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¿Y si renunciamos a la esclavitud voluntaria?
Por: Lisandro Prieto Femenía
«¡Parecería que consideráis como una gran dicha el que se os permita gozar de vuestra propiedad, de vuestras familias y de vuestras vidas; y todo este estrago, estas desgracias, esta ruina, os vienen, no de los enemigos, sino ciertamente del enemigo, de aquel a quien vosotros mismos hacéis tan poderoso, por quien vais a la guerra, por quien vais a la muerte.»
Étienne de La Boétie, “Discurso de la servidumbre voluntaria”, 1549).
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que, si bien data desde que la humanidad existe, hoy tiene unos matices bastantes perversos, a saber, el de la servidumbre voluntaria en una era de la promoción de la autoexplotación. En 1549, Étienne de La Boétie en su obra titulada “Discurso de la servidumbre voluntaria” planteó una pregunta bastante inquietante: ¿por qué los pueblos se someten voluntariamente a la tiranía? Su respuesta, que resuena a través de los siglos, fue que la servidumbre no se impone únicamente por la fuerza, sino que se cultiva a través de la costumbre, el miedo y la complacencia. En este siglo, esta reflexión adquiere una nueva dimensión, ya que la servidumbre voluntaria se manifiesta en formas sutiles y sofisticadas, especialmente en la moda del hombre que se explota así mismo.
La Boétie argumentaba que la tiranía sólo puede sostenerse mediante la complicidad de los súbditos, quienes deciden renunciar a su libertad a cambio de seguridad, estabilidad y comodidad. En la actualidad, esta “gente” de la que hablaba el autor somos nosotros mismos, y el “tirano” es nuestro propio deseo de éxito y reconocimiento, transparentado en una existencia de la exhibición permanente de lo que hacemos, decimos, comemos, visitamos, etcétera. Ya nadie tiene que violar nuestra intimidad, puesto que hemos decidido exponerla voluntariamente y gratuitamente en redes sociales.
«Es, pues, la gente misma la que se permite, o mejor dicho, la que se hace ensartar, ya que con sólo que cesara de servir, se vería libre. Es el pueblo el que se somete y se corta el cuello; el que, pudiendo elegir entre ser siervo y ser libre, repudia la libertad y abraza la servidumbre.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
La autoexplotación se manifiesta en esta obsesión por la productividad, la perfección, la buena apariencia ante el público y el rendimiento. Nos hemos convertido en esclavos de nuestras propias expectativas banales, trabajando incansablemente no para ser felices, sino para alcanzar metas inalcanzables impuestas por la agenda de moda del momento. Esta forma de servidumbre se nutre de una cultura del emprendimiento en solitario y el individualismo, que nos impulsa a convertirnos en “marcas personales” y a monetizar cada aspecto de nuestras miserables vidas.
«De ahí viene que los tiranos siempre hayan empleado todos sus esfuerzos en acostumbrar a los pueblos, no sólo a la obediencia y a la servidumbre, sino también a la devoción.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Como decíamos previamente, en la era digital, la autoexplotación se intensifica gracias al panóptico instalado por nosotros mismos, a saber, las redes sociales que nos permiten exponernos constantemente a la comparación y la competencia. Quienes están muy flojos de papeles, o sea, la mayoría de los usuarios, se sienten obligados a proyectar una imagen de perfección, de éxito y felicidad, lo que los lleva a trabajar aún más duro para mantener las apariencias.
«Los tiranos, para consolidar su poder, procuran que los hombres se embrutezcan y pierdan hasta el uso del juicio y la capacidad de quejarse.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Este tipo de servidumbre que se manifiesta en la necesidad de aparentar en las redes sociales es una clara forma de opresión sutil pero poderosa, digna de un análisis filosófico profundo. En ese espacio virtual, la identidad se convierte en una mercancía expuesta para la valoración de una legión de idiotas, un producto lastimosamente elaborado con mucho cuidado para obtener la validación de gente que realmente no conocemos. La búsqueda de “likes” y de seguidores comentando lo que hacemos, se termina convirtiendo en una adicción, una necesidad constante de reafirmación externa que nos aleja de nuestra propia autenticidad y de la gente de carne y hueso que nos acompañan a diario.
«El teatro, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales extraños, las medallas, los cuadros y otras bagatelas eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Esta dinámica, nos ha llevado a construir una fachada, una versión idealizada de nosotros mismos que rara vez coincide con la realidad. Así, nos convertimos en esclavos de nuestra propia imagen, atrapados en un bucle interminable de comparación y competencia banal. Esa presión de mantener las apariencias, nos obliga a vivir constantemente en alerta, ocultando nuestras “imperfecciones” y debilidades ante el ojo ajeno. En este teatro virtual, la honestidad y la vulnerabilidad se consideran debilidades, mientras que la estética dictaminada por la moda estúpida de turno se convierte en el único valor aceptado masivamente.
«No es creíble que un hombre solo pueda maltratar a una ciudad entera, si ésta no quiere; ni es posible que pueda oprimir a todo un pueblo, si éste no consiente en ser oprimido.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Ante esto, la filosofía puede ayudarnos a comprender esta forma de servidumbre, al analizar cómo la tecnología moldea nuestra percepción de la realidad y nuestra relación con nosotros mismos. Podemos cuestionar la ética de la cultura de la imagen, reflexionando sobre la responsabilidad que tienen los creadores de contenido y las plataformas de redes sociales. Además, la psicología social también nos brinda herramientas para comprender los efectos de la comparación y la validación extrema en nuestra autoestima y bienestar emocional. Al comprender los mecanismos de esta servidumbre, podemos empezar a liberarnos de sus cadenas e intentar recuperar nuestra autenticidad y dignidad.
«Los tiranos, cuanto más roban, más exigen; cuanto más arruinan y destruyen, más dan y favorecen; y cuanto más se debilitan y arruinan, más se fortalecen y hacen poderosos.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
En términos estrictamente políticos, la servidumbre voluntaria se manifiesta en la apatía, la desconfianza injustificada y la falta de participación ciudadana. Cuando las personas abandonan su capacidad crítica y su responsabilidad cívica, abren la puerta a la manipulación y el abuso de poder sistemático. No es casual que la democracia, que en teoría se basa en la participación activa y consciente de los ciudadanos, se vea amenazada por la pasividad insoportable y la complacencia cómplice de una incontable lista de atropellos a los derechos y garantías de todos que se realizan a diario.
«Para los tiranos, el pueblo es un rebaño de ganado que hay que esquilar o degollar según convenga.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
También, la servidumbre política se alimenta de otros factores como la desinformación y la propaganda, difundidas a través de los medios masivos de comunicación y redes sociales, los cuales distorsionan la realidad con la intención de manipular la opinión pública. El miedo a la inestabilidad y la incertidumbre nos lleva a aceptar líderes impresentables y autoritarios que prometen seguridad a cambio de libertad. Pues bien, esta polarización y división social diseñada con intenciones muy puntuales, no hacen otra cosa que debilitar nuestra capacidad de acción colectiva y de participación mancomunada al servicio de un bien común que parece haber quedado en desuso.
«La libertad es el único bien que los hombres no desean, porque si la desearan, la tendrían.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Este tipo de fenómenos acontecen en el marco de una globalización en la que la servidumbre política se intensifica por la complejidad de los problemas y la sensación de impotencia individual: los ciudadanos se sienten abrumados por la magnitud de los desafíos y renunciar a su capacidad de influencia ante la falta de transparencia de una clase dirigente totalmente corrompida que genera desconfianza en las institucional al mismo tiempo que desincentiva cualquier atisbo de participación cívica.
«El trabajo es el instrumento de la vida, no su fin.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Dicho esto, es necesario aclarar que esta servidumbre política no es inevitable. La educación cívica de calidad, el acceso irrestricto a la información veraz y la promoción del pensamiento crítico son herramientas fundamentales para fortalecer a la democracia. La participación activa en organizaciones sociales no corrompidas por los punteros de la política, el ejercicio del derecho a votar y la defensa permanente de los derechos humanos son simplemente algunas formas de resistencia contra esta servidumbre abúlica imperante.
«La costumbre es la nodriza de la servidumbre.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
La filosofía política nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del poder y la responsabilidad que tenemos todos los ciudadanos, recordándonos que la democracia no es un regalo, sino una conquista que requiere vigilancia y participación constante, sin confundir por “participación” el estar militando en un espacio político con el único fin de conseguir un cargo en el Estado, lugar en el que estaremos atornillados toda la vida. No, se trata de cultivar mediante los majestuosos pero inútiles sistemas educativos una conciencia crítica para fortalecer nuestra capacidad de acción colectiva, para así resistir la servidumbre que aplaude la ilegalidad y construir una sociedad más justa y libre.
Por último, es también pertinente analizar el vínculo entre la servidumbre voluntaria en el laberinto del mundo laboral, haciéndonos la siguiente pregunta: ¿cuál es el verdadero fin del trabajo? Más allá de la disponibilidad constante y la hiperconexión que mencionamos previamente, la servidumbre en este aspecto laboral se manifiesta en la aceptación tácita de un paradigma donde el trabajo se convierte en un fin en sí mismo, en lugar de un medio para alcanzar una vida digna. Esta distorsión del propósito laboral se alimenta de una serie de factores que anestesian nuestra capacidad de pensar y nos convierten en cómplices de nuestra propia opresión.
«La libertad es el único bien que los hombres no desean, porque si la desearan, la tendrían.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
La sociedad posmoderna nos inculca la idea de que el valor de una persona se mide por la cantidad de dinero que gana y la calidad de los bienes y servicios que consume. Nos hemos convertido en esclavos de nuestras propias ambiciones, sacrificando nuestro tiempo, salud y bienestar en aras de ascender en la escala corporativa o alcanzar el reconocimiento público. Esta búsqueda hueca e incesante de validación nos aleja de nuestra propia esencia y nos impide cuestionar la verdadera finalidad del trabajo en sí.
«Resolvamos no servir más y estaremos libres.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Como bien señaló el gran La Boétie, la servidumbre se sostiene gracias a la costumbre y la complacencia. Nos hemos acostumbrado a largas jornadas laborales, a llevarnos trabajo a casa, a la presión constante y a la falta de equilibrio entre oficio y vida personal. Tristemente, hemos aceptado estas condiciones como inevitables, sin cuestionar si realmente contribuyen a nuestro bienestar y al de la sociedad en su conjunto.
En este aspecto particular, la filosofía nos invita a reflexionar sobre el verdadero significado del trabajo. ¿Es simplemente un medio para obtener ingresos y consumir bienes y servicios? ¿O debería ser una actividad que nos permita desarrollar nuestro potencial, contribuir al bien común y encontrar sentido a nuestra existencia? Pese a estas preguntas, las cuales carecen de interés para la gran mayoría, la sociedad actual ha convertido el trabajo en una forma de servidumbre legalizada, donde los individuos se someten a condiciones laborales alienantes y explotadoras a cambio de la ilusión de seguridad y reconocimiento. Esta forma de servidumbre se gesta de una cultura del consumismo y el individualismo que nos interpela a buscar la satisfacción material y el éxito personal a cualquier costo.
«Determinémonos a no servir más, y he aquí que somos libres. No quiero que ataquéis al tirano, sino que dejéis de sostenerlo.» (La Boétie, Étienne de. Discurso de la servidumbre voluntaria, 1549).
Para liberarnos de esta servidumbre, debemos cuestionar el paradigma dominante y recuperar el verdadero sentido del trabajo. Debemos exigir condiciones laborales más justas y humanas, que nos permitan conciliar el esfuerzo laboral con el desarrollo de una vida personal sin abandonar la pretensión de desarrollar nuestro potencial. Por esto, es preciso recordar que el trabajo no es otra cosa que un medio para alcanzar una vida plena, no un fin en sí mismo. Ya que vivimos en una época en la que se pregona tanto «la libertad», retomar el pensamiento de La Boétie nos permite comprender que dicha libertad no se mendiga ni se consigue poniéndose debajo de una cascada que la derrama, sino que se conquista. No se trata aquí de derrocar a un tirano externo, que lo hay, sino de liberarnos del tirano interno que nos impide vivir plenamente, es decir, pensar por nosotros mismos y actuar en consecuencia.
La reflexión que La Boétie nos regala sirve para cuestionar nuestras propias decisiones y a resistir estas nuevas formas de opresión, tanto aquellas que son evidentes como las encubiertas. En esta era de autoexplotación, debemos recuperar nuestra autonomía y establecer límites saludables entre trabajo, tiempo libre, tiempo en soledad y tiempo con las personas que decimos apreciar en redes sociales. Para ello, debemos recordar que la verdadera libertad no se encuentra en la búsqueda incesante de la aprobación virtual de otros usuarios, también entendida como “éxito”, sino en la capacidad de vivir una vida realmente plena y significativa.
Comenzar este camino de liberación de la servidumbre voluntaria no es tarea fácil, pero debemos al menos intentar cultivar la conciencia crítica y la solidaridad, cuestionando las modas y las leyes caprichosas, como también las expectativas que nos condicionan mientras construimos una sociedad que valore sinceramente el bienestar común y la justicia por encima del rendimiento, la apariencia y el consumo.
Lisandro Prieto Femenía.
Docente. Escritor. Filósofo
San Juan – Argentina
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Estados Unidos “recupera” la alianza con el Triángulo Norte en C.A.
El triunfo de Nasry Asfura en Honduras marca una reconfiguración geopolítica clave en Centroamérica. El Triángulo Norte (El Salvador, Guatemala y Honduras) se renueva como bloque articulado con Estados Unidos, particularmente bajo la lógica de seguridad, control migratorio y orden territorial impulsada por Donald Trump.
Este reagrupamiento presenta asimetrías y retos internos que condicionan su alcance.
🛂 SEGURIDAD. Guatemala y Honduras enfrentan graves problemas de inseguridad, narcotráfico y penetración del crimen organizado. Esta realidad amplía la dependencia geopolítica y se convierte en un eje central de la relación con Estados Unidos. En este escenario, los cárteles mexicanos han trasladado parte de su guerra a la frontera sur con Guatemala. Honduras, además, carga con el precedente de narcoestado, el caso del indultado JOH y la continuidad de operaciones criminales en amplios territorios.
🐼 CHINA. El Salvador y Honduras mantienen relaciones con China, principal rival estratégico de Estados Unidos. Guatemala, por su parte, conserva vínculos con Taiwán, aliado clave de Washington. Este es un punto sensible por resolver. No es casual que Asfura haya prometido en campaña “revisar” la relación con China.
👨💼 ESTABILIDAD POLÍTICA. Guatemala y Honduras reflejan política partidaria voluble, lo que puede complicar reformas, leyes especiales y acuerdos necesarios para ejecutar planes conjuntos con el gobierno estadounidense.
En este contexto, Washington busca un Triángulo Norte predecible y cooperante, articulado con una agenda común que consolide un bloque aliado funcional en la región.
Desde la óptica estadounidense, el Triángulo Norte cumple tres funciones críticas:
➡️ Primer anillo de contención migratoria
➡️Zona clave contra el narcotráfico y el crimen transnacional
➡️Barrera geopolítica frente a la expansión de China en infraestructura crítica (puertos y aeropuertos, telecomunicaciones, comercio, minería entre otros)
♟️ En el tablero regional, Costa Rica y Panamá avanzan con acuerdos estratégicos con Washington, apostando por estabilidad, cooperación y negocios. En contraste, Nicaragua seguirá siendo el punto disonante: confrontativa, fuera de la arquitectura de seguridad y cooperación hemisférica reforzada por EE. UU., con afinidad con Venezuela y Cuba y una influencia determinante de China.
Centroamérica entra en una nueva fase: menos ambigüedad geopolítica y más presión por resultados en seguridad y gobernabilidad.El futuro del istmo está en juego.

Gabriel Trillos
Asesor en Comunicación Estratégica
Análisis de realidad contextual
Comunicador con más de 30 años de experiencia
Ex director de medios de comunicación
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El pesebre ante la sombra de la intolerancia salvaje
«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria». (Juan 1:14, Biblia de Jerusalén, 2009, Bilbao: Desclée de Brouwer, p. 1532)
La controversia pública que ha permeado las recientes semanas se manifiesta como un fenómeno poliédrico que desafía la estabilidad simbólica y la paz social de Europa- Los hechos registrados por medios internacionales como Euronews, Swissinfo, Infobae, National Geographic, Gaceta y ABC no pueden ser despachados como meras anécdotas aisladas.
La instalación de un belén compuesto por figuras sin rostro en la Grand-Place de Bruselas, calificado bajo el patético eufemismo de «inclusivo» pero percibido como una profanación de la identidad iconográfica, el asedio a los grandes almacenes en París que se han visto imposibilitados de instalar decorados navideños por presiones sociales, la cancelación de mercadillos históricos en el sur de Francia y el alarmante debate en Alemania sobre la incapacidad policial para garantizar la integridad de los asistentes frente a la amenaza terrorista, configuran un mapa de la retirada de Occidente de su propio espacio público.
Ante este escenario, donde figuras políticas «controvertidas» como Giorgia Meloni reivindican el pesebre de Belén como un emblema irrenunciable de la civilización, surge una pregunta que trasciende la gestión urbana: ¿estamos ante signos de una transformación civilizatoria que obliga a Occidente a mutar su estilo de vida por la fuerza, o ante una serie de fenómenos que hemos apresurado a unificar bajo la metáfora de la invasión? Analizar estos hechos con disciplina interpretativa exige separar lo verificable de la construcción retórica, evaluando las causas múltiples para proponer respuestas racionales y democráticas que no sacrifiquen libertades fundamentales en el altar del miedo.
Para abordar esta complejidad con rigor, debemos alejarnos de la hermenéutica social monocausal que reduce toda tensión a la presencia de un islam violento, pero sin caer en la ceguera de ignorar la voluntad de dominio que se esconde tras la intolerancia radicalizada. Por ejemplo, Hannah Arendt, en su obra «Los orígenes del totalitarismo», arroja luz sobre el riesgo de las ideologías que anulan el pensamiento individual al señalar que lo que distingue al totalitarismo no es tanto su extremismo cuanto su composición de masas movidas por un ideario que sustituye el pensamiento por la repetición (Arendt, H., 2003, Barcelona: Paidós, p. 412).
No obstante, el rigor analítico nos obliga a confrontar una dialéctica de valores donde la hospitalidad cristiana, raíz de la identidad occidental, se ve hoy asediada por una fuerza que utiliza la fe como instrumento de coacción y profanación. Esta hospitalidad no es una debilidad claudicante ni una tolerancia vacía, sino que se asienta en el mandato del ágape y la «caritas»: una apertura al otro que busca la paz y el reconocimiento de la dignidad. No olvidemos que Joseph Ratzinger (Papa Benedicto XVI) sostenía que la fe cristiana ha creado una cultura de la hospitalidad que permite la existencia del otro en su diferencia, siempre que esta no destruya el fundamento mismo de la convivencia humana (Ratzinger, J., 2005, Madrid: Taurus, p. 89).
<<La hospitalidad no es solo una virtud de acogida, sino la esencia misma de una civilización que se reconoce en el amor al prójimo como imagen de lo divino». (Ratzinger, J., 2005, La fraternidad cristiana, Madrid: Taurus, p. 112).
Ahora bien, centrémonos por un instante en la figura que representa una ofensa para este malón de lúmpenes violentos e ignorantes. En el corazón de esta disputa simbólica, el pesebre emerge no como una estructura de poder o una amenaza identitaria, sino como la manifestación estética de la kenosis divina: un anonadamiento de Dios que se hace pequeño para encontrar al hombre.
Desde una reflexión teológica, el pesebre es un signo potentísimo de humildad que subvierte la lógica del dominio. Tal como señaló Hans Urs von Balthasar en Gloria, la belleza de lo sagrado en el cristianismo no se impone por la fuerza, sino por la irradiación de un amor que se entrega sin condiciones. En este sentido, el pesebre representa la paradoja de un Dios que, lejos de exigir sumisión mediante el terror, se expone en la fragilidad de un recién nacido, ofreciendo un paradigma de perdón y respeto absoluto por la libertad del otro. Esta «debilidad» de Dios es, en realidad, una fortaleza ética que invita a la esperanza y propone una convivencia basada en la vulnerabilidad compartida y no en la hegemonía teocrática.
Complementariamente, RémiBrague, en su obra Europa, la vía romana, refuerza esta idea mediante el concepto de «segundidad»: la esencia de la cultura europea radica en su capacidad de reconocerse heredera de una alteridad. El pesebre es el símbolo máximo de esa segundidad, pues presenta a un dios que «viene de fuera» para habitar lo cotidiano. Sin embargo, esta apertura entra en colisión directa con la violencia intolerante musulmana que, en sus vertientes extremas, se presenta como una cultura de «primariedad» absoluta, buscando la sustitución totalitaria del espacio sagrado del anfitrión.
Esta categoría (secondarité) describe la experiencia de quien se sabe heredero de una fuente anterior a la que no puede sustituir, sino que debe interpretar y transmitir. Europa es «romana» en el sentido de que Roma no inventó sus contenidos culturales (que eran, en su gran mayoría, griegos), sino que se posicionó como el puente que permitió su pervivencia. En su obra fundamental, Brague define esta estructura de la siguiente manera: «Ser «romano» es tener la conciencia de que lo que se transmite no nos pertenece, de que somos los segundos con respecto a una fuente que es mayor que nosotros mismos y que nos precede en dignidad» (Brague, R., 2005, Europa, la vía romana, Madrid: Editorial Gredos, p. 54).
Esta disposición ontológica explica por qué la hospitalidad cristiana y la apertura de occidente no ha sido, históricamente, signo de debilidad, sino la manifestación de una cultura que sabe que su supervivencia depende de su capacidad de acoger una alteridad fundante. Sin embargo, la crisis actual en ciudades europeas surge cuando esta «segundidad», totalmente desvirtuada por la agenda posmo-progre decadente, se enfrenta con la cosmovisión extremista, la cual no se presenta como interlocutor legítimo, sino que buscan la sustitución totalitaria de la memoria del país que los acogió.
<<Si no puedes cambiar la dirección del viento, ajusta las velas de tu barco», escribió Epicteto, pero la época exige saber si acaso no nos piden que quememos la embarcación. (Epicteto, Manuel trodugión 00stollopon132008)
La resistencia simbólica- la defensa del rostro en el Belén o la persistencia de los mercados navideños no es, desde la perspectiva de Brague, una cerrazón chovinista. Es, por el contrario, la defensa de la «segundidad» misma: el derecho a seguir siendo el cauce de una herencia que se reconoce limitada pero valiosa. Pues bien, si Europa renuncia a sus símbolos por miedo o por una malentendida neutralidad, no está siendo más inclusiva, sino que está traicionando la estructura romana que le permitía, precisamente, ser el espacio de encuentro para lo diferente. La capitulación ante la intolerancia radicalizada significaría el fin de la vía romana y el inicio de un tiempo donde la «primariedad» del más fuerte borraría el derecho a ser «segundo», es decir, el derecho a heredar y respetar una historia que nos precede y nos constituye.
La resistencia simbólica en las capitales europeas frente a la mutilación de los belenes no es un acto de exclusión, sino la defensa de un símbolo que predica la humildad frente a la soberbia del fanatismo. La figura borrada de Bruselas es una afrenta a la visibilidad de la encarnación, esa verdad teológica que afirma que lo divino tiene un rostro humano y, por tanto, merece respeto y no ocultamiento.
Por su parte, San Agustín de Hipona nos ofrece una clave fundamental para entender este conflicto al definir la paz como la tranquillitas ordinis o la tranquilidad del orden, es decir, una disposición de las cosas que atribuye a cada una su lugar justo (Agustín de Hipona, 2007, Madrid: Gredos, p. 543).
En la Europa posmoderna, la seguridad debe ser la protección de este orden que permite a la cultura de la hospitalidad y al signo del pesebre sobrevivir sin ser desplazados por la amenaza. Cuando los Estados cancelan un rito para evitar ofensas, rompen la tranquillitas ordinis y permite que la intolerancia ignorante y violenta dicte la forma de nuestra vida común.
<<La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden; y el orden es la distribución de los seres iguales y desiguales, que da a cada uno su lugar». (Agustín de Hipona, 2007, La ciudad de Dios, Madrid: Editorial Gredos, p. 542).
Esta tensión pone en jaque, también, el principio de John Stuart Mill, quien sostiene que la única finalidad del poder es prevenir el daño a otros (Mill, J. S., 1999, Madrid: Alianza Editorial, p. 78). Queda claro que el daño, hoy, se manifiesta en la erosión progresiva del espacio simbólico. Paralelamente, George Orwell nos avisó que si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper al pensamiento (Orwell, G., 1996, Madrid: Alianza Editorial, p. 252): Ilamar «inclusión» a la eliminación de los rostros en un pesebre es una clara perversión semántica que oculta la capitulación progre ante la intolerancia que no soporta la humildad del signo cristiano.
La «plaza» sin adornos que hoy vemos transformada es el reflejo de una sociedad que ha comenzado a dudar de su propia legitimidad moral frente al salvajismo intolerante. Si el pesebre es, como hemos argumentado, un signo de esperanza y perdón, ¿qué mensaje enviamos al futuro al permitir que sea profanado o escondido por miedo a quienes sólo conocen el lenguaje de la imposición barbárica? Resulta imperativo reflexionar si una democracia puede sobrevivir si confunde la tolerancia con el renunciamiento ante quienes desprecian sus símbolos más profundos y sagrados, permitiendo que el espacio común sea despojado de su rostro por el simple hecho de no ofender a la violencia.
¿Hasta qué punto la autonegación de lo sagrado en nombre de una supuesta neutralidad pluralista no es, en realidad, una invitación directa a la ocupación cultural por parte de quienes no respetan la diversidad de la hospitalidad cristiana? Debemos cuestionarnos con urgencia cómo evitaremos que la política del miedo nos transforme finalmente en extranjeros en nuestra propia tierra, limitando nuestra existencia a una supervivencia biológica despojada del espíritu que el rito y la historia otorgan a nuestras vidas.
Por último, queridos lectores, ¿es el pesebre una amenaza para la paz, o es acaso la última frontera de una paz verdadera que se niega a ser sustituida por la tranquilidad de los cementerios? ¿Estamos aún a tiempo de defender la tranquilidad del orden que nos permite ser nosotros mismos, o hemos aceptado ya que la figura borrada del belén de Bruselas sea el único espejo donde nos atrevemos a mirarnos?
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El desafío ontológico de la Natividad a la razón posmoderna- Lisandro Prieto Femenía
“El Hijo de Dios se hizo hombre para poner a los hombres en condiciones de llegar a ser hijos de Dios”
Lewis, C. S. (2005). Mero cristianismo 2005, p. 192.
El advenimiento de la navidad es, ante todo, un acontecimiento cristológico, la consumación del misterio de Dios hecho Hombre. Este acto, la Encarnación hipostática, no es una simple concesión simbólica, sino la manifestación de la “Kénosis”- entendida aquí como el vaciamiento total de la gloria y el poder divino para asumir la fragilidad humana- que opera como el contrapunto ontológico más radical frente al espíritu decadente de nuestra posmodernidad. Mientras que la sensibilidad contemporánea exalta la autoafirmación y el poder subjetivo, la divinidad se revela en la forma más vulnerable: la infancia y la precariedad material. Por esta razón, la figura de Cristo en el pesebre demanda una hermenéutica que desborde el sentimentalismo y se adentre en la metafísica de su Persona.
El núcleo de esta fiesta reside en el “logocentrismo de Belén”, donde en Cristo confluyen lo eterno y lo temporal, lo infinito y lo finito. El Logos (la Razón ordenadora de Dios), al hacerse carne, no sólo se sujetó a la fragilidad, sino que se opone directamente a la condición posmoderna, la cual, tras la demolición de los “metarrelatos” (las grandes narrativas que dan sentido a la historia), ha decretado la disolución de toda verdad trascendente y objetiva. Consecuentemente, la navidad presenta la verdad no como una abstracción inalcanzable, sino como una Persona histórica, una realidad firme que resiste a la licuefacción social. Al respecto, San Juan Pablo II, en su crítica a la separación entre fe y razón, enfatizó que la revelación en Cristo es la fuente de la verdad inmutable que el hombre necesita, puesto que “el hombre puede llegar a poseer una verdad clara y cierta… que lo libera de la cerrazón del individualismo y de los límites del subjetivismo” (Juan Pablo II, 1998, p. 12).
Así pues, la elección del pesebre (praesepe), el receptáculo para el alimento animal, es el signo más chocante y antirretórico: no es un mero indicio de pobreza material, sino la manifestación palpable de que Dios elige el lugar más humilde para revelar su máxima dignidad. De hecho, esta humildad es la forma activa de la redención, confrontando la obsesión de la cultura actual por el status y el artificio. El pesebre es el anti-trono por excelencia, en tanto que la “Kénosis” mesiánica, inaugurada en Belén, subvirtió frontalmente la expectativa de un Mesías lleno de lujos y ejércitos, manifestando el señorío universal en la sencillez de éste recién nacido.
Un elemento crucial que profundiza esta precariedad es la condición de exilio que rodea el nacimiento. La Sagrada Familia no sólo nace en la pobreza, sino en el desarraigo, forzada primero al viaje a Belén por el censo imperial y, poco después, a la huida a Egipto para escapar de la persecución de Herodes. Este exilio es un rasgo teológico esencial, en tanto que muestra que el redentor no posee ningún lugar seguro en la Tierra que no sea el hogar de los marginales. La vida del Hijo de Dios inicia, pues, en la condición de refugiado, una realidad que confronta directamente la búsqueda de seguridad absoluta y el rechazo al “otro” que prevalece en la esfera posmoderna.
En este escenario de absoluta humildad, la presencia de San José y María son fundamentales para concebir el misterio y la festividad. José, el “vir justus” (varón justo), encarna la dignidad del trabajo silencioso y la obediencia del custodio, virtudes diametralmente opuestas a la cultura del espectáculo actual. Sobre éste aspecto en particular, Josemaría Escrivá de Balaguer destacó una verdad esencial al indicar que “San José es maestro de la vida interior. Nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con Él, a sabernos parte de la familia de Dios” (Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 2005, p. 55).
Aún más profundamente, la figura de María, la “Theotokos” (Madre de Dios), consagra la santidad del ser humano desde su origen. Su Inmaculada Concepción (la ausencia de pecado original desde el primer instante de su ser) no es una excepción a la redención, sino su aplicación más perfecta. La enseñanza de la Inmaculada Concepción, defendida por el beato Juan Duns Scoto (Doctor Sutilis), en el siglo XIV, resolvió el debate teológico sobre este dogma mediante un argumento que exaltaba el poder redentor de Cristo. Scoto defendió la posibilidad de la Inmaculada Concepción no por necesidad, sino por la capacidad de Dios de conceder una gracia superior. El punto central es que Cristo es un mediador más perfecto si preserva a su Madre del pecado original que si permitiera que cayera y luego la levantara.
El argumento clave de Scoto, conocido como el potuit, decuit, ergo fecit (pudo, convino, luego lo hizo), se resume en la preeminencia de la gracia: “Podía Dios conferir este grado de gracia, y convenía que lo confiriese a aquella que estaba destinada a ser la Madre del Verbo encarnado. Por lo tanto, ha de sostenerse que lo hizo. Cristo fue Mediador más perfecto en María, porque la mereció para ser inmune de toda culpa en el instante de la concepción, lo que era un mayor beneficio” (Duns Scoto, Ordinatio, III, d. 3, q. 1, 1966, p. 286). Esta verdad teológica refuta la visión posmoderna del hombre como un ser puramente defectible y provisional, reafirmando que, por los méritos futuros de Cristo, la posibilidad de la perfección humana integral en la gracia es real.
Un signo más sorprendente aún es la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre el parto sin dolor (partus sine dolore) de María. Este privilegio mariano se interpreta como un signo de la reversión de la maldición de Eva (Génesis 3:16) por la Nueva Eva. La Natividad, por lo tanto, no sólo inaugura la redención, sino que restituye la armonía original entre la naturaleza y la gracia. La ausencia de dolor en el parto virginal es la prueba de que el pecado y la muerte no tienen dominio sobre la Madre de Dios. Este hecho se opone radicalmente al materialismo existencialista que reduce la vida a una cadena ineludible de sufrimiento y absurdo.
En esta misma línea argumental, la Encarnación constituye la respuesta definitiva a la pregunta por el ser humano. El gran teólogo Karl Rahner abordó la encarnación como la realización suprema de la vocación humana. Para él, la humanidad de Cristo es la prueba de que la finitud no es una prisión, sino la posibilidad de la divinidad, una tesis que permite comprender al hombre a la luz de la “Imago Dei” (la imagen de Dios, el núcleo inmutable de la persona humana). Aquí, el hombre es constitutivamente un “oyente de la Palabra”, un ser trascendentalmente abierto a la gracia y a la revelación de Dios. La Encarnación (la Navidad) no es, pues, una intrusión ajena a la naturaleza, sino el punto omega donde la finitud humana se revela como capaz de acoger a la finitud.
La antropología de Rahner choca de frente con el subjetivismo posmoderno. Si el ser humano es una “posibilidad” abierta a la autocomunicación de Dios, entonces la identidad no es plástica ni inventada, sino que se encuentra en la asunción de esta trascendentalidad puesto que “El hombre es la posibilidad de la Encarnación de Dios, y la Encarnación de Dios es el cumplimiento de la esencia humana, el punto de intersección más alto de la trayectoria de la autorrealización humana” (Rahner, Curso fundamental de la fe, 2002, p. 28).
Desde esta óptica, la personalidad plástica y fluida de la posmodernidad, descrita por Marina: “Una personalidad plástica se podrá acomodar mejor a un mundo cambiante… Tendrá siete vidas como los gatos, pero posiblemente vida de gato” (Marina, 2000, p. 47), queda desenmascarada como la negación de la vocación ontológica inherente a la Imago Dei (la imagen de Dios) que la Natividad viene a restaurar. La humanidad de Cristo es la prueba de que la finitud no es una prisión, sino la posibilidad de la Divinidad.
En consecuencia, el escenario de la Natividad, la cueva, el establo o la gruta, simboliza el espacio de la penumbra y la marginalidad. La Luz del Mundo irrumpe desde esta oscuridad, y la salvación se encuentra en la periferia existencial. San Gregorio Nacianceno, el Doctor de la Iglesia, capturó la maravilla de esta antítesis al meditar sobre el nacimiento de Cristo: “La Palabra se hizo carne para que la carne se hiciera Palabra” (Oración, 38, 13, 1996, p. 321). La elección de los pastores como primeros testigos refuerza este principio de autoridad inversa. También, el Papa Francisco ha profundizado en esta clave de lectura social y teológica del pesebre, elevando la marginalidad a categoría redentora, especialmente visible en la necesidad de los migrantes: “El pesebre nos ayuda a ver y tocar la pobreza de Dios, que nos recuerda que no debemos buscar la felicidad y la prosperidad en la ambición y en la avidez, sino en el reconocimiento de Dios y en el servicio a los demás (Admirabile signum, 2019, p. 5).
Así pues, la festividad ha sido subsumida por el hedonismo secularizado, despojándola de su significado trascendente. El peligro se manifiesta en el hecho de que la propia fe se adapte a esta lógica de mercado. Al respecto, el Papa Benedicto XVI señaló con perspicacia la banalización de lo sagrado en nuestra era posmoderna: “La religión se convierte casi en un producto de consumo… pero la religión buscada ‘a la medida de cada uno’ a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero en el momento de crisis nos abandona a nuestra suerte” (Benedicto XVI, 2006, p. 81). La humildad del pesebre, marcada por el exilio, es el juicio más severo sobre la soberbia y el narcisismo de una época que solo se adora a sí misma.
La profundidad de algunos de los símbolos navideños que hemos analizado revela un sistema de pensamiento completo que se niega a ser domesticado por el espíritu consumista de la época. Hemos transitado por la paradoja de la “Kénosis y la refutación del individualismo posmoderno. No obstante, este abismo entre la sublimidad teológica y la vulgarización cultural no debe llevarnos a la trampa de la nostalgia, sino a la interpelación radical. Si el Verbo se ha hecho carne en la precariedad absoluta y en el exilio para desmantelar la fascinación por el poder y el falso arraigo, ¿estamos dispuestos a vaciarnos de nuestro propio yo posmoderno-de su soberbia y su hedonismo-para acoger esta dignidad inaudita? ¿Aceptamos la condición de extranjeros y peregrinos que implica seguir al Mesías exiliado, o persistimos en la quimera de la omnipotencia tecnológica y la búsqueda de un Mesías de lujo? La figura de Dios hecho Hombre nos pregunta, en última instancia, si la historia de nuestra propia vida está fundada sobre la verdad de la Encarnación o sobre el artificio de nuestra propia invención. Que el silencio de aquella noche nos inquiete hasta la médula, forzándonos a elegir entre la luz de una estrella o el parpadeo intrascendente de la pantalla.
Referencias Bibliográficas
Agustín de Hipona. (1969). Sermones. (Vol. 184). Biblioteca de Autores Cristianos (BAC).
Benedicto XVI. (2006). Luz del mundo: El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos (Conversación con Peter Seewald). Editorial Herder.
Duns Scoto, J. (1966). Ordinatio. (Vol. III, d. 3, q. 1). (Edición crítica, V. Smet et al.). Vaticana.
Escrivá de Balaguer, J. (2005). Es Cristo que pasa. Ediciones Rialp.
Francisco. (2019). Carta Apostólica Admirabile signum. Librería Editora Vaticana.
Gregorio Nacianceno. (1996). Oración. (Vol. 38). (J. L. Bastero, Trad.). Ciudad Nueva.
Juan Pablo II. (1998). Carta Encíclica Fides et ratio. Librería Editora Vaticana.
Lewis, C. S. (2005). Mero cristianismo. (Versión en español de 2005 de la edición original de 1952). Editorial Rialp.
Marina, J. A. (2000). El laberinto sentimental. Editorial Anagrama.
Rahner, K. (2002). Curso fundamental de la fe: Introducción al concepto de cristianismo. Editorial Herder.









