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¿Y si renunciamos a la esclavitud voluntaria?
Por: Lisandro Prieto Femenía
«¡Parecería que consideráis como una gran dicha el que se os permita gozar de vuestra propiedad, de vuestras familias y de vuestras vidas; y todo este estrago, estas desgracias, esta ruina, os vienen, no de los enemigos, sino ciertamente del enemigo, de aquel a quien vosotros mismos hacéis tan poderoso, por quien vais a la guerra, por quien vais a la muerte.»
Étienne de La Boétie, “Discurso de la servidumbre voluntaria”, 1549).
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que, si bien data desde que la humanidad existe, hoy tiene unos matices bastantes perversos, a saber, el de la servidumbre voluntaria en una era de la promoción de la autoexplotación. En 1549, Étienne de La Boétie en su obra titulada “Discurso de la servidumbre voluntaria” planteó una pregunta bastante inquietante: ¿por qué los pueblos se someten voluntariamente a la tiranía? Su respuesta, que resuena a través de los siglos, fue que la servidumbre no se impone únicamente por la fuerza, sino que se cultiva a través de la costumbre, el miedo y la complacencia. En este siglo, esta reflexión adquiere una nueva dimensión, ya que la servidumbre voluntaria se manifiesta en formas sutiles y sofisticadas, especialmente en la moda del hombre que se explota así mismo.
La Boétie argumentaba que la tiranía sólo puede sostenerse mediante la complicidad de los súbditos, quienes deciden renunciar a su libertad a cambio de seguridad, estabilidad y comodidad. En la actualidad, esta “gente” de la que hablaba el autor somos nosotros mismos, y el “tirano” es nuestro propio deseo de éxito y reconocimiento, transparentado en una existencia de la exhibición permanente de lo que hacemos, decimos, comemos, visitamos, etcétera. Ya nadie tiene que violar nuestra intimidad, puesto que hemos decidido exponerla voluntariamente y gratuitamente en redes sociales.
«Es, pues, la gente misma la que se permite, o mejor dicho, la que se hace ensartar, ya que con sólo que cesara de servir, se vería libre. Es el pueblo el que se somete y se corta el cuello; el que, pudiendo elegir entre ser siervo y ser libre, repudia la libertad y abraza la servidumbre.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
La autoexplotación se manifiesta en esta obsesión por la productividad, la perfección, la buena apariencia ante el público y el rendimiento. Nos hemos convertido en esclavos de nuestras propias expectativas banales, trabajando incansablemente no para ser felices, sino para alcanzar metas inalcanzables impuestas por la agenda de moda del momento. Esta forma de servidumbre se nutre de una cultura del emprendimiento en solitario y el individualismo, que nos impulsa a convertirnos en “marcas personales” y a monetizar cada aspecto de nuestras miserables vidas.
«De ahí viene que los tiranos siempre hayan empleado todos sus esfuerzos en acostumbrar a los pueblos, no sólo a la obediencia y a la servidumbre, sino también a la devoción.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Como decíamos previamente, en la era digital, la autoexplotación se intensifica gracias al panóptico instalado por nosotros mismos, a saber, las redes sociales que nos permiten exponernos constantemente a la comparación y la competencia. Quienes están muy flojos de papeles, o sea, la mayoría de los usuarios, se sienten obligados a proyectar una imagen de perfección, de éxito y felicidad, lo que los lleva a trabajar aún más duro para mantener las apariencias.
«Los tiranos, para consolidar su poder, procuran que los hombres se embrutezcan y pierdan hasta el uso del juicio y la capacidad de quejarse.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Este tipo de servidumbre que se manifiesta en la necesidad de aparentar en las redes sociales es una clara forma de opresión sutil pero poderosa, digna de un análisis filosófico profundo. En ese espacio virtual, la identidad se convierte en una mercancía expuesta para la valoración de una legión de idiotas, un producto lastimosamente elaborado con mucho cuidado para obtener la validación de gente que realmente no conocemos. La búsqueda de “likes” y de seguidores comentando lo que hacemos, se termina convirtiendo en una adicción, una necesidad constante de reafirmación externa que nos aleja de nuestra propia autenticidad y de la gente de carne y hueso que nos acompañan a diario.
«El teatro, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales extraños, las medallas, los cuadros y otras bagatelas eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Esta dinámica, nos ha llevado a construir una fachada, una versión idealizada de nosotros mismos que rara vez coincide con la realidad. Así, nos convertimos en esclavos de nuestra propia imagen, atrapados en un bucle interminable de comparación y competencia banal. Esa presión de mantener las apariencias, nos obliga a vivir constantemente en alerta, ocultando nuestras “imperfecciones” y debilidades ante el ojo ajeno. En este teatro virtual, la honestidad y la vulnerabilidad se consideran debilidades, mientras que la estética dictaminada por la moda estúpida de turno se convierte en el único valor aceptado masivamente.
«No es creíble que un hombre solo pueda maltratar a una ciudad entera, si ésta no quiere; ni es posible que pueda oprimir a todo un pueblo, si éste no consiente en ser oprimido.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Ante esto, la filosofía puede ayudarnos a comprender esta forma de servidumbre, al analizar cómo la tecnología moldea nuestra percepción de la realidad y nuestra relación con nosotros mismos. Podemos cuestionar la ética de la cultura de la imagen, reflexionando sobre la responsabilidad que tienen los creadores de contenido y las plataformas de redes sociales. Además, la psicología social también nos brinda herramientas para comprender los efectos de la comparación y la validación extrema en nuestra autoestima y bienestar emocional. Al comprender los mecanismos de esta servidumbre, podemos empezar a liberarnos de sus cadenas e intentar recuperar nuestra autenticidad y dignidad.
«Los tiranos, cuanto más roban, más exigen; cuanto más arruinan y destruyen, más dan y favorecen; y cuanto más se debilitan y arruinan, más se fortalecen y hacen poderosos.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
En términos estrictamente políticos, la servidumbre voluntaria se manifiesta en la apatía, la desconfianza injustificada y la falta de participación ciudadana. Cuando las personas abandonan su capacidad crítica y su responsabilidad cívica, abren la puerta a la manipulación y el abuso de poder sistemático. No es casual que la democracia, que en teoría se basa en la participación activa y consciente de los ciudadanos, se vea amenazada por la pasividad insoportable y la complacencia cómplice de una incontable lista de atropellos a los derechos y garantías de todos que se realizan a diario.
«Para los tiranos, el pueblo es un rebaño de ganado que hay que esquilar o degollar según convenga.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
También, la servidumbre política se alimenta de otros factores como la desinformación y la propaganda, difundidas a través de los medios masivos de comunicación y redes sociales, los cuales distorsionan la realidad con la intención de manipular la opinión pública. El miedo a la inestabilidad y la incertidumbre nos lleva a aceptar líderes impresentables y autoritarios que prometen seguridad a cambio de libertad. Pues bien, esta polarización y división social diseñada con intenciones muy puntuales, no hacen otra cosa que debilitar nuestra capacidad de acción colectiva y de participación mancomunada al servicio de un bien común que parece haber quedado en desuso.
«La libertad es el único bien que los hombres no desean, porque si la desearan, la tendrían.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Este tipo de fenómenos acontecen en el marco de una globalización en la que la servidumbre política se intensifica por la complejidad de los problemas y la sensación de impotencia individual: los ciudadanos se sienten abrumados por la magnitud de los desafíos y renunciar a su capacidad de influencia ante la falta de transparencia de una clase dirigente totalmente corrompida que genera desconfianza en las institucional al mismo tiempo que desincentiva cualquier atisbo de participación cívica.
«El trabajo es el instrumento de la vida, no su fin.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Dicho esto, es necesario aclarar que esta servidumbre política no es inevitable. La educación cívica de calidad, el acceso irrestricto a la información veraz y la promoción del pensamiento crítico son herramientas fundamentales para fortalecer a la democracia. La participación activa en organizaciones sociales no corrompidas por los punteros de la política, el ejercicio del derecho a votar y la defensa permanente de los derechos humanos son simplemente algunas formas de resistencia contra esta servidumbre abúlica imperante.
«La costumbre es la nodriza de la servidumbre.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
La filosofía política nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del poder y la responsabilidad que tenemos todos los ciudadanos, recordándonos que la democracia no es un regalo, sino una conquista que requiere vigilancia y participación constante, sin confundir por “participación” el estar militando en un espacio político con el único fin de conseguir un cargo en el Estado, lugar en el que estaremos atornillados toda la vida. No, se trata de cultivar mediante los majestuosos pero inútiles sistemas educativos una conciencia crítica para fortalecer nuestra capacidad de acción colectiva, para así resistir la servidumbre que aplaude la ilegalidad y construir una sociedad más justa y libre.
Por último, es también pertinente analizar el vínculo entre la servidumbre voluntaria en el laberinto del mundo laboral, haciéndonos la siguiente pregunta: ¿cuál es el verdadero fin del trabajo? Más allá de la disponibilidad constante y la hiperconexión que mencionamos previamente, la servidumbre en este aspecto laboral se manifiesta en la aceptación tácita de un paradigma donde el trabajo se convierte en un fin en sí mismo, en lugar de un medio para alcanzar una vida digna. Esta distorsión del propósito laboral se alimenta de una serie de factores que anestesian nuestra capacidad de pensar y nos convierten en cómplices de nuestra propia opresión.
«La libertad es el único bien que los hombres no desean, porque si la desearan, la tendrían.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
La sociedad posmoderna nos inculca la idea de que el valor de una persona se mide por la cantidad de dinero que gana y la calidad de los bienes y servicios que consume. Nos hemos convertido en esclavos de nuestras propias ambiciones, sacrificando nuestro tiempo, salud y bienestar en aras de ascender en la escala corporativa o alcanzar el reconocimiento público. Esta búsqueda hueca e incesante de validación nos aleja de nuestra propia esencia y nos impide cuestionar la verdadera finalidad del trabajo en sí.
«Resolvamos no servir más y estaremos libres.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Como bien señaló el gran La Boétie, la servidumbre se sostiene gracias a la costumbre y la complacencia. Nos hemos acostumbrado a largas jornadas laborales, a llevarnos trabajo a casa, a la presión constante y a la falta de equilibrio entre oficio y vida personal. Tristemente, hemos aceptado estas condiciones como inevitables, sin cuestionar si realmente contribuyen a nuestro bienestar y al de la sociedad en su conjunto.
En este aspecto particular, la filosofía nos invita a reflexionar sobre el verdadero significado del trabajo. ¿Es simplemente un medio para obtener ingresos y consumir bienes y servicios? ¿O debería ser una actividad que nos permita desarrollar nuestro potencial, contribuir al bien común y encontrar sentido a nuestra existencia? Pese a estas preguntas, las cuales carecen de interés para la gran mayoría, la sociedad actual ha convertido el trabajo en una forma de servidumbre legalizada, donde los individuos se someten a condiciones laborales alienantes y explotadoras a cambio de la ilusión de seguridad y reconocimiento. Esta forma de servidumbre se gesta de una cultura del consumismo y el individualismo que nos interpela a buscar la satisfacción material y el éxito personal a cualquier costo.
«Determinémonos a no servir más, y he aquí que somos libres. No quiero que ataquéis al tirano, sino que dejéis de sostenerlo.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Para liberarnos de esta servidumbre, debemos cuestionar el paradigma dominante y recuperar el verdadero sentido del trabajo. Debemos exigir condiciones laborales más justas y humanas, que nos permitan conciliar el esfuerzo laboral con el desarrollo de una vida personal sin abandonar la pretensión de desarrollar nuestro potencial. Por esto, es preciso recordar que el trabajo no es otra cosa que un medio para alcanzar una vida plena, no un fin en sí mismo. Ya que vivimos en una época en la que se pregona tanto «la libertad», retomar el pensamiento de La Boétie nos permite comprender que dicha libertad no se mendiga ni se consigue poniéndose debajo de una cascada que la derrama, sino que se conquista. No se trata aquí de derrocar a un tirano externo, que lo hay, sino de liberarnos del tirano interno que nos impide vivir plenamente, es decir, pensar por nosotros mismos y actuar en consecuencia.
La reflexión que La Boétie nos regala sirve para cuestionar nuestras propias decisiones y a resistir estas nuevas formas de opresión, tanto aquellas que son evidentes como las encubiertas. En esta era de autoexplotación, debemos recuperar nuestra autonomía y establecer límites saludables entre trabajo, tiempo libre, tiempo en soledad y tiempo con las personas que decimos apreciar en redes sociales. Para ello, debemos recordar que la verdadera libertad no se encuentra en la búsqueda incesante de la aprobación virtual de otros usuarios, también entendida como “éxito”, sino en la capacidad de vivir una vida realmente plena y significativa.
Comenzar este camino de liberación de la servidumbre voluntaria no es tarea fácil, pero debemos al menos intentar cultivar la conciencia crítica y la solidaridad, cuestionando las modas y las leyes caprichosas, como también las expectativas que nos condicionan mientras construimos una sociedad que valore sinceramente el bienestar común y la justicia por encima del rendimiento, la apariencia y el consumo.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
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Sociólogo René Martínez: «ARENA y FMLN utilizaron el Estado en beneficio propio»
El sociólogo René Martínez recordó que los partidos ARENA y FMLN estuvieron 30 años en el Gobierno y en ese período utilizaron el Estado para beneficio propio e incluso negociaron con las pandillas para seguir en el poder.
«No ejercieron esa labor [de combate contra las pandillas], no porque estuvieran incapacitados o porque no tuvieran los recursos para hacerlo. Deberíamos de hablar de un Gobierno fallido, no de un Estado fallido», explicó el sociólogo en la reciente entrevista Pulso Ciudadano.
Dirigentes de ambos partidos políticos, ahora de oposición, negociaron el apoyo de pandillas para los procesos electorales. En 2014 los ahora condenados y exdiputados del FMLN Benito Lara y Arístides Valencia negociaron el respaldo de las pandillas a la candidatura presidencial de Salvador Sánchez Cerén.
En el caso de ARENA, el ya condenado y exdiputado Ernesto Muyshondt se reunió —junto con el exalcalde tricolor de Ilopango, Salvador Ruano-— con cabecillas de pandillas para pedirles el respaldo en las urnas en favor del candidato presidencial Norman Quijano.
«Esas pandillas y los líderes de las pandillas fueron convertidos por el Gobierno en sujetos políticos, porque se pactaba con ellos. Ellos tenían la capacidad de incidir en las decisiones que se tomaban en el Gobierno», señaló el sociólogo.
Investigaciones de la Fiscalía General de la República han señalado que cabecillas de los grupos terroristas incluso impidieron operativos de la Policía en las comunidades.
Opinión | René Martínez
Sociólogo
Este artículo fue publicado originalmente por Diario El Salvador.
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Donde la ley se ausenta, la soberanía se desvanece
Por: Lisandro Prieto Femenía
«Donde la ley se ausenta, la vida cae en la mera supervivencia; la soberanía que no protege se convierte en pura coacción.»: Giorgio Agamben
La reciente masacre en las favelas de Río de Janeiro, un fenómeno crónico de violencia que ha marcado récords de letalidad en la última década- ilustrado por operativos recientes que han dejado más de sesenta muertos en dos favelas, o la Operación de Jacarezinho en 2021 con 28 fallecidos-, y en un contexto donde la ciudad registró aproximadamente 758 muertes por disparos en enfrentamientos armados sólo en el año 2024, debe interpretarse, no como un hecho criminal aislado, sino como un síntoma revelador de una falla política estructural. El problema central es el repliegue intencional del Estado de territorios enteros y la subsecuente colonización de esos vacíos por mafias ligadas al narcotráfico que dispensan “orden” cuando la institucionalidad lo deniega.
Que quede claro, no es sólo la violencia homicida lo que exige una explicación profunda, sino la lógica mediante la cual vastas porciones de la ciudad se convierten en espacios de excepción donde la ley ordinaria se suspende, y donde la autoridad estatal reaparece en estos sitios de manera intermitente y desbocada en episodios de fuerza extrema que no se pueden naturalizar.
Podemos comenzar el análisis revisando la tradición del contrato social. Thomas Hobbes nos recuerda que el pacto político funda su derecho a existir en la capacidad del soberano para garantizar la seguridad. Si el Leviatán claudica en esta tarea, el contrato político se resquebraja: el habitante de la favela vive en una geografía donde este pacto ha sido sistemáticamente ignorado. Hobbes lo articula sin ambages en su majestuosa obra “El Leviatán” al expresar que “la obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos de lo que dure el poder mediante el cual tiene la capacidad para protegerlos”.
Por su parte, Max Weber acuñó el criterio definitorio del Estado moderno, mediante la figura del monopolio de la fuerza legítima. La constatación de que los grupos armados ejercen control territorial y funciones administrativas revela una corrosión tangible de esta condición. Sin embargo, la invocación de este monopolio perdido es insuficiente, en tanto que debemos interrogar la forma concreta en que el poder se reproduce: la favela no es un vacío legal, sino un tejido completo de necesidades insatisfechas y humillaciones cotidianas.
Para entender la experiencia producida por la alternancia de abandono y tragedia, Giorgio Agamben ofrece un concepto clave: el “estado de excepción”. En estos espacios, la norma es suspendida, y la vida queda expuesta a la gestión directa del riesgo, despojada de protecciones constitucionales. La práctica consistente en ingresar por arranques de violencia masiva- operativos concebidos como actos de soberanía que suspenden las garantías- transforma a la población en lo que Agamben denominaría “nuda vida”, es decir, existencias cuya administración se realiza sin mediaciones jurídicas protectoras. El precitado autor profundiza la tesis en “Estado de excepción” indicando que “El estado de excepción no es, por consiguiente, el dictatus de un tirano que actúa contra el derecho, sino un espacio anómico en el que la ley se suspende, permaneciendo sin embargo válida, y el soberano tiene la posibilidad de disponer de ella de múltiples formas”.
La consecuencia de esta brutalidad es, paradójicamente, una demostración de fuerza y una profunda erosión de legitimidad. La fuerza bruta no restituye la autoridad moral y política que el Estado precisa para gobernar, sino que la aniquila. En otras palabras: el mismo Estado que liberó esos territorios para las mafias, por lucrar con ellas, luego actúa de matón contra sus socios retobados. Hannah Arendt lo clarifica al diferenciar el poder de la violencia: el primero emana del consentimiento colectivo, mientras que la segunda es simple instrumentalidad que corroe la posibilidad de una comunidad política. En “Sobre la violencia”, Arendt sostiene que “el poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente, el otro está ausente. La violencia se presenta porque el poder está en peligro, pero dejada a sus propios medios termina por hacer desaparecer al poder”.
Esta violencia estatal, si bien legalmente legítima, es moralmente insostenible. Immanuel Kant obliga a considerar a cada persona como un fin en sí misma. Diseminar cuerpos en plazas y tratarlos como evidencia del control militar es una afrenta salvaje a la dignidad humana que disuelve los fundamentos éticos del actuar estatal. Por su parte, Michel Foucault desplaza la discusión hacia las técnicas de gobierno. La gestión securitaria de las favelas funciona como un dispositivo de biopoder que produce poblaciones administradas por exclusión. No basta con señalar abusos puntuales; es imperativo atender a los dispositivos sociales y administrativos que toleran la precariedad, romantizan la pobreza y, con ello, legitiman soluciones extralegales.
En este sentido, la presencia del narcotráfico no es la criminalidad pura, sino la forma de gubernamentalidad paralela que provee seguridad, empleo y orden simbólico donde el Estado intencionalmente no lo hace. Sobre este aspecto en particular, es interesante el aporte que hacen Loïc Wacquant y Philippe Bourgois, quienes han evidenciado cómo la desposesión urbana crea economías morales alternativas. En su obra “In search of respect”, Bourgois ilustra esta tesis indicando que “la segregación racializada en los mercados laborales y de la vivienda crea una ‘economía del respeto’ alternativa en la que el comercio ilegal de drogas y la violencia son formas funcionales para la supervivencia, la movilidad ascendente y la construcción de un sentido de dignidad”.
Queda claro que una política que aspire a reducir la violencia no puede limitarse a la represión, sino que debe reconstruir capacidades y restituir derechos. En este sentido, John Rawls y Amartya Sen ofrecen recursos normativos para pensar la reparación propuesta: Rawls, en “Una teoría de justicia”, exige que las instituciones se estructuren para beneficiar a los más desfavorecidos: “La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, así como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento”. Asimismo, Sen argumenta que la privación de capacidades- salud, educación, seguridad y empleo- convierte a comunidades enteras en terreno fértil para soluciones ilegales.
La perspectiva precedentemente explicitada se refuerza con el aporte de Martha Nussbaum, quien plantea que la justicia implica promover las capacidades que hacen posible la vida plena y la ciudadanía efectiva: “Una política fundamental de la justicia es garantizar que todos los ciudadanos tengan un umbral mínimo de capacidades humanas básicas para elegir una vida verdaderamente humana, y no sólo una mera supervivencia”. En definitiva, queridos lectores, la restauración de la confianza y de la legitimidad requiere que la acción estatal se replantee desde el principio la dignidad, transformando su presencia de amenaza a “promesa de reconocimiento y oportunidades para los histórica e intencionalmente excluidos».
La reflexión que hemos ofrecido sobre la masacre vivenciada en casi todos los medios de comunicación nos obliga a confrontar la paradoja fundacional de la soberanía. Si la acción estatal se reduce a la fuerza bruta, ¿no está el Estado incurriendo en un acto de autodestrucción política? El soberano, al manifestarse únicamente a través de la coacción desmedida, aniquila la legitimidad moral que necesita para gobernar.
En este último sentido, Arendt nos advirtió que “la violencia no se presenta donde el poder está en peligro, pero dejada a sus propios medios termina por hacer desaparecer al poder”. Ante esto, ¿podemos concebir, entonces, la intervención militarizada como una trágica confesión de la bancarrota política, un grito ensordecedor de un Leviatán que ha roto el pacto hobbesiano, pero que al hacerlo, se desgarra a sí mismo? La restitución de la autoridad, en estos términos, nunca puede ser un ejercicio de fuerza, sino un acto de fe en la justicia.
Esta cuestión se profundiza aún más al considerar el despliegue del biopoder foucaultiano. La ausencia de inversión sostenida en derechos básicos, sumada a la presencia intermitente y letal de la fuerza represiva, no puede interpretarse como una simple insuficiencia burocrática. Al contrario, exige preguntar si este patrón de abandono y castigo no constituye, de hecho, una técnica de gobierno perversamente efectiva. La privación de asfalto, hospitales, comisarías, escuelas y servicios esenciales, como nos han recordado Sen y Nussbaum, convierte a las comunidades “marginales” en el terreno ideal para la promoción de negocios ilegales en los cuales todos los estamentos del Estado están rascando de la lata. Al tolerar el abandono y luego ametrallar sus inevitables secuelas, ¿el Estado no está administrando adrede poblaciones por exclusión, haciendo de la “nuda vida” la condición “normal” de la existencia marginal? La justicia, vista desde el prima del sentido común, debería interpelarnos: ¿la inversión masiva en seguridad represiva, sin inversión paralela en el florecimiento humano, no es una forma sofisticada de biopoder que gestiona la desigualdad como negocio, en lugar de erradicarla?
Finalmente, estimados lectores, la masacre vivenciada hace unas horas en territorio brasilero nos confronta con la ética de la reparación. La geolocalización de la favela es la del estado de excepción normalizado. Tras la ruptura flagrante del contrato social que esta violencia representa, ¿qué forma de justicia puede imponerse? Rawls nos aconseja estructurar las instituciones para el beneficio de los menos favorecidos. El Estado que ha fallado en proteger debe asumir un imperativo ético de restitución.
¿Bastan la investigación rigurosa, las sanciones y la inversión en servicios, o se requiere de un acto político de reconocimiento radical de la dignidad ultrajada a cambio de dinero sangriento? La interpelación final que les propongo se dirige a la conciencia cívica: si el Estado se niega a limitar su capacidad para convertir la excepción en norma y persiste en gobernar para para algunos acomodados, ¿quién o qué puede obligarle a rearticular su presencia como una promesa de justicia para todos por igual?
Referencias Bibliográficas (APA 7)
Agamben, G. (2005). Estado de excepción. Adriana Hidalgo Editora.
Arendt, H. (1970). On Violence. Harcourt.
Bourgois, P. (2003). In Search of Respect: Selling Crack in El Barrio. Cambridge University Press.
Foucault, M. (1976). Vigilar y castigar. Siglo XXI / FCE.
Hobbes, T. (1651/2018). Leviatán.
Kant, I. (1785/1998). Fundamentación de la metafísica de las costumbres.
Nussbaum, M. (2011). Creating Capabilities. Harvard University Press.
Rawls, J. (1971). A Theory of Justice. Harvard University Press.
Sen, A. (1999). Development as Freedom. Oxford University Press.
Walzer, M. (1977). Just and Unjust Wars. Basic Books.
Wacquant, L. (2008). Urban Outcasts. Polity Press.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Analizando el declive intelectual de la razón eclesiástica
Por: Lisandro Prieto Femenía
“La Biblia no es un iPhone. Todo lo que se puede actualizar, como un iPhone, eventualmente termina en la basura sólo para ser reemplazado por un modelo más caro. La Biblia ha perdurado por mucho tiempo y su valor ha cambiado poco, si es que ha cambiado”
Juan Pablo III, interpretado por John Malkovich en “The New Pope”
Durante extensos siglos, la Iglesia católica trascendió el rol de la potestad espiritual para erigirse como la matriz formativa ineludible del pensamiento occidental. Su identidad intelectual se forjó sobre la audaz convicción de que la fe no subroga la razón, sino que la culmina y la perfecciona, un postulado cimentado por figuras monumentales cuyo legado articula la base de la cultura occidental.
Recordemos que San Agustín de Hipona, en su diálogo con la incredulidad y la herejía, estableció el principio epistemológico fundacional de la primacía de la fe como condición para la intelección profunda, distinguiendo las facultades humanas de la indispensable iluminación divina. Su máxima «Crede, ut intellegas» (“Cree, para que puedas entender”), no representa una condena a la razón, sino su jerarquización: el acceso pleno a ciertas verdades metafísicas, sólo se hace posible para una mente previamente dispuesta por la gracia (Agustín, 1984, p. 19).
Posteriormente, la síntesis escolástica, personificada en Santo Tomás de Aquino, elevó la indagación racional al estatuto de un servicio riguroso a la verdad revelada. El Doctor Angélicus sostenía que el propósito de la filosofía no era demostrar los misterios de la fe, sino, más bien, mostrar que tales verdades “no son contrarias a aquellas que la fe enseña, y que las verdades de la fe son capaces de ser defendidas por argumentos necesarios o probables” (Aquino, 1888, p. 21). En definitiva, la hegemonía intelectual de la Iglesia fue, por ende, un compromiso metodológico; el axioma fides quaerens intellectum (la fe que busca la comprensión) constituyó la exigencia de una formación rigurosa en metafísica, lógica y teología.
Sin embargo, la realidad institucional contemporánea evidencia una erosión dolorosa y palpable en la calidad académica y filosófica de la producción eclesiástica. El problema no se redice a la ausencia de centros de excelencia, sino a la fragilidad estructural del cuerpo formativo predominante, donde el “logos” ha sido desahuciado de su rol protagónico. Los programas de formación clerical han experimentado una hipertrofia de las dimensiones pastorales, administrativas y devocionales de escaso vuelo intelectual, priorizando la praxis de gestión, la popularidad superficial y la obediencia silente sobre la dureza del rigor filosófico y la erudición crítica.
La histórica tarea de un clero capaz de entablar un diálogo riguroso con la complejidad del mundo moderno ha sido suplantada por una formación que genera, con frecuencia, diletantes bienintencionados, los cuales se revean incapaces de sostener un argumento metafísico, teológico, lógico y filosófico coherente, o al menos discernir con precisión las corrientes ideológicas subyacentes en el debate público. Esta contracción intelectual se agrava por el ecosistema cultural posmoderno, que penaliza la profundidad, el matiz y la argumentación extensa, al tiempo que recompensa la estupidez, la inmediatez mediática y el eslogan simplificado. El grave error de la Iglesia actual es intentar insertarse en la “era de la autenticidad”, descrita por el filósofo católico Charles Taylor, quien sostiene que se enfrenta a un mundo que ha abrazado el “humanismo exclusivo”, donde la vida se explica sin recurso a la trascendencia. Consiguientemente, Taylor argumenta que hemos transitado de una sociedad donde la fe era incuestionable a una en la que es una opción (nunca promocionada como “buena”) entre otras, forzando a las instituciones religiosas a reformular sus propios principios para ser inteligibles (Taylor, 2007, p. 535)
Ante la urgencia del mercado de la opinión, muchas voces eclesiásticas optan por la simplificación y el mensaje accesible, sacrificando el argumento complejo que, paradójicamente, es el único medio para recuperar una voz profética y sólidamente articulada. Este fenómeno es un claro síntoma de la fragmentación del discurso moral occidental que Alasdair MacIntyre describió lucidamente al señalar que “hemos perdido, quizá en gran parte, nuestras pretensiones de un conocimiento moral y social sistemático porque hemos perdido nuestras pretensiones de que ese conocimiento sea capaz de ser transmitido dentro de una tradición” (MacIntyre, 2007, p. 23). En definitiva, si la Iglesia es incapaz de articular su tradición de manera inteligible, densa y con el rigor humilde del debate racional, su voz se disuelve en la banalidad, condenándola al ostracismo cultural en terrenos donde supo ser Ama y Señora.
Otro aspecto que no podemos dejar pasar aquí es el paralelismo roto entre el “Monasterio” como Officina Sapientiae al seminario burocrático de hoy. La crisis formativa actual se revela con mayor acritud al trazar dicho paralelismo con el paradigma educativo de la época dorada de la teología, encarnado en los monasterios medievales. Estos cenobios no eran refugios de piedad, sino verdaderos talleres de sabiduría, donde el cultivo intelectual se consideraba intrínseco a la búsqueda de la santidad misma. Tengamos en cuenta que la lectio divina era inseparable del estudio metódico, y la vida comunitaria garantizaba la inmersión en una disciplina intelectual que abarcaba la gramática, la retórica, el cálculo (el Trivium y el Quadrivium) y, finalmente, la teología como la ciencia suprema. El modelo monástico exigía la unidad entre ordo (orden) y studium (estudio), entendiendo que sólo el silencio y la ascesis creaban las condiciones de posibilidad para el pensamiento profundo. Este compromiso vital de los monjes contrastaba diametralmente con una visión meramente instrumental de la formación eclesiástica.
En el contexto actual, el seminario- institución moderna diseñada para la formación especializada del clero secular- ha perdido, en gran medida, la fibra de esa integración sapiencial. Al respecto, Jean Leclercq, un experto en el monacato medieval, sostiene que, para los monjes, “la cultura no era un fin en sí misma; era un medio, un instrumento, un objeto del ejercicio de la humildad, es decir, la fe” (Leclercq, 1961, p. 11). Este principio revela que el estudio era un acto de piedad y no de simple adquisición de títulos (se pensaba que la sabiduría no sólo te hacía más cercano a la santidad, sino también más piadoso).
Mientras el monasterio medieval era una comunidad dedicada al estudio inmersivo del saber clásico y patrístico, el seminario actual opera bajo la lógica de la certificación burocrática y la eficiencia pastoral. La formación se ha fragmentado en módulos y créditos que priorizan la adquisición de habilidades funcionales- como la gestión parroquial o la coordinación de eventos- por encima de la lenta digestión filosófica y metafísica necesaria. El resultado de esta decadencia es un déficit del rigor y de la concentración: el seminarista no siempre es un asceta del saber inmerso en una tradición intelectual, sino un futuro administrador eclesiástico con una preparación filosófica totalmente insuficiente para confrontar las tesis nihilistas o materialistas de la academia moderna. En otras palabras, la disciplina del studium ha sido sustituida por la ansiedad de la relevancia pastoral inmediata, rompiendo el equilibrio que hizo de la Iglesia la Magistra Scholarum (Maestra de Escuelas) de Occidente.
Consecuentemente, la deficiencia en la formación filosófica y teológica del sacerdote actual se manifiesta de forma inmediata y tangible en el púlpito, deteriorando la calidad y el propósito sagrado de la homilía. La misma, en su sentido original litúrgico, es la actualización y aplicación del misterio de la Palabra de Dios al tiempo presente, en tanto que exige una exégesis rigurosa, una comprensión profunda de la historia de la salvación (historia salutis) y una capacidad retórica para articular verdades complejas con claridad. Si el sacerdote carece de una base filosófica sólida- especialmente en metafísica, lógica y antropología- su capacidad para realizar la interpretación correcta se trunca. En este punto, debemos considerar que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Dei Verbum, ya advertía sobre la necesidad de que la Sagrada Escritura sea leída e interpretada con la debida formación: “La sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios […]. Los Padres de la Iglesia, cuya predicación es una exposición de la Palabra revelada, son un testigo permanente” (Concilio Vaticano II, 1965, n. 10). Así pues, un clero débilmente formado es totalmente incapaz de acceder a esta Tradición con profundidad crítica y los conocimientos históricos, filosóficos y teológicos necesarios.
El resultado de esta triste fragilidad es la sustitución del discurso teológico por el tópico banal, la anécdota moralizante superficial o la sociología de baja calidad. La homilía se convierte a menudo en una moralina simplificada o en una exhortación emotiva que evade la confrontación con las grandes preguntas de la fe. Este empobrecimiento no sólo es un problema retórico, sino que representa, fundamentalmente, una traición al sentido original de la Misa, la cual, como “fuente y cumbre” de la vida cristiana, se articula en dos mesas: la “mesa de la Palabra” (liturgia de la Palabra) y la “mesa del Pan” (liturgia Eucarística). Cuando la mesa de la Palabra se debilita por la predicación superficial, la conexión intelectual del fiel con el misterio eucarístico se atenúa. Así, la liturgia pierde su densidad intelectual y se reduce a un acto devocional privado o a una ceremonia social. Esta incapacidad de articular el Misterio en el lenguaje de la Razón condena al sacerdote a la ineficacia como mediador intelectual, haciendo que la Misa pierda su fuerza como evento pedagógico y sapiencial. Es imperativo, por tanto, que la formación clerical devuelva la primacía al rigor intelectual como condición sine qua non para la integridad litúrgica y la evangelización.
Aún hay más. La propia cúpula eclesiástica ha intentado diagnosticar esta patología, aunque la respuesta ha sido más retórica que materialmente transformadora. En la encíclica Fides et Ratio, San Juan Pablo II reivindicó la urgencia de la filosofía, advirtiendo que “la fe interviene para liberar a la razón de la presunción, tentación que fácilmente la asalta” (Juan Pablo II, 1998, n. 48). El pontífice no solo clamó por una revitalización filosófica, sino que alertó específicamente sobre su reducción a mera propedéutica teológica o a instrumental práctico, exigiendo un ámbito académico donde la filosofía conserve su “dimensión sapiencial” (Juan Pablo II, 1998, n. 83). Sin embargo, la noble reiteración magisterial de la importancia de la filosofía no ha sido acompañada de políticas académicas capaces de revertir la tendencia en seminarios y facultades teológicas. La tensión se define en la asimetría entre la intención y la capacidad efectiva de interlocución. La voluntad de diálogo proclamada en Gaudium et Spes (es el título de la única constitución pastoral del Concilio Vaticano II y trata sobre “la Iglesia en el mundo contemporáneo”) se ha traducido, en muchos casos, en una absorción acrítica de ideologías y modas, precisamente por la carencia de un armazón filosófico y teológico robusto que permita el discernimiento crítico y la oposición argumental.
El riesgo existencial es la autolimitación de la razón cristiana. Joseph Ratzinger, en su Discurso de Ratisbona, señaló el peligro de una razón que se autoexcluye de las grandes preguntas metafísicas. El Papa, teólogo magistral, advirtió que el intento moderno por restringir la razón “al mundo de las ‘certezas’ que se pueden obtener mediante la experimentación y la contrastación” (Benedicto XVI, 2006, n. 3) termina por empobrecerla, separándola del logos de la razón teológica, cuando la Iglesia renuncia a la metafísica o a la filosofía perenne como base de su formación, y sólo ofrece respuestas payasescas, emotivas, moralinas simplificadas o soluciones administrativas a problemas de índole profunda, se condena a la irrelevancia en los grandes debates que definen este siglo: bioética, inteligencia artificial, ecología integral, explotación humana, etcétera. El desfase no es sólo de contenido, sino de método y de lenguaje: la incapacidad actual de la curia o de los líderes para entrar en la analítica rigurosa y las epistemes especializadas del mundo actual erosiona drásticamente su autoridad intelectual hasta el punto de la caricatura.
Finalmente, la credibilidad epistémica de una institución depende intrínsecamente de su integridad moral. Cuando los escándalos sistemáticos socavan la autoridad espiritual de los pastores, la recepción de sus argumentos filosóficos o teológicos queda irreparablemente dañada. La atrofia intelectual y la crisis moral se retroalimentan en un círculo vicioso, catalizando el colapso de la autoridad en todos sus planos. Que quede claro, amigos míos, este ensayo no busca idealizar una edad de oro, sino remarcar la fractura crítica entre un pasado de producción intelectual eminente y un presente de superficialidad formativa mayoritaria.
La restauración del capital intelectual exige una visión audaz que valore la producción teórica, no como un apéndice subsidiario, sino como el corazón mismo de la misión evangelizadora, el medio para hacer inteligible la fe en un mundo que ha olvidado el sentido de la trascendencia. La cuestión fundamental reside en si es viable revertir la inercia institucional que ha priorizado la administración y el show sobre la metafísica, sin caer en un elitismo académico que la aleje de sus bases populares, y en cómo una Iglesia global, tentada por la inmediatez mediática, podría reconstruir el paciente y silencioso hábito de la lectio divina y la argumentación rigurosa, reintroduciendo el amor por el saber profundo. Lo más punzante es dilucidar si la Iglesia tiene la voluntad y el coraje de desmantelar la formación trivial y diletante que hoy sustenta la debilidad de su voz en el siglo XXI, o si prefiere la comodidad de la irrelevancia al rigor de la verdad. Si la respuesta a estos interrogantes es la pasividad continuada, sólo se puede anticipar la consolidación del declive epistémico de la razón cristiana y, con ello, la inevitable pérdida de la Iglesia como faro intelectual y moral.
Referencias Bibliográficas (APA 7)
Agustín, S. (1984). Sermones. (Vol. 1). Biblioteca de Autores Cristianos. (Obra original publicada c. 400 d.C.).
Aquino, T. de. (1888). Summa contra Gentiles: Libri Quattuor. Accedunt Tabulae. Ex Typographia Polyglotta S. C. de Propaganda Fide. (Obra original publicada c. 1259-1265).
Benedicto XVI. (2006, 12 de septiembre). Fe, razón y universidad: recuerdos y reflexiones. (Discurso de Ratisbona). Librería Editrice Vaticana.
Concilio Vaticano II. (1965). Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina Revelación. Librería Editrice Vaticana.
Concilio Vaticano II. (1965). Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual. Librería Editrice Vaticana.
Juan Pablo II. (1998, 14 de septiembre). Carta encíclica Fides et Ratio a los Obispos, a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas, y a todos los fieles sobre las relaciones entre fe y razón. Librería Editrice Vaticana.
Leclercq, J. (1961). El amor a las letras y el deseo de Dios: Introducción a los escritores monásticos medievales. Andrés Bello.
MacIntyre, A. (2007). After Virtue: A Study in Moral Theory (3.ª ed.). University of Notre Dame Press. (Obra original publicada en 1981).
Taylor, C. (2007). A Secular Age. The Belknap Press of Harvard University Press.
Lisandro Prieto Femenía
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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