos. La injusticia, y por extensión la perturbación proyectada sobre los demás, surge del desequilibrio, cuando una parte inferior usurpa el lugar de la razón. La acción mesurada y el respeto al otro emanan de esta justicia interna (Platón, La República, 443c–d).
Por su parte, su discípulo Aristóteles enfoca esta armonía en la finalidad de la vida humana: el Bien Supremo, o eudaimonia (“vida floreciente”). Esta plenitud se alcanza a través del ejercicio constante de la razón (logos), que permite la adquisición de las virtudes. En su obra “Ética a Nicómaco”, establece que “el bien humano es la actividad del alma de acuerdo con la virtud; y si las virtudes son varias de acuerdo con la óptima y más completa” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1098a16-18). En pocas palabras, aquí se está expresando que la persona prudente (phronimos) armoniza sus pasiones y sus acciones con la recta razón porque su orden interno es la garantía de su conducta justa en la esfera pública.
Este principio se radicaliza en el pensamiento estoico, particularmente en pensadores como Epicteto, que concibió la serenidad (ataraxia) y la imperturbabilidad (apatheia) como el único campo de batalla legítimo y accesible. El estoicismo nos enseña que el sufrimiento nace de los juicios erróneos sobre aquello que no está bajo nuestro control. La paz se conquista, pues, al desplazar la preocupación de lo externo a lo interno, logrando la distinción fundamental entre lo que podemos y lo que no podemos modificar. Complementariamente, el emperador filósofo Marco Aurelio refuerza esta idea al establecer la “Ciudadela Interior” como nuestro refugio inexpugnable. En sus “Meditaciones”, prescribe el acto de la voluntad sobre el juicio: “Tienes poder sobre tu mente, no sobre los acontecimientos exteriores. Date cuenta de esto y hallarás la fuerza” (Marco Aurelio, Meditaciones, IV, 3). En este sentido, la paz interior nos capacita para responder al mundo con ecuanimidad, transformando la relación con el otro de una potencial fricción a un ejercicio de virtud.
Siglos después, la filosofía post-kantiana introdujo una visión más oscura de la dinámica interior que explica la agresividad humana, desplazando el problema del orden de la razón al caos de la voluntad. Para Arthur Schopenhauer, el malestar no es un error de juicio ni una falta de virtud, sino una condición metafísica ineludible. Para él, la esencia del mundo es la “Voluntad” (Wille), un impulso ciego, irracional e insaciable que es la fuente última de todo dolor y sufrimiento.
En su obra titulada “El mundo como voluntad y representación”, diagnostica la vida como un ciclo perpetuo de querer y desear, donde el sufrimiento y el tedio son “los dos extremos en los que oscila el péndulo de la vida” (Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, Vol. I, § 57). Esta voluntad única y sufriente se manifiesta en todos los seres, creando un estado de hostilidad universal donde todos somos verdugos y víctimas debido a la naturaleza insaciable de nuestro motor vital. La agresividad hacia el prójimo, desde este enfoque, no es un vicio moral, sino el efecto necesario de este perpetuo impulso metafísico que busca alivio al afirmarse a sí mismo, a menudo a expensas de los demás. La paz interior, bajo este prisma, sólo es alcanzable mediante la negación ascética de la voluntad: cuanto menos se desee, más cerca de esa paz se estará.
Ahora bien, este mecanismo de descarga de la frustración encuentra su formulación más incisiva y sociopolítica en la obra de Friedrich Nietzsche. Desarrollado en su “Genealogía de la moral”, el concepto de Ressentiment (resentimiento) no es un simple sentimiento, sino una fuerza creadora de valoraciones morales, una venganza imaginaria nacida de la impotencia y la incapacidad de actuar.
Nietzsche explica que el sujeto débil, incapaz de responder directamente a su opresor o a la causa de sus frustraciones, sublima esta debilidad y la revierte. El resentido, en guerra consigo mismo por no poder afirmar su propia voluntad vital, necesita urgentemente buscar y crear enemigos afuera. Este acto es esencialmente deshonesto, pues como afirma el bigotón, “el resentido no es sincero ni honesto… su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas…” (Nietzsche, La genealogía de la moral, Tratado Primero, § 10). Así, la agresión social se convierte en la metabolización perversa de una identidad dañada: sólo la gente rota tiene la energía para molestar a los demás.
Esta proyección de la hostilidad desde el fracaso interior encuentra un eco existencial en la crítica del escritor y pensador argentino Ernesto Sábato. Para él, la hostilidad no sólo nace del resentimiento moral, sino de la angustia y la incomunicación radical del individuo moderno. Su obra es un lamento por la deshumanización que aísla al ser en un mundo racionalizado y mecánico. En su ensayo “El escritor y sus fantasmas”, diagnostica la condición humana como una soledad irreductible al expresar que “sólo ha y una cosa verdaderamente ineludible: nuestra soledad, nuestra desesperación, el fracaso definitivo” (Sábato, El escritor y sus fantasmas, El escritor y la crisis). Si el hombre vive en la certeza de su soledad esencial y el sinsentido, la proyección de la agresión (la “molestia”) es un intento desesperado por establecer un contacto, aunque sea negativo, con el otro, o una manifestación de la profunda frustración ante el absurdo. La convivencia se rompe no solo por la maldad activa, sino por la incapacidad de la conciencia solitaria de tocar otras conciencias.
Desde una arista sociológica, se podría afirmar que la patología de la molestia social se complica al introducir la dimensión intersubjetiva de la identidad. Filósofos de la Escuela de Frankfurt, como Axel Honneth, han desarrollado la idea de que el yo se constituye en el espejo del otro a través de la “lucha por el reconocimiento” (Kampf um Anerkennung). Concretamente, Honneth postula que sólo si los individuos “se ven confirmados recíprocamente en sus actividades y capacidades pueden llegar a una autocomprensión de sí mismos como individuos autónomos” (Honneth, La lucha por el reconocimiento). Esto nos da otra pista: a veces la gente rota que disfruta molestando a los demás, ha sido severamente maltratada desde su infancia.
La negación del reconocimiento- el desprecio o el menosprecio- hiere la identidad hasta su núcleo, afectando las esferas del amor, el derecho y la estima social. Esta herida se convierte en una fuente de profunda inestabilidad que puede proyectarse como una búsqueda de compensación agresiva. Si la sociedad me niega el valor que merezco, la tentación de destruir el valor de lo que me rodea se vuelve un mecanismo de defensa. El conflicto y la agresión, por tanto, son a menudo una protesta moral subyacente ante la falta de reconocimiento.
Esta dinámica se amplifica en el paisaje de nuestra postmodernidad. Byung-Chul Han, en su análisis de la “sociedad del rendimiento”, señala cómo la autoexplotación y presión por el éxito generan un sujeto que es tanto verdugo como víctima de sí mismo. La fatiga patológica del burnout (“cerebro quemado”) y la depresión, producto de una guerra interna librada por imperativos de optimización, se proyectan al exterior como irritabilidad crónica, intolerancia y una necesidad constante de “molestar” que intenta reorientar el foco del dolor hacia el exterior, desplazando la responsabilidad por el propio fracaso al sistema o al prójimo. En esta perspectiva, la hostilidad social es la manifestación externa de un alma exhausta.
Ahora, si la agresión nace de la herida, la frustración y el resentimiento, la verdadera paz interior exige un acto de liberación. Hannah Arendt, en su análisis de la “vida activa”, nos recuerda que la acción humana, al ser impredecible e irreversible, necesita de dos facultades esenciales para sostener la convivencia: el perdón y la promesa. La acción es irreversible, lo que significa que una vez realizada, sus consecuencias cuelgan irremediablemente sobre el futuro. El único remedio para esta irreversibilidad es la facultad de perdonar. Arendt explica que el perdón es la capacidad de “deshacer los actos del pasado, cuyos ‘pecados’ cuelgan como la espada de Damocles sobre cada nueva generación” (Arendt, La condición humana, Parte II, Cap. 5). El perdón es la herramienta que libera al sujeto del peso irrevocable de sus propios actos y libera a los demás de la obligación de venganza o resentimiento continuo. Es un acto de voluntad que permite el nuevo comienzo, la natalidad.
El otro complemento precitado es la promesa, que mitiga la imprevisibilidad de la acción futura. Ambas facultades, el perdón (remedio para el pasado) y la promesa (remedio para el futuro), son esenciales para establecer “islas de seguridad sin las que siquiera la continuidad [de la acción] sería posible” (Arendt, La condición humana, Parte II, Cap. 5). Vivir en paz no es un mero estado contemplativo, sino un acto de voluntad, una batalla política y personal que incluye la capacidad de perdonar a sí mismo y a los demás. Esta templanza, esta renuncia a la guerra interior, es la base de una compasión elevada: dejar en paz al prójimo. La paz interior, cultivada como virtud cívica, no es una opción, sino la condición necesaria para la existencia de una deliberación pública basada en el respeto y no en la proyección agresiva del propio malestar.
Amigos míos, hasta aquí hemos recorrido las profundidades del alma, desde la geometría racional de la eudaimonia aristotélica y la fortaleza estoica de Marco Aurelio hasta el impulso ciego de la Voluntad schopenhaueriana y la tiranía del Ressentiment nietzscheano, pasando por el laberinto de la soledad y el absurdo de Sábato. La tesis inicial, que vincula la paz interior con la buena convivencia, se mantiene no sólo como un ideal moral, sino como una radiografía de la patología social contemporánea.
No obstante, este recorrido nos obliga a abandonar el reposo de las conclusiones definitivas para adentrarnos en una zona de reflexión crítica. Si las estructuras sociales y económicas contemporáneas nos someten a un estado de ansiedad, autoexplotación y negación de reconocimiento (Honneth, Han), ¿es la paz interior una tarea puramente individual o una utopía irrealizable sin una profunda reforma estructural? ¿Acaso exigir al individuo la “autorregulación” mientras la maquinaria social lo tritura, no es una nueva forma de violencia, un desplazamiento de la responsabilidad colectiva? ¿Puede una sociedad ser verdaderamente democrática y justa si sus ciudadanos están emocionalmente inmaduros, si cada uno está en guerra consigo mismo?
Si Schopenhauer y Sábato tienen razón y la vida es esencialmente sufrimiento y soledad radical, ¿la paz interior se reduce a un escape nihilista (el ascetismo) o aún podemos encontrar un sentido afirmativo de la vida, como postula Nietzsche, a través de la creación de nuevos valores que superen el resentimiento y permitan una coexistencia creativa? Por último, y ya no los molesto más: la paz con el otro, que comienza en el perdón a uno mismo y la asunción de nuestra vulnerabilidad (Arendt), nos confronta con la pregunta fundamental, ¿estamos educando a nuestros ciudadanos para la fortaleza de la compasión, o para la debilidad del resentimiento, y con ello, condenando a nuestra “polis” a ser el ceo de nuestra propia miseria interna?
Referencias
Aristóteles. (c. 330 a. C./2018). Ética a Nicómaco (1098a16-18). Gredos.
Arendt, H. (s.f.). La condición humana (Parte II, Capítulo 5: «La capacidad de perdonar»).
Epicteto. (s.f.). Enquiridión (Capítulo 5).
Han, B-C. (s.f.). La sociedad del cansancio. Herder.
Honneth, A. (s.f.). La lucha por el reconocimiento: por una gramática moral de los conflictos sociales. Crítica.
Marco Aurelio. (s.f.). Meditaciones (Libro IV, 3).
Nietzsche, F. (1887/2018). La genealogía de la moral (Tratado Primero, § 10). Alianza Editorial.
Platón. (c. 380 a. C./2003). La República (Libro IV, 443c–d). Gredos.
Sábato, E. (s.f.). El escritor y sus fantasmas (El escritor y la crisis).
Schopenhauer, A. (s.f.). El mundo como voluntad y representación (Volumen I, Sección 57).








